minorías culturales y derechos colectivos: un enfoque liberal

Anuncio
MINORÍAS CULTURALES Y DERECHOS
COLECTIVOS:
UN ENFOQUE LIBERAL
NEUS TORBISCO CASALS
Dipòsit legal: B.51831-2001
ISBN: 84-699-8509-4
TESIS DOCTORAL
DIRECCION DR. ALBERT CALSAMIGLIA BLANCAFORT Y DR. JOSE
JUAN MORESO MATEOS
AGRADECIMIENTO
Esta tesis doctoral ha sido dirigida en su práctica totalidad por el Profesor Dr.
Albert Calsamiglia, fallecido desgraciadamente dos meses antes de su depósito. A él
le debo enormes dosis de entusiasmo y todo el apoyo moral y material para la
realización de este trabajo, además de muchas otras cosas por las que siempre le
estaré agradecida. En realidad, ninguna dedicatoria en un trabajo de investigación
sería suficiente para honrar su amistad y su memoria. No obstante, puesto que por
razones administrativas ajenas a mi voluntad me he visto obligada a suprimir su
nombre en tanto director de esta tesis, he considerado imprescindible hallar un
breve espacio para manifestar mi más sincero agradecimiento. Asimismo, agradezco
la ayuda del profesor José Juan Moreso, cuya dedicación generosa a la supervisión
de las etapas finales de este trabajo ha sido inestimable
INTRODUCCIÓN
1.
Planteamiento: Multiculturalismo y derechos de las minorías ...........1
2.
La idea de derechos colectivos: incidencia en los ámbitos jurídico y
filosófico...........................................................................................15
2.1.
Los derechos de las minorías en el derecho internacional de los derechos
humanos .................................................................................................................. 15
2.2.
La dimensión filosófica del debate ..................................................................... 24
3.
Propósito y estructura de la investigación ........................................28
PARTE I
CAPÍTULO
I.
MINORÍAS
Y
DERECHOS
COLECTIVOS:
PRESUPUESTOS CONCEPTUALES DEL DEBATE
1.
Planteamiento ....................................................................................1
2.
La idea de minoría: una primera aproximación................................. 2
2.1.
Elementos objetivos.................................................................................................4
2.2.
El elemento subjetivo ..............................................................................................9
3.
Grupos minoritarios y derechos colectivos: presupuestos teóricos e
inadecuación del enfoque dominante...............................................12
3.1.
De nuevo sobre el concepto de minoría ........................................................... 15
3.2.
¿Qué noción de derechos colectivos?................................................................ 25
3.3.
Objeciones adicionales al planteamiento estándar .......................................... 38
4.
Conclusión .......................................................................................50
I
CAPÍTULO II. ALGUNAS ESTRATEGIAS PARA REPLANTEAR EL
DEBATE. HACIA UNA NOCIÓN ALTERNATIVA DE DERECHOS
COLECTIVOS
1.
Introducción.....................................................................................52
2.
La innecesariedad de la noción de derechos colectivos....................53
2.1.
La estrategia reduccionista ................................................................................... 53
2.2.
Sobre la necesidad de la idea de derechos y el marco de “lo político”........ 56
3.
Dos concepciones de derechos colectivos........................................75
3.1.
Derechos colectivos como derechos a bienes públicos.................................. 76
3.2.
Derechos colectivos como derechos especiales............................................... 92
3.3.
La compatibilidad entre ambas concepciones.................................................. 98
4.
Conclusión ..................................................................................... 101
CAPÍTULO III. ENTENDER EL MULTICULTURALISMO. ¿QUÉ
GRUPOS CUENTAN?
1.
Planteamiento ................................................................................ 102
2.
Minorías sociales............................................................................ 103
3.
Minorías Culturales........................................................................ 114
CAPÍTULO IV. ¿EN CONTRA DE LOS DERECHOS COLECTIVOS?
ALGUNAS CONCLUSIONES PROVISIONALES
1.
La crítica a la perspectiva estandar. Recapitulación....................... 126
2.
Algunas aclaraciones preliminares: El nuevo debate sobre los
derechos de las minorías ................................................................ 135
II
PARTE II
CAPÍTULO V. DERECHOS COLECTIVOS Y LIBERALISMO: ¿UNA
INCOMPATIBILIDAD DE PRINCIPIO?
1.
Introducción................................................................................... 141
2.
Objeciones principales a los derechos colectivos ........................... 144
2.1.
La cultura no es un bien primario.....................................................................144
2.2.
La distribución de los derechos debe ser homogénea ..................................146
2.3.
Los derechos individuales ya garantizan la diversidad cultural legítima en un
estado democrático: el ideal de neutralidad y la separación entre “lo
público” y “lo privado” ......................................................................................147
2.4.
El cosmopolitismo como alternativa ...............................................................152
3.
Planteamiento de los siguientes capítulos...................................... 157
CAPÍTULO VI. MULTICULTURALISMO Y NEUTRALIDAD ESTATAL
(I): PERSPECTIVAS DESDE EL IDEAL DE TOLERANCIA
1.
Planteamiento ................................................................................ 162
2.
Tolerancia y neutralidad................................................................. 163
3.
Justificar la neutralidad .................................................................. 176
3.1.
Acerca
de
la
definición:
neutralidad
justificatoria
y
neutralidad
consecuencial........................................................................................................176
3.2.
Los fundamentos de la neutralidad ..................................................................185
4.
Pluralismo y neutralidad en la teoría liberal ...................................204
CAPÍTULO VII. MULTICULTURALISMO Y NEUTRALIDAD (II): LA
COMPATIBILIDAD
ENTRE
NEUTRALIDAD
Y
DERECHOS
COLECTIVOS
1.
Introducción................................................................................... 210
III
2.
La neutralidad estatal como elemento de distinción entre
“nacionalismo cívico” y “nacionalismo étnico” ............................. 214
3.
La esencia cultural de la nación. Ficciones históricas y políticas de
construcción nacional .................................................................... 217
3.1.
E Pluribus Unum. La vinculación histórica entre nacionalismo y liberalismo
.................................................................................................................................220
3.2.
La idea de nación y las políticas de construcción nacional..........................228
4.
La justificación liberal del nacionalismo ........................................ 241
5.
El despertar de las minorías ...........................................................255
5.1.
Las minorías culturales ante la construcción de los estados nacionales....255
5.2.
La confianza en la asimilación y su éxito relativo..........................................260
5.3.
La reacción de los estados ante el fenómeno de los nacionalismos
minoritarios y de las demandas de los grupos étnicos..................................264
6.
Ilusiones de neutralidad. El discurso liberal contemporáneo.........268
6.1.
Centrarse en el presente: ¿una realidad “postnacional”?..............................268
6.2.
Algunos desarrollos recientes: el progresivo distanciamiento entre el Este y
el Oeste ..................................................................................................................280
6.3.
¿Una reconstrucción neutral de la expresión cultural del estado? ..............287
7.
Derechos colectivos y neutralidad ..................................................294
7.1.
Derechos colectivos e imparcialidad................................................................294
7.2.
Derechos colectivos y exclusión de ideales.....................................................299
8.
Conclusión .....................................................................................302
CAPÍTULO VIII. LA RELEVANCIA MORAL DE LA PERTENENCIA
CULTURAL:
DERECHOS
COLECTIVOS
COMO
DERECHOS
DERIVATIVOS Y COMO DERECHOS BASICOS
1.
Introducción...................................................................................306
2.
La justificación instrumental de los derechos colectivos................307
2.1.
Los límites del humanismo global....................................................................307
IV
2.2.
Argumentos de justicia compensatoria y de carácter correctivo ................321
2.3.
Conclusión: la relevancia instrumental de los derechos colectivos ............330
3.
Los derechos colectivos como derechos básicos: la relevancia moral
de la pertenencia cultural en las teorías de Kymlicka y Taylor .......332
3.1.
La teoría de Kymlicka: Autonomía y derecho a la pertenencia cultural....332
3.2.
La teoría de Taylor: los derechos colectivos y “la política del
reconocimiento” ..................................................................................................373
4.
Conclusión .....................................................................................402
CAPÍTULO IX. LAS DEMANDAS DEL MULTICULTURALISMO Y LOS
LÍMITES AL PLURALISMO CULTURAL
1.
Introducción...................................................................................407
2.
Minorías nacionales y minorías étnicas: ¿dos soluciones normativas
distintas? ........................................................................................408
2.1.
El desafío de la inmigración: entre la asimilación y las “políticas del
multiculturalismo” ...............................................................................................408
2.2.
La justificación de los derechos de las minorías étnicas: ¿un problema para
el nacionalismo liberal? .......................................................................................422
2.3.
Las políticas del multiculturalismo y el reconocimiento de la identidad...439
3.
Los límites al pluralismo cultural. La justificación de la “ciudadanía
parcial”...........................................................................................445
4.
Conclusión .....................................................................................458
V
EPÍLOGO UN BREVE APUNTE SOBRE UNA CUESTIÓN NO
TRATADA: MULTICULTURALISMO Y FRAGMENTACIÓN SOCIAL.
¿ES VALIOSO EL PLURALISMO CULTURAL? ....................................459
CONCLUSIÓN.........................................................................................469
BIBLIOGRAFÍA .......................................................................................473
VI
INTRODUCCIÓN
1.
Planteamiento: Multiculturalismo y derechos de las minorías
En los últimos tiempos, las reflexiones en torno al multiculturalismo han
cobrado un protagonismo especial, tanto en el debate político como en la discusión
filosófica. En su acepción más común, el término “multiculturalismo” se emplea
para hacer referencia de forma genérica al fenómeno de la creciente diversidad
cultural y étnica que caracteriza a la mayoría de sociedades contemporáneas. Según
estimaciones recientes, más del 90 por ciento de los estados existentes contienen
una pluralidad de grupos étnicos, nacionales o lingüísticos. Es decir, menos del 10
por ciento de los estados tienen una composición social culturalmente homogénea1.
No se trata, sin embargo, de presentar argumentos en favor o en contra de la
diversidad. La diversidad es, ante todo, un hecho social. El debate gira más bien en
torno a cuáles son las condiciones normativas de realización de la justicia en
contextos multiculturales, esto es, en sociedades que contienen grupos culturales o
étnicos distintos que interactuan entre sí de forma significativa2. La cuestión no es
baladí, ni de relevancia meramente teórica. No es sólo que en pocos países los
ciudadanos hablen la misma lengua, compartan los mismos valores, historia, formas
de vida o pertenezcan al mismo grupo étnico. Lo significativo es, más bien, que,
desde el final de la guerra fría, los conflictos etnoculturales se han convertido en la
principal causa de enfrentamiento político y de violencia en el mundo. Por este
motivo, hablar de multiculturalismo consiste, quizás muy primariamente, en
constatar una realidad social que está en el origen de problemas eminentemente
prácticos y en tratar de hallar respuestas viables a los mismos. En especial, el interés
1
Sobre estos datos, el número de lenguas, grupos étnicos, estados independientes y
conflictos de carácter etnocultural, T. Gurr, Minorities at Risk: A Global Overview of Ethnopolitical
Conflict, Washington DC, Institute of Peace Press, 1993.
2
A. Gutmann, “The Challenge of Multiculturalism in Political Ethics”, Philosophy and
Public Affairs, vol. 22, nº 3, p. 171.
1
teórico que hoy despiertan los temas relacionados con lo que cabría denominar “la
minoridad” (desde el tratamiento jurídico-político de las minorías hasta la influencia
de aspectos como la etnia o el género en el desarrollo humano tanto personal como
social) responde, en gran medida, a esta preocupación por resolver los conflictos
etnoculturales que enfrentan a grupos mayoritarios y minoritarios en buena parte
del planeta.
En el ámbito de la filosofía política, tras décadas de relativa despreocupación
por el análisis de las cuestiones normativas relacionadas con las demandas que
típicamente plantean las minorías en sociedades multiculturales, en los últimos años
se les ha prestado una atención remarcable. En efecto, sólo recientemente es
posible encontrar un número considerable de obras filosóficas centradas
exclusivamente en temas como el nacionalismo, la secesión, la autonomía política o
el autogobierno, el estatus de los inmigrantes o los denominados “derechos
culturales”3. Numerosas razones podrían aducirse para explicar el auge de este
interés. De forma más prominente, las calamidades que siguen asolando a algunas
minorías étnicas en muchas zonas del mundo no sólo representan injusticias graves,
también parecen corroborar la ineficacia de los instrumentos políticos y jurídicos de
defensa de los derechos humanos. El destino incierto del pueblo kurdo, la
destrucción de Armenia por parte de Turquía o las atrocidades ocurridas ante la
mirada de la Comunidad Internacional en Rwanda, Bosnia, Argelia o en la región
de Kosovo son sólo algunos de los sucesos que han moderado el optimismo
respecto de la pacificación de las sociedades contemporáneas en el inicio del nuevo
milenio. Como ha advertido Steven Lukes, el holocausto no fue algo único. Antes
3
Mientras que es inusual encontrar análisis que aborden estos temas antes de los 90, la
proliferación de obras a lo largo de esta década hace difícil seleccionar las más significativas.
Por su influencia en la teoría política actual, destacan: A. Buchanan, Secession: The Legitimacy of
Political Divorce, Westview Press, Boulder, 1991; W. Kymlicka, Multicultural Citizenship: A Liberal
Theory of Minority Rights, Oxford, Clarendon Press, 1995; D. Miller, On Nationality, Oxford,
Oxford University Press, 1995; Y. Tamir, Liberal Nationalism, Princeton, Princeton University
Press, 1993; J. Tully, Strange Multiplicity: Constitutionalism in an Age of Diversity, Cambridge,
Cambridge University Press, 1995; I. M. Young, Justice and the Politics of Difference, Princeton,
Princeton University Press, 1990.
2
bien, si nos atenemos a las cifras anuales de aniquilación de seres humanos, se trata
más bien de un fenómeno con vocación de permanencia4.
Claro está que quienes estén convencidos de la absoluta legitimidad moral de
los derechos humanos con carácter universal se verán tentados a sostener que
explorar filosóficamente estas cuestiones no es lo más relevante. Lo
verdaderamente urgente es, más bien, denunciar y exigir con mayor vehemencia la
aplicación efectiva de los estándares jurídicos ya existentes5. En realidad –se
observa con frecuencia– los conflictos etnoculturales se producen precisamente en
países antidemocráticos con verdaderos récords de violaciones de derechos
humanos. En las democracias occidentales en las que se respetan los derechos y
libertades básicos de todos los individuos independientemente de la raza, etnia o
religión, esto no pasa. Desgraciadamente, sin embargo, las afirmaciones de esta índole
distan mucho de ser ciertas. Es más, en ocasiones, las experiencias de liberación
democrática han probado ser insuficientes para prevenir esta clase de conflictos e
incluso los han exacerbado. Piénsese, si no, en la evolución de los acontecimientos
en Europa desde finales de los años ochenta. Tras la caída del Muro de Berlín y el
colapso de los regímenes comunistas, el liberalismo pareció emerger como la única
ideología válida y viable en el mundo moderno. Ciertamente, quienes
deslegitimaron el comunismo lo hicieron en nombre de la democracia. Sin
embargo, la instauración de sistemas democráticos y de constituciones liberales no
ha sido capaz de evitar una auténtica ola de conflictos de carácter etnonacionalista
en el mundo post-comunista. Muchas de las disputas actuales en el centro y este de
Europa ponen en discusión las fronteras territoriales establecidas y los términos de
4
Lukes realiza esta reflexión en la última página del número especial que la revista
americana Dissent dedicó a los problemas actuales de minorías, “The Last Page”, Embattled
Minorities Around the Globe. Rights, Hopes and Threats, Dissent, verano de 1996, p. 160.
5
Norberto Bobbio ha declarado que el problema grave de nuestro tiempo respeto de los
derechos humanos no es el de fundamentarlos, sino el de protegerlos: “El problema que se
nos presenta…no es filosófico, sino jurídico y, en sentido más amplio, político. No se trata
tanto de saber cuáles son y cuántos son estos derechos, cuál es su naturaleza y
fundamento…sino cuál es el modo más seguro de garantizarlos”, N. Bobbio, El tiempo de los
derechos, Madrid, Sistema, 1991, pp. 63-4.
3
la pertenencia de algunos grupos minoritarios. Lo que está en disputa es, pues, la
legitimidad de los procesos de construcción de unos estados cuyas dimensiones
multinacional y multiétnica han aflorado con fuerza tras la caída del comunismo.
En estos contextos, determinar quién es el demos es extraordinariamente complejo.
Sin duda, la incertidumbre en torno a esta cuestión es uno de los factores que más
está incidiendo en las expectativas de consolidación democrática en estos países. Y
es que la democracia, en sí misma, no puede iniciarse sin un acuerdo sobre el
universo de sujetos relevantes.
De nuevo, cabría objetar que el anterior no es un buen ejemplo. Es posible
que lo que estemos presenciando en el este de Europa sea un fenómeno sui generis;
como sugieren algunos observadores, un intento de construir “democracias sin
demócratas”. Las dificultades, desde esta perspectiva, serían meramente
coyunturales, en tanto los procesos de transición política se completan y los valores
democráticos se consolidan. Pero tampoco este juicio parece del todo acertado,
máxime si tenemos en cuenta que las democracias más consolidadas, las democracias
con demócratas, todavía no han superado ni mucho menos resuelto los problemas
derivados de la diversidad etnocultural. Si bien puede ser cierto que, por regla
general, una arraigada cultura democrática contribuye a evitar que las tensiones
degeneren en rupturas dramáticas, ello no significa que conflictos de esta naturaleza
no existan.
En efecto, la creciente diversidad de la ciudadanía en Occidente también es
fuente de controversias que plantean nuevos retos en la interpretación de los viejos
principios liberales de libertad, igualdad, tolerancia y pluralismo. Considérense, por
ejemplo, los términos en los que se plantea el actual debate sobre las políticas de
inmigración en Europa. Los importantes movimientos migratorios de las últimas
décadas hacia este continente (en especial, hacia el ámbito de los países miembros
de la Unión Europea) han reavivado la discusión en torno a las condiciones de
adquisición de la ciudadanía y de integración social de los inmigrantes. El debate se
suscita, en buena medida, porque la mayoría de los nuevos residentes proceden de
4
otras culturas y suelen oponerse a la filosofía puramente asimilacionista que preside
las políticas de inmigración de los estados receptores; esto es, la idea ampliamente
extendida de que, puesto que los inmigrantes consienten voluntariamente en
instalarse en otro estado, están obligados no sólo a obedecer sus normas sino
también a asimilarse a la cultura prevaleciente. El consentimiento, reclaman estos
grupos, no debería entenderse en términos puramente unilaterales. La sociedad
receptora también debería adquirir el deber de respetar, al menos en lo esencial, la
identidad cultural y las formas de vida de estas nuevas minorías. Naturalmente, el
cumplimiento de este deber haría exigibles determinadas reformas legislativas. De
hecho, este es el principio que ha inspirado las denominadas “políticas del
multiculturalismo” que desde hace algunos años se vienen practicando en países
como Estados Unidos, Canadá o Australia, donde la inmigración ha jugado un
papel determinante en la composición esencialmente heterogénea de la ciudadanía.
Estas políticas pretenden la transformación de un amplio elenco de normas e
instituciones estatales –desde símbolos públicos hasta contenidos educacionales o
curriculares– con el propósito de reflejar de forma más fidedigna la variada
procedencia y adhesiones culturales que conforman la identidad de los ciudadanos.
Por otra parte, esta misma exigencia de reconocimiento de la diversidad
cultural parece estar en la base de la fuerza del nacionalismo floreciente en muchos
estados democráticos, desde Flandes a Escocia, Quebec o Cataluña. En Quebec el
partido nacionalista mayoritario amenaza incluso con la secesión si no se otorga a
esta provincia un estatus constitucional de “sociedad diferente” dentro de la
federación canadiense, un tipo de reivindicación que recuerda mucho a la defensa
por parte de Cataluña de su “hecho diferencial”. Asimismo, aunque de origen y
caracteres distintos, las históricas demandas territoriales y de autogobierno de un
gran número de pueblos indígenas conducen a idénticos interrogantes acerca de
cuál sea la trascendencia del fenómeno de la diversidad étnica, cultural o nacional
en las democracias liberales occidentales.
5
Por supuesto, la naturaleza, circunstancias y contexto histórico de los tipos de
conflictos mencionados son de naturaleza distinta. Explicar por qué en la actualidad
el multiculturalismo y los problemas de minorías se presentan de una determinada
forma o con especial urgencia en determinadas áreas geográficas requeriría un
análisis comparativo entre los factores y políticas actuales y los que prevalecieron en
otras épocas. Las respuestas, probablemente, variarían en función del contexto y de
las singulares características de cada estado en particular. No obstante, más allá de
la génesis peculiar de las demandas señaladas y de las específicas cuestiones
normativas que su consideración aislada pueda plantear, todas ellas comparten un
rasgo esencial: tanto las reivindicaciones de autogobierno por parte de minorías
nacionales o pueblos indígenas como las de los grupos étnicos en contra de
determinadas políticas de asimilación se asocian al reconocimiento de identidades
culturales distintas y a la garantía de su pervivencia como tales. Su fundamento
reside en exigencias de justicia o de igualdad entre grupos, por lo que el proceso usual
de toma de decisiones en un estado democrático, la regla de la mayoría, difícilmente
constituye un criterio adecuado para resolver los conflictos. Asimismo, la respuesta
a esta clase de demandas tampoco parece estar vinculada a la cuestión de la
interpretación de los catálogos más comunes de derechos civiles y políticos que las
constituciones modernas reconocen a todos los individuos. Los grupos
minoritarios formulan sus reivindicaciones en términos de una protección
específica de sus identidades y tradiciones culturales distintivas que –acostumbra a
remarcarse– los derechos individuales no pueden proveer más que de forma
insuficiente.
En general, esta reflexión acerca de las limitaciones del sistema democrático y
la insuficiencia de los derechos individuales para dar cabida a las demandas de las
minorías conforma el trasfondo de la defensa reciente, por parte de algunos
autores, de la necesidad de reconocer derechos colectivos a estos grupos6. En tanto
6
Es preciso tener presente que la terminología empleada para hacer referencia a los
derechos de las minorías varía enormemente. Además de “derechos colectivos”, algunos
6
propuesta normativa vinculada a los problemas que genera el multiculturalismo, el
concepto y justificación de los derechos colectivos ha generado un interesante
debate entre los autores interesados en la problemática del multiculturalismo.
Ante todo, un interrogante previo que cabría formular es por qué la apelación
a los derechos y no, por ejemplo, a la tolerancia entre los diversos grupos. La idea
es bastante simple: los derechos fundamentan ciertos deberes y los deberes
establecen lo que uno debe hacer, no meramente lo que sería deseable o conveniente
hacer7. Puesto que el lenguaje de los derechos suele emplearse para asignar grados
de urgencia entre consideraciones morales, los proponentes de los derechos
colectivos pretenden captar esta urgencia por el reconocimiento de la legitimidad
moral del tipo de demandas esbozadas en las líneas precedentes. En tanto categoría
distinta a los derechos individuales, los derechos colectivos se configuran como un
instrumento de legitimación de una amplia diversidad de demandas que plantean
los grupos minoritarios en sociedades multiculturales. En última instancia, quienes
defienden estos derechos pretenden resaltar que la justicia en los estados
multiculturales requiere algo más que un sistema democrático y el respeto a los
derechos individuales básicos. Los derechos colectivos garantizarían el desarrollo
de la identidad e instituciones culturales distintivas de las minorías. Su
reconocimiento contribuiría a paliar el impacto que las culturas dominantes ejercen
sobre la supervivencia de otros grupos al margen del mayoritario y proporcionaría
las bases necesarias para resolver los conflictos etnoculturales de forma más justa.
autores hablan de “derechos de grupo”, otros de “derechos de las comunidades” e incluso de
“derechos culturales”. En principio, en este trabajo se utilizan indistintamente las nociones de
“derechos colectivos” o “derechos de grupo” para hacer referencia a la tesis de la necesidad de
asignar derechos específicos de las minorías. Inicialmente, esta opción obedece a razones
pragmáticas: en la literatura actual sobre derechos de las minorías esta terminología predomina
ampliamente. Pero, además, como se verá, la categorización de los derechos de las minorías
como derechos colectivos se ha basado en motivaciones filosóficas muy concretas que han
instaurado una relación comparativa entre derechos colectivos y derechos individuales cuyas
repercusiones se espera poder clarificar a lo largo de capítulos sucesivos.
7
Ésta es la idea que rige, entre otras, la definición de derechos que mantiene Joseph Raz
en The Morality of Freedom, Oxford, Clarendon Press, 1986, p. 166.
7
A grandes rasgos, las anteriores son las motivaciones comunes que inducen a
hablar de derechos de las minorías. Sin embargo, el concepto de derechos
colectivos dista mucho de ser preciso, permaneciendo prácticamente inexplorado
en el ámbito filosófico8. Ante todo, la imprecisión se debe a las distintas acepciones
que ha adoptado esta expresión en los escritos de autores diversos. Pero, además,
no puede obviarse que existen desacuerdos importantes acerca de cuál sea el
fundamento moral de los derechos colectivos, su relación con los derechos
individuales y, en fin, acerca de la misma necesidad de recurrir a una nueva
categoría de derechos para dar respuesta a la clase de intereses que subyacen a las
demandas de las minorías culturales.
El objeto de esta investigación es el examen de la idea de derechos colectivos
y de los principales argumentos que pueden aducirse para su justificación moral. En
la actualidad, este debate ocupa un lugar destacado en la discusión más genérica
acerca del tratamiento jurídico-político de las minorías por parte de las democracias
liberales. En este sentido, indagar sobre el fundamento de los derechos colectivos
constituye un punto de partida interesante para el planteamiento de cuestiones más
complejas relativas al rol de la cultura en la conformación de la identidad individual
o al significado, para los ciudadanos con identidades culturales distintas, de su
reconocimiento público como “iguales”. En último término, el debate sobre estos
derechos puede contribuir a esclarecer aspectos centrales de la teoría liberal y de la
naturaleza de la ciudadanía en los estados multiculturales.
Como se desprende de estas últimas consideraciones, el alcance de esta
investigación es limitado. La reflexión que pretende aportarse tiene como punto de
partida la preocupación general sobre la forma en que las democracias liberales
deberían responder al fenómeno del multiculturalismo. Por supuesto, virtualmente
todos los estados del mundo, democráticos y no democráticos, contienen minorías
8
Así, pese a la actualidad de este debate, es difícil encontrar referencias sobre el término
en alguna enciclopedia de filosofía o en las teorías de los derechos defendidas por filósofos.
Constituyen excepciones significativas las obras de J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., W.
8
cuya existencia constituye una fuente de preocupación en el ámbito doméstico. Sin
embargo, no es una coincidencia fortuita que las demandas de estos grupos surjan
con especial fuerza en los estados democráticos y que sea éste el ámbito donde se
ha generado mayor polémica en torno a los derechos colectivos. Las constituciones
liberales de las democracias modernas reconocen ciertos derechos básicos como la
libertad de expresión que garantizan, cuanto menos, la posibilidad de disentir y
plantear reivindicaciones, lo cual, en última instancia, promueve el dialogo entre
mayorías y minorías. Por esta razón, prima facie, este trabajo se enmarca en un
contexto donde lo que está en cuestión no es tanto la legitimidad de los estándares
de derechos individuales logrados sino su suficiencia. El enfoque adoptado, por
tanto, es contextual o interpretativo más que fundacional. En este sentido, la
discusión que sigue es, en cierto modo, selectiva: no se tratará de proponer una
teoría de los derechos colectivos representativa de principios que las personas
comprometidas con los ideales liberales no estén, en principio, dispuestas a aceptar.
Más específicamente: el análisis que se realiza pretende ser interno a un tipo de
aproximación que es común a las distintas teorías liberales de los derechos.
Conviene precisar algo más esta idea:
Mi interés consiste en evaluar en qué sentido está justificado sostener que los
derechos colectivos son derechos humanos. Evidentemente, esta vinculación
plantea de inmediato algunas dificultades. Para empezar, no puede afirmarse que
exista una teoría acerca de la justificación de los derechos humanos que prevalezca.
Contamos, más bien, con una serie de argumentos sobre la necesidad de reconocer
y proteger determinadas facetas de la existencia humana. Las aproximaciones
filosóficas a los derechos humanos suelen iniciarse preguntando cuál es el criterio o
criterios que un derecho debe satisfacer para poder incluirse en esta categoría: no
todos los derechos son necesariamente derechos humanos, sólo se distinguen así
aquellos más “fundamentales” o “básicos”. Con frecuencia, para hacer inteligible
Sumner, The Moral Foundation of Rights, Oxford, Oxford University Press, 1987 y C. Wellman,
Real Rights, Oxford, Oxford University Press, 1995.
9
este requisito, se recurrirse a la distinción entre derechos jurídicos (legal rights) y
derechos morales (moral rights)9. Sostener que alguien tiene un derecho moral opera
como razón relevante para justificar la necesidad de su reconocimiento mediante la
creación de nuevas normas jurídicas, en concreto, para su incorporación a las cartas
de derechos fundamentales que contienen las constituciones modernas10. En otros
términos, la fundamentación moral de los derechos humanos sirve de base a su
incorporación a los distintos ordenamientos jurídicos11. Es en este sentido que,
9
Para juristas europeos como Norberto Bobbio la preeminencia actual de esta distinción
se debe a la influencia de la tradición anglosajona. Bobbio traslada esta distinción al lenguaje
de los juristas continentales utilizando la más común entre derechos positivos y derechos
naturales (N. Bobbio, El tiempo de los derechos, op. cit., pp. 19-20). Independientemente de la
clasificación que se prefiera, lo relevante es que se trata de una contraposición entre dos
sistemas normativos distintos. Así, un método común para definir primariamente ambas clases
de derechos consiste en señalar que los derechos jurídicos son aquellos reconocidos por un
ordenamiento jurídico en tanto que los derechos morales existen en un sistema normativo
moral. De ahí deriva, entre otras particularidades que se resaltan, su grado distinto de
formalización y concreción sustantiva. Aunque existe una controversia metaética importante
en torno a las posibilidades de afirmar la existencia y cognoscibilidad de los derechos morales,
ésta desborda las pretensiones de este trabajo, que no pretende dirigirse a las objeciones que
pueda plantear un escéptico que crea, como Bentham, que los derechos morales son
“nonsense upon stilts”. Asumo, a estos fines, que efectivamente existen principios morales
que fundamentan tales derechos y que los individuos son capaces de conocerlos. Para una
formulación y crítica iluminadoras del escepticismo benthamiano véase el artículo de H. L. A.
Hart, “Natural Rights: Bentham y John Stuart Mill” en H. L. A. Hart, Essays on Bentham.
Jurisprudence and Political Theory, Oxford, Clarendon Press, 1982, pp. 79-104. Sobre la necesidad
de presuponer la objetividad, R. Dworkin, “Objectivity and Truth. You’d Better Believe It”,
Philosophy and Public Affairs, v. 25, nº 2, 1996.
10
Respecto de la idea de que una parte esencial de la forma política de la democracia
constitucional es la provisión de ciertas libertades fundamentales que tienen que ver con el
concepto de justicia (ya sea a través de una constitución escrita o bien mediante determinadas
convenciones o estatutos que el parlamento no puede violar), J. Rawls, “Constitutional Liberty
and the Concept of Justice”, en S. Freeman (ed.) John Rawls. Collected Papers, Cambridge, Mass.,
Harvard University Press, 1999, p. 73 ss. Respecto del vínculo histórico entre derechos
fundamentales y protección constitucional, F. Cruz Villalón, “Formación y evolución de los
derechos fundamentales”, Revista Española de Derecho Constitucional, nº 25, 1989, p. 35 ss.
11
Esta afirmación no supone un compromiso con la idea de que la función general del
derecho sea la promoción de valores morales o que todos sus rasgos sean la expresión de este
objetivo. No parece, a priori, que necesariamente exista un vínculo entre los derechos jurídicos y
los derechos morales. Simplificando en extremo una cuestión bastante más compleja: no a
todo derecho jurídico le corresponde un derecho moral, piénsese, por ejemplo, en los
derechos de los accionistas en una sociedad anónima, o en cualquiera de los derechos cuya
regulación concreta no parece fundarse, al menos directamente, en razones morales (aún
cuando quepa hablar de mera compatibilidad con algún sistema normativo moral). Sobre la
10
como se ha apuntado, el lenguaje de los derechos cumple un rol central en la
argumentación política moderna: la apelación a los derechos suele reservarse para
enfatizar consideraciones morales básicas e identificar aquellas demandas
particulares que, en principio, deberían triunfar sobre las apelaciones al bien común
o los argumentos de utilidad colectiva12. Como observa Laporta, los derechos están
antes que las acciones, pretensiones y poderes y libertades normativos, son el título
que subyace a todas estas técnicas de protección. Por ello, cuando hablamos de
derechos “estamos haciendo referencia a la razón que se presenta como
justificación de la existencia de tales normas”13.
Así concebidos, los derechos humanos fundamentales que coinciden con la
idea de derechos morales son aquellos de los cuales suele predicarse su
inalienabilidad, inviolabilidad y universalidad. El objetivo más noble de estos
derechos es reconciliar la diversidad de la gente y de sus culturas a unos rasgos
comunes. En verdad, todo el edificio de los derechos humanos se asienta en el
principio de igual dignidad de todos los individuos. El requisito de la
universalización no significa que, de hecho, deba existir acuerdo. Es más que nada
un ideal regulativo del discurso moral que exige a cualquiera que pretenda justificar
racionalmente que un derecho es fundamental la adopción de una situación de
imparcialidad que permita discernir, entre las distintas formas de vida de los
hombres, “a number of basic needs, interests, vulnerabilities, and capacities that
each of us possesses –features that are common points of our common humanity,
part of what any society should address”14.
noción de derechos humanos como derechos morales, C. S. Nino, Ética y Derechos Humanos.
Un ensayo de fundamentación, Barcelona, Ariel, 1989, pp. 11-48.
12
Ésta es la idea que subyace a la famosa expresión de Dworkin de que los derechos son
triunfos frente a la mayoría. R. Dworkin, Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass., Harvard
University Press, 1978, pp. 184-205.
13
F. Laporta, “El concepto de derechos humanos”, Doxa, nº 4, 1987.
14
J. Waldron, “Particular Values and Critical Morality”, en su libro Liberal Rights. Collected
Papers, 1891-1991, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, p. 169. Respecto del
requisito de aceptabilidad universal como ideal regulativa del discurso moral, J. Rawls, A
Theory of Justice, Mass., Cambridge, Harvard University Press, 1971 (las alusiones a lo largo de
11
Ahora bien, aún partiendo de este enfoque común, existen numerosas
interpretaciones dentro del liberalismo acerca de cuáles son estas necesidades
básicas o estos intereses merecedores de ser protegidos. En particular, respecto de
los derechos de las minorías se discrepa sobre si principios como el de igualdad y
dignidad humanas permiten justificar la protección de los intereses subyacentes a
determinado tipo de demandas. Los argumentos que se exponen a lo largo del
trabajo se encaminan a examinar los presupuestos de estas interpretaciones que, si
bien pueden ser substancialmente divergentes entre sí, comparten estas ideas
primarias acerca de los derechos. Enfocar las controversias dentro del paradigma
liberal puede resultar más interesante que adentrarse en la defensa de una serie de
proposiciones básicas ampliamente compartidas en los estados democráticos.
No puede ignorarse, sin embargo, que situar el problema de los derechos
colectivos en este universo discursivo requiere descartar ab initio un tipo de
aproximación distinta a estos derechos, representativa de un discurso moral que
trasciende claramente el proyecto liberal. En este sentido, el punto de partida de
este trabajo ya implica una toma de posición. Como es sabido, alguna literatura
sobre los derechos humanos rechaza los presupuestos anteriores, analizando estos
derechos la perspectiva moral relativista. Existen, en efecto, aproximaciones
“culturales” o “religiosas” a los derechos humanos que contestan sus méritos
intrínsecos y su pretensión de universalidad. En la base de las distintas variantes de
este enfoque hay un profundo descrédito hacia la idea misma de derechos humanos
que algunos consideran un invento occidental que sirve de instrumento al
imperialismo. Esta idea subyace a la siguiente afirmación de Shelley Wright:
“Any claim that human rights are 'universal and indivisible' must be prepared to
answer the assertion of many Third World-non-white and/or feminist international
scholars that human rights have a specific history with particular ties to the politics,
economics and social psycology of a white, Euro-centric, male, burgeois culture that
may have little relevance to the needs of people who do not fit within this description.
este trabajo a esta importante obra se refieren a la versión en castellano publicada por el
12
Indeed, some commentators would go further and say that human rights are a direct
outgrowth of the capitalist, colonialist history of post-medieval Europe.”15
Aunque esta crítica es bastante familiar y, seguramente, merece tomarse en
serio, tiende a utilizarse para justificar un discurso moral relativista, a menudo
encubierto bajo un manto de tolerancia –entendida esta última noción en su
sentido “subjetivista” más trivial. Así, se mantiene que distintos contextos
culturales, sociales o religiosos dan lugar a conceptos igualmente válidos de
derechos humanos y que “nuestros” derechos humanos son poco más que un
privilegio reservado a las personas que forman parte de las sociedades desarrolladas
e ilustradas de Occidente. De hecho, el relativismo cultural emerge como
metodología en la disciplina de la antropología. Franz Boas y Ruth Benedict fueron
de los primeros teóricos en sostener que la evaluación de otra cultura requiere un
enfoque relativista. Aunque esta perspectiva puede sustentar grados de relativismo
distinto, algunas discusiones sobre derechos humanos, y especialmente sobre
derechos colectivos, se enmarcan en este debate general entre universalistas y
relativistas16. En particular, existe una línea argumental en defensa de los derechos
colectivos que se ampara en el relativismo moral para justificar el interés de
minorías, pueblos o grupos en el mantenimiento de sus prácicas culturales y formas
de vida.
Ciertamente, no puede menospreciarse la influencia de este enfoque. Éste es el
contexto en que algunas decisiones de tribunales europeos han tratado como
ofensas leves, en nombre del respeto a las distintas tradiciones culturales, prácticas
como la mutilación sexual. Por ello, juristas como Giancarlo Rolla constatan que,
en el derecho constitucional comparado, la adopción de la perspectiva relativista
constituye uno de los obstáculos fundamentales para la efectiva universalización de
Fondo de Cultura Económica en 1979, trad. María Dolores González).
15
Citado en W. Kymlicka, “Human Rights and Ethnocultural Justice” en W. Kymlicka,
Politics in the Vernacular, manuscrito (próxima publicación en Oxford University Press, 2000)
16
A título de ejemplo, véase A. D. Renteln, International Human Rights: Universalism versus
Relativism, Newbury, 1990.
13
los derechos fundamentales y la consolidación del constitucionalismo liberal17. Sin
embargo, contra este relativismo fácil según el cual este tipo de prácticas se
considerarían tradiciones pintorescas legítimas ya han reaccionado numerosos
autores impugnando –a mi juicio acertadamente– la coherencia del argumento que
utiliza el hecho de la diversidad cultural para refutar la posibilidad de una moral
crítica y, por ende, la universalización de ciertos juicios morales18. Por esta razón,
no se prestará atención a esta vertiente de la discusión sino que, en principio, la
justificación de los derechos colectivos se planteará desde el presupuesto general de
que es posible deliberar con razones sobre la validez de determinados ideales
morales y sobre la conformidad de ciertas prácticas con estos ideales. Una asunción
que, por otro lado, sigue estando implícita en la mayoría de estudios sobre derechos
humanos así como a las invocaciones a estos derechos por parte de los activistas en
todo el mundo19.
17
G. Rolla, “Las perspectivas de los derechos de la persona a la luz de las recientes
tendencias constitucionales”, Revista española de derecho constitucional, nº 54, 1998, p. 45.
18
Así, C. S. Nino, Ética y Derechos Humanos. Un ensayo de fundamentación, op. cit., pp. 49-125;
E. Garzón Valdés, “El problema ético de las minorías étnicas”, en su libro Derecho, Etica y
Política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, p. 519-40; F. Savater, “La
universalidad y sus enemigos”, Claves de Razón Práctica, nº 49, enero-febrero 1995, pp. 10-9.
19
Muchos autores islámicos y africanos han criticado el hábito de los juristas
occidentales de presentar el debate internacional actual sobre los derechos humanos como un
debate donde se enfrentan dos perspectivas, la relativista y la universalista, que dan lugar a un
“choque de civilizaciones” irresoluble. Por lo pronto, adoptar esta perspectiva supone ignorar
que, dentro de las culturas islámica y africana, existen enormes presiones para avanzar hacia
una mayor democratización y en el respeto a los derechos humanos. Además, constituye una
simplificación hablar de la postura del “mundo Islámico”, por ejemplo. En el mundo hay más
de 50 estados musulmanes y la religión está mucho más fragmentada que la cristiana y carece
de una autoridad que interprete el derecho y las tradiciones. Existe una diferencia abismal
entre la posición del gobierno de Arabia Saudí, por ejemplo, que promueve un código islámico
de derechos y el de Tunez, que ha estado a la cabeza de la batalla por la universalización de los
derechos y que ha denunciado la amenaza de los fundamentalismos religiosos en varias
ocasiones. Turquía es, como se sabe, uno de los países que ha ido más lejos en la
secularización. En definitiva, como observa Fred Halliday “The rise of Islamization and of
Islamism over the past two decades has put such states on the defensive, but it remains quite
inaccurate to present all opinion on such issues currently being aired in the Middle East as part
of some ‘Islamic’ or ‘ Middle Eastern’ position: this, of course, is the aspiration of states who
wish to claim a monopoly of opinion on these questions, but it has never been, and is not, the
common position of all within these countries” (F. Halliday, “Relativism and Universalism in
Human Rights: the Case of the Islamic Middle East”, Political Studies XLIII, 1995, p. 156). En
suma, optar por confrontar el “universalismo” de Occidente con el “relativismo” de Oriente
14
Antes de proseguir explicando con mayor detalle la estructura que guía el
desarrollo de este trabajo, es importante realizar un breve apunte acerca de la
incidencia de la idea de derechos colectivos en la práctica internacional de los
derechos humanos y en el debate actual en el ámbito de la filosofía política. El
siguiente apartado se destina a exponer, a grandes rasgos, el contexto en el que
aparece el lenguaje de los derechos colectivos y su influencia y conexiones con
algunos debates filosóficos más generales. Ello contribuirá a identificar los
problemas más importantes en relación con estos derechos y a sentar las bases de la
discusión posterior.
2.
La idea de derechos colectivos: incidencia en los ámbitos jurídico y
filosófico
2.1. Los derechos de las minorías en el derecho internacional de los derechos
humanos
En lo referente al plano jurídico resulta interesante constatar que la idea de
proteger a los grupos minoritarios a través del reconocimiento de derechos
específicos parece haberse plasmado, e incluso prevalecer, en la evolución más
reciente del derecho internacional de los derechos humanos. Así lo muestran el
hecho de que la cuestión de la protección de las minorías ocupe un plano destacado
en la agenda de las principales organizaciones internacionales, tanto en el ámbito
regional como en las Naciones Unidas, y que esta preocupación se haya traducido
en la adopción, en relativamente poco tiempo, de varios instrumentos normativos.
En el ámbito europeo, la Organización para la seguridad y cooperación en Europa
(OSCE) adoptó en 1990 la conocida como Declaración de Copenhagen, considerada en
su momento como la “Carta europea de las minorías”. En dicha declaración, se
establecía que “el respeto a los derechos de las personas pertenecientes a las
es inadecuado. Por un lado, supone dar por sentado que quienes dicen hablar “en nombre del
mundo árabe” están, efectivamente, legitimados para hacerlo. Por otro, implica silenciar a las
víctimas de algunos regímenes islámicos fundamentalistas –en Iran, Afganistan, Arabia Saudí,
15
minorías nacionales...es un factor esencial para la paz, justicia, estabilidad y
democracia” y se reconocía, entre otros, “el derecho de todo individuo a expresar,
preservar y desarrollar libremente su identidad étnica, cultural, lingüística o religiosa
y a mantener y desarrollar su cultura en todos sus aspectos, libres de cualquier
tentativa de asimilación contra su voluntad” y el derecho de las minorías “a usar
libremente su lengua materna tanto en el ámbito privado como en el público”.
Aunque este documento no contiene más que una declaración de principios, en su
momento supuso un avance cualitativo por cuanto se planteó de forma explícita el
problema de las lenguas minoritarias y, sobre todo, el de la legitimidad de las
políticas estatales de asimilación. No obstante, los estados participantes rehusaron
comprometerse en la creación de mecanismos concretos que garantizaran la
aplicación efectiva de los derechos reconocidos20. Más tarde, en 1992, esta misma
organización creó un Alto Comisionado para las minorías nacionales, si bien la
naturaleza de las funciones que se le asignan son más políticas que jurídicas. Con
o Sudan– que invocan principios universales de derechos humanos y sostienen su
compatibilidad con las tradiciones religiosas de sus países.
20
Del mismo modo, tampoco la adopción por parte de esta misma organización, en
noviembre del mismo año, de la Carta de París para una nueva Europa, significó progreso alguno
en la instauración de mecanismos de control específicos. No obstante, dentro del epígrafe
sobre la dimensión humana se incluyó un párrafo que rezaba: “Decididos a promover la
valiosa aportación de las minorías nacionales a la vida de nuestras sociedades, nos
comprometemos a mejorar su situación. Reafirmamos nuestra convicción de que las relaciones
amistosas entre nuestros pueblos, así como la paz, la justicia, la estabilidad y la democracia
exigen que la identidad étnica, cultural, lingüística y religiosa de las minorías nacionales sea
protegida, y que se creen las condiciones para promover esta identidad”. Con el fin de
desarrollar este tema, se emplazó a los estados miembros a participar en una reunión en
Ginebra. Pero, de nuevo, el documento aprobado en 1991 en la ciudad suiza, pese a tratar de
forma monográfica la cuestión de las minorías nacionales, refleja el fracaso en lo crucial; esto
es, en alcanzar acuerdos para prever mecanismos concretos de protección. Para mayores
detalles sobre el contenido de los documentos mencionados, J. Helgesen, “Protecting
Minorities in the Conference on Security and Co-operation in Europe (CSCE) Process”, en A.
Rosas, J. Helgesen (eds.) The Strength of Diversity. Human Rights and Pluralist Democracy,
Dordrecht, Martinus Nijhoff, 1992, pp. 159-86. Un análisis detenido de la labor
fundamentalmente política que la OSCE ha llevado a cabo en los últimos años en relación a
este tema se encuentra en A. Bloed “The OSCE and the Issue of National Minorities”, en A.
Phillips y A. Rosas (eds.): Universal Minority Rights, Abo Akademi University, Minority Rights
Group, Londres, 1995, pp. 113-22.
16
todas sus deficiencias, y lejos de consistir en una iniciativa aislada, el trabajo de la
OSCE se configura como un precedente importante en esta materia.
Efectivamente, a lo largo de la pasada década, la protección de las minorías ha
pasado a ser uno de los campos prioritarios de actuación para las organizaciones
internacionales involucradas en la defensa de los derechos humanos. Así, el
Consejo de Europa entendió que los conflictos étnicos que a principios de los 90
surgían en algunas zonas del nuevo mapa europeo hacían urgente la tarea de
preparar instrumentos que garantizaran derechos a las minorías21. Estos
instrumentos completarían el Convenio Europeo de Protección de los Derechos
Humanos y Libertades Fundamentales, que, al igual que la Declaración Universal
de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, carece de provisiones concretas en
esta materia. En esta línea, esta organización ha adoptado hasta la fecha varios
documentos normativos. En concreto, destaca la aprobación, en 1992, de la Carta
europea de las lenguas regionales o minoritarias22 y, en noviembre de 1994, del
Convenio marco para la protección de las minorías nacionales, éste último de
especial trascendencia por tratarse del primer convenio internacional jurídicamente
vinculante dirigido a la protección de las minorías nacionales en general23. Más
recientemente, el Consejo de la Cooperación Cultural (CDCC) del propio Consejo
de Europa ha desarrollado un proyecto sobre “Democracia, derechos humanos y
21
Véase la introducción de Franz Matscher al libro The Protection of Minorities. Collected
texts of the European Commission for Democracy through Law, Council of Europe Press, 1994.
22
Esta Carta entró en vigor en marzo de 1998, tras la ratificación de cinco estados.
Según el artículo 1, por lenguas regionales o minoritarias deberán entenderse aquellas lenguas
tradicionalmente usadas por nacionales de un estado que formen un grupo numéricamente
inferior al del resto de la población. Específicamente se dice que no están incluidos los
dialectos de las lenguas oficiales ni las lenguas de los inmigrantes. El resto de disposiciones de
la carta establecen medidas dirigidas a asegurar el uso público de las lenguas minoritarias en
igualdad con la lengua o lenguas dominantes (en la educación, en los procesos judiciales, en los
servisios públicos y en los medios informativos, etc.).
23
El Convenio se abrió a la firma el 1 de febrero de 1995 y entró en vigor el 1 de
febrero de 1998 (cuando se produjeron las 12 ratificaciones que se requerían). A 30 de
septiembre del 2000 ha sido firmado y ratificado por 32 estados miembros del Consejo de
Europa (http://conventions.coe.int/treaty/EN) Sobre la relevancia de este convenio, J. M
Bautista Jiménez, “El Convenio marco para la protección de las minorías nacionales:
17
minorías: los aspectos educativos y culturales”. Fruto de este trabajo se aprobó, en
mayo de 1997, una declaración final que, aun careciendo de efectos vinculantes,
permite sintetizar las razones que empujan a la elaboración de normas que
atribuyen derechos específicos a las minorías:
Ante todo, la Declaración constata que “la multiculturalité constitue
dorénavant une réalité incontournable qui interpelle tous niveaux de la vie sociale,
culturelle, économique et politique… Elle impose la prise en compte et le respect
de la diversité culturelle comme base meme du principe d’égalité entre tous”.
Asimismo, de acuerdo con este Comité, enmarcar correctamente las cuestiones
culturales subyacentes a la situación de las minorías requiere tener en cuenta
“l’identité culturelle comme composante essentielle de la dignité humaine tant au
plan du développement individuel que du point de vue du développement
collectif”. Para ello, debería reconocerse adecuadamente lo que se denomina
“communauté culturelle”, esto es, “un groupe de personnes qui, partageant des
références culturelles, se reconnaissent une identité culturelle commune qu’elles ont
la volonté de préserver et de développer”. Ahora bien, este reconocimiento,
especialmente en el caso de las minorías, no se logra de forma adecuada a través de
las políticas culturales o educativas de cada país, y, por tanto, “la prise de
conscience de cette situation conduit à la nécessité de poser les problèmes en
termes éthiques de droits culturels”24.
Un razonamiento parecido impulsó la aprobación por parte de la Asamblea
General de la ONU en diciembre de 1992 de la importante Resolución nº 47/135
que contiene la Declaración de los derechos de las personas pertenecientes a
minorías nacionales, étnicas, religiosas o lingüísticas. Esta Declaración posee un
significado especial, no sólo por su carácter de universalidad, sino porque supone
una ruptura con el criterio imperante en las Naciones Unidas desde su creación.
construyendo un sistema europeo de protección de minorías”, Revista de las Instituciones
Europeas, vol. 22, nº 3, 1995.
18
Así, durante la gestación de la Declaración Universal de Derechos Humanos tras la
segunda guerra mundial los representantes políticos de algunos países reivindicaron
la inclusión de normas que reconocieran derechos de las minorías. En concreto, las
delegaciones rusa y yugoslava sostuvieron que estos derechos eran también
derechos humanos universales y propusieron que se reconocieran los derechos de
las minorías “como condición del disfrute de los derechos humanos”. Finalmente,
sin embargo, triunfó la visión defendida por países como Francia y Estados
Unidos, que sostuvieron la mejor solución a los problemas de minorías era el
respeto a los derechos humanos individuales en general. Los representantes de la
mayoría de países democráticos sostuvieron con vehemencia que los derechos
pertenecían a las personas y no a los grupos. La adopción de este enfoque,
diametralmente opuesto al que había prevalecido durante el período de entreguerras
en la Liga de Naciones, explica que la declaración final de 1948 no contenga
referencia alguna a los derechos de las minorías25. Con todo, la cuestión no se
24
Sobre éste y otros documentos e instrumentos de protección adoptados en el marco
del Consejo de Europa, F. Benoit-Rohmer, The Minority Question in Europe. Texts and
Commentary, Council of Europe Publishing, 1996.
25
Durante el período de entreguerras, bajo los auspicios de la Liga de Naciones,
cristalizó un sistema de protección internacional de minorías destinado prioritariamente a
salvaguardar los derechos de ciertos grupos minoritarios de la Europa Central y Oriental.
Wilson hubiera querido que el Convenio de la Liga obligara a todo estado signatario “to
accord to all racial or national minorities within their several jurisdictions exactly the same
treatment and security...that it is accorded to the racial or national majority”. Su propia
terminología tendía hacia la protección tanto de derechos individuales como colectivos.
Finalmente, tras las presiones recibidas por parte de países como Gran Bretaña, Australia o
Nueva Zelanda, el sistema escogido consistió en la adopción de distintos tratados específicos
de protección de minorías, del que el tratado de minorías polacas sirvió de prototipo. Como es
sabido, la experiencia resultó infructuosa: sólo los nuevos estados fueron compelidos a firmar
los tratados que, junto con la propia Liga, ya habían fracasado cuando se desencadenó la
Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso, politólogos e historiadores coinciden en que las
causas de este fracaso fueron externas al sistema de protección de minorías, estrechamente
vinculadas a la entera estructura que se creó en Versalles. Sobre el sistema prefigurado durante
la etapa de la Liga de Naciones, su evaluación y funcionamiento por un autor de la época,
véase, C. A. Macartney, National States and National Minorities, Royal Institute of International
Affairs, Oxford University Press, 1934 (esta obra incluye un apéndice con el tratado de
minorías polacas). Sobre la evolución y desarrollos del derecho internacional en materia de
minorías, P. Thornberry, International Law and the Rights of Minorities, Oxford, Oxford University
Press, 1991. En especial, respecto al sistema instaurado por la Liga de Naciones y las razones
de su fracaso, Ibid., pp. 132-38. Exclusivamente centrada en el estudio del sistema de
19
abandonó por completo en la ONU como se desprende de algunas de las
resoluciones o medidas adoptadas a posteriori. Especialmente significativa fue la
creación, en 1946, de una Subcomisión para la prevención de la discriminación y la
defensa de los derechos de las minorías. Los trabajos de este órgano fueron
cruciales en la elaboración del artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, adoptado en 1966. Sólo cuando este pacto entró en vigor, en
abril de 1977, existió por primera vez en la Comunidad Internacional una norma de
alcance universal que obligaba a los estados a proteger específicamente los derechos
de las minorías26. Por último, la necesidad de un instrumento internacional más
detallado propició la aprobación en 1992 por parte de la Asamblea General de la
declaración sobre los derechos de las minorías antes mencionada. En consonancia
con el artículo 27, el título de esta Declaración hace referencia a derechos de las
personas pertenecientes a las minorías. En cambio, sus disposiciones concretas se refieren
alternativamente tanto a “personas pertenecientes a minorías” como a “minorías”.
En cuanto a sus efectos, éstos son los propios de una declaración de derechos: no
parece que la Comunidad Internacional esté todavía dispuesta a recoger este tipo de
reglas con carácter obligatorio en un tratado.
Tales dificultades de consolidación del reconocimiento de derechos de las
minorías en el ámbito internacional no son óbice para que la doctrina interprete
entreguerras, constituye un referente clásico la obra de J. de Azcárate: League of Nations and
national minorities: an experiment. Carnegie Endowment for International Peace, 1945.
26
Este artículo reza lo siguiente: “En los Estados en que existan minorías étnicas,
religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el
derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su
propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma”.
Aunque en sus versiones tempranas esta declaración hacía referencia a “derechos de las
minorías”, el texto final alude a los derechos de los miembros que integran estos grupos.
Dicho Pacto reconoció, a demás, (en el artículo 1.1) el derecho de autodeterminación de los
pueblos. Éste sí es un derecho formulado colectivamente, aunque los expertos discrepan
acerca de si se trata de un derecho en sentido propio o de un mero principio político. Aunque
no es posible adentrarse en esta interesante polémica doctrinal, dos resoluciones
fundamentales de la Asamblea General (la R. 1514 de 14 de diciembre de 1960 y la R. 2625 de
24 de octubre de 1970) establecieron claramente la idea de que la autodeterminación es un
derecho de los pueblos. En concreto la R. 2625 contempla la obligación de todo Estado de
20
esta evolución sucintamente descrita en los últimos años como una muestra del
consenso progresivo en el derecho internacional acerca de dos cuestiones: la
primera, que la existencia de una minoría constituye un hecho jurídicamente
relevante cuya calificación escapa al estado territorial y, la segunda, que la discusión
y la preparación de instrumentos normativos dirigidos a la protección de los
derechos de las minorías se insertan en el ámbito de los derechos humanos. En el
ámbito regional europeo, el acuerdo alcanzado acerca de ambas cuestiones resulta,
si cabe, más evidente. En este sentido, aunque la efectividad de las disposiciones
adoptadas deje mucho que desear, existe una aceptación cada vez más notoria de
que los derechos humanos y, en particular, el principio de no-discriminación
precisan de una protección a dos niveles, individual y colectivo. Fernando F.
Mariño se ha referido al significado global de estos avances en los términos
siguientes:
“La práctica contemporánea muestra que la Comunidad Internacional está
aceptando, más allá del deber de los Estados de no discriminar a las personas por el
hecho de pertenecer a una minoría, la vigencia de normas jurídicas de Derecho
Internacional general que atribuyen derechos determinados a las minorías en cuanto
tales. El hecho jurídico internacional de la existencia de una minoría debe ser
reconocido por los Estados (...). Los instrumentos jurídicos que se han venido
aprobando no son obligatorios en sentido estricto, pero muestran las tendencias de la
evolución del Derecho Internacional en la materia (...). Sin embargo, este mínimo
universal es precioso y significa un notable avance sobre la indefinición anterior.”27
Ahora bien, pese a la tendencia general en el derecho internacional hacia el
reconocimiento de derechos a las minorías, la interpretación de esta clase de
normas que incorporan una dimensión colectiva a los derechos es, desde el punto
de vista de su justificación teórica, extremadamente controvertida. En concreto, el
respetar ese derecho de los pueblos a “determinar libremente, sin injerencia interna, su
condición política y de procurar sy desarrollo económico, social y cultural”.
27
F. F. Mariño, “Desarrollos recientes en la protección internacional de los derechos de
las minorías y de sus miembros”, en Tolerancia y Minorías. Problemas jurídicos y políticos, Cuenca,
Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1996, pp. 96-7.
21
encaje de los derechos de las minorías en el sistema general de protección de los
derechos
humanos
individuales
sigue
siendo
particularmente
confuso28.
Ciertamente, algunos autores aluden a estas nuevas reglas reconocidas en el
derecho internacional en términos de “derechos humanos colectivos” o “derechos
humanos de tercera generación”29. Así, Jeremy Waldron considera que se trata de
“solidarity rights of communities and whole peoples rather than individuals”.
“Third-generation rights”, precisa este autor, “include minority language rights, the
right to national self-determination, and the rights that people may have to diffuse
goods as peace, environmental values, the integrity of their culture and ethnicity,
and healthy economic development”30. Sin embargo, contrariamente a lo que esta
terminología pudiera denotar, la mayoría de disposiciones contenidas en los textos
normativos asignan los derechos a los individuos miembros del grupo minoritario
del que se trate. Esto es, el titular del derecho continúa siendo, por regla general, el
individuo, la persona en cuanto tal y no el grupo al que pertenece. De ahí que
28
Ello se debe, en parte, a que la mayoría de convenios mencionados fueron aprobados
apresuradamente –como consecuencia de la reacción política internacional ante el conflicto
armado en Yugoslavia– y su contenido se reduce a disposiciones generales que no especifican
su relación con los derechos humanos individuales, reflejando la ausencia de ideas claras al
respecto.
29
El jurista senegalés Keba M’Baya popularizó la idea de una “tercera generación de los
derechos humanos” para referirse al derecho al desarrollo: K. M’Baya, “Le droit au
développement comme un droit de l’homme”, Revue des Droits de l’Homme, nº5, 1972. Hoy este
concepto se utiliza en el sentido más amplio que apunta Waldron (infra, nota 28). Aunque la
división de los derechos humanos en tres generaciones ha sido objeto de críticas, algunos
autores incluyen en esta tercera generación aquellos derechos reconocidos como respuesta a
problemas cuyo planteamiento es más reciente. Éste es el caso de la protección del medio
ambiente o de los derechos de los grupos. Al respecto, J. Donelly, “Third Generation Rights”
en C. Brölmann, R. Lefeber y M. Zieck (eds.) Peoples and Minorities in International Law, Londres,
Martinus Nijhoff, 1993.
30
J. Waldron, “Liberal Rights: Two Sides of the Coin”, en su libro Liberal Rights: Collected
Papers 1981-1991, op. cit., p. 5. Según esta división, la primera generación de derechos humanos
serían los derechos individuales clásicos, los “derechos de libertad”, que reclaman la
abstención estatal, la segunda generación consistiría en los derecos económicos y sociales y la
tercera serían derechos colectivos basados en la solidaridad. Esta clasificación puede ser útil
para analizar la consagración jurídica de los derechos humanos desde un punto de vista
histórico, pero su adecuación es muy controvertida cuando se emplea para establecer
prioridades o grados de importancia entre estas categorías de derechos. Como se verá a lo
largo de este trabajo, cabe sostener que todos estos derechos humanos están relacionados con
los miesmos principios y son interdependientes.
22
prevalezca la opinión de que se trata de normas que reconocen derechos
individuales sin que, en definitiva, supongan ningún tipo de innovación normativa
careciente de encaje conceptual31.
En parte debido a este tipo de desacuerdos conceptuales, ni los defensores ni
los críticos de los derechos de las minorías se muestran satisfechos con los
convenios y declaraciones mencionados. Los primeros han criticado la adecuación
de esta fórmula de reconocimiento de derechos a las minorías de forma individual
y, lege ferenda, proponen catálogos ideales de derechos de las minorías formulados de
forma colectiva32. Para los segundos, en cambio, la mayoría de estas normas, tal
como aparecen formuladas, resultan superfluas –en el sentido de que podrían
derivarse de otros derechos individuales ya reconocidos– puesto que sería
inconcebible interpretarlas como si establecieran algún tipo de prioridad de los
derechos de un grupo sobre los derechos de los individuos. En definitiva, los
desacuerdos respecto de la justificación o fundamento de estos derechos influyen
en que no quepa considerar que normas como las descritas conformen todavía
reglas bien establecidas y que los estados sigan resistiéndose a adoptar medidas de
control que garanticen la efectiva implementación de estas nuevas normas
internacionales en materia de minorías en su legislación interna.
31
La evolución de la gestación de los convenios y declaraciones internacionales a que se
ha hecho referencia parece confirmar esta tesis. Aunque en su fase de proyectos, los textos
presentados contenían normas que asignaban los derechos a las minorías en tanto entidades o
sujetos colectivos, en la mayoría de casos tales disposiciones se suprimieron tras ser debatidas.
Significativamente, los representantes de varios países condicionaron su aprobación definitiva
a esta supresión. Aparentemente, por tanto, parece que la asignación final de los derechos a los
individuos y no a los grupos se hace, precisamente, con el fin de evitar su categorización como
derechos colectivos, terminología ésta que, como se verá en el siguiente capítulo, no tiene un
significado pacífico.
32
Así, Natan Lerner, autor de una obra reciente sobre derechos de grupo, establece un
catálogo mínimo de derechos que incluye, entre otros, el derecho del grupo a la existencia,
identidad, a la participación política, al uso de su lengua, a establecer instituciones propias y a
la protección y desarrollo de su cultura. Lerner, sin embargo, no emplea el término “minoría”
sino el de “grupo”, al entender que este último vocablo es más flexible (según él, permite
abarcar no sólo la idea de minoría sino la de pueblo o tribu). En el capítulo siguiente se
considerarán con mayor detenimiento los problemas conceptuales vinculados al uso de estas
nociones. N. Lerner, Group Rights and Discrimination in International Law, Dordrecht, Martinus
Nijhoff, 1991, pp. 34-7.
23
2.2. La dimensión filosófica del debate
Desde una perspectiva filosófica, el interés se ha centrado en los presupuestos
subyacentes a este tipo de disposiciones normativas que reconocen derechos a
determinados grupos minoritarios con el objeto de garantizar al preservación de su
identidad cultural colectiva (asociada, comúnmente, a elementos étnicos, religiosos
y lingüísticos). La elucidación de esta cuestión ha incidido de forma central en la
discusión entre liberales y comunitaristas dominante en la filosofía moral y política
en las últimas dos décadas. Así, un buen número de filósofos y juristas liberales
piensa que el fundamento de normas como las que recogen las declaraciones y
convenios mencionados resulta más bien oscuro. Prima facie, el reconocimiento de
derechos a los grupos parece legitimar una distribución de derechos fundada en
criterios de identidad colectiva, razón por la cual se rechaza rotundamente esta idea.
Desde esta perspectiva, los derechos colectivos serían incompatibles con la
tradición liberal respondiendo mejor a los principios de moralidad comunitaristas.
Ciertamente, la idea de derechos de grupo parece poner en cuestión algunas
de las asunciones más arraigadas en el pensamiento político liberal contemporáneo,
derivadas de los valores humanistas laicos propugnados por el pensamiento
ilustrado del siglo XVIII. Fundamentalmente, la confianza en que los ideales de
justicia están vinculados al principio de igualdad, precisando, la implementación de
este principio, la garantía de los derechos humanos básicos a todo individuo
independientemente de su pertenencia a grupos (ya sea por motivos étnicos,
religiosos, culturales, etc.). En última instancia, el estado liberal surgió como
respuesta al feudalismo, a la atribución de derechos en función de la pertenencia a
distintas clases, y como respuesta a las guerras de religión. En este sentido, el
liberalismo clásico requiere que el estado sea neutral en lo referente a los distintos
backgrounds de los ciudadanos sin que elementos tales como la cultura, la etnia o la
religión deban importar públicamente. Tampoco, por tanto, como criterio de
asignación de derechos. Un estado neutral no debería incentivar ni desincentivar la
pertenencia a grupos etnoculturales y menos aún reconocerlos legalmente. En caso
24
contrario, se vería afectada la estructura individualista y universal de los derechos
que prevalece en esta concepción.
Estas ideas, predominantes en la tradición liberal, aparecen reflejadas de forma
clara en las cartas de derechos y libertades propias de las democracias
constitucionales modernas. Éstas reconocen una serie de derechos civiles y
políticos aplicables de forma general a todos los ciudadanos. La misma filosofía
subyace a la teoría clásica de los derechos humanos e inspira, tanto la Declaración
Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, como la mayoría de
instrumentos
internacionales
adoptados
por
las
distintas
organizaciones
internacionales con posterioridad a la segunda guerra mundial. A primera vista,
pues, el resurgimiento de propuestas de asignación de derechos a los grupos no
parece suponer sino un retroceso significativo en el logro de la justicia liberal. En
este sentido, se ha afirmado recurrentemente que la idea de derechos colectivos o
de derechos de las minorías encuentra su fundamentación teórica idónea en una
filosofía como la comunitarista. Es más, en palabras de Will Kymlicka, muchos
autores entienden que
“defending minority rights involve endorsing the communitarian critique of
liberalism, and viewing minority rights as defending cohesive and communally-minded
grups against the encroachment of liberal individualism.”33
Sin duda, la sensibilización hacia el valor de las comunidades que está en la
base de estos derechos se debe en gran medida a la crítica de la corriente
comunitarista al liberalismo, sobre todo, al paradigma de teoría de la justicia liberal
articulado por John Rawls en su libro A Theory of Justice (1971). La discusión es de
sobras conocida por lo que no trataré de reproducirla aquí más que muy
concisamente:
Los filósofos comunitaristas mantienen que la moralidad política liberal es
incapaz de dar cuenta del fenómeno de la lealtad en los grupos y de la voluntad de
33
W. Kymlicka, “The New Debate over Minority Rights”, en Politics in the Vernacular, op.
cit.
25
reafirmación cultural34. Según esta posición, esto se debe, fundamentalmente, a que
el liberalismo no atribuye un valor intrínseco a la pertenencia del ser humano a
comunidades concretas ni tampoco a la influencia determinante de dicha
pertenencia en la conformación de la identidad personal. El comunitarismo insiste
en que el individualismo abstracto de la teoría liberal, su “atomismo” exacerbado,
está basado en una concepción del yo previa a cualquier experiencia en comunidad,
sin vínculos sociales, que no capta la realidad de la experiencia humana. Así, para
Michael Sandel, imaginar un yo moral constituido independientemente de sus fines
y valores no es concebir un agente idealmente libre y racional sino “a person
without character, without moral depth”35. Y el argumento de Alystair McIntyre en
contra del individualismo liberal es similar. También este autor defiende una idea de
la identidad humana dependiente de la pertenencia a una comunidad o grupo social:
“we all approach our own circumstances as bearers of a particular social identity. I
am someone’s daughter...I am citizen of this or that city...; I belong to this clan, that
tribe, this nation...the story of my life is always embedded in the story of those
communities from which I derive my identity.”36
La agenda comunitarista no incluye una teoría de los derechos colectivos en
sentido estricto. No obstante, en la medida en que se considera que la defensa de
tales derechos parece requerir el otorgamiento de un valor intrínseco a las
comunidades
–en
detrimento
del
individualismo
característico
de
las
aproximaciones liberales– el comunitarismo se prefigura como el marco teórico
34
El movimiento comunitarista aparece en la década de los ochenta con fuertes críticas
al proyecto liberal y, sin duda, el debate entre liberales y comunitaristas continua ejerciendo
cierto atractivo de la filosofía moral y política actual. Algunas de las obras centrales en esta
corriente son las siguientes: A. McIntyre, After Virtue: A Study in Moral Theory, Londres,
Duckworth, 1981; M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge
University Press, 1982; M. Walzer, Spheres of Justice. A Defense of Pluralism and Equality, Oxford,
Blackwell, 1983; Ch. Taylor, Sources of the Self. The Making of Modern Identity, Cambridge,
Cambridge University Press, 1989. Sobre el debate entre liberalismo y comunitarismo,
desacuerdos centrales y posiciones de los distintos autores, S. Mulhall y A. Swift, Liberals &
Communitarians, Oxford, Blackwell, 1992.
35
M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice, op. cit. p. 179. En el mismo sentido, Ch.
Taylor, “Cross-Purposes: the Liberal-Communitarian debate”, en Ch. Taylor, Philosophical
Arguments, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1995, p. 181.
26
ideal para su fundamentación. Lo cierto es, además, que, hasta hace poco tiempo, la
mayoría de autores que defendían los derechos colectivos lo hacían desde una
óptica comunitarista, opuesta al enfoque individualista preponderante en las teorías
liberales de los derechos.
Por supuesto, la crítica comunitarista al “individualismo” liberal no es ni
mucho menos novedosa37. Sin embargo, como es sabido, a menudo ha ido asociada
a elementos conservadores o reaccionarios, como la anteposición de los intereses
del grupo social o de la comunidad por encima del individuo o bien el rechazo
implícito de la autonomía del ser humano. Por este motivo, Michael McDonald
observa que:
“liberal hostility to collective rights is based on a certain reading of history that
identifies collective rights with a totalitarian approach in which the individual is run over
by the collective steamroller. Collective rights are seen as having a fascist ancestry, an
assotiation with the doctrine of master race. The liberal’s concern is often for the
members of minority groups who will suffer at the hands of a majority invoking its
alleged collective righs at the minority’s expense.”38.
En parte por las razones a que apunta McDonald, la teoría política liberal se
ha mostrado hostil al reconocimiento de derechos colectivos. Numerosos autores
liberales han advertido no sólo del peligro que entraña el reconocimiento de
derechos a los grupos en tanto comunidades culturales distintas, sino de la
incoherencia inherente a la conceptualización de determinados derechos humanos
36
A. McIntyre, After Virtue, op. cit., p. 181.
En su desarrollo sobre las aplicaciones del término desde su surgimiento, Lukes señala
como en Francia el vocablo “individualisme” se utilizaba en sentido peyorativo por parte del
pensamiento conservador durante la Restauración; este movimiento se oponía a los principios
de autonomía, libertad e igualdad propugnados por la Ilustración que originó, en parte, la
Revolución Francesa. Estos pensadores antirrevolucionarios dieron un gran valor a la sociedad
y rechazaron la importancia que los filósofos del siglo XVIII habían concedido al individuo.
La finalidad era, en muchos casos, justificar la vuelta a los principios feudales y eclesiásticos
contra los que había reaccionado el movimiento ilustrado. Pues bien, idéntica connotación
conservadora reconocen los liberales de hoy en el pensamiento comunitarista. S. Lukes, El
individualismo, Madrid, Península, 1975, pp. 13-26.
38
M. McDonald, “Should Communities Have Rights? Reflections on Liberal
Individualism”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, vol. IV, nº 2, 1991, p. 227.
37
27
como derechos colectivos. Admitir la existencia de derechos de grupo que, al
menos potencialmente, podrían entrar en conflicto con los derechos humanos
individuales, supondría considerar el respeto hacia los grupos como más
importante que el respeto hacia los individuos. Éste sería, en todo caso, un
proyecto incompatible con la tradición liberal.
3.
Propósito y estructura de la investigación
El propósito último de este trabajo es cuestionar esta última conclusión
predominante en muchas reflexiones filosóficas sobre el problema de los derechos
colectivos. En concreto, se intentará mostrar que no es preciso suscribir
argumentos comunitaristas para justificar moralmente determinados derechos
colectivos de las minorías culturales en una sociedad democrática. Contrariamente a
lo que han sostenido algunos destacados filósofos y juristas liberales, o el
liberalismo más ortodoxo, se argumentará que el reconocimiento de estos derechos
es esencial en el camino hacia la realización de la justicia en las sociedades
multiculturales. Este reconocimiento, además, no tiene por qué conllevar ningún
menoscabo para los derechos individuales básicos como el derecho a la libertad, a
la igualdad y a la dignidad del ser humano. Existe, en suma, un modo de articular el
concepto y la justificación de los derechos colectivos que permite rechazar
consistentemente esta supuesta dicotomía irreconciliable entre un modelo de
derechos colectivos y otro modelo de derechos individuales.
Al objeto de desarrollar este argumento, la investigación se ha dividido en dos
partes. Este esquema ha estado condicionado por el hecho de que una parte
importante del debate filosófico sobre los derechos colectivos ha estado centrado
en cuestiones conceptuales. A tratar estas cuestiones se dedica la primera parte del
trabajo. La posibilidad de conferir derechos a ciertas colectividades de seres
humanos está condicionada a la identificación de estos grupos. Aunque los
derechos colectivos se atribuyen a las minorías, no existe consenso sobre ésta
última noción ni tampoco sobre el sentido en que se afirma que los grupos tienen
derechos morales. Con ello no quiere decirse que las discrepancias sean meramente
28
terminológicas. Como afirma Lukes, las palabras contienen ideas e incluso teorías39.
Esta observación es particularmente apropiada en nuestro contexto de estudio,
como tendrá ocasión de corroborarse.
En efecto, los capítulos primero y segundo tienen por objeto mostrar que
muchos desacuerdos se deben a que la literatura sobre los derechos colectivos se ha
regido por presupuestos de dudosa adecuación para analizar los problemas de
fondo que plantea el multiculturalismo. Además, determinadas ideas preconcebidas
en torno a las implicaciones de asumir las reivindicaciones que plantean las
minorías han condicionado enormemente el curso de la discusión influyendo, en
concreto, en su asociación con una prolongación del debate liberalismocomunitarismo que resulta particularmente problemática. Concretamente, en el
primer capítulo se exponen los motivos por los cuales el enfoque dominante se
basa en presupuestos teóricos inadecuados (I). En el segundo, en cambio, se
presentan algunas estrategias para superar las deficiencias y objeciones indicadas. Se
argumentará que la mejor opción –de entre las propuestas– es decantarse por una
concepción alternativa de derechos colectivos (II). Esta concepción permitirá
identificar la clase de grupos minoritarios que son, prima facie, candidatos al
reconocimiento de estos derechos. Para ello, se mantendrá la importancia de
establecer una distinción básica entre minorías sociales y minorías culturales en
razón del tipo de demandas que plantean ambas clases de grupos (III). En el
capítulo cuarto se retoman las principales conclusiones alcanzadas e introducen los
problemas que ocuparán la segunda parte del trabajo (IV). El primer capítulo de
esta segunda parte es introductorio (V). Su objeto es exponer sintéticamente las
objeciones substantivas más poderosas que, desde el punto de vista liberal, se han
planteado al reconocimiento de derechos colectivos a las minorías culturales. El
proyecto de los siguientes cuatro capítulos se detalla en esa misma sede, por lo que
a ella me remito. En términos generales, se tratará de analizar detenidamente y
ofrecer una respuesta a las distintas objeciones planteadas, articulando una visión
39
S. Lukes, El individualismo, op. cit., p. 2.
29
distinta de los problemas que se suscitan. Esta visión permitirá avanzar hacia una
tesis ya anticipada en estas páginas introductorias: la justicia en los estados
democráticos multiculturales exige, efectivamente, que los derechos individuales de
la ciudadanía se completen con la atribución de una serie de derechos colectivos a
las minorías culturales. El propósito que guía la segunda parte de la investigación
es, en esencia, ofrecer un panorama de los distintos argumentos morales que
podrían alegarse en apoyo a esta tesis y argumentar en favor del mayor peso
específico de algunos de ellos.
30
PARTE I
31
CAPÍTULO I. MINORÍAS
Y
DERECHOS
COLECTIVOS:
PRESUPUESTOS CONCEPTUALES DEL DEBATE
1.
Planteamiento
Los derechos colectivos o derechos de grupo suelen atribuirse a las minorías.
Sin embargo, qué se entiende por minoría –i.e., qué elementos permiten distinguir a
cualquier colectivo de individuos del colectivo relevante a los efectos de la
atribución de estos derechos– no resulta pacífico. Por regla general, las definiciones
más comunes resultan controvertidas para ser adoptadas acríticamente debido,
fundamentalmente, a la dificultad que supone captar las distintas manifestaciones
del fenómeno de la minoridad. Asimismo, la expresión “derechos colectivos” se ha
empleado con sentidos distintos, por lo que tampoco resulta claro qué
implicaciones se desprenden de la afirmación de que un grupo tiene derechos. Las
discrepancias
teóricas
que
suscitan
ambas
nociones
han
condicionado
notablemente el curso del debate filosófico sobre los derechos de las minorías. Así,
por un lado, una fuente importante del rechazo hacia esta idea es, precisamente, el
escepticismo en cuanto a la existencia de criterios satisfactorios para definir en qué
consiste una minoría. Por otro, respecto de los derechos colectivos, existe un
desacuerdo básico entre colectivistas e individualistas sobre si un grupo puede tener
intereses capaces de justificar el reconocimiento de derechos.
Este capítulo gira en torno a estas cuestiones surgidas a raíz de los problemas
conceptuales señalados. Como se ha apuntado, los desacuerdos a que nos
enfrentamos no son meramente terminológicos. Por el contrario, su origen está en
asunciones sustantivas muy arraigadas, a menudo, presupuestas implícitamente en
el debate. Un enfoque adecuado del problema de los derechos de las minorías
requiere empezar analizando detenidamente estas premisas conceptuales.
1
2.
La idea de minoría: una primera aproximación
Aunque se han ensayado definiciones diversas, el vocablo “minoría” presenta
un grado de indeterminación importante. En principio, no es posible afirmar que
existe consenso en torno a una definición jurídica o metajurídica de este término
porque tampoco hay en el lenguaje natural un único elemento que permita
precisarlo. En su acepción más general, “minoría” hace referencia a un conjunto de
individuos que, por determinadas circunstancias, se encuentra en inferioridad
respecto de otro conjunto al que se ven unidos por alguna relación contingente. El
problema reside en que los elementos que se proponen con el propósito de
determinar dicha condición de inferioridad son de lo más heterogéneos: número,
etnia, religión, inferioridad relativa a los derechos, condiciones de vida, etc. De ahí
deriva la dificultad de una aproximación universal a este concepto que se traduzca
en un significado unívocamente aceptado.
Un aspecto a destacar en el uso singular del vocablo “minoría” en los ámbitos
jurídico y político es la vinculación entre esta noción y la de estado. Siendo el
concepto de minoría de carácter relacional, la conexión entre ambas nociones
indica que es el estado la estructura política que se toma en consideración a la hora
de realizar el proceso de evaluación de las dinámicas de inferioridad o de
subordinación de determinados grupos. Aunque cabría imaginar la existencia de
minorías sin la de estados, o hablar de “estados minoritarios” en la sociedad
internacional, la relación concretamente establecida muestra que la problemática de
las minorías se ha tratado primordialmente considerando sus repercusiones, tanto
teóricas como prácticas, en el ámbito doméstico. Ello, a su vez, no es más que una
evidencia del modo en que el mundo está organizado políticamente.
Más allá de estos elementos, asumidos más o menos invariablemente en toda
definición de minoría –la situación de inferioridad o subordinación del grupo en
cuestión y el marco estatal en el que se produce dicho desequilibrio– es difícil
progresar hacia una mayor delimitación del concepto. En su conocido Estudio sobre
los derechos de las personas pertenecientes a minorías étnicas, religiosas y lingüísticas, Francesco
2
Capotorti ilustra las dificultades para delimitar con precisión los elementos
relevantes de la noción de minoría40. Este autor apunta algunas de las cuestiones
más controvertidas como la necesidad de una medida mínima del grupo, la
exigencia o no de su inferioridad numérica respecto a la población global del
estado, la interacción entre criterios objetivos y subjetivos a tener en cuenta, o bien
la inclusión o exclusión de los extranjeros. La definición finalmente propuesta ha
sido seguida en la práctica internacional como guía de aplicación de las normas
dirigidas a la protección de minorías, por lo que quizás sea interesante adoptarla
como punto de partida. Para Capotorti, una minoría es:
“a group which is numerically inferior to the rest of the population of a State and
in a non-dominant position, whose members –being nationals of the State– possess
ethnic, religious or linguistic characteristics differing from those of the rest of the
population and show, if only implicitly, a sense of solidarity, directed towards preserving
their culture, traditions, religion or language.”41
Según esta definición, el término “minoría” designa dos propiedades que
circunscriben su aplicación: la primera hace referencia a elementos objetivos (un
grupo caracterizado por la etnia, la religión o la lengua, inferior en número, con una
posición no dominante en el estado de que se trate, cuyos miembros reúnen la
condición de ciudadanos). A estos elementos debe añadirse otro de naturaleza
subjetiva: la voluntad del grupo de preservar su identidad específica. Si bien el
40
F. Capotorti, Study on the rights of persons belonging to ethnic, religious and linguistic minorities
(UN Sub-Commission on Prevention of Discrimination and protection of Minorities), UN
Doc.E/CN.4/Sub.2/384/Rev.I (1979). En adelante, “Informe Capotorti”.
41
Informe Capotorti, Ibid., Add. 1-7. Otro intento de precisar este concepto también en
el ámbito de Naciones Unidas fue el del canadiense Jules Deschenes, quien definió minoría
como “a group of citizens of a State, constituing a numerical minority and in a non-dominant
position in that State, endowed with ethnic, religious or linguistic characteristics which differ
from those of the majority of the population, having a sense of solidarity with one another,
motivated, if only implicitly, by a collective will to survive and whose aim is to achieve equality
with the majority in fact and in Law”, en Proposal concerning a definition of the term 'minority', by
Special Rapporteur Jules Deschenes, UN Sub-Commission on Prevention of Discrimination and
Protection of Minorities, UN Doc.E/CN.4/Sub.2/1985/31. La definición de Deschenes
difiere de la de Capotorti en aspectos menores pero introduce, junto al elemento de la
voluntad de sobrevivir en tanto grupo distinto, el deseo de lograr la igualdad con el grupo
mayoritario.
3
núcleo del concepto de minoría aparece configurado sobre la base de ambas
propiedades tanto en la mayoría de documentos jurídicos como en los análisis
teóricos, la definición de Capotorti se ha considerado demasiado estrecha en
algunos puntos. Examinemos más detenidamente ambos elementos.
2.1. Elementos objetivos
En primer lugar, el significado bastante común de minoría determinado por el
criterio de inferioridad numérica de un conjunto de individuos respecto de otro
apunta a una característica a veces fundamental, pero que no siempre se contempla
en el uso habitual de este concepto. En concreto, suele objetarse que el elemento
cuantitativo no da cuenta de “minorías” en el sentido de grupos oprimidos o en
peores condiciones de vida como serían los casos, por ejemplo, de la población de
raza negra en Sudáfrica durante el régimen de apartheid o el de las mujeres enla
mayoría de países. En estos supuestos la medida relativamente amplia o pequeña
del grupo no repercute en su posición dominante o no dominante respectivamente,
salvo, claro está, que la diferencia en cuanto a esta posición se interprete como una
cuestión puramente numérica. Pero no parece razonable restringir el uso de la
expresión minoría hasta este extremo. Como observa Raz, aun cuando el factor
numérico pueda ser relevante para discutir temas como la solución a un conflicto
concreto o la asignación de recursos, en principio, no debería conformar un
elemento esencial de la definición de minoría42.
En segundo lugar, el requisito de que los miembros del grupo sean nacionales
del estado en cuestión excluye los grupos de inmigrantes residentes en un
determinado país pero que, por las circunstancias que sea, no han adquirido la
nacionalidad. Sin embargo, la inmigración constituye, precisamente, una fuente
importante del multiculturalismo que caracteriza las sociedades actuales, generando
controversias parecidas a las que plantea la presencia de otros grupos minoritarios
integrados por personas con estatus de nacionales. Así, especialmente cuando se
4
trata de grupos numerosos, las pretensiones de los inmigrantes frente a los estados
de acogida son análogas a las de otras minorías que se incluirían en la definición
sugerida por Capotorti43. Piénsese, por ejemplo, en las demandas que tienen por
objeto el mantenimiento de determinadas prácticas culturales o religiosas en el país
de acogida. En este sentido, incluir el elemento de la nacionalidad en la definición
de minoría carece de justificación (cuanto menos, a los efectos de examinar la
relevancia moral de determinadas demandas o propuestas normativas). De hecho,
como se verá a lo largo de este trabajo, las cuestiones morales y políticas relativas al
régimen de los inmigrantes han sido objeto de tratamiento en prácticamente todos
los estudios recientes sobre el tema de los derechos de las minorías44.
Por último, Capotorti basa su noción de minoría en un substrato de carácter
lingüístico, religioso o étnico. Éstos constituyen los rasgos que deben predominar
en un grupo a efectos de ser considerado como minoría por el derecho
internacional general45. Si bien es cierto que, en ocasiones, se ha optado por utilizar
la expresión más específica de “minorías nacionales”46, en general siempre se piensa
42
J. Raz, “Multiculturalism. A Liberal Perspective”, en J. Raz, Ethics in the Public Domain.
Essays in the morality of Law and Politics, Oxford, Clarendon Press, 1994, p. 174.
43
Como observa Joseph Carens, cuando la proporción de inmigrantes en relación a los
nacionales en un estado es mínima, éstos son fácilmente absorbidos o asimilados por la cultura
dominante. Las controversias aparecen cuando el número de inmigrantes es suficientemente
significativo para provocar cambios en la comunidad pre-existente. J. Carens, “Aliens and
Citizens: The Case for Open Borders”, en W. Kymlicka, The Rights of Minority Cultures, Oxford,
Oxford University Press, 1995, p. 346.
44
Javier de Lucas analiza la problemática relativa a la inmigración en su libro Europa:
¿Convivir con la diferencia?. Racismo, nacionalismo y derechos de las minorías, Madrid, Tecnos, 1992.
Como se verá más adelante, el tratamiento de las cuestiones morales y políticas que plantea la
inmigración forma parte central de la teoría de los derechos de las minorías elaborada por
Kymlicka en Multicultural Citizenship, op.cit.
45
Estos tres elementos aparecen, efectivamente, en las disposiciones relativas a la
protección de minorías en el ámbito de las Naciones Unidas. Éste es el caso del artículo 27 de
la Convención internacional de derechos civiles y políticos (supra). También el artículo 13 de la
Convención internacional de derechos económicos, sociales o culturales de 1966 se refiere a la
promoción de la tolerancia y comprensión entre grupos étnicos, religiosos o lingüísticos.
Asimismo, como su propio título indica, la Declaración de los derechos pertenecientes a las
minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas (1992).
46
En el ámbito regional europeo, los principales instrumentos adoptados en el marco de
la actual OSCE y del Consejo de Europa, se refieren a “minorías nacionales”. Dicho término,
5
en grupos caracterizados por signos culturales asociados a estos elementos.
También el debate filosófico sobre los derechos colectivos se ha centrado,
primordialmente, en los derechos de las minorías definidas a partir de criterios
etno-culturales de este tipo. Como observan Kymlicka y Shapiro, el enfoque
prioritario sobre estos grupos es comprensible en la medida en que son la causa
potencial de conflictos violentos e inestabilidad política47. Sin embargo, cabe
preguntarse en qué medida sus caracteres difieren intrínsecamente de los de otros
grupos minoritarios con los cuales la gente también se identifica por razones
diversas. En esta línea, algunos autores discrepan respecto a lo que consideran
privilegiar injustamente los elementos culturales de un tipo (étnicos, religiosos,
lingüísticos) en las discusiones sobre minorías. Así, Luis Prieto Sanchís se ha
referido, por contraste, a grupos ideológicos no religiosos (las denominadas “tribus
urbanas” o la masonería), homosexuales, mujeres, etc., que presentan costumbres,
modos de vida y valores de algún modo diferenciados o en conflicto con los de la
mayoría dominante. Para este autor, la dimensión estipulativa de una definición de
minoría centrada en los rasgos étnicos, religiosos o lingüísticos no capta el amplio
significado que el término asume en el lenguaje ordinario48.
En suma, no existe consenso en torno a qué elementos objetivos debería
reunir un grupo a efectos de ser calificado como minoría en sentido estricto. Un
concepto como el de Capotorti, centrado en criterios específicos como la
nacionalidad, el número, la religión, la etnia o la lengua fracasa por ser demasiado
restrictivo. Su definición supone la exclusión arbitraria de otras colectividades,
distinguidas en base a otros elementos, a los que también se alude comúnmente
con el término “minoría” y cuyas demandas plantean dilemas similares.
no obstante, no supone una ampliación sino que engloba básicamente a los grupos
minoritarios anteriores.
47
I. Shapiro, W. Kymlicka (eds.) Ethnicity and Group Rights, Nomos XXXIX, New York,
New York University Press, 1997, p. 10.
48
L. Prieto Sanchís, “Igualdad y minorías”, Derechos y Libertades. Revista del Instituto
Bartolomé de las Casas, nº 5, julio-diciembre, 1995, pp. 122-3.
6
¿Qué se desprende de este desacuerdo en torno a las propiedades relevantes
para delimitar el concepto de minoría? Para responder a esta pregunta, es preciso
no perder de vista el alcance concreto de esfuerzos doctrinales como el de
Capotorti. Éstos aspiran exclusivamente a construir un concepto jurídico de
minoría sobre la base de una disposición convencional. En este sentido, la
definición formulada por Capotorti obedeció en su momento a la necesidad de
esclarecer el ámbito de aplicación del artículo 27 del Pacto internacional de
derechos civiles y políticos. Del mismo modo, otros intentos recientes de clarificar
la noción de minoría han estado condicionados a garantizar la aprobación de
nuevas convenciones o declaraciones en esta materia49. Así pues, deben tenerse
presentes las limitaciones políticas impuestas por la específica vocación de
definiciones estipulativas como las mencionadas. En ocasiones, los estados han
condicionado su firma a la no inclusión de determinadas categorías de grupos en la
definición de minoría incorporada a un documento normativo internacional. Por
ejemplo, en el caso de la Carta de lenguas regionales o minoritarias mencionada en
la introducción el artículo 1 enfatiza expresamente que no se considerarán “lenguas
minoritarias” las lenguas de los inmigrantes, sino la de las minorías nacionales
tradicionalmente usadas. En los trabajos preparatorios de este documento los
representantes de varios estados expresaron sus reticencias a reconocer todas las
lenguas minoritarias en su territorio por temor a que ello implicara tensiones
políticas entre los diversos grupos o bien la obligación de prever partidas
presupuestarias para garantizar, por ejemplo, la educación en estas lenguas. De
hecho, hasta la fecha, sólo 11 de los estados miembros del Consejo de Europa han
ratificado la Carta, lo cual sugiere que otorgar este tipo de derechos a las minorías
culturales sigue contemplándose como algo discrecional. Por lo que respecta al
también mencionado Convenio marco de protección de las minorías nacionales,
49
Así, la Recomendación 1201/93 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa
contiene una definición de “minoría nacional” con la intención de influir directamente en la
interpretación del entonces todavía proyecto de Convención europea de protección de
minorías.
7
este convenio no incluye una definición de “minoría nacional” porque los estados
no pudieron ponerse de acuerdo en este punto. Como resultado de esta
indefinición, algunos de los estados que han firmado y ratificado el convenio han
añadido a su ratificación la reserva de que “no hay minorías nacionales en su
territorio”, o su propia definición de lo que ellos entienden por minorías
nacionales, con lo cual las obligaciones que pudieran desprenderse de la firma del
tratado se circunscriben, en última instancia, a la buena voluntad de los estados
firmantes. En suma, no puede obviarse sin más el dato de que existe en la práctica
internacional un interés por garantizar cierta protección exclusivamente a
determinados grupos, sin que los criterios establecidos para que ésto sea así resulten
claramente justificados. Como se remarcará más adelante, son los desacuerdos en
este plano los que explican las dificultades que encuentran los intentos de incluir
una definición de minoría en cualquier disposición normativa de ámbito
internacional.
Ahora bien, si prescindimos, para nuestros fines, de estas restricciones
políticas y pragmáticas que operan en la elaboración de definiciones como de la que
aquí se ha partido, la única propiedad de naturaleza objetiva inherente a cualquiera
de los usos del término “minoría” es la posición no dominante de un conjunto de
individuos. Éste es, en definitiva, el único elemento objetivo no controvertido que
puede rescatarse de la definición anterior. La misma idea suele expresarse en
términos distintos: situación de desventaja, de inferioridad e incluso de desigualdad.
Así, Paolo Comanducci entiende por “minorías”:
“los conjuntos de individuos que, sin ser necesariamente menos numerosos que otros
conjuntos de individuos (piénsese en las mujeres), se encuentran por razones históricas,
económicas, políticas o de otro tipo en una situación de desventaja (de subalternidad, de menor
poder, etc.) frente a otros conjuntos de individuos de la misma sociedad. ”50
50
P. Comanducci, “La imposibilidad de un comunitarismo liberal” en L. Prieto Sanchís
(coord.), Tolerancia y minorías. Problemas jurídicos y políticos de las minorías en Europa, Cuenca,
Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 1996, p. 16.
8
Pero apelar únicamente al elemento de la no-dominación para dar cuenta del
significado al término minoría conduce, a juicio de algunos autores, a ambigüedades
que continúan resultando insatisfactorias. Para Prieto Sanchís, “si minorías dignas
de protección”, con base en este criterio, “son las mujeres, los niños, los ancianos,
los drogadictos, las minorías étnicas, los ex-presidiarios y los parados...resulta que la
presunta mayoría constituye en realidad una exigua minoría”51. Esta apreciación es
–irónicamente– crítica hacia la consideración de aquella propiedad como necesaria
y suficiente para que la condición de minoría se aplique a un conjunto de
individuos. Viene a señalar que, de no tomarse en cuenta ningún otro elemento,
dentro de este concepto existe un margen tan amplio que permite incluir a casi
cualquier grupo. No obstante, la definición de Capotorti sí incorporaba otro
elemento fundamental para definir esta noción: el grupo debe mostrar un sentido
de solidaridad, dirigido a preservar su cultura o tradiciones.
2.2. El elemento subjetivo
Efectivamente, la segunda propiedad que introduce Capotorti para delinear su
concepto de minoría posee naturaleza subjetiva. Afirmar, de acuerdo con este
criterio, que un grupo constituye una minoría permite eludir la problemática que
suscita toda especificación de unos criterios objetivos, más allá del elemento de la
inferioridad relativa o no dominación. Los grupos candidatos a la condición de
“minoría” serían aquellos que manifestaran, explícita o implícitamente, la voluntad
de preservar su propia identidad (diferenciada de la del grupo predominante en una
sociedad determinada). Dicho de otro modo, el interés subjetivo en mantener una
peculiar identidad minoritaria sería el factor verdaderamente crucial para entender
que un grupo concreto constituye una minoría en el sentido relevante.
Es interesante advertir que, en sentido estricto, la noción de grupo se ha
asociado por parte de algunos filósofos a este componente subjetivo vinculado a la
conformación de identidades personales o colectivas. En su artículo “Groups and
51
L. Prieto Sanchís, “Igualdad y minorías”, op. cit., p. 120.
9
the Equal Protection Clause”, Owen Fiss subraya que un grupo es algo más que un
mero agregado de individuos que llegan al mismo tiempo a una esquina52. Este
autor establece algunos criterios a fin de distinguir entre agregados de individuos y
grupos sociales. Para Fiss un grupo social reúne dos características específicas: la
primera, es que es una “entidad”, lo cual significa que
“the group has a distinct existence apart from its members, and also that it has an
identity. It makes sense to talk about the group (at various points of time) and know you
are talking about the same group. You can talk about the group without reference to the
particular individuals who happen to be its members at any one moment.”53
Además, en segundo lugar, se requiere que
“The identity and well-being of the group and the identity and well-being of the
group are linked. Members of the group identify themselves –explain who they are– by
reference to their membership in the group, and their well-being or status is in part
determined by the well-being or status of the group.”54
Fiss denomina a esta segunda característica “condición de interdependencia”.
Más recientemente, las referencias en la literatura sobre derechos de las minorías al
grupo cualificado para la asignación de derechos se han sofisticado notablemente,
pero siguen abundando en las consideraciones básicas realizadas por este autor.
Así, McDonald afirma que es la existencia de concepciones compartidas
(shared understandings) la que permite sostener que un conjunto de individuos forman
parte de un grupo55. Los elementos objetivos –herencia compartida, lenguaje,
52
O. M. Fiss, “Groups and the Equal Protection Clause”, Philosophy and Public Affairs,
vol. 5, nº 2, 1976, p. 148.
53
Ibid., p. 148. Vernon Van Dyke realiza una afirmación similar al señalar que los grupos
son entidades colectivas que existen como unidades y no simplemente como agregados de
individuos, V. Van Dyke, Human Rights, Ethnicity and Discrimination, Greenwood, Westport,
1985, p. 32.
54
O. M. Fiss, “Groups and the Equal Protection Clause”, Philosophy and Public Affairs, op.
cit., p. 148.
55
M. McDonald, “Should Communities Have Rights? Reflections on Liberal
Individualism”, op. cit., p. 218. En los mismos términos a los empleados por este autor, aunque
en un contexto distinto, se expresaba A. M. Honoré, quien también sostuvo que “Clearly a
10
etnicidad– pueden proveer una base para la constitución de estas concepciones
comunes. Sin embargo, lo verdaderamente singular de los grupos es “a tendency of
each group member to see herself as part of an us rather just than a separate me”56.
En este mismo sentido, J. Angelo Corlett aplica a los grupos una distinción con
connotaciones geológicas distinguiendo entre “agregados” y “conglomerados”57.
Los primeros serían conjuntos de personas débilmente asociadas mientras que los
segundos representarían la idea de grupo que mantienen Fiss y McDonald. La
metáfora de los conglomerados resalta la idea de totalidad, de profundidad en los
intereses constitutivos de los miembros del grupo, y distingue a estos colectivos de
lo que Virginia Held denomina meramente collections, esto es, agrupaciones casuales
de individuos que no se hallan vinculados unos a otros en este sentido fuerte58.
En definitiva, como puede apreciarse, la noción de grupo que mantienen estos
autores aparece estrechamente vinculada a elementos subjetivos. No se trata de
grupos anónimos o agregados de individuos, tampoco de clubs o asociaciones
formales a los que uno suele optar por pertenecer y dejar de pertenecer. Se hace
referencia a lazos entre la identidad del grupo y la identidad individual, a la relación
entre el bienestar del grupo y el de sus miembros, a los sentimientos de
autoidentificación personal con sus características o a un sentimiento implícito de
solidaridad. En definitiva, se evoca más bien la idea de comunidad59.
group is not a mere collection of individuals” sino que es la existencia de “a shared or
common understanding, or a number of such understandings” la característica definitoria de
un grupo. T. Honoré, “Groups, Laws, and Obedience”, T. Honoré, Making Law Bind, Oxford,
Clarendon Press, 1987.
56
M. McDonald, “Should Communities Have Rights? Reflections on Liberal
Individualism”, op. cit., p. 219.
57
J. A. Corlett, “The problem of Collective Moral Rights”, Canadian Journal of Law and
Jurisprudence, vol. VII, nº 2, July 1994, pp. 238-9.
58
V. Held, “Can a Random Collection of Individuals Be Morally Responsible?”, The
Journal of Philosophy, vol. LXVII, nº 14, 1970, pp. 472-3.
59
En consecuencia, también la respuesta a la cuestión de la pertenencia individual al
grupo o comunidad dependerá, esencialmente, de elementos subjetivos. Avanzando algunas
ideas que se desarrollarán más adelante, la pertenencia tiene que ver, en primer lugar, con la
autoidentificación con el grupo, que determina el modo en que el individuo se percibe
primariamente a sí mismo. De ahí que sólo cuando se mantienen fuertes lazos entre un
11
Para algunos autores, sin embargo, este criterio subjetivo tampoco resulta
apropiado para delinear el concepto de minoría. Concretamente, se critica la
imprecisión a que conduce este criterio de naturaleza cuasi psicológica: si la
identidad no es algo estático, su formación es fruto de un proceso complejo, en
permanente transformación, involucrando la relación intensa entre grupos distintos
que, a su vez, no son internamente homogéneos, ¿en qué medida puede predicarse
la existencia de identidades colectivas distintas? La aserción de que algunos grupos
manifiestan una identidad que nos permite identificarlos como minorías ha sido –y
de ello habremos de hablar más adelante– ampliamente contestada.
3.
Grupos minoritarios y derechos colectivos: presupuestos teóricos e
inadecuación del enfoque dominante
Como se apuntó al inicio de este capítulo, el enfoque predominante en la
literatura sobre los derechos de las minorías se ha centrado en definir, en primer
lugar, la noción de minoría considerando, a posteriori, la posible justificación de la
atribución de un catálogo de derechos colectivos a estos grupos. Ésta es, por así
decirlo, la perspectiva estándar al abordar el tema objeto de estudio. El siguiente
planteamiento es representativo de esta aproximación común:
“Antes de dilucidar de qué clase de derechos son acreedores las culturas
minoritarias ha de plantearse una cuestión de carácter general, de no tan fácil respuesta,
acerca de la identificación del sujeto colectivo legitimado para el eventual disfrute de
esos derechos: ¿cuáles son los criterios disponibles para identificar una minoría? (...). Si
alguna vez se llegara a despejar ese complejo problema de la identificación de los
posibles grupos titulares de especiales derechos de protección todavía persistiría un
grave escollo teórico, quizá el más importante, que… hace referencia a la justificación de
conjunto de individuos se concibe éste como grupo en sentido cualificado. Pero, además, ser
miembro de un grupo es una cuestión de reconocimiento mutuo: uno pertenece, entre otras
condiciones, si los otros miembros le reconocen como uno de ellos. “Membership”, escribe
Raz, “is a matter of mutual recognition...a question of belonging, not of achievement”
(“National Self-Determination”, en J. Raz, Ethics in the Public Domain. Essays in the Morality of
Law and Politics, op. cit. p. 130). Es decir, el hecho de haber nacido en el seno de un grupo, de
compartir ciertos rasgos o de haber alcanzado algún logro si bien pueden aducirse como
razones para lograr el reconocimiento de los demás, no constituyen el reconocimiento per se.
12
los derechos colectivos, esto es, atribuibles no a individuos aislados sino a comunidades,
a grupos de individuos.”60
Sin embargo, como se ha puesto de manifiesto, delimitar con claridad el
significado del término “minoría” a efectos de identificar los grupos relevantes no
resulta fácil. Los criterios que suelen informar definiciones estipulativas al uso
como la de Capotorti han recibido numerosas críticas que, de ser aceptadas,
devuelven a este concepto su imprecisión originaria. Con el propósito de obviar
esta especie de infortunio conceptual, los autores recurren a especificar en sus
escritos el sentido en que emplean la expresión minoría, esto es, a singularizar los
grupos a los que dirigen sus observaciones. Pero este esfuerzo de precisión
contextual no evita que, bajo la rúbrica “derechos de las minorías”, quepa encontrar
alusiones a una amplia gama de grupos: desde colectivos inferiores numéricamente,
o bien infrarrepresentados, hasta clases sociales, grupos culturales minoritarios,
colectivos discriminados por razones de género, raza, discapacitación física, etc.
Parece relevante, entonces, preguntarse en qué medida estas divergencias en torno
a las características de los grupos a tener en cuenta afectan a cualquier elaboración
de una teoría de los derechos colectivos.
Según una opinión generalmente aceptada, la complejidad para elaborar un
concepto de minoría constituye un grave escollo conceptual, dificultando
enormemente la tarea de justificar la asignación de derechos colectivos a estos
grupos. Efectivamente, una objeción central al reconocimiento de estos derechos se
basa en las dificultades que encuentra cualquier criterio para designar los grupos
relevantes. En este sentido, Julius Grey niega que quepa establecer un marco
general para la atribución de derechos colectivos puesto que la heterogeneidad de
los criterios anteriores conduciría, inevitablemente, a la arbitrariedad en el proceso
60
J. C Velasco Arroyo, “El reconocimiento de las minorías. De la política de la
diferencia a la democracia deliberativa”, Sistema 142, 1998, p. 70.
13
de selección de los grupos relevantes61. En especial, en lo concerniente a su
reconocimiento jurídico, acostumbra a enfatizarse la gravedad de las consecuencias
que produciría dicha indeterminación en la esfera de la aplicación de estas reglas62.
Los propios defensores de estos derechos suelen evaluar de forma negativa la
ausencia de consenso sobre un concepto de minoría capaz de englobar las distintas
manifestaciones de este fenómeno. Esta es, en definitiva, una convicción bastante
compartida en los análisis sobre este tema. En su mayoría, éstos tienden a
comenzar subrayando esta dificultad. A modo de ilustración, considérese la
siguiente reflexión de Javier de Lucas:
“la existencia de una conciencia cada vez más difundida acerca de la importancia
del problema de las minorías no supone necesariamente claridad conceptual. Lo muestra
la dificultad que entraña la elaboración de un concepto de minorías que abarque
satisfactoriamente las diferencias entre las distintas clases de minorías, de las culturales a
las nacionales. Lo muestra también el relativo fracaso con el que hasta ahora se han
saldado casi todos los intentos de resolver el problema de los 'derechos de las minorías',
una cuestión que, indudablemente, está ligada a las dificultades conceptuales que acabo
de mencionar, como lo refleja el propio debate doctrinal.”63
61
J. Grey, “Equality Rights: An Analysis”, Canadian Barr Review, 1990, p. 105.
En este terreno se hace hincapié en las dificultades que plantean precedentes análogos
del reconocimiento de derechos a sujetos colectivos como es el caso del derecho de los
pueblos a la autodeterminación. Al respecto, afirma David Makinson que “The first and most
obvious problem faced by r.u.p.’s [rights attributed universally to peoples] is that there is no
reasonably clear and agreed account of what peoples are”. Este autor señala los problemas de
indeterminación e inconsistencia que se plantean en la interpretación y aplicación de este tipo
de normas. David Makinson, “On Attributing Rights to All Peoples: Some Logical
Questions”, Law and Philosophy 8, 1989, p. 55.
62
63
J. de Lucas, “La tolerancia como respuesta a las demandas de las minorías culturales”,
en Derechos y Libertades. Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, nº 5, 1995, p. 156. En el mismo
sentido se expresan Benoit-Rohmer (en The Minority Question in Europe. Texts and commentary, op.
cit., p. 12) y M. N. Shawn (“The Definition of Minorities in International Law”, en Y.
Dinstein, M. Tabory (eds.) The Protection of Minorities and Human Rights, Martinus Nijhoff
Publishers, 1992). Ambos autores afirman que la dificultad de definir “minoría” constituye el
principal obstáculo con que tropieza cualquier intento para avanzar en el camino iniciado por
el derecho internacional de proteger a los grupos a través del reconocimiento de derechos
colectivos.
14
La preocupación que subyace a las palabras de este autor obedece a una
percepción común que explica que gran parte de la energía tanto de defensores
como de críticos de los derechos de las minorías se haya dedicado a discutir la
viabilidad o inviabilidad de los conceptos propuestos.
Sin embargo, la perspectiva que informa esta conclusión (i.e., la idea de que,
antes de considerar la justificación del reconocimiento de derechos de titularidad
colectiva, es necesario ofrecer una delimitación previa de los grupos cualificados
como
“minorías”)
es,
a
mi
modo
de
ver,
sumamente
inadecuada.
Fundamentalmente, porque se asienta en presupuestos inmplausibles tanto acerca
del tratamiento correcto del problema de los derechos de las minorías, como
respecto de lo que exige la propia fundamentación de los derechos colectivos.
Originados directamente en este enfoque se producen dos efectos particularmente
perniciosos que conviene anticipar desde ahora: el primero es que los escritos en
torno a los derechos colectivos se conciben, ante todo, como una toma de posición
hacia cuestiones filosóficas de naturaleza más profunda. Un segundo resultado de
este enfoque es la prevalencia de un marco discursivo que instaura una relación
comparativa entre derechos individuales y derechos colectivos en términos de
valores absolutos o incommensurables.
Pero pasemos, en primer lugar, a examinar algunas de las razones por las que
se sostiene que la perspectiva estándar de aproximación al problema es
desafortunada.
3.1. De nuevo sobre el concepto de minoría
Ante todo, conviene realizar una observación que probablemente parezca
trivial, pero que es fundamental tener presente: aunque se lograra consensuar una
definición de minoría capaz de englobar a grupos con características diversas no se
habría avanzado demasiado en la resolución de las cuestiones normativas que
plantea el reconocimiento de derechos colectivos a estos grupos. Nadie proclama
que todos los grupos, por el mero hecho de serlo, tengan determinados derechos
morales, en el mismo sentido en que se realiza esta afirmación respecto de los
15
individuos. Por una parte, los proponentes de los derechos colectivos mantienen
que algunas minorías tienen derechos, por otra, es preciso distinguir entre distintos
tipos de demandas que plantean grupos minoritarios también distintos. Partiendo
de esta premisa, se convendrá que resulta incoherente tratar de identificar a los
grupos relevantes a los efectos de la atribución de derechos sobre la base de un
criterio centrado en los propiedades definitorias de todo grupo, cualesquiera que
éstas sean. Dicho simplificadamente: es implausible sostener que el grupo x goza de
determinado catálogo de derechos colectivos “porque es un grupo”. Por
consiguiente, la respuesta a la pregunta de por qué únicamente determinados
grupos estarían legitimados en recibir una protección especial requiere esgrimir
argumentos adicionales.
Advertir este extremo es un primer paso para entender dónde radica la
inadecuación de la perspectiva estándar. Ésta insiste en la existencia de dos
problemas distintos. El primero es de índole semántica, hace referencia al
significado del término “minoría”. El segundo alude a la justificación de los
derechos colectivos. Resolver el primer problema constituye una condición
necesaria, un requisito sine qua non, para abordar la segunda cuestión. Ahora bien,
¿qué nos cuestionamos al interrogarnos por el significado de un término? Más
concretamente, ¿qué se inquiere cuando se investigan las propiedades relevantes de
la noción de minoría?
Podría decirse que explorando un concepto, en este caso el de minoría,
tratamos de captar alguna realidad acerca de un objeto concreto. De esta forma, la
finalidad consistiría en ofrecer una definición “real” del fenómeno de la minoridad.
Pero una respuesta en este sentido implicaría la adhesión a la doctrina del realismo
verbal, i.e., la doctrina que sostiene que las palabras determinan de algún modo sus
propias aplicaciones a los objetos que representan, por lo que el objeto es descubrir
o averiguar una esencia “verdadera”, un significado de algún modo preexistente.
Sin embargo, por razones sobradamente conocidas, esta doctrina de connotaciones
platónicas es hoy difícilmente defendible. Indagando en la noción de minoría no se
16
trata de encontrar una categoría de grupos que de forma natural encajen en este
concepto64.
Una respuesta más plausible, presuponiendo que la relación entre las palabras
y la realidad se establece convencionalmente, consistiría en afirmar que el análisis
del significado de un término se dirige a averiguar el uso que del mismo se hace en
un lenguaje natural. En este caso, los desacuerdos en torno a la utilización del
término “minoría” podrían interpretarse como el reflejo de una falta de precisión
importante en su significado, que podría traducirse en un problema de vaguedad.
Por lo general, la vaguedad se predica de conceptos que hacen referencia a una o
varias propiedades que se dan en la realidad en grados diferentes. Ello provoca que
surjan supuestos en los cuales se duda de la procedencia de aplicar el término en
cuestión. El análisis de la noción de minoría debería, por tanto, encaminarse a
reducir o eliminar este problema en la utilización de este vocablo 65.
Pero, cuando se habla de vaguedad, suele suponerse que existen objetos que
caen plenamente dentro del ámbito de aplicación usual de un concepto. Esta
clasificación sólo se discute respecto de otros objetos que se hallan en los márgenes,
en el límite de aquella aplicación corriente, al no quedar claro si reúnen las
propiedades relevantes en el grado suficiente o bien carecen de ellas 66. Sin embargo,
64
No me extenderé en las dificultades que plantean las denominadas “definiciones
reales”, principalmente la confusión entre el análisis de cosas y las definiciones nominales de
palabras. Véase al respecto, R. Robinson, Definition, Oxford, Clarendon Press, 1954, Cap. VI,
pp. 146-92. Aunque pocos autores mantendrían que la elucidación conceptual consiste en la
búsqueda de esencias, esta idea sigue ejerciendo cierta influencia en el terreno jurídico. El
interés de la dogmática en hallar estructuras ontológicas o la naturaleza de ciertas instituciones
podría explicarse en términos de una adhesión implícita a esta tradición.
65
El concepto de vaguedad, en sí mismo, es ambiguo. Aquí no se quiere aludir a
vaguedad en sentido potencial, la denominada “textura abierta” del lenguaje. Esta etiqueta
puede aplicarse a cualquier palabra expresada en un lenguaje natural, razón por la cual a veces
se afirma que la vaguedad es, en principio, ineliminable. Para un análisis de los distintos tipos
de indeterminaciones que suele encubrir la idea de vaguedad, J. Waldron, “Vagueness in Law
and Language: Some Philosophical Issues”, 88 California Law Review, 509, 1994, pp. 509-40.
66
Así, en general, el fenómeno de la vaguedad se correlaciona con una “zona de
penumbra” de un concepto donde se sitúan los casos dudosos. Este área de clasificación
dudosa contrasta con casos claros, ya sea de aplicabilidad indiscutible como de clara
inaplicabilidad. Los ejemplos típicamente propuestos de conceptos vagos son “alto”, “rojo” o
17
éste no parece ser el núcleo de las discrepancias sobre el concepto de minoría. La
controversia no versa sobre casos meramente marginales cuyas propiedades se
ajustan dudosamente a las que se señalan como centrales en el concepto. Por el
contrario, el desacuerdo es más sustantivo. Como se mostró en el apartado
anterior, la aplicación del concepto de minoría se discute respecto de varias clases
de grupos que reúnen propiedades distintas a las que algunas definiciones
estipulativas consideran relevantes. Precisamente por este motivo, no sólo no es
posible zanjar la controversia por medio de dichas definiciones, sino que existen
propuestas de definición alternativas que compiten entre sí. En este sentido, los
problemas en torno al concepto de minoría pueden comprenderse en el marco de
los denominados “conceptos controvertidos”. La peculiaridad de estos conceptos
reside, básicamente, en su dimensión valorativa. Siguiendo a Waldron, una
expresión P es controvertida si:
“(1) it is not implausible to regard both something is P if it is A and something is P if it
is B as alternative explications of the meaning of P; and (2) there is also an element e* of
evaluative or other normative force in the meaning of P; and (3) there is, as a
consequence of (1) and (2), a history of using P to embody rival standards or principles
such as A is e* and B is e*.”67
Waldron propone algunos ejemplos de proposiciones normativas que
incorporan términos controvertidos. Así, cuando la Constitución de Estados
Unidos prohibe los castigos crueles y las multas excesivas está utilizando dos
expresiones, “crueles” y “excesivas”, cuyo significado es susceptible de
“calvo”. Respecto de esta caracterización de la vaguedad, C. Alchourrón, E. Bulygin,
Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Buenos Aires, Astrea, 1993, pp. 61-5.
Aunque no es posible adentrarse a analizar este tema con mayor profundidad, filósofos
como Waldron han advertido de los riesgos de explicar la vaguedad en términos de borderlines
en el contexto jurídico, designando propiedades que se dan en la realidad en grados diferentes.
Esta concepción puede persuadir, según este autor, a adoptar una lógica trivalente que no hace
justicia a la problemática que realmente preocupa a la filosofía del derecho. La aspiración al
rigor conceptual en este ámbito hace precisa una lógica bivalente que permita afirmar que el
enunciado “x es P” es, o bien verdadero, o bien falso, aún cuando sólo sea con el propósito de
enmarcar los resultados del proceso de disminución de la vaguedad. En este sentido, J.
Waldron, “Vagueness in Law and Language: Some Philosophical Issues”, op. cit., pp. 516-21.
18
evaluaciones distintas que, además, pueden variar con el transcurso del tiempo. Aun
así, ello no implica que el juicio de valor que debe realizarse para valorar la
aplicación correcta de tales expresiones pueda versar sobre cualquier aspecto. Las
locuciones mencionadas incorporan un significado descriptivo mínimo que delimita
el ámbito específico en el que debe centrarse la valoración. Por ejemplo, en el caso
de la crueldad del castigo, el significado descriptivo de “cruel” invita a centrar
nuestra reflexión, no sobre el castigo en general, sino sobre el grado o la cualidad
del sufrimiento experimentado por un individuo al ser sometido a una pena en
concreto y, tal vez, sobre la disposición y actitud de quienes infligen un castigo.
Más allá de este acuerdo mínimo, observa Waldron, el significado de “cruel” está
indeterminado68.
Pues bien, podría decirse que las dificultades semánticas que plantea la
definición de “minoría” son del mismo orden. Aunque podamos convenir en que el
significado de este término contiene un reducto mínimo –se refiere a un grupo en
situación de subordinación respecto de otro mayoritario– este acuerdo es
demasiado débil, al basarse en una expresión cuya dimensión evaluativa la hace
controvertida. Por este motivo, se producen desacuerdos sustantivos a la hora de
precisar con detalle qué elementos en concreto son relevantes para evaluar la
posición en que se halla un grupo. Como se mostró, los autores suelen discrepar
acerca de si la subordinación o desventaja debe entenderse en sentido estrictamente
numérico o conectada a otras propiedades, bien de naturaleza objetiva o subjetiva.
Estos desacuerdos conducen, en última instancia, a concepciones distintas del
significado de minoría que rivalizan entre sí. No obstante, todas ellas tienen
sentido, son a priori plausibles. Si se analiza desde esta óptica, deberá convenirse en
que lo importante es , entonces, discernir las razones que justifican estas
concepciones divergentes. En el planteamiento de esta cuestión, sin embargo, el
67
Ibid., p. 513.
Ibid., p. 528. En un sentido parecido, véase la distinción que realiza Dworkin entre
“concepto” y “concepción”. R. Dworkin, Taking rights Seriously, op. cit., pp. 134-6.
68
19
debate sobre la definición de “minoría” está intrínsecamente ligado al problema de
“los derechos de las minorías”.
En efecto, si en el ámbito de la filosofía jurídica y política los autores
discrepan respecto de qué propiedades son relevantes en sus respectivas
concepciones de minoría es porque no piensan sobre este término aisladamente, en
el vacío, sino con el propósito de considerar la justificación de la protección de
unos grupos específicos, previamente identificados, y no de otros. En este sentido,
la especificación de determinadas propiedades permite delimitar el marco concreto
en el que cada cual considera que debería moverse la discusión normativa acerca de
los derechos colectivos o derechos de grupo. Explicar la noción de minoría en unos
u otros términos presupone, entonces, algunas asunciones importantes. Más allá de
la idea de no dominación, la elucidación de la noción de minoría interesa a efectos
normativos. A esta idea apunta Waldron en la tercera característica definitoria de un
concepto controvertido.
Estas connotaciones pueden apreciarse claramente en el debate. Por ejemplo,
cuando se subraya que la idea de pueblo no puede ser englobada bajo el concepto
de minoría y que, por tanto, el derecho a la autodeterminación no es un derecho de
las minorías, lo que en realidad se está diciendo –y lo que, de hecho, debiera
argumentarse– es que las demandas de autodeterminación que plantean
determinados grupos carecen de fundamento o bien no están suficientemente
justificadas. Recuérdese que la propia definición de minoría propuesta por
Capotorti se encamina a influir en la aplicación de las normas internacionales que
afectan a estos grupos. En este contexto, la noción de minoría pretende
distinguirse, en primer lugar, de la de pueblo, a los efectos de evitar una
interpretación políticamente indeseable que haga extensivo el derecho a la
autodeterminación a los grupos que reúnen las propiedades delimitadas como
relevantes. Además, en segundo lugar, se excluye explícitamente a los grupos de
inmigrantes para impedir que éstos, a su vez, se sintieran legitimados para
reivindicar las medidas previstas por el artículo 27 del Pacto Internacional de
20
derechos civiles y políticos. En sentido inverso, quienes abogan por ampliar, en
lugar de restringir, las propiedades relevantes en el concepto de minoría lo hacen a
fin de proteger a todos los grupos que incluyen. Natan Lerner, el autor de un libro
reciente sobre derechos de grupo, se muestra renuente a utilizar el término
“minoría” y propone emplear el vocablo “grupo”, que considera suficientemente
general como para englobar a tribus, naciones, pueblos y minorías culturales o
religiosas. A continuación, Lerner ofrece un “decálogo de derechos de grupo” que
debieran reconocerse a todos los colectivos previamente señalados69. El problema
es que, enfocada de este modo, la discusión deviene estéril, porque aparenta
centrarse en consideraciones meramente verbales o terminológicas acerca de la
adecuación del uso de una u otra palabra. Lo fundamental, en cambio, rara vez se
explícita: ¿cuáles son los argumentos que apoyan una determinada concepción de
minoría inclusiva de unos grupos (étnicos y culturales, por ejemplo) y excluyente de
otros (de los homosexuales o de las mujeres, pongamos por caso)?, o bien,
¿necesitan todos los grupos minoritarios una protección adicional a la que
confieren los derechos individuales?, si es así, ¿por qué razón? En suma, desde mi
punto de vista, las distintas concepciones de minoría son representativas de
argumentos sustantivos acerca de qué grupos en concreto requieren una protección
específica. Ésta es la discusión que debería estar ocupando un lugar preeminente en
el debate.
Existe, por tanto, una correlación significativa entre las dos cuestiones que la
perspectiva estándar trata de abordar separadamente. Desde nuestro ámbito de
estudio, es un error distinguir por completo el problema de definir minoría de los
“derechos de las minorías”. Pero además, incidentalmente, lo dicho hasta aquí
permite poner en cuestión la conclusión pesimista a que llegan muchos autores ante
el desacuerdo en este ámbito.
Así, seguramente, la controversia existente no necesariamente debe verse
como indeseable o negativa. Ciertamente, solemos presuponer que el significado de
69
N. Lerner, Group Rights and Discrimination in International Law, op. cit., pp. 28-39.
21
cualquier término debe ser claro. Cuando no es así, en principio, deberíamos
esforzarnos por alcanzar un consenso y decidirnos a usar la palabra o expresión en
cuestión en un determinado sentido. Sin embargo, es posible que, bien entendidas,
las disputas sobre el concepto de minoría desempeñen una función importante para
el debate al que sirven. Una forma acertada de captar esta intuición es
caracterizando el concepto de minoría no sólo como un concepto controvertido
sino como “esencialmente controvertido”70. Según la interpretación de Waldron de
esta idea introducida originariamente por W. B. Gallie, afirmar que un concepto es
esencialmente controvertido “is not merely to say that its meaning is very, very
controversial. Nor is it to say that the disagreements surround its meaning are
intractable and irresolvable”71. En sentido estricto, el adjetivo “esencialmente”
indica que el desacuerdo forma parte del significado de la expresión en cuestión: “it
is part of the essence of the concept to be contested” dice Waldron, de manera que
“someone who does not realize that fact has not understood the way the word is
used”72.
Posiblemente, la diferencia entre calificar un concepto como “controvertido” o
como “esencialmente controvertido” es una cuestión de grado. La diferencia entre
ambas categorías puede resultar oscura y, de hecho, ha sido muy discutida. No
obstante, lo que, a juicio de algunos autores, enfatiza el adjetivo “esencialmente” es
que el desacuerdo es de algún modo indispensable para la propia utilidad del
término, al emplearse éste para algún propósito al que se asocia la expresión
controvertida73. En este sentido, la discusión contribuye a enriquecer el debate más
70
La expresión “conceptos esencialmente controvertidos” proviene de un famoso
artículo de W.B. Gallie: “Essentially Contested Concepts”, 56 Proceedings of the Aristotelian
Society, 167 (1955-56). En adelante, seguiré la interpretación que realiza Waldron de esta clase
de conceptos en “Vagueness in Law and Language: Some Philosophical Issues”, op. cit., pp.
529-534.
71
Ibid., p. 529.
72
Ibid.
73
Ésta es la interpretación de Waldron, Ibid., p. 530. En términos parecidos se pronuncia
Marisa Iglesias, quien caracteriza los conceptos esencialmente controvertidos, además de
cómo conceptos evaluativos y complejos, como conceptos argumentativos y funcionales. Este
rasgo se destaca porque los CEC involucran desacuerdos sustantivos en los que “las dos
22
general al que el concepto controvertido sirve. Los participantes se benefician de la
polémica, incluso si cada uno defiende su propia concepción y puntos de vista.
Estos conceptos, en definitiva, son importantes, no a pesar de ser controvertidos,
sino justamente debido a la controversia que suscitan74.
Waldron ilustra esta última idea analizando nociones como las de arte o
democracia75. Distintas aproximaciones –explica– generan paradigmas rivales
respecto de su significado nuclear. Así, respecto del término “democracia” es
plausible entender su significado en términos distintos, que expresan principios
políticos en competencia. Para unos, sólo cabe hablar de democracia en el caso de
un sistema que, como el de la antigua Grecia, garantice la participación directa. Para
posiciones o partes discrepantes están desarrollando teorías o concepciones que establecen
diferentes relaciones de prioridad entre los varios aspectos de un concepto complejo”. La
discusión, en opinión de esta autora, no contiene simples discursos paralelos acerca de un
concepto que es radicalmente confuso, sino que se trata de discursos en pugna que generan
una actitud competitiva por parte de los interlocutores. Por este motivo, en consonancia con
lo que establece Waldron, Iglesias destaca que lo que hace que un concepto sea esencialmente
controvertido es su dimensión dialéctica. De ahí el elemento de la “funcionalidad” que hace
que la comprensión de estos conceptos “no será completa a no ser que nos ubiquemos dentro
de la práctica social en la que estos conceptos son usados y dilucidados”. M. Iglesias, “Los
conceptos esencialmente controvertidos en la interpretación constitucional”, manuscrito
pendiente de publicación en Doxa.
74
Ibid., p. 531. Algunos autores parecen mantener que lo que cualifica a un concepto
como “esencialmente controvertido” es que se discuten los casos paradigmáticos a los cuales éste
se aplica. No obstante, esta idea puede inducir a confusión si se interpreta, en terminología
dworkiniana, que no existe “concepto” ya que, en definitiva, si no existe referente alguno es
difícil comprender sobre qué versan las distintas concepciones que se mantienen. En todo
caso, la idea de casos paradigmáticos puede interpretarse de otra forma. Por ejemplo, en el
caso del término “minoría” podría mantenerse que hay un concepto, como se viene diciendo,
la idea de un grupo no dominante o en desventaja, y, sin embargo, se discute sobre casos que
las distintas concepciones consideran paradigmáticos. Pero, entonces, la distinción entre
conceptos controvertidos y esencialmente controvertidos se diluye. Aun así, la existencia de
distintas teorías sobre el significado de un concepto no tiene por qué implicar la
indeterminación radical. Así lo ha mantenido Iglesias releyendo la teoría interpretativa de
Dworkin en términos semánticos con el propósito de superar la tesis de que sólo los criterios
o paradigmas explícitamente compartidos dentro de una comunidad determinan el uso
correcto de las palabras. La epistemología coherentista que subyace a la visión dworkiniana de
la respuesta correcta permite dar sentido a las discrepancias que no presuponen un
desconocimiento del lenguaje como las que se producen en torno al concepto de minoría. Cfr.
M. Iglesias, “Los conceptos esencialmente controvertidos en la interpretación constitucional”,
op. cit.
75
Respecto al concepto de arte, J. Waldron, “Vagueness in law and Language. Some
Philosophical Issues”, op. cit., pp. 530-1.
23
otros, por el contrario, el paradigma de la auténtica democracia es el sistema
representativo moderno, relegando la democracia directa a una mera peculiaridad
histórica. Pero además, aunque coincidamos con esta última opinión, todavía
pueden darse respuestas divergentes respecto de preguntas acerca de los aspectos
característicos de la configuración institucional moderna. En este sentido,
“Democracy could be defined as 'democracy 1' which allows judicial review, and
'democracy 2' which does not”76.
Esta forma de categorizar algunos términos que plantean dificultades
semánticas de forma persistente resulta útil en el caso de la noción de minoría.
Contrastar argumentos distintos, e incluso opuestos, que sustentan las distintas
definiciones estipulativas de minoría es sumamente importante para el desarrollo
del debate de fondo, en este caso, acerca de qué grupos –si alguno– están en
posición de reivindicar legítimamente una protección específica a través de
derechos colectivos. Asimismo, desde esta perspectiva, quienes son reacios al
reconocimiento de estos derechos no pueden aducir sin más la falta de consenso en
la definición de minoría, de la misma manera que quienes son contrarios a la
democracia no argumentan, para justificar su posición, que no existe acuerdo en el
empleo de este término. En conclusión, retomando la idea básica que asume quien
califica un concepto como esencialmente controvertido, la controversia conceptual
por entero, lejos de resultar indeseable, puede contribuir a garantizar un debate
más transparente sobre los principios que están en juego77.
76
Ibid., p. 532.
Seguramente, las discrepancias conceptuales sí repercuten negativamente cuando se
trata de reconocer en el ordenamiento jurídico internacional o en los ordenamientos
nacionales una serie de derechos a las minorías. En este ámbito, la cuestión de consensuar a
qué clase de grupos se hace referencia con el término minoría adquiere, como ya se advirtió,
una importancia decisiva. Algunas veces, aunque no se reconozca explícitamente, la impresión
negativa que extraen algunos autores de la falta de consenso en la definición de minoría se
debe a que tienen presente las dificultades que supone aplicar las disposiciones normativas que
otorgan derechos a las minorías sin que se sepa exactamente cuáles son los grupos relevantes.
Sin embargo, estos problemas no hacen irrelevante la discusión sobre la importancia moral del
fenómeno de la minoridad o sobre la posibilidad de justificar moralmente los derechos de
grupo. En este ámbito, el disenso en el concepto de minoría puede ser positivo. Es más:
conocer los argumentos en favor y en contra de las distintas concepciones que se sostienen es
77
24
Hasta aquí se ha expuesto una de las objeciones al planteamiento que
habitualmente adoptan los análisis del problema de los derechos de las minorías.
Sobre la base de esta perspectiva se propondrá, en el tercer capítulo, una
determinada concepción de minoría justificando la elección de determinados
criterios. Pero antes todavía hay otra razón, si cabe más importante, para sostener la
inadecuación de aquel planteamiento común. Esta segunda objeción tiene que ver
con la noción de derechos colectivos que se maneja.
3.2. ¿Qué noción de derechos colectivos?
En el apartado anterior se ha tratado de mostrar que la inquietud acerca de
cómo las dificultades para lograr una definición satisfactoria de la noción de
minoría afectan a la cuestión de la resolución del problema de los derechos de los
grupos no es del todo fundada. El concepto de minoría puede categorizarse como
un concepto normativo de carácter controvertido. En este sentido, la
determinación de la clase de grupos a que se hace referencia con esta noción no es
ajena a alguna teoría concreta acerca de la necesidad de proteger a determinados
grupos. Ambas cuestiones están relacionadas por lo que, en principio, deberían
abordarse conjuntamente.
Ahora bien, los numerosos ensayos dedicados a elucidar la idea de minoría
formulando definiciones tentativas no son, por así decirlo, gratuitos, ni han estado
desvinculados del problema normativo de los derechos. Por el contrario, estos
enfoques están relacionados con la asunción implícita de una determinada
concepción de los derechos colectivos. Para percibir esta conexión conviene
recordar la ya indicada derivación de los análisis de la noción de minoría hacia una
preocupación más general por el fenómeno de los grupos y el origen de las
comunidades. Como se observó, este interés emergía básicamente porque casi
todas las nociones de minoría evocan algún tipo de unidad entre los miembros de
imprescindible para estar en disposición de evaluar las implicaciones que tienen, o debieran
tener, las convenciones y declaraciones de derechos de las minorías anteriormente
mencionadas.
25
un grupo que se hace depender de factores subjetivos. Recordemos que Fiss se
refería a los grupos como entidades con identidad propia y McDonald, entre otros
autores, apuntaba a la idea de concepciones compartidas como fundamento de la
conformación de la identidad colectiva. Sin embargo, estos elementos subjetivos
resultan abstractos y difíciles de precisar: no se sabe bien sobre qué deben versar
exactamente estas ideas compartidas o el grado en el que deben ser aceptadas.
Además, existen divergencias en torno a si la pertenencia individual al grupo se basa
en estas convicciones internas comunes o se trata sólo de un reconocimiento
externo basado en elementos objetivos visibles como puedan ser la raza o el
género. En definitiva, la impresión general que se extrae de este debate es que, si
bien sería absurdo negar la existencia de grupos o decir que se trata de mitos
inventados, cualquier intento de profundizar en su surgimiento o delimitar
fronteras precisas suele dar lugar a paradojas y termina resultando controvertido78.
No interesa de momento profundizar en la cuestión de la identidad de los
grupos sino, ante todo, llamar la atención sobre por qué la imprecisión anterior es
una fuente importante de escepticismo hacia la posibilidad de justificar los derechos
colectivos, como habitualmente se reitera79. Pues bien, el motivo es bastante
evidente si se advierte que la mayoría de autores ha entendido que los derechos son
colectivos porque se asignan a un sujeto colectivo con capacidad para ejercer la
78
Naturalmente, la atribución de personalidad jurídica a algunas asociaciones políticas
concretas, de forma paradigmática a los estados, contribuye a clarificar cuales son estos
criterios de pertenencia que conforman las bases de la unidad del grupo. Sin embargo, incluso
en estos casos se plantean problemas. La mayoría de estados han vivido procesos ya sea de
desintegración o de unificación que provocan el resurgimiento del interés por la cuestión del
origen de grupos o subgrupos y las bases de la pertenencia individual a los mismos. El proceso
actual de integración europea, que corre paralelo al cuestionamiento de la unidad de algunos
de los estados miembros, constituye buena prueba de ello. Sobre la cuestión del origen y
funcionamiento de los grupos, E. Baker, “The Eruption of the Group” en J. Stapleton (ed.)
Group Rights. Perspectives Since 1900, University of Bristol, Thoemmes Press, 1995.
79
Cfr., en este sentido, N. López Calera, ¿Hay derechos Colectivos? Individualidad y Socialidad
en la teoría de los derechos, Barcelona, Ariel, 2000, p. 114, donde este autor afirma que “uno de los
grandes problemas y retos teóricos en torno a esos posibles ‘derechos morales colectivos’ es
sobre todo la determinación de sus sujetos titulares”.
26
agencia moral80. Esto es, un derecho es colectivo sólo si su titularidad es colectiva,
si se adscribe al grupo como tal y no a cada uno de sus miembros individuales. El
énfasis en las cuestiones de identidad colectiva en las discusiones sobre derechos de
las minorías parece, entonces, enteramente apropiado. Si no se establecen criterios
que permitan demarcar razonablemente las fronteras de un grupo y los criterios de
pertenencia se corre el riesgo de incurrir en graves problemas de indeterminación
respecto del titular de los derechos. En concreto, los esfuerzos para precisar con
nitidez las propiedades relevantes de la noción de minoría, lejos de ser
independientes del concepto de derechos colectivos, han estado animados por una
idea muy concreta acerca de estos derechos.
Así pues, por lo común, los participantes en este debate han dado por sentado
que los derechos colectivos son derechos de titularidad colectiva que posee un
sujeto colectivo con intereses propios, y han tratando de fundamentarlos de forma
análoga a como tradicionalmente se justifican los derechos individuales. Muy
simplificadamente: los defensores de estos últimos derechos comienzan señalando
a la persona humana en tanto titular de ciertos bienes (vida, integridad física,
libertad, etc.). De estos bienes se predica un valor inherente o intrínseco tal que
justifica el interés individual en su respeto y protección mediante ciertas reglas. En
consecuencia, los derechos morales se confieren a los individuos como garantía
indispensable contra la violación de estos intereses, justificando, de este modo, la
imposición de una serie de deberes a los demás81. Los defensores de los derechos
80
Aunque el problema de la identidad de los grupos y el de la agencia moral efectiva son
distintos, ambas cuestiones están estrechamente relacionadas en las objeciones a los derechos
colectivos. Ello es así, principalmente, porque una de las fuentes del escepticismo hacia la
posibilidad de reconocer estos derechos es la creencia de que la dificultad para delimitar con
claridad quienes pertenecen a un grupo impide que podamos considerarlos agentes capaces de
ser titulares de derechos. Para un análisis clarificador sobre este punto en concreto, J. W.
Nickel, “Group Agency and Group Rights”, en W. Kymlicka, I. Saphiro (eds.), Ethnicity and
Group Rights, op. cit., pp. 235-5.
81
Al describir así este proceso de justificación soy consciente de que me estoy
decantando por una teoría concreta de la naturaleza de los derechos basada en el interés y no
en las teorías voluntaristas que ponen el acento en la elección. Brevemente, las razones de esta
opción son las siguientes: en general, las teorías voluntaristas presentan dificultades para
explicar el sentido en que habitualmente hablamos de derechos humanos. Por ejemplo,
27
colectivos proceden del mismo modo: tratan de esclarecer qué entienden por
“grupo” o “minoría”, enuncian una serie de intereses de estos grupos (típicamente,
el interés en la en la preservación cultural o en el mantenimiento de la identidad
colectiva), y argumentan que tales intereses son legítimos y conforman el substrato
de determinados derechos morales de titularidad colectiva. Por consiguiente, a
diferencia de los derechos individuales, el titular de los derechos colectivos es el
grupo y no sus miembros individualmente considerados. Así lo establece
McDonald al afirmar que
“With collective rights, a group is a rights-holder; hence, the group has standing in some
larger moral context in which the group acts as a right-holder in relation to various duty-bearers
or obligants.”82
O bien Michael Freeman:
“Collective human rights are rights the bearers of which are collectivities, which
are not reducible to, but consistent with individual human rights, and the basic
justification of which is the same as the basic justification of individual human rights.”83
parecen negar la posibilidad de hablar de derechos de ciertas personas como los niños o los
deficientes mentales al no estar cualificados como agentes con capacidad para elegir o para
ejercer por sí mismos estos derechos. Por otro lado, los teóricos voluntaristas suelen examinar
derechos institucionalizados, derechos jurídicos. Sin embargo, dado que los derechos operan
en otros campos normativos (típicamente, en el discurso moral y político), centrarse en los
derechos jurídicos puede conducir a hacer énfasis en su aplicación o cumplimiento como
condición de su existencia. De este modo, la cuestión de quién posee un derecho y la de quién
goza de los poderes normativos para implementarlo tienden a confluir. Los teóricos del
interés, en cambio, no suelen limitar el significado de los intereses al rol que los derechos
juegan en protegerlos. En general, van más allá del análisis hohfeldiano señalando que los
intereses justifican derechos y, a su vez, los derechos justifican deberes. No es que sólo se
tenga un derecho, como dijo memorablemente Hart, cuando uno es un soberano a pequeña escala
que controla el correspondiente deber de otro. Una versión de esta teoría de los derechos
basada en el interés es la que desarrolla Raz en The Morality of Freedom, op. cit., Parte III. Una
defensa de la teoría voluntarista aquí descartada se encuentra en W. Sumner, The Moral
Foundation of Rights, Oxford, Clarendon Press, 1987. Para mayor abundamiento sobre las
razones de la opción adoptada, N. McCormick “Los derechos de los niños: una prueba de
fuego para las teorías de los derechos”, Anuario de Filosofía del Derecho, 5, 1988, pp. 294-305.
82
M. McDonald, “Should Communities Have Rights? Reflections on Liberal
Individualism”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, op. cit., p. 220.
83
M. Freeman, “Are there Collective Human Rights?”, Political Studies, XLIII, 1995, p.
38.
28
Idéntico esquema justificatorio puede hallarse en un gran número de
trabajos84. Esta interpretación de los derechos colectivos, generalmente suscrita
tanto por defensores como por críticos, ha condicionado decisivamente el objeto
del debate. En concreto, éste ha derivado hacia una discusión entre colectivistas e
individualistas acerca de la reducibilidad o irreducibilidad de los intereses de la
comunidad a intereses individuales.
Así, quienes defienden los derechos colectivos mantienen la existencia de
intereses de los grupos que no son individualizables, es decir, reducibles o
trasladables a la suma de los intereses agregados de sus miembros. Sostienen, por
ejemplo, que cabe afirmar con sentido que un pueblo ha prosperado o dejado de
prosperar con independencia del interés concreto que tenga en el bienestar global
cada uno de sus miembros; o que el interés de las comunidades en la pervivencia de
sus caracteres hereditarios distintivos, ya sean lingüísticos, religiosos o de otro tipo,
no puede captarse adecuadamente si se reduce a una suma de intereses individuales
agregados. A partir de este razonamiento –al que me referiré como tesis de la no
reducibilidad o no trasladabilidad– autores como Garet, Jonhston o McDonald se
esfuerzan en mostrar que los derechos colectivos no pueden ocupar el espacio
conceptual de los derechos individuales85. Hay ciertos elementos o bienes –
observan– que únicamente los grupos pueden poseer: procesos de socialización,
estructuras de comunicación o, lo que suele denominarse, el bien de la
“communality”. Son los grupos quienes tienen intereses legítimos hacia esta clase
de bienes, por lo que su garantía mediante derechos debe atribuirse al grupo como
tal y no a sus miembros individuales. Por ello, si se afirma, supongamos, que el
pueblo asháninka tiene derecho a la autodeterminación, entonces este derecho es
84
A título de ejemplo, R. Garet, “Communality and Existence: The Rights of Groups”,
Southern California Law Review 56/5, 1983, pp. 1001-75; D. M. Johnston, “Native Rights as
Collective Rights: A Question of Group Self-Preservation”, en W. Kymlicka (ed.) The Rights of
Minority Cultures, op. cit., pp. 180-201; B. G. Ramcharan, “Individual, collective and group
rights: History, theory, practice and contemporary evolution”, International Journal on Group
Rights, vol. 1, 1993, pp. 27-43; J. A. Corlett, “The Problem of Collective Moral Rights”,
Canadian Journal of Law and Jurisprudence, op. cit.; pp. 237-54.
85
Consúltese cualquiera de los artículos recién mencionados.
29
algo más que la suma de derechos individuales a la libertad de asociación o a la
libertad de organizarse políticamente de los individuos asháninka86. El propósito de
los derechos colectivos es proteger intereses morales que no son meramente
individuales sino inherentes al grupo:
“A major aim of group rights is to protect interests which are not severable into
individual interests for the rights in question by providing a collective benefit.”87
Por lo general, esta justificación de la asignación de derechos a algunos grupos
–singularizados a partir de elementos como los antes señalados– va unida a la
aserción de su capacidad para la agencia moral. Así, Vernon Van Dyke –sin duda
uno de los autores pioneros en la defensa de los derechos de grupo88– argumenta
que las comunidades étnicas, al igual que estados o naciones, reúnen los criterios
suficientes para ser consideradas entidades titulares de derechos morales y no
meramente de derechos jurídicos como los que puedan tener las corporaciones u
otros grupos de interés:
“…I speak of a group or community as a collective entity, meaning that it
comprises one unit, one whole, with a collective right of its own –a right that cannot be
reduced to the rights of individuals.”89
86
Los asháninka son un pueblo de la Selva Central del Perú que hoy lucha por la
autogestión y organización política y por la supervivencia, tras haber sido víctimas de una
colonización histórica que ha causado la pérdida continuada de territorios y de una extrema
violencia en las últimas dos décadas por parte de las guerrillas Sendero Luminoso y del propio
ejército peruano.
87
M. McDonald, “Should Communities Have Rights? Reflections on Liberal
Individualism”, op. cit., p. 218.
88
En efecto, en la década de los 70 y principios de los 80 este autor publicó algunos
trabajos en los que pueden hallarse algunas de las ideas esenciales que hoy centran el debate en
torno a los derechos colectivos. En especial, su artículo “The Individual, the State and Ethnic
Communities in Political Theory” (originalmente publicado en World Politics 29/3, 1977, pp.
343-69, reimpreso en W. Kymlicka (ed.), The Rights of Minority Cultures, op. cit., pp. 31-56 ) es
una referencia ineludible para captar los matices de esta discusión. Del mismo autor,
“Collective Rights and Moral Rights: Problems in Liberal-Democratic Thought”, Journal of
Politics 44, pp. 21-40, 1982 (reimpreso en J. Stapleton (ed.) Group Rights. Perspectives Since 1900,
op. cit.) y Human Rights, Ethnicity and Discrimination, Westport, Greenwood Press 1985.
89
V. Van Dyke, Human Rights, Ethnicity and Discrimination, op. cit., p. 207.
30
“A major aim of group rights is to protect interests which are not severable into
individual interests for the rights in question are providing a collective benefit.”90
Asimismo, este autor reitera que estos derechos reflejan demandas morales
basadas en intereses que no son derivados de, ni reducibles a, intereses individuales.
Su análisis del derecho a la autodeterminación, en tanto “derecho moral de los
pueblos dependientes”, tiene por objeto ofrecer razones en favor de estas
aserciones91.
Podrían encontrarse otras formas semejantes de postular la tesis de la
irreducibilidad en los escritos de otros autores. Sin embargo, lo dicho es suficiente
para advertir que esta forma de fundamentar los derechos colectivos remite a
algunos de los dilemas filosóficos que conforman el núcleo de la disputa entre
comunitaristas y liberales. En particular, a cuestiones sustantivas complejas acerca
de la identidad de los grupos, su capacidad para la agencia moral o a la discusión en
torno a la relativa prioridad del individuo o de la comunidad. Ésta es la razón de
que, tal como se indicó al inicio de este trabajo, se haya asumido que los
argumentos que se ofrecen en favor o en contra de los derechos colectivos
dependen de la posición filosófica más general que uno adopte en el debate
comunitarismo versus liberalismo.
Así, respecto de la agencia moral, siendo ésta una pre-condición para ser
sujeto de derechos, los autores liberales se oponen a los derechos colectivos porque
consideran que su reconocimiento implica comprometerse con una ontología
dudosa. El argumento es simple: los derechos morales se adscriben a quienes tienen
ciertas capacidades; una colectividad no tiene mente ni puede deliberar
racionalmente, evaluar cursos de acción o actuar por sí misma, por lo que no
satisface las condiciones que requiere cualquier adscripción justificada de derechos
morales. Sólo los individuos pueden literalmente razonar, tener valores o tomar
90
V. Van Dyke, “Collective Entities and Moral Rights: Problems in Liberal-Democratic
thought”, op. cit., p. 181.
91
V. Van Dyke, “The Indivividual, the State, and Ethnic Communities in Political
Theory”, op. cit., pp. 43-5.
31
decisiones. Los hechos acerca de las decisiones y acciones de un grupo son
dependientes de los actos y comportamiento individuales. En este sentido, Carl
Wellman, por ejemplo, mantiene que incluso los grupos más organizados y activos
carecen de agencia y, por tanto, es imposible que puedan ser titulares de derechos92.
Charles Taylor describe elocuentemente la razón última de la poca credibilidad que
en la tradición filosófica atomista subyacente a las teorías liberales se otorga a la
idea de la agencia moral colectiva:
“To think that society consists of something else, over and above these individual
choices and actions, is to invoke some strange, mystical entiy, a ghostly spirit of the
collectivity, which no sober or respectable science can have any truck with. It is so
wander into the Hegelian mists where all travellers must end up lost forever to reason
and science.”93
Mantener la existencia de agencias morales colectivas tiene consecuencias para
la noción de interés que estaba en la base de los derechos colectivos.
Detengámonos por un momento, para explicar esta conexión, en la noción de
derechos que mantiene, entre otros autores, Raz como “grounds of duties in
others”94. Si sostenemos la idea de que un colectivo tiene intereses irreducibles o no
trasladables a los de sus miembros, debe admitirse la posibilidad de que éstos
tengan deberes hacia el grupo; pero, ¿qué querría decir esto exactamente? De una
parte, es perfectamente claro que quienes pertenecen a un grupo pueden tener
deberes hacia otros miembros del grupo; pero esto no es lo que parecen querer
resaltar quienes argumentan que los colectivos tienen intereses por sí mismos.
Justamente porque estos intereses son inherentes al grupo, no individualizables,
admitir la adscripción de derechos colectivos para su garantía implicaría aceptar que
los individuos miembros puedan tener deberes hacia el grupo como tal. En otras
palabras, el grupo podría tener derechos (por ejemplo, a la existencia o a la
92
C. Wellman, Real Rights, Oxford, Oxford University Press, 1995, p. 105 ss.
Ch. Taylor, “Irreducible Social Goods”, en Ch. Taylor, Philosophical Arguments, op. cit.,
pp. 129-30.
94
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., p. 167.
93
32
preservación de sus rituales, tradiciones o cualesquiera que fueran sus
características) frente a sus miembros. Podría darse el caso, entonces, de que
algunos de los miembros del grupo, la mayoría, e incluso todos ellos tuvieran
intereses contrapuestos a los del grupo. De nuevo, ¿qué podría sugerir una
afirmación de este tipo? A poco que se piense, articular coherentemente este
argumento y, por ende, la tesis de la irreducibilidad en que se origina parece
bastante complicado (a menos, claro está, que uno se adhiera a una metafísica un
tanto extraña, como la descrita por Taylor). Es por ello que la mayoría de filósofos
liberales consideran que la atribución de derechos morales a un colectivo se basa en
alguna suerte de error conceptual.
Nótese que en esta objeción liberal a los derechos colectivos es claramente
perceptible el vínculo tantas veces establecido entre el individualismo metodológico
y las teorías liberales de los derechos95. El individualismo mantiene que el individuo
es la unidad explicativa básica en las ciencias sociales. En tanto teoría, se asienta
firmemente en la tradición ontológica atomista según la cual siempre es posible dar
cuenta de acciones o estructuras sociales en términos individuales96. Para el
liberalismo, esta teoría es plausible porque todo colectivo, de la naturaleza que sea,
está compuesto por individuos y no a la inversa. Y, si bien es cierto que los
individuos son, a su vez, seres sociales, esta condición también se considera
explicable en términos de acciones y relaciones individuales. Para ser consecuentes
con esta línea de pensamiento, los liberales sólo pueden entender la alusión a
intereses colectivos como una forma de hablar metafórica. Siempre se trata, en
última instancia, de intereses derivados de una serie de intereses individuales. Son
los individuos, no los grupos, quienes tienen intereses y, por tanto, en sentido
estricto, sólo los individuos pueden tener derechos morales.
95
Sobre el individualismo metodológico como presupuesto normativo del liberalismo,
E. Rivera López, Presupuestos morales del liberalismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 1997, p. 27.
96
Ch. Taylor, “Cross-Purposes: The Liberal-Communitarian Debate”, op. cit., p. 181.
33
Amparándose en este razonamiento, anclado en una influyente tradición de
pensamiento, la categoría de los derechos colectivos se considera innecesaria o
redundante97. La siguiente observación de Mackie establece muy expresivamente
esta conexión entre liberalismo e individualismo metodológico que él mismo
suscribe:
“It may be asked whether this theory is individualist, perhaps too individualist. It
is indeed individualist in that individual persons are the primary bearers of rights, and
the sole bearers of fundamental rights, and one of its chief merits is that, unlike the
aggregate goal-based theories, it offers a persistent defence of some interests of each
individual.”98
No obstante, el vigor con que los liberales se oponen a los derechos colectivos
no se debe sólo a razones de carácter ontológico sino, como se desprende
implícitamente de la observación de Mackie, a las consecuencias indeseables que su
aceptación puede ocasionar desde un punto de vista político. Así, Narveson, entre
otros, ha advertido que, de aceptarse la idea de los derechos colectivos, el grupo
podría situarse por encima del individuo prevaleciendo los intereses o fines
colectivos frente a los individuales. Quienes creen en la libertad, añade este autor,
deberían rechazar de plano esta idea99. Por razones semejantes, Donnelly rechaza el
concepto de derechos humanos colectivos. Este autor sostiene que sólo los
individuos, en tanto seres humanos, tienen derechos humanos. En el área definida
por los derechos humanos el individuo tiene prioridad sobre los intereses sociales.
Donnelly admite que los individuos puedan tener deberes hacia la sociedad e
incluso que la sociedad pueda restringir legítimamente el ejercicio de algunos
derechos individuales pero, en estos casos, se trata de una ponderación entre
deberes y derechos individuales. Que en algunos casos excepcionales prime el bien
97
J. Narveson, “Collective Rights?”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, vol. IV, nº
2, 1991 p. 333; A. Gewirth, Human Rights: Essays on Justification and Applications, Chicago,
University of Chicago Press, 1982, o también M. Hartney, “Some Confusions Concerning
Collective Rights”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, vol. IV, nº 2, 1991, p. 219.
98
J. Mackie, “Can there be a Right-Based Moral Theory?”, en J. Waldron (ed.), Theories of
Rights, Oxford, Oxford University Press, 1984, pp. 168-79.
34
colectivo sobre el interés individual no significa que la sociedad o cualquier otro
grupo social tenga derechos humanos100. En suma, la inquietud que subyace a las
posiciones de estos autores es que, de admitirse la existencia de derechos
colectivos, se corre el peligro de sacralizar a los grupos sin un entendimiento claro
de por qué ello debe ser así, ni de dónde reside su valor moral independiente.
Esto último es especialmente importante. Como señala Michael Hartney,
incluso aunque ontológicamente pudiéramos establecer de forma concluyente que
la existencia del grupo precede a la de sus miembros individuales, todavía habría
que responder a la cuestión normativa de por qué debe atribuirse a los grupos un
valor moral intrínseco tal que justifique la vinculación mediante deberes a sus
miembros o bien a otros grupos101. Es verdad, admite este autor, que conceptos
como “bien”, “beneficio” o “interés”, suelen usarse con sentido respecto a un
objetivo asumido o hacia cualquier sistema teleológico. Esto es, de la misma forma
que decimos que una planta tiene interés en sobrevivir podemos decir que un grupo
tiene interés en la supervivencia. Incluso puede calificarse como “bueno” o
“positivo” que un grupo continúe existiendo o que su número de miembros se
incremente. Ahora bien, para Hartney, este tipo de enunciados carece de relevancia
moral102. Desde su punto de vista, cualquier valor atribuible a los grupos es siempre
un valor puramente instrumental a su contribución al bienestar individual concreto
de sus miembros. Hartney se refiere a esta tesis como “value-individualism”103. Se
trata de la misma idea que Raz expresa con el nombre de principio humanístico; la idea
de que “the explanation and justification of the goodness or badness of anything
99
J. Narveson, “Collective Rights?”, op. cit., p. 329.
J. Donnelly, Universal Human Rights in Theory and Practice, Ithaca, Cornell University
Press, 1989, pp. 9, 16, 19-21, 143-6.
101
M. Hartney, “Some Confusions Concerning Collective Rights”, op. cit., p. 299.
102
Ibid., p. 297.
103
Ibid., p. 299. También Kymlicka observa que una de las razones principales de la
oposición liberal a los derechos colectivos se basa en la vulneración de esta tesis, W. Kymlicka,
Liberalism, Community and Culture, Oxford, Clarendon Press, 1989, p. 140.
100
35
derives ultimately from its contribution, actual or possible, to human life and its
quality”104.
En resumen, aun si el holismo social fuera cierto, este principio liberal acerca
de lo moralmente valioso resultaría difícilmente conciliable con la justificación de
los derechos colectivos en base al valor moral intrínseco, per se, de algunos grupos.
El liberalismo, en este sentido, establece una clara precedencia del individuo frente
a la comunidad. Por esta razón, se asume que el margen de fundamentación de los
derechos colectivos está restringido a la defensa de una tradición filosófica como la
comunitarista. Veamos, brevemente, en qué sentido se presupone esta vinculación.
Como es sabido, uno de los temas recurrentes en la filosofía comunitarista ha
sido la crítica a la visión liberal de la persona. Autores como Sandel o McIntyre
tratan de refutar el individualismo abstracto propio del liberalismo de raíces
kantianas porque, desde su punto de vista, ignora la forma en la que el individuo
está situado en su comunidad o grupo e influenciado por sus relaciones y roles
sociales. En contraste con esta visión, la antropología comunitarista se construye
bajo el presupuesto de que el individuo no es previo a sus fines sino que está
constituido por ellos. Ciertamente, esta tesis admite muchos matices. Sin embargo,
en su versión fuerte, el comunitarismo llegaría a mantener que la verdadera
identidad personal está vinculada ineludiblemente a la pertenencia a la propia
comunidad. Por lo tanto, para quienes están de acuerdo con esta visión de la
naturaleza humana, presuponer la autonomía, la libertad individual, en el sentido
abstracto en que habitualmente conciben este principio los liberales, es erróneo.
Los individuos, más que ser agentes libres, capaces de formar y revisar sus
concepciones de la vida buena, están estrechamente determinados por su
pertenencia a comunidades históricas concretas.
Aunque expuestas de forma simplificada, es fácil observar que ambas
versiones del yo contrastan significativamente105. De la idea comunitarista de la
104
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., p. 194.
36
persona a la justificación de los derechos colectivos va un paso: si la formación de
la identidad personal depende esencialmente de la accesibilidad a ciertos grupos en
tanto contexto de formación de la identidad y de reconocimiento mutuo puede
afirmarse que, de algún modo, las comunidades tienen un valor intrínseco y cierta
primacía sobre el individuo. Desde esta óptica, los derechos colectivos se justifican
sobre la base de que la preservación de los caracteres particulares de los grupos en
que se desarrolla la identidad individual es una prioridad importante. Este
argumento subyace a la posición de autores como Johnston, Van Dyke o
McDonald, defensores del valor intrínseco de los grupos culturales y de la
irreducibilidad de los derechos colectivos a derechos individuales. En contraste con
la idea de “value-individualism”, o con el principio humanístico tal como lo
formula Raz, la justificación de la adscripción de derechos a los grupos se asentaría
en el principio opuesto, que algunos denominan “moral rights collectivism”106.
En suma, como puede apreciarse, de esta discusión se desprende que en el
debate sobre los derechos colectivos confluyen teorías sobre el valor, la identidad y
la agencia moral contrapuestas. La idea dominante de que un derecho es colectivo
porque pertenece a un sujeto colectivo cuyos intereses son irreducibles a los de sus
miembros, desemboca en una prolongación de un debate más general, entre
liberales y comunitaristas, donde los desacuerdos son profundos. Como resultado
de esta asociación (de ningún modo artificiosa, máxime si se considera que varios
de los autores que defienden los derechos colectivos lo hacen desde un enfoque
comunitarista que entienden opuesto al liberal) el discurso deriva hacia una
competición entre derechos colectivos y derechos individuales en términos de
valores absolutos o inconmensurables. Así, Marlies Galenkamp argumenta que, a
diferencia de los derechos humanos que son universales e individuales, los derechos
colectivos relacionados con la preservación de la identidad cultural tienden a tener
105
Una discusión detallada sobre este punto se halla en C. S. Nino, Etica y Derechos
Humanos. Un ensayo de fundamentación, op. cit., Cap. IV.
106
Así, J. A. Corlett, “The Problem of Collective Moral Rights”, op. cit., p. 242; también
M. Hartney, “Some Confusions Concerning Collective Rights”, op. cit., p. 297.
37
un carácter particularista, a diferenciar entre “nosotros” y “ellos”, a establecer, en
definitiva, exclusiones107. Sin embargo, como se mostrará en el capítulo siguiente,
ambas categorías de derechos no tienen por qué verse como opuestas en la forma
en que sugiere Galenkamp. Por último, adviértase que la disputa no es meramente
académica. De esta alegada incompatibilidad se siguen importantes consecuencias
para nuestra vida social y política. Fundamentalmente, que es imposible concebir de
forma coherente que los fundamentos de una sociedad puedan establecerse sobre la
base de ambas clases de derechos. Al igual que en el debate liberalismo versus
comunitarismo, la opción suele dibujarse entre un modelo de sociedad abierta,
cosmopolita, que reconoce los mismos derechos a todo individuo sin tomar en
cuenta los grupos a que éste pertenece y un modelo de sociedad basado en
derechos colectivos atribuidos a las comunidades, que parece sucumbir a la
nostalgia por las antiguas comunidades cerradas, asentadas sobre firmes valores
colectivos donde los individuos perpetúan roles y tradiciones inherentes a su
identidad; una visión de sociedad comunitarista, en definitiva, que muchos
consideran reacia a la modernidad, donde el grupo es más importante que los
individuos y que los liberales tachan de provincialista, involucionista y hasta
fundamentalista.
3.3. Objeciones adicionales al planteamiento estándar
En la sección precedente se ha expuesto una de las deficiencias de que adolece
el planteamiento común del tema objeto de análisis: la inadecuación de deslindar la
cuestión de definir minoría del problema de fondo al que sirve esta noción: el de la
justificación de la atribución de derechos a ciertos grupos. Aun así, hemos visto que
el interés por mostrar la existencia de grupos en tanto entidades colectivas está
estrechamente vinculado a la forma en la que se concibe la idea de derechos
colectivos. Pero, llegados a este punto, si el análisis realizado es correcto, la
conclusión a que se llega es suficientemente deplorable como para empezar a
107
M. Galenkamp, Individualism versus Collectivism. The Concept of Collective Rights,
38
cuestionar también la idoneidad de la forma estándar en que se conceptualizan los
derechos colectivos. Por supuesto, este argumento es puramente pragmático, no
dice nada acerca del mérito intrínseco de una u otra teoría sobre la identidad de
grupos e individuos y su estatus moral respectivo. La reflexión sobre estos dilemas
ha acaparado la atención de los más eminentes filósofos a lo largo de varios siglos y
no hay razón para pensar que no será así en los siguientes. No obstante,
contrariamente a lo que se desprende de las posiciones enfrentadas anteriores, no
es preciso pronunciarse sobre cuestiones ontológicas complejas acerca del mundo y
de la naturaleza humana para adoptar una posición respecto de las cuestiones que
plantea el reconocimiento de derechos a las minorías. No es sólo que los derechos
colectivos pueden conceptualizarse de forma menos controvertida sino que, en la
práctica, la oposición liberal a estos derechos es más política que metafísica.
Antes de pasar a desarrollar algunas formas más plausibles de entender la idea
de derechos colectivos en el siguiente capítulo, conviene exponer dos argumentos
dirigidos a efectuar una crítica externa, si se quiere, a la perspectiva estándar
expuesta. Esta crítica pretende mostrar que las ecuaciones comunitarismo-derechos
colectivos y liberalismo-derechos individuales –al menos en el sentido en que
acostumbran a trazarse– son escasamente útiles para dar cuenta de los problemas
normativos de fondo que plantea el debate acerca del multiculturalismo. Abundar
en los motivos que permiten cuestionar la utilidad del planteamiento en su
conjunto es particularmente importante debido a la influencia que éste ha ejercido y
sigue ejerciendo en la literatura sobre derechos colectivos.
La primera razón que induce a pensar que la aproximación al problema no es
la más apropiada nos la ofrece la propia evolución del debate liberalismo versus
comunitarismo que está en el trasfondo de las distintas posiciones frente a los
derechos colectivos. Como se señaló, al análisis de estos derechos subyace una
reconstrucción de ambas líneas de pensamiento como radicalmente opuestas entre
sí. La valoración de los derechos colectivos se hace depender estrechamente del
Rotterdam, Rotterdamse Filosofische Studies, 1993.
39
apoyo a una u otra teoría. Pero, en los últimos años, el panorama en la polémica
entre liberales y comunitaristas ha cambiado notablemente. Así, desde comienzos
de la década de los noventa se ha incrementado progresivamente el consenso
acerca del reduccionismo de los modelos sobre los que se discute por no ser
verdaderamente representativos de las teorías que mantienen la mayoría de autores
situados en uno u otro espectro de pensamiento108. En especial, abundan las
reservas sobre la adecuación del modo en que se ha interpretado la crítica
comunitarista al liberalismo. El comunitarismo, además, no es un cuerpo de
pensamiento que pueda ser definido de forma rígida. Para explicitar las razones de
esta percepción, la discusión sobre los derechos colectivos es particularmente útil.
En efecto, es sencillo abstraer de este debate las ideas que, al parecer, son más
controvertidas. Éstas serían la presuposición de la agencia moral colectiva,
vinculada a la tesis de la irreducibilidad, por un lado, y el problema de qué es lo que,
en última instancia, tiene valor moral (si el individuo o el grupo), por otro. Aunque
es evidente que se trata de cuestiones de carácter distinto –las dos primeras son de
naturaleza ontológica mientras que la última es normativa– todas ellas se agrupan
en dos conjuntos de visiones, la individualista y la colectivista. La alternativa que se
presenta es simple: o bien somos liberales (suscribimos el contenido del primer
modelo) o bien comunitaristas (suscribimos las tesis que los liberales rechazan,
tanto a nivel ontológico como normativo). Pues bien, es éste el tipo de enfoque en
descrédito. Fundamentalmente, porque desvirtúa ambas opciones y, de algún
modo, trivializa el sentido de la discusión. Las obras recientes de algunos de los
más influyentes críticos al liberalismo permiten corroborar esta impresión. Aunque
un análisis detenido de las nuevas aportaciones a la filosofía moral y política de
autores como Taylor, Walzer y Sandel supera los límites de este trabajo, la
exposición de algunos elementos centrales en sus teorías será suficiente para ilustrar
en qué se basa la objeción apuntada.
108
Sobre la referencia a los autores calificados como “comunitaristas”, véase supra p.
nota. En el otro polo se encontrarían filósofos como Rawls, Dworkin, Scanlon o Nagel.
40
Considérese, primero, el caso de Taylor, en cuyos escritos recientes se advierte
que su crítica al liberalismo no se centra en ninguno de los aspectos supuestamente
“comunitaristas” que aparecen en la discusión sobre derechos colectivos –al menos
en el sentido en que se interpretan en este contexto. Antes bien, su libro The Ethics
of Authenticity es una elocuente defensa de un modo de entender el individualismo
vinculado al ideal moral de autenticidad109. Un ideal al que, como se verá en la
segunda parte de este trabajo, Taylor apela por considerarlo firmemente anclado en
las fuentes de la tradición democrática liberal. Qué duda cabe de que este autor
arremete con fuerza contra una forma de individualismo predominante en las
sociedades modernas; un individualismo que asocia a egoísmo y fragmentación
social, a la carencia de horizontes morales distintos al propio bienestar y
prosperidad o al predominio masivo de la razón instrumental y del análisis costebeneficio como parámetro de éxito de los proyectos vitales del hombre y la mujer
modernos. Un individualismo, en definitiva, que no favorece el desarrollo ni la
valoración de otras virtudes y que conduce a lo que Taylor denomina “softrelativism”, esto es, un relativismo basado no en ninguna epistemología sofisticada
sobre la verdad, sino en un pseudopostulado moral de mutuo respeto del tipo
“todo el mundo es libre de tener sus valores y sobre ello no se puede discutir” o
“cada cual que haga lo que quiera mientras no moleste al vecino”.
Cualquiera que viva en una sociedad liberal moderna está familiarizado con
este tipo de mentalidad que, por supuesto, puede ser susceptible de crítica.
Precisamente éste es el propósito de Taylor: resaltar que el individualismo no es un
fenómeno inequívocamente positivo sino que tiene su lado oscuro, cuyas
consecuencias para la vida humana pueden ser deplorables (fragmentación,
aislamiento, tendencia a valorar la autorrealización personal en el campo
profesional en detrimento de relaciones sentimentales o de amistad, falta de
solidaridad, etc.). Pero la reflexión sobre lo que Taylor denomina “las enfermedades
109
Ch. Taylor, The Ethics of Authenticity, Cambridge, Mass., Harvard University Press,
1991.
41
de la modernidad” no es ningún rasgo puramente comunitarista110. En realidad, el
entusiasmo mostrado en los últimos años por el liberalismo de izquierdas hacia la
promoción de la participación en los diversos grupos y asociaciones que componen
la sociedad civil se origina en la toma de conciencia de la alienación social e
irresponsabilidad cívica que Taylor asocia a una cierta forma de entender el
liberalismo. Son muchas las voces que hoy insisten en que el compromiso
asociacionista provee una base fundamental para el florecimiento de virtudes
cívicas como la solidaridad esenciales para la estabilidad de las democracias
modernas, razón por la cual el estado debería fomentar la participación en esta clase
de grupos111.
Ahora bien, estas posturas escépticas frente a la consideración de que todo en
las sociedades liberales modernas es positivo o benigno, ¿requieren necesariamente
que nos convirtamos en acérrimos partidarios de la vuelta a las sociedades
jerárquicas tradicionales?, ¿es Taylor, entonces, un colectivista contrario al
liberalismo que considera que es más importante la comunidad que el individuo o
que deben suprimirse la libertad y los derechos individuales para promover una
especie de revolución cultural como la china? La respuesta es un no rotundo.
Taylor no piensa, por ejemplo, que los mecanismos impersonales asociados a la
modernidad nos encierren en una “iron cage”, en expresión weberiana. A diferencia
de lo que mantendrían algunas teorías fatalistas, para este autor nuestros márgenes
de libertad no son cero 112. La solución, sin embargo, no consiste en abandonar
110
Ibid., p. 1.
William Galston argumenta que determinadas virtudes, disposiciones y actitudes que
los ciudadanos responsables de una sociedad democrática deben tener poseer en Liberal
Purposes: Goods, Virtues, and Duties in the Liberal State, Cambridge, Cambridge University Press,
1991. Para una panorámica general sobre la relevancia e implicaciones para la doctrina liberal
del debate académico de los últimos años en torno a distintas teorías de la ciudadanía, W.
Kymlicka, W. Norman, “Citizenship in Culturally Diverse Societies: Issues, Contexts,
Concepts”, en W. Kymlicka, W. Norman (eds.) Citizenship in Diverse Societies, Oxford, Oxford
University Press, pp. 1-41.
112
Adviértase que tampoco es correcto caracterizar, como a menudo se hace, la filosofía
comunitarista en general como asociada al relativismo moral. Como se señaló al principio de
este trabajo, no se discutirán los enfoques relativistas de los derechos humanos. Sin embargo,
es interesante constatar que, en lo que concierne a Taylor, este autor enfatiza que puede
111
42
ideales como el de libertad individual sino en descubrir su auténtico sentido más
allá de estas formas narcisistas o autoindulgentes. En esta reflexión sobre el valor
de la libertad la tesis de Taylor enlaza con la tradición republicana que otorga un
peso más importante a las comunidades y asociaciones del que reconoce la
ortodoxia liberal actual. Aun así, el propio Rawls ha mantenido que el
republicanismo clásico no es incompatible con el liberalismo113.
La noción de libertad no se entiende sólo en términos negativos, sino como
participación activa en la vida social y en el autogobierno. En definitiva, si la
comunidad adquiere importancia es porque en la participación en los asuntos
públicos reside la verdadera dignidad y libertad del ciudadano. Ésta era la línea de
filósofos como Rousseau, Tocqueville o Hanna Arendt que Taylor, entre otros,
trata de recuperar en nuestros días114.
En lo que concierne a Walzer, la reflexión de fondo que cabe hacer es similar.
En su último libro, On Toleration115, este autor presenta una perspectiva sobre
distintos regímenes políticos históricos a la luz del mayor o menor cumplimiento
del ideal de tolerancia y sostiene que en las modernas democracias igualitaristas este
ideal requiere ciertos correctivos para facilitar la coexistencia entre grupos culturales
distintos. De nuevo, nada hace pensar que Walzer sea un filósofo reaccionario
contrario a los derechos humanos individuales116. Como en el caso de Taylor, uno
argumentarse con razones acerca de distintos ideales morales, lo cual “involves rejecting
subjectivism” y que estos argumentos “can make a difference”, en Ch. Taylor, The Ethics of
Authenticity, op. cit, p. 22.
113
J. Rawls, “The Priority of the Right and Ideas of the Good”, en S. Freeman (ed.), John
Rawls. Collected Papers, Mass., Cambridge, Harvard University Press, p. 469.
114
La articulación y defensa de una versión de esta tradición es una constante en la obra
de Taylor. Además de The Ethics of Authenticity, véase “Invoking Civil Society” y “The Politics
of Recognition” en Ch. Taylor, Philosophical Arguments, op. cit., pp. 204 y 225-30,
respectivamente.
115
M. Walzer, On Toleration, New Haven, Yale University Press, 1997.
116
De hecho, Walzer es coeditor de Dissent, una de las revistas más prestigiosas de la
izquierda norteamericana. Si se hace mención a este dato es porque, a menudo, se identifica
comunitarismo con conservadurismo y esta asociación de ideas tampoco es demasiado
afortunada. En realidad, el debate comunitarismo-liberalismo ha estado bastante circunscrito
al contexto social norteamericano que está en la mente de todos estos autores. Así, la
pretensión de revalorizar la importancia de los vínculos sociales se produce en un país
43
puede entender que este autor está interpretando qué es lo que requieren los
principios morales básicos que justifican estos derechos, más que propugnando una
vuelta a un tipo de comunidad incompatible con la democracia liberal moderna117.
En sus reflexiones, ambos filósofos proponen y defienden una imagen revisada del
ideal republicano o, por usar un término que está en boga, del “nacionalismo
cívico” que consideran necesario para la implementación de aquellos principios.
Ciertamente, este modelo se opone a una determinada concepción del liberalismo
pero no al liberalismo en sí118. Como observa Walzer, la crítica comunitarista al
extremadamente “individualista”, en el sentido más negativo que observaba Taylor, con
carencias tan importantes como la falta de un sistema de sanidad público que conducen a
situaciones de extremo desamparo. De ahí que se mantenga que el elevado grado de
solidaridad necesario para la implantación de un estado del bienestar requiere que el ciudadano
se identifique con la comunidad y con los asuntos públicos en un grado mucho más elevado
del que la teoría liberal ha venido presuponiendo hasta ahora.
117
Una conclusión parecida puede extraerse del libro más reciente de M. Sandel,
Democracy Discontent: America in Search of a Public Policy (Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1996). En esta obra Sandel defiende una versión del modelo republicano que contrasta
con la concepción del liberalismo predominante: una teoría centrada en los derechos y
vinculada a un ideal de neutralidad hacia los valores. La primera parte del libro presta atención
a la relevancia de esta concepción en la evolución del derecho constitucional norteamericano
mientras que la segunda muestra esta misma influencia en la política económica a lo largo de
los dos últimos siglos en Estados Unidos. Tras un examen minucioso de ambos ámbitos,
Sandel deplora la conceptualización actual de la política norteamericana (que considera
producto de la concepción liberal imperante) como una negociación entre distintos grupos de
interés en lugar de una auténtica deliberación sobre el valor intrínseco de estos intereses o de
las concepciones del bien que representan. Finalmente, este autor contrapone esta visión con
los ideales republicanos que considera predominantes en los albores del constitucionalismo,
tras la Guerra de la Independencia. En este sentido, su tesis estaría en la línea de filósofos
como P. Pettit (Republicanism: A Theory of Freedom and Government, Oxford, Oxford University
Press, 1997) o C. R. Sunstein (“The Enduring Legacy of Republicanism”, en S. E. Elkin y K.
E. Soltan (eds.), A New Constitutionalism: Designing Political Institutions for a Good Society (Chicago,
University of Chicago Press, 1993) que recientemente han ofrecido argumentos en favor de la
relevancia actual del legado de esta tradición.
118
Aunque esta cuestión se tratará más adelante en este trabajo, conviene avanzar
algunas ideas centrales: como se acaba de señalar, la doctrina liberal a que se oponen es la del
“liberalismo de la neutralidad” de la que Dworkin, Ackerman o Nozick son algunos de sus
máximos exponentes. Tanto Taylor como Sandel consideran, aunque por razones distintas,
que el énfasis de esta doctrina en los derechos individuales como triunfos frente a la mayoría
desincentiva la discusión sobre el valor y sobre los bienes públicos lo cual, a su vez,
menoscaba la importancia de la participación en las instituciones. Éstas ya no se identifican
con una función de garantía o promoción de alguna concepción compartida del bien común
sino que son puramente instrumentales a la garantía de las libertades individuales. La
capacidad del ciudadano consiste más en hacer valer sus derechos individuales que en
deliberar sobre cuestiones públicas de interés general. Lo que estos autores cuestionan es la
44
liberalismo es “like the pleating of trousers: transient but certain to return”119; esto
es, esta crítica no es más que un rasgo inconstante del liberalismo, aunque este
rasgo no sería tan recurrente si no se considerara atractivo. La versión del
comunitarismo que propone Walzer es, según su propia concepción, una versión
débil capaz de incorporarse a la política liberal en el seno de un modelo de social
democracia como el que suscribe este autor120.
En la segunda parte del trabajo se indagará con mayor detalle en las posiciones
de estos autores. Volviendo al punto principal que con esta escueta exposición de
ideas se pretendía destacar, la discusión entre individualismo y colectivismo es
bastante más compleja de lo que el debate sobre los derechos colectivos puedan
sugerir a primera vista. Si bien es cierto que existen diferencias genuinas entre
ambas teorías, muchos de los propósitos y valores últimos son comunes121. Con
respecto a los derechos colectivos, es interesante constatar que filósofos como
Taylor, Raz, Walzer o Kymlicka se han referido a derechos como el derecho al
autogobierno de los pueblos o el derecho a la lengua en estos términos (en el marco
de teorías más generales) sin que sea posible encasillar sus planteamientos en el
esquema conceptual predominante que hemos visto. Por otro lado, Sandel o
McIntyre ni siquiera aluden a estos derechos o, si lo hacen, es siempre de forma
colateral a sus teorías y sin detenerse en sus implicaciones conceptuales.
compatibilidad de este liberalismo con el grado de implicación y participación cívica que,
según ellos, requiere una auténtica democracia. Es verdad, por tanto, que existen diferencias
genuinas pero, aun así, puede afirmarse que la discusión se plantea dentro del liberalismo y que
se discute sobre ideales comunes. La posición de Walzer al respecto parte de un enfoque
distinto que conecta con su visión de la comunidad liberal como una asociación de
asociaciones. El sesgo comunitarista de su teoría, más que vincularse a la crítica a la
neutralidad liberal, se conecta con la revalorización del asociacionismo que constituye otro
foco importante de la discusión en la teoría política actual. Además de las referencias citadas
en supra, nota 69, M. Walzer, “The Civil Society Argument”, en C. Mouffe (ed.), Dimensions of
Radical Democracy: pluralism, citizenship and community, Routledge, 1992; infra, nota 76.
119
M. Walzer, “The Communitarian Critique o Liberalism”, Political Theory, vol. 18, nº 1,
1990, p. 6.
120
Ibid., p. 7.
121
Así lo reconoce el propio Taylor en “Cross-Purposes: The Liberal-Communitarian
Debate”, en Ch. Taylor, Philosophical Arguments, op. cit., pp. 181-203.
45
Hasta el momento se ha prestado atención a los aspectos normativos, ¿qué
puede decirse respecto de la discusión ontológica que conforma el otro pilar del
debate sobre los derechos colectivos? Sobre este punto, algunas consideraciones
breves serán suficientes para poner de manifiesto los malentendidos a que
conducen algunas asunciones respecto de la supuesta ontología “implícita” en estos
derechos:
Ya vimos que lo que hacía al individualismo metodológico de algún modo
autoevidente era el hecho de que las sociedades se componen de individuos.
Mantener que hay entidades colectivas que pueden ser sujetos de derechos morales
supone una personificación de los grupos cuanto menos difícil de probar. Los
liberales, en este sentido, se oponen a estos derechos aduciendo razones bastante
obvias como el hecho de que los grupos no piensan ni deciden sino que son sus
miembros quienes realizan estos actos. Desde esta perspectiva, los derechos
colectivos no son más que un expediente dudoso que, en última instancia, podría
servir para legitimar la dominación de unos miembros del grupo frente a otros.
Sin embargo, respecto de este punto, es fundamental aclarar que es difícil
encontrar algún filósofo de la política contemporáneo que defienda la agencia
moral colectiva en este sentido. Dicho esto, es cierto que el debate liberalismo
versus comunitarismo suele presentarse como una discusión donde están en juego
concepciones de la persona opuestas. Para recordar: mientras que los liberales se
basan en que el yo es previo a sus fines, los comunitaristas entienden que esta
antropología es sociológicamente naïve porque consideran el individuo no es previo
a sus fines sino está constituido por los mismos. La idea es que hay fines que no
escogemos sino que descubrimos, porque nos vienen dados por un determinado
contexto122. Aunque esta descripción no hace justicia a la complejidad de la
122
Esta tesis, que mantuvo en los años ochenta Sandel en Liberalism and The Limits of
Justice (op. cit., pp. 58 y 150) supuso, quizás, la crítica más relevante al liberalismo. De ser
aceptada, el peso que otorgan los liberales a la libertad de elegir y revisar nuestros fines estaría
injustificado. No obstante, esta idea adolece de una gran ambigüedad en los escritos de los
autores que la han defendido. Así, algunas veces se habla de un yo sólo parcialmente
constituido y, otras, de una verdadera identidad entre el yo y sus fines. En Liberalism,
46
discusión y a los múltiples matices que admiten estas tesis, en opinión de Taylor, las
posiciones de la mayoría de autores se encuentran hoy en algún punto entre los dos
extremos123. En el mismo sentido, Walzer subraya que ni la teoría liberal ni la
comunitarista requieren la adhesión a visiones radicales de la constitución del yo y
sostiene que, en la práctica, el desacuerdo en este punto no es tan amplio como se
sugiere:
“contemporary liberals are not commited to a presocial self, but only to a self
capable of reflecting critically on the values that have governed its socialization; and
communitarian critics, who are doing exactly that, can hardly go on to claim that
socialization is everything.”124
Como se tendrá ocasión de mostrar a lo largo del trabajo, muchos filósofos
liberales han aceptado que la interpretación más radical de la constitución de la
identidad como completamente asocial exagera nuestra habilidad para elegir entre
planes de vida al margen de los significados compartidos en una sociedad dada. Y,
si bien es cierto que la ontología concreta que se mantiene podrá informar la
asignación de un mayor o menor valor a la comunidad, nótese que esta discusión
no tiene nada que ver con la idea de entidad moral colectiva que suele atribuirse a
los comunitaristas125.
Community and Culture Kymlicka describe las diversas interpretaciones de esta tesis y se plantea
en qué medida supone una crítica a los presupuestos liberales. Este autor critica
convincentemente la plausibilidad, tanto desde el punto de vista teórico como práctico, de la
versión más radical del argumento comunitarista. Kymlicka concluye que, en su versión más
débil, la tesis comunitarista no constituye ninguna objeción al liberalismo, al basarse en una
comprensión errónea del significado de la libertad individual en la doctrina liberal. W.
Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., pp. 47-73. Sobre el argumento de Kymlicka,
infra capítulo 8.
123
Ch. Taylor, “Cross-Purposes: The Liberal-Communitarian Debate” en su libro
Philosophical Arguments, op. cit., p. 182.
124
M. Walzer, “The Communitarian Critique of Liberalism”, op. cit., p. 21.
125
Con ello no quiere sugerirse que la posición ontológica que se mantenga apoye la
defensa de algo. En este sentido, Taylor señala que la confusión entre los planos ontológico y
normativo ha sido uno de los puntos que mayor confusión ha creado en el debate
comunitarismo-liberalismo. Así, por ejemplo, mientras que la tesis principal del libro de Sandel
Liberalism and the Limits of Justice es de carácter ontológico, la mayoría de respuestas liberales a
su argumento fueron concebidas como un trabajo de defensa de alguna posición normativa
(Ibid., pp. 182-5). Sin embargo, no puede negarse que la ontología define opciones
47
Así, como se ha indicado, la idea de la agencia moral colectiva se conecta con
la de la existencia de intereses irreducibles: un interés siempre es de alguien; si los
intereses que fundamentan los derechos colectivos no son distribuibles entre los
miembros, deben ser intereses del grupo. Esta conclusión es la que induce a mayor
polémica. Parece bastante plausible dudar de la existencia de intereses irreducibles
cuyo titular es una entidad moral colectiva. Sin embargo, lo que, a mi juicio, tienen
en mente quienes, como Taylor o Raz, se refieren a determinados derechos como
“colectivos” es más bien un conjunto de intereses individuales agregados en bienes
no individualizables. Como se mantendrá en el siguiente capítulo, si esto se acepta,
la discusión no sólo se enriquece sino que invita a considerar la viabilidad de un
modo distinto de conceptualizar estos derechos.
La segunda razón en contra de la aproximación estándar al tema de los
derechos colectivos está relacionada con la anterior pero es, por decirlo de algún
modo, de carácter más bien pragmático. No obstante, se trata de un argumento que
apunta al problema tal vez más importante que presenta aquel enfoque: la discusión
conceptual se centra en las características formales de las demandas en lugar de
examinar los problemas sustantivos que conducen a su planteamiento. Dicho en
otras palabras: si con el debate sobre los derechos colectivos se pretende contribuir
a resolver las dificultades de convivencia entre grupos distintos que genera el
multiculturalismo –cuestión ésta que, no se olvide, dio origen al debate– la
discusión no puede zanjarse por desacuerdos relativos a la titularidad o ejercicio de
esta clase de derechos. Sobre todo, si tales discrepancias conceptuales abren las
puertas a una discusión (entre liberales y comunitaristas) que no representa la
naturaleza de las demandas que plantean la mayoría de grupos minoritarios en
sociedades multiculturales. Éste es un argumento que Kymlicka ha expuesto
recientemente de forma explícita pero que, en realidad, se intuye en todos los
significativas, aquellos modelos normativos que tiene sentido apoyar. Es decir, si mi posición
ontológica es radicalmente colectivista, considero que mi identidad está completamente
circunscrita a los fines, roles o valores del grupo en el que he nacido, difícilmente puedo
apoyar con coherencia un modelo normativo basado en el valor de la autonomía individual.
48
trabajos que este autor ha dedicado a elaborar una teoría de los derechos de las
minorías coherente con los principios liberales. Concretamente, en su artículo “The
New Debate over Minority Rights” Kymlicka observa que si bien (sobre todo,
antes de 1989) se asume que el debate sobre estos derechos es equivalente al debate
entre comunitaristas y liberales, éste es un marco desafortunado desde el que
analizar la naturaleza de las demandas que plantean los grupos minoritarios126. Así,
son pocas las minorías que en las sociedades liberales reivindican estos derechos
“to be protected from the forces of modernity unleashed”127. Esto es especialmente
cierto en el caso de minorías nacionales que, como Quebec, Flandes o Cataluña,
reclaman un estatus especial de autonomía no para transformarse en sociedades
comunitaristas cerradas, sino para alcanzar un grado de autogobierno que les
permita mantener sus instituciones culturales distintivas. En realidad, las estadísticas
en éstos y otros casos similares no muestran ninguna diferencia en cuanto al grado
de adhesión a los principios liberales básicos entre mayorías y minorías. La misma
conclusión es aplicable, según Kymlicka, al caso de las minorías étnicas. Con
algunas excepciones, la clase de políticas específicas que reivindican los grupos de
inmigrantes suelen dirigirse a lograr el reconocimiento institucional necesario para
facilitar la aceptación de sus prácticas culturales en la sociedad de acogida. De
nuevo, como se mencionó en la introducción a este trabajo, la esencia de estas
demandas se basa en la renegociación de los términos de la integración, más que en
la voluntad de recrear una sociedad antiliberal paralela. En suma, la analogía entre el
debate derechos individuales-derechos colectivos con el debate liberalismocomunitarismo (o individualismo-colectivismo) es errónea. No sólo porque se basa
en asunciones teóricas discutibles sino porque nos desvía de las cuestiones
normativas relevantes que plantea el fenómeno del multiculturalismo. Por esta
razón, Kymlicka no duda en sostener que, en nuestros días,
126
127
Incluido en W. Kymlicka, Politics in the Vernacular, op. cit.
Ibid.
49
“the overwhelming majority of debates about minority rights are not debates
between a liberal majority and communitarian minorities, but debates amongst liberals
about the meaning of liberalism. They are debates between individuals and groups
which endorse the basic liberal-democratic consensus, but which disagree about the
interpretation of these principles in multiethnic societies –in particular, they disagree
about the proper role of language, nationality, and ethnic identities within liberaldemocratic societies and institutions.”128
4.
Conclusión
El hecho de que las minorías expresen sus demandas en el lenguaje de los
derechos colectivos ha propiciado el interés por el análisis de los problemas
formales implícitos a la utilización de esta categoría. Sin embargo, en mi opinión,
Kymlicka está en lo cierto cuando subraya que lo relevante es el examen de los
fundamentos de tales demandas y del impacto que su reconocimiento supondría
para la teoría e instituciones liberales. Ésta es, en todo caso, una perspectiva más
sensible al marco real en el que se producen los conflictos y surgen las demandas.
Como se indicó al comienzo de este trabajo, el debate teórico sobre los derechos
colectivos parte de determinadas demandas que plantean los grupos en las
democracias liberales con niveles de diversidad cultural elevados.
Ahora bien, si algo parece evidente en la polémica conceptual sobre los
derechos colectivos de las minorías es que son los defensores de estos derechos
quienes insisten fervientemente en que se trata de derechos que pertenecen al
grupo y no a los individuos –de ahí, la concepción estándar de estos derechos a la
que se oponen los liberales. Como muestra, el fracaso en lograr que los recientes
convenios internacionales dirigidos a la protección de minorías reconozcan,
explícitamente, derechos de titularidad colectiva constituye uno de los motivos de
insatisfacción más frecuentemente reiterados en los análisis teóricos. Este énfasis
no es gratuito. Responde a la voluntad de remarcar que los catálogos más familiares
de derechos individuales reconocidos por las constituciones democráticas de la
128
Ibid.
50
mayoría de estados liberales son insuficientes para dar respuesta a tales demandas y,
por ende, para garantizar el pluralismo y la igualdad en las sociedades
multiculturales. Pero los defensores de los derechos colectivos se equivocan al
considerar que esta diferencia sólo puede resaltarse mediante la alusión al grupo
como agente colectivo titular de estos derechos. Es posible pensar en concepciones
alternativas a la idea dominante de derechos colectivos. Dado el enorme peso que
en la teoría y en la práctica se atribuye a esta distinción, el siguiente capítulo se
centra en explorar dos concepciones de los derechos colectivos bastante más
prometedoras. Ambas establecen criterios de distinción menos controvertidos entre
estos derechos y los derechos individuales. Tales criterios proporcionan un
fundamento esencial para captar más adecuadamente donde reside la singularidad
de las demandas que plantean las minorías. Además, permiten eludir las críticas más
importantes que los liberales oponían a la noción más común de los derechos
colectivos.
Antes, sin embargo, será preciso dar razones para descartar dos
estrategias previas que se basan en la negación de la necesidad de recurrir a la idea
de derechos y en la reducción de los derechos colectivos a derechos individuales
respectivamente.
51
CAPÍTULO II. ALGUNAS ESTRATEGIAS PARA REPLANTEAR EL
DEBATE. HACIA UNA NOCIÓN ALTERNATIVA DE DERECHOS
COLECTIVOS
1.
Introducción
El progresivo reconocimiento de que la perspectiva dominante en el debate
sobre los derechos de las minorías es incorrecta ha dado lugar a que se adopten
estrategias distintas para discutir la legitimidad de las demandas que están en juego
sin necesidad de adoptar premisas tan controvertidas como las discutidas en el
capítulo precedente. La primera de estas estrategias consiste, simplemente, en
reconducir las reivindicaciones que plantean las minorías al lenguaje de los derechos
individuales. La segunda implica una modificación del discurso más radical por
cuanto cuestiona la necesidad de emplear el lenguaje de los derechos. En este
capítulo se tratará de mostrar que ambas formas de superación de las dificultades
explicadas son inadecuadas. Se mantendrá que la vía que ofrece un mayor
rendimiento explicativo es la reformulación de la noción de derechos colectivos.
Sobre la base de esta idea, se propondrá una visión alternativa de estos derechos
que, sin necesidad de probar cuestiones metafísicas complejas, es capaz de dar
cuenta del substrato común inherente a las distintas demandas que plantean los
grupos. Esta visión se inspira en dos concepciones extraidas de la literatura reciente
sobre la protección de las minorías. Ambas definen estos derechos sobre la base de
criterios distintos a la naturaleza de su titular. De hecho, el titular es siempre el
individuo y son sus intereses individuales los que se valoran en última instancia. Por
esta razón, contribuyen a despejar algunos de los principales motivos que aducen
los liberales en su oposición a los derechos colectivos: el problema que supone el
reconocimiento de la agencia moral colectiva y la violación del principio
humanístico o value-individualism. La primera de estas concepciones define los
derechos como colectivos atendiendo a la naturaleza del bien protegido; la segunda,
considera que la categoría de derechos colectivos, específicamente aplicada a las
52
minorías, se caracteriza por una determinada racionalidad. Los derechos de las
minorías, según esta segunda propuesta, serían derechos especiales que poseen los
individuos en virtud de su pertenencia a grupos identitarios concretos. Ambas
concepciones no son en absoluto incompatibles. La distinta caracterización de los
derechos colectivos que realizan obedece, como se explicará, al distinto propósito
que anima la empresa conceptual.
2.
La innecesariedad de la noción de derechos colectivos
2.1. La estrategia reduccionista
Una línea argumental frecuentemente explorada para superar los problemas
que plantea la noción de derechos colectivos al uso es la siguiente: partiendo de que
la existencia de derechos morales de titularidad colectiva puede ser
consistentemente
rechazada
desde
cualquiera
de
las
doctrinas
liberales
(básicamente, porque el individuo es la fuente última de valor moral y ningún
grupo, comunidad o institución colectiva puede usurparle su autonomía), el
reconocimiento de derechos a las minorías es legítimo siempre y cuando tales
derechos se formulen como derechos individuales. Así, la representación especial
de un grupo en el parlamento o en cualquier otra institución política, aunque
jurídicamente se atribuya al grupo como tal, debe considerarse que está fundada en
el derecho individual de los ciudadanos a la participación política. Otro ejemplo: el
derecho exclusivo de los miembros de una tribu a pescar en determinadas aguas
puede expresarse institucionalizarse como un derecho de grupo, pero este derecho
es inteligible en la medida en que se dirige a proteger determinados intereses
individuales. Idéntico razonamiento puede aplicarse a los derechos lingüísticos de
un grupo, que pueden reducirse al derecho individual de cada persona a hablar su
propia lengua, etc. Esta perspectiva, por tanto, enfatiza la innecesariedad de dividir
analíticamente las demandas de derechos en dos categorías –individuales y
colectivas. Con ello, se da por sentado que la única unidad moral relevante es el
53
individuo y se relativiza la importancia del modo en el cual se conceptualizan las
demandas en la práctica.
Es interesante anotar que, en los últimos años, esta estrategia reduccionista ha
desmpeñado un papel crucial en el ámbito del derecho internacional, erigiéndose en
eficaz instrumento de consenso durante la gestación de las declaraciones y
convenios dirigidos a la protección de minorías. Como se indicó en la introducción
a este trabajo, raramente la formulación y atribución de estos derechos se realiza en
términos colectivos. Al objeto de vencer las reservas derivadas de las objeciones
anteriores, se opta por asignar los derechos a los individuos miembros del grupo
del que se trate. Significativamente, ésta es una tendencia que también se observa
en los escritos de algunos de los máximos exponentes del denominado
“nacionalismo liberal” 129. Así, cabe interpretar que autores como Tamir e incluso
Kymlicka siguen esta vía para evitar entrar en polémica con el comunitarismo, o
bien con el propósito de rehuir pronunciarse sobre los aspectos más formales
propios de la teoría del derecho. Ya en su libro Liberal Nationalism, Tamir
argumenta que el derecho a la autodeterminación puede entenderse como un
derecho individual de las personas que pertenecen a minorías nacionales130. Más
recientemente, en un artículo titulado “Against Collective Rights ”131 esta autora se
muestra partidaria de descartar el lenguaje de los derechos colectivos y hablar
únicamente en términos de derechos individuales132. Por su parte, Kymlicka opta
129
Las tesis que defienden los autores que suscriben esta corriente se analizarán
extensamente en la segunda parte del trabajo.
130
Y. Tamir, Liberal Nationalism, Princeton, Princeton University Press, 1993, pp. 6977. En el mismo sentido se pronuncia Walzer respecto del derecho a la soberanía política que,
aunuqe pertenece a los estados, “derive ultimately from the rights of individuals and from they
they take their force”; y añade: “States are neither organic wholes nor mystical unions”. M.
Walzer, Just and Unjust Wars, Basic Books, Harper Collins, 2ª ed., 1992, p. 53.
131
Incluido en C. Joppke, S. Lukes (eds.) Multicultural Questions, Oxford, Oxford
University Press, pp. 158-80.
132
Aunque no voy a detenerme aquí en los distintos motivos por los que Tamir se
manifiesta contraria a la idea de derechos colectivos, lo significativo es que, a lo largo de toda
su argumentación, también esta autora asume que sólo tiene sentido atribuir valor teórico a
estos derechos si se acepta la idea de titularidad colectiva. De ahí que su artículo se inicie con
algunas observaciones sociológicas en relación con los peligros que puede representar, para las
libertades individuales de los miembros más débiles, la asignación de derechos a los grupos.
54
por emplear una terminología distinta (“group-differentiated rights” o, más
recientemente, “special rights”), restando importancia a la forma, individual o
colectiva, en la cual se positivizan estos derechos133.
Probablemente, desde la perspectiva de quienes son partidarios de la previsión de
medidas para proteger a las minorías, el recurso a este mecanismo pueda considerarse
fructífero, cuanto menos en la medida en que ha hecho posible un avance sustancial en
esta materia a nivel internacional. Ahora bien, a mi modo de ver, la estrategia
reduccionista presenta deficiencias importantes que conducen a su fracaso en tanto
argumento teórico de peso. Fundamentalmente, porque puede inducir a creer que no
existe un problema de fondo, o que éste no es más que un mero pseudo-problema. Por
la siguiente razón: afirmar que todas las pretensiones que se reclaman en términos de
derechos colectivos pueden reconducirse a derechos individuales parece proveer un
argumento global para su justificación. Sería posible, entonces, que si el ejercicio
anterior prosperara terminara resultando contraproducente para los fines que los
propios liberales se proponen. Advirtiendo lo paradójico de esta situación, Bauböck
señala que, contrariamente a lo que suele pensarse, sólo si se acepta que las demandas de
las minorías son demandas de derechos colectivos puede argumentarse en favor de
establecer algún tipo de prioridad general de las libertades individuales:
“affirming the existence and potential justifiability of collective rights is thus not
necessarily a plea for their proliferation but may, on the contrary, provide better
arguments for constraints on such rights within an overall framework of equal individual
citizenship.”134
Asimismo, el debate sobre los derechos colectivos se enmarca en la polémica entre
individualistas y colectivistas, lo cual conduce a Tamir a mantener que, en tiempos de
transición hacia formas de vida que amenazan la cohesión social o los valores tradicionales,
quienes aceptan la noción de derechos colectivos no están de parte de los individuos que
participan de esta transformación, sino de la comunidad que busca formas de preservar su
existencia. Pero, por las razones apuntadas en el capítulo anterior, este enfoque no es el más
correcto. También en capítulos posteriores se mostrará que la idea de derechos colectivos no
tienen por qué ir ligada al conservadurismo.
133
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., capítulo 3. Al contrario que Tamir,
quien, en el artículo citado, critica a Kymlicka en este punto.
134
R. Bauböck, “Liberal Justifications for Ethnic Group Rights”, en C. Joppke, S. Lukes
(eds.), Multicultural Questions, op. cit., p. 138.
55
Como se verá, la tesis de la prevalencia de los derechos individuales sobre los
derechos colectivos goza de cierta aceptación en algún sector del liberalismo
igualitario. Por el momento, baste con poner de relieve que el argumento
reduccionista parece implicar que la única razón que asiste a los liberales en su
oposición a los derechos de las minorías es, por así decirlo, de segundo orden. Esto
es, hace referencia a la forma en la que se conceptualizan formalmente estos
derechos. Por tanto, alguien podría interpretar que, más que rechazar la legitimidad
de las demandas de las minorías, los liberales se oponen a su representación como
derechos colectivos. Sin embargo, una percepción del problema en estos términos
sería claramente errónea. Como podrá corroborarse a partir del capítulo quinto,
existen razones substantivas de peso que justifican la cautela mostrada por los
liberales a la hora de admitir el reconocimiento de derechos a las minorías.
2.2. Sobre la necesidad de la idea de derechos y el marco de “lo político”
Existe otra alternativa radicalmente diferente por la que podría optarse para
evitar hablar de derechos colectivos que, a primera vista, puede parecer
prometedora. Se trata de renunciar por completo a usar el lenguaje de los derechos
y decantarse por hablar de “intereses” de los distintos grupos que coexisten en
sociedades multiculturales y de posibles “políticas” para atenderlos o acomodarlos.
Como se recordará, a esta postura ya se aludió brevemente en la introducción. No
obstante, quizás sea conveniente abundar algo más en esta línea de pensamiento.
Sobre todo porque, de resultar convincente, el núcleo de esta propuesta supone una
objeción preliminar al punto de partida de la segunda parte del trabajo. Merece la
pena, pues, detenerse en exponer los argumentos principales que ofrecen quienes la
secundan y en clarificar las razones por las que se ha descartado.
Por lo general, quienes suscriben esta posición piensan que el lenguaje de los
derechos es demasiado intransigente y deja poco espacio para compromisos, por lo
que su uso podría resultar potencialmente contraproducente, contribuyendo a
agravar, más que a solventar, los conflictos sociales y políticos existentes en los
estados multiculturales. Previsiblemente, esto sucedería porque, cuando las
56
demandas se plantean en términos de derechos, se tiende a asumir que la respuesta
a las mismas no depende ni del diálogo o negociación con otros grupos ni de
consideraciones relativas al bien común. Por ello, con la esperanza de evitar las
poderosas implicaciones de la visión liberal de los derechos como triunfos sobre la
utilidad general, algunos autores prefieren hablar de “aspiraciones” que deberían
realizarse o hacerse efectivas a través de los mecanismos de deliberación y
negociación propios de las democracias.
Albert Calsamiglia es uno de los autores que recientemente se ha mostrado
partidario de esta idea. En un capítulo de su libro Cuestiones de Lealtad, este autor se
interroga acerca de si los derechos culturales son derechos constitucionales, para
terminar respondiendo en sentido negativo135. En consonancia con la reflexión
anterior, Calsamiglia señala que “el reino de los derechos es muy fuerte porque
vence a la mayoría” y que “el mundo de la resolución de conflictos no puede
reducirse al sistema de los derechos”136. Si bien es cierto que su trabajo se inicia
estableciendo una diferencia entre derechos jurídicos y derechos morales (a fin de
clarificar que su argumento se ciñe a la primera categoría137), este autor parece
sugerir que, en el fondo, sólo los derechos civiles y políticos son auténticos
derechos, esto es, susceptibles de ser invocados como vetos a la actuación de la
mayoría. Los derechos sociales y culturales deberían entenderse como aspiraciones
legítimas de determinados grupos cuya implementación debe dejarse al terreno de
135
“Los derechos culturales, ¿son derechos constitucionales?”, en A. Calsamiglia,
Cuestiones de Lealtad, Barcelona, Paidós, pp. 127-42.
136
Ibid., p. 129.
137
En efecto, en varios momentos de su argumentación, Calsamiglia parece dejar abierta
la posibilidad de que la tesis que mantiene sea criticable desde un punto de vista moral (Ibid.
pp. 130-1, nota 12). Ello supone que, desde la perspectiva de este autor, no todo derecho
moral debería ser reconocido como derecho jurídico; o, empleando sus propios términos, que
no toda aspiración legítima debería convertirse en un derecho jurídico. Sin embargo, en este
trabajo se ha partido del supuesto contrario. La idea, según se explicó en la introducción, es
que predicar la existencia de un derecho moral requiere apelar, no a cualquiera de nuestras
aspiraciones, sino a aquellas más urgentes, a necesidades básicas para el ser humano. Una vez
esto se considera justificado, contamos con una razón suficiente para exigir que los
ordenamientos jurídicos, en particular, las constituciones de los estados, incorporen estos
derechos. Recuérdese que la cuestión central que se está tratando de analizar es si los derechos
colectivos son derechos fundamentales en este sentido.
57
las políticas públicas y de la negociación –donde lo que se busca primariamente no
es dirimir quien tiene la razón, sino encontrar una salida consensuada al conflicto138.
Calsamiglia esgrime varias razones para justificar su posición:
En primer lugar, los denominados derechos sociales y culturales no serían
derechos strictu sensu porque, en la mayoría de ordenamientos jurídicos, no gozan de
las garantías propias de los derechos civiles y políticos individuales. Ciertamente, las
constituciones que, como la española, contienen disposiciones que incorporan
derechos sociales no suelen otorgar a estas normas el mismo carácter vinculante ni
la misma protección que se otorga a los derechos humanos clásicos. Se trata, más
bien, de enunciados programáticos que no obligan al estado más que de forma
indirecta. El legislador deberá tener en cuenta ciertas exigencias minimalistas pero,
más allá de esto, la lesión de los derechos sociales no puede ser invocada ante el
tribunal constitucional. En suma, los derechos sociales no son derechos subjetivos
públicos directamente enjuiciables o lo son en una medida muy reducida139.
Sin embargo, la constatación de estas diferencias estructurales entre distintas
categorías de derechos en el ámbito jurídico no puede aducirse como razón válida
en el ámbito normativo. En este plano, lo que está en discusión es, precisamente, si
a los derechos sociales y culturales debería otorgárseles el mismo grado de
protección e idénticas garantías a las conferidas a los derechos civiles y políticos. Es
más, el debate sobre la legitimidad moral de las aspiraciones de las minorías aparece
porque no es común que éstas se contemplen como derechos jurídicos140.
138
“Es importante tener en cuenta que en la discusión sobre los derechos se plantea
quien tiene razón, mientras que en los casos de aspiraciones legítimas el consenso es uno de
los objetivos a alcanzar”, Ibid., p. 136.
139
A mayor abundamiento, R. Alexy, “Derechos sociales fundamentales”, en M.
Carbonell, J. A. Cruz Parcero, R. Vázquez (comp.) Derechos sociales y derechos de las minorías,
UNAM, 2000, pp. 67-70.
140
Como se ha indicado, la reflexión de Calsamiglia se centra en los derechos jurídicos.
En el plano de la moral la distinción entre derechos y aspiraciones se diluye, puesto que un
derecho moral no es más que una aspiración legítima en el sentido fuerte antes indicado. Sin
embargo, el espíritu de la distinción anterior podría mantenerse estableciendo una distinción
entre la mayor o menor relevancia de las razones de fondo que podrían justificar las
aspiraciones morales. En este sentido, meras aspiraciones serían aquellas no basadas en el tipo
de intereses (suficientemente relevantes o prioritarios) en los que se fundamentan los derechos
58
En segundo lugar, respecto de la pregunta –más interesante a nuestros fines–
de si sería deseable que los derechos sociales y culturales estuvieran protegidos al
mismo nivel que los derechos individuales, Calsamiglia se inclina por rechazar esta
idea. Por dos motivos básicamente: por un lado, porque la efectividad y garantía de
estos derechos depende de una asignación de recursos económicos que, en
circunstancias de escasez, no sería exigible (y lo que caracteriza a un derecho
jurídico es esta exigibilidad frente al estado)141. Por otro lado, porque a medida en
que aumenta el número de derechos reconocidos se incrementan las posibilidades
de conflicto. Con ello, los individuos sufren una pérdida significativa en términos
de seguridad jurídica, puesto que sus derechos no pueden reconocérseles de forma
absoluta142. Dicho en otras palabras, si se reconocieran derechos colectivos en la
misma forma en que se han reconocido los derechos individuales ocurriría que
tendríamos muchos derechos en el mismo plano pero, al no poder garantizarse
todos ellos, perderíamos la seguridad en las reglas de juego característica del estado
de derecho. Además, señala Calsamiglia, deberían tomarse decisiones acerca de las
prioridades relativas, bien por parte del legislador, bien por parte de los jueces. En
el primero de los casos, se desvirtuaría la idea de derechos como límite a sus
políticas. En el segundo, se produciría un aumento sustancial de competencias del
poder judicial que podría ir en detrimento de la voluntad mayoritaria puesto que
“las políticas públicas no deben ser el monopolio del feudo judicial” 143. Por estas
razones, según este autor, incorporar a los catálogos constitucionales los derechos
sociales y culturales podría incidir negativamente en la confianza de los individuos
en la protección universal y absoluta que se asocia a este tipo de garantía jurídica.
Es importante tener en cuenta que una tesis como la que defiende este autor a
menudo se enmarca en una denuncia más general de lo que algunos consideran un
morales. Por supuesto, qué sea o qué no sea un interés “suficientemente relevante” es algo que
debe ser sometido a discusión.
141
Ibid. p. 136.
142
Ibid. p. 139.
143
Ibid. p. 142.
59
uso abusivo del lenguaje de los derechos. Esta crítica se fundamenta en dos
argumentos que conviene distinguir:
El primero es que la extensión del número de derechos es producto de la
trivialización y puede conducir a socavar los pilares de la democracia. El propio
Calsamiglia inicia su escrito observando que, debido a la tendencia a expresar cualquier
interés que individuos y grupos tienen en estos términos, nos hallamos ante una
verdadera inflación de derechos que hace que este lenguaje pierda su fuerza y
significación originarias144. En el mismo sentido, a Francisco Laporta le parece razonable
suponer que multiplicar la nómina de derechos humanos redundará en menor fuerza en
tanto exigencia moral o jurídica y que, si dicha fuerza pretende continuar predicándose,
la lista de estos derechos ha de ser limitada 145. En Rights Talk. The Empoverishment of
Political Discourse, Mary Ann Glendon resume el argumento como sigue:
“A rapidly expanding catalog of rights – extending to trees, animals, smokers,
nonsmokers, consumers, and so on - not only multiplies the occasions for collisions, but
it risks trivializing core democratic values. A tendency to frame nearly every social
controversy in terms of a clash of rights (...) impedes compromise, mutual
understanding, and the discovery of common ground (...) promotes unrealistic
expectations and ignores both social costs and the rights of others.”146
A tenor de la primera parte del juicio de Glendon, cabe concluir que la visión
crítica hacia la expansión de los catálogos de derechos humanos está estrechamente
ligada a la impresión de que los intereses o bienes que aspiran a ser protegidos a
través de nuevos derechos son menos importantes o no tan valiosos como los que
subyacen a los derechos humanos ya reconocidos (básicamente, los derechos civiles
y políticos). Y, ciertamente, los trabajos de Calsamiglia y Laporta dejan traslucir esta
idea147 que, por otro lado, cuenta con manifestaciones específicas en la doctrina
144
Ibid. p. 128.
F. Laporta, “Sobre el concepto de derechos humanos”, op. cit., p. 23.
146
M. A. Glendon, Rights Talk. The Impoverishment of Political Discourse, New York, Free
Press, 1991, xi.
147
Calsamiglia explícitamente (Ibid. p. 139) y Laporta más bien de forma implícita: al
exponer a lo largo de su artículo las condiciones estrictas bajo las cuales puede hablarse con
propiedad de derechos humanos (con referencia a bienes o intereses de especial valor), este
autor pretende advertir de la trivialización de su sentido inmersa en las sucesivas generaciones
145
60
constitucionalista actual148. No obstante, una percepción del fundamento de la
crítica a la ampliación de derechos como vinculada exclusivamente al grado de
valor de los bienes que éstos protegen ofrecería una visión algo sesgada de su
alcance.
En efecto, como se desprende de la última parte de la cita reproducida, esta
crítica tiene un segunda vertiente que cabe contemplar en un espíritu más
comunitarista, en el marco de la objeción general que se plantea a las teorías
liberales de los derechos de raíz kantiana. En síntesis, la idea consiste en que
reclamar el propio derecho nos lleva a distanciarnos de los demás; supone anunciar,
parafraseando a Waldron, “el inicio de las hostilidades”149. Situar el énfasis en los
derechos implica inhibir otros discursos alternativos, como el discurso de la
responsabilidad o de las virtudes cívicas, encaminados a sentar las bases de una
sociedad civil donde las relaciones humanas se sostengan sobre lazos de afecto,
respeto, tolerancia o buena fe, mucho más firmes y hasta más loables desde un
punto de vista ético150. Éste puede considerarse –¿por qué no?-
un ideal
perfectamente noble. Aplicado al tema que nos ocupa, el argumento iría en el
siguiente sentido: si disponemos de foros democráticos donde plantear y tratar de
resolver los problemas sociales, ¿por qué no confiar en ellos?, ¿por qué fundar
nuestras relaciones humanas en una institución impersonal como los derechos que
suele establecer barreras entre los defensores de demandas en conflicto?
de derechos. Por otro lado, ambos autores emplean un término, el de “inflación” que, a
diferencia de “ampliación” o “extensión” tiene connotaciones claramente negativas.
148
Así, su influencia puede verse reflejada, por ejemplo, en la objeción a la ampliación de
derechos –mediante interpretaciones extensivas– a partir de las claúsulas normativas más
abstractas contenidas en las constituciones. Un análisis crítico de esta objeción puede
encontrarse en V. Ferreres, Justicia Constitucional y Democracia, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 1997, pp. 126-32. En el mismo sentido cabe interpretar la mencionada
tendencia a priorizar o garantizar de forma mucho más estricta los derechos civiles y políticos.
149
J. Waldron, “When Justice Replaces Affection: the need for rights”, en sus Liberal
Rights, op. cit., p. 373.
150
Éste es el argumento central del libro de Glendon al que se ha hecho referencia. La
misma orientación comunitarista propia de la corriente del republicanismo cívico puede
apreciarse en el artículo de A. Etzioni, “Too many rights, too few responsibilities” en M.
Walzer (ed.) Toward a Global Civil Society, Oxford, Berghahn, 1995, pp. 99-105.
61
En suma, respecto de las demandas de las minorías, la crítica anterior, en
cualquiera de sus distintas versiones, nos llevaría a sostener que su planteamiento
en términos de derechos es equivocado. Los denominados “derechos colectivos”
no constituirían más que aspiraciones cuya satisfacción puede caer dentro del
ámbito de lo políticamente permisible, pero no de lo que está prescrito o es
moralmente obligatorio. Si bien los estados pueden adoptar tales esquemas por
razones prudenciales, no deberían proclamarlos públicamente como derechos ni
integrarlos en sus constituciones. El problema del multiculturalismo se situaría, en
el terreno de la democracia, donde todas las partes deben necesariamente ser
flexibles y ceder en sus posiciones a fin de lograr acuerdos políticos capaces de
generar paz y estabilidad social.
Sin embargo, a mi modo de ver, cada uno de los argumentos que sustentan
esta tesis es susceptible de ser respondido de forma que los presupuestos que
subyacen al planteamiento de este trabajo recobren su plausibilidad. Si bien no
ignoro que la plena articulación de esta respuesta requeriría una reflexión más
profunda, en lo que sigue, trataré de delinear los que serían sus pilares
fundamentales.
a) En primer lugar, por lo que respecta a la cuestión del abuso de la noción de
derechos, mantener que la inclusión de los derechos colectivos en los catálogos de
derechos humanos supone trivializar el sentido de este lenguaje requiere, ante todo,
precisar en qué sentido ello es así. Es decir, esta idea requiere clarificar de qué
forma se infringen las reglas con base a las cuáles se considera justificado emplear
esta terminología. Sin embargo, es bastante común dar por supuesto que los
denominados derechos de segunda y tercera generación están basados en
consideraciones “menos urgentes” o en bienes y necesidades “no tan importantes”
desde un punto de vista moral como para formar parte de la categoría de derechos
humanos. En ocasiones, este presupuesto parece justificarse en argumentos de
carácter pragmático. Por ejemplo, en reflexiones que apuntan a que todavía hoy
constituye una tarea vital la erradicación de tratamientos opresivos en las
62
sociedades democráticas y que los derechos humanos individuales están lejos de ser
protegidos a nivel universal. Ahora bien, esta consideración parece sugerir que
deberíamos pensar en nuestra capacidad de preocupación moral como en una
capacidad limitada, de modo tal que intensificar nuestro interés por temas como el
medio ambiente, las culturas minoritarias o el bienestar de los animales conduce a
disminuir el interés por los derechos individuales. Aunque no es posible adentrarse
en desarrollar las objeciones a esta percepción, a mi juicio, autores como Peter
Singer están en lo correcto cuando afirman que la visión subyacente a esta imagen
de la ética dista mucho de ser autoevidente y que, por el contrario, interesarse por
estas otras cuestiones más bien constituye un síntoma de cierto progreso moral151.
Por otro lado, algunos de los autores que rechazan los derechos colectivos
argumentan que el grado de acuerdo sobre el valor de la clase de intereses o
necesidades que subyacen a estos derechos es muy débil si lo comparamos con el
consenso existente en torno a los derechos individuales152. Tampoco cabe duda de
que esto es cierto. Pero, precisamente por este motivo, lo que activistas y teóricos
se proponen es contribuir, por medio de la argumentación, a subsanar este déficit,
anticipando lo que podría llegar a conformar el núcleo de un nuevo consenso –
quizás aún no imaginado– acerca de los derechos. Esta apreciación conduce a
plantear una objeción de principio al argumento anterior:
Debe tenerse en cuenta que afirmar que existen determinadas convenciones
que gobiernan el alcance de los principios de la justicia o de los derechos no quiere
decir que dicho alcance haya sido plenamente establecido de una vez por todas. Así,
toda formulación convencional de los mismos debe asumirse como provisional, en
el sentido de que no agota las posibilidades de una revisión de su fundamento que
151
Para Singer la pregunta de “¿cómo es posible que alguien pierda el tiempo
preocupándose por la igualdad para los animales, cuando hay tantos seres humanos a quienes
se les niega una auténtica igualdad” refleja un difundido prejuicio que no es distinto al que
llevaba a los esclavistas blancos a no tomar en serio los intereses de los negros. P. Singer, Ética
Práctica, Barcelona, Ariel, 1984, pp. 68-9.
152
Así, A. Calsamiglia, “Los derechos culturales ¿son derechos constitucionales?”, op. cit.,
p. ; M. A. Glendon, Rights Talk. The Empoverishment of Political Discourse, op. cit., p. 16.
63
justifique la inclusión de nuevos supuestos previamente excluidos. Éste es un
ejercicio (el del disentimiento frente a la interpretación predominante de un
derecho o de un principio) que, aunque aparezca como una contradicción
performativa, constituye la única forma de exponer los límites que los acuerdos
vigentes imponen a la realización del potencial de universalidad que se predica de
las normas morales153. Pues bien, omitir hablar de derechos en el tema que nos
ocupa significaría obviar las razones por las cuales se apela a dicho lenguaje,
distorsionando la naturaleza de las demandas y de los argumentos concebidos en
estos términos. Como se subrayó al principio del trabajo, por regla general, hablar
de derechos colectivos no es una mera façon de parler. Empleando este lenguaje se
aspira a enfatizar que la legitimidad moral de la clase de intereses a que se hace
referencia se fundamenta en razones y principios análogos a los que se apela para
justificar la legitimidad de los derechos individuales154. Según sus defensores, los
derechos colectivos, al igual que otros derechos humanos típicos, constituirían una
forma más de reconocer la dignidad de las personas individuales y su potencial para
autodeterminarse y ser libres, por lo que su reconocimiento supondría nuevos
límites al ejercicio discrecional del poder estatal. Por consiguiente, a los fines del
análisis teórico, cabe presumir que el término “derechos” se usa en sentido estricto
y no de forma arbitraria: entendiendo que éstos son la base de deberes morales que
indican qué es aquello que la justicia requiere, y no la mera conveniencia,
deseabilidad, u oportunidad política de realizar determinadas acciones.
A partir de esta premisa, lo que se impone es analizar si, efectivamente, existen
razones para admitir una ampliación de nuestros esquemas normativos inclusiva de
153
Ésta es la idea que subyace a la distinción realizada por Dworkin entre concepto y
concepción. Aunque podamos tener algunos casos paradigmáticos de trato desigualitario que
contradicen el principio de igualdad, discrepamos cuando se producen situaciones
controvertidas sobre las cuales nuestras actuales convenciones no dicen nada o aconsejan
acciones que, a algunos, les parecen inconsistentes con el principio general. Como resultado de
la discusión, tendremos un nuevo paradigma sobre el significado del valor o principio que está
en juego. A mayor abundamiento, R. Dworkin, Taking Rights Seriously, op. cit., pp. 132-7.
64
consideraciones hasta ahora negadas u omitidas por la convención. El propósito de
la segunda parte de este trabajo es exponer y evaluar los distintos argumentos que
presentan quienes suscriben la tesis anterior. A mi entender, sólo en el caso de que
ninguno de estos argumentos resulte convincente será razonable pensar en los
intereses o aspiraciones en cuestión como en si se tratase de intereses secundarios,
planteando el problema que nos ocupa de un modo distinto.
b) En segundo lugar, en lo concerniente al problema del conflicto de
derechos, parece claro que el potencial de conflictividad aumenta a medida en que
se reconocen más derechos. Ello –se dice– convierte en vanas nuestras expectativas
de que éstos sean garantizados o protegidos de forma absoluta. Nótese que éste es
un argumento que atañe especialmente al ámbito de la protección jurídica (a los
problemas que plantea la positivización de un número elevado de derechos
morales) y que, en todo caso, no se trata de un problema que afecte únicamente de
los derechos colectivos, sino también a los individuales. Dicho esto, responder a
esta objeción requiere determinar si la idea de protección absoluta forma parte del
concepto de derechos humanos y, en su caso, cuál es el significado que cabe
atribuir a esta característica. La literatura
indica que ambas cuestiones son
extremadamente polémicas. Como ha mostrado Waldron, concepciones de los
derechos al uso como la de Raz no proveen fundamento alguno que justifique una
confianza excesiva en la posibilidad de una protección absoluta de los mismos. A
diferencia de una visión como la de Nozick, o de la teoría utilitarista, es altamente
improbable que una idea de los derechos basada en intereses consiga evitar el
potencial conflictivo de estos intereses entre si155. Por la misma razón, Laporta
154
Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., en especial, cap. 1 y 5; exclusivamente sobre
este punto, D. Réaume, L. Green “Second-Class Rights? Principle and Compromise in the
Charter”, Dalhouise Law Journal, 13, 1990, p. 564 ss.
155
J. Waldron, “Rights in Conflict”, Ethics 99, 1989, pp. 507-9. Según Waldron, una
teoría como la de Nozick logra eludir el problema del conflicto de derechos pero al precio de
entender que los derechos deberían pensarse sólo como side-constraints (en tanto límites a las
acciones que cualquier agente puede realizar moralmente). En este sentido, los derechos no
sólo tendrían un carácter esencialmente negativo, sino que existiría una severa limitación en
65
considera implausible afirmar tajantemente el carácter de absolutos de los derechos
humanos, sosteniendo que se trata de derechos “prima facie”156.
Ahora bien, ¿significa esto que los derechos dejan de ser triunfos frente al
bien común? En otros términos: si se admite que los derechos entran en conflicto,
¿no estamos reabriendo las puertas al cálculo utilitarista que habíamos intentado
desplazar asumiendo una noción fuerte, como la dworkiniana, de derechos? No
necesariamente:
“There are differences between the trade-offs involved in utilitarian theory and
the sort of trade-offs that might be adopted as a solution to conflicts of rights. The
worry that some of us have about the calculus of utility is not so such that individual
interests are traded off against one another: That, as we have seen, may be inevitable (no
matter how it is characterized). The worry is that, in the utilitarian calculus, important
individual interests may end up being traded off against considerations which are
intrinsically less important and which have the weight that they do in the calculus only
because of the numbers involved. For example, a minority’s interest in political freedom
may be traded off against the satisfaction of the desires of a majority to be free from
discomfort and irritation.”157
Como se desprende de esta reflexión de Waldron, aun en caso de conflicto de
derechos, cabe mantener que su resolución es posible por medio de criterios
distintos al cálculo utilitarista. Waldron desarrolla este argumento a partir de su
conocida versión de los derechos como generadores de sucesivas “olas de deberes”.
Según este autor, el que la realización global de los deberes no siempre resulte
posible y deba optarse por promover alguno de ellos mediante un balance de
razones no autoriza a concluir que se esté sacrificando un derecho en concreto o
que éste, sencillamente, desaparezca158. Lo relevante es que, una vez nos situamos
en el ámbito de los derechos, la ponderación de razones para decidir en favor de
determinado criterio de preferencia o equilibrio no podrá tener en cuenta lo que
cuanto a la clase de preocupaciones morales capaces de ser articuladas en el marco nozickiano
(Ibid., pp. 503-4)
156
F. Laporta, “Sobre el Concepto de Derechos Humanos”, op. cit., p. 40.
157
Ibid., p. 509.
66
Dworkin denomina “preferencias externas”, ya que hablamos de derechos,
precisamente, para corregir los defectos del utilitarismo159. Por tanto, si
determinadas demandas de las minorías se justifican como derechos, la adopción de
medidas para satisfacerlos no podrá depender de la simple conveniencia de la
voluntad mayoritaria en un momento determinado160.
Asumir la posibilidad de conflictos de derechos tiene repercusiones en cuanto
al modo en que cabe interpretar el carácter absoluto que habitualmente se predica
de los derechos humanos. La idea es la siguiente: una teoría de los derechos
singulariza determinados intereses a cuya promoción debe otorgarse una
precedencia cualitativa no sólo sobre el bien común (o sobre el cálculo social de
intereses agregados) sino sobre otras consideraciones morales no basadas en
derechos. Es en este sentido que los derechos son “absolutos”: porque constituyen
requerimientos o exigencias morales últimas respecto de otro tipo de razones ya
sean morales, prudenciales o jurídicas. Ello significa que si entran en conflicto unas
con otras las demandas morales basadas en derechos se superponen a las demás,
desplazándolas161. Por supuesto, más allá de esta regla general, esta visión genera
dudas enormemente complejas en torno a los criterios a aplicar en caso de que
colisionen dos derechos entre si (o bien dos concepciones del mismo derecho). Por
ejemplo, cabe interrogarse por el peso que debería atribuirse a la ponderación de
circunstancias en cada caso concreto, o bien sobre si es posible defender, ex ante, la
primacía de algún criterio de precedencia general de determinado derecho o clase
158
Ibid., pp. 509-12.
Véase el desarrollo de este argumento de Dworkin en “Rights as Trumps”, en J.
Waldron (ed.) Theories of Rights, Oxford, Oxford University Press, 1984, pp. 153-68.
160
En cambio, Calsamiglia, al pensar que tales demandas no constituyen auténticos
derechos, consideraría estos argumentos admisibles. Así, este autor sostiene que la percepción
de que las mayorías imponen siempre sus criterios a las minorías sin establecer ninguna
política de consenso es, en términos generales, exagerada. Desatender sistemáticamente las
peticiones de las minorías, sin que estas se reflejen en las políticas públicas, tiene
consecuencias negativas para el propio sistema, por lo que es relativamente probable que los
distintos puntos de vista tiendan a equilibrarse y que, en definitiva, las minorías no resulten
siempre perdedoras. Pero este tipo de argumento prudencial sería inadmisible si nos hallamos
ante un conflicto de derechos.
161
F. Laporta, “Sobre el concepto de derechos humanos”, op. cit., p. 39.
159
67
de derechos. Es bien sabido que hay autores que, como Isaiah Berlin, argumentan
que existen genuinos dilemas morales, irresolubles mediante la deliberación
racional, por lo que no siempre será razonable presumir la conmensurabilidad de
los valores que se protegen mediante los derechos.
El estudio de la articulación concreta de las alternativas enunciadas supera los
límites de este trabajo. Aún así, teniendo en cuenta que esta problemática se agrava
en la medida en que aumenta el número de derechos reconocidos, podría pensarse
que lo ideal sería renunciar de antemano a esta ampliación. Sin embargo, creo que
es preciso no sucumbir ante esta tentación. De una parte, porque el carácter
puramente pragmático del argumento lo convierte en débil. En el fondo,
cederíamos ante el temor al reconocimiento progresivo de más y más derechos
sobre la base de un argumento como el de la pendiente resbaladiza que presupone
limitaciones en nuestra capacidad de discernimiento y argumentación morales que,
sea lo que fuere que cada uno piense, no es posible probar ex ante. De otra, porque,
desde una perspectiva teórica, parece más honesto reconocer la complejidad
inherente a los temas que se analizan que tratar eludirla, incluso si ignoramos el
camino a seguir o carecemos de los instrumentos conceptuales para enfrentar los
nuevos dilemas emergentes162.
c) Una tercera objeción que se plantea a los derechos culturales tiene que ver
con la dimensión prestacional inherente a los mismos. Algunos autores argumentan
que, puesto que asegurar la protección de tales derechos depende de la asignación
de unos recursos que, en el mundo real, son limitados, la decisión sobre qué
medidas adoptar debería recaer en el parlamento. En rigor, por tanto, sería
incorrecto hablar de derechos porque nos hallamos en el ámbito de las políticas
públicas. Ésta es un crítica igualmente relevante para evaluar la idea de derechos
sociales: si “deber implica poder”, es absurdo formular como deberes con
162
Reflexiones en éste sentido, aunque a propósito de problemas distintos, pueden
encontrarse en I. Berlin “Dos conceptos de Libertad”, en I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la
libertad, Madrid, Alianza, 1988, pp. 242-3, B. Williams “Conflicts of Values”, en B. Williams,
68
pretensión de universalidad exigencias cuyo cumplimiento puede resultar imposible.
Frente a este razonamiento podrían oponerse las siguientes consideraciones:
Ante todo, este argumento presupone la idea, en modo alguno pacífica, de que
es posible trazar una división clara entre derechos positivos y negativos. En algún
sentido, todos los derechos –también los derechos civiles y políticos tradicionales–
incorporan una dimensión prestacional163. Incluso bajo una visión de los derechos
como vinculados, única y exclusivamente, a un deber general de no interferencia en
la libertad de los demás, garantizar el cumplimiento de este deber de omisión
requiere emprender acciones positivas que, inevitablemente, conllevarán gastos. Es
más, como observa Réaume, es difícil establecer, a priori, que el coste que supone
mantener la clase de bienes privados asociados a los derechos individuales es
inferior al de los bienes públicos que pretenden protegerse a través de los derechos
colectivos. Así, según esta autora, el interés que los individuos manifiestan en el
disfrute del tipo de bienes en los que piensan algunos proponentes de los derechos
colectivos como Raz,
provee
una
razón
significativa
para
participar
espontáneamente en su producción164. En esta misma línea, Waldron sostiene que
muchos de los derechos de primera generación requieren el mantenimiento de
instituciones que plantean demandas muy costosas para los escasos recursos de que
dispone cualquier sociedad. Sin ir más lejos, nadie consideraría que el derecho de
voto, por ejemplo, se asegura a través de la simple libertad negativa de señalar con
un cruz el nombre de nuestro candidato o partido político preferido cuando y
como lo deseemos: “To demand the right to vote”, escribe Waldron, “is to demand
that there be a political system in which the exercise of that power is rendered
effective along with its similar exercise by millions of other individuals”165. Por
Moral Luck. Philosophical Papers 1973-1980, Cambridge University Press, 1981; J. Waldron en
“Rights in Conflict”, op. cit., pp. 508-9.
163
Ibid., p. 511.
164
D. Réaume, “Individuals, Groups, and Rights to Public Goods”, University of Toronto
Law Journal, 38, 1988.
165
J. Waldron, “Liberal Rights: Two Sides of the Coin”, en sus Liberal Rights, op. cit., p.
24.
69
contraste, algunos derechos sociales, como el derecho de huelga, incorporan un
contenido prestacional mínimo166
En suma, cualquier sistema de derechos exigirá una inversión de recursos para
protegerlos de forma efectiva. En parte, ésta es la razón por la que cabe desconfiar
de las objeciones que apuntan a la impracticabilidad de algunos de estos sistemas,
en particular, de los que incluyen los derechos sociales y culturales. Pero, además,
porque la alegada imposibilidad de proteger efectivamente estos nuevos derechos a
menudo presupone que el sistema de distribución de la riqueza existente es
inalterable. Este punto es fundamental porque permite cuestionar la pertinencia de
responder que “no hay recursos suficientes” a demandas de derechos como, por
ejemplo, a la vivienda, a la salud, a un subsidio mínimo que asegure cierto nivel de
bienestar, a la protección de la propia lengua, etc. Así, ¿qué se sigue de esta
respuesta?: ¿que deberíamos abandonar nuestras pretensiones o, por el contrario,
que deberíamos repensar la justicia de los términos en los que se plantea la
redistribución de recursos sociales a fin de garantizarlas? A mi juicio, hay motivos
suficientes para desechar la primera alternativa. No sólo porque inhibe o relega de
antemano a la utopía a determinados discursos (aquellos que tratan de articular el
fundamento moral de estas demandas), sino porque puede producir efectos
perversos. Especialmente, si con ello se quiere dar a entender que la existencia de
problemas como los señalados se deben a la fatalidad y que, como máximo,
podemos apelar a la caridad o a la generosidad para paliar los “desastres” que
acarrea la insuficiencia de recursos materiales. Lo cierto es, como sugiere Judith N.
Shklar en The Faces of Injustice, que la línea que separa la injusticia de la mala fortuna
es extremadamente sutil y que ni siquiera resulta obvio que los infortunios (o los
hechos que “la mano del hombre” no ha contribuido a causar, como las catástrofes
naturales) nos eximan del deber de compensar los daños y prevenir su recurrencia
166
L. Prieto Sanchís, “Los derechos sociales y el principio de igualdad”, en M. Carbonell,
Juan A. Cruz Parcero, R. Vázquez (comp.), Derechos sociales y derechos de las minorías, México,
UNAM, 2000, p. 22.
70
futura 167. En cualquier caso, conviene insistir en que la defensa de los derechos
humanos sociales y culturales constituye un reto importante para nuestras
concepciones sobre la distribución de la riqueza, tanto en el ámbito doméstico
como en el global, que no debe pasar inadvertido. Desde esta perspectiva, cabe la
posibilidad que Waldron plantea de que
“the ought of human rights is being frustrated, not by the can’t of impracticability,
but usually by the shan’t of selfishness and greed.”168
Aun si se admite la pertinencia de este argumento, alguien podría replicar que,
por circunstancial que se considere, la escasez relativa de recursos es un hecho –
más que eso, es una circunstancia de la justicia 169– y no permite garantizar un
catálogo de derechos humanos demasiado extenso. Sin embargo, las consecuencias
que cabe extraer de este argumento no son evidentes y su ulterior desarrollo admite
diversos matices.
En efecto, considérese el siguiente caso: es dudoso que el gobierno
sudafricano, por ejemplo, disponga de recursos suficientes para garantizar los
derechos humanos jurídicamente reconocidos a los ciudadanos de este estado.
Pero, ¿es éste un argumento en contra de la existencia o de la universalidad de los
167
J. N. Shklar, The Faces of Injustice, New Haven, Yale University Press, 1990 (en
especial, el segundo capítulo “Misfortune and Injustice”, pp. 51-82).
168
Respecto de las implicaciones de los derechos humanos socio-económicos al nivel
internacional, Waldron observa que “To refute the claim that economic security is a human
right, it is not enough to show that states like Somalia and Bangladesh cannot make this
provision for their citizens. (...) Just as civil and political rights call in question imperial and
geopolitical structures that sustain tyranny and oppression, so economic rights call in question
the present global distribution of resources”, J. Waldron, “Liberal Rights: Two Sides of the
Coin”, op. cit., p. 25. En la linea de Waldron, Thomas Pogge argumenta que la elección sobre
las reglas básicas de la economía tiene un tremendo impacto en las vidas humanas y que
nuestro sistema económico global produce inmensas bolsas de pobreza, malnutrición y
hambre. Para Pogge, nos hallamos no sólo ante personas pobres sino ante víctimas de un
esquema institucional. T. W. Pogge, “Cosmopolitanism and Sovereignty”, Ethics 103, 1992, p.
56.
169
Así lo establece Rawls cuando observa que una sociedad donde todos puedan
conseguir el máximo bienestar, donde no haya demandas conflictivas y las necesidades de
todos estén satisfechas es una sociedad que ha eliminado las ocasiones en que se hace
necesario recurrir a los principios del derecho y la justicia. J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit., p.
319.
71
derechos humanos? Entiendo que una respuesta afirmativa chocaría con nuestras
intuiciones al respecto: del hecho de que exista un grado más o menos inevitable de
criminalidad (o de pobreza, o de discriminación, o de humillación) no se deriva que
no existan derechos a la seguridad (o a un sistema de redistribución de la riqueza, o
a la igualdad, o al honor)170. Por otra parte, las dificultades derivadas de la escasez
de recursos para salvaguardar adecuadamente determinados derechos sólo se
manifiestan una vez se toman en cuenta todas las demandas de derechos en
conjunto y no tanto aisladamente171. Así, es muy posible que Sudáfrica disponga de
los recursos necesarios para garantizar el derecho a la vida y a la seguridad de todos
los residentes en Johannesburg. Pese a ello, esta ciudad se considera hoy una de las
más peligrosas e inseguras del mundo. Este problema surge porque el gobierno
sudafricano también debe tratar de garantizar otros derechos aparte de los
mencionados. Una vez se enfoca de este modo, cabe sostener que lo que exige la
incapacidad de cumplir, a la vez, con todos los deberes derivados de cualquier
combinación de derechos que se asuma no es la reducción del número de derechos
sino el desarrollo de teorías más complejas. Es decir, más que considerar que
determinados intereses no deberían defenderse en términos de derechos,
necesitamos argumentos más sofisticados, capaces de iluminar la necesidad
constante de ponderar, evaluar y equilibrar las circunstancias que están en juego,
establecer prioridades o reconciliar los distintos derechos. Esta idea guarda un claro
parentesco con el argumento anterior respecto del problema del conflicto de
derechos:
170
Como subraya Laporta, la existencia de los derechos es previa a la institucionalización
de mecanismos de protección. En sus palabras: “no es que tengamos ‘derecho a X’ porque se
nos atribuya una acción o se nos reconozca una pretensión con respecto a X, sino que se nos
atribuye tal acción y se nos reconoce tal pretensión porque tenemos o podríamos tener derecho
a X”, F. Laporta “Sobre el concepto de derechos humanos”, op. cit., p. 28.
171
En este sentido, Waldron señala que, tomados aisladamente, cada uno de los
derechos satisface el test de practicabilidad, por lo que no son los deberes en cada caso
individual los que resultan imposibles de cumplir, sino el conjunto de todos ellos. J. Waldron,
“Rights in Conflict”, op. cit., p. 507.
72
Ciertamente, reducir el número de derechos significa emplear menos recursos
y, quizás, prevenir que determinadas expectativas se vean frustradas. Pero, de
nuevo, de esto no se infiere que podamos decidir, ex ante, sin evaluar las razones de
fondo, que sólo determinados intereses (los que informan los derechos civiles y
políticos, por ejemplo) sean moralmente relevantes o deban tener precedencia
sobre otros (por ejemplo, los que subyacen a la idea de derechos culturales y socioeconómicos). De hecho, en relación con estas últimas demandas, hay autores que
argumentan que el acceso a determinado nivel de bienestar económico o a
determinada cultura son pre-condiciones del pleno ejercicio de los derechos
individuales. Así, Waldron mantiene que la pobreza interfiere gravemente en el
desarrollo de los derechos políticos que otorga la ciudadanía172, y que si una
persona no tiene hogar no es auténticamente libre173. Respecto de los derechos
culturales, como veremos, autores como Kymlicka o Raz sostienen tesis similares.
En definitiva, sin entrar, por ahora, en los fundamentos de estas tesis, la existencia
de esta línea argumental sugiere que no debemos apresurarnos a establecer
precedencias prima facie, evaluando los derechos de tercera y cuarta generación
como si se tratara de productos de lujo propios de sociedades democráticas
altamente desarrolladas.
d) Una cuarta objeción está conectada con la crítica general que realiza el
republicanismo, así como determinados sectores del comunitarismo, a la
preeminencia de los derechos en el discurso liberal. Respecto de esta crítica seré
muy breve. De un lado, porque, como es sabido, en los últimos tiempos ha
despertado simpatías varias entre algunos autores liberales (lo cual sugiere que,
172
J. Waldron, “Social Citizenship and Welfare”, en Liberal Rights, op. cit., pp. 287-90.
J. Waldron, “Homelessness and freedom”, en Liberal Rights, op. cit., pp. 309-39.
Ciertamente, el argumento no es nuevo. Waldron recurre a filósofos como Platón y Aristóteles
para defender sus tesis. Asimismo, en contraste con las preocupaciones espirituales
medievales, Descartes consideraba en su Discurso sobre el método que la preservación de la salud
era, sin duda, el principal de los bienes porque podía conducir a la liberación humana en la
tierra –en lugar de centrar la existencia en la salvación del alma– por lo que decidió dedicar el
resto de su vida a la investigación médica (anécdota comentada en M. Walzer, Thick and Thin.
Moral Argument at Home and Abroad, Notre Dame: University of Notre Dame Press, p. 30).
173
73
posiblemente, no existe una oposición absoluta entre estas corrientes de
pensamiento, al menos respecto de este tema concreto), pero explicar las razones
de esta adhesión remitiría a cuestiones demasiado complejas para ser abordadas en
este breve espacio. De otro lado, en la medida en que esta crítica atañe al
planteamiento de cualquier problema social en términos de derechos, no afecta
únicamente al problema que aquí se está tratando. Pese a ello, valga el siguiente
comentario:
En términos generales, la mayoría de filósofos suscribiría la idea básica de que
no deberíamos pensar en la justicia ni en los derechos como los vínculos primarios
constitutivos de nuestras relaciones sociales, reemplazando al afecto, al respeto, a la
generosidad u a otras virtudes. Sin embargo, si la crítica anterior lo que presupone
es que deberíamos asumir que tales virtudes existen, de forma tal que no
necesitamos una institución como los derechos en la que depositar nuestra
confianza, entonces, nos hallamos ante una idea profundamente naïve. Los derechos
son imprescindibles para mitigar los efectos negativos derivados de la obviedad –
aún para quien la suponga contingente– de que las sociedades humanas no son
sociedades de ángeles. Las relaciones entre las personas y entre los grupos pueden
fracasar y, en este caso, es preciso disponer de garantías adicionales a la confianza
en la buena fe, el altruismo o demás virtudes ajenas. Los derechos nos aseguran
que, aún en la situación desdichada en que no existan otras bases sobre las que
sustentar nuestras relaciones con los demás, los acuerdos que se lograrán serán
justos. En palabras de Waldron, la justicia y los derechos no reemplazan los afectos
pero, si éstos son inexistentes, permiten sustituirlos por las responsabilidades174.
Esta aseveración conduce a una ulterior reflexión: en todas las sociedades, también
174
J. Waldron, “When Justice Replaces Affection: the Need for Rights”, en Liberal Rights,
op. cit., pp. 370-391. Waldron desarrolla este argumento a partir de la disputa entre Kant y
Hegel acerca de la naturaleza del contrato matrimonial, optando por una vía intermedia a las
posiciones de ambos. Este autor recurre a un drama clásico –Romeo y Julieta – para ilustrar
porqué los derechos, sin ser la base más deseable de la acción social, son absolutamente
necesarios para que las personas podamos desprendernos de nuestros afectos hacia la
comunidad y adoptar nuevas iniciativas.
74
en las democráticas, el lenguaje de los derechos constituye un instrumento
educacional de conformación de la realidad que no debe menospreciarse. Los
derechos son uno de los escasos instrumentos sociales de los que disponemos para
generar consciencia de la situación de opresión en que viven algunas personas o
grupos, de ahí su función emancipadora. Éste es el espíritu común a toda la
tradición liberal que, en mi opinión, conviene seguir manteniendo175.
En conclusión, la mera preocupación por el aumento del número de derechos
moral o jurídicamente reconocidos no constituye un argumento válido para limitar
el alcance de la reflexión moral o para frenar el proceso de ampliación de los
catálogos ya existentes. Por las razones anteriores, si es posible mostrar la
relevancia moral de determinados intereses humanos hasta ahora menospreciados,
ya sea en la cultura o en un estado que garantice determinada cuota de bienestar,
contamos con razones suficientes para considerar que estamos ante derechos
merecedores de ser protegidos. Por lo que respecta a los derechos culturales, los
argumentos de la segunda parte de este trabajo permitirán ratificar la adecuación del
enfoque defendido.
3.
Dos concepciones de derechos colectivos
Los argumentos anteriores sugieren que la mejor estrategia superadora de las
objeciones expuestas en el capítulo anterior consiste en dilucidar las posibilidades
de lograr un consenso sobre un concepto de derechos colectivos menos
controvertido. En este apartado se examinan dos concepciones más plausibles de
estos derechos. La primera se basa en la noción de Raz. La segunda concepción
parte de la forma en la que Kymlicka concibe formalmente el tipo de medidas que
su teoría de los derechos de las minorías trata de justificar. Como se ha apuntado,
ambas
nociones
no
son
excluyente
sino
que
contienen
propiedades
complementarias.
175
Sobre la función emancipatoria de los derechos, N. Bobbio, El tiempo de los derechos,
Madrid, op. cit.
75
3.1. Derechos colectivos como derechos a bienes públicos
Ésta es la concepción de derechos colectivos que mantiene Raz en su obra The
Morality of Freedom176. Como se indicó, ésta es una de las escasas obras de teoría
política general que incluye una referencia expresa a esta clase de derechos. Aunque
en su planteamiento Raz no está pensando, específicamente, en la problemática
relativa a los derechos de las minorías, su idea de derechos colectivos permite dar
cuenta de los elementos que informan el tipo de demandas que habitualmente
plantean estos grupos. Para la comprensión del alcance de esta concepción de
derechos colectivos es preciso recordar la noción general de derechos que mantiene
este autor y explicar brevemente algunas de las ideas centrales de su pensamiento
que la justifican.
Según Raz, X tiene un derecho
“if and only if X can have rights, and, other things being equal, an aspect of X’s
well being (his or her interest) is a suficient reason for holding other person(s) under a
duty.”177
Como puede apreciarse, esta definición pone el acento en los intereses en
bienes importantes para el bienestar individual (well-being) como base de los
derechos. Además, enfatiza la idea de que los derechos no son correlativos a los
deberes, sino que los fundamentan, con lo que deja cabida a la tesis de que no
necesariamente todo deber deriva de un derecho. Se trata, por consiguiente, de una
noción en la que destaca el aspecto dinámico de los derechos, su capacidad para
generar deberes.
Por lo que respecta a los rasgos generales de su pensamiento, Raz es un liberal
perfeccionista, lo cual va a determinar cuáles de entre los intereses humanos son
suficientemente importantes para fundamentar derechos. Así, en su teoría, el
respeto a la libertad se basa en la creencia acerca del rol constitutivo que este ideal
ocupa en la búsqueda de la vida buena que conduce al bienestar individual. Pero su
176
177
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., pp. 207-9.
Ibid., p. 166.
76
perfeccionismo influye en que la idea de bienestar no sea una idea abstracta, vacía
de contenido, o puramente subjetivista; antes bien, la justificación última de la
libertad y de los derechos se basa en una concepción concreta de lo que “bienestar”
significa. Como subraya Avishai Margalit, Raz no es un filósofo de la vida sino de la
vida buena:
“Raz’s philosophical picture is of the good life, which is organized around the idea
of well-being. Political ethics is concerned with the good life; its aim is the advancement
and protection of peoples’s well-being. Raz is not neutral about what the good life is,
nor does he expect the state to be neutral in its notions about the good life of its
citizens.”178
Efectivamente, la aproximación de este autor a la idea de bienestar es
esencialmente objetivista, aunque ello no impide dejar margen a las apreciaciones
subjetivas de los individuos. Es importante explicar este punto. Brevemente: Raz
requiere que nuestra vida se guíe por objetivos merecedores de ser perseguidos.
Ésta es la connotación objetivista en su interpretación de aquella idea. Cuando se
refiere a la vida no habla de la mera energía que impulsa la existencia sino de lo que
hacemos con ella. Su tesis principal es que la vida buena se determina no por lo que
somos, sino por lo que meditadamente, con razones, decidimos que merece la pena
intentar llevar a cabo179. Así, en buena parte, tanto la evaluación de nuestra vida (o
de determinados períodos de la misma) como los juicios que hacemos de los demás
se basan en la clase de actividades que realizamos o realizan180. Éstas no
necesariamente deben ser muchas. En la obra de Raz, la idea de la vida buena no
está relacionada con una hiperactividad constante, ni con la afición a los más
diversos placeres, ni con la formación de una familia, ni con una carrera profesional
178
Avishai Margalit, reseña del libro de Raz Ethics in the Public Domain: Essays in the
Morality of Law and Politics publicada en The Journal of Philosophy, 1988, p. 98. Los diversos
artículos que componen la primera parte de este libro se dirigen a elucidar las diversas
implicaciones políticas de la “ética del bienestar”.
179
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., cap. 12.
180
Raz acepta que una dimensión importante de estos juicios versan sobre la
personalidad o carácter de las personas. Sin embargo, puede entenderse que esta personalidad
se forma en relación a las actividades u objetivos vitales que escogemos.
77
brillante, ni siquiera con la evitación del sufrimiento. No obstante –de ahí el margen
al subjetivismo– cualquier opción puede ser buena, conducir al bienestar, si
decidimos de forma sincera (whole-hearted) perseguir estos objetivos porque creemos
que son valiosos. La elección de nuestras actividades, por tanto, requiere un juicio
de valor individual; no son intrínsecamente mejores o peores en función de ningún
otro criterio. Este juicio de valor, la razón por la cual hacemos las cosas, es
trascendental. Impone una condición objetiva que no debe subestimarse: la vida
buena no puede regirse por actividades que se escogen por el motivo equivocado.
Esto es, mi vida no es buena si las decisiones importantes sobre lo que voy a hacer
no las adopto respetando mi propio concepto acerca de lo valioso. Así por ejemplo,
la autora de una tesis doctoral puede detestarse a sí misma por haber invertido una
gran cantidad de tiempo en escribirla en lugar de dedicarse a estrechar sus
relaciones familiares y de amistad, o a viajar, o a colaborar con alguna causa
humanitaria, cosas éstas que siempre le parecieron más valiosas. Lo que Raz quiere
excluir de su concepción de bienestar es, precisamente, la autoalienación o el
autorrechazo. Por este motivo, su teoría exige que las decisiones no sólo deben
tomarse libremente, sino que deben estar basadas en razones acerca de su
merecimiento intrínseco –aunque el contenido de lo valioso sea, en última
instancia, subjetivo, en el sentido de que no depende de ningún criterio social o
cultural objetivo de en qué consisten el éxito o la realización personales.
Pues bien, ¿cómo se vincula la idea del bienestar con nuestro interés principal?
Básicamente, esta idea es relevante para entender cual es, para Raz, la justificación
de los derechos en general y, también, de los derechos colectivos. Ante todo –para
explicar esta relación– el valor central que este autor atribuye al bienestar determina
su concepción de la buena sociedad. Según esta concepción, la buena sociedad es
aquella que garantiza a todos por igual la posibilidad de triunfar en esta empresa; la
que crea las condiciones que permiten a los individuos alcanzar el bienestar. En este
sentido, para Raz, todos tenemos deberes hacia el bienestar de los demás. La
relación entre el individuo y la colectividad es siempre dialéctica. Por esta razón, la
78
idea de bien común adquiere una singular importancia en su teoría. Raz entiende
este concepto, no como una suma de bienes individuales, sino como los bienes que
sirven al bienestar de la gente de una forma no exclusiva ni excluyente, libre de
conflicto, en una comunidad determinada181. Este papel que Raz otorga al bien
común en su función de promoción del bienestar individual le lleva a cuestionar la
extendida idea de que todos los derechos son “triunfos”, en famosa expresión de
Dworkin, en el sentido de que prevalecen sobre consideraciones basadas en
intereses sociales182: “My contention”, dice Raz “is that the view that conflict
between the individual and the general good is central to the understanding of
rights misinterprets surface features of rights”183. Por el contrario, este autor
sostiene que la justificación de algunos de los derechos civiles y políticos más
protegidos en las democracias liberales es, en buena parte, el hecho de que
contribuyen al bien común184. Así, por ejemplo, aunque el derecho a la libertad
religiosa se concibe usualmente en términos de intereses individuales, la capacidad
de servir a este interés descansa en la práctica en asegurar la existencia de
comunidades religiosas donde la gente pueda realizar ese interés. Sin la existencia
del bien público, el derecho carecería de significado. En este sentido, si bien Raz
admite que el respeto debido a los demás reside en otorgar el peso adecuado a sus
intereses, considera que las razones en favor de este respeto no tienen porqué servir
únicamente al interés individual:
“When people are called upon to make substantial sacrifices in the name of an
individual this is not because in some matters the interest of the individual or the
respect due to the individual prevails over the interest of collectivity or of the majority.
181
Ibid., p. 199.
También Nino defiende esta idea. Con referencia al principio de autonomía este autor
sostiene que “permite identificar, dentro de ciertos márgenes de indeterminación, aquellos
bienes sobre los que versan los derechos, cuya función es 'atrincherar' estos bienes contra
medidas que persigan el beneficio de otros o del conjunto social o de entidades
supraindividuales”, Etica y Derechos Humanos, op. cit., p. 223.
183
J. Raz, “Rights and Individual Well-Being”, Ratio Juris, vol. 5 nº 2, julio 1992, p. 128.
También en J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., pp. 186-7.
184
Ibid., pp. 188-9, 250-63.
182
79
It is because by protecting the right of that individual one protects the common
good.”185
Aunque esta dualidad en la justificación de los derechos puede resultar
ambigua, no debe confundirse con una justificación utilitarista. La teoría de los
derechos de Raz singulariza ciertos intereses en base a su importancia moral para el
bienestar personal. No obstante, el humanismo es consistente con la afirmación de
que lo que importa no son sólo bienes individualizables sino que otras clases de
bienes, los bienes públicos, son también valiosos para el desarrollo y bienestar
individuales. La concepción de derechos colectivos de Raz pretende dar cuenta,
específicamente, de esta clase de intereses normalmente olvidados por las teorías
tradicionales:
“A collective right exists when the following three conditions are met. First, it exists
because an aspect of the interest of human beings justifies holding some person(s) to be subject
to a duty. Second, the interests in question are the interests of individuals as members of a group
in a public good and the right is a right to that public good because it serves their interest as
members of the group. Thirdly, the interest of no single member of that group in that public
good is sufficient by itself to justify holding another person to be subject to a duty.”186
Los derechos colectivos, por tanto, son, típicamente, derechos a bienes
públicos. Estos bienes deben ser importantes para el bienestar de un conjunto de
individuos, de ahí la referencia al grupo. El énfasis, en el tercer requisito, en que el
interés de ningún miembro en concreto justifica, por sí mismo, la sujeción a
deberes podría vincularse intuitivamente a la tesis de la irreducibilidad. Establecer
esta conexión, sin embargo, sería incorrecto. Lo que Raz quiere destacar en este
punto es que los intereses que protegen los derechos colectivos son compartidos
entre los individuos que componen el grupo. Dicho en otras palabras, los derechos
colectivos requieren necesariamente de un conjunto de intereses individuales
convergentes.
185
186
J. Raz “Rights and Individual Well-Being”, en Ratio Juris, op. cit., p. 136.
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., p. 208.
80
Podría pensarse que es confuso hablar de derechos colectivos cuando en
realidad se está pensando en intereses individuales. Pero debe subrayarse, en contra
de esta objeción, que lo que fundamenta estos derechos no es un sólo interés
individual sino un conjunto de intereses individuales. En la siguiente referencia al
derecho a la autodeterminación como derecho colectivo puede apreciarse este
matiz:
“Self-determination is not merely a public good but a collective one, and people´s
interest in it arises out of the fact that they are members of the group....though many
individuals have an interest in the self-determination of their community, the interest of
any one of them is an inadequate ground for holding others to be duty-bound o satisfy
that interest. The right rests on the cumulative interests of many individuals.”187
Así, Raz reconoce que, para la justificación de los derechos colectivos, el
número cuenta. Debe ser un conjunto de individuos los que compartan el interés,
en el caso del derecho a la autodeterminación, en “living in a community which
enables...to express in public and develop without repression those aspects which
are bound up with his sense of identity as a member of his community”188. Éste
sería el primer elemento importante de distinción entre los derechos colectivos y
los derechos individuales como el derecho a la vida o a la libertad de conciencia.
Ciertamente, podría replicarse que algunos derechos individuales como los de
reunión y asociación requieren, asimismo, de un grupo. Pero nótese que éste es,
más bien, un condicionamiento que afecta al ejercicio del derecho y no a la
justificación de su existencia propiamente dicha. En el caso de los derechos
colectivos, la exigencia de un agregado de intereses individuales es indispensable
debido a la especial naturaleza del bien que estos derechos están llamados a
proteger.
En efecto, el segundo elemento característico de esta categoría de derechos es
que los intereses individuales en cuestión son intereses en bienes públicos. Aunque
este elemento es central en su definición de derechos colectivos, Raz se refiere a
187
Ibid., p. 209.
81
estos bienes en términos similares en distintos contextos, por lo que su
interpretación puede resultar confusa. En concreto, no son claras las diferencias
entre las nociones de bien común, bien público y bien colectivo. Aunque a veces
puede parecer que se alude a las mismas indistintamente, del párrafo recientemente
transcrito en relación al derecho a la autodeterminación se desprende una distinción
entre “bienes públicos” y “bienes colectivos” que merece la pena explorar
brevemente.
Respecto de los bienes públicos, una noción común, en el sentido economista,
califica a estos bienes como de consumo no rival ni excluyente. Es decir, un bien es
un bien público si, de estar disponible para uno también lo está, por razones
relativas a su producción, para todos. Así sucede en el caso de bienes como, por
ejemplo, el medio ambiente limpio o la iluminación nocturna en las calles. Puede
ser, incluso, que el beneficio de alguno de estos bienes sea difuso. En este sentido,
a diferencia del aire limpio (que todo el mundo respira) si se construye un dique
para prevenir el peligro del desbordamiento de un río, o bien una autopista para
asegurar una comunicación más rápida y segura entre dos ciudades, no podemos
identificar, a priori, quienes se beneficiarán de estos bienes. Ahora bien, en todos
estos casos, y esto es lo que interesa resaltar, su producción no tiene por que ser
colectiva y su consumo es susceptible de realizarse individualizadamente.
Sin embargo, los ejemplos que emplea Raz de bienes “inherentemente
colectivos” que proveen “beneficios generales a una sociedad” son distintos.
Previamente a la definición del concepto de derechos colectivos, este autor realiza
la siguiente observación dirigida a distinguir entre bienes públicos y bienes
colectivos:
“General features of a society are inherently public goods. It is a public good, and
inherently so, that this society is a tolerant society, that it is an educated society, that it is
infused with a sense of respect for human beings, etc. Living in a society of these
caracteristics is generally of benefit of individuals. This benefits are not to be confused
188
Ibid., p. 207.
82
with the benefit of having friends or acquaintances who are tolerant, educated, etc.(...) I
shall call inherently public goods collective goods.”189
Parece claro, entonces, que lo que Raz denomina “bienes colectivos” son
bienes eminentemente sociales. ¿Cuáles son las características de estos bienes? En
principio, podrían definirse como una clase de bienes públicos. No obstante, la
distinción es cualitativa, o esto parece indicar el adjetivo “inherentemente”.
Un primer motivo por el que cabría afirmar que los bienes colectivos son
inherentemente públicos es porque su distribución no puede sujetarse a controles.
En este sentido, la gente se beneficia de diversos modos del hecho de vivir en una
sociedad tolerante, educada o libre pero este beneficio es difuso, depende del
carácter, intereses y disposición de cada individuo y, en todo caso, no es posible
controlar directamente su consumo o distribución. En cambio, en los casos de
bienes públicos antes mencionados –en terminología de Raz, bienes públicos
contingentes– sí podría pensarse en el establecimiento de mecanismos de control
(aunque en el caso del aire no disponemos de la tecnología adecuada, esta
limitación es contingente). Hasta aquí, la diferencia entre ambas clases de bienes
parece clara. Sin embargo, en otro pasaje, Raz enfatiza que, a diferencia de los
bienes públicos, los bienes colectivos son “intrínsecamente valiosos”190. Esta
afirmación resulta más problemática.
En efecto, el establecimiento de esta diferencia puede inducir a sospechar que
Raz está conculcando su propio principio humanístico. En su opinión, sin
embargo, no es así: “Regarding collective goods as intrinsically valuable”, aclara
expresamente, “is compatible with a commitment to humanism”191. No obstante,
pese a esta precisión explícita, parece inconsistente sostener que la importancia de
todos los bienes deriva de su contribución al bienestar individual y, al mismo
tiempo, afirmar que hay bienes intrínsecamente valiosos. Para hacer compatibles
189
Ibid., p. 199.
Ibid., p. 201.
191
Ibid.
190
83
ambas aserciones es importante, de nuevo, tener en cuenta el contexto en el que la
discusión acerca de los bienes colectivos adquiere relevancia.
Uno de los objetivos de The Morality of Freedom es criticar a las teorías morales
basadas en los derechos porque no reconocen el valor de los bienes colectivos. De
ahí las discrepancias con la justificación dworkiniana de los derechos individuales.
Introduciendo la idea de derechos colectivos –como derechos, precisamente, a esta
clase de bienes colectivos– Raz pretende plasmar su desacuerdo hacia lo que
denomina el “individualismo” de aquellas teorías. Es aquí donde pueden producirse
equívocos. Porque, en contra de lo que pueda pensarse, su crítica no se basa en que
el centro de atención de dichas teorías sea el individuo en lugar del grupo, sino en
que éstas ignoran o menosprecian la importancia que tienen cierta clase de bienes
públicos que son irreducibles a bienes individuales.
Así, la objeción de Raz se dirige, a mi entender, contra aquellas teorías que
consideran que todo bien es individualizable i.e., reducible a una serie de bienes
individuales, lo cual explica que no tengan en cuenta los bienes colectivos. Sin
embargo, expresar esta última idea en términos de valor (decir que los bienes
colectivos son “intrínsecamente valiosos” y que las moralidades individualistas son
criticables “porque sostienen que esta clase de bienes son sólo instrumentalmente
valiosos”192) induce a confusión. En última instancia, en la teoría de Raz la
importancia de toda clase de bienes sigue siendo instrumental, en el sentido de que
está en función de su contribución al bienestar individual. Por esta razón Raz no
duda en afirmar que su argumento es coherente con el principio humanístico.
Resumiendo, si esta interpretación es correcta, la objeción al individualismo de
las teorías liberales de los derechos se basa en que éstas ignoran la importancia de
determinados bienes colectivos que no pueden explicarse en términos individuales
–que no son “instrumentalizables”, en términos de Raz. Ello, a su vez, conduce a
obviar el interés por la categoría de los derechos colectivos. Cabe preguntarse, por
192
Ibid., p. 198.
84
tanto, en qué sentido puede considerarse que hay bienes no reducibles a bienes
individuales.
En verdad, la respuesta a esta cuestión es compleja. Raz se limita a ofrecer
algunos ejemplos de bienes sociales cuyo proceso de producción y distribución es
marcadamente distinto al de los bienes que hemos denominado públicos. En la
literatura filosófica el tema de la irreducibilidad de cierta clase de bienes públicos ha
sido abordado por otros autores que han examinado la idea de derechos colectivos.
Aunque los términos empleados varían, la idea de fondo es la misma. Así, Leslie
Green se refiere a “bienes compartidos”193, Denise Réaume habla de la lengua
como un “bien participativo”194, Waldron alude a ciertos bienes no
individualizables como “bienes comunales”195 (communal goods). En todos estos casos
se hace hincapié en que la producción y consumo de estos bienes sólo se producen
por medio de una acción colectiva, en que su disfrute es necesariamente colectivo y,
por tanto, su inteligibilidad se pierde si se reducen a bienes individuales. Se trata, en
suma, de bienes con un nivel de publicidad es más profundo que el de los bienes
públicos en el sentido economista. En base a esta especificidad suele resaltarse que
el valor de estos bienes reside en su producción y disfrute colectivos, más que en
ningún resultado concreto (de ahí deriva, probablemente, la alusión de Raz a su
valor intrínseco).
En un artículo titulado “Irreducibly Public Goods”, Taylor expone con
lucidez la razón última de la irreducibilidad de la clase de bienes colectivos que
tienen en mente autores como los mencionados. Aunque una exposición detallada
del alcance de su argumento sería demasiado extensa (Taylor utiliza este argumento
instrumentalmente, como crítica central a la filosofía utilitarista y al liberalismo
193
L. Green, “Two Views of Collective Rights”, en Canadian Journal of Law and
Jurisprudence, vol. IV, nº 2, pp. 315-27.
194
D. G. Réaume, “The Group Right to Linguistic Security: Whose Right, What
Duties?”, en J. Baker (ed.) Group Rights, Toronto, University of Toronto Press, 1994, pp. 1201.
195
J. Waldron, “Can Communal Goods Be Human Rights?” en sus Liberal Rights.
Collected Papers 1981-1991, op. cit., p. 346.
85
temprano196) merece la pena sintetizarlo en la medida de lo posible. Máxime, si
consideramos que la tesis de Raz de que algunos derechos sólo pueden ser
adecuadamente expresados en el lenguaje de los derechos colectivos depende, en
buena medida, de que pueda mostrarse que hay bienes colectivos irreducibles a
bienes individuales.
Taylor parte en su análisis de que el presupuesto básico de quienes asumen la
tesis opuesta –i.e., la idea de que todos los bienes públicos y sociales son reducibles
a bienes individuales– es la adhesión al atomismo. Como se recordará, al atomismo,
y a su relación con el individualismo metodológico, ya se aludió brevemente en el
capítulo anterior, admitiéndose su plausibilidad cuando se trata de pensar en las
colectividades en términos de los individuos que las componen. Pues bien, a priori,
la misma idea parece difícil de refutar en el caso de los bienes colectivos: afirmar
que éstos son reducibles a bienes individuales también parece autoevidente porque
nadie supone que exista otro locus de eventos que no sean las mentes de los
individuos. Esto es, si existen cosas tales como estatutos, roles, instituciones
sociales o culturales es porque hay individuos que toman decisiones, actuan,
piensan. ¿Qué nos impide, entonces, afirmar que cualquier bien esencial en nuestra
vida social es explicable en términos de bienes individuales? Para comprender el
motivo por el que Taylor cree que esta afirmación sería errónea, conviene centrarse
en algunos ejemplos:
Considérese, en primer lugar, el caso de la defensa nacional, que este autor
menciona como ejemplo típico de bien público. En principio, la defensa nacional es
un bien porque proporciona seguridad a cada uno de los ciudadanos que forman
parte de un estado197. En este sentido, es divisible en un agregado de bienes
196
Como Raz, Taylor mantiene que la razón fundamental de la indiferencia general hacia
los bienes colectivos se debe a que no se consideran que existan. Tradicionalmente, se ha asumido,
implícita o explícitamente, que todo bien colectivo o público puede descomponerse en una
serie de bienes individuales. Sin embargo, según este autor, este presupuesto es erróneo y su
asunción es una de las causas de la fragilidad de la filosofía utilitarista y del liberalismo
temprano. Ch. Taylor “Irreducibly Social Goods”, en Ch. Taylor, Philosophical Arguments, op. cit.,
pp. 127-45.
197
Ibid., p. 129.
86
individuales. La idea sería exactamente la misma en el caso de aquellos otros
ejemplos de bienes públicos en los que se desconoce quien va a beneficiarse
concretamente de una medida o estado de cosas concreto. En estos supuestos,
como se indicó, la producción de estos bienes no requiere la participación de todo
un colectivo –aun si es así en la práctica, esta necesidad es tan sólo contingente– y
el beneficio que proporcionan es controlable e individualizable.
Piénsese ahora en los bienes sociales que Raz menciona (tolerancia,
solidaridad, educación etc.) en tanto bienes que conforman el carácter de una
determinada cultura, entendido este término como conjunto de instituciones,
prácticas y significados compartidos en una sociedad determinada. ¿Por qué estos
bienes no podrían, como en el caso anterior, reducirse a bienes individuales? Al fin
y al cabo, aunque pudiera afirmar que vivo en una cultura que cuida y valora la
tolerancia, la solidaridad y el buen entendimiento entre los individuos, cuando
experimento estos bienes lo hago de forma individualizada. Pues bien, para Taylor,
el reduccionismo subyacente a este tipo de razonamiento lo convierte en
incomprensible:
“So roles and the like, require thoughts. And thoughts occur as events in the
minds of individuals. So much is true. But this still doesn’ t add up to a justification of
atomism. That’s because of the peculiar nature of thoughts (and hence the things that
require thought in order to exist). Thoughts exist as it were in the dimension of meaning
and require a background of available meanings in order to be the thoughts that they
are.”198
Reducir los bienes sociales como la cultura a bienes individuales impide captar
la dimensión colectiva del significado de nuestros pensamientos y experiencias. En
este sentido, el término “requiere”, en la última frase del pasaje reproducido, apunta
a una relación de necesidad que no es meramente contingente. Los pensamientos
concretos que expresamos o las experiencias que vivimos serían ininteligibles sin el
trasfondo de un lenguaje que les dota de un significado concreto que compartimos.
198
Ibid., p. 131.
87
Taylor observa que las malas novelas siempre nos recuerdan esta imposibilidad199.
Parecería incongruente que un personaje de un relato situado en una villa neolítica
pensara que su pareja es una mujer “sofisticada” o rechazara un curso de acción
por considerarlo “escasamente satisfactorio para su concepción de la
autorrealización personal”. Claro que también sería raro que los habitantes de esta
villa se dedicaran a contruir pirámides. En ambos casos, si nuestros datos históricos
son correctos, los personajes no podrían estar pensando o haciendo lo que se dice
que pensaban o hacían. Ahora bien, ¿por qué razón?
En el caso de la construcción de la pirámide, cabría afirmar la contingencia de
esta imposibilidad, al estar relacionada con la ausencia de ciertos instrumentos o de
la cantidad necesaria de individuos. Estas carencias pudieran no haber existido. Así,
podrían imaginarse un cúmulo de circunstancias que hubieran permitido la
construcción de pirámides o de monumentos de dimensiones parecidas en la
prehistoria. Sin embargo, con respecto a los pensamientos descritos, sería absurdo
pensar en una coyuntura que diera cuenta de su posibilidad. Aquí, señala Taylor, la
imposibilidad es absoluta porque nos hallamos en el dominio de las condiciones de
validez de un significado. En el bagaje lingüístico del hombre neolítico los
pensamientos anteriores carecerían por completo de sentido200. El argumento es
análogo al que Wittgenstein utilizó para rechazar la posibilidad de la existencia de
un lenguaje privado: un léxico de una sola palabra es inconcebible porque cada
palabra sólo tiene el significado que tiene en el marco del conjunto de significados
de un lenguaje. Del mismo modo, pensamientos como los anteriores sólo son
posibles si existen ciertos significados culturales en los que se enmarcan. Así, Taylor
distingue entre “plain events” y “meaning events”. Únicamente el segundo tipo de
ejemplo constituye un evento de significado.
Esta distinción es crucial para entender la razón por la que se sostiene que los
bienes sociales son irreducibles. También éstos, como en el caso de los ejemplos
199
Ibid.
Ibid., p. 132.
200
88
anteriores, existen en una doble dimensión. La solidaridad, la tolerancia, o el
respeto mutuo no son bienes que, como la defensa nacional o el dique para
prevenir desbordamientos, puedan entenderse instrumentalmente en términos
individuales. Por supuesto, los bienes sociales producen satisfacciones individuales,
sólo que éstas no son comprensibles en toda su dimensión sin el conjunto de
significados o concepciones compartidas que conforman el substrato de una
cultura. Para que sean los bienes sociales que concretamente son, este presupuesto
no es contingente. En este sentido, la relación de estos bienes con la cultura es
análoga a la de las palabras con el lenguaje. De ahí que Taylor insista –con razón, a
mi juicio– en que, de ignorarse esta diferencia entre los bienes públicos y los bienes
sociales, se pierde o no resulta plenamente inteligible una dimensión importante de
la vida social del ser humano201.
En suma, retomando nuestro interés principal, el objeto más destacable de los
derechos colectivos sería la protección de los intereses individuales en esta clase de
bienes públicos irreducibles (“bienes sociales”, en términos de Taylor, “bienes
colectivos”, según Raz). Valga un último supuesto ilustrativo de que esta
interpretación caracteriza adecuadamente la concepción de Raz de esta categoría de
derechos.
Raz considera que Oxford, la ciudad donde vive, es una ciudad bella, cuya
planificación urbanística ha conducido a preservar sus antiguos edificios y el
encanto de sus calles; viviendo en Oxford, Raz, además de ser profesor y escribir
libros, puede gozar de una vida cultural rica, asistir a conciertos, seminarios,
presentaciones de libros y demás actividades que favorece un entorno cultural rico
y variado. En conjunto, este es un bien –el bien, digamos, de vivir en una sociedad
culturalmente estimulante– que considera importante para su bienestar personal202.
Supongamos ahora que queremos justificar la importancia del reconocimiento de
un derecho a este bien. ¿Por qué no habríamos de hacerlo en términos de un
201
202
Ibid.
J. Raz, “Rights and Individual Well-Being”, en Ratio Iuris, op. cit., p. 135.
89
derecho individual a vivir en una sociedad culturalmente rica? Reformulando su
argumento, Raz consideraría que esta forma de reconocer su interés particular en
este bien no representaría adecuadamente dos puntos: el primero, que es difícil ver
cómo el deseo de una sola persona puede justificar la imposición un deber de
proporcionar este bien a los demás. Parece más que plausible que Raz no considere
justificado imponer a los demás el ejercicio de todas estas actividades aduciendo lo
miserable que sería su existencia sin poder disfrutar de las mismas. Es por ello que,
en el caso de los derechos colectivos, los deberes se imponen en aras de proteger el
interés compartido de los miembros de un grupo.
Ahora bien, también en el caso de otros derechos individuales cabría sostener
que, en el fondo, estos protegen intereses individuales compartidos. De ahí que el
segundo elemento es esencial. En el caso de los derechos colectivos, se trata de
proteger bienes irreducibles a un conjunto de bienes individuales: que Raz pueda
realizar su ideal anterior del bienestar depende de que exista un número importante
de individuos que compartan sus intereses –otros profesores, estudiantes, músicos,
pintores, novelistas, etc., además de una sociedad que considere que actividades e
instituciones culturales son importantes. Este cúmulo de elementos y eventos son,
en sí mismos, los que proveen el bien. La concepción colectiva de los derechos es
importante porque permite dar cuenta de que determinados intereses no podrían ni
siquiera existir como intereses independientes de un solo individuo por las razones
que ofrece Taylor. Estos intereses son necesariamente sociales e interdependientes.
Ello es perfectamente consistente con la aseveración de que, en última instancia, su
relevancia moral está vinculada a la promoción del bienestar y prosperidad de los
seres humanos individuales203.
203
Algunos autores, como Galenkamp o López Calera, malinterpretan la concepción de
derechos colectivos de Raz porque dan a entender que este autor concibe los derechos
colectivos como derivados de derechos individuales o justificados en la medida en que sirven a
derechos individuales. M. Galenkamp, Individualism versus Collectivism: the Concept of Collective
Rights, op. cit., pp. 16-20. N. López Calera, ¿Hay derechos colectivos?, op. cit., p. 76. Esta conclusión
suele desprenderse de la insistencia de Raz en enfatizar que ambas clases de derechos tienen su
fundamento moral último en el bienestar individual. Sin embargo, como se ha intentado
mostrar, este rasgo común a toda teoría liberal de los derechos no implica negar la
90
En conclusión, no es sólo que sería imposible proteger el bien “cultura” para
el disfrute de un solo individuo, sino que el conjunto de actividades, instituciones,
roles, etc. constituyen el bien cultural propiamente dicho y le dotan de significado. Su
valor, por tanto, no es instrumentalizable en un conjunto de satisfacciones
individuales concretas que difícilmente daría cuenta de su significado global y de la
dimensión colectiva del proceso mediante el cual se obtiene. El bien, para ser el
bien que es, requiere de un conjunto de significados compartidos que es el que
determinará tanto producción como su consumo. Los bienes colectivos, como
señala Réaume, son bienes públicos en un sentido especial: son bienes
participativos por naturaleza: “the publicity of production itself is part of what it is
valued –the good is the participation”204. Por esta razón, el lenguaje de los derechos
colectivos adquiere pleno sentido cuando se trata de proteger los intereses de un
grupo de individuos en algún bien de esta naturaleza. En fin, probablemente ahora
pueda entenderse mejor que la necesidad de un conjunto de intereses convergentes
en la concepción de derechos colectivos de Raz no es una cuestión coyuntural,
justificada por razones utilitaristas, sino más bien una necesidad conceptual. Por
último, adviértase que la concepción de derechos colectivos analizada no está
vinculada a la forma en la que se ejercen los derechos –individual o colectivamente.
Lo que distingue a un conjunto de individuos como titulares de un derecho
colectivo es su común interés en el bien que conjuntamente colaboran a producir.
Por supuesto, la relevancia moral del interés en este bien es algo que deberá
someterse a discusión.
verosimilitud de la división de los derechos humanos en dos categorías de derechos,
individuales y colectivos, en el sentido propuesto por Raz. No es que los derechos colectivos
deriven de los individuales ni existan “en tanto que…sirven a los derechos individuales”, en
palabras de López Calera (Ibid., p. 76) Ambas categorías de derechos sirven al desarrollo de
valores humanos básicos como la libertad, pero tiene sentido entenderlas como categorías
distintas e independientes. De hecho, pese a los malentendidos que genera su posición, la
insistencia de Raz en mantener que los derechos colectivos son de titularidad colectiva se
justifica con base en las razones expuestas.
204
D. Réaume, “Individuals, Groups, and Rights to Public Goods”, op. cit., p. 10.
91
La noción de derechos colectivos no se dirige específicamente a dar cuenta ni
a justificar la atribución de estos derechos a las minorías. Aun así, la idea de que hay
intereses individuales en bienes sociales irreducibles constituye un paso importante
para comprender donde radica la especificidad de algunas de las demandas que
plantean estos grupos. De ello habremos de hablar más adelante. Antes, interesa
exponer una segunda noción de los derechos colectivos que permite captar dicha
especificidad.
3.2. Derechos colectivos como derechos especiales
Conceptualizando la clase de medidas que típicamente reivindican las minorías
como “derechos especiales” se pretende abstraer un nucleo común de entre las
demandas que plantean estos grupos en los estados multiculturales. Por un lado, la
idea de especialidad permite destacar que el otorgamiento de derechos a las
minorías supondría la admisión de un estatus o régimen distinto al común o
mayoritario. Esta visión no dice nada respecto de quien sea el titular de los
derechos, si el individuo o el grupo. Asimismo, los intereses salvaguardados pueden
seguir siendo intereses individuales y el reconocimiento del derecho puede
realizarse a los miembros del grupo. De este modo, la forma concreta que pueda
adoptar el derecho carece de relevancia. Lo fundamental es que la referencia al
grupo o comunidad es imprescindible para captar íntegramente la razón de su
reconocimiento. De ahí que, por otro lado, la especialidad de los derechos
colectivos debe interpretarse como una característica de estos derechos vis-à-vis los
derechos humanos denominados de primera generación.
Así, la asignación de estos últimos tiene vocación de generalidad, en el sentido
de que se consideran basados en necesidades e intereses que se suponen comunes a
toda la humanidad. La pertenencia individual a grupos concretos (ya sean étnicos,
religiosos, culturales, nacionales, o de cualquier otro tipo) es un elemento que
carece de relevancia. Mas aún: precisamente, el ideal a remarcar en relación a estos
derechos es que su reconocimiento y garantía están plenamente al margen de esta
consideración. En este sentido, para afirmar mi derecho a la vida, a la dignidad o a
92
la integridad física no preciso alegar más que mi condición de persona. En cambio,
en la justificación de los derechos colectivos, la alusión a mi condición de miembro
de un grupo constituye un elemento central. Tampoco esta referencia tiene porqué
suponer una amenaza para el principio humanístico (o value-individualism): los
individuos pueden considerar la pertenencia al grupo como instrumentalmente
valiosa para su bienestar. Asimismo, tampoco se viola el ideal de universalidad, en
la medida en que se entienda que cualquier ser humano que pertenezca al tipo de
grupo que se distingue como relevante tiene un interés moralmente significativo en
obtener el tipo de bien derivado de la interrelación con los demás miembros del
grupo.
En efecto, supongamos que, en un país de tradición católica como España,
donde el domingo es el día reconocido oficialmente como festivo, una minoría de
ciudadanos judíos reclama su derecho al descanso sabático. Dejando al margen, por
el momento, los distintos argumentos que podrían aducirse para justificar esta
medida (en particular, por qué debería concederse que el interés individual en la
práctica de una religión tiene una relevancia tal que justifica la imposición de
deberes a los demás, por ejemplo, en su estipulación no negociable en los términos
de un contrato laboral, en la distribución de turnos de trabajo, etc.) interesa resaltar
que, de considerarse justificable, el reconocimiento del derecho al descanso
sabático podría perfectamente adoptar la forma estándar de un derecho individual
dirigido a hacer efectiva la libertad religiosa de los judíos. Ahora bien, los
individuos sólo poseerían este derecho en virtud de su pertenencia al grupo
minoritario. Este elemento es fundamental. De hecho, sólo quienes alegaran o, si se
quiere, probaran, su condición de miembros de esta religión podrían oponer
legítimamente el derecho en cuestión. Hablar, con referencia a estos casos, de
derechos colectivos o derechos de grupo permite subrayar esta especialidad. Desde
luego, podría objetarse que este reconocimiento es tan sólo una extensión del
derecho individual a la libertad religiosa o, también, del principio de no
discriminación. La misma noción de Berlin de libertad positiva serviría para
93
justificar medidas de este tipo205. Pero, aun si esta tesis fuera admisible 206, ello no es
óbice para reconocer que el lenguaje de los derechos colectivos es, también en este
caso, analíticamente útil. Sirve para distinguir esta clase de derechos cuyo
reconocimiento se realiza en virtud de la pertenencia de los individuos a grupos o
comunidades concretas, de los derechos individuales comunes a todo ser humano.
En concreto, cuando, como en el ejemplo propuesto, el grupo en cuestión es
minoritario en un determinado estado, la idea de especialidad permite dar cuenta de
esta particularidad en el régimen común de derechos.
La defensa de una concepción de los derechos colectivos en este sentido
podría atribuirse, con algunos matices, a Kymlicka207. Este autor estaría de acuerdo
en que el problema de los derechos de las minorías es el problema de justificar la
atribución de derechos especiales (o de un estatuto distinto al mayoritario) a grupos
no dominantes en los estados multiculturales. Dicho en otras palabras, el
reconocimiento de los derechos colectivos justificaría una distribución desigual de
los derechos en virtud de la pertenencia individual a grupos distintos. No obstante,
la salvedad realizada obedece a que Kymlicka se muestra ambivalente en el empleo
de esta expresión –derechos colectivos– a la hora de hacer referencia a los derechos
de las minorías. Ahora bien, a poco que se profundice en su teoría, se advertirá que
las connotaciones de sus discrepancias son de mera adecuación terminológica. Así,
205
“Dos conceptos de libertad”, en I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid,
Alianza, 1988, pp. 187-243.
206
Aunque no es éste el lugar adecuado para adentrarse en esta discusión, es importante
señalar que la interpretación tradicional del principio de no discriminación como piedra de
toque en la aplicación del principio de igualdad contiene importantes limitaciones para
justificar los derechos colectivos. Fiss ha mostrado cómo la construcción del principio de
antidiscriminación que reduce el ideal de igualdad al principio de trato igual suele entenderse
en términos altamente individualistas que llevan a ignorar la dimensión social de la
discriminación, así como la referencia a grupos concretos y el reconocimiento de los intereses
legítimos de determinadas minorías. Por ello, este autor defiende que el principio que
denomina “the group-disadvantaging principle” es el que mejor puede contribuir a interpretar
el principio de igualdad reconocido por la Constitución americana. La Equal Protection Clause,
según Fiss, se dirige a proteger primariamente a los grupos en desventaja, más que a personas
individuales concebidas aisladamente. Entendida en el sentido que propone, la justificación de
medidas como la discriminación positiva es más simple. O. Fiss, “Groups and the Equal
Protection Clause”, op. cit., p. 107-77.
94
como se señaló en el capítulo anterior, este autor considera que, tal como se
plantea, el debate sobre los derechos colectivos es infructuoso para analizar la
legitimidad de la mayoría de demandas que plantean las minorías en los estados
democráticos. Ya en su primer libro, Liberalism, Community and Culture, Kymlicka
mantenía que la expresión en cuestión era demasiado inclusiva y carecía de poder
explicativo208. En concreto, se señalaba el problema de su empleo en otros ámbitos
que nada tienen que ver con los derechos de las minorías: en relación con los
derechos de las corporaciones y asociaciones o, también, para aludir a los derechos
que todos los individuos tienen a bienes públicos (educación, medio ambiente,
etc.). Sin embargo, una vez detectada esta ambigüedad en el uso de la expresión
“derechos colectivos”, Kymlicka reconocía la dificultad de eludirlo y lo empleaba
con frecuencia. En Multicultural Citizenship, en cambio, este autor parece renunciar
definitivamente a hablar de derechos colectivos y se refiere a los derechos de las
minorías como group-differentiated rights209. Además de reiterar los problemas
anteriores, Kymlicka añade, como fundamento de su rechazo, que el término
derechos colectivos sugiere una falsa dicotomía entre derechos individuales y
derechos colectivos210. ¿Es aceptable esta crítica?
En realidad, por definición, si algo no serían los derechos colectivos son
derechos individuales. No obstante, la apreciación de Kymlicka se dirige contra las
interpretaciones más reduccionistas de aquél término. Así, ya hemos visto que, para
muchos autores, “derechos colectivos” serían aquellos derechos de titularidad y
ejercicio colectivos, distintos de –y, quizás, en conflicto con– los derechos
individuales que poseen y ejercen los individuos. Sin embargo, esta distinción no
funciona para dar cuenta de una serie de derechos (piénsese en el caso anterior del
207
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship. op. cit., capítulo tercero.
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., pp. 138-9.
209
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 34. Su determinación a eludir el
término en cuestión puede corroborarse en trabajos y artículos posteriores. Así, por ejemplo,
“Individual and Community Rights”, en J. Baker (ed.), Group Rights, op. cit., p. 17, donde se
refiere a derechos de las comunidades, o “Derechos individuales y derechos de grupo en la
democracia liberal”, Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, nº 14, Madrid, 1996.
210
Ibid., p. 45.
208
95
descanso sabático) que, pese a atribuirse a los individuos y ejercerse
individualmente, serían colectivos en el sentido aquí propuesto: la referencia al
grupo resulta ineludible para explicar la razón de su atribución. De ahí la objeción
de Kymlicka. Los ejemplos, por otra parte, abundan. Considérese el derecho al uso
público de una lengua minoritaria. El derecho de los diputados francófonos
canadienses a emplear el francés en las instituciones federales podría configurarse
como un derecho individual y, de hecho, se ejerce individualmente. Sin embargo, su
razón de ser no es independiente de consideraciones relativas a la pertenencia a un
grupo culturalmente minoritario. Y no sólo a la pertenencia, sino a la atribución de
un valor al interés legítimo en la misma. De no ser así, a los diputados quebequeses
podría exigírseles el empleo de la lengua inglesa teniendo en cuenta que el
bilingüismo es bastante común. Nótese, por otro lado, que la dicotomía que
observa Kymlicka no opera siempre: hay derechos, como el derecho a la
autodeterminación, cuya atribución y ejercicio individuales carece de sentido, no
porque estén basados en ninguna ontología colectivista, sino porque la producción
y el valor del bien que protegen dependen de la existencia de una serie de intereses
individuales compartidos. En este sentido, también la concepción de derechos
colectivos de Raz presupone la existencia de un grupo.
En seguida se hará referencia a la relación entre las dos concepciones de
derechos colectivos presentadas en este capítulo. Antes, volvamos brevemente a la
objeción de Kymlicka acerca de la inadecuación de la expresión “derechos
colectivos” a efectos de realizar unas puntualizaciones finales acerca de la
terminología. Teniendo en cuenta las dificultades pragmáticas que preocupan a este
autor, ¿deberíamos decidirnos, entonces, a emplear otro término para eludir mayor
polémica? A mi modo de ver, este paso no es necesario ni tampoco conveniente.
Por las siguientes razones:
En primer lugar, con relación al problema recientemente señalado, éste se
evita clarificando que la categoría de los derechos colectivos, en el caso de las
minorías, no se distingue por ningún rasgo formal sino por una racionalidad
96
común. Puede englobar un conjunto de derechos propiamente dichos, pero
también de exenciones, estatutos especiales e incluso provisiones constitucionales
concretas adoptados con la intención de reconocer las necesidades o intereses
individuales que derivan de la pertenencia a grupos concretos –en el caso de los
derechos de las minorías, a grupos minoritarios en un estado– y, donde, por
consiguiente, la alusión al grupo constituye un elemento central.
En segundo lugar, respecto al problema de que en los ámbitos del derecho
laboral y mercantil se haga referencia, respectivamente, a derechos colectivos de
sindicatos de trabajadores o de corporaciones y empresas, no parece que ello
suponga obstáculo alguno para seguir hablando de derechos colectivos. Con
respecto a las personas jurídicas, la invocación a estos derechos no se basa en el
tipo de consideraciones morales aquí apuntadas. En todo caso, resultaría más bien
pintoresco que a alguien se le ocurriera defender que las corporaciones tienen
derechos humanos especiales. Parece sencillo, en suma, discernir ambos ámbitos de
discusión.
Tal vez el único inconveniente serio hacia la oportunidad de emplear esta
terminología deriva de que la acepción de “derechos colectivos” más extendida en
el ámbito filosófico no se corresponde con las que aquí se están analizando. En el
fondo, con su reticencia a emplear dicho término, Kymlicka pretende, mas que
nada, distanciarse del debate dominante entre individualistas y colectivistas en la
valoración de estos derechos; un debate que habría causado, a su juicio, “a
desastrous effect on the philosophical and popular debate”211. Fundamentalmente,
pues, lo que parece preocupar a este autor es eludir entrar en la discusión asociada a
la concepción de derechos colectivos predominante en la literatura anglosajona
hasta hace poco y, dicho sea de paso, muy arraigada todavía en la doctrina
211
Y continúa: “Because they view the debate in terms of collective rights, many people
assume that the debate over group-differentiated rights is essentially equivalent to the debate
between individualists and collectivists over the priority of the individual and the
community...This debate over the reducibility of community interests to individual interests
dominates the literature on collective rights. But it is irrelevant to most group-differentiated
rights issues in liberal democracies”. W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 46.
97
española 212. Las deficiencias de esta concepción ya se expusieron en el capítulo
anterior. Precisamente por ello, más que emplear otra terminología, se trata de
subrayar que la noción criticada no sólo no es la única noción de derechos
colectivos, sino que se trata de una concepción inadecuada que debería descartarse.
Por último, emplear el lenguaje de los derechos colectivos ofrece una ventaja
adicional: permite llamar la atención acerca de que ciertos derechos están
primariamente dirigidos a garantizar ciertos intereses individuales en bienes sociales
o colectivos hacia los que tradicionalmente se ha sido insensible, lo cual explica su
escaso peso en la justificación de los derechos humanos.
3.3. La compatibilidad entre ambas concepciones
Como se apuntó al inicio de este apartado, si bien las dos concepciones de los
derechos colectivos expuestas son distintas no deberían interpretarse como
alternativas excluyentes. En verdad, la distinción entre ambas no reside tanto en la
formulación de la definición de estos derechos cuanto en el distinto propósito que
anima la tarea de elucidación del concepto. En este sentido, la diferencia es más
bien de alcance: la primera concepción es más general, permite dar cuenta de los
derechos colectivos de los grupos, ya sean mayoritarios o minoritarios, mientras
que la segunda está elaborada pensando en dar cuenta de la estructura que adoptan
los derechos de las minorías en el marco del sistema general de derechos humanos.
Así, en Raz, el análisis de los derechos colectivos se enmarca en una teoría de
los derechos comprehensiva. La principal preocupación de este autor es desplazar
212
En la literatura anglosajona más reciente no hay demasiados filósofos que parezcan
dispuestos a dirigir sus esfuerzos hacia nuevas aportaciones a los temas dominantes en aquel
debate. No es sólo que, como se señaló, la discusión de fondo entre liberales y comunitaristas
no se representa adecuadamente en aquellos términos sino que la literatura actual sobre los
derechos colectivos versa más bien sobre las cuestiones normativas que plantea el
reconocimiento de derechos a las minorías. Observando las obras recientemente publicadas
que recogen artículos de la doctrina especializada en el tema, esta evolución es claramente
perceptible. El propio Kymlicka seleccionó, en su edición de The Rights of Minority Cultures, un
número considerable de artículos que se enmarcan claramente en la discusión conceptual tal
como se presentó en el capítulo anterior; sin embargo, el libro Ethnicity and Group Rights
(NOMOS XXXIX, 1997) editado por este mismo autor y Ian Shapiro no contiene
prácticamente ningún trabajo centrado en las cuestiones a que allí se hizo referencia.
98
la falacia de que los derechos protegen al individuo en contra del bien común. Su
argumento se dirige a mostrar que, en la medida en que puede sostenerse que la
protección del bien común también sirve a intereses individuales, los intereses
individuales protegidos por los derechos y el bien común no son incompatibles
sino que están en harmonía213. En este contexto, los derechos colectivos tienen por
objeto dar cuenta del interés que cualquier grupo o comunidad tiene en la
protección de una clase especial de bienes públicos (bienes colectivos, según Raz,
bienes sociales, comunales o participativos, según las expresiones empleadas por
otros autores) irreducibles a bienes individuales por las razones que ya vimos. Si
estos derechos se atribuyen colectivamente es porque presuponen un conjunto de
individuos con intereses compartidos en estos bienes. Según esta teoría, por tanto,
no cabe hacer una distinción meramente formal entre derechos individuales y
colectivos: no es sólo que muchos derechos individuales contienen aspectos
colectivos, también los derechos colectivos requieren intereses individuales y, al
igual que aquellos, su justificación última reside en su contribución al bienestar de
las personas. Por ello, los elementos de la titularidad y el ejercicio no de los
derechos no adquieren una importancia preeminente.
La concepción de los derechos colectivos como derechos especiales, en
cambio, resalta una característica esencial de las demandas de derechos que, en
particular, realizan los grupos minoritarios. Entender el significado de esta idea
requiere tener en cuenta los catálogos de derechos humanos reconocidos en las
constituciones liberales –y su interpretación tradicional– y contrastarlos con el plus
que las minorías reclaman en relación al régimen común. De ahí las referencias a un
estatus o régimen especial. Kymlicka no se detiene a analizar el aspecto formal de
las demandas sino su racionalidad y repercusiones estructurales: hablar de derechos
colectivos (de group-differentiated rights) es tan sólo una etiqueta que engloba
demandas diversas. Algunas veces, su satisfacción puede simplemente requerir la
213
J. Raz, “Rights and Individual Well-Being” en su Ethics in the Public Domain: Essays in
the Morality of Law and Politics, op. cit., p. 37.
99
atribución individual de derechos (derecho al descanso sabático, derecho a la
lengua); otras veces, en cambio, la asignación colectiva del derecho parece más
coherente (derecho al autogobierno). En cualquier caso, la distinción entre
derechos individuales y derechos colectivos tampoco remite a las clásicas preguntas
acerca de quien ostenta la titularidad o a quien corresponde el ejercicio del derecho.
Sencillamente, como indica Kymlicka, ésto no es lo moralmente relevante. Los
derechos de las minorías son, entonces, colectivos porque la alusión al grupo es
esencial para su plena inteligibilidad. Su reconocimiento repercute, en la sociedad
de que se trate, en una distribución desigual o no homogénea de los derechos.
Pese a las diferencias, ambas concepciones tienen mucho en común. La
asignación de los derechos colectivos requiere hacer referencia a grupos o
comunidades concretas, aunque el valor de los bienes que protegen estos derechos
deriva, en ambos casos, del interés de los individuos en su garantía. No se trata,
pues, de que los derechos individuales difieran de los derechos colectivos en la
naturaleza –individual o colectiva– de los intereses que protegen. Ambos están
llamados a proteger intereses importantes de las personas. Por lo tanto, no cabe
impugnar estas concepciones aduciendo la violación del rasgo humanista de los
derechos humanos o reivindicando la primacía del individuo como unidad última
de valor en el discurso moral. Asimismo, tampoco cabe otra objeción convencional,
la de la irreconciliabilidad entre los derechos individuales y los derechos colectivos
–conclusión ésta que, por los motivos señaladosí podía desprenderse de la
concepción estándar de derechos colectivos, que oponía los intereses individuales a
los intereses irreducibles del grupo.
Aunque la segunda idea de los derechos colectivos es más adecuada a los fines
de este trabajo –al contener los elementos relevantes que permiten ilustrar
formalmente lo distintivo de las demandas que plantean las minorías en estados
multiculturales– para la plena comprensión de la finalidad del reconocimiento de
derechos colectivos a las minorías, conviene no perder de vista la idea de bienes
sociales o colectivos. El fundamento de la asignación de derechos especiales en
100
función de la pertenencia a un grupo identitario minoritario no es otro que el de
proteger determinados elementos culturales distintivos de estos grupos en tanto
bien colectivo. Como se verá, los autores que defienden los derechos colectivos
consideran que el propósito principal de estos derechos es reconocer las
necesidades e intereses que tienen los individuos en tanto miembros de grupos
minoritarios en el mantenimiento y desarrollo de su identidad cultural.
4.
Conclusión
Este capítulo se ha centrado en la discusión de algunas de las estrategias más
comunes que se han empleado para superar las dificultades que, desde la óptica
liberal, plantea un enfoque del problema de los derechos colectivos de las minorías
como el presentado en el capítulo anterior. Por las razones expuestas, tanto la
estrategia reduccionista como la que propone eludir el uso del lenguaje de los
derechos tienen dificultades graves para explicar la relevancia del desafio que las
demandas de las minorías plantean a la filosofía liberal. Por ello, se ha mantenido el
interés de elucidar una noción distinta de derechos colectivos que permita dar
cuenta de este reto sin necesidad de vulnerar algunos principios básicos de las
teorías liberales de los derechos como el individualismo metodológico.
El capítulo siguiente retoma una cuestión que antes se ha dejado abierta. Se
trata del tema de la identificación del tipo de minorías que tiene sentido tener en
cuenta en la discusión acerca al reconocimiento de derechos colectivos. La idea de
estos derechos que tenemos ahora nos permite seleccionar, atendiendo a sus
demandas, la clase de grupo eventualmente candidato a disfrutar de estos derechos.
Posteriormente, el capítulo cuarto se centrará en sintetizar las ideas básicas hasta
aquí defendidas con el fin de realizar algunas conclusiones provisionales.
101
CAPÍTULO III.ENTENDER
EL
MULTICULTURALISMO.
¿QUÉ
GRUPOS CUENTAN?
1.
Planteamiento
Como se recordará, en el marco del planteamiento dominante al tema de los
derechos de las minorías, la delimitación de los grupos relevantes para reclamar
estos derechos era una de las cuestiones más controvertidas. Así, ninguno de los
esfuerzos por precisar los elementos (objetivos o subjetivos) que un grupo debía
reunir a los efectos de considerarse “minoría” lograba gozar de consenso suficiente.
Por este motivo, algunos autores temían que el reconocimiento de derechos
colectivos vendría a constituir algo así como una “caja de Pandora” desde la cual
toda clase de grupos podrían reivindicar derechos.
El propósito principal del capítulo primero ha sido mostrar las deficiencias de
que adolece aquél enfoque. Respecto de la definición de minoría, se ha mantenido
que la controversia resulta infructuosa en la medida en que se insista en plantear
esta cuestión independientemente del problema normativo al que prioritariamente
sirve esta noción. Básicamente, las discrepancias en torno a las propiedades
relevantes a seleccionar constituye un reflejo del desacuerdo de fondo respecto de
la clase de grupos que merecen ser protegidos, por qué razones y mediante qué
clase de derechos. Ésta es la discusión relevante. Por consiguiente, la idea de que
los desacuerdos en torno a la noción de minoría son puramente semánticos está
incorrecta. Tampoco el temor a que el reconocimiento de derechos colectivos se
convierta en una “caja de Pandora” está fundado. La concepción de estos derechos
propuesta en el capítulo anterior ofrece un criterio para identificar la clase de grupo
minoritario relevante: se trata de aquellas minorías cuyas reivindicaciones desafían
la idea de que los únicos derechos moralmente justificados son los derechos
individuales típicamente reconocidos en los catálogos de derechos humanos que
incorporan las constituciones modernas. De otro modo, el recurso a una categoría
102
de derechos distinta carecería de sentido. Atendiendo a la repercusión de sus
demandas, podemos distinguir entre dos tipos de minorías: sociales y culturales.
2.
Minorías sociales
En general, se entiende por minorías sociales aquellos grupos que sufren
desventajas o discriminaciones en el trato social que reciben derivadas,
básicamente, de prejuicios históricamente arraigados. En algunos casos se trata de
minorías visibles, en el sentido de que sus miembros se identifican por
características externamente perceptibles, ya sea por el género, la raza, o la
incapacidad física. En otros, estos rasgos no son tan visibles como sucede con la
orientación sexual, la condición de extranjero, o, incluso, con la profesión de
determinadas creencias religiosas. La consideración de estos grupos como minorías
no necesariamente tiene que ver con el número. Si bien es frecuente que los
prejuicios, estereotipos odiosos u hostilidad de los que son víctimas deriven de la
distintividad de sus miembros frente a la mayoría, ello no siempre es así. El ejemplo
más obvio es el de la discriminación hacia la mujer. De cualquier modo, lo relevante
es que las personas que pertenecen a estos grupos se enfrentan, por el hecho de su
pertenencia, a prácticas discriminatorias en distintos sectores de la vida tanto social
o pública como privada. Así, la subsistencia de estas prácticas puede impedir el
acceso al mercado de trabajo, dificultar la carrera profesional o el acceso a una
vivienda, pero también afectar seriamente a la autoestima y capacidad de realización
individual. Como escribe Taylor,
“nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste;
a menudo, también, por la falta de reconocimiento de otros, y así, un individuo o un
grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la
gente o la sociedad que o rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o
degradante, o despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la falta de
103
reconocimiento puede causar daño, puede ser una forma de opresión que aprisione a
alguien en un modo de ser deformado y reducido.”214
Huelga decir que la mayoría de estos grupos terminan siendo persistentes
enclaves de marginación y pobreza.
Sobre los daños que causa la discriminación de hecho existen múltiples
estudios. Iris Young ha explicado los distintos tipos de opresión a que se enfrentan
las minorías sociales mediante el análisis de cinco problemas que afectan
sistemáticamente a estos grupos: la explotación, la marginalización, la pobreza, el
imperialismo cultural y la violencia 215. En la línea de los nuevos movimientos de
izquierda y feministas de aparecidos en los años 60 y 70, esta autora defiende la
relevancia del uso del término “opresión” para estos casos porque se trata de un
concepto estructural que da cuenta de la tiranía social de unos grupos frente a
otros. Esta connotación de “opresión” es novedosa porque da cuenta de las
injusticias y desventajas que sufren algunas personas, no debido a la tiranía explícita
del poder político, “but because of the everyday practices of a well-intentioned
liberal society”216. La distinción entre minorías visibles e invisibles no tiene, para el
caso, mayor trascendencia. Sólo pretende destacar que, para éstas últimas, es más
sencillo evitar ser objeto directo de discriminación ocultando estas características a
quienes puedan desaprobarlas. No obstante, de ningún modo pretende sugerir que
la imposibilidad de manifestar abiertamente rasgos fundamentales de la propia
personalidad sin correr el riesgo de la exclusión social es un mal menor. La
reprobación moral de la discriminación es, en todo caso, la misma. Algunos autores
se refieren a las minorías sociales como minorías by force217. A primera vista, el
término puede parecer adecuado, teniendo en cuenta que grupos como los
214
A. Gutmann (ed.) El multiculturalismo y "la política del reconocimiento". Ensayo de Charles
Taylor, op. cit., pp. 43-4. La cuestión del reconocimiento se tratará ampliamente en el capítulo
octavo.
215
I. M. Young, Justice and the Politics of Difference, Princeton, Princeton University Press,
1990, pp. 48-63.
216
Ibid., p. 41.
217
P. Comanducci, “Diritti umani e minoranze: un approcio analitico e neo-illuminista”,
Ragio Pratica , nº 2, 1994, pp. 41-3.
104
mencionados se ven forzados a estas desventajas o desigualdades en contra de su
voluntad. Sin embargo, la expresión no es demasiado afortunada por cuanto puede
sugerir que estos individuos se ven forzados a acarrear con sus características
“visibles” o “invisibles” sin que tengan la opción u oportunidad de modificarlas.
Esto puede parecer obvio –o podía, si se piensa en los avances médicos que
actualmente permiten cambiaralgunas de estas características– en supuestos como
el de la raza, el sexo o las incapacidades físicas y no tanto en otros, como es el caso
de las creencias religiosas o de la orientación sexual. Sea como fuere, el argumento
en contra de la discriminación no debería basarse en que la gente no suele tener la
opción de cambiar rasgos personales innatos o naturales ni, a veces, creencias
religiosas –ergo sería injusto penalizar a alguien por ello. Por el contrario, el punto
esencial sería que estos rasgos no contienen nada intrínsecamente perverso, ni
afectan a las capacidades o habilidades de las personas, por lo que, ante condiciones
de igualdad efectiva, carecería de sentido pensar en modificar estas características.
A la idea filosófica de grupo social ya se hizo una breve alusión a propósito
del análisis de la noción de minoría en el capítulo primero. Siguiendo el análisis de
Fiss y otros autores, se explicó que un grupo es algo más que un agregado de
individuos o una mera combinación casual o clasificación arbitraria de personas.
Conviene añadir que no es necesario aceptar la idea de entidad metafísica colectiva
para sostener la descripción anterior. Como indica Young, los grupos son reales
“not as substances, but as forms of social relations”218. Grupos “altamente visibles”
como las mujeres o los negros constituyen grupos sociales en el sentido anterior
porque comparten un sentido de la identidad que no es primariamente el color de
su piel o el género, sino que la autoidentificación individual de los miembros
procede de una historia compartida de discriminación y prejuicios por parte del
resto de la sociedad219. Estas experiencias y formas de vida similares determinan un
particular modo de razonar, sentir y expresarse que hace que las personas se
218
219
I. M. Young, Justice and the Politics of Difference, op. cit., p. 44.
Ibid., p. 44-5.
105
identifiquen primariamente como miembros de un grupo y se solidaricen
especialmente con quienes se hallan, real o potencialmente, en sus mismas
circunstancias. Esto no significa, como también señala Young, que las personas no
puedan trascender sus propias identidades o rechazar autoidentificarse con un
grupo en el sentido anterior. Lo relevante es que, a menudo, unos grupos excluyen
y etiquetan a una categoría de personas que, a su vez, con el tiempo, pasan a
concebirse como grupo diferenciado y a luchar en el terreno político por la
consecución de determinados derechos sobre la base de la situación de opresión
que comparten220.
Una vez caracterizadas, lo que conviene enfatizar aquí es que esta clase de
minorías raramente realiza sus demandas bajo la rúbrica del “multiculturalismo” o
de los derechos colectivos221. Típicamente, lo que estos grupos desean no es
alcanzar ningún tipo de separación o autonomía institucional sino la aplicación
efectiva del derecho a la igualdad; esto es, la supresión del trato diferenciado que
reciben por razones constitucionalmente prohibidas y moralmente irrelevantes. Es
por esta razón que hablamos de opresión social. El objeto de sus exigencias no es
otro que el de la erradicación del racismo, del machismo, de la homofobia o la
xenofobia para lograr que las prácticas sociales sean verdaderamente indiferentes a
la diferencia. Ahora bien, ello no significa que las minorías sociales se den por
satisfechas con el reconocimiento formal en las constituciones del derecho a la
igualdad.
En efecto, forma parte del consenso más amplio en las sociedades
democráticas actuales que la simple proclamación de la igualdad no es suficiente.
Las palabras que contienen las constituciones no son mágicas, ni producen efectos
instantáneos en la modificación de actitudes, tendencias o pautas de
220
Ibid., p. 46. Young pone el ejemplo de los judíos que, incluso habiendo sido
completamente asimilados, siguen siendo etiquetados como judíos y discriminados como tales
por los demás. Reproduciendo los términos de Sartre, Young escribe: “These people discovered
themselves as Jews, and then formed a group identity and affinity with one another”.
221
Sobre este punto, W. Kymlicka, Finding Our Way. Rethinking Ethnocultural Relations in
Canada, Toronto, Oxford University Press, 1998, cap. 5.
106
comportamiento firmemente asentados. De ahí que las minorías sociales
reivindiquen políticas específicas para luchar contra la desigualdad de hecho. La
igualdad material, en este sentido, no equivale a una identidad formal de trato sino
que puede requerir el establecimiento de diferencias222. Así, la eliminación de
prejuicios persistentes puede hacer exigibles políticas específicas que van desde la
difusión de información acerca de la realidad de estos grupos o campañas públicas
en contra de la discriminación hasta programas educacionales específicos y
promoción de investigaciones sobre estos grupos. También, probablemente, la
adopción de medidas más drásticas como la denominada discriminación positiva o
inversa o la implantación de sistemas especiales de representación política223.
El estudio de las políticas que pueda requerir la igualdad material en el caso de
las minorías sociales y de la insuficiencia de las actuales técnicas jurídicas excede las
pretensiones de este trabajo. El desarrollo de este tema precisaría un conocimiento
profundo de la situación actual de estos grupos y una reflexión acerca del tipo de
medidas más adecuadas. Sin olvidar que la clase de minorías, la situación de
vulnerabilidad en que se encuentran y sus causas varían en función de los países.
No obstante, quizás sea relevante realizar un comentario especial acerca de las dos
últimas medidas que acaban de apuntarse: la discriminación positiva y la
representación política especial. El hecho de que las minorías sociales las
reivindiquen con frecuencia podría llevar a cuestionar la idea que acaba de
sostenerse, esto es, que las pretensiones de estos grupos no requieren el lenguaje de
los derechos colectivos.
En primer lugar, piénsese, por ejemplo, en las implicaciones de programas de
discriminación positiva que pretenden incrementar la presencia de estas minorías en
222
Sobre la distinción entre igualdad formal y material, A. Calsamiglia, “Sobre el
principio de igualdad”, en J. Muguerza (ed.), El fundamento de los derechos humanos, Madrid,
Debate, 1989.
223
Estas medidas son “drásticas” porque persiguen acortar el tiempo que,
previsiblemente –o sólo confiando en las políticas anteriores– los miembros de estos grupos
tardarían en tener pleno acceso a sectores de los que tradicionalmente se les ha excluido
directa o indirectamente).
107
las principales instituciones políticas y sociales o bien en los modelos de democracia
paritaria que se están experimentando en algunos países para asegurar la igual
representación política de ambos géneros. Respecto de la discriminación positiva, o
bien se fijan directamente cupos, o bien, en el caso del acceso a puestos de trabajo
en algún sector concreto, se establece que, ante individuos igualmente cualificados,
se preferirá al miembro de la minoría en cuestión que pretende favorecerse. Prima
facie, por tanto, parecería que este derecho puede englobarse en la idea de derechos
colectivos: se atribuye a una persona –en las circunstancias concretas en que es
aplicable– por razón de su pertenencia a un grupo. La inteligibilidad de esta
medida depende de la existencia de minorías vulnerables; es más, sin la referencia al
grupo no es posible justificar la justicia de la decisión concreta en que uno de sus
miembros resulta particularmente favorecido. Su derecho deriva de su condición de
miembro del grupo. En algún sentido, por tanto, también se trataría de un derecho
especial que no todo el mundo posee224.
Sin embargo, a mi juicio, no sería adecuado calificar estas medidas de
derechos colectivos. Al menos no lo es según la acepción de estos derechos
propuesta. En primer lugar, los intereses individuales que las justifican son intereses
en bienes reducibles a bienes individuales. Aunque, como acaba de observarse, es
impensable la discriminación inversa sin la existencia de un grupo al que pretende
favorecerse medianto el trato preferencial, se trata de proteger la igualdad de trato
futura de todos los individuos independientemente de su pertenencia a estos
grupos. Por esta razón, las medidas de discriminación inversa se conciben como
medidas provisionales, con la intención de revertir la desigualdad de hecho que
padecen determinados grupos. Así, la ONU adoptó sendos Convenios para la
eliminación de todas las formas de discriminación racial (1978) y para la eliminación
de todas las formas de discriminación en contra la mujer (1979) que permiten la
224
Sobre los problemas que plantea justificar este tipo de medidas de trato preferencial
interpretándose el principio de igualdad bajo el parámetro de no-discriminación, O. Fiss,
“Groups and the Equal Protection Clause”, op. cit., pp. 129-46.
108
discriminación inversa con carácter temporal y dirigidas a esta finalidad concreta.
Así, el artículo 4 de esta última Convención reza como sigue:
“adoption by States Parties of temporary special measures aimed at accelerating
de facto equality between men and women shall not be considered discrimination as
defined in the present Convention, but shall in no way entail as a consequence the
maintenance of unequal or separated standards; these measures shall be discontinued
when the objectives of equality of opportunity and treatment have been achieved.”225
Como puede verse, el objetivo a alcanzar es la eliminación de las
desigualdades en favor de una sociedad donde los rasgos que identifican a estas
minorías se tornen, en la práctica, irrelevantes. En otras palabras, se trata de hacer
plenamente efectivos los derechos civiles individuales.
En efecto, si la discriminación inversa acostumbra a ser controvertida es
porque, para unos, la igualdad es una cuestión de igualdad de trato, y, en este
sentido, dar preferencia a las mujeres o a las minorías raciales sería tan reprobable
como tratar preferencialmente al hombre blanco. Para otros, en cambio, este
esquema sólo conduce a perpetuar las desigualdades existentes; sobre esta base se
considera que favorecer a los grupos que las sufren es legítimo en la medida en que
contribuye a su erradicación. En ocasiones, además, el escepticismo que suscitan
estos programas deriva, simplemente, de las dudas sobre su efectividad e impacto
reales, o de que se consideran prioritarias otras medidas. De ahí que también entre
quienes creen que alcanzar la igualdad material requiere algo más que la mera
igualdad de trato existan divergencias en cuanto a la valoración de la discriminación
positiva. Ahora bien, ambos, proponentes y detractores de esta medida, son firmes
defensores de la igualdad liberal. Esto es, todos están de acuerdo en que la situación
de subordinación en que se encuentran estas minorías es ilícita y en que la justicia
225
UN Doc. E/CN.4/ NGO/231, 1979.
109
requiere, en principio, ignorar rasgos como los anteriores a la hora de distribuir los
derechos226.
Por lo que respecta al establecimiento de un sistema de representación política
especial para las minorías sociales, la reflexión de fondo que cabe realizar análoga, si
bien esta medida es todavía más controvertida. Como sistema general, la
concepción del parlamento como una plataforma de representación de los distintos
grupos sociales requeriría la modificación de algunos de los elementos más
característicos del sistema de representación democrática227. Si se decide que el
órgano legislativo debería ser una especie de microcosmos donde estuvieran
representados proporcionalmente todos los grupos o comunidades de interés del
cuerpo social, no habría necesidad de celebrar elecciones. Los representantes
podrían elegirse dentro de cada grupo o, incluso, como señala Anne Phillips, por un
sistema de lotería228. Sin embargo, no hay demasiados autores que propongan este
sistema de representación de grupos (denominada también mirror representation)
como teoría general de la representación política229. En particular, la idea de una
representación política especial de las minorías sociales suele concebirse como
medida provisional, para corregir los defectos o consecuencias no deseadas del
sistema de representación general en aquellas sociedades donde subsisten
discriminaciones de facto. La esperanza es, al igual que en el caso anterior, que
garantizar
la
participación
política
de
los
grupos
tradicionalmente
226
Sobre la discriminación inversa y su compatibilidad con distintas teorías liberales de la
justicia y de la igualdad, M. Rosenfeld, Affirmative Action and Justice. A Philosophical and
Constitutional Inquiry, New Haven, Yale University Press, 1991.
227
Sobre las deficiencias de los modelos clásicos de representación política para que
todos los grupos sociales estén plenamente representados en la legislatura y la necesidad de
revisar el sistema institucional actual a la luz del contexto social y político actual, véase R.
Gargarella, “Full Representation, Deliberation and Impartiality”, en J. Elster (ed.) Deliberative
Democracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, pp. 260-80.
228
A. Phillips, The Politics of Presence: Issues in Democracy and Group Representation, Oxford,
Oxford University Press, 1995, p. 46.
229
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 141. En efecto, la mayoría de autores
partidarios de la representación de grupos argumentan que este sistema es necesario para
compensar algunos de los defectos de los sistema común de elección de los representantes en
las democracias. este es el caso de Hanna Pitkin en su ya clásico The Concept of Representation,
Berkeley, University of California Press, 1967.
110
infrarrepresentados redundará en la consecución de un nivel más elevado de
igualdad material. Está probado que los grupos que, sistemáticamente, han sufrido
discriminaciones en determinada sociedad son, a la vez, los que cuentan con menor
representación política e institucional. Las demandas relativas a la reserva de ciertos
escaños en la legislatura tienen por objeto asegurar que los intereses de estos
grupos generalmente excluidos de los procesos de decisión política sean, como
mínimo, escuchados, y que las decisiones que se adoptan sean más imparciales230.
Podrían aducirse otras ventajas adicionales de este sistema. Por ejemplo, el explícito
reconocimiento público de la desigualdad de hecho de la que son víctimas estos
grupos puede contribuir a que sus miembros recuperen la confianza en las
instituciones públicas e incrementen sus niveles de asociación y participación
democrática a otros niveles231.
Quienes se oponen a la representación especial de las minorías sociales, aún
como sistema de representación provisional de carácter correctivo, aducen varias
razones. Pero, sobre todo, discrepan del argumento de fondo de que sólo los
miembros de estas minorías sociales estarían en condiciones de representar sus
intereses y, también, del presupuesto implícito de que los miembros de estos
grupos tienen intereses similares. Como observa Phillips, llevada al extremo, esta
teoría implica que sólo las mujeres pueden representar a las mujeres, o los negros a
los negros o los homosexuales a los homosexuales, etc. Esto es, supone admitir que
la gente sólo se siente plenamente representada por personas de su mismo sexo,
230
74.
R. Garagarella, “Full Representation, Deliberation and Impartiality”, op. cit., pp. 269-
231
Naturalmente, aunque aquí se ha tomado el ejemplo de la representación especial de
estos grupos en el parlamento, el sistema puede aplicarse a otros niveles institucionales.
Asimismo, la consecución de una mayor representación de las minorías sociales puede
alcanzarse a través de otros mecanismos. Por ejemplo, en el sur de los Estados Unidos las
fronteras de los distritos electorales se modificaron de manera que coincidieran con el
territorio donde históricamente la población de raza negra o de origen hispano se había
asentado. No obstante, esta medida no puede aplicarse en el caso de la mujer u otras minorías
sociales dispersas. Una evaluación de éstas y otras políticas alternativas se encuentra en A.
Phillips, The Politics of Presence, op. cit.. W. Kymlicka “Group Representation in Canadian
Politics”, en Leslie Seidle (ed.), Equity and Community: The Charter, Interest Advocacy, and
Representation, Institute for Research on Public Policy, Montreal, 1993, p. 167 y ss.
111
raza, orientación sexual, clase social. Por mucha sensibilidad genuina que
mostremos hacia estas minorías no somos capaces de entender sus problemas, ya
que carecemos de sus experiencias vitales232. Pero este argumento no parece
demasiado plausible. Como mínimo, es poco optimista respecto de la capacidad
humana de ponerse en el lugar de los demás. Ciertamente, algunos movimientos
feministas han defendido que el hombre, aunque lo intente sinceramente, es
incapaz de entender a la mujer y, por tanto, de representar adecuadamente sus
intereses. Sin embargo, cuesta admitir que las características personales influyan
hasta este extremo. Si éste fuera el caso podríamos reproducir el mismo argumento
hasta llegar a la conclusión de que nadie es capaz de representar a otra persona.
La necesidad de proteger a las minorías sociales puede lograrse a través de
mecanismos menos controvertidos. Así, en sectores concretos como el del control
de la constitucionalidad de las leyes se reconoce la necesidad de una protección mas
intensa cuando hay razones para pensar que la mayoría parlamentaria no ha
sopesado suficientemente los intereses o necesidades de estas minorías sociales. Es
lo que Víctor Ferreres ha denominado “protección de la igualdad desde la
sospecha”233. Este autor justifica la necesidad de un grado mayor de severidad en el
escrutinio judicial cuando la ley utiliza un criterio de distinción que resulta ser el
característico de alguna minoría social. No sólo eso: en el caso de impugnación de
una ley por discriminatoria “la carga de argumentar a favor de la igualdad”, sostiene
Ferreres “se debe imponer a quien defiende la ley no sólo en el caso en que se haya
mostrado que la ley clasifica en función de un criterio que hace referencia a ese
grupo vulnerable, sino también cuando se haya probado que la ley tiene de hecho
un impacto sobre ese grupo”234.
232
A. Phillips, “Dealing with Difference: A Politics of Ideas or a Politics of Presence?”,
Constellations, 1, 1994, p. 78.
233
V. Ferreres, Justicia constitucional y democracia, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 1997, p. 250 y ss.
234
Ibid., p. 254.
112
Aunque la defensa de estas precauciones es loable y denota una preocupación
por las insuficiencias de las técnicas jurídicas que se emplean para aplicar el
principio de igualdad, operan a posteriori, no como verdaderas correcciones a la
desigualdad de existente en la participación y representación social e institucional de
la que han sido víctimas algunos grupos. En este sentido, es improbable que las
minorías se den por satisfechas con la anulación de leyes discriminatorias y
renuncien a sus pretensiones de mayor representación. Por este motivo, se han
realizado propuestas alternativas, no ya a fin de que la legislatura devenga un espejo
de las características personales de la sociedad, sino para garantizar que los intereses
y experiencias de los miembros de las minorías sociales se escuchen y tomen en
serio. La idea no es que la mejor representación provenga de uno de los miembros
de estos grupos sino que su presencia pública es indispensable para que sus
intereses se conozcan y no pasen desapercibidos235. En esta línea, se trata de
promover, por ejemplo, que los partidos políticos sean más plurales e inclusivos y
propongan como representantes a miembros de estos grupos.
Por último, la representación especial de las minorías sociales puede contribuir
a paliar las distorsiones psicológicas que ocasiona la falta de reconocimiento a que
se refería Taylor. En Democracy an Distrust, John Hart Ely rebate el argumento de
que las mujeres no deben considerarse una minoría –a efectos de aplicar las
especiales precauciones judiciales que contempla la jurisprudencia americana en los
casos que afectan a estos grupos– porque constituyen la mitad de los votos, por lo
que si no se presentan a las elecciones, o votan a candidatos incapaces de reformar
las normas que vulneran sus intereses, es porque han “elegido” no hacerlo, o
porque no se sienten tan afectadas por estas decisiones políticas, o tienen otras
235
Young argumenta con base en esta idea que la desventaja que sufren los grupos
oprimidos debe subsanarse en parte mediante el aseguramiento de representación especial y
explícito reconocimiento en las instituciones públicas. Esta autora mantiene, con razón, a mi
juicio, que “in a society where some groups are privileged while others are oppressed, insisting
that as citizens persons should leave behind their particular affiliations and experiences to
adopt a general point of view serves only to reinforce the privilege”. I. M Young, “Polity and
Group Difference: A Critique of the Ideal of Universal Citizenship”, Ethics 99, 2, 1989, p. 257.
113
prioridades. No puede ignorarse, observa Ely, que la falta de acción por parte de
algunos grupos desventajados como las mujeres a menudo se debe a que un
prejuicio profundamente arraigado puede bloquear su corrección, no simplemente
porque se mantenga a sus víctimas invisibles se silencien sus voces, sino porque
estas están convencidas de que el prejuicio está fundado236. La mayoría de
psiquiatras corrobarían actualmente esta percepción. Marie-France Hirigoyen, por
ejemplo, constata que el establecimiento del dominio sume a las víctimas de lo que
esta autora denomina “acoso moral” en una confusión que conduce a la angustia y
a cuadros depresivos o de ansiedad crónica. Esta confusión y el estado mental que
desencadena surgen, no tanto de la agresión en sí, como del hecho de que el
individuo no tiene la seguridad de que no es responsable del prejuicio o de la
agresión. Por ello el silencio o la falta de reacción no debe causar ninguna
sorpresa237.
En suma, el tipo de medidas de protección de las minorías sociales
mencionadas no requieren emplear la noción de derechos colectivos. Si bien es
cierto que el derecho a una cuota de representación se atribuye a un grupo y las
personas efectivamente elegidas lo son en virtud de su pertenencia a dicho grupo, la
justificación de esta medida incide en su carácter inicialmente transitorio238. Por esta
razón, tampoco aquí se produce un verdadero desafío a la tesis liberal acerca del
contenido uniforme de los derechos. Más bien al contrario: los proponentes de
estas medidas las consideran necesarias para alcanzar esta finalidad.
3.
Minorías Culturales
Por “minorías culturales” se entenderán aquellos grupos numéricamente
inferiores en un estado cuyos miembros se ven a sí mismos como portadores de
una identidad cultural distintiva a la que atribuyen un valor y que, por tanto, desean
236
J. H. Ely, Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review, Cambridge, Mass., Harvard
University Press, 1980. p. 165.
237
M.F. Hirigoyen, El acoso moral. El maltrato psicológico en la vida cotidiana, Barcelona,
Paidós, 1999, pp. 133-4.
238
En este sentido, W. Kymlicka, Finding Our Way, op. cit., p. 113.
114
mantener. La calificación de un grupo como minoría cultural dependerá, por
consiguiente, de qué se entienda por cultura y de la propia auto-percepción del
grupo.
La noción de cultura es controvertida. Para ser estrictos, no es que
carezcamos de definiciones, sino que se trata de un término cuyo uso y abuso– en
distintos contextos hace complejo precisar su significado. Así, los historiadores
hablan de “culturas” para referirse a costumbres o formas de vida de civilizaciones
enteras, de la humanidad en general, o vigentes durante alguna época. Otras veces,
se alude al mayor predicamento de ciertas culturas por sus logros y avances en
campos diversos –científico, industrial, intelectual, artístico, etc239. Por otro lado, el
término suele emplearse también como sinónimo de características e incluso de
gustos o estilos de vida arraigados en determinadas regiones, entre los miembros de
alguna comunidad o grupo social, etc. Así, se habla de “la cultura de la moda”, de
“la cultura del vino”, de la “cultura hippy” o de la “cultura yuppy”. Raymond
Williams señala que el concepto de cultura es uno de los más complicados de
definir debido a su intrincada evolución histórica en distintos lenguajes europeos y
porque es utilizado en distintas disciplinas intelectuales240. En la filosofía política
contemporánea, los discursos sobre el multiculturalismo han heredado la noción
comprehensiva de culturas en plural de la antropología moderna que elimina el rasgo
de inferioridad y superioridad de particulares formas de vida de distintas
colectividades humanas241. Por ello, ninguno de los referentes recién mencionados
del término encajan en el debate sobre los derechos de las minorías. La idea de
239
Es interesante anotar que algunos autores sugieren que el arraigo de los conceptos de
arte y cultura es producto de las expansiones colonialistas de los europeos a finales del siglo
pasado, de la ascendencia de valores burgueses particularmente masculinos y de las sociedades
de masas industriales. Ello habría determinado desde el valor que adquieren los objetos, su
categorización en los archivos y su destino hacia los grandes museos de arte moderno. Para
Raymon Williams, sólo a finales del siglo XIX y comienzos del XX puede hablarse de
“Cultura” en mayúsculas representando la literatura y arte europeos de aquel momento la más
elevada expresión del desarrollo humano. R. Williams, Keywords: A Vocabulary of Culture and
Society, Nueva York, Columbia University Press, 1983, pp. 76-82.
240
Ibid., p. 76.
115
cultura que tienen presente teóricos del multiculturalismo como Kymlicka, Raz o
Taylor es, por un lado, más estrecha que la primera acepción sinónima de
“civilización” (según la cual, en algún sentido, todos formaríamos parte de una
misma cultura) y, por otro, más amplia que la segunda, asociada a gustos, modas,
estilos de vida o movimientos sociales. En este sentido, Kymlicka expresamente
subraya que su interés reside en lo que denomina “societal cultures” (o culturas
societarias). Se trata de culturas territorialmente concentradas basadas, más que en
creencias religiosas, costumbres familiares o estilos de vida, en una lengua común y
en la existencia de ciertas instituciones sociales propias:
“The sort of culture that I will focus on...is a societal culture –that is, a culture
which provides its members with meaningful ways of life across the full range of human
activities, including social, educational, religious, recreational, and economic life,
encompassing both public and private spheres. These cultures tend to be territorially
concentrated, and based on a shared language.”242
A continuación, matiza:
“I have called these 'societal cultures' to emphasize that they involve not just
shared memories or values, but also common institutions and practices.”243
Por su parte, Raz denomina “encompassing cultures” a ciertos grupos
definidos a partir de una serie de rasgos que también remiten a una idea semejante a
la anterior. Los siguientes pasajes resultan ilustrativos de la idea de grupo cultural
que este autor tiene en mente:
“the group has a common character and a common culture that encompass many,
varied, and important aspects of life, a culture that defines or marks a variety of forms
and styles of life, types of activity, occupation, pursuit and relationship...They are
pervasive cultures and their identity is determined at least in part by their culture. (...)
their influence on individuals who grow up in their midst is profound and far-reaching.
(...) Our concern is with groups membership of which has a high social profile, that is,
241
Al respecto, C. Joppke, S. Lukes, “Introduction: Multicultural Questions”, en C.
Joppke, S. Lukes (eds.) Multicultural Questions, op. cit., pp. 4-5.
242
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 76.
116
groups membership of which is one of the primary facts by which people is identified,
and which forms expectations as to what they are like, group membership of which is
one of the primary clues for people generally in interpreting the conduct of others.”244
Como puede apreciarse, en sus respectivas referencias a la noción de cultura
estos autores están interesados la clase de bien público que genera identificaciones
individuales primarias así como ciertos patrones de comportamiento. Sobre esta
idea de cultura de estos autores habrá ocasión de abundar a lo largo de la segunda
parte del trabajo. Sin embargo, conviene avanzar que, con esta acepción, se
pretende identificar normativamente la clase de grupos que plantean demandas
dirigidas a preservar sus rasgos culturales distintivos. En la idea de “cultura
societaria” de Kymlicka, la concentración territorial, las instituciones propias o la
lengua común constituirían más bien pre-requisitos para la producción del resto de
artefactos culturales (tradiciones, costumbres, formas de expresión artística, etc.)
asociados a una “Cultura” en mayúsculas). Ambas nociones son débiles, en el
sentido de que se centran en elementos institucionales y lingüísticos más que en
creencias y valores. Ello permite rehuir todo esencialismo y reconocer el carácter
inevitablemente plural y en continua evolución de las culturas.
En efecto, como se desprende de las consideraciones de Raz, lo relevante es la
propia auto-percepción o identificación individual de las personas como miembros
de un grupo cultural. Básicamente, a una cultura que provee de una red de
significados que dotan de una base para la orientación, interpretación y acción en el
mundo y en cuya construcción se participa colectivamente245. Este elemento
permite incluir a un buen número de comunidades culturales, subsumiendo otras
ideas como la de “nación”, “minoría nacional”, “grupo étnico” o “pueblo”246. Si la
delimitación objetiva de los elementos que componen una cultura en este sentido es
243
Ibid.
J. Raz, “National Self-Determination”, en su libro Ethics in the Public Domain. Essays in
the Morality of Law and Politics, op. cit., pp. 129-130.
245
Esta es la noción de cultura de C. Geertz, The Interpretation of Cultures, New York,
Basic Books, p. 5.
246
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 8.
244
117
difíciles es porque toda cultura se conforma a través del cambio. Aun así, como
observa Modood, no tenemos que creer que una cultura se define por una esencia
que existe al margen de la trasformación y reinvención a lo largo del tiempo para
afirmar su existencia. Ahora bien, el antiesencialismo o deconstructivismo llevados
al extremo, negando la existencia de toda fenomenología social, es inherentemente
destructivo y contradice nuestras prácticas y formas de concebir el mundo:
“In individuating cultures and peoples, our most basic and helpful guide is not the
idea of essence, but the possibility of making historical connections, of being able to see
change and resemblance. If we trace a historical connection between the language of
Shakespeare, Charles Dickens, and Winston Churchill, we call that language by a single
name. We say that it is the same language, though we may be aware of the differences
between the three languages and of how the changes are due to various influences.”247
La idea que subyace a la crítica de Modood tanto al esencialismo como al
deconstruccionismo radical es que la identidad femenina, racial, catalana, etc., no
son sólo ficciones en la medida en que los individuos se identifican a sí mismos
como miembros de estos grupos, con sus rasgos específicos, y estas categorías
sirven para analizar las dinámicas de subordinación y las razones del surgimiento de
determinadas dinámicas de exclusión y demandas sociales.
Asumiendo este enfoque, la teoría política actual, más que preocuparse por
construir un concepto de identidad cultural, trata de distinguir entre distintos tipos
de colectividades –pueblos indígenas, naciones, grupos étnicos, etc.– agrupar sus
demandas y examinar las cuestiones normativas que plantean. En este sentido,
preguntarse qué es la identidad cultural no es tan interesante como analizar para
qué se utiliza este concepto en determinados contextos. Suele aceptarse que
cualquier individuo o grupo no tiene una identidad perfectamente definida por
propiedades objetivas persistentes, sino que la mayoría de identidades, individuales
y colectivas, son híbridas, se han conformado a partir de influencias variadas y están
en permanente construcción. Pero, al mismo tiempo, se admite que ello no autoriza
118
a concluir que el concepto de identidad no debe tener ninguna relevancia teórica.
Esta afirmación forma parte de la asunción de que, prima facie, la asociación
individual con un grupo identitario no es una incoherencia y tiene sentido prestar
atención a la incidencia de la identidad cultural en las vidas de los seres humanos.
Sobre todo porque, como comenta Waldron,
“when a person talks of his identity as a Maori, or a Sunni Muslim, or a Jew, or a
Scot, he is relating himself not just to a set of dances, costumes, recipes or incantations,
but to a distinct set of practices in which his people…have historically addressed and
settled upon solutions to the serious problems of human life in society.”248
Algunas veces, como es el caso de los pueblos indígenas, las identidades que
se afirman no son más que el producto de una larga tradición de resistencia al
imperialismo cultural y de experiencias compartidas como el colonialismo que
conducen a grupos con tradiciones y lenguas diversas a la consciencia de una
identidad común definida con base en estos elementos que marca el caríz de las
demandas políticas. Pero, sea cual fuere el orígen de la autoidentificación subjetiva,
el concepto de identidad cultural es fundamental para analizar la relevancia moral
de las reivindicaciones de derechos colectivos que plantean los grupos minoritarios
en estados multiculturales. Como se indicó, la mayoría de estados democráticos
actuales contienen uno o varios grupos culturales. De ahí la trascendencia de una
discusión que surge de la preocupación acerca de qué principios deberían regir las
relaciones entre el estado y los distintos grupos culturales que coexisten
socialmente249. Aunque, evidentemente, resolver los problemas de discriminación
247
T. Modood, “Anti-Essentialism, Multiculturalism and the ‘Recognition’ of Religious
Groups”, en W. Kymlicka, W. Norman (eds.) Citizenship in Diverse Societies, op. cit., p. 179.
248
J. Waldron, “Cultural Identiy and Civic Responsibility”, en W. Kymlicka, W. Norman
(eds.) Citizenship in Diverse Societies, op. cit., p. 161.
249
En verdad, como ya se señaló, el multiculturalismo no es un fenómeno en sí mismo
novedoso. Sin embargo, sólo ahora su el estudio de su trascendencia normativa acapara una
atención filosófica y política destacable. En parte, por la simple razón de que, en la actualidad,
existe un claro consenso en que las políticas clásicas de colonización, anexión territorial,
asimilación, expulsión y hasta exterminación tan presentes en la historia moderna de la
relación entre estados y minorías son ilegítimas. Ello no significa que tales políticas no cuenten
con partidarios e instigadores, sólo que la globalización de la información hace difícil que estas
119
hacia las minorías sociales debiera ser otra prioridad política fundamental, las
demandas que plantean las minorías culturales parecen afectar más profundamente
a los fundamentos del orden liberal250.
En efecto, como se señaló en la introducción a este trabajo, las minorías
culturales no buscan una mera tutela contra la discriminación, sino que creen estar
legitimadas a algo más, por lo general, a un cierto grado de autonomía institucional.
Aunque esto es bastante obvio en el caso de las minorías nacionales históricamente
asentadas en un territorio, cada vez lo es más en el caso de las comunidades de
inmigrantes fuera de sus países de origen y de algunas minorías religiosas. Las
aspiraciones de estos grupos no se dirigen a neutralizar sus diferencias, o a lograr la
igualdad de trato con independencia de las mismas, sino a mantener y desarrollar
sus rasgos culturales distintivos. De ahí la expresión “minorías by will”. Si bien la
voluntad de preservar la propia cultura puede darse en grados distintos, y el tipo de
demandas ser de naturaleza heterogénea, el lenguaje de los derechos colectivos
adquiere aquí pleno significado. En primer lugar, porque las demandas de las
minorías culturales no se dirigen a lograr la adscripción de un régimen especial
provisionalmente, sino con carácter permanente o definitivo. Estos grupos se
movilizan para lograr la adscripción de derechos a sus miembros en virtud de su
pertenencia a la comunidad cultural con la que se identifican y que les permite el
acceso a –y la participación en la creación de– determinados bienes colectivos en el
prácticas pasen desapercibidas y, por tanto, de evitar la reprobación internacional. Los
mecanismos jurídicos internacionales de sanción, sin embargo, todavía dejan mucho que
desear. En parte, porque no están claros cuáles son los argumentos en contra de las políticas
de asimilación cultural que los estados aplican a sus minorías. Más allá del consenso sobre la
prohibición de la violación de derechos humanos civiles no hay acuerdo sobre si los miembros
de las minorías culturales tienen otros derechos.
250
En contra de esta aserción, podría sostenerse que el problema en ambos casos es de
no discriminación y, por tanto, la distinción entre minorías sociales y culturales no es
necesaria. Es más, su caracterización respectiva incluso puede solaparse. Los inmigrantes, los
gitanos, o los miembros de minorías lingüísticas o religiosas pueden pretender, como objetivo
primario, la igualdad de trato, que no se les discrimine por pertenecer a estos grupos. Por
ejemplo, los ciudadanos de origen magrebí en España pueden exigir políticas específicas para
que su color o creencias religiosas no menoscaben sus oportunidades de desarrollo personal.
Sin embargo, no parece que sea ésta la única pretensión de la mayoría de grupos culturales
minoritarios en muchas sociedades multiculturales.
120
sentido expuesto anteriormente. Por esta razón, el reconocimiento de la relevancia
pública de estas identidades culturales minoritarias podría dar lugar una distribución
desigual de los derechos. Admitir esto plantea auténticas dificultades a las teorías
liberales de los derechos y a la justificación clásica de los derechos humanos. Los
derechos concretos que se reivindican varian en función del grupo de que se trate,
del tratamiento histórico que ha recibido en el estado al que está incorporado, de
sus circunstancias presentes y de sus expectativas futuras. De hecho, la labor
normativa en torno a los derechos colectivos no puede obviar estas circunstancias.
De otro modo, al igual que sucede en el caso de las minorías sociales, el análisis
adolece de generalizaciones que conducen a ignorar diferencias fundamentales. Así,
se habla de la “política del multiculturalismo” o de la “política del reconocimiento”
como si todos los grupos fueran semejantes, plantearan las mismas demandas o se
enfrentaran a los mismos obstáculos.
Precisamente para subsanar estas generalizaciones, Jacob Levy ha establecido
una clasificación de las principales demandas que hoy son objeto de discusión
normativa bajo la etiqueta de “derechos colectivos”251. Su sistematización resulta
útil para clarificar en qué sentido se trata de demandas controvertidas y puede servir
de guía para la discusión posterior, por lo que merece la pena exponerla:
Levy tiene en cuenta las siguientes categorías:
Exenciones al cumplimiento de normas que penalizan o gravan ciertas
prácticas culturales. Estas demandas se dirigen a lograr la permisibilidad de
prácticas que contrastan con las de la mayoría o contravienen la legislación vigente.
Éste es el caso, por ejemplo, del interés de algunas mujeres musulmanas y de los
judíos ortodoxos en vestir sus indumentarias tradicionales en estados
251
J. T. Levy, “Classifying Cultural Rights”, en W. Kymlicka, I. Shapiro (eds.) Ethnicity
and Group Rights, op. cit., pp. 22-66. Es preciso destacar que el método de clasificación de este
autor no se basa en el tipo de grupo que plantea las demandas concretas, sino que distingue
varias categorías que pueden plantear –y de hecho plantean– distintas clases de grupos.
Clasificar las demandas de derechos en función del grupo que las reclama –como hace
Kymlicka– conduce a distinguir, tal vez innecesariamente, entre demandas bastante similares
que realizan varios grupos. Cfr., W. Kymlicka, Multicultural Citizenship op. cit., pp. 37-8.
121
aconfesionales o de tradición religiosa distinta cuando ejercen una función pública:
profesoras, policías, militares, etc.252 Otro supuesto es el de las demandas de un
pueblo indígena de que se le permita pescar en lugares donde, en principio, no es
posible hacerlo o consumir substancias prohibidas empleadas en sus ceremonias
tradicionales (el peyote de los indios americanos, por ejemplo).
Asistencia para realizar determinadas actividades (subvención pública de
festivales étnicos, publicaciones en una lengua minoritaria, educación en esta lengua
minoritaria), autogobierno o cierto nivel de autonomía institucional. Esta categoría
incluye las demandas de secesión, de federación o de autonomía por parte de las
denominadas minorías nacionales, pueblos indígenas u otros pueblos253.
252
En principio, podría pensarse que estas demandas no plantean más problema que el
de la tutela de la libertad religiosa sin discriminación. Pero este argumento es discutible: en
Francia se expulsó a tres niñas musulmanas de una escuela pública porque vestían el foulard
aduciendo que vulneraban las reglas sobre la no entrada de símbolos religiosos en el colegio.
En Estados Unidos, el Tribunal Supremo decidió que los judíos no tenían derecho al descanso
sabático (Sabbath) sobre la base de que el mismo respeto merecían idénticas preferencias de
otros trabajadores de no trabajar el sábado aunque sus argumentos no fueran religiosos. En
otro caso, este mismo tribunal consideró que la prohibición de vestir el skull-cap a un capitán
judío que prestaba servicio en una clínica militar americana estaba justificada porque “la
esencia del servicio militar es la subordinación de los deseos e intereses individuales a las
necesidades del ejército”. En cambio, en Wisconsin v. Yoder, se había garantizado a los Amish
ciertas exenciones a la obligación de escolarización obligatoria de sus hijos. Otros grupos
religiosos gozan de un trato normativo especial en este sentido. Así, por ejemplo, los Testigos
de Jehova gozan de exenciones en materia sanitaria en muchos países. En Canadá, los Sikhs
han obtenido el derecho a vestir sus turbantes cuando trabajan para instituciones del estado
como puedan ser la policía o el ejército. A estos y otros casos parecidos se hará referencia en
la segunda parte del trabajo. La pretensión de este capítulo no es más que la de ilustrar el tipo
de demandas cuya justificación interesa analizar.
253
En las demandas de autogobierno se engloban desde la consecución de algún nivel de
autogobierno de un grupo para el desarrollo de su cultura (control de la educación, patrimonio
histórico y artístico, derechos lingüísticos, típicamente), pasando por el interés en la
financiación de instituciones educativas o culturales propias, la representación especial en los
órganos políticos nacionales o internacionales –aquí sí con carácter permanente– hasta la
secesión y la creación de un nuevo estado. Así, Slovenia, Lituania o Letonia pretendieron y
lograron, en su momento, la independencia, pasando a constituirse en estados. En otros casos,
como Quebec, Cataluña, el País Vasco o Flandes, la cuestión no ha sido, en principio,
independizarse plenamente de sus respectivos estados sino adquirir un nivel de autogobierno
distintivo, un estatus especial al del resto del estado. Por ello, más que un modelo simétrico de
federalismo, lo que está en discusión es la legitimidad de una distribución territorial no
homogénea de competencias y recursos como el reconocimiento de identidades culturales
distintas dentro de un estado. Aunque, en la práctica, muchos de los estados en los cuales las
fronteras de la comunidad política no coinciden con las culturales han alcanzado, en algún u
122
Reglas externas, esto es, restricciones de las libertades de los no miembros a
fin de proteger la propia cultura: restricciones a la inmigración, a la educación en
otra lengua distinta a la del grupo, a la venta de tierras o propiedades a los no
miembros, etc. Levy se refiere a un ejemplo especialmente controvertido como es
la prohibición de utilizar signos comerciales en inglés en Quebec.
Reconocimiento del derecho personal tradicional o de los fueros de ciertos
grupos como derecho válido, aunque sea distinto del del estado. Un ejemplo es el
del reconocimiento de las peculiaridades propias del derecho de familia de una
minoría cultural, o bien la atribución de efectos civiles al matrimonio celebrado
ante una autoridad religiosa acreditada aunque se trate de una religión minoritaria
(por ejemplo, el matrimonio celebrado en España ante autoridad islámica
acreditada es válido254), etc. Como indica Levy, la mayoría de argumentos en contra
de las demandas de reconocimiento de este tipo se basan en que la existencia de
códigos jurídicos aplicables a distintos grupos de personas en un mismo estado
constituye la esencia de la discriminación. Si bien, en ocasiones, l os argumentos a
favor de la legitimidad de estas demandas suelen vincularse a los argumentos de
autogobierno, ello no es necesariamente así. También podrían considerase como
demandas de reconocimiento las que plantean los grupos de inmigrantes
permanentemente establecidos en otro país de que se reformen los contenidos
otro momento de su historia, acuerdos constitucionales específicos para dar cuenta de este
factor (como son los casos de España, Canadá, Gran Bretaña o Bélgica) el fundamento o
legitimidad moral de estos acuerdos y su viabilidad futuras no son claros. Esta confusión se
aprecia claramente en las dificultades que plantea el desarrollo del proceso autonómico en
España, los sucesivos intentos de separación en Quebec, el reciente proceso de independencia
de Irlanda del Norte, o la construcción de los estados del este de Europa. Es importante
enfatizar, en relación con estas minorías, que la justificación de la secesión y del autogobierno
plantea dilemas propios porque requiere analizar cuestiones relativas a las fronteras
territoriales. Como se verá en la segunda parte del trabajo, un aspecto importante de la idea de
identidad nacional es que conecta a un grupo de gente con un espacio geográfico y, en este
territorio, puede haber un claro contraste entre otras identidades culturales que los individuos
también afirman.
254
Así lo establece el artículo 7 de la Ley 26/1992 de 10 de noviembre que contiene el
Acuerdo de cooperación del Estado con la Comisión Islámica de España. Sobre el contenido
de este acuerdo, A. Quiñones Escámez, Derecho e Inmigración: el repudio islámico en Europa, Premio
Dr. Rogeli Duocastella, Fundación La Caixa, 1999, pp. 20-2.
123
educacionales para incorporar sus contribuciones históricas y culturales, o de que se
ofrezca la oportunidad a sus hijos de recibir parte de su enseñanza primaria en su
lengua materna. Como se explicará en capítulos sucesivos, este tipo de demandas, y
no tanto las de autogobierno, son las que se discuten en Estados Unidos, Australia
o Canadá bajo la rúbrica “políticas del multiculturalismo”. Se trata de medidas
dirigidas a promover el reconocimiento público de identidades culturales distintas a
la mayoritaria
Con la expresión “reglas internas” se hace alusión a las reglas internas de un
grupo que, aunque no son elevadas a la categoría de derecho, inciden enormemente
en las expectativas acerca de cómo deben comportarse los miembros: por ejemplo,
a la hora de buscar una pareja, casarse, vestirse, etc. Desde una óptica liberal, parece
claro que el estado no puede legítimamente imponer tales reglas, pero ¿qué ocurre
si las impone un grupo a sus miembros?, la iglesia católica a sus miembros, los
padres Amish a sus hijos, etc.
Bajo la categoría de “representación” se incluyen todas las demandas relativas
a que se asegure a las minorías culturales una representación especial en los órganos
institucionales con el fin de garantizar que sus intereses son escuchados en el
proceso de toma de decisiones. Por ejemplo, los quebequeses tienen reservados tres
de los nueve puestos en la Corte Suprema de Canadá, los Maories tienen una
representación especial en el parlamento neozelandés.
Por último, las demandas simbólicas comprenden todas aquellas disputas que
tienen que ver con la reforma de elementos simbólicos que sólo reflejan la historia
o los elementos culturales del grupo mayoritario: banderas, códigos de armas, días
festivos, himnos nacionales, etc.
La discusión sobre la posibilidad de articular una teoría liberal de los derechos
colectivos que confiera coherencia interna a todas o a algunas de estas demandas o
prácticas constituye el objeto de estudio de la segunda parte del trabajo. Como se
verá, no es tan obvio qué es lo que requiere honrar el ideal de libertad ni existe
consenso en torno a cómo deberían responder los estados democráticos ante tales
124
reclamaciones. Menos aún, si se trata de admitir la legitimidad de exenciones que
implicarían la inaplicación de normas generales, el reconocimiento de la validez de
las normas por las que internamente se rige un grupo, en definitiva, la superación
del ideal de unas normas generales de la ciudadanía y la admisión de la asignación
de derechos a los individuos en razón de su pertenencia a un grupo cultural.
Los ejemplos sugeridos han pretendido ilustrar algunas de las demandas de
derechos colectivos más significativas que exigen las minorías culturales. Por
supuesto, tomadas aisladamente, cada una de ellas plantea cuestiones normativas
diferenciadas. No obstante, el objeto prioritario de este trabajo es examinar, en
general, las implicaciones morales que tienen en común. Sólo si contamos con
argumentos a este nivel más abstracto estaremos en disposición de evaluar las
connotaciones particulares de cada una de ellas. En el capítulo siguiente se resumen
las conclusiones principales hasta aquí alcanzadas al objeto de identificar el tipo de
problemas que nos ocupará en la segunda parte del trabajo.
125
CAPÍTULO IV. ¿EN CONTRA DE LOS DERECHOS COLECTIVOS?
ALGUNAS CONCLUSIONES PROVISIONALES
1.
La crítica a la perspectiva estandar. Recapitulación
La primera parte de este trabajo se ha centrado primariamente en mostrar la
inadecuación de la perspectiva estándar de aproximación al tema de los derechos de
las minorías y en sugerir la necesidad de un marco teórico basado en presupuestos
tanto conceptuales como sustantivos distintos. Se ha sostenido que esta
modificación constituye un paso previo indispensable para evaluar correctamente
las implicaciones de mantener una posición favorable hacia el reconocimiento de
estos derechos. Si se consideró conveniente examinar detenidamente el enfoque
dominante –en lugar de descartarlo ab initio– es porque éste es, en gran medida,
responsable de la popularidad de la tesis de la incompatibilidad absoluta de los
derechos colectivos con los principios y valores inherentes a la tradición liberal. Por
esta razón, mostrar la falta de solidez de las premisas que suelen servir de base a
esta idea significa superar una barrera importante en el camino hacia la justificación
de estos derechos. Conviene recapitular los pasos principales del argumento
elaborado:
Como se señaló, proponentes y detractores de los derechos de las minorías
suelen asumir, a menudo implícitamente, que la mejor forma de garantizar una
protección especial a estos grupos es por medio de una categoría de derechos
distinta. Esta consideración resulta de la común percepción de que los intereses
morales y políticos que subyacen al tipo de demandas que están en juego no
pueden –o no deberían, según las versiones– ser subsumidos en los catálogos
familiares de derechos civiles y políticos constitucionalmente reconocidos en la
mayoría de democracias occidentales. Ahora bien, como se ha explicado a lo largo
de los capítulos precedentes, en el desarrollo de este planteamiento se adoptan, por
lo general, dos presupuestos problemáticos:
126
El primero tiene que ver con la idea de que las discrepancias existentes en
torno a la noción de minoría representan un obstáculo significativo, sino
insuperable, para cualquiera que pretenda ocuparse de la justificación de la
atribución de derechos a estos grupos. Desde esta óptica, resolver la primera
cuestión, de naturaleza semántica, es crucial para abordar satisfactoriamente la
segunda, de carácter normativo. Como se observó, el origen de esta línea
argumentativa se halla en la traslación al debate sobre la justificación de los
derechos de las minorías de un razonamiento análogo al que suele proporcionarse
para justificar los derechos individuales. De ahí que la ausencia de una definición de
minoría ampliamente aceptada fundamente la oposición de algunos filósofos a los
derechos colectivos, genere escepticismo respecto de las posibilidades de su
efectivo reconocimiento jurídico, y, en definitiva, suela señalarse como un
impedimento básico para el progreso de este debate en sus distintos niveles.
Esta conclusión, sin embargo, es desacertada. Básicamente, porque deriva de
una estrategia argumentativa incongruente que, como se ha tratado de mostrar,
insiste en enfatizar la necesidad de analizar por separado dos cuestiones –las
acabadas de señalar– que, en realidad, se hallan estrechamente interconectadas. Así,
es incorrecto atribuir, como habitualmente se hace, la indeterminación del concepto
de minoría a problemas de tipo semántico como la vaguedad o considerarla
producto de confusiones terminológicas. Con independencia de los términos en
que se plantean, las discrepancias en torno al significado de esta noción son, más
bien, sintomáticas de los profundos desacuerdos existentes respecto de la clase de
grupos que deberían centrar el debate normativo sobre los derechos colectivos. Es
por ello que las distintas acepciones propuestas resultan plenamente inteligibles,
pese a ser indicativas de la carencia de criterios compartidos para su correcto uso.
Partiendo de esta idea, se ha argumentado que las dificultades que plantea definir
“minoría” son fácilmente aprehensibles si entendemos este concepto como un
concepto de los denominados “controvertidos” o “interpretativos”. Dejando al
margen la polémica existente sobre los rasgos que los convierten en singulares, la
127
idea esencial que caracteriza a esta clase de conceptos es suficiente para enfatizar la
dimensión evaluativa que adquiere cualquier respuesta al problema que nos ocupa.
Esto es, cuando menos desde la perspectiva filosófica que aquí interesa, proponer
determinada concepción de minoría supone haber asumido alguna hipótesis –
aunque sea prima facie– en relación con el debate normativo de fondo (i.e. el debate
que versa sobre la necesidad de proteger a las minorías a través de derechos
colectivos). En cierto modo, las distintas acepciones de este término son imágenes
que sugieren distintas teorías acerca de la clase de grupos que, en principio, se
consideran candidatos al reconocimiento de derechos. Carece de sentido, entonces,
disociar la cuestión de definir “minoría” del problema de los derechos de las
minorías. Por ende, contrariamente a lo que suele afirmarse, la existencia de
desacuerdos sobre el significado de este término no constituye una razón suficiente
para eludir el tema de los derechos colectivos.
El segundo presupuesto problemático está relacionado, precisamente, con la
noción comúnmente suscrita de estos derechos. Como se indicó, proponentes y
detractores coinciden en definirlos, por oposición a los derechos individuales,
como derechos de titularidad colectiva. Esta interpretación ha condicionado
enormemente la orientación de la literatura dedicada a analizar los fundamentos de
su legitimidad moral. Sin duda, el aspecto más relevante en este sentido es la
influencia que ha ejercido en la identificación del debate liberalismo versus
comunitarismo como marco idóneo desde el que abordar esta cuestión. A partir de
este planteamiento, vimos en el capítulo primero que los escritos sobre derechos
colectivos suelen concebirse casi como “excusa” para manifestar la adhesión a las
tesis principales de una u otra corriente filosófica. Como resultado, la discusión
deriva en una polémica entre individualistas y colectivistas acerca del carácter de la
agencia moral, la precedencia de la comunidad o del individuo y la posibilidad de
reducir los intereses del grupo a intereses individuales. En última instancia, cuál sea
la posición que se mantiene acerca de la legitimidad de los derechos colectivos
128
estará en función de la visión que se tenga respecto las cuestiones ontológicas
sobre las que gira este debate más general.
Sin embargo, uno de los argumentos centrales a esta primera parte del trabajo
es que el debate liberalismo versus comunitarismo, lejos de constituir un trasfondo
apropiado para evaluar la idea de derechos colectivos, es fuente de confusión y ha
contribuido a que se ignore –o interprete de forma simplista– el desafío que las
demandas de las minorías plantean al liberalismo. Para empezar, hemos visto que
no resulta en absoluto claro que de la discusión filosófica entre liberales y
comunitaristas puedan extraerse las implicaciones que se extraen respecto de los
derechos colectivos. Máxime, si se tiene en cuenta la evolución reciente de esta
discusión y la posición de los principales exponentes de ambas corrientes en
relación con estos derechos (a menudo, ninguna). Pero, además, como
consecuencia del presupuesto anterior, carecemos de una labor normativa
estructurada que identifique las razones substantivas subyacentes a las demandas
que formulan las minorías, clasifique estos grupos heterogéneos en función de sus
características o, en fin, sugiera algún criterio de distinción entre demandas
legítimas e ilegítimas. Esta crítica podría sustentarse, además, en otras
consideraciones:
En primer lugar, tal como se concibe, la categoría de los derechos colectivos
es un cajón de sastre donde englobar cualquier demanda formulada por un grupo
(minoritario, cuando se trata de examinar los derechos de las minorías) dirigida a la
preservación de determinados intereses colectivos. De ahí que el análisis teórico
tienda a centrarse, por un lado, en las cuestiones filosóficas señaladas en el primer
capítulo y, por otro, en un estrecho conjunto de cuestiones de naturaleza formal al
objeto de discutir la adecuación de los criterios más familiares de categorización de
los derechos como “individuales” o “colectivos” (según su titularidad, ejercicio,
objeto, etc.). No obstante, contrariamente a lo que este enfoque pudiera sugerir, el
recelo hacia los derechos colectivos obedece a consideraciones más de índole moral
o política que metafísica o de pureza formal. Así, por una parte, algunos filósofos
129
liberales no creen que los intereses en juego tengan verdadera relevancia moral y,
por tanto, consideran erróneo hablar de derechos en sentido estricto. Por otra
parte, están quienes probablemente albergan dudas al respecto, pero, aún así,
rechazan los derechos colectivos, bien sea porque les preocupa que puedan ser
empleados ilegítimamente –como instrumento del grupo para reducir o hasta
suprimir las libertades individuales de sus miembros impunemente– o porque
temen que su reconocimiento pueda abrir las puertas a la proliferación de
demandas por parte de toda clase de grupos. En este último caso, lo que se
pretende es, en definitiva, evitar un slippery slope que fuerce a reconocer derechos
colectivos de forma generalizada.
A pesar de que, como puede apreciarse, los anteriores son argumentos en
contra de los derechos colectivos que responden a consideraciones de fondo
substancialmente distintas, la existencia de este factor apenas si es perceptible en el
debate. Según hemos visto, el problema se enfrenta con idéntica estrategia y se
alcanza la misma conclusión: la justificación de estos derechos se niega sobre la
base de su incompatibilidad con el liberalismo por las razones ya expuestas. Es más,
la perspectiva dominante evoca un escenario donde, si se admitieran los derechos
colectivos (y se aceptara, por tanto, que las comunidades tienen un valor
intrínseco), sus relaciones con los derechos individuales se asemejarían a las de un
juego de suma cero. Esto es, los segundos necesariamente se debilitarían a medida
que se reconocieran los primeros. En este sentido, se produciría una tensión
irreconciliable entre ambas clases de derechos difícilmente compatible con los
presupuestos liberales.
Como se mostrará en la segunda parte de este trabajo, ambas conclusiones no
sólo son innecesarias sino que admiten muchos matices. Por el momento, importa
resaltar que los presupuestos anteriores constriñen de tal modo los cauces de la
discusión que ocultan que la oposición liberal a los derechos colectivos es
reconducible a objeciones de signo distinto. Al entenderse que, en cualquier caso,
una visión favorable a estos derechos supondría renunciar a premisas
130
fundamentales para el liberalismo, la elucidación de los distintos argumentos que se
ofrecen para justificar esta posición se pasa por alto. Sin embargo, ello resta rigor
analítico y profundidad filosófica a toda la discusión, por lo que constituye un
motivo importante para repensar la adecuación de sus presupuestos.
En segundo lugar, la perspectiva examinada es objetable en la medida en que
ha conducido a identificar como paradigmáticas las demandas que plantean las
minorías antiliberales. Así, es típica la alusión a las pretensiones de algunos grupos
religiosos (piénsese en los Amish en norteamérica) o étnicos (como es el caso de los
gitanos o de los pueblos indígenas) encaminadas a adquirir un cierto nivel de
autonomía al margen del estado a fin de que sus culturas y formas de vida
permanezcan inalteradas, inmunes a los efectos de la “modernidad”. Aún más
recurrente, si cabe, es la referencia a las exenciones del cumplimiento de la
legislación civil, o incluso penal, en determinadas materias que solicitan,
típicamente, algunos grupos de inmigrantes de procedencia no occidental con
objeto de mantener algunos rasgos propios de sus identidades originarias. La
justificación de esta selección es clara. De un lado, tomar como ejemplo lo que se
imagina como estereotipo de “comunidad tradicional cerrada” conecta mejor con
los ideales comunitaristas que, a menudo, han servido para justificar los derechos
colectivos. De otro, casos como los mencionados permiten advertir de que los
derechos colectivos pueden reclamarse con objeto de dar cabida en los estados
democráticos a una serie de prácticas (poligamia, circuncisión y otras formas de
sumisión femenina, divorcios regidos por normas religiosas, conversiones forzosas,
exclusiones del voto, etc.) que, por el mero hecho de formar parte de las
costumbres o tradiciones “esenciales” del grupo en cuestión, algunos ya consideran
legítimas. En definitiva, la protección de determinadas culturas puede significar, en
la práctica, el otorgamiento tácito de carta blanca al grupo para maltratar a
determinadas categorías de miembros. Ello ilustra, sin necesidad de mayores
explicaciones, los riesgos potenciales de adoptar un modelo de ciudadanía
131
multicultural que reconozca derechos colectivos a las minorías. Es lo que Shachar
ha denominado la “paradoja de la vulnerabilidad multicultural” 255.
Ahora bien, éste todavía no es un argumento concluyente para sostener la
ilegitimidad de los derechos colectivos de forma absoluta. Quienes así lo pretenden
cometen la consabida falacia de generalización. Según se ha mostrado, la discusión
sobre los derechos colectivos abarca un conjunto mucho más amplio de demandas
que plantean grupos que no siempre responden a las características anteriores. Es
más, no resulta aventurado afirmar que las reclamaciones por parte de minorías
antiliberales son poco significativas para dar cuenta de porqué, en la actualidad, el
debate sobre el multiculturalismo es un debate serio en muchos estados
democráticos256. Este extremo es importante. Así, por ejemplo, mayorías y minorías
se enfrentan en torno a temas como la forma de estado, el sistema de
representación, los derechos históricos, la delimitación de fronteras territoriales, el
curriculum educacional, la subsidiarización de actividades culturales o escuelas
religiosas, la lengua oficial y hasta la elección de símbolos o días festivos. ¿Cómo
enfrentarse a estos problemas planteados, también, en términos de derechos
colectivos aunque no originados, en principio, en un rechazo a la democracia o a
los derechos individuales? O bien, ¿cómo evaluar los recientes instrumentos de
protección a las minorías adoptados en el ámbito del derecho internacional en
respuesta a este tipo de conflictos? Por las razones indicadas, los presupuestos del
enfoque dominante presentan importantes limitaciones para ofrecer alguna
respuesta coherente a estas cuestiones.
255
Shachar, “The Paradox of Multicultural Vulnerability: Individual Rights, Identity
Groups, and the State”, en C. Joppke, S. Lukes (eds.) Multicultural Questions, op. cit., 1999, p. 87.
256
Con ello no se pretende sugerir que el problema de las minorías antiliberales no se
plantee más que como caso de laboratorio en la mente de los teóricos. Evidentemente, el
problema existe y la acomodación de las demandas de estos grupos plantea importantes
dilemas acerca de la interpretación correcta de principios como el de tolerancia o autonomía,
tradicionalmente defendidos por el liberalismo. Esta es una cuestión que se discutirá al final de
este trabajo. Por ahora, el punto sobre el que se desea insistir es en el desacierto que
representa hacer descansar la valoración de los derechos colectivos única y exclusivamente en
la ilegitimidad del tipo de demandas características de ciertos grupos no liberales.
132
En conclusión, de lo dicho hasta ahora se desprende que la literatura sobre los
derechos colectivos de las minorías se encuentra atrapada en dos puntos de vista
antagónicos cuyo rendimiento explicativo es muy limitado. Al ignorar el origen y el
carácter de muchos de los desacuerdos que se producen, la perspectiva dominante
no permite ofrecer más que una visión sesgada de la complejidad de los dilemas
más comunes que deben enfrentarse. En concreto, la línea habitual de
conceptualización y justificación de los derechos colectivos no ofrece ninguna guía
para establecer distinciones entre demandas legítimas e ilegítimas bajo algún
parámetro de justicia. Ello contribuye a distorsionar el debate, convirtiendo en
centro de atención cuestiones que, en todo caso, deberían ser relegadas a problemas
de segundo orden y dejando al margen las verdaderamente relevantes.
La conclusión alcanzada provee razones suficientes para abandonar el
enfoque estándar en aras de un nuevo punto de partida más satisfactorio, capaz de
eludir las objeciones expuestas. La primera reflexión en esta línea se ha centrado en
explorar posibles alternativas a la noción de derechos colectivos predominante,
sobre la base de que ésta última añade un grado de complejidad a la discusión que
resulta innecesario y carece de rendimiento explicativo. En concreto, en el capítulo
segundo se han sugerido otros criterios alternativos (la idea de bienes colectivos y
la idea de especialidad) que podrían informar una concepción distinta de los
derechos colectivos. Esta concepción se inspira en la forma en la que dos
destacados teóricos del multiculturalismo, Raz y Kymlicka, conciben esta categoría
de derechos. Para ambos autores, la unidad moral significativa es siempre el
individuo y son sus intereses los que se toman en cuenta. En este sentido, en
relación con el valor relativo de los bienes colectivos para considerarlos objeto de
estos derechos, las concepciones propuestas permiten argumentar que este valor
puede y debería medirse, única y exclusivamente, sobre la base de su importancia
para los individuos que participan en la producción y disfrute de estos bienes. En
este sentido, tienen la virtud de contribuir a despejar algunos de los principales
motivos que los liberales esgrimen en su oposición a los derechos colectivos: el
133
problema que supone admitir que los grupos reúnen las capacidades relevantes
para la agencia moral efectiva y la violación del principio humanístico. Sin
embargo, ello no significa que resulte más adecuado entenderlos como derechos
individuales. Como indica Waldron:
“It would be odd... to claim such a good as an individual right (or even as a right
of all individuals). Such a claim would mislead one’s audience about the way in which
the importance of the good was to be understood.”257
Recuérdese que la idea de especialidad es analíticamente útil porque permite,
en primer lugar, iluminar lo distintivo de las demandas que plantean las minorías en
estados multiculturales. Esto es, derechos colectivos serían aquellos derechos que
los individuos tendrían derivados de su pertenencia a grupos concretos. En
segundo lugar, ofrece un criterio de distinción de estos derechos vis-à-vis los
derechos humanos individuales (que se considera que todo individuo tiene,
precisamente, por el simple hecho de ser persona, con independencia de los grupos
de que forme parte).
Ahora bien, el recurso a una reinterpretación del concepto de derechos
colectivos, como vía de superación de las dificultades que plantea la perspectiva
anterior, no es demasiado frecuente. En efecto, hemos visto que políticos y teóricos
liberales, cuando se refieren a los derechos de las minorías, tratan de hacerlo en una
terminología distinta, o bien de reducir las demandas a derechos individuales, con la
esperanza de conjurar la visión mística, quasi-orgánica, del grupo (cuyos miembros
podrían verse obligados a subordinar sus fines individuales a un pretendido interés
común) con la que se relacionan los derechos colectivos. A los déficits de esta
actitud y a sus posibles implicaciones indeseables también se ha hecho alusión en el
capítulo segundo. Valga añadir, al respecto, que delinear una concepción de
derechos colectivos más plausible (esto es, capaz de representar fielmente el tipo de
convicciones subyacentes a las reivindicaciones realizadas por los grupos, sin
257
J. Waldron, “Can Communal Goods Be Human Rights?”, en sus Liberal Rights.
Collected Papers, 1981-1991, Cambridge University Press, 1993, p. 360.
134
necesidad de infringir presupuestos tan arraigados como el individualismo
metodológico) puede contar con un mérito añadido que no debería subestimarse:
permite defender esta concepción como la mejor concepción, en el sentido de mayor
valor analítico, frente a las demás nociones existentes. Es posible, incluso, que sea
ésta la razón por la que la tarea de estipulación verbal merezca ser tomada en serio;
esto es, porque forma parte de la empresa filosófica que trata de articular de forma
coherente y con cierto rigor cuáles podrían ser la forma y los fundamentos de las
demandas de derechos humanos258.
2.
Algunas aclaraciones preliminares: El nuevo debate sobre los derechos
de las minorías259
Una vez clarificadas las cuestiones conceptuales anteriores, la segunda parte de
este trabajo asume que es posible y tiene sentido preocuparse por la legitimidad
moral y política de los derechos de las minorías desde el liberalismo, es decir, sin que
para ello deba sucumbirse a la versión más extrema del comunitarismo ni adoptar
una visión radicalmente crítica hacia el individualismo predominante en las teorías
liberales de los derechos. El planteamiento que se viene defendiendo permite eludir
la polémica sobre la agencia moral colectiva y la asociación del debate sobre estos
derechos con la discusión liberalismo versus comunitarismo. En concreto, la idea de
derechos colectivos propuesta no tiene porqué suponer una amenaza para el
liberalismo comprometido con la defensa de los derechos humanos individuales.
Ahora bien, prefiriendo este enfoque al enfoque convencional o dominante
no se están prejuzgando las posibles conclusiones que puedan alcanzarse acerca de
la legitimidad de las demandas de derechos colectivos que plantean diversos grupos
minoritarios. Es posible que no haya nada moralmente valioso en el interés que
258
Ibid., p. 368.
Tomo prestado este título del artículo de W. Kymlicka “The New Debate over
Collective Rights” (en Politics in the Vernacular) donde puede corroborarse el cambio de
orientación del debate sobre los derechos colectivos en estos últimos años en el sentido que
aquí se ha defendido. Para Kymlicka, es claro que el debate sobre los derechos colectivos es
mucho más fructífero si se considera como un debate entre liberales acerca del significado del
liberalismo.
259
135
muestran los individuos en el mantenimiento de su identidad o en la pertenencia a
sus naciones o culturas. Sin embargo, a esta conclusión debe llegarse mediante la
reflexión teórica. Hasta el momento, lo único que se ha sostenido es que el
progreso de la discusión y la coherencia de cualquiera de las posiciones que se
mantengan sobre los derechos colectivos precisan de una revisión del enfoque en el
sentido aquí defendido. Por consiguiente, la pregunta sobre la legitimidad moral de
los derechos colectivos sigue abierta, pero la atención teórica deberá centrarse en
cuestiones absolutamente distintas.
Con ello quisiera retomar de nuevo la idea –expresada al inicio de este
trabajo– de que la discusión sobre los derechos colectivos no es una pseudo
discusión; esto es, un debate cuya relevancia se diluye una vez clarificados los
desacuerdos sobre los términos que se usan. Contrariamente a lo que puedan
sugerir algunas de las disputas conceptuales analizadas, el desacuerdo sobre la
justificación de los derechos colectivos es de carácter substantivo. Es más: como se
tratará de mostrar a lo largo de los siguientes capítulos, no es posible meditar con
profundidad acerca de la justificación de las demandas de las minorías culturales sin
reflexionar sobre algunas de las convicciones o principios más básicos en los que se
asientan las democracias constitucionales modernas. La mejor muestra de que ello
es así la ofrece la propia evolución de la discusión académica sobre este tema en los
últimos años:
Efectivamente, en la literatura más reciente sobre los derechos de las minorías
abundan las alusiones a la importancia del reconocimiento público de las distintas
identidades y adhesiones culturales en los estados multiculturales. Incluso es posible
hablar de toda una nueva corriente filosófica y constitucionalista –en la que cabe
inscribir a Kymlicka y Raz, pero también Michael Walzer, Denise Réaume, Yael
Tamir, Charles Taylor, Avishai Margalit, David Miller, o James Tully, entre otros–
dedicada a discutir cuestiones como el estatus de los grupos etnoculturales, la
legitimidad del nacionalismo y, en general, la importancia de la pertenencia
individual a comunidades culturales concretas. Típicamente, autores como los
136
mencionados critican al liberalismo la escasa atención prestada a estos temas desde
el punto de vista moral y político o su aproximación simplista desde el principio de
no discriminación. En algún sentido, todos ellos abogan por la legitimidad moral de
los derechos colectivos en el sentido antes sugerido. La repercusión política de esta
corriente de pensamiento es importante: desde la legitimación de la devolución de
poderes estatales a las minorías nacionales o la justificación de la moralidad de la
autodeterminación basada en razones culturales, hasta la defensa de las
controvertidas “políticas del multiculturalismo”. Asimismo, estas teorías invitan a
pensar en fundamentos más imaginativos que el contractualismo desde los que
observar y evaluar los cambios y acuerdos constitucionales alcanzados en estados
como los del este de Europa donde las aspiraciones e identidades etno-nacionales
son muy marcadas. Quienes suscriben estas ideas lo hacen, en el fondo, porque
consideran que están apoyando un nivel más profundo de pluralismo e igualdad al
garantizado por la teoría liberal (al menos, según la interpretación tradicional de los
principios e instituciones defendidos por esta teoría). Un pluralismo que surge del
reconocimiento de la diversidad de historias y culturas de las que los ciudadanos de
los estados modernos procedemos. Una igualdad en cuanto al acceso y desarrollo
de aquellas historias y culturas. En definitiva, subyace a esta defensa la idea de que
la pertenencia cultural es importante desde el punto de vista moral.
Ahora bien, el hecho de que esta tendencia parezca irse consolidando, no
significa que las tesis que se sostienen sean en modo alguno pacíficas. Así, como se
ha venido insistiendo, forma parte de la noción general de los derechos humanos
que estos están llamados a proteger bienes básicos. En otras palabras: la imposición
de deberes a los demás derivada de estos derechos sólo se justifica a fin de
garantizar nuestros intereses más urgentes. Es más, para autores como Garzón
Valdés, éste es precisamente el objeto de la moral:
“si se admite que la moral tiene por función esencial la determinación de los
derechos y deberes universalmente válidos de las personas, la vía más adecuada para
137
acercarse a su enumeración concreta es dirigir la atención sobre sus necesidades
básicas.”260
Esta consideración plantea preguntas adicionales. En particular, ¿existe alguna
razón por la que los bienes culturales, o el desarrollo de la propia identidad cultural,
sean tan importantes como para justificar el reconocimiento de derechos humanos
colectivos? O bien, retomando la concepción de los derechos de Raz, ¿por qué la
pertenencia individual a un grupo cultural constituiría un interés legítimo
fundamental para el bienestar individual? Asimismo, en caso de reconocerse
derechos colectivos a las minorías culturales, ¿cómo podemos asegurar que no se
está permitiendo que estos grupos traten injustamente a algunos de sus miembros?
Al fin y al cabo, ninguna cultura carece de disidencias internas. Por último, ¿es tan
seguro, como se ha venido presuponiendo, que estos intereses no se protegen
indirectamente mediante los catálogos familiares de derechos civiles y políticos, por
ejemplo, a través del derecho de asociación?
Las anteriores son algunas de las cuestiones esenciales que una teoría moral de
los derechos colectivos debería responder. Sin embargo, adviértase que el carácter
de las mismas es normativo. Ya no se trata de oponerse a los derechos colectivos
por motivos de inconsistencia conceptual, por así decirlo. Sin embargo, los
260
E. Garzón Valdés, “Necesidades básicas, deseos legítimos y legitimidad política en la
concepción ética de Mario Bunge”, en su libro Derecho, Ética y Política, op. cit., p. 424. Existen
varias teorías acerca de lo valiosos. Hasta aquí se ha venido empleando el término “bienestar”
individual (“well-being”, en inglés) que incluye tanto a las teorías subjetivas como a las
objetivas de lo valioso (cfr., en este sentido, E. Rivera López, Presupuestos morales del liberalismo,
op. cit., p. 213). No obstante, en lo que sigue, la discusión sobre la legitimidad moral de los
derechos colectivos se centrará en analizar los argumentos que tratan de apoyar o rebatir la
idea de que ciertos bienes son objetivamente valiosos para los individuos, de modo que sus
intereses en el acceso a estos bienes están justificados. Las concepciones subjetivas del
bienestar tienen el problema de que no permiten reconocer que el individuo es, al menos
parcialmente, responsable de sus fines o preferencias y de los costes que sus satisfacción
conlleva. Existen varias teorías objetivas de lo valioso: la teoría de los bienes primarios de
Rawls, la de los recursos de Dworkin, el concepto de necesidades básicas al que se refiere
Garzón. Un estudio sobre la fundamentación de los derechos en la idea de las necesidades se
encuentra en M. J. Añon, Necesidades y derechos. Un ensayo de fundamentación, Madrid, Centro de
Estudios Constitucionales, 1994. Para una crítica a las teorías subjetivas de lo valioso en el
sentido indicado y un análisis breve de las diferencias entre las distintas teorías objetivas
mencionadas, E. Rivera López, Presupuestos morales del liberalismo, op. cit., pp. 211-43.
138
interrogantes anteriores sugieren argumentos adicionales bajo los que cuestionar la
legitimidad e, incluso, la necesidad de estos derechos. La segunda parte del trabajo
tiene por objeto principal analizar esta clase de argumentos en contra de los
derechos colectivos. En verdad, los más interesantes, ya que plantean genuinas
objeciones al reconocimiento de estos derechos.
139
PARTE II
140
CAPÍTULO V. DERECHOS COLECTIVOS Y LIBERALISMO: ¿UNA
INCOMPATIBILIDAD DE PRINCIPIO?
1.
Introducción
La idea de derechos colectivos analizada constituye un modo de articular
coherentemente los elementos comunes a la heterogénea gama de demandas que
plantean las minorías culturales respetando, no obstante, la estructura individualista
y universal que impregna el ethos del discurso de los derechos en la tradición liberal.
Así, esta noción no exige interpretar que en el debate sobre los derechos de las
minorías confluyen visiones filosóficas antagónicas sobre la identidad, el valor o la
agencia moral. En este sentido, resulta apresurado concluir que la tendencia a la
positivización de estos derechos por parte del derecho internacional y por algunas
constituciones recientes es sintomática de una crisis de los fundamentos de los
derechos humanos en tanto patrimonio jurídico común de los estados
democráticos261.
En definitiva, por los diversos motivos expuestos en la primera parte de este
estudio, salvar estos obstáculos conceptuales es importante para situar el debate
sobre el reconocimiento de derechos a las minorías en su lugar más apropiado, esto
es, dentro del marco teórico liberal. Sin embargo, mantener el lenguaje de los
derechos colectivos –en el sentido propuesto– continua teniendo interés; sobre
261
Como se señaló en la introducción a este trabajo, es frecuente interpretar que esta
tendencia refleja un cambio de paradigma en la justificación filosófico-política de los derechos
humanos que pone en entredicho su pretensión de validez universal (véase al respecto, G.
Rolla, “Las perspectivas de los derechos de la persona a la luz de las recientes tendencias
constitucionales”, Revista española de Derecho Constitucional, 54, 1988; P.Comanducci, “La
imposibilidad de un comunitarismo liberal”, en L. Prieto Sanchís (coord.), Tolerancia y minorías.
Problemas jurídico-políticos de las minorías en Europa, ediciones de la Universidad de Castilla-La
Mancha, 1996). Esta conclusión es, en parte, comprensible si se tiene en cuenta que, en la
mayoría de casos, la positivización de los derechos de las minorías se ha realizado
precipitadamente, en ausencia de parámetros concretos de conciliación entre derechos
individuales y derechos colectivos. Hasta hace muy poco, además, la teoría política no había
141
todo si tenemos en cuenta que, como señala Jeff Spinner, “the focus on individual
rights in liberal theory often leads liberals to ignore the challenges posed for
liberalism by cultural groups”262.
Ahora bien, como se ha indicado, el análisis hasta aquí realizado no se ha
dirigido a discutir la legitimidad de otorgar un reconocimiento o protección especial
a las minorías culturales; tampoco a argumentar la potencial compatibilidad de esta
idea con los principios que informan el esquema general de justificación de los
derechos individuales. Ciertamente, el fundamento de las objeciones a la
concepción dominante de derechos colectivos es compartido por la mayoría de
autores liberales. Sin embargo, una vez nos distanciamos de los presupuestos de la
discusión anterior, la valoración de estos derechos se complica.
En principio, la doctrina tradicional de los derechos humanos no cuenta con
argumentos específicos para justificar los derechos colectivos. Ello se refleja en las
dificultades que supone aplicar algunos de los ya reconocidos –como el derecho de
los pueblos a la autodeterminación– o en la polémica en torno a la interpretación
del significado de los recientes convenios de protección de minorías a que se hizo
alusión al comienzo de este trabajo. Esta omisión no es casual: en tanto teoría
moral y política, el liberalismo ha sido el principal impulsor de los derechos
humanos, y los teóricos liberales no suelen explicar ni conceder relevancia explícita
a la existencia de grupos nacionales, culturales o étnicos distintos. Por este motivo,
la asignación de un valor moral intrínseco a los bienes culturales que están en la
base de los derechos colectivos plantea dilemas genuinos que van más allá de una
mera impugnación del lenguaje que se emplea en el debate.
En efecto, como mantienen muchos autores, cualquier medida dirigida a
sustentar la vigencia de particulares contextos o bienes culturales (aun sobre la base
de la relevancia del interés de los individuos en la pertenencia a aquellos contextos
discutido cuestiones tan relevantes para evaluar estos derechos como el rol de la cultura en los
estados liberales.
262
J. Spinner, The Boundaries of Citizenship. Race, Ethnicity and Nationality in the Liberal State,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1994, p. 2.
142
o en el acceso a estos bienes) implicaría renunciar a algunas creencias
consustanciales al pensamiento liberal acerca de la igualdad, la autonomía y la
neutralidad del estado. Ello no significa que, desde la teoría liberal, no quepa
ofrecer respuesta alguna a las demandas que plantean las minorías culturales. Como
se explicará, existe la tendencia a reafirmar la suficiencia de los derechos
individuales para acomodarlas. La objeción se centra, mas bien, en desechar la idea
de que el reconocimiento de derechos colectivos constituya una respuesta válida.
La primera parte de este capítulo tiene por objeto exponer los principales
argumentos que avalan esta conclusión. De hecho, es posible distinguir entre varias
objeciones a la legitimidad de los derechos colectivos basadas en presupuestos
substancialmente distintos: mientras que algunos autores rechazan la prioridad o
urgencia del tipo de intereses que están en juego, o enfatizan su incompatibilidad
con la protección de los derechos individuales, otros simplemente niegan que los
derechos colectivos sean necesarios para acomodar tales intereses. En general,
quienes suscriben esta segunda idea consideran que los principios que sirven de
fundamento al liberalismo democrático proveen un marco lo suficientemente
flexible para la coexistencia de grupos culturales distintos. Por último, una objeción
adicional al reconocimiento de los derechos colectivos podría provenir de los
defensores del cosmopolitismo o de alguna forma de gobierno democrático global
bajo el imperio de un derecho común. En la medida en que esta defensa apele a la
idea de que la única identificación o lealtad éticamente aceptable es aquella que
debemos a la humanidad en su conjunto, el apoyo institucional a las minorías
culturales –bajo el presupuesto de que esta clase de diferencia es moralmente
relevante– parecería estar injustificado.
La formulación de estas objeciones permitirá identificar las principales
estrategias y argumentos que, desde la filosofía liberal, podrían emplearse en
oposición a los derechos colectivos. Sobre esta base, la última sección se ocupa de
trazar las líneas esenciales de una posible réplica a tales objeciones. A la elaboración
y desarrollo de esta réplica se dedicará el resto del trabajo.
143
2.
Objeciones principales a los derechos colectivos
2.1. La cultura no es un bien primario263
Ante todo, según una opinión bastante difundida, si bien el interés en los
bienes culturales –o en la pertenencia a un grupo cultural específico– puede ser
perfectamente legítimo, se trata de un interés secundario, cuya satisfacción carece
de la prioridad o relevancia que se supone a cualquier apelación a la idea de
derechos humanos.
El desarrollo de este argumento puede encontrarse en los escritos de filósofos
liberales como Garzón Valdés o Comanducci. Para el primero, la valoración
positiva de una sociedad multicultural sólo puede hacerse en sentido débil,
reduciendo la peculiaridad cultural al rango de los deseos secundarios o de las
preferencias personales. El multiculturalismo en sentido fuerte, según Garzón, es
incompatible con el respeto de la autonomía individual, por lo que resulta
éticamente inaceptable 264. En la misma línea, Comanducci sostiene que la
protección de las minorías culturales by will mediante “derechos culturales
negativos” no es incompatible en general con los derechos liberales 265, mientras que
los “derechos culturales positivos” plantean problemas de incompatibilidad
absoluta con aquellos derechos:
263
La idea de bien primario debe entenderse en el sentido que Rawls le atribuye, esto es,
se trata del tipo de cosas que todas las personas necesitan en tanto seres libres e iguales a fin
de desarrollar cualesquiera que sean sus planes de vida. Este es, típicamente, el objeto de
protección de los derechos humanos básicos (véase Teoría de la Justicia, op. cit., caps. II y VII)
Una idea de pretensiones justificatorias análogas es la ya mencionada de “necesidades básicas”
a la que se refiere Garzón Valdés.
264
E. Garzón Valdés, “Diritti umani e minoranze”, Ragion pratica , 2, 1994, p. 59.
Adviértase que este autor utiliza la expresión “sociedad multicultural” en un sentido
normativo (implicando una sociedad donde se promocionan y respetan las identidades étnicas
y culturales de los individuos), distinto, por tanto, al meramente descriptivo de la diversidad de
grupos culturales existente en los estados contemporáneos empleado en este trabajo. De otra
parte, aunque Garzón Valdés no se refiere explícitamente a la idea de derechos colectivos, el
objeto de su análisis es considerar si es éticamente justificable tomar en serio las diferencias
étnicas y culturales, razón por la cual su razonamiento es pertinente a nuestros fines.
265
Entiéndase por “derechos liberales” los derechos civiles y políticos que conformaron
el substrato común de las cartas de derechos aprobadas tras las primeras revoluciones
liberales.
144
“I diritti liberali, infatti, sono in larga misura volti a proteggere l´autonomia delle
scelte individuali, nella sfera delle relazioni culturali, economiche, affettive, ecc. I
provvedimenti attuativi di diritti culturali positivi e, in genere, la tutela e la
conservazione dell´identità di una cultura, devono necessariamente incidere, limitandola,
sulla autonomia delle scelte individuali.”266
Es preciso clarificar que este autor entiende la idea de derechos culturales
negativos como una mera especificación de los derechos que denomina
“liberales”267. Cabe pensar, por tanto, que el reconocimiento de estos derechos sería
más bien superfluo o redundante. Esto es, en tanto derechos negativos, los
derechos culturales exigirían, únicamente, que el estado y los ciudadanos se
abstuvieran de interferir en el ejercicio de los derechos individuales por parte de las
minorías. Más allá de este deber, la exigencia de algún tipo de prestación positiva
encaminada a la protección de la cultura o culturas minoritarias en un estado
democrático estaría injustificada. Así, examinando las medidas legislativas que
tutelan la lengua francesa en Quebec, Comanducci considera que la aprobación de
este tipo de normas es discrecional; es decir, no puede constituir un derecho. Para
este autor, obtener un trato distinto por la sola razón de ser minoría, porque
“minoranza culturalle è bello”, contradice el principio de igualdad268.
En resumen, atendiendo al núcleo de esta posición, la protección a las
minorías sólo sería coherente con el liberalismo si se interpreta en un sentido débil
puesto que, en el fondo, no se considera que los intereses que están en el trasfondo
de estas demandas sean verdaderamente valiosos269.
266
P. Comanducci, “Diritti umani e minoranze: un approccio analitico e neoilluminista”, Ragion pratica, 2, 1994, pp. 45-6.
267
Ibid., p. 39. Comanducci formula su argumento de forma tal vez más detallada en un
trabajo posterior sobre el mismo tema: “Autonomia degli individui o autonomia delle
culture?”, en L. Gianformaggio, M. Jori (ed.), Scritti per Uberto Scarpelli, Giuffré editore, 1998, p.
242.
268
Ibid., pp. 244-5.
269
La posición de estos autores les lleva a sostener que la protección de la identidad
cultural de los individuos que pertenecen a grupos minoritarios sólo puede fundarse en una
ética comunitarista o en el relativismo moral. Sin embargo, puesto que el propósito de esta
investigación es defender los derechos colectivos desde premisas liberales, más que discutir
145
2.2. La distribución de los derechos debe ser homogénea
De otro lado, los derechos colectivos también se han impugnado
argumentando que su reconocimiento derivaría en una distribución no homogénea
de los derechos inconciliable con el ideal de ciudadanía universal implícito en las
teorías liberales. Así, en la base de estas teorías se halla una preocupación por
proteger a los individuos frente a la tiranía del estado y por garantizar el principio
de igual consideración y respeto. Y, si bien este punto de partida no implica que,
necesariamente, deba rechazarse la importancia de los grupos en la vida de las
personas, por regla general, los autores liberales se muestran reacios a concederles
cualquier clase de estatuto político o jurídico especial270. Prima facie –sostienen– el
núcleo del liberalismo se basa en una ciudadanía común, con los mismos derechos
constitucionales para todos. Justificar una asignación desigual de derechos en
función de la pertenencia individual a grupos concretos requeriría sacrificar un
principio que ha inspirado el movimiento emancipatorio en el mundo político
moderno. Como explica Iris Young:
“Ever since the bourgeoisie challenged aristocratic privileges by claiming equal
political rights for citizens as such, women, workers, Jews, blacks, and others have
pressed for inclusion in that citizenship status. Modern political theory asserted the
equal moral worth of all persons, and social movements of the oppressed took this
seriously as implying the inclusion of all persons in full citizenship status under the
protection of the law. Citizenship for everyone and everyone the same qua citizen.”271
Según esta visión, lo que la igualdad requiere es que las instituciones publicas
sean “ciegas” a las distintas identidades etnoculturales de los ciudadanos. La
universalidad significa que, tendencialmente, los derechos deben tener una
dimensión de generalidad. El impulso democrático que siguió a las revoluciones
esta conclusión, interesará examinar la plausibilidad de los argumentos que supuestamente la
justifican.
270
En este sentido, L. Prieto Sanchís, “Igualdad y minorías”, en Derechos y Libertades.
Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, nº 5, p. 125; también, P. Comaducci, “Diritti umani e
minoranze: un aproccio analitico e neo-illuminista”, Ragion pratica, nº2, 1994.
146
liberales es incomprensible sin esta pretensión homogeneizante: el estatus especial
de los grupos constituyó la base de la discriminación pre-moderna; a fin de
erradicar la opresión hacia determinados colectivos e integrarlos en la vida política,
el estado moderno se construye sobre un rechazo al derecho personal, definiendo la
ciudadanía en términos únicamente territoriales. Así cabe entender declaraciones
como la del conde Stanislas de Clermon-Tonnerre a la Asamblea Nacional francesa
en 1789:
“one must refuse everything to the Jews as a nation but give everything to them as
individuals, they must become citizens.”272
En lo que puede verse como una asunción de esta idea, las constituciones de
los estados democráticos suelen atribuir a todos los ciudadanos una serie de
derechos fundamentales que se garantizan de forma especial273.
2.3. Los derechos individuales ya garantizan la diversidad cultural legítima en un
estado democrático: el ideal de neutralidad y la separación entre “lo público” y “lo
privado”
Como se apuntó en la introducción a este trabajo, el esquema que acaba de
describirse supone que la mejor estrategia para hacer frente a los problemas de
minorías consiste en aplicar de forma rigurosa el principio de no discriminación.
Esto es, se trata de impedir que las diferentes afiliaciones e identificaciones de los
individuos resulten relevantes para el derecho. Sin embargo, la defensa de un
modelo universal de ciudadanía no requiere asumir una posición radicalmente
crítica hacia el multiculturalismo o hacia el tipo de demandas originadas en este
271
I. M. Young, “Polity and Group Difference: A Critique of the Ideal of Universal
Citizenship”, op. cit., p. 250.
272
Citado en M. Cohen “Embattled Minorities”, artículo introductorio a un volumen
que la revista Dissent dedicó a la cuestión de las minorías: “Embattled Minorities Around the
Globe. Rights, Hopes, Threats”, verano 1996, p. 8.
273
Por lo común, se trata de los derechos civiles y políticos que forman parte del
consenso internacional que, al menos en teoría, se expresa en documentos tales como la
147
fenómeno. La posición de autores liberales de líneas tan dispares como Chandran
Kukathas (próximo al libertarismo) o Thomas W. Pogge (destacado defensor de
una forma de cosmopolitanismo que implica una distribución global de la riqueza)
así lo sugiere:
Por lo que respecta a Kukathas, este autor sostiene que el deseo de las
minorías de preservar sus elementos específicos debe ser respetado, no porque
éstas tengan algún derecho colectivo a un estatus especial, sino porque todos los
individuos tienen el derecho de asociación. De hecho, este autor extiende su tesis
incluso a los grupos antiliberales argumentando que, en la medida en que los
individuos retengan el derecho a disociarse del grupo –el denominado “right to
exit”– el estado tiene un deber de no interferir en sus asuntos internos274. Según
Kukathas, las únicas excepciones coherentes con este principio se justificarían,
precisamente, por su vocación integradora, como las políticas de discriminación
positiva o las medidas compensatorias o de resarcimiento a determinados grupos
por injusticias sufridas en el pasado275. Por su parte, también Pogge considera que
algunos de los derechos que reivindican las minorías derivan de la libertad
individual de crear y disolver o abandonar cualquier asociación. Así por ejemplo,
respecto de las demandas de secesión, este autor sostiene lo siguiente:
“The inhabitants of any contiguous territory of reasonable shape, if sufficiently
numerous, may decide –through some majoritarian or supermajoritarian procedure- to
Declaración Universal de Derechos Humanos o el Convenio Europeo de Protección de los
Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales.
274
Ch. Kukathas “Are there any Cultural Rights?”, en W. Kymlicka (ed.) The Rights of
Minority Cultures, Oxford University Press, 1995, p. 238, 230, y “Cultural Toleration”, en W.
Kymlicka, I. Saphiro (eds.) Ethnicity and Group Rights, op. cit., pp. 69-104. En la línea filosófica
de autores como Galston (Liberal Purposes: Goods, Virtues and Diversity, Cambridge, Cambridge
University Press, 1991) o Larmore (Patterns of Moral Complexity, Cambridge University Press,
1987). Kukathas basa su argumento en el presupuesto de que, en tanto movimiento filosófico,
histórico y político, el liberalismo está comprometido con la tolerancia y con la protección de
la diversidad, más que con la primacía de la autonomía o la valorización de la elección. Éste es
un argumento importante sobre el que se volverá mas adelante.
275
La legitimidad de este tipo de medidas también la suscribiría Comanducci. Véase su
artículo “Autonomia degli individui o autonomia degli culture?”, op.cit., p. 244. No obstante,
por las razones expuestas en el capítulo tercero, sería inadecuado calificarlas como derechos
colectivos.
148
form themselves into a political unit (...). Citizens should be free...to form and maintain
whatever groups they choose; and citizens who want to form or maintain ethnically
defined groups should be no more, and no less, free in this regard than citizens who
want to form or maintain groups defined in other ways.”276
En definitiva, aun oponiéndose a la necesidad de reconocer derechos
colectivos, este argumento trata de ser sensible a las demandas de las minorías
culturales277. Sus exponentes no necesitan negar la profundidad de los lazos que
unen a los individuos con sus culturas, lo único que señalan es que el sistema de
derechos individuales ya hace viables las diferencias culturales. Esta visión les
permite salvaguardar una distinción clave en la teoría liberal contemporánea como
es la distinción entre lo público y lo privado, así como enfatizar la validez del
principio de neutralidad estatal.
En efecto, la idea es que en la esfera pública el estado debe aplicar estándares
estrictos de no-discriminación; formalmente, todo individuo tiene los mismos
derechos civiles y políticos y debe ser tratado por las instituciones públicas y por las
demás personas de forma igual, independientemente de su identidad específica. En
la esfera privada, en cambio, la gente es libre de manifestar sus simpatías por
personas, grupos e ideologías singulares, identificarse con estilos de vida diversos, o
seguir conservando tradiciones concretas. La diversidad cultural tiene oportunidad
de florecer y mantenerse en este segundo terreno. Las instituciones públicas, por
tanto, deberían abstenerse de interferir en este proceso; de lo contrario, el ideal de
neutralidad estatal se vería seriamente comprometido.
276
T. Pogge, “Group Rights and Ethnicity”, en W. Kymlicka, I. Saphiro (eds.) Ethnicity
and Group Rights, op. cit., p. 202-203. Otro autor que ha entendido que la moralidad de la
secesión deriva de derechos individuales como la libertad de elección o el derecho a la
asociación es D. Gauthier, “Breaking Up: An Essay on Secession”, Canadian Journal of
Philosophy, vol. 24, nº 3, 1995, pp. 356-72.
277
Así lo indica W. Kymlicka, quien alude a una serie de autores liberales
norteamericanos, como Richard Rorty o Nathan Glazer, que suscriben este enfoque (cfr.
Multicultural Citizenship, Oxford University Press, 1995, nota 4, p. 107).
149
Así, como afirma Walzer, el liberalismo requiere una separación permanente
entre estado y etnicidad o cultura 278. Una sociedad liberal es aquella que
públicamente no adopta ninguna visión particular acerca de la vida buena, sobre los
fines que han de perseguir los individuos, limitándose a proveer un marco neutral
donde las diversas concepciones al respecto tengan cabida. Es cada persona quien,
en el ejercicio de su autonomía, debe poder elegir la opción que considere más
atractiva. El pluralismo cultural, en definitiva, no es un bien per se. Partiendo de esta
base, muchos autores liberales afirman que el mismo modelo que, en su momento,
sirvió para resolver la espinosa cuestión de la diversidad religiosa resulta apropiado
para abordar la problemática actual de las minorías culturales 279. Como indica
Kymlicka, la intuición básica que guía esta propuesta es que, así como el estado no
debería favorecer ninguna doctrina religiosa, tampoco debería reconocer o apoyar a
ningún grupo cultural concreto280.
Ahora bien, de nuevo, la neutralidad estatal supone una protección, aunque
indirecta, de las minorías culturales. Es más, la defensa de este ideal suele partir de
la base de que el pluralismo constituye una característica definitoria de las
sociedades democráticas modernas281. Así, autores como Rawls favorecen la
neutralidad porque creen que, ante la pluralidad de referentes morales, culturales o
religiosos comprehensivos, sólo un estado que se sitúe al margen de las particulares
cosmovisiones del mundo puede ser capaz de generar consenso entre los
ciudadanos y evitar la fragmentación social282. Al comprometerse únicamente con
278
M. Walzer, “Pluralism: A Political Perspective”, en W. Kymlicka (ed.) The Rights of
Minority Cultures, Oxford University Press, 1995, pp. 151-4; también en What it Means to be an
American, Marsilio, New York, 1992.
279
Para un pronunciamiento en este sentido, véase, además de los trabajos de Kukathas,
J. Waldron “Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative”, en W. Kymlicka (ed.) The
Rights of Minority Cultures, op. cit., p. 100.
280
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 3, 111.
281
Nótese que esta asunción del pluralismo como característica central en las sociedades
democráticas no contradice la anterior idea respecto de la carencia de valor intrínseco del
pluralismo como tal. Típicamente, la relevancia que autores como Rawls atribuyen a este
fenómeno es fundamentalmente teórica.
282
J. Rawls, “The Priority of the Right and the Ideas of the Good”, en S. Freeman (ed.),
John Rawls: Collected Papers, Harvard University Press, 1999, pp. 455-7.
150
ciertas precondiciones acerca de lo correcto y con procedimientos imparciales de
toma de decisiones, el liberalismo favorece aquella diversidad283. En otras palabras,
la neutralidad del estado delimita una especie de marco universal, una base común,
donde distintos grupos culturales –con sus respectivas concepciones densas acerca
de lo bueno- pueden coexistir. De hecho, Rawls considera que su propio proyecto
de diseñar un modelo de instituciones justas tendría poco sentido si no sirviera para
permitir e incluso apoyar aquellas formas de vida que los ciudadanos consideran
valiosas284. A este vínculo débil parece aludir también Habermas cuando habla de
“la unidad de la cultura política en la multiplicidad de las culturas”285. Este autor
sugiere que sólo esta cultura política, que cristaliza en una constitución, es capaz de
generar un “patriotismo constitucional” entre ciudadanos con vínculos o lealtades
hacia grupos particulares286.
En resumen, de esta comprensión estructural del papel del estado liberal y de
las posibilidades que ofrecen los derechos individuales no se desprende –o no
necesariamente– la negación de la legitimidad de los intereses que están en juego.
Mas bien se pretende subrayar que el desarrollo de tales intereses debe realizarse en
el nivel de la sociedad civil. Nada impide que los grupos se organicen con el
propósito de difundir, desarrollar o preservar sus creencias, valores, culturas o
cualesquiera elementos que les definan y que consideren valiosos. El estado, sin
embargo, debe trascender estos deseos y necesidades particulares afirmando un
modelo político de ciudadanía expresivo de la universalidad de la vida humana.
283
Esta es una afirmación deliberadamente imprecisa. Como se explicará en el capítulo
siguiente, la idea rawlsiana de que es posible articular el contenido de la corrección política con
independencia de alguna visión comprehensiva sobre lo bueno ha sido objeto de polémica
entre los propios liberales. Algunos autores atribuyen a la neutralidad un significado distinto:
según ellos, la característica central del liberalismo es la inclinación por un compromiso
puramente procesal; si acaso se apela a ciertos valores, éstos son en sí mismos “neutrales”
(como la imparcialidad, la igual oportunidad o la consistencia en la aplicación de los principios
básicos).
284
J. Rawls, “The Priority of the Right and the Ideas of the Good”, op. cit., p. 449.
285
J. Habermas, “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía
y de la ciudadanía”, en La inclusion del otro, op. cit., p. 94.
286
Ibid., 95.
151
2.4. El cosmopolitismo como alternativa
En relación con esto último, una crítica adicional a los derechos colectivos
podría provenir de quienes defienden una concepción cosmopolita de la
democracia. Para ser exactos, esta concepción no supone un desafío dirigido
únicamente al reconocimiento de derechos a las minorías culturales. También pone
en cuestión la premisa, implícita o aceptada acríticamente por muchos teóricos
liberales, de la legitimidad del estado nacional en tanto unidad política relevante.
Como se ha observado más arriba, la filosofía liberal no suele explicar o atribuir
relevancia específica a la existencia de grupos particulares. Tampoco a la existencia
de estados concretos. Sin embargo, la idea de estado territorial autónomo como
modelo preeminente de organización política es central no sólo en la realidad actual
sino también en el pensamiento político contemporáneo. He aquí la paradoja: el
individuo sólo podrá disfrutar de derechos individuales en la medida en que
pertenezca a un estado, esto es, en la medida en que reúna la condición de
ciudadano.
Ciertamente, la tradición contractualista justifica la concentración de la
soberanía en este nivel singular basándose en que es “el pueblo” quien tiene
legitimidad para autogobernarse. Esto es, la pertenencia del individuo al estado no
equivale a la simple subordinación al poder. De acuerdo con su concepción ideal, el
estado constitucional democrático es un orden producto de la decisión de un
conjunto de individuos libres e iguales de formar una comunidad política. En este
sentido, cabe interpretar que las personas tienen deberes especiales hacia sus
compatriotas porque se han vinculado voluntariamente a participar en la
construcción de un marco institucional del que esperan obtener un beneficio
mutuo. Históricamente, sin embargo, la delimitación social del pueblo propio de un
estado obedeció a circunstancias complejas, externas a este esquema de
justificación. En concreto, sin la idea de nación, la transformación jurídico-política
152
que dio origen a la democracia hubiera carecido de fuerza motriz287. Como explica
de forma iluminadora Walker Connor:
“Ever since the abstract philosophical notion that the right to rule is vested in the
people was first linked in popular fancy to a particular ethnically defined people, a
development which first occurred at the time of the French Revolution, the conviction
that one’s own people should not, by the very nature of things, be ruled by those
deemed aliens has proved a potent challenger to the legitimacy of supranational
structures.”288
Aunque en muchos casos la pertenencia de individuos y grupos enteros a la
“nación” se logró por medios mas bien coercitivos, el nacionalismo, tal y como se
desarrolló en Europa desde finales del siglo XVIII, suministró el substrato básico
de una forma de identificación o auto-comprensión individual genuinamente
moderna289. Como ha señalado, entre otros autores, David Miller, la nacionalidad
no es tanto una práctica cooperativa sino la base para el establecimiento de dicha
práctica290. Ernest Gellner ha sugerido –a mi juicio, persuasivamente– que el
surgimiento de las naciones no fue un fenómeno en absoluto contingente, sino que
obedeció a exigencias estructurales distintivas de las sociedades industriales que
implicaron una inevitable modificación en las relaciones entre sociedad y cultura 291.
En cualquier caso, este proceso consagró a las naciones –comunidades, quizás, sólo
287
Ibid., 89. Habermas desarrolla también esta idea en su ensayo “Consciencia histórica e
identidad postradicional. La orientación de la república federal hacia Occidente” (en J.
Habermas Identidades nacionales y postnacionales, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 83-109.
288
W. Connor, “Ethnonationalism in the FirstWorld. The Present in Historical
Perspective” incluido en W. Connor, Ethnonationalism. The Quest for Understanding, Princeton
University Press, 1994, p. 169.
289
En la actualidad, constituye un lugar común en la literatura sobre nacionalismo que,
en tanto agentes políticos activos, los estados-nación no surgieron espontáneamente, sino que
fueron producto de políticas deliberadas de construcción nacional a fin de incentivar y
difundir una identidad común y un sentimiento de pertenencia capaz de sustentar la propia
existencia del estado. Acerca de este punto, W. Kymlicka, C. Straehle, “Cosmopolitanism,
Nation-States and Minority Nationalism: A Critical Review of Recent Literature”, European
Journal of Philosophy, op. cit., 73-74. En relación a los presupuestos e implicaciones de estos
procesos de construcción nacional, véase el artículo clásico de W. Connor “Nation-Building or
Nation-Destroying?”, en W. Connor, Ethnonationalism, op. cit., pp. 29-66.
290
D. Miller, “The Ethical Significance of Nationality”, Ethics 98, 1988, p. 652.
291
E. Gellner, Naciones y Nacionalismo, Madrid, Alianza Universidad, 1988.
153
imaginadas292– como únicas depositarias de la legitimidad política. Así, el artículo 3
de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 establecía que la fuente
de toda soberanía reside esencialmente en la nación y que ningún grupo ni
individuo puede ejercitar la autoridad si ésta no emana expresamente de aquella.
En la actualidad, el ideal nacional domina todavía en el pensamiento moral
común. Así lo ha señalado Charles Beitz observando que, por ejemplo, poca gente
estaría en desacuerdo con la idea de que su gobierno puede legítimamente restringir
la inmigración a fin de proteger la estabilidad y cohesión de la vida política
doméstica; o que las políticas de distribución de recursos que adoptan los estados
pueden legítimamente priorizar la erradicación de la pobreza doméstica frente la
pobreza existente más allá de las fronteras estatales293. La afirmación de Beitz
resulta, a mi modo de ver, perfectamente plausible: todos los estados liberales
adoptan este tipo de políticas y no por ello dejamos de calificarlos de este modo.
Por lo que respecta al plano teórico, la conclusión que cabe extraer es similar.
Como indica Kymlicka, si bien es cierto que autores de la talla de Rawls operan con
un modelo abstracto de la polis que no tiene en cuenta las características culturales o
identitarias de sus miembros, implícitamente se presume que las teorías de la
justicia que defienden se aplicaran dentro de las fronteras de los estados nacionales.
Es en este sentido que puede afirmarse que la mayoría de teóricos liberales son, en
verdad, liberales nacionalistas294. Ahora bien, ello no debería distraernos de advertir
que una de las fuentes de crítica importantes a la Teoría de la justicia de Rawls tiene
su origen, precisamente, en esta constatación.
En efecto, asumiendo que las sociedades nacionales constituyen esquemas de
cooperación estables y autosuficientes, Rawls restringe la pertenencia a la posición
original a los compatriotas, admitiendo la legitimidad de principios de justicia
distintos (tales como la no intervención o la ayuda mutua) para regular las
292
Referencia a la famosa expresión con que Benedict Anderson tituló su libro sobre el
origen y la difusión del nacionalismo; B. Anderson, Imagined Communities, London, Verso, 1983.
293
Ch. Beitz, “Cosmopolitan Ideals and National Sentiment”, The Journal of Philosophy,
1983, pp. 591-592.
154
relaciones internacionales295. Así, la “concepción razonable de la justicia” que Rawls
trata de formular se aplicará a la “estructura básica de la sociedad” concebida en
términos estatales. Sin embargo, autores como Kwame Anthony Appiah o el
propio Beitz impugnan esta restricción argumentando que tanto la posición original
como los principios de la justicia que de esta estrategia argumentativa se derivan
deberían suponerse globales. Ello no tanto porque los estados carezcan de auténtica
independencia (y no sean sociedades cerradas, como asume Rawls 296) o porque la
sociedad internacional constituya un esquema de cooperación estable, sino porque
el argumento pretende representar a las personas en tanto sujetos morales
iguales297. De lo contrario,
“It might be that discrimination on the basis of citizenship is like discrimination
on the basis of race or sex: priority for compatriots, like priority for whites and priority
for males, could be nothing more than a reflection of relations of social power that have
nothing, morally speaking, to be said for them.”298
Ciertamente, la creciente interdependencia de las economías domésticas, y de
los propios sistemas de comercio e inversiones –la globalización, en definitiva– son
signos que conminan a cuestionar no sólo la legitimidad sino también la
funcionalidad de la preeminencia del estado299. Ahora bien, con independencia de
294
Así lo ha mantenido Tamir en Liberal Nationalism, op. cit., p. 139.
J. Rawls, Teoría de la Justicia, op. cit., p. 22, 24-25. Rawls desarrolló los pilares de una
teoría de la justicia para las relaciones internacionales en “The Law of Peoples”, en S. Freeman
(ed.) John Rawls. Collected Papers, op. cit., pp. 529-64.
296
Ibid., 25.
297
Ch. Beitz, “Cosmopolitan Ideals and National Sentiment”, op. cit., p. 595. K. A.
Appiah, “Patriotas cosmopolitas”, comentario al ensayo de Martha Nusbaum “Patriotismo y
cosmopolitismo”; J. Cohen (comp.) Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y “ciudadanía
mundial”, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 36-37.
298
Ch. Beitz, “Cosmopolitan Ideals and National Sentiment”, op. cit., p. 593.
299
Este es el argumento original que Ch. Beitz desarrolló a finales de los años 70 (en
Political Theory and International Relations, Princeton University Press, 1979). Como Kant
argumentara en Sobre la paz perpetua (Tecnos, 6ª ed., 1998, p. 25) Beitz sostuvo que cualesquiera
personas o grupos que no puedan evitar influirse mutuamente deberían crear un derecho
común. Sobre esta base, defendía un modelo de democracia cosmopolita que conformaría la
estructura básica a la que se aplicarían los principios de la justicia rawlsianos. Sin embargo, en
el artículo mencionado, Beitz modifica explícitamente su argumento, al haber advertido que la
defensa del cosmopolitismo no debería basarse, primariamente, en la idea de que las
295
155
las discrepancias teóricas en torno a los principios y el tipo de instituciones que un
modelo de democracia cosmopolita requeriría 300, la reflexión anterior puede generar
algunas dudas adicionales acerca de la legitimidad de atribuir derechos colectivos a
las minorías culturales. En este sentido, cabría sostener, con Beitz, que priorizar la
pertenencia étnica o cultural por encima de la identidad humana universal es igual
de abominable que priorizar la nacionalidad. El argumento, en definitiva, se sigue
del planteamiento anterior.
Martha Nussbaum viene a mantener una posición semejante en su sugerente
ensayo “Patriotismo y cosmopolitismo”. Inspirándose en la novela de Rabindranath
Tagore El hogar y el mundo, y recuperando algunos textos clásicos de la filosofía
estoica, esta autora reivindica la idea del “ciudadano del mundo” como precursora
del “reino de los fines” kantiano y sostiene que nuestras obligaciones morales
emanan de nuestra pertenencia a la comunidad constituida por todos los seres
humanos. Como Beitz, Nussbaum insta a los liberales a estar a la altura de sus
aspiraciones y reconocer que las lealtades locales y los particularismos se hallan
subordinados a una lealtad más fundamental a la “comunidad mundial de la justicia
y la razón”, aún si esta comunidad “carece del colorido, intensidad y pasión que
despliega el patriotismo” y nuestra identificación con ella aparezca como una
empresa solitaria 301.
sociedades nacionales no constituyen esquemas cooperativos auto-suficientes, sino en el tipo
de capacidades morales comunes a todo individuo que Rawls presupone.
300
Como indican Kymlicka y Straehle, a excepción del modelo de gobierno cosmopolita
de David Held (Democracy and the Global Order. From the Modern State to Cosmopolitan Governance,
London, Polity Press, 1995) no existe ninguna teoría política completa de las instituciones
transnacionales. W. Kymlicka, C. Straehle, “Cosmopolitanism, Nation-States, and Minority
Nationalism: A Critical Review of Recent Literature”, European Journal of Philosophy, op. cit., p.
79. De hecho, las discrepancias acerca de lo que requiere la implementación institucional del
cosmopolitismo son enormes. Pogge, por ejemplo, considera inaceptable la concentración de
soberanía en el nivel estatal, pero se opone a un estado mundial porque cree que es sólo una
variante de la idea de preeminencia del estado. Para este autor, la mejor alternativa es una
división vertical de la soberanía que alcance a todo el mundo unida a una fuerte
descentralización del poder para permitir el funcionamiento de la democracia; Ch. W. Pogge,
“Cosmopolitanism and Sovereignty”, Ethics 103, 1992, p. 58.
301
M. Nussbaum “Patriotismo y Cosmopolitismo”, en J. Cohen (comp.) Los límites del
patriotismo, op. cit., pp. 13-29. En España, Fernando Savater sería favorable a una interpretación
156
En conclusión, la asignación de relevancia moral a particulares identidades,
culturas o formas de vida por parte de los defensores de los derechos colectivos,
¿no implica magnificar lo que nos separa en lugar de resaltar lo que nos une
menospreciando, de este modo, nuestra común humanidad? Dicho de otra forma:
reclamar el reconocimiento de estas adhesiones menores, ¿no significa otorgar valor
a cierta clase de apegos emocionales de carácter irracional que sería mejor reprimir?
En definitiva, la defensa de los derechos colectivos, en la medida en que se base en
que nuestros co-nacionales, o quienes comparten nuestra identidad, étnia o cultura
tienen “algo especial”, estaría originada en una mentalidad particularista opuesta a
la aspiración universalizadora del cosmopolita. Si a ello se añade, en la línea de
autores como Nussbaum, que el cosmopolitismo es –o debería ser– un fin
importante en la teoría liberal, liberalismo y derechos colectivos vendrían a ser
inconciliables. Asimismo, fenómenos como el nacionalismo, o discursos como el
del multiculturalismo y la política de la diferencia, vendrían a ser síntomas de la
incapacidad humana para lograr la clase de civilización o progreso moral
substantivo que evoca aquel ideal.
3.
Planteamiento de los siguientes capítulos
Distintos rasgos de la teoría liberal invitan, pues, a rechazar la idea de que la
pertenencia individual a culturas concretas tenga valor moral y a descartar, por
consiguiente, la legitimidad de asignar un estatus jurídico especial a un grupo en
virtud de sus peculiaridades culturales. Sin embargo, a mi juicio, las objeciones
expuestas tampoco constituyen obstáculos insalvables. Como se mostrará a lo largo
de los capítulos siguientes, los derechos colectivos pueden justificarse a partir de los
en este sentido. Para este autor, la defensa de los derechos colectivos obedece a un culto
diversificador que se opone a la raíz igualitaria de los derechos individuales. Según Savater,
sólo estos últimos derechos tienen en cuenta que las raíces humanas son lo que toda persona
comparte y lo único que tiene un peso moral significativo. Savater ha mantenido esta opinión
en varios ensayos periodísticos (El País, 13-12-1996, p. 17) y en Contra las patrias (Barcelona,
Tusquets, 1984) donde se manifiesta “sobre todo a favor del internacionalismo, que fue y
sigue siendo la verdadera gran idea progresista desde que el viejo Demócrito dijo en Grecia
que la patria del sabio es el mundo entero”.
157
mismos principios básicos que subyacen a la filosofía liberal. Sin duda, mantener
esta tesis requerirá poner en tela de juicio determinadas interpretaciones del
contenido o el alcance de algunos de estos principios. Ello no significa, sin
embargo, que se esté sugiriendo su abandono en aras de un paradigma distinto. En
este sentido, los argumentos que se exponen no constituyen un desafío radical a los
postulados metodológicos y substantivos de la doctrina liberal sino, más bien, una
crítica a algunas versiones de estos presupuestos. De lo que se tratará, entonces, es
de explorar de qué forma ideales abstractos como el de libertad, igualdad o
neutralidad inciden sobre la cuestión de la identidad cultural y, en concreto, sobre la
posición que ocupan las minorías en los estados democráticos. En última instancia,
este análisis pretende persuadir de que:
existen buenas razones para mantener que determinadas concepciones acerca
de lo que el liberalismo exige al estado y a los ciudadanos sitúan a las minorías
culturales en una posición manifiestamente injusta;
remediar esta injusticia requiere alguna teoría sobre los derechos de las
minorías que, eventualmente, podría integrar distintos argumentos de forma
comprehensiva;
probablemente, la ventaja principal de contar con dicha teoría sea, no tanto la
de permitirnos abogar por una transformación dramática de las prácticas de los
estados democráticos, como la de dotar de sentido a políticas e instituciones que,
de hecho, ya existen en muchos de estos estados. Al mismo tiempo, los parámetros
teóricos que se proponen sugieren la viabilidad de enmarcar dentro de los
presupuestos clásicos de justificación de los derechos humanos la creciente
tendencia en el ámbito del derecho internacional a la protección específica de las
minorías.
Antes de pasar a enunciar más detalladamente el contenido de esta segunda
parte del trabajo, es importante realizar dos breves precisiones acerca del modo en
que su objeto está delimitado.
158
En primer lugar, el propósito es analizar aquellos argumentos en defensa de
los derechos colectivos de las minorías culturales que ocupan un lugar central en la
literatura sobre este tema. No obstante, cabría pensar en fundamentaciones
adicionales de estos derechos cuyo estudio en profundidad se ha descartado por
razones metodológicas (me refiero, sobre todo, a los argumentos que hacen
hincapié en la relevancia moral de los pactos históricos y a los que se basan en
criterios de compensación por injusticias cometidas en el pasado). Por tanto, debe
tenerse en cuenta que la discusión que sigue en ningún caso tiene pretensión de
exhaustividad ni excluye la posibilidad de otros planteamientos.
En segundo lugar, puesto que el objeto es examinar la moralidad de los
derechos colectivos en general, el desarrollo de los distintos argumentos se realiza
en un nivel abstracto. Es decir, en principio, no se proveen justificaciones concretas
para particulares tipos de reivindicaciones. A éstas sólo se alude en la medida en
que sean relevantes para clarificar el alcance de los argumentos generales. Como se
ha señalado en varias ocasiones, si algo caracteriza el debate sobre el
multiculturalismo es la extraordinaria heterogeneidad de las demandas que se
discuten. En todo caso, desde mi punto de vista, sólo si contamos con una
perspectiva general que incluya los argumentos filosóficos más relevantes estaremos
en disposición de evaluar cuestiones normativas de carácter más específico.
¿Cuáles son estos argumentos? Por una parte, como hemos visto, el énfasis en
la neutralidad del estado constituye un lugar común en la doctrina liberal. Sobre
esta base, muchos autores interpretan que el significado del laicismo en nuestros
días se extiende más allá de la esfera religiosa para abarcar la no intervención del
estado en materia cultural. Por otra parte, el ideal de neutralidad se ha relacionado
con la exigencia de un contenido uniforme de la ciudadanía. El objeto de los
siguientes dos capítulos (VI y VII) es desafiar esta interpretación mostrando, en
primer lugar, que el estado no puede, de facto, atribuirse una completa indiferencia
cultural y, en segundo lugar, que esta versión de lo que requiere cumplir con la
neutralidad distorsiona el significado y justificación originales de este principio
159
dentro de la propia tradición liberal. Una vez clarificadas ambas cuestiones, podrá
advertirse que la propuesta de garantizar a las minorías culturales la libertad
negativa en el ámbito de lo privado resulta insatisfactoria.
Ahora bien, aun si aceptamos la conclusión anterior, puede que existan
razones importantes para justificar determinadas políticas de asimilación y
homogeneización culturales, a fin de lograr que las fronteras estatales sean
congruentes con las de la nacionalidad. Ésta es una de las tesis centrales que
identifica a una corriente revisionista dentro del liberalismo que, a lo largo de la
última década, se ha ocupado de resaltar los vínculos entre esta teoría y el
nacionalismo. Como se explicará, la idea general es que tales medidas pueden
considerarse legítimas en la medida en que estén encaminadas a promover valores o
bienes sociales –como la unidad, la confianza, la solidaridad– necesarios para
posibilitar la justicia o el buen funcionamiento de la democracia. De asumirse esta
hipótesis, el estado no estaría moralmente obligado a ser imparcial con respecto a
los distintos grupos culturales que conviven en su territorio. En este sentido, se
mantendría incólume la premisa inicial: la asimilación no plantea dilemas de
naturaleza ética –aunque sí, tal vez, de naturaleza práctica– porque tanto la
diversidad cultural como la pertenencia de los individuos a una cultura serían, en sí
mismas, moralmente irrelevantes (afectando, máxime, a preferencias de orden
secundario).
El objeto del capítulo octavo es refutar la validez de una suposición de esta
índole (VIII). Con este propósito, se analizan varios argumentos acerca de la
relevancia instrumental e intrínseca de la pertenencia cultural en torno a los cuales
gira buena parte de la controversia sobre los derechos colectivos. Aunque las
razones intrumentales de justicia compensatoria y las relacionadas con los límites
del humanismo global no pueden ser ignoradas, los derechos colectivos pueden
justificarse como derechos básicos. Esta tesis se basa en las teorías articuladas a lo
largo de la última década por dos importantes teóricos del multiculturalismo: Will
Kymlicka y Charles Taylor. Ambos argumentos conforman los pilares de una
160
versión del liberalismo que acepta parte de la crítica comunitarista a la concepción
atomista del individuo y mantiene que los estados liberal-democráticos no sólo
deberían garantizar los derechos civiles y políticos de la ciudadanía, sino también
acomodar las distintas identidades de los miembros de grupos etnoculturales 302. En
los últimos años, otros prestigiosos filósofos y juristas (como Joseph Raz, Avishai
Margalit, Yael Tamir, Michael Walzer o Jeremy Waldron) han realizado
contribuciones significativas a esta discusión. A estas aportaciones se hará
referencia al objeto de precisar, matizar, criticar o ampliar las ideas anteriores. El
último capítulo (IX) se detiene en explorar distintas implicaciones de las teorías
expuestas, en particular, por lo que se refiere a la cuestión de los límites al
pluralismo cultural. Demandas como las de las minorías antiliberales y las de
algunos grupos étnicos servirán de test de evaluación del alcance de estas teorías,
permitiéndonos realzar su fuerza relativa o bien su debilidad. Una vez concluido
este análisis, podrá constatarse que existe un abanico de argumentos que deberían
combinarse en una teoría comprehensiva de los derechos colectivos y que estos
argumentos tienen su arraigo en valores firmemente arraigados en la tradición
liberal.
302
W. Kymlicka, “Introduction: An Emerging Consensus?”, en el número especial de
Ethical Theory and Moral Practice, sobre “Nationalism, Multiculturalism and Liberal Democracy”,
Kluwer, 1998, p. 148.
161
CAPÍTULO VI. MULTICULTURALISMO Y NEUTRALIDAD ESTATAL
(I): PERSPECTIVAS DESDE EL IDEAL DE TOLERANCIA
1.
Planteamiento
El estado liberal moderno enfatiza su papel de mediador central,
absteniéndose de realizar cualquier intervención que promueva particulares planes
de vida o concepciones del bien y asegurando, en cambio, la igual oportunidad de
todos los ciudadanos a la hora de perseguir sus fines particulares. Uno de los
objetos de este primer capítulo dedicado al tema de la neutralidad es explorar los
fundamentos de una aproximación al problema del multiculturalismo guiada por
este parámetro. Como ya se indicó, si bien las premisas que rigen esta aproximación
difieren substancialmente de las que subyacen a las propuestas de reconocimiento
de derechos colectivos, ambas se proponen acomodar las demandas de las minorías
culturales.
Emitir un juicio sobre la mayor adecuación de una u otra estrategia a este fin,
así como sobre su compatibilidad o incompatibilidad con el liberalismo, requiere,
previamente, adoptar algún criterio respecto de una cuestión en modo alguno
pacífica: la justificación del ideal de neutralidad. En especial, si se tiene en cuenta
que los partidarios de afrontar los retos del multiculturalismo a partir de la idea de
tolerancia insisten en que este enfoque es el único compatible con seguir
manteniendo la neutralidad como una las señas de identidad del liberalismo. Una
vez examinada esta cuestión, el siguiente capítulo aborda el problema central que
aquí nos preocupa, esto es, en qué medida puede afirmarse que el argumento de la
neutralidad constituye una objeción relevante al reconocimiento de derechos
colectivos.
162
2.
Tolerancia y neutralidad
La defensa del principio de neutralidad estatal constituye un rasgo común a
algunas de las doctrinas liberales contemporáneas más influyentes303. Autores como
Dworkin, Rawls o Ackerman apelan a este principio como criterio de evaluación de
la legitimidad de las decisiones políticas e incluso de las estructuras de poder
estatales. A diferencia de la honestidad o de la generosidad, la neutralidad es una
virtud política: mientras que no es incorrecto que una persona se decante por una
cierta concepción de la vida buena, sí lo es si esta persona es un actor político en el
desempeño de alguna función pública304. Es importante anotar que, aunque el uso
del término “neutralidad” sólo adquiere verdadera preeminencia en la teoría liberal
moderna, el germen de la idea que denota esta expresión se halla en la antigua
preocupación por la tolerancia en materia religiosa que condujo, en los siglos XVI y
XVII, a propugnar la separación de Iglesia y Estado.
En efecto, ensayos tan célebres como Sobre la Libertad, de John Stuart Mill, o la
Carta sobre la Tolerancia, de John Locke, pueden interpretarse como disertaciones
filosóficas acerca de los límites de la interferencia legítima del estado o de la
sociedad en el ámbito privado. Hasta entonces, la respuesta política más frecuente
hacia los grupos que disentían de los valores y creencias religiosas predominantes
había sido la condena y la represión. De ahí que Mill se hallara convencido de que
establecer aquellos límites y mantenerlos era una tarea tan indispensable como
prevenir el despotismo político305. Dejando de lado la oscuridad de su noción de
daño y de su idea de intereses humanos –que, según algunas críticas persistentes,
inciden de forma importante en la aplicabilidad de la prioridad del principio de
libertad306–, Mill, al igual que Locke, sostuvo que hay una esfera irreductible de
303
W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea. Una introducción, Barcelona, Ariel, 1995, pp.
219-27.
304
J. Waldron, “Legislation and Moral Neutrality”, en sus Liberal Rights. Collected Papers,
1981-1991, op. cit., p. 154.
305
J. Gray (ed.), John Stuart Mill. On Liberty and Other Essays, Oxford World’s Classics,
1991, p. 9. En el mismo sentido, J. Locke, Carta sobre la Tolerancia, Madrid, Tecnos, 1985, p. 23.
306
Al respecto, véase la introducción de John Gray a la colección de ensayos anterior.
163
autodeterminación individual respecto de la cual el estado debe permanecer al
margen:
“There is a sphere of action in which society, as distinguished from the individual,
has, if any, only an indirect interest; comprehending all that portion of a person’s life
and conduct which affects only himself. (...) This, then, is the appropriate region of
human liberty. It comprises, first, the inward domain of consciousness; demanding
liberty of conscience, in the most comprehensive sense; liberty of thought and feeling;
absolute freedom of opinion and sentiment on all subject, practical or speculative,
scientific, moral, or theological.”307
Ya desde sus albores, pues, la corriente liberal se caracterizó por la adopción
de una determinada postura acerca de la actitud que el estado debe adoptar
respecto de las particulares concepciones del bien que mantienen sus ciudadanos.
Es así como la doctrina de la tolerancia se conecta con la defensa del principio de
neutralidad estatal y del derecho de asociación voluntaria como mecanismos
idóneos de garantía de la libertad individual.
Al mismo tiempo, la tolerancia jugó un rol crucial en la vinculación entre
liberalismo y pluralismo, delineando las pautas para hacer frente a la diversidad –en
especial, la que provenía de las diferencias religiosas tras la división interna en el
cristianismo– que se percibía como una de las principales fuentes de tensión social
capaces de amenazar la estabilidad del orden político308. Como indica Walzer en su
excelente análisis de distintos regímenes políticos históricos a la luz de la forma en
que institucionalizaron este ideal, al comienzo, no se trató tanto de una
complacencia en la diversidad, ni mucho menos de una afirmación entusiasta de la
diferencia, como de argumentar que el respeto de la pluralidad de valores, prácticas,
o formas de vida existentes en una comunidad resultaba crucial para la
307
Ibid., p. 16.
Sobre la conexión entre liberalismo y pluralismo a través de la idea de tolerancia, S.
Lukes, Moral Conflicts and Politics, Oxford, Oxford University Press, 1991, pp. 17-8.
308
164
perpetuación de la unidad política o la paz social309. En nuestros días, muchos
siguen viendo en las demandas de reconocimiento que plantean distintos grupos
minoritarios un síntoma de la debilidad de las bases de la asociación
constitucional310. Esta preocupación constante explica que uno de los temas
recurrentes en la filosofía política de los últimos años haya sido la configuración de
estructuras institucionales –delimitadoras de los cauces de una relación aceptable
entre mayorías y minorías– capaces de subsistir a pesar del pluralismo.
En la teoría liberal contemporánea, el principio de neutralidad continúa
asociándose a la tesis del estado liberal como estado no virtuoso, que no promueve
ninguna idea de la vida buena ni trata de moldear a sus ciudadanos de conformidad
con algún estándar de moralidad tradicional. De este modo, el estado no debe
juzgar qué planes de vida merecen mayor respeto ni apoyar unas formas de vida
por encima de otras. Por el contrario, una de sus funciones principales consiste en
proveer un marco neutral donde sea posible desarrollar las distintas –aún
potencialmente conflictivas– doctrinas éticas o religiosas comprehensivas que
configuran la identidad moral de los individuos311.
En consonancia con esta tradición, Dworkin afirma que el liberalismo requiere
que el gobierno sea neutral en lo concerniente a la cuestión de la vida buena. En su
opinión, éste es el elemento principal que identifica a esta corriente frente al
conservadurismo312. Asimismo, en la versión del estado liberal de Ackerman, la
309
M. Walzer, On Toleration, New Haven, Yale University Press, 1997, p. 10. Según
Walzer, ésta es la premisa que regía la versión de la tolerancia que informaba los arreglos
políticos en los antiguos imperios multinacionales como Persia o Roma.
310
Con referencia a este tipo de demandas, James Tully indica que “(they) are seen to be
a threat to the unity of a constitutional association and the solution is to assimilate, integrate
or transcend, rather than recognise and affirm, cultural diversity.” J. Tully, Strange Multiplicity.
Constitutionalism in an Age of Diversity, op. cit., p. 44.
311
Por “doctrinas comprehensivas” se entienden aquellas concepciones religiosas y
filosóficas que proveen un esquema de pensamiento en el que se articulan todos los valores y
virtudes reconocidas. De ahí el predicado de “comprehensividad”: porque se aplican al más
amplio conjunto de materias, incluyendo concepciones acerca de lo que es valioso en la vida
humana así como ideales de carácter y virtud, e informan gran parte de nuestra conducta tanto
personal como política. Cfr. J. Rawls, “The Priority of the Right and Ideas of the Good”, op.
cit., p. 450.
312
R. Dworkin, A Matter of Principle, op. cit., p. 191.
165
neutralidad opera como una restricción esencial a la clase de razones admisibles en
el ámbito de lo político, delimitando la raíz del fundamento de la oposición liberal
al paternalismo. Para Ackerman, ninguna razón es una buena razón –supóngase,
para la adopción de un determinado curso de acción o medida legislativa– si
requiere que el titular del poder sostenga que su concepción del bien es mejor que
la afirmada por cualquiera de sus conciudadanos313. Con algunos matices
importantes que se destacarán más adelante, éste es también el enfoque de Rawls al
establecer una precedencia de lo correcto sobre lo bueno314.
Como se puso de relieve en el capítulo anterior, la comprensión del ideal de
neutralidad como elemento central del liberalismo constituye una de las objeciones
más importantes al reconocimiento de derechos colectivos a las minorías en los
estados multiculturales. Para los autores que caracterizan la política liberal como
carente de cualquier impregnación ética, la idea de que nuestros valores políticos
requieren estos derechos es errónea. Ciertamente, como también se observó, este
rechazo no suele fundarse en un recelo hacia los intereses individuales en la
pertenencia a distintos grupos identitarios. Por el contrario, desde los presupuestos
de la doctrina clásica de la tolerancia bien podría considerarse que nuestros actuales
contextos de vida hacen que asegurar la neutralidad devenga una exigencia, si cabe,
todavía más insoslayable. De hecho, no deja de ser significativo que la renovada
popularidad de esta doctrina se deba, en buena medida, al auge del debate sobre el
multiculturalismo.
Así, recientemente, autores como Chandran Kukathas, William A. Galston o
José Antonio Aguilar Rivera han reclamado el valor independiente de la tolerancia
en la tradición liberal, considerando que ésta es la respuesta más consistente a las
313
B. Ackerman, Social Justice in the Liberal State, op. cit., pp. 10-1.
Thomas Nagel interpreta en este sentido (como vinculadas al principio de tolerancia y
a la imparcialidad del estado ente las distintas concepciones del bien que mantienen los
ciudadanos) las versiones del liberalismo contemporáneas de Rawls, Dworkin y Ackerman en
“Moral Conflict and Political Legitimacy”, Philosophy and Public Affairs, nº 16, 1987, pp. 223-7.
314
166
demandas que plantean las minorías culturales 315. Muy sintéticamente, el argumento
sería el siguiente: puesto que los ciudadanos de sociedades multiculturales
complejas deben confrontar en sus experiencias cotidianas la diversidad de formas
culturales que conforman sus distintas identidades morales, es especialmente
importante que el estado no aparezca como un ente que intercede en este proceso
de colisión entre culturas mayoritarias y minoritarias, alentando o promoviendo a
una o varias de ellas. En principio, esto sería lo que ocurriría en el caso de que se
adoptara alguna política de reconocimiento de determinados grupos minoritarios
que implicara la atribución de derechos especiales. Por esta razón, se insiste en que
el estado no debe verse como una comunidad más entre las existentes, sino como
una asociación de asociaciones, como un acuerdo político que las engloba a todas,
sin que importe su medida o la forma que adopten:
“The state is a political settlement which encompasses these diverse associations;
but it is not their creator or their shaper. This holds all the more strongly if the state is
claimed to be a liberal state. The liberal state does not take as its concern the way of life
of its members but accepts that there is in a society a diversity of ends –and of ways in
which people pursue them. It does not make judgements about whether those ways are
good or bad, liberal or illiberal.”316
Si, por el contrario, los poderes públicos actúan como una especie de
autoridad última, determinando lo que es moralmente aceptable –subraya
Kukathas– “liberalism is lost”317.
En la misma línea, Galston reivindica una concepción del liberalismo que
tome en serio la diversidad. Esta idea se plasma en lo que este autor denomina “the
Diversity State” que requiere, como elemento central, “a strong system of
tolerance”, que implica “a cultural disestablishment, parallel to religious
315
Ch. Kukathas, “Cultural Toleration”, en I. Shapiro, W. Kymlicka (eds.) Ethnicity and
Group Rights, op. cit., pp. 69-104; W. A. Galston, “Two Concepts of Liberalism”, Ethics 105,
1995, pp. 516-534; J. A. Aguilar Rivera, “La casa de muchas puertas: Diversidad y tolerancia”,
en M. Carbonell, J. A. Cruz Parcero, R. Vázquez (comp.) Derechos sociales y derechos de las
minorías, México, UNAM, 2000, pp. 87-110.
316
C. Kukathas, “Cultural Toleration”, op. cit., p. 94.
167
disestablishment”318. Galston favorece esta concepción porque considera que
“properly understood, liberalism is about the protection of diversity, not the
valorization of choice”319; según él, históricamente, la estrategia que resultó decisiva
para el desarrollo del liberalismo fue la de aceptar las diferencias a través de la
tolerancia mutua. También Waldron, ha comparado la protección del derecho a la
cultura con el derecho a la libertad religiosa señalando que ambas cuestiones
merecen el mismo tratamiento:
“We no longer think it true that everyone needs some religious faith or that
everyone must be sustained in the faith in which he was brought up. A secular lifestyle is
evidently viable, as is conversion from one church to another. Few would think it right
to extirpate religious belief in consequence of these possibilites. But equally, few would
think it right to subsidize religious sects merely in order to preserve them. If a particular
church is dying out because its members are drifting away, no longer convinced by its
theology or attracted by its ceremonies, that is just the way of the world. It is like the
death of a fashion or a hobby, not the demise of anything that people really need.”320
En definitiva, una vieja herramienta de la tradición liberal, la idea de
tolerancia, ya permite salvaguardar el pluralismo en contextos multiculturales, sin
que sea necesario recurrir a la noción de derechos colectivos. Atendiendo a esta
reflexión, Aguilar Rivera se extraña de que este componente esté siendo
infravalorado a la hora de confrontar los retos que plantea la diversidad cultural en
aras de –lo que considera– un revisionismo radical de los presupuestos del
liberalismo. Más todavía: a este autor le parece una ironía que entre los teóricos
anglosajones contemporáneos “esté de moda menospreciar a la tolerancia como
una herramienta vetusta e inútil para solucionar los problemas que entraña la
diversidad cultural”; en su opinión, es lamentable que los herederos naturales de
317
Ibid., 92.
W. A. Galston, “Two Concepts of Liberalism”, op. cit., pp. 524, 528.
319
Ibid., p. 523.
320
J. Waldron, “Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative” en W. Kymlicka,
The Rights of Minority Cultures, op. cit., p. 100.
318
168
Locke hayan desconocido la potencialidad de este instrumento cuyo valor
intrínseco debe rescatarse321.
Por otra parte, aunque en conexión con lo anterior, el deber de neutralidad del
estado también se ha justificado como requisito sine qua non de igualdad entre los
distintos grupos. Siguiendo a Dworkin, puesto que los ciudadanos difieren en sus
ideales acerca de lo que es una vida valiosa, la preferencia pública de una
concepción a otra, ya sea por estar más extendida o porque la mantiene el grupo
más poderoso, redundaría en la discriminación de las perspectivas o puntos de vista
minoritarios322. De forma similar se expresa Prieto Sanchís, para quien, en la
actualidad, promover la igualdad requiere extender el significado del laicismo más
allá de la esfera religiosa, para comprender el ámbito cultural323. El principio del
respeto igualitario exige que se trate a las personas sin tener en cuenta sus
diferencias religiosas, étnicas o culturales. Por esta razón, la teoría de la igualdad
ante la ley se basa en la existencia de un estatuto jurídico común para todos los
ciudadanos, en una constitución que les otorga un mismo conjunto de libertades
subjetivas que habilita para la realización personal. En este sentido, el derecho
individual a no ser discriminado no es más que una extensión natural de la
concepción liberal clásica de los derechos civiles y políticos324.
El principio de neutralidad, por tanto, se asocia a la idea de un contenido
uniforme de la ciudadanía liberal. Ésta se define como pertenencia a la comunidad
política; en tanto estatus jurídico, denota una relación política única, recíproca y
directa entre individuo y estado325. Este legado de las revoluciones liberales justifica
la reticencia a entender que la pertenencia a una minoría cultural o a cualquier
grupo identitario puede generar alguna clase de diferenciación en cuanto a los
321
A este fin dedica el autor su escrito. J. A. Aguilar Rivera, “La casa de muchas puertas:
diversidad y tolerancia”, op. cit., p. 224.
322
R. Dworkin, A Matter of Principle, op. cit., p. 191.
323
L. Prieto Sanchís, “Igualdad y minorías”, op. cit., pp. 125-7.
324
J. Raz, “Multiculturalism: A Liberal Perspective”, en J. Raz, Ethics in the Public Domain,
op. cit., p. 173.
325
Véase R. Brubaker, Citizenship and Nationhood in France and Germany, Cambridge, Mass.,
Harvard University Press, 1992, pp. 35-50.
169
derechos. Más concretamente, la idea de que los principios liberales puedan
interpretarse o aplicarse de forma distinta en función de los contextos culturales se
considera inadmisible. La posición liberal dominante mantiene que, en la medida en
que los derechos individuales se hallen firmemente protegidos, ningún derecho
colectivo es necesario: asignar los mismos derechos a todos los ciudadanos –
derechos como la libertad de asociación, religión, expresión, movilidad geográfica,
etc.– constituye el mejor sistema para garantizar, indirectamente, las formas
legítimas de diversidad en una sociedad democrática.
En el contexto de la relación entre grupos, la versión puramente negativa de la
tolerancia (“vive y deja vivir”) exige que la mayoría se abstenga de interferir en las
creencias, valores o formas de vida de las minorías. En términos generales, las
desviaciones de este principio se justifican, precisamente, para contribuir a su
efectividad. Así, típicamente, las medidas compensatorias o las políticas de
discriminación inversa se proponen para aquellos supuestos en los que el deber de
neutralidad se ha infringido previamente. Por ejemplo, porque el estado ha estado
activamente involucrado en prácticas de persecución u opresión de las formas de
vida de algunas minorías y los efectos de estas prácticas continúan obstaculizando
la integración social plena de los miembros de estos grupos. Por ello, tal como se
sostuvo en el capítulo tercero, desde la corriente del liberalismo igualitario esta
clase de medidas se contemplan, no como una desviación de los presupuestos
básicos de la teoría liberal, sino como un mecanismo para su efectividad. La idea
básica es que el reconocimiento formal de los derechos, o el respeto a la dimensión
negativa de la libertad, son insuficientes para alterar la percepción o consideración
social que la mayoría tiene respecto de ciertos grupos. En este contexto, se
requieren políticas activas para modificar actitudes o prejuicios arraigados que
contribuyen a perpetuar la situación de vulnerabilidad especial en que se hallan
algunas categorías de individuos y que impiden que la libertad y la igualdad sean
reales para todos. Mediante esta reformulación, se logra equilibrar dos valores en
170
constante tensión en el seno de la tradición liberal: libertad e igualdad326. Pero el
ideal, insisto, es la aspiración hacia una sociedad ciega a la diferencia (colour-blind
society) en la que el estado ni promueve ni impide que los grupos celebren o
expresen sus particulares identidades. En terminos de Kymlicka –adaptando, en
este punto, una expresión de Nathan Glazer– el estado responde con una “benigna
dejadez” (bening neglect)327.
Nótese que el elemento central aglutinador de los argumentos anteriores es
que las distintas prácticas culturales, en tanto que reflejo de fines colectivos e
ideales morales diversos, tendrán igual oportunidad de converger y probar su
capacidad de atraer adhesiones entre los ciudadanos en el terreno de la sociedad
civil328. Como se indicó, éste es el fundamento de la relevancia que los liberales
326
Alguien podría replicar que el hecho de que todos los estados hayan estado
implicados en algún u otro momento de su historia en la perpetuación de la discriminación
hacia determinados grupos hace que sea absurdo pensar en estas medidas políticas como algo
de carácter excepcional, restringido o temporal. Personalmente, comparto plenamente este
juicio. Si, en la práctica, la igualdad nunca ha sido efectiva (en el caso de la mujer, por ejemplo,
parece evidente que ésta raramente ha sido tratada por alguna sociedad como un fin en si
misma), resulta cuanto menos irónico considerar que este principio es la regla que,
ocasionalmente, admite excepciones. Creo que éste es uno de los puntos más relevantes que
defensoras de la política de la diferencia –como Young– nos instan a tomar en serio. Por otra
parte, la corriente feminista ha analizado con detenimiento las distintas formas en que el
estado moderno y el ámbito público de la ciudadanía han establecido, como si de valores
universales se tratara, normas y parámetros derivados de experiencias específicamente
masculinas. Sin embargo, por muy radicales que sean las transformaciones políticas y jurídicas
que exija revertir esta situación en algunas sociedades democráticas, ello no es óbice para que,
en el plano normativo, los liberales sigan manteniendo que el presupuesto de la neutralidad
está justificado en condiciones de igualdad social. Como defiende Martha Nussbaum en su
magnífica obra Sex and Social Justice, feminismo y liberalismo no sólo son compatibles sino que
la crítica feminista podría entenderse como contribución a una mejor versión, más coherente,
de la propia tradición liberal (M. Nussbaum, Sex and Social Justice, New York, Oxford
University Press, 1999, cap. 2).
327
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 3. Kymlicka observa que, en Estados
Unidos, la famosa sentencia de la Corte Suprema en el caso Brown v. Board of Education (que
desmanteló el sistema de segregación racial de los niños en las escuelas sureñas) tuvo una
influencia fundamental en la indicada doctrina. Así, el modelo de justicia racial de Brown se
invocó en el marco del problema de las minorías nacionales, entendiéndose que la instauración
de instituciones separadas para estos grupos no era distinta de la segregación racial y que los
objetivos prioritarios debían ser la efectiva integración social de estos grupos. Ibid., pp. 58-9.
328
Aunque el concepto de sociedad civil es controvertido, en la teoría política actual
suele emplearse para delimitar el espacio de interacción público existente entre las estructuras
burocráticas del estado y de la economía y la esfera privada de la familia y de las relaciones
171
otorgan al mantenimiento de una separación estricta entre lo público y lo privado –
o, si se prefiere, entre lo político y lo social. Basándose en esta distinción, los
partidarios de enfocar el problema del multiculturalismo a través de la idea de
tolerancia confieren un valor crucial al derecho de asociación individual329.
Por supuesto, el alcance de este modelo de acomodación de los intereses de
las minorías culturales no está exento de límites. En particular, no permite
garantizar la integridad de los distintos grupos existentes o su pervivencia a lo largo
del tiempo. Sólo la perseverancia de los individuos en su asociación cooperativa
para el mantenimiento y transmisión de estos valores, unida a la capacidad de
atracción que generen determinadas formas de vida, podrá lograr este fin. En otra
palabras: la vitalidad de las culturas dependerá, en última instancia, de la propia
vitalidad de las asociaciones que las promueven, de su capacidad para atraer nuevos
“simpatizantes” o de su habilidad para transmitir el significado de determinadas
prácticas o tradiciones a sucesivas generaciones. De hecho, los proponentes de este
modelo se congratulan de esta limitación, que entienden plenamente justificada: del
mismo modo que se afirma que la desigualdad social que surge de transacciones
voluntarias entre titulares de los mismos derechos es justa, la desigualdad cultural
procedente de la competencia en el “mercado cultural” también lo sería. Es cada
persona quien, en el ejercicio de su autonomía, debe poder decidir, de entre las
opciones que se le ofrecen aquella o aquellas que considere más atractivas.
Podemos lamentar que el resultado de las múltiples elecciones realizadas por los
individuos a lo largo del tiempo conduzca al decaimiento o a la imposibilidad de
subsistencia de determinadas culturas que, según nuestra opinión subjetiva, eran
valiosas. Pero en la medida en que esta consecuencia sea producto de la libertad
íntimas o de amistad. Quienes, como los neo-marxistas, buscan la revigorización de esta
tercera esfera, suelen criticar al liberalismo la distinción simplista entre lo público y lo privado,
o entre estado y sociedad. Sobre el concepto de sociedad civil, véase M. Walzer, “The Concept
of Civil Society”, en M. Walzer (ed.) Toward a Global Civil Society, Providence, Bergahn Books,
1995, pp. 7-28.
329
W. A. Galston, “Two Concepts of Liberalism”, op. cit., pp. 531-3. Ch. Kukathas, “Are
There Any Cultural Rights?”, en W. Kymlicka (ed.) The Rights of Minority Cultures, op. cit., pp.
238-9; J. A. Aguilar Rivera, “La casa de muchas puertas: diversidad y tolerancia”, op. cit., p. 230.
172
individual no debe asumirse como injusta: el propósito de los derechos no es
preservar la integridad cultural sino garantizar la libertad de los individuos. Como
mantiene Habermas,
“Desde los presupuestos del estado de derecho sólo cabe posibilitar ese
rendimiento hermenéutico de la reproducción cultural de los mundos de la vida, ya que
una garantía de supervivencia habría de robarle a los individuos la libertad de decir sí o
no.”330
En suma, la prioridad indiscutible es la libertad individual. Esta fórmula de
respeto a las diferencias no desea apelar a los derechos colectivos ni conferir
reconocimiento público alguno a los fines comunitarios con el propósito de
garantizar la integridad de determinadas culturas. Así se evita –mantienen sus
proponentes– que las relaciones de poder dentro de los grupos voluntariamente
organizados degeneren en la opresión de algunos de sus miembros. Si esto sucede,
la intervención del estado se justifica para garantizar el principio de libertad. En
general, la frontera de la tolerancia se sitúa en la protección de los derechos y
libertades individuales.
Sin embargo, en este punto encontramos un amplio espectro de posiciones
que interpretan de forma radicalmente distinta el criterio abstracto del daño
propuesto por Mill. Esta cuestión se retomará más adelante en este capítulo. Por el
momento, importa destacar que aquellos autores que suscriben la teoría liberal
clásica pero, al mismo tiempo, están preocupados por lograr una acomodación lo
más extensa posible de la diversidad suelen argumentar que prevenir el daño
requiere, únicamente, asegurar el derecho a desvincularse del grupo. Como se
apuntó en el capítulo anterior, ésta es la vía que sigue Kukathas: habiendo relegado
el problema del multiculturalismo al ámbito del derecho de asociación, este autor
330
J. Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el estado democrático de derecho”,
en su obra La inclusión del otro. Estudios de Teoría Política . Paidós, 1999, p. 210. Esta perspectiva
conduce a Habermas a rechazar la necesidad de la idea de derechos colectivos. No obstante,
como se explicará más adelante, tampoco este rechazo significa que este autor considere prima
facie ilegítimas las demandas de reconocimiento de la identidad cultural. En este sentido, su
posición es análoga a la de Pogge o Kukathas.
173
confiere un valor crucial al right to exit, que presenta como corolario de la versión de
liberalismo que suscribe331. Garantizar a los miembros disidentes la posibilidad de
abandonar el grupo permite proteger su libertad de opción, en tanto derecho a
revisar la solidez de los valores o creencias que una vez les impulsaron a asociarse.
Al mismo tiempo, esta solución respeta la libertad de consciencia de quienes
prefieren seguir vinculados a un determinado proyecto colectivo, incluso si éste se
caracteriza por el interés en perpetuar modos de vida tradicionales de carácter no
liberal.
En cierto modo, pues, la posibilidad de que exista injusticia en el seno de una
comunidad es ineliminable. Sin embargo, ni Galston ni Kukathas se oponen a que
la estructura interna de los grupos refleje valores antiliberales; siempre que las
libertades de entrada y salida se hallen celosamente custodiadas por el estado, los
liberales deberán aceptar esta consecuencia. Básicamente, porque una actitud
intrusiva vulneraría la premisa de que el individuo es el autor de su propia vida, sin
que pueda ser compelido a aceptar determinada concepción de lo que es valioso332.
Así, la no injerencia del estado en las formas de organización de sectas religiosas
como los Amish o el Opus Dei se justifica en el respeto a la aquiescencia de sus
miembros a seguir perteneciendo al grupo. Las garantías comentadas –en particular,
la libertad de renunciar a la pertenencia– son suficientes para mitigar la eventual
posibilidad de que determinados grupos culturales internamente cohesionados en el
seno de una sociedad democrática conformen “islas de tiranía en un mar de
indiferencia”333.
331
Ibid., pp. 238-9; 247-8; también en “Cultural Toleration”, en I. Shapiro, W. Kymlicka
(eds.), Ethnicity and Group Rights, op. cit., pp. 87-9.
332
W. A. Galston, “Two Concepts of Liberalism”, op. cit., p. 533.
333
Ch. Kukathas, “Cultural Toleration”, op. cit., p. 89. La posición de Aguilar Rivera en
este punto no es demasiado clara. Por un lado, como Kukathas y Galston, este autor reclama
el protagonismo de la idea de tolerancia pero, por otro, parece abogar por criterios mucho más
exigentes a la hora de garantizar los derechos individuales de los miembros de un grupo,
justificando incluso la imposición de la tolerancia dentro del propio grupo. Cfr. J. A. Aguilar
Rivera, “La casa de muchas puertas: diversidad y tolerancia”, op. cit., pp. 240, 243-6.
174
En resumen, a lo largo de este trabajo se ha venido insistiendo en las críticas
que apuntan a que la teoría liberal es incapaz de dar cuenta de aspectos relevantes
que plantea el fenómeno del multiculturalismo; fundamentalmente, de las
demandas de las minorías culturales. Sin embargo, desde una óptica como la
descrita, tal objeción parecería estar infundada. Es más, como se esfuerzan en
reivindicar sus proponentes, el mérito de la revalorización de la doctrina de la
tolerancia reside en la generosidad con que se admite la legitimidad de los intereses
de las minorías culturales. Así, Kukathas insiste en que su posición respeta el
multiculturalismo en un grado superior al logrado por defensores de los derechos
colectivos como Kymlicka334, y Aguilar Rivera considera precipitada la revisión de
los principios liberales para acomodar la diversidad cultural. En este sentido, la
principal ventaja que nos brinda la adopción de la perspectiva que ellos proponen
sería la innecesariedad de introducir en la teoría liberal un nuevo elemento, los
derechos colectivos, que, en principio, le es extraño.
Ante tal conclusión, procede preguntarse si, efectivamente, un enfoque que
parta de la idea de tolerancia y enfatice la necesidad de tomar en serio la neutralidad
del estado –realizando este principio consecuentemente en todos los ámbitos, no
sólo en el de la religión– es suficiente para acomodar las demandas que plantean las
minorías culturales. Desde mi punto de vista, la respuesta a esta pregunta es
negativa: un modelo de reflexión alternativa sobre los retos del multiculturalismo
como el que proponen autores como los mencionados es inadecuado. Esta
percepción se basa, fundamentalmente, en dos razones que conviene anticipar
desde ahora: el modelo fracasa, en primer lugar, porque es incapaz de representar
334
Ibid., pp. 78, 99. En una réplica que Kukathas escribió a una previa crítica de
Kymlicka, señaló lo siguiente: “There is a clear distinction between Kymlicka’s view and my
own. The differences stem, ultimately, from two views of liberalism. In Kymlicka’s view, I
think, a liberal society is one in which certain ideals of equality and individual autonomy
associated with Kant, Mill, and Rawls are generally upheld. Another view is that a liberal
society is one in which different ways of life can coexist, even if some of those ways of life do
not value equality and autonomy”, Ch. Kukathas, “Cultural Rights Again (A Rejoinder to
Kymlicka)”, Political Theory, vol. 20, nº 1, 1992, p. 680. Como se verá en el capítulo octavo, la
175
adecuadamente tanto el objeto de las demandas que las minorías culturales plantean
al estado como la propia naturaleza de estos grupos; y, en segundo lugar, porque la
analogía entre religión y cultura es falaz. Con todo, contrariamente a lo que
presupone el argumento que se inscribe dentro de la doctrina de la tolerancia, la
defensa de los derechos colectivos no es incompatible con garantizar la neutralidad
estatal. Sólo determinadas concepciones de lo que requiere cumplir con este
principio liberal resultan impracticables en el ámbito cultural. Por ello, antes de
desarrollar estas ideas, es preciso examinar con mayor detalle la cuestión del
fundamento del ideal de neutralidad y sus implicaciones respecto del ámbito de
acción estatal.
3.
Justificar la neutralidad
3.1. Acerca de la definición: neutralidad justificatoria y neutralidad consecuencial
Como se ha señalado al comienzo de este capítulo, la neutralidad atañe al
ámbito de lo político; esto es, a este ideal se apela prioritariamente para sentar las
bases de la relación entre individuo y estado, delineando los límites de la
interferencia legítima del gobierno en la esfera privada. En concreto, hemos visto
que la noción de neutralidad hace referencia a una característica que se predica del
estado liberal: la de ser un estado no virtuoso, en el que las instituciones públicas
no tratan de favorecer o penalizar ninguna de las distintas concepciones del bien
que mantienen los ciudadanos. Según este argumento, hay razones de consciencia a
las que se atribuye prioridad, incluso si éstas no coinciden o son incompatibles con
la moralidad social predominante. De ahí deriva un rasgo, el antiperfeccionismo,
que, en el desarrollo de una teoría de la justicia liberal como la rawlsiana, resulta
decisivo para diferenciar una “sociedad democrática bien ordenada” de una mera
asociación de individuos. En palabras del propio Rawls, una sociedad liberal es un
justificación de los derechos colectivos en la teoría de Kymlicka impone límites importantes a
la clase de grupos que pueden reclamar legítimamente este tipo de derechos.
176
orden completo en el sentido de que “it is self-sufficient and has a place for all the
main purposes of human life”335.
Más allá de este núcleo comúnmente aceptado en el seno de la comunidad
académica liberal, la cuestión acerca de la realización e implicaciones prácticas de la
neutralidad es extremadamente polémica. Así lo ha mostrado Raz, cuya reflexión
sobre este punto es particularmente interesante. En The Morality of Freedom este
autor señala algunas ambigüedades –a menudo, insuficientemente explicitadas– que
surgen de la distinta interpretación de la neutralidad política en la teoría liberal336.
Resumiendo mucho su argumento, existen, básicamente, dos formas de concebir
esta doctrina:
a) La primera, más estricta, está relacionada con la exclusión de ideales en las
razones para la acción. La neutralidad del estado permite que los individuos actúen
libremente para realizar sus propias concepciones del bien en el ámbito privado,
pero sólo en la medida en que puedan hacerlo sin recurrir a medios políticos. El
principio antiperfeccionista implica, por tanto, la existencia de una esfera de la
existencia humana que queda al margen de la vida política. Su cumplimiento por
parte del estado requiere que ninguna medida legislativa sea adoptada con el objeto
de favorecer una determinada concepción del bien o plan de vida concreto. Por
tanto, las razones para adoptar cualquier política deberán ser independientes de la
voluntad de realizar aquellas concepciones:
“Excluding conceptions of the good from politics means, at its simplest and most
comprehensive, that the fact that some conception of the good is true or valid or sound
or reasonable, etc., should never serve as a reason for any political action. (...) The
doctrine of the exclusion of ideals claims that government action should be blind to all
ideals of the good life, that implementation and promotion of ideals of good life, though
worthy in itself, is not a legitimate object of governmental action.”337
335
J. Rawls, Political Liberalism, op. cit., p. 40.
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., capítulos 5 y 6.
337
Ibid., 136.
336
177
Raz atribuye esta versión de la neutralidad a Nozick338. Asimismo, según lo
expuesto en el apartado anterior, ésta es la concepción que, en principio, parecen
tener presente tanto Ackerman como Galston o Kukathas.
b) Raz se refiere a la segunda forma de entender la neutralidad como “neutral
political concern”, donde ser neutral es “to do one’s best to help or to hinder the
various parties in an equal degree”339. Esta concepción parte de que, si bien el
marco constitucional puede ser neutral, en el sentido de que confiere a todos los
ciudadanos una igual oportunidad para mantener cualquier concepción de lo
bueno, el derecho no requiere una exclusión completa de ideales morales
substantivos. En este sentido, las concepciones éticas se incorporan en el amplio
espectro de razones que entran a formar parte de los procesos de elaboración de
una decisión política. Como consecuencia, la impregnación ética de la realización de
los principios constitucionales denotará “una forma de vida particular y no sólo el
reflejo especular del contenido universal de los derechos fundamentales”340. Por
consiguiente, entendida en este segundo sentido, la neutralidad se satisface si la
intervención del gobierno no tiene como resultado el beneficio de determinadas
formas de vida en detrimento de otras. En otras palabras, el criterio no es la
exclusión de ideales sino la neutralidad entre ideales.
Siguiendo la terminología de Kymlicka, denominaré a estas dos concepciones
“neutralidad justificatoria” y “neutralidad consecuencial”, respectivamente341. Tal
vez un ejemplo contribuya a advertir con mayor claridad las distintas implicaciones
que tiene asumir una u otra concepción:
Supóngase que un gobierno liberal se dispone a discutir un proyecto de ley en
materia de familia que regula aspectos tales como quién tiene derecho a contraer
338
Ibid., 116.
Ibid., 113.
340
J. Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el estado democrático de derecho”,
en J. Habermas. La inclusión del Otro, op. cit., p. 205.
341
W. Kymlicka, “Liberal Individualism and Liberal Neutrality”, Ethics 99, 1989, p. 884.
También Susan Mendus se ha referido a estas dos concepciones de neutralidad, que ella
denomina “causal” y “en los resultados”, S. Mendus, Toleration and the Limits of Liberalism,
London, McMillan, 1989, pp. 12-3.
339
178
matrimonio, cómo se realiza y, en su caso, disuelve este contrato, cuáles son los
derechos y deberes de los cónyuges, etc. Teniendo en cuenta los requerimientos de
la neutralidad justificatoria, en el debate en torno a cómo deben resolverse
cualquiera de estos temas será preciso excluir como válidas aquellas razones que
tengan que ver con ideales éticos o religiosos comprehensivos acerca de, por
ejemplo, la forma en que ha de contraerse matrimonio o sobre cómo debe ser una
familia –si monogámica o poligámica, heterosexual u homosexual, etc. Cuestiones
de este tipo deberán tratarse apelando al tipo de criterios que Rawls denominaría
“de corrección política” que, en general, subyacen a la configuración de los
derechos individuales básicos. Es decir, si se decide, pongamos por caso, prohibir la
poligamia, la razón de ser de esta prohibición no puede centrarse en que esta figura
no forma parte de la religión cristiana o de las prácticas tradicionalmente seguidas
en una determinada sociedad con respecto al matrimonio. En todo caso, habría que
argumentar algo así como que la poligamia atenta contra el principio de igualdad o
que su práctica no respeta la libertad de alguno de los miembros de la unión. De lo
contrario, el estado no estará siendo neutral ni, por ende, liberal. De la misma
forma, la solución jurídica que se adopte respecto de los derechos de custodia de
los hijos en caso de separación o disolución matrimonial no podrá ampararse en
razones relativas a la concepción del bien implícita al rol tradicional que las mujeres
puedan haber ocupado en la crianza y educación de los niños sino, por ejemplo, en
consideraciones relativas al bienestar de éstos y a la responsabilidad primaria de
ambos cónyuges al respecto. En suma, quienes se adhieren a esta versión de la
neutralidad mantienen que en un estado liberal el razonamiento del gobierno en
temas con connotaciones éticas substantivas estará sujeto a restricciones; éstas
excluyen del ámbito de la deliberación pública creencias morales o religiosas acerca
del bien.
En cambio, si de lo que se trata es de respetar la neutralidad consecuencial,
tales restricciones operarán a un nivel distinto. En este caso, la discusión acerca de
la conveniencia de una determinada solución legislativa para regular aspectos como
179
los indicados podrá legítimamente incluir argumentos relativos a la bondad o al
mérito intrínseco de determinados ideales éticos o religiosos. Los recursos estatales
podrán distribuirse de suerte que se fomente alguno de ellos. Por ejemplo, la
propuesta de una acción política destinada a incentivar el matrimonio o la
procreación mediante un sistema de impuestos más favorable a quienes elijan
casarse o tener un determinado número de hijos, podrá justificarse con base en
consideraciones relativas al valor moral de estas elecciones. Eso sí, si atendemos a
la visión de Raz, el resultado de esta medida no podrá afectar, dificultándolas, las
decisiones individuales de optar por otros planes de vida alternativos que reflejen
concepciones del bien distintas. Si esto sucede, el estado procurará equilibrar este
resultado apoyando en el mismo grado el desarrollo de los valores compartidos por
otros grupos de individuos. Recordemos que la neutralidad consecuencial consiste
en “helping or hindering the parties in equal degree in all matters relevant to the
conflict between them”342. Por lo tanto, en relación al matrimonio, el estado
infringe el deber de neutralidad si la legislación favorece, de entre las múltiples
comprensiones éticas o religiosas de esta institución, la realización de sólo una de
ellas (por ejemplo, la mayoritaria), obstaculizando la consecución de las alternativas.
El mismo argumento podría aplicarse a cualquiera de las demás materias sugeridas.
En conclusión, como puede observarse, incluso si resultara que la legislación
finalmente aprobada es la misma, los motivos por los cuáles se emprende la acción
estatal y los fundamentos de su calificación como “neutral” son bien distintos en
función de la concepción de neutralidad preferida. Raz afirma que los autores
liberales suelen ser confusos respecto de esta cuestión, entre otras cosas, porque
raramente se preocupan de distinguir adecuadamente entre ambos sentidos de
342
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., p. 122.
180
neutralidad343. Pese a ello, según él, el sentido primario de neutralidad es el
segundo, al que denomina “neutralidad política comprehensiva”344.
En efecto, Raz trata de mostrar que la fuerza potencial de esta segunda
concepción de neutralidad reside en que ninguna teoría de la justicia logra excluir
por completo los ideales de sus propias premisas. Su análisis de la teoría de Rawls,
que considera el intento más sólido de defender la neutralidad, le sirve para mostrar
las dificultades ínsitas en esta empresa, llevándole a concluir que el único postulado
que Rawls podría estar propugnando coherentemente es el del “neutral political
concern”. ¿Es esta conclusión plausible?, ¿favorece Rawls una concepción de la
neutralidad consecuencial más que justificatoria? A juicio de algunos autores, una
interpretación en este sentido es incorrecta. En concreto, como ha señalado
Kymlicka, aunque algunas aserciones aisladas en la obra de Rawls pudieran sugerir
otra cosa, determinados elementos centrales en su teoría indican claramente que la
visión del liberalismo que este autor tiene en mente no presupone una versión de la
neutralidad centrada en las consecuencias345:
Por una parte, Rawls favorece la prioridad del respeto constitucional por las
libertades civiles, a pesar de que ello necesariamente tendrá consecuencias no
neutrales en lo que atañe a la preservación de todas las formas de vida:
“freedom of speech and association allow different groups to pursue and advertise
their way of life. But not all ways of life are equally valuable, and some will have
difficulty in attracting or maintaining adherents. Since individuals are free to choose
between competing visions of the good life, civil liberties have nonneutral consequences
343
Así, Raz afirma que Nozick confunde los dos sentidos de neutralidad y que la postura
de Dworkin al respecto tampoco es clara debido a que este autor pasa por alto la distinción
entre ambas concepciones; sobre esta crítica, Ibid., capítulo 6, nota 1.
344
Ibid., pp. 117, 122.
345
W. Kymlicka, “Liberal Individualism and Liberal Neutrality”, op. cit., pp. 884-886.
Aunque, en lo que sigue, se hará referencia prioritaria a Rawls, Kymlicka mantiene que las
teorías de los principales exponentes de la doctrina de la neutralidad como Dworkin,
Ackerman o Nozick pueden interpretarse como favoreciendo la idea de neutralidad
justificatoria. En el mismo sentido se pronuncia Waldron, si bien este autor coincide con Raz
en detectar ambivalencias en los escritos de estos autores. J. Waldron, “Legislation and Moral
Neutrality”, op. cit., p. 151.
181
–they create a marketplace of ideas, as it were, and how well a way of life does in this
market depends on the kinds of goods it can offer to prospective adherents.”346
De este modo, si bien es probable que, en condiciones de libertad, las formas
de vida menos valiosas o insatisfactorias tiendan a desaparecer, Rawls no se lamenta
ni intenta paliar este posible efecto.
Por otra parte, la neutralidad consecuencial también es inconsistente con el rol
que este autor asigna a los bienes primarios. En gran medida, la justificación del
valor de estos bienes reside en que los individuos pueden emplearlos como medios
para la realización de fines diversos. Sin embargo, la igualdad en la distribución de
los recursos no tendrá un impacto neutral en todas las formas de vida: las personas
cuyos planes de vida tengan un coste elevado no tendrán tantas facilidades como
aquellas con pretensiones más modestas. Aún así, Rawls también asume esta
consecuencia, atribuyendo a los individuos, y no al estado, la responsabilidad de
satisfacer las preferencias o gustos caros:
“It is not by itself an objection to the use of primary goods that it does not
accommodate those with expensive tastes. (...) The use of primary goods...relies on a
capacity to assume responsibility for our own ends. This capacity is part of the moral
power to form, to revise, and rationally to pursue a conception of the good.”347
En definitiva, ambos argumentos autorizan a concluir, con Kymlicka, que el
respeto a la libertad y a la igualdad en la distribución de recursos materiales como
componente fundamental de la justicia liberal es incompatible con la neutralidad
consecuencial y que, por tanto, el antiperfeccionismo rawlsiano se fundamenta en
la exclusión de ideales348. Asimismo, tanto Mill como Locke parecen asumir esta
346
W. Kymlicka, “Liberal Individualism and Liberal Neutrality”, op. cit., p. 884.
J. Rawls “Social Unity and Primary Goods”, en S. Freeman (ed.) John Rawls. Collected
Papers, op. cit., p. 369.
348
W. Kymlicka, “Liberal Individualism and Liberal Neutrality”, op. cit., 885. El propio
Rawls, en un artículo publicado en 1988, rechazó la idea de Raz de que su teoría pudiera
interpretarse como neutralidad consecuencial, admitiendo que “it is surely impossible for the
basic estructure of a just constitucional regime not to have effects and influence on which
comprehensive doctrines endure and gain adherents over time, and it is futile to try to
counteract these effects and influences.” J. Rawls,“The Priority of the Right and Ideas of the
Good”, op. cit., p. 460.
347
182
concepción de neutralidad. En especial, la Carta sobre la Tolerancia ofrece evidencias
claras al respecto. En un pasaje de su ensayo, Locke ofrece un ejemplo acerca de la
justificación de la prohibición por parte de la autoridad pública del sacrificio de
animales con fines de adoración religiosa. Por regla general –sostiene–no deben
prohibirse este tipo de sacrificios, ya que el estado no debe inmiscuirse en las
creencias de sus ciudadanos. Ahora bien, en el supuesto de que razones de salud
pública aconsejen la necesidad de impedir esta actividad, la prohibición estaría
justificada, aunque perjudicara particularmente a una orden religiosa concreta: “en
este caso”, dice, “la ley no esta hecha para un asunto religioso, sino para un asunto
político; no es el sacrificio sino la matanza de becerros lo que prohibe”349. Lo
relevante, como puede apreciarse, no son los resultados sino las razones.
Sin embargo, según acaba de observarse, la tesis de Raz de que el sentido
primario que los liberales otorgan a la neutralidad es la neutralidad consecuencial se
fundamenta en que cumplir con el requisito de la exclusión de los ideales en las
razones para la acción resulta inviable 350. A juicio de este autor, cualquier intento de
interpretar estrictamente la neutralidad está condenado al fracaso. Aunque Raz
desarrolla otros argumentos en favor de esta tesis, la idea central, compartida por
otros críticos, es que los propios presupuestos de una teoría de la justicia como la
de Rawls ya incorporan un ethos del que no cabe sustraerse.
349
J. Locke, Carta sobre la Tolerancia, op. cit., p. 41. En lo que concierne a Mill emitir un
juicio sobre este punto no deja de ser atrevido puesto que no existen –al menos que yo
conozca– afirmaciones que expresen una inclinación clara al respecto. No obstante, en la
medida en que este autor estaba dispuesto a conceder que el estado sólo puede invadir la
esfera privada con el objeto de impedir el daño a los demás (aunque ello significara promover
activamente cosas como la educación, la higiene o la seguridad) parece que la comprensión
más correcta de su versión de la neutralidad es también la justificatoria.
350
En última instancia, al analizar el fundamento de la doctrina de la neutralidad como
rasgo definitorio del liberalismo, el propósito de este autor no es otro que el de cuestionar la
solidez de la interpretación más frecuente que se hace de esta doctrina. Su teoría, por tanto, se
enmarca en la crítica que los opositores al liberalismo realizan al ideal de neutralidad. Aun así,
debe tenerse en cuenta que Raz mantiene la compatibilidad entre el liberalismo y determinada
versión del perfeccionismo, una teoría de cuyo análisis no voy a ocuparme en este trabajo.
183
Como se sabe, Rawls piensa que los principios de la justicia racionalmente
elegidos son neutrales en la medida en que ignoran el lugar que los individuos
ocupan en la sociedad, así como sus fines o concepciones del bien. En este sentido,
un estado que otorga a cada individuo la máxima cantidad de recursos y libertades,
habilitándole para perseguir fines dispares, satisface este requisito. Pero, según Raz,
este autor se desvía de su propósito al exigir la igual oportunidad de perseguir
ideales de lo bueno: “that ability depends on the principle of equal liberty”351.
Thomas Nagel realizó una observación semejante poco después de la publicación
de la Teoría de la Justicia, subrayando que la teoría de Rawls no representaba un mero
liberalismo procesal. De acuerdo con Nagel, tanto la situación de elección social
como la idea de bienes primarios que Rawls define presuponen un compromiso
hacia una determinada concepción de lo bueno. La sociedad rawlsiana estaría
formada por individuos cuyo objetivo en la vida es maximizar sus recursos sociales
compartidos y su bienestar material más que el logro de otras metas espirituales o
comunitarias. Esta teoría de la motivación humana, decía Nagel, presupone un
individualismo que no tiene efectos neutrales entre todas las visiones éticas, sino
que implica penalizar las concepciones de los individuos cuyos fines no son los que
Rawls, implícitamente, caracteriza352.
Nos encontramos, pues, ante la siguiente paradoja: si asumimos, con
Kymlicka, que la única versión de la neutralidad compatible con los elementos
centrales de la teoría rawlsiana es la neutralidad justificatoria, pero, al mismo
tiempo, aceptamos la crítica de Raz y Nagel, deberemos concluir que este postulado
de la teoría liberal o bien está injustificado o bien es incoherente. Por consiguiente,
con independencia de las pretensiones de una teoría de la justicia como la rawlsiana,
Raz quizás esté en lo cierto cuando sugiere que la neutralidad consecuencial es la
única forma de plasmar consistentemente el espíritu de este ideal.
351
J. Raz, The Morality of Freedom”, op. cit., p. 117.
T. Nagel, “Rawls on Justice”, en Norman Daniels (ed.), Reading Rawls: Critical Studies of
“A Theory of Justice”, Oxford, Oxford University Press, 1975, pp. 9-10.
352
184
No obstante, a mi juicio, este planteamiento desvirtúa la justificación de la
neutralidad en la teoría liberal. La teoría de Rawls, como la mayoría de teorías de la
justicia liberal, no argumenta que la neutralidad es un valor per se. De ser así, debería
poder afirmarse que su justificación es independiente de –o ajena a– cualquier otro
valor y, ciertamente, autores como Rawls o Dworkin estarían en desacuerdo con
esta apreciación. Aunque no es posible abordar en profundidad la cuestión de los
fundamentos de la neutralidad, a los efectos de la discusión posterior, es importante
precisar las diversas formas en que este ideal se concibe de forma instrumental para
la realización de otros valores. Asimismo, ello permitirá medir el impacto de una
crítica como la que Raz y Nagel realizan al proyecto emprendido por Rawls.
3.2. Los fundamentos de la neutralidad
¿Cuáles son los motivos por los cuales una teoría liberal de la justicia como la
de Rawls otorga un peso importante a la exclusión de ideales? Dicho de otro modo,
¿cuál es la justificación del antiperfeccionismo? Ante todo, como se mencionó
anteriormente, los principios de la justicia se inspiran en la viabilidad del pluralismo,
en el optimismo acerca de la posibilidad de alcanzar un consenso situado por
encima de las distintas, opuestas, e incluso inconmensurables concepciones del bien
existentes en una sociedad353.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué razón una teoría política –o un
determinado orden político– debería enjuiciarse moralmente a la luz del grado en
que logra acomodar la diversidad, y si una valoración positiva de la diversidad debe
alcanzar a cualquier concepción del bien. La plausibilidad de este criterio como test
de validez estará en función de que seamos capaces de ofrecer buenas razones para
respetar el pluralismo a través de una política de neutralidad. Este extremo es
fundamental. Sin embargo, una mirada rápida a la literatura basta para advertir la
existencia de respuestas substancialmente distintas a esta cuestión. En realidad, el
ideal de neutralidad se ha favorecido por motivos muy dispares que, en general, se
185
hallan conectados con distintas formas de comprender y justificar el estado liberal.
Así:
“Different lines of the argument for the liberal position will generate different
conceptions of neutrality, which in turn will generate different and perhaps mutually
incompatible requirements at the level of legislative practice.”354
Esta variedad sugiere que manifestarse a favor de la neutralidad requiere
agregar argumentos adicionales. Veamos, de entre los argumentos que usualmente
se esgrimen, cuál o cuáles resultan más convincentes.
Neutralidad y escepticismo
Un primer argumento en favor de adoptar una posición neutral respecto de
las diversas concepciones de lo bueno existentes en una sociedad podría apelar a
alguna forma de escepticismo moral. Pero este fundamento parece incoherente en
la medida en que defender la neutralidad ya presupone un compromiso axiológico,
como mínimo, respecto de la bondad del propio ideal355. Una forma de salvar esta
objeción consiste en afirmar que el argumento del escepticismo moral conduce a la
necesidad de adoptar una actitud de deferencia hacia la diversidad. De este modo,
favorecer la neutralidad del estado en el ámbito de lo político está justificado,
sencillamente, porque sería irracional actuar con base en razones morales356. Esto
es, nadie puede estar obligado a realizar determinados actos sólo porque, en
opinión de los demás, hacerlo sería mejor, más acertado o justo. Aunque podría
pensarse que Mill apela a una tesis semejante en su defensa del principio de libertad
353
J. Rawls, “Social Unity and Primary Goods”, en A. Sen, B. Williams (eds.)
Utilitarianism and Beyond, Cambridge, Cambridge University Press, 1982, p. 161.
354
J. Waldron, “Legislation and Moral Neutrality” en su libro Liberal Rights. Collected
Papers, 1981-1991, op. cit., p. 143.
355
Por este motivo, Waldron critica la posición de algunos autores liberales, como
Ackerman, que sostienen que es posible e incluso deseable ser indiferente respecto de las
diferentes justificaciones del ideal de neutralidad. Según Waldron, la propuesta de Ackerman
es una receta para la incoherencia. Ibid., p. 152.
356
Adviértase que, para ser coherente, alguien que mantuviera esta posición debería
asociar la neutralidad a la exclusión de ideales, puesto que la concepción de neutralidad
consecuencial parte de que las razones éticas ocupan un lugar importante en los procesos de
deliberación y toma de decisiones políticas. Brian Barry conecta la neutralidad al escepticismo
en “Derechos humanos, individualismo y escepticismo”, Doxa, nº 11, 1992, pp. 219-32.
186
negativa, el rigor de su razonamiento en este punto no se cuenta entre los méritos
de este autor, por lo que la validez de esta afirmación debe tomarse con cautela 357.
Neutralidad y unidad social
En segundo lugar, independientemente de la visión epistemológica que se
mantenga acerca de la verdad de los juicios morales, o sobre la posibilidad de
responder correctamente a la cuestión de qué formas de vida son mejores, cabe
pensar en la existencia de razones meramente prudenciales para justificar la
neutralidad política. Podría enfatizarse, por ejemplo, que es perfectamente legítimo
preocuparse por evitar los posibles efectos negativos para la unidad social que,
previsiblemente, se producirían en caso de que el estado priorizara una concepción
del bien concreta como la única verdadera. Máxime cuando el estado es un estado
multicultural, donde el riesgo de fragmentación y alienación social de aquellos
grupos minoritarios que difícilmente se identificarían con el ethos de la mayoría
gobernante es elevado. Tal como se observó en la sección precedente, una asunción
de este tipo habría jugado un rol de considerable importancia en la formulación
clásica de la doctrina de la tolerancia. No obstante, el argumento tampoco parece
demasiado plausible en el caso de que se parta de la premisa de que el
conocimiento moral es infalible y completo. Probablemente, quienes poseen esta
357
Berlin plantea la posibilidad de realizar una interpretación en este sentido. A pesar de
que Mill alcanzara sus conclusiones respecto de la prioridad de la libertad de expresión –y el
deber de no interferencia estatal– sin hacer explícitas sus premisas metaéticas, Berlin sugiere
que Mill trataba de ocultar su escepticismo en un intento de conciliar su pensamiento con la
tradición utilitarista a la que quería honrar. I. Berlin, “John Stuart Mill y los fines de la vida”,
en I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1988, pp. 244-77. No obstante,
muchos de los pasajes del ensayo sobre la libertad de Mill indican que este autor pensaba que
la libertad de expresión era imprescindible porque no cabía cerrar la posibilidad de que los
principios asumidos como verdaderos en algún momento histórico concreto pudieran ser
refutados. Por esta razón, Mill cuestionaba el dictum de que “la verdad siempre triunfa sobre la
persecución”, observando que la historia estaba repleta de ejemplos donde la verdad había
cedido durante siglos ante la persecución y que muchos pensadores eminentes de generaciones
pasadas mantuvieron opiniones que más tarde han probado ser erróneas. Así pues, antes de
concluir que Mill era un escéptico, quizás sea menos arriesgado decir que su preocupación
fundamental era argumentar en contra de la bondad de imponer por la fuerza ciertos dogmas.
Independientemente de que existan verdades morales, el problema es que nunca podemos
alcanzar un grado de certeza absoluto que autorice a cerrar para siempre la dicusión sobre
temas morales.
187
convicción no estarán dispuestos a ceder ante consideraciones de índole
fundamentalmente pragmática. Después de todo, cabe dudar de que exista algún
valor moral intrínseco en la unidad social.
Por supuesto, las razones prudenciales no son las únicas a las que puede
recurrirse para propugnar la neutralidad estatal. Como es sabido, en la última
década Rawls ha tratado de diseñar una concepción del liberalismo centrada en
valores políticos, tras haber admitido que las tesis filosóficas que defendió en su
primera obra podrían conducir a oprimir el disentimento razonable en una sociedad
plural, una vez erigidas en fuente de legitimidad política. A primera vista, una
motivación similar a la que informa este proyecto subyace a la propuesta de reducir
el liberalismo político a una idea aún más débil, puramente procesal, que incluiría
tan solo un compromiso con los procesos que aseguran un tratamiento equitativo
de todos. Bajo esta visión, que los ciudadanos disfruten de igual oportunidad para
perseguir sus fines requiere que el estado se abstenga de interferir en su esfera de
libertad negativa. En su formulación más estricta, este criterio relega el papel del
estado al de mero aparato de coordinación.
Pero existen objeciones de peso a las que deberá enfrentarse cualquiera que
se proponga diseñar un modelo de estado liberal fundado exclusivamente en
valores de carácter procesal o político358. Para empezar, al igual que ocurre si se
358
Aunque, como acaba de indicarse, Rawls ha intentado dar sentido a esta empresa, esta
línea sigue siendo extremadamente polémica. Según sus críticos, Political Liberalism no consigue
zafarse de una teoría del bien parcialmente comprehensiva que la convierte en una instancia
más del liberalismo moral. Si esto es así, y creo que lo es, las líneas que separan el ámbito
propio de una teoría de la justicia del ámbito de lo político son mucho más porosas de lo que
el propio Rawls quisiera, por lo que la singularidad de su nueva propuesta –de su “giro
político”–es dudosa (para una opinión en contra: C. F. Rosenkrantz, “El nuevo Rawls”,
working paper nº 103, Barcelona, Institut de Ciències Polítiques i Socials, 1995. Por las dificultades
que presentaría, este trabajo no tratará de desarrollar el fundamento de esta objeción sino que,
en general, se asumirá la estrategia argumentativa original de Rawls. Esta decisión obedece a
que las reticencias a aceptar la existencia de una diferencia radical entre una teoría de la justicia
liberal y una concepción meramente política del liberalismo me parecen convincentes.
Además, por lo que se refiere a la neutralidad, Rawls continúa centrando la justificación de
este ideal en el valor central de la libertad individual. Como se mostrará, la asunción de este
valor constituye el test que debe satisfacer cualquier doctrina moral para ser considerada
“razonable”. A mayor abundamiento, véase la excelente discusión de E. Callan en Creating
188
apela a razones prudenciales, no es fácil explicar por qué razón una sociedad donde
la mayoría está de acuerdo en perseguir determinadas metas colectivas –por
considerar que son moralmente valiosas– optará por renunciar a llevar a cabo sus
objetivos en aras de promover la neutralidad y mantener la unidad social a través de
un compromiso político más débil359. Por otro lado, por lo que se refiere a la
versión procedimental del liberalismo, el principio de neutralidad suele ampararse
en valores que, en sí mismos, se consideran “neutrales” tales como la imparcialidad
y la consistencia en la aplicación de reglas generales, o en las normas que deben
regir toda discusión racional360. Sin embargo, no es en absoluto evidente que
restringir tan severamente el rol del estado constituya la mejor forma de garantizar
la igual oportunidad de perseguir distintas concepciones del bien. Seguramente, si
con Philip Pettit entendemos la libertad no como libertad negativa, sino como nodominación de unos grupos sobre otros, la realización de este valor requiere teorías
mucho más sofisticadas acerca de la legitimidad de la actuación de los poderes
Citizens. Political Education and Liberal Democracy, Oxford, Oxford University Press, 1997, pp. 1242. En la misma línea, Fernando Vallespín considera que Rawls no ha conseguido
desprenderse del todo de una argumentación de tipo trascendental. Véase su introducción al
libro Jürgen Habermas/John Rawls. Debate sobre el liberalismo político, Barcelona, Paidós, 1998, p. 22.
359
En “La política del reconocimiento”, Taylor desarrolla este argumento, sosteniendo
que existen dos modelos incompatibles de sociedad liberal. El primero apela a compromisos
morales de carácter procesal y afirma que una sociedad liberal es aquella que no adopta una
opinión sustantiva acerca de los fines de la vida. El segundo admite que los miembros de una
sociedad pueden legítimamente aspirar a alcanzar metas colectivas. Taylor acusa al primer
modelo de intolerancia con este tipo de diferencia, ya que en él no tiene cabida el desarrollo de
la clase de proyectos comunes que tienen que ver con garantizar la propia supervivencia del
grupo cultural en cuanto tal. Ciertamente, en este caso, no queda claro por qué razón los
miembros de esta sociedad optarán por renunciar a estas metas y aprobar un compromiso
político basado en criterios puramente procesales. A. Gutman (ed.) El multiculturalismo y “la
política del reconocimiento”. Ensayo de Charles Taylor, op. cit., pp. 85-91.
360
Una versión del modelo procedimental de liberalismo es la que propugna Brian Barry.
Para Barry, la teoría del bien liberal constituye una concepción de segundo orden porque no se
decanta por un ideal sustantivo del bien sino que eleva a la condición de preferencias las
concepciones del bien de primer orden y señala que el bien consistirá en la satisfacción de
preferencias. Según su planteamiento, el modelo liberal no está comprometido con ningún
ideal sustantivo. B. Barry “Derechos humanos, individualismo y escepticismo”, op. cit., pp.
219-32. Por otra parte, Rawls atribuye a Larmore la justificación de la neutralidad en una
norma universal del diálogo racional. J. Rawls, “The Priority of the Right and Ideas of the
Good”, op. cit., p. 458, nota 16.
189
públicos en determinados ámbitos361. Por otro lado, aún si descartamos la
razonabilidad de esta concepción de libertad, los principios generales que rigen los
procedimientos ya reflejan cierta visión sobre lo que es justo, racional o eficiente.
En este sentido, es dudoso que la aplicación del modelo anterior pueda realizarse
sin asignar valor a ciertas cosas, lo cual, a su vez, requerirá recurrir a alguna teoría
sobre el bienestar humano y el orden social preferido.
De admitirse la fuerza de esta línea de objeción, la congruencia del intento de
caracterizar a las instituciones políticas como indiferentes a cualquier valor moral
substantivo es dudosa. Asimismo, cabe cuestionar que esta idea constituya un
medio adecuado para alcanzar la unidad o la paz social362.
Neutralidad y libertad individual
En cualquier caso, a los efectos de analizar la incidencia de la crítica familiar
que autores como Raz plantean a la neutralidad liberal, es crucial subrayar que, en
contra de lo que sus últimos trabajos pudieran sugerir, Rawls no suscribe un
modelo procedimental de liberalismo ni tampoco justifica el ideal de neutralidad en
alguna clase de escepticismo moral. Este autor es explícito al respecto cuando
escribe:
361
Con la idea de libertad como no-dominación, Pettit trata de superar la dicotomía
clásica entre libertad positiva y libertad negativa que Berlin popularizó, poniendo en tela de
juicio la sugerencia de que la libertad positiva es “la libertad de los antiguos”, mientras que la
libertad negativa es el verdadero ideal moderno (ésta es la posición de Berlin en su famoso
ensayo “Dos conceptos de libertad”, en Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid, Alianza, 1988,
pp. 187-243). Pettit argumenta que la idea de libertad como no-dominación permite
desvincular la justificación de este ideal de la noción de interferencia, en la medida en que
puede existir dominación tanto en contextos de no interferencia como de interferencia. Ésta
es una idea interesante sobre la que se tendrá ocasión de volver posteriormente en este trabajo.
362
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., pp. 145-7. Como observa esta autora, las
dificultades comentadas resultan aún más evidentes si se adopta el estado social como modelo.
Aquí, el gobierno debe jugar un rol activo en la garantía del bienestar de sus ciudadanos, lo
cual requiere decantarse por alguna teoría acerca del significado de un concepto controvertido
como es el de “bienestar”.
190
“Justice as fairness is not, without important qualifications, procedurally neutral.
Clearly its principles of justice are substantive and express far more than procedural
values, and so do its political conceptions of the person and society.”363
Por tanto, la neutralidad no es seguramente una virtud que quepa predicar de
su teoría. En particular, si por neutralidad se entiende que el tipo de instituciones y
políticas públicas básicas pueden ser aprobadas o respaldadas por cualquier persona
independientemente de su particular visión ética comprehensiva, la justicia como
equidad –subraya Rawls– no es neutral. Y no lo es porque sólo admite la igualdad
de oportunidades a fin de facilitar aquellas formas de vida o doctrinas éticas
razonables; esto es, que no entran en conflicto directo con los principios básicos de
justicia 364. En este sentido, ciertamente, el liberalismo político afirma la superioridad
de cierto carácter moral y prioriza determinadas virtudes365. De hecho, ésta es la
razón principal por la que Rawls evita hablar de “neutralidad” y prefiere utilizar la
expresión “prioridad de lo correcto sobre lo bueno”. A su juicio, el primer término
es desafortunado: induce a confusiones y termina por propugnar principios del
todo impracticables366.
¿Qué es lo que indica el establecimiento de una prioridad de lo correcto sobre
lo bueno? Pues indica, por un lado, que la aspiración de neutralidad se mantiene a
un nivel inferior, cual es el constituido por el conjunto de doctrinas éticas o
religiosas comprehensivas admisibles y, por otro, que las instituciones básicas y las
políticas públicas no están diseñadas con la intención expresa de favorecer
determinadas doctrinas comprehensivas. Lo segundo no significa –y es importante
insistir en ello– que la posibilidad de alcanzar un consenso público en cuestiones de
justicia política no requiera confiar en una similitud parcial entre estas doctrinas.
363
J. Rawls, “The Priority of the Right and Ideas of the Good”, op. cit., p. 459.
Ibid.
365
Ibid., p. 460.
366
Ibid., p. 458. La “impracticabilidad” atañe a la idea de neutralidad consecuencial, que
Rawls considera imposible de cumplir. En su opinión, los principios de cualquier concepción
política razonable deben imponer restricciones sobre las visiones comprehensivas permisibles,
por lo que las instituciones básicas que se definan a partir de aquellos principios
inevitablemente favorecerán algunas formas de vida en detrimento de otras.
364
191
Téngase en cuenta que, ya antes de la publicación de Political Liberalism, Rawls
admitía que la plausibilidad de nociones tan centrales en su teoría como la de bienes
primarios dependía de la existencia de dicha similitud respecto de determinadas
cuestiones básicas. Es esta concordancia la que promete la posibilidad de alcanzar
un entendimiento respecto de las instituciones políticas que deben gobernar una
sociedad justa367. Así debe interpretarse su afirmación de que “the right and the
good are complementary”368.
En cierto modo, pues, quienes mantienen que Political Liberalism no consigue
desmarcarse de una teoría del bien parcialmente comprehensiva que convierte a
esta teoría en una instancia más del liberalismo moral estarían en lo cierto. En
concreto, la noción de libertad, o de autodeterminación individual, forma parte
esencial de la idea política de persona que Rawls adopta como premisa teórica,
informando tanto la justificación del antiperfeccionismo como aquella “concepción
débil del bien” conectada a la precedencia de “lo correcto”. De ahí que, en su teoría
de la justicia como equidad, este autor apela a la visión kantiana que propugna una
unidad social basada, no en una particular concepción de la vida buena, sino en un
acuerdo sobre lo que sería justo para toda persona moral concebida como libre e
igual. La igual libertad de todos los individuos constituye, en este sentido, la
premisa última de su teoría de la justicia. Quien no esté de acuerdo con esta idea
difícilmente aceptará sus ulteriores implicaciones.
En verdad, buena parte de los autores liberales contemporáneos han
identificado la libertad como fundamento de la neutralidad política369.
Probablemente, el que esta justificación no suela explicitarse de forma más clara sea
367
“(…) given the different and opposing, and even incommensurable, conceptions of
the good in a well-ordered society”, se pregunta Rawls, “how is such a public understanding
possible?” La noción de bienes primarios se dirige a dar respuesta a este problema moral y
práctico: “It rests on the idea (...) that a partial similarity of citizen’s conceptions of the good is
sufficient for political and social justice (...) however distinct their final ends and loyalties,
require for their advancement roughly the same primary goods, for example the same rights,
liberties and opportunities.” “Social Unity and Primary Goods”, op. cit., p. 161.
368
J. Rawls, “The Priority of the Right and Ideas of the Good”, op. cit., p. 450.
192
debido a que, por lo común, la libertad individual es tan consustancial al liberalismo
que su valor acostumbra a darse por sentado. Tradicionalmente, el liberalismo ha
entendido que otorgar libertad constituye el mejor modo de respetar a las personas
en tanto seres morales. En general, se considera que cada individuo tiene un
derecho inviolable a decidir lo que debe hacer con su vida: qué objetivos son más
valiosos, qué actividades le reportarán mayor bienestar, felicidad, placer, etc. De ahí
se deriva la exigencia al estado de no interferir en este proceso.
Pero, en rigor, el que la libertad de elección tenga un valor per se no es un
presupuesto incontestado. Como es sabido, los defensores del perfeccionismo
critican el ideal de neutralidad argumentando que mostrar respeto a las personas
requiere algo más que dejar que los individuos tomen sus decisiones “en paz”, sin
intromisiones externas. Según la formulación más extendida de esta posición,
debemos ser conscientes de que no todo el mundo está igualmente capacitado para
afrontar con éxito los desafíos que plantea la vida. La gente comete errores, e
incluso en ocasiones opta por realizar conductas o desempeñar ocupaciones
degradantes o banales que les perjudican seriamente. En estas circunstancias, ¿no
debería el estado intervenir para impedir que las personas tomen decisiones
incorrectas y evitar así que malgasten sus vidas dedicándose a actividades que son
triviales o carentes de valor?
En mi opinión, los liberales cuentan con poderosas razones para rebatir este
argumento. Para ello no se necesita negar el presupuesto perfeccionista de que las
personas pueden equivocarse al enjuiciar qué es lo valioso. Tampoco afirmar que la
libertad de elección está justificada porque carecemos de criterios para conocer lo
que es bueno (esto es, admitir que optar por distintas actividades o planes de vida
es, en último término, una cuestión de gustos o de preferencias subjetivas que no
son susceptibles de ser racionalmente evaluados370). El punto central es, más bien,
369
Al respecto, véase W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea, op. cit., pp. 219-28, y J.
Waldron, “Legislation and Moral Neutrality”, op. cit., pp. 161-3.
370
Como indica Kymlicka, perfeccionistas como Roberto Unger sugieren –
erróneamente, a su juicio– que este tipo de escepticismo acerca de los juicios de valor justifica
193
que si todo el mundo puede equivocarse, también el estado o la mayoría gobernante
están sujetos a esta posibilidad, por lo que, en general, la imposición pública de una
concepción o concepciones del bien determinadas está injustificada. Pero veamos
con mayor detalle, a fin de desarrollar mejor esta idea, los términos de la discusión
entre liberales y perfeccionistas.
Desde luego, todos podríamos coincidir con Raz en que es importante que no
vivamos nuestras vidas sobre la base de creencias falsas acerca del valor que tienen
las actividades que realizamos o los fines a que aspiramos. A diferencia de los
hábitos, para los cuales es posible que no tengamos buenas razones, los objetivos
que guían las decisiones que tomamos sobre cuestiones fundamentales para nuestra
vida requieren de estas razones371. Necesitamos pensar que contamos con ellas,
justamente, porque nuestro interés en llevar una vida buena es sagrado. Ahora bien,
las personas no son infalibles a la hora de realizar esta clase de juicios. Esto parece
asimismo indudable. De hecho, si meditamos profundamente las decisiones
importantes hasta el punto de atormentarnos a veces con ellas, es porque sabemos
que podemos equivocarnos. Y no sólo en el sentido de realizar predicciones
erróneas, evaluar mal la información a nuestro alcance, o no acertar en elegir los
medios idóneos para maximizar un objetivo concreto cuyo valor no cuestionamos.
Como observa Kymlicka, podemos arrepentirnos de nuestras decisiones aún
cuando las cosas salieron tal como las habíamos planeado372. Por ejemplo, porque
hemos dejado de creer en el valor de aquello por lo cual luchamos. Precisamente
por este motivo, el liberalismo siempre ha mantenido que los individuos deben ser
libres, no únicamente para elegir entre planes de vida diversos, sino también para
la posición liberal, porque si se concede que las personas cometen errores, entonces el
gobierno estaría justificado en promover las formas de vida correctas y prohibir o desalentar
las equivocadas. W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea, op. cit., p. 222. Más abajo se explica
por qué esta posición está equivocada.
371
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., p. 300.
372
Así, “puedo tener éxito en convertirme en el mejor jugador del juego de los alfileres
del mundo, pero luego darme cuenta de que el juego de los alfileres no es tan valioso como
escribir poesía, y arrepentirme de haberme embarcado en tal proyecto.” W. Kymlicka, Filosofía
política contemporánea, op. cit., p. 222.
194
re-examinar cualquier creencia, cuestionarla a la luz de nuevos criterios o
argumentos, y, en fin, para desechar total o parcialmente sus fines actuales. En
otras palabras, nadie debe estar fatalmente vinculado a la persecución de los
objetivos que se impuso en un momento dado. En resumen:
“According to liberalism, since our most essential interest is in getting these
beliefs right and acting on them, government treat people as equals, with equal concern
and respect, by providing for each individual the liberties and resources needed to
examine and act on this beliefs. This requirement forms the basis of contemporary
liberal theories of justice.”373
En cambio, los partidarios del perfeccionismo, o de alguna forma de
paternalismo estatal, contemplan la libertad de elegir y revisar los fines como algo
insuficiente que, implícitamente, legitima la indiferencia egoista del estado hacia la
promoción del bienestar individual374. Como se ha apuntado, desde esta
perspectiva, tratar a las personas con respeto requiere que el estado tome parte
activa en este proceso de deliberación individual, evitando que la gente cometa
errores graves de los que posteriormente pueda arrepentirse. En este sentido, la
intervención pública estaría justificada a fin de desalentar e incluso prohibir que las
personas elijan realizar actividades degradantes, perseguir fines triviales o bien
intrínsecamente inmorales. Una teoría perfeccionista, por tanto, debe incorporar
una visión particular, o un conjunto de visiones, acerca de las disposiciones y
atributos que definen la perfección humana, manteniendo que, puesto que nuestro
373
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 13
Conviene tener presente que paternalismo y perfeccionismo no son tesis idénticas.
Siguiendo el criterio de Garzón Valdés, el paternalismo “sostiene que siempre hay una buena
razón en favor de una prohibición o de un mandato jurídico, impuesto también en contra de
la voluntad del destinatario de esta prohibición o mandato, cuando ello es necesario para evitar
un daño (físico, psíquico o económico) de la persona a quien se impone una medida”,
mientras que el perfeccionismo pone el acento exclusivamente en la idea de aumentar o
promover el bien: “siempre es una buena razón en apoyo de una prohibición jurídica sostener
que es probablemente necesaria para perfeccionar el carácter de la persona a quien se la
impone.” E. Garzón Valdés, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, en su obra
Derecho, Moral y Política, op. cit., pp. 362-3. Aunque Garzón Valdés se refiere al ámbito jurídico,
su distinción es igualmente relevante en el plano moral. No obstante, puesto que el propósito
374
195
interés esencial es alcanzar dicha perfección, la distribución de recursos públicos a
este fin es lícita375.
Sin embargo, el perfeccionismo presupone que el estado es más competente,
está más capacitado o se encuentra en mejor situación para decidir sobre lo que es
degradante, trivial, o simplemente inmoral. Frente a esta presunción cabe plantear
varias reservas. Tal vez la más invocada sea la que entiende justificado el principio
contrario; esto es, que nadie es mejor que uno mismo para saber cuáles son sus
intereses. La defensa de este argumento suele atribuirse a Mill. Este autor opinaba
que, si bien las personas tienen un deber de ayudarse mútuamente a distinguir lo
mejor de lo peor –auxiliándose en la deliberación con el fin de incrementar el
ejercicio de sus facultades– más allá del ámbito de los consejos:
“neither one person nor any number of persons, is warranted in saying to another
human creature of ripe years that he shall not do with his life for his own benefit what
he chooses to do with it. He is the person most interested in his own well-being.”376
Pero, a juicio de algunos autores, la obra de Mill no aporta las razones más
convincentes en defensa de este principio. Garzón Valdés, por ejemplo, mantiene
que la premisa anterior no puede pretender ser universalmente válida, ya que no es
cierto que siempre conozcamos mejor cuáles son nuestros intereses reales o
sepamos con exactitud los medios idóneos para promoverlos377. De hecho, Mill
debió haber sido consciente de esto, desde el momento en que admitía que las
personas suelen cometer errores. Pero, entonces, nada excluye la posibilidad de
que, al menos en aquellos casos en los que pueda probarse una mayor competencia,
un gobierno benevolente pueda advertir errores e intervenir para corregirlos.
La fuerza de esta réplica puede contrarrestarse si se advierte que la
justificación del antiperfeccionismo de Mill no descansa tanto en su famosa máxima
principal de este apartado es precisar el fundamento del ideal de neutralidad, la tesis que
conviene discutir es la del perfeccionismo.
375
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 33.
376
J. S. Mill, “On Liberty”, en J. Gray (ed.) John Stuart Mill. On Liberty and Other Essays, op.
cit., p. 84.
377
E. Garzón Valdés, “¿Es justificable el paternalismo jurídico?”, op. cit., p. 364.
196
de que “nadie es mejor juez de sus intereses que uno mismo”, sino en la idea de
que, por muchos que sean los errores que una persona pueda cometer, nada es peor
que permitir que los demás restrinjan su libertad, obligándole a seguir determinada
pauta de perfección. Por varias razones:
Ante todo, por un motivo más bien pragmático: aun cuando el estado
advirtiera claramente la equivocación, es dudoso que la imposición sirviera de algo.
Existen muchos ejemplos que así lo indican. Podemos sentirnos desconcertados
porque una amiga se enamora o contrae matrimonio con alguien que la maltrata
física o psicológicamente, en lugar de elegir a otra persona que la quiere y la respeta.
A pesar de ello, admitimos que obligarla a dejar de realizar esta acción, por muy
irracional que nos parezca, podría ser contraproducente. Otro caso: una persona
puede creer firmemente que dedicar la vida a servir a Dios es infinitamente más
valioso que dedicarse a otras actividades378. Pero coaccionar a un tercero a seguir
este camino difícilmente funcionaría. Las personas necesitamos creer en lo que
hacemos. Podemos recurrir a la persuasión o a los consejos, pero nunca prescindir
de las creencias subjetivas de los demás acerca de los valores. Dworkin ha
denominado “punto de vista constitutivo” a la perspectiva que incorpora la propia
confirmación como componente esencial a la hora de evaluar si algo contribuye a
hacer mejor la vida de alguien (a diferencia del “punto de vista aditivo” que sostiene
que componentes y confirmaciones son elementos valorativos separados). El punto
de vista constitutivo le parece preferible a este autor porque es improbable que
alguien pueda considerar que lleva una vida buena si está en contradicción con sus
creencias o convicciones éticas más profundas379. De esta consideración se
desprende lo siguiente: aun si la conducta externa de los ciudadanos de un estado
perfeccionista reflejara el seguimiento de las normas impuestas, dicha conducta no
necesariamente sería indicativa del éxito de las políticas adoptadas con el fin de
378
Entre los liberales, desde Locke hasta Rawls, el caso de la asistencia forzada a oficios
religiosos ha sido un ejemplo preferente. W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea, op. cit., p.
224, nota 2.
197
lograr la aceptación de determinadas formas de vida como valiosas. Los ciudadanos
pueden haber aceptado la norma pero no por las razones relevantes sino, por
ejemplo, para evitar el castigo, en cuyo caso la finalidad de las medidas
perfeccionistas se vería frustrada.
En segundo lugar, como ya se ha dicho, admitimos la falibilidad de las
personas en la conformación de sus propios intereses y en la elección de los medios
que pueden maximizarlos. Entonces, ¿qué nos hace pensar que el gobierno no se
equivoca? Incluso si tuvieramos razones para sostener que, en algunos casos, esta
creencia no es fruto de un optimismo desmesurado, sino que lo más racional es
confiar en la mejor situación de un tercero para emitir un juicio moral, la certeza
absoluta no existe. O, como mínimo, tenemos dificultades para probar que existe.
Si esto se admite, ¿no es mejor que la responsabilidad del error –por muy pocas
probabilidades que haya– recaiga sobre el individuo que es, al fin y al cabo, quien va
a sufrir las consecuencias de un hipotético desacierto?380. A Mill este argumento le
parecía particularmente relevante. Como se sabe, este autor desconfiaba
profundamente del dogmatismo moral imperante en su época. Además, pensaba
que la historia estaba demasiado repleta de errores públicos que acarrearon graves
consecuencias, así como de la sucesiva alteración de lugares comunes en materia
moral, como para que fuera razonable confiar en que los gobiernos presentes
actuarían con mayor prudencia o sabiduría. Por ello, con independencia de lo que
cualquiera pudiera opinar sobre la existencia o no de verdades morales, Mill creía
que los riesgos de la pacificación moral –de restringir la libertad de realizar
379
R. Dworkin, “The liberal Community”, California Law Review, vol. 77, 1989, pp. 48587. En el mismo sentido, J. Waldron, “Legislation and Moral Neutrality”, op. cit., p. 155.
380
Nótese que éste puede ser un argumento de peso incluso en el caso de que la decisión
que deba tomarse concierna a cuestiones de carácter técnico o científico, que no presenten la
complejidad característica de la materia moral. Por ejemplo, seguramente, un médico
especialista será más competente que el paciente para determinar la existencia de una
enfermedad y las mejores vías de tratamiento. Sin embargo, aun en este caso claro, en la
mayoría de las democracias actuales se considera que, en principio, nadie puede ser obligado a
someterse a un tratamiento. Por supuesto, se reconocen excepciones (por ejemplo, casos en
los que puede alegarse que el no someterse a un tratamiento representa un peligro inminente
198
determinadas elecciones– eran demasiado altos381. La cuestión, en definitiva, no es
tanto que sea irrazonable pensar que existen elecciones objetivamente peores que
otras, sino que, en general, el estado no puede legítimamente erigirse en autoridad
moral última por encima del individuo.
En relación con esto último, a mi juicio, la razón de mayor peso en favor del
liberalismo es la confianza en la capacidad y racionalidad individuales. Esta
confianza subyace a la representación de las partes en la posición original rawlsiana
como agentes racionales que poseen dos poderes morales cuyo ejercicio y
desarrollo constituyen sus intereses más elevados: la capacidad de actuar desde un
sentido de la justicia, y la capacidad para formar y perseguir alguna concepción del
bien382. Según Rawls, cualquier acuerdo acerca de los principios de la justicia que los
individuos alcancen bajo el “velo de la ignorancia” deberá asegurar la garantía de
aquellos highest-order interests correspondientes a los dos poderes morales:
“Corresponding to the moral powers, moral persons are said to be moved by two
highest-order interests to realize and exercise these powers. By calling these interests
‘highest-order’ interests, I mean that, as the model-conception of a moral person is
specified, these interests are supremely regulative as well as effective. This implies that,
whenever circumstances are relevant to their fulfillment, these interests govern
deliberation and conduct. Since the parties represent moral persons, they are likewise
moved by these interests to secure the development and exercise of the moral powers.”
383
para los demás, como ocurre con determinadas enfermedades mentales). Pero el hecho de que
haya excepciones no invalida el principio.
381
Básicamente, éste es el argumento del capítulo 2º de “On Liberty”. Cfr. J. Gray (ed.)
John Stuart Mill. On Liberty and Other Essays, op. cit.
382
J. Rawls, “Kantian Constructivism in Moral Theory”, en S. Freeman (ed.) John Rawls.
Collected Papers, op. cit., pp. 312-3. Respecto del segundo poder moral, que es el que aquí nos
interesa, Rawls escribe: “as free persons, citizens recognise one another as having the moral
power to have a conception of the good. This means that they do not view themselves as
inevitably tied to the pursuit of the particular conception of the good and its final ends that
they espouse at any given time. Instead, as citizens, they are regarded as, in general, capable of
revising and changing this conception on reasonable and rational grounds.”Ibid., p. 331.
383
Ibid., p. 312.
199
Este modelo de persona moral, definido en base a su capacidad para la
autodeterminación, conduce a justificar la neutralidad del estado, no ya porque el
individuo sea siempre quien esté en mejor posición para juzgar cuáles son sus
intereses, ni porque el estado pueda o no equivocarse, o bien ser capaz de conseguir
modificar con éxito nuestras creencias, sino porque se presume que las personas
son capaces de realizar estos juicios por si mismas. “Judgement”, escribe Mill, “is
given to men that they may use it”. Y continua: “If we were never to act on our
opinions, because those opinions may be wrong, we should leave all our interests
uncared for, and all our duties unperformed”384.
En conclusión, lo que, en última instancia, distingue a los liberales de sus
críticos perfeccionistas es esta firme creencia en las capacidades humanas. A partir
de esta premisa, la libertad nos ofrece las mejores condiciones para ejercer y
desarrollar nuestros poderes morales, permitiéndonos aprender por nosotros
mismos, aún a fuerza de cometer errores, aquello que es bueno: contrastamos
experiencias distintas, descubrimos o reafirmamos lo que creemos que nuestras
vidas tienen de valioso y, en su caso, reexaminamos nuestros fines a la luz de
mejores ejemplos o argumentos.
Por último, todo lo anterior no quiere decir que la presunción en favor de la
libertad de elección y de la neutralidad del estado deba tomarse en términos
absolutos. Existen casos –como el de los niños, los dementes y, en general,
cualquier persona cuya capacidad esté temporal o definitivamente mermada– en los
que prácticamente nadie se opondría a la intervención estatal a fin de garantizar
ciertos bienes. Un ejemplo típico es la obligación de que los menores de edad
alcancen un determinado nivel de educación que les permita desarrollar sus
facultades y adquirir las habilidades que requiere el ejercicio de la libertad de
elección. Pero también se plantean casos difíciles, respecto de los cuales los autores
liberales mantienen discrepancias profundas. Determinar cuando una persona, o un
384
J. S. Mill “On Liberty”, en J. Gray (ed.) John Stuart Mill. On Liberty and Other Essays, op.
cit., p. 23.
200
grupo de personas, carece de las capacidades necesarias para emitir juicios morales
o tomar decisiones libremente no es simple.
En efecto, Mill opinaba, por ejemplo, que el despotismo era una forma de
gobierno legítima cuando se trataba de pueblos bárbaros. Para él, la libertad no
tenía sentido en aquellos estadios primitivos del desarrollo humano en que los
hombres son incapaces de mejorar mediante la discusión libre385. Sin ir tan lejos,
Garzón Valdés piensa que el paternalismo estatal es justificable cuando se produce
lo que este autor denomina “incompetencia básica”. Al margen de los criterios que
establece para delimitar estos casos (que no van a analizarse ahora386), su reflexión
se centra en un problema serio: ¿es éticamente admisible que el estado intervenga
para evitar que las personas tomen decisiones que conducirán a menoscabar
significativamente, o incluso a eliminar para siempre, su propia capacidad para
ejercer la libertad de elección? Tenemos abundantes ejemplos en nuestras
sociedades modernas donde se muestra la relevancia de esta reflexión. Piénsese en
el consumo de drogas o en la pertenencia a determinadas sectas. De hecho, la
mayoría de estados democráticos adoptan medidas paternalistas que extienden el
principio del daño a los demás al supuesto del daño potencial a uno mismo: desde
la obligación de llevar puesto el cinturón de seguridad o el casco protector para
conducir ciertos vehículos hasta la prohibición de la eutanasia, incluso si la persona
que la solicita está en plenas facultades para emitir un juicio.
Sin embargo, la prohibición de disponer de los propios derechos básicos es
controvertida; sobre todo, porque no está claro que siempre pueda calificarse de
“incompetente básico”, en terminos de Garzón Valdés, a quien arriesga la vida en
aras de su propio placer o felicidad, ni tampoco tiene por qué considerarse
irracional la persona que decide que desea morir387. Otras veces, en cambio, apelar
al consentimiento presenta graves inconvenientes. Así, sabemos que determinadas
385
Ibid., pp. 14-5.
Véase, E. Garzón Valdes, “¿Es éticamente justificable el paternalismo jurídico?”, op.
cit., pp. 371-2.
387
Respecto de este tipo de casos, Ibid., pp. 374-6.
386
201
estructuras sociales han generado situaciones de dominación que hacen que la
autonomía no pueda ser ejercida más que muy limitadamente y en condiciones
altamente desfavorables. Ésta es la circunstancia en que se encuentran muchas
mujeres en algunos estados democráticos. En este caso, ¿debemos seguir confiando
en los méritos de la libertad de elección? Seguramente no. La opresión y
denigración social que han sufrido algunos grupos a lo largo de mucho tiempo
puede haber causado que ciertas personas ni siquiera se conciban a si mismas como
seres autónomos, poseedores de los poderes morales que Rawls identifica. Por esta
razón, la intervención estatal podría justificarse para superar la desigualdad y
asegurar ciertos bienes primarios fundamentales como el auto-respeto. En este
sentido, al igual que en algunos de los casos mencionados, la injerencia no
necesariamente debe realizarse con fines perfeccionistas –esto es, para alentar o
imponer determinado ideal moral o concepción del bien– sino con el propósito de
asegurar que se dan las pre-condiciones necesarias para la toma de decisiones
merecedoras de ser calificadas de “libres”.
En conclusión, indudablemente, la cuestión de los límites a la neutralidad es
compleja. Sin embargo, pese a las enormes discrepancias en torno a cómo, cuándo
y por qué motivos es justificable la intervención estatal, creo que es posible afirmar
que lo que sigue distinguiendo al liberalismo frente al conservadurismo o al
perfeccionismo es esta presunción de confianza en las capcidades individuales y en
el ejercicio de la responsabilidad individual a la hora de conducir nuestras vidas.
Aunque sólo sea prima facie, un liberal ha de sostener que estos juicios difíciles debe
realizarlos el individuo.
Si lo dicho hasta aquí resulta aceptable, el impacto de las críticas que
impugnan el sesgo individualista –o, quizás mejor, la predisposición hacia el
individualismo– de la teoría de Rawls es limitado. En la medida en que las
precisiones realizadas indican que no existe una pretensión de ser neutral respecto
de ciertas cuestiones básicas (como puedan ser la concepción política de la persona,
los intereses humanos fundamentales y las precondiciones de un orden de
202
cooperación social justo) la objeción anterior se basa en un malentendido388. La
cuestión relevante no es si el liberalismo está comprometido con determinados
presupuestos sustantivos, que lo está, sino si existen buenas razones para ello.
Como se ha tratado de mostrar a lo largo de estas páginas, efectivamente, hay
motivos suficientes para entender que aquellos presupuestos están justificados. Es
más, en esta consideración reside gran parte del atractivo y fuerza moral del
liberalismo frente a otras teorías. Como sostiene Waldron:
“The liberal has not arbitrarily plucked his account of what it is to have a
conception of the good life out of the air. He has settled on that view of a subject
matter for his concern because of the fundamental principles and values that underlie
his position. He thinks that shaping of individual lives by the individuals who are living
them is a good thing; and he fears for the results if that process is distorted or usurped
by externally applied coercion. On the basis of these concerns and these fears, he identifies
moral views of this individualistic sort as those between which legislative neutrality is
required.”389
En todo caso, pues, el ámbito del desacuerdo podrá centrarse en la mayor o
menor adecuación de asumir como premisa que existen ciertos valores –en
concreto, la igual libertad de elección de los individuos– respecto de los cuales,
como subraya Waldron, el liberalismo no va a ser neutral.
En relación con esto último, alguien podría dudar del éxito de una teoría
asentada sobre esta clase de pilares substantivos si se evalúa a la luz del grado en
que consigue dar cuenta del pluralismo. Adviértase que este argumento es de signo
distinto: su objeto no es tanto negar la coherencia interna de los argumentos
388
Con ello no quiero decir que las críticas que planteaban autores como Nagel y Raz
estén completamente fuera de lugar. En el momento en que fueron planteadas, estas críticas
eran pertinentes, sobre todo, porque llamaban la atención sobre algunas cuestiones básicas que
el propio Rawls reconoció no haber explicitado suficientemente en su Teoría de la justicia.
Prueba de ello son los sucesivos esfuerzos que este autor ha realizado para precisar mejor
algunos pasajes oscuros de su primera obra, desarrollando, en especial, el modo en que su
visión de la justicia como equidad es dependiente de que se acepte como razonable lo que el
denomina la “concepción política de la persona”. Al respecto, véase, además de los artículos
ya citados, “Justice as Fairness: Political not Metaphysical”, publicado originalmente en 1985,
en S. Freeman (ed.) John Rawls. Collected Papers, op. cit., pp. 338-420.
203
liberales como cuestionar el logro de los fines o expectativas que impulsan el
proyecto filosófico liberal en su globalidad. Ésta sí es una crítica potencialmente
poderosa que merece un breve comentario adicional.
4.
Pluralismo y neutralidad en la teoría liberal
Como se destacó al inicio del anterior apartado, uno de los retos que se
propone Rawls es la acomodación del pluralismo. Su propósito es delinear los
fundamentos de una teoría de la justicia para las instituciones políticas que logre ser
consensuada por ciudadanos profundamente divididos por doctrinas morales,
religiosas y filosóficas incompatibles entre sí390. Esto es, una teoría que no pueda
ser razonablemente rechazada desde dentro de cada concepción del bien. Ésta es la
idea central que subyace a la noción de overlapping consensus. El objeto de este
consenso, según Rawls, serán unos principios de la justicia capaces de mantenerse
por sus propios méritos (freestanding). Como es sabido, en su estrategia
contractualista inicial estos principios eran los resultantes de la posición original,
mientras que la actual presentación parece más dependiente de la idea de equilibrio
reflexivo y de la noción de razón pública. De cualquier modo, con independencia
de la valoración que nos merezca este cambio de estrategia391, la predisposición de
Rawls a respetar el pluralismo sigue siendo el corolario lógico del valor último que
este autor atribuye a la libertad individual. Sólo así adquieren sentido, por un lado,
la distinción entre pluralismo simple y pluralismo razonable y, por otro, el
propósito de acomodar, dentro de la teoría de la justicia como equidad, únicamente
389
J. Waldron, “Legislation and Moral Neutrality”, op. cit., p. 166.
J. Rawls, Political Liberalism, op. cit., xviii. La referencia en lo que sigue a esta obra –
pese a la preferencia antes expresada por la argumentación inicial de Rawls– obedece a que los
objetivos de este autor se explicitan aquí de forma mucho más detallada. El propósito de
Rawls, como él mismo admite, no ha variado, al margen de lo relevantes que puedan ser las
transformaciones en la articulación de su teoría. Es más: creo que podría afirmarse que fueron
las objeciones que apuntaban a los problemas de viabilidad de su teoría en sociedades
democráticas con elevados índices de pluralismo las que, en buena medida, impulsaron a este
autor a revisar algunos aspectos centrales de su obra anterior. Si estas modificaciones logran o
no mejor su objetivo es un asunto distinto que no es posible abordar en este trabajo.
391
supra.
390
204
a las doctrinas comprehensivas razonables392. En sus propias palabras, el liberalismo
político asume que “a reasonable comprehensive doctrine does not reject the
essentials of a democratic regime”393. Pero si se acepta este punto de vista, es
relevante cuestionarse en qué medida una teoría liberal como la rawlsiana lograría el
consenso al que aspira en sociedades multiculturales compuestas por grupos que
suscriben valores distintos. Es interesante advertir que esta preocupación está muy
presente en los trabajos de quienes, como Kukathas, reividindican que el
compromiso de la tradición liberal ha sido más con el pluralismo que con la
autonomía individual.
Por supuesto, en tanto corriente filosófica, el liberalismo es suficientemente
diverso internamente como para admitir líneas de pensamiento distintas acerca de
sus fundamentos básicos. No obstante, cabe dudar de que el vínculo entre
liberalismo y pluralismo ofrezca una versión fidedigna de lo que, históricamente, ha
caracterizado a la corriente liberal. Como hemos visto, filósofos desde Mill a
Dworkin no favorecen la tolerancia porque asuman que el pluralismo tiene un valor
intrínseco. Al respecto, recuérdese la observación de Walzer de que, al inicio, sólo
razones prudenciales o simplemente estratégicas condujeron a defender el respeto
al pluralismo. De cualquier modo, aún si esta interpretación pudiera ser matizada,
lo cierto es que, empezando por Rawls, la mayoría de los filósofos liberales
contemporáneos más influyentes apoyan la neutralidad porque valoran la libertad y
la igualdad; y aportan buenas razones para ello. En definitiva, la conexión entre
neutralidad y pluralismo es más bien indirecta.
Claro que, una vez se acepta como válida la visión anterior, quizás lo más
sensato sea reconocer que, efectivamente, debemos resignarnos a ver el liberalismo
como una teoría con estándares demasiado exigentes como para pretender ser
consensuada y aplicada en todas las sociedades multiculturales, especialmente allí
donde hay tensiones graves. En principio, según esta doctrina, la justicia no puede
392
Sobre la distinción entre pluralismo simple y razonable, J. Rawls, Political Liberalism,
op. cit., pp. 63-6.
205
sacrificarse en aras de la protección del pluralismo o de la garantía de la unidad
social. Otra cosa es la práctica: probablemente se admita que existen situaciones de
crisis que hacen necesario ponderar estos valores para preservar la paz. Que la
coexistencia pacífica es buena en sí misma parece indudable. Al menos, en el
sentido de que evita males mayores y promete la posibilidad de alcanzar acuerdos o
establecer de nuevo las bases de la convivencia394. Pero la idea de paz permanente
es distinta a la de paz justa. Una mesa de negociación para promover un acuerdo de
paz es mejor que una guerra, pero no es mejor –o no necesariamente– porque en
ella estén presentes consideraciones de justicia. Si la justicia es el ideal, la
disposición a estabilizar la paz, a hacerla duradera aún a costa de renuncias
importantes, puede considerarse un second best. Por ello, volviendo a la
consideración inicial, si la viabilidad de la teoría de la justicia liberal ha de probarse
a través de los eventos en el mundo político real, su potencialidad para resolver los
problemas del multiculturalismo podría ser dudosa en muchos casos.
A mi modo de ver, existen motivos para rechazar el pesimismo implícito en
una conclusión como la anterior. En concreto, aún admitiendo que la neutralidad
no puede ser una doctrina que afirme que cualquier valor es aceptable, todavía
existen diferencias significativas entre un estado perfeccionista y un estado liberal.
Estas diferencias tienen que ver con la mayor o menor laxitud del test de
razonabilidad que se aplica para la admisión de distintas concepciones del bien. Es
cierto que la concepción moral de la persona impone límites al pluralismo. Pero,
incluso así, tanto si se entiende como una doctrina filosófica comprehensiva como
si se contempla como una teoría exclusivamente política, el liberalismo aventaja
393
Ibid., introducción, xviii.
Con ello no quiero decir que la paz esté justificada a cualquier precio. El uso del
lenguaje de la “guerra justa” se ha incrementado en las últimas décadas a raíz de las
intervenciones internacionales en el Golfo Pérsico o en Bosnia y Kosovo. Muchos filósofos
piensan que, aunque no cualquier injusticia justifica una guerra, hay guerras justas. Sobre este
tema, véase el excelente libro de M. Walzer, Just and Unjust Wars. A Moral Argument with
Historical Illustrations, Basic Books, 1977.
394
206
substancialmente a las teorías alternativas en lo que concierne al nivel de tolerancia.
Como explica Eamonn Callan:
“nothing in the concept of comprehensive liberalism entails a commitment to an
all-purpose criterion of right and wrong such as utilitarianism or a grand epistemological
theory such as pragmatism. A liberal political theory is an instance of comprehensive
liberalism once it has some ethical or metaphysical content beyond the minimal scope
and generality of political liberalism. (...) Yet so far as meeting the challenge of pluralism
goes, political liberalism might still seem to have a necessary advantage because it is
constructed with an exclusive eye to the political domain.”395
Aunque en el pasaje reproducido el propósito de Callan es pronunciarse por
una variante del liberalismo –la política– la idea central que aquí interesa resaltar es
que, sea cual sea la perspectiva que adoptemos, la teoría liberal siempre es menos
sectaria que sus rivales.
Así, como se ha venido insistiendo a lo largo de este capítulo, una teoría
liberal no dicta con detalle el contenido de lo que significa conducir una vida buena,
ni establece la prioridad de determinados fines. El individualismo de Mill, Rawls o
Waldron puede conducirnos tanto al activismo social o político como a llevar una
vida de retiro espiritual; es compatible con otorgar gran valor al matrimonio o a la
familia y con valorar más la propia independencia, la dedicación a una carrera
profesional, a una orden religiosa o, simplemente, al ocio. Los individuos pueden
elegir en el marco de fronteras débiles, fijadas por el respeto a los derechos y
libertades de los demás. Por ello, la democracia liberal es una estrategia social que
permite elegir entre un amplio abanico de concepciones del bien y opciones de vida
que se consideran legítimos y, por ello, respetables. Por otra parte, como se ha
indicado, reconocer la libertad como fundamento de la neutralidad de ningún modo
implica cerrar la discusión. Los autores liberales difieren enormemente acerca de
cuán laxos deban ser los criterios en función de los cuales la intervención estatal es
admisible para preservar este valor. Estos criterios permiten distinguir entre
395
E. Callan, Creating Citizens. Political Education and Liberal Democracy, op. cit., pp. 17 y 19.
207
modelos más o menos éticamente inclusivos. Sobre esta cuestión se tendrá
oportunidad de abundar en próximos capítulos.
En resumen, lo que las consideraciones anteriores quieren resaltar es que la
idea del bien predominante en la doctrina liberal, si es que se la quiere denominar
así, todavía puede considerarse como “de segundo orden”, al tratarse de una
concepción lo suficientemente flexible como para aceptar como razonable la
coexistencia en una misma sociedad de valores distintos. Ésta es la dicotomía
relevante que traza Rawls:
“one deep division between conceptions of justice is whether they allow for a
plurality of different and opposing, and even incommensurable, conceptions of the
good, or whether they hold that there is one conception of the good which is to be
recognized by all persons, so far as they are rational.” 396
La concepción de la justicia que defiende este autor pretende ser
representativa de la primera clase de teorías, en las que el marco diseñado permite a
los individuos la satisfacción de una amplia variedad de preferencias y planes de
vida. Pero, sin duda, el marco existe. Los liberales no están dispuestos a tolerar
cualquier concepción de lo bueno. Aún así, como apunta Rawls en su distinción,
existen
diferencias
relevantes
entre
liberalismo
y
perfeccionismo
o
conservadurismo. En estos últimos casos, el estado trata de disciplinar el carácter
de sus ciudadanos de acuerdo con un modelo prefijado de conducta y bienestar
humanos. E, inevitablemente, ello requiere el uso opresivo del poder estatal.
Ciertamente, si se parte de que el pluralismo es un rasgo constante en las
sociedades modernas, la prevalencia continuada de una misma doctrina
comprehensiva, sea o no religiosa, sólo podría intentar lograrse por medio de la
coerción397. Si el estado es teocrático, las conductas sancionadas serán aquellas
contrarias a la moralidad que exprese el código religioso de que se trate. Si lo que se
pretende es promover el seguimiento de una ideología no religiosa –el marxismo,
396
397
J. Rawls “Social Unity and Primary Goods”, op. cit., p. 160.
John Rawls, Political Liberalism, op. cit., p. 37.
208
por ejemplo 398– también será preciso adoptar una política perfeccionista. Por el
contrario, el liberalismo considera que, por muy plausibles que sean las
concepciones del bien por las que abogan estas doctrinas, no pueden ser impuestas
públicamente. En el fondo, lo que más preocupa a los liberales es distanciarse de
aquellas concepciones de la justicia dogmáticas, que ofrecen una idea del bien
unívoca.
En conclusión, el ideal de neutralidad juega un papel importante únicamente
dentro del marco de concepciones razonables, que no entran en conflicto con la
libertad individual en tanto valor que sustenta todo el edificio liberal. Pero este
marco no es tan restrictivo como algunos críticos pretenden. Si tenemos en cuenta
cuáles son las teorías alternativas, el liberalismo es la teoría que mejor puede dar
cabida al pluralismo. De hecho, sin la asunción de que existen opciones de vida
significativamente distintas, defender la autodeterminación individual carecería de
sentido.
Una vez clarificados los aspectos principales en relación con la definición y
fundamentos de la neutralidad, el capítulo siguiente retoma la cuestión central que
antes se dejó irresuelta; esto es, en qué medida el reconocimiento de derechos
colectivos implicaría, para el estado, el sacrificio de este principio.
398
El estado marxista es un estado perfeccionista en la medida en que identifica el bien
con una única actividad, el trabajo productivo, prohibiendo a los ciudadanos desempeñar un
trabajo de los considerados alienantes. Sobre este punto, W. Kymlicka, Filosofía política
contemporánea, op. cit., p. 221.
209
CAPÍTULO VII. MULTICULTURALISMO Y NEUTRALIDAD (II): LA
COMPATIBILIDAD
ENTRE
NEUTRALIDAD
Y
DERECHOS
COLECTIVOS
1.
Introducción
En tanto objeción a los derechos colectivos, la apelación a la neutralidad del
estado no siempre se articula de la misma forma. En concreto, la adhesión a este
ideal sirve de apoyo a teorías que valoran la trascendencia moral e implicaciones
institucionales del tipo de demandas que plantean las minorías culturales de modo
diferente. Como resultado, la incompatibilidad entre derechos colectivos y
neutralidad estatal se ha tratado de fundamentar en argumentos también distintos.
Sin embargo, como se adelantó en el capítulo anterior, cabe pensar que
algunos de estos argumentos suponen una distorsión del significado original del
principio de neutralidad en la tradición liberal, mientras que otros malinterpretan el
objeto de las demandas de las minorías, proponiendo soluciones del todo
insatisfactorias. El propósito último de este capítulo es, por un lado, exponer las
razones que justifican ambas críticas y, por otro, mostrar que el reconocimiento de
derechos colectivos no exige renunciar al postulado de la neutralidad en tanto
elemento distintivo de la tradición liberal. Antes, a los efectos de enmarcar la
discusión, conviene realizar algunas puntualizaciones previas con relación a ciertas
cuestiones polémicas cuyo análisis se deja para más adelante:
En primer lugar, a propósito de la identificación de las objeciones más
relevantes a los derechos colectivos, se observó que algunos autores sostienen que
reconocer estos derechos conllevaría violar la libertad individual. Claramente, la
razón por la que Comanducci se oponía a los denominados “derechos culturales
positivos” era por considerar que estos derechos entran en conflicto con los
derechos civiles y políticos (con los “derechos liberales”, en sus propios términos).
Asimismo, Garzón Valdés mantenía que la promoción pública de las identidades
étnicas y culturales de los subgrupos que forman un estado es éticamente
210
inaceptable porque atenta contra la autonomía individual. No obstante, teniendo en
cuenta la conclusión defendida en el capítulo anterior, si éste fuera el problema,
apelar a la neutralidad sería incongruente. Más bien habría que sostener que el tipo
de intereses individuales subyacentes a las reclamaciones de derechos colectivos (la
pertenencia a una cultura, el reconocimiento de la identidad o la garantía de ciertos
bienes culturales) caen fuera del ámbito en que el estado está obligado a ser neutral,
justamente, porque atentan contra el valor central que justifica la propia doctrina
liberal de la neutralidad.
Las razones que podrían apoyar una conclusión en este sentido rara vez se
desarrollan en profundidad. Esta omisión tiene una explicación bastante simple:
muchos autores parten de la concepción dominante de derechos colectivos como
derechos pertenecientes a un grupo en tanto entidad abstracta, en contraposición
con los derechos de titularidad individual. Así, Comanducci asume que el objeto de
los derechos colectivos es la conservación de la particular identidad de una cultura
(como si el derecho perteneciera a “la cultura”) y no la protección de determinada
clase de intereses individuales. De ahí deriva el conflicto –irresoluble, al plantearse
en términos de valores absolutos– que este autor advierte entre los intereses de la
cultura y los intereses del individuo, y, por extensión, entre derechos colectivos y
derechos individuales. En definitiva, como se indicó anteriormente, lo que
preocupa a la mayoría de autores liberales es distanciarse de posiciones
comunitaristas extremas. Oponiéndose a los derechos colectivos pretenden
descartar la verosimilitud de una ontología colectivista, cuyos fundamentos
pudieran servir de base para apoyar la generación de deberes a expensas de la
voluntad o de los intereses de los miembros individuales de un grupo.
Sobre la implausibilidad de la noción de derechos colectivos que subyace a la
posición descrita, así como sobre los defectos de los parámetros más comunes de
aproximación al tema de las minorías culturales, ya se insistió ampliamente a lo
largo de la primera parte del trabajo. Por tanto, no es preciso reiterar las razones
por las que el argumento anterior no aporta nada a la discusión sobre la legitimidad
211
de la concepción de derechos colectivos que aquí se está tratando de juzgar. A
pesar de ello, sí da pie a plantear una cuestión del todo distinta, que hace referencia
a las posibilidades de conciliar, en una teoría liberal de los derechos de las minorías,
autonomía, o libertad de elección individual, y derechos colectivos. Éste es un
problema crucial –el de la relación entre libertad y cultura– que se explorará en
capítulos sucesivos.
En segundo lugar, como también se expuso, otros autores equiparan las
demandas de las minorías a meras preferencias o deseos secundarios. Desde esta
perspectiva, si bien los individuos pueden tener un interés en la pertenencia a su
cultura, o querer ver sus signos culturales distintivos públicamente representados,
no toda pretensión genera un derecho ni toda forma de vida tiene los mismos
costes. En general, suponemos que el respeto a las personas no es infinitamente
exigente y que los derechos no agotan el universo moral: algunas de las preferencias
e intereses individuales pueden tratarse por vías alternativas como la negociación,
mientras que otras son simple cuestión de gusto. Sobre la base de esta premisa, se
entiende que el lenguaje de los derechos debe reservarse para delimitar de forma
más o menos estricta lo que consideramos intereses o necesidades verdaderamente
fundamentales para el bienestar de los seres humanos. Así, vimos en el capítulo
anterior que uno de los ejes centrales de la teoría de la justicia rawlsiana es la noción
de bienes primarios. Basándose en esta idea, Rawls favorece un modelo de igual
distribución de los recursos a sabiendas de que su aplicación no tendrá efectos
neutrales entre todos los planes de vida. En concreto, quienes tengan preferencias
caras se verán desfavorecidos por este criterio de reparto, en comparación con
aquellos individuos cuyas pretensiones son más modestas. Aun así, Rawls no
considera que una objeción relevante al uso de los bienes primarios sea el que éstos
no sirven para satisfacer a quienes tienen gustos caros. Antes bien, precisamente
porque este tipo de preferencias no escapan al control individual, los individuos
deben asumir la responsabilidad de adaptarse, modificándolas si es preciso.
212
A partir de esta reflexión, cabe preguntarse si los miembros de grupos
culturales minoritarios que reclaman derechos colectivos no estarán exigiendo, en el
fondo, que el estado les satisfaga sus “preferencias o gustos caros”. Desde luego,
una respuesta afirmativa implicaría admitir que la pertenencia cultural no es un bien
lo suficientemente básico como para ser tenido en cuenta a la hora de evaluar la
justicia de un particular esquema de distribución de recursos. Éste es el argumento
que subyace a la posición que adoptan aquellos autores que se oponen a los
derechos colectivos pero, en cambio, reconocen no ver problema alguno en que
“cada minoría se pague lo que desee”399. Un posible desarrollo de esta línea
argumental podría admitir que, efectivamente, las estructuras culturales tienen un
valor independiente, pero este valor es puramente estético. Al igual que muchas
personas sintieron que el mundo perdía algo de valor irremplazable cuando el Liceo
de Barcelona o la Fenice de Venecia sucumbieron bajo las llamas, lo mismo sucede
cuando conocemos la desaparición de una lengua o de una cultura. Esta sensación
de pérdida es muy frecuente. Sin embargo, por sí sola, no constituye una razón
moral suficiente como para justificar un derecho a la cultura.
Por último, el argumento cosmopolita –en la medida en que se interprete en el
sentido delineado en el capítulo quinto– se revela como una objeción a tener en
cuenta a la hora de discutir la relevancia moral de la pertenencia cultural.
Pero, de nuevo, si nos inclinamos por alguna de estas dos últimas posiciones,
recurrir al argumento de la neutralidad para impugnar los derechos colectivos no
tiene demasiado sentido. Fundamentalmente, porque nadie afirma que una teoría
de los derechos deba aspirar a ser neutral en relación con todos los intereses, o tenga
que acomodar meras preferencias o deseos secundarios de los que podemos
prescindir sin necesidad de realizar sacrificios insoportables. En definitiva, la
alusión al ideal de neutralidad como argumento en contra de los derechos
colectivos sólo adquiere verdadero interés teórico si se presume la legitimidad del
interés individual en la pertenencia cultural. Como se explicó, lo que se mantiene es
399
P. Comanducci, “La imposibilidad de un comunitarismo liberal”, op. cit., p. 26.
213
la mayor adecuación de un enfoque distinto al de los derechos colectivos para hacer
frente al problema del multiculturalismo. En lo que sigue, pues, mi interés principal
se centrará en examinar críticamente esta alternativa. La cuestión del fundamento
de aquella presunción tendrá ocasión de analizarse ampliamente a lo largo de los
capítulos siguientes.
2.
La
neutralidad
estatal
como
elemento
de
distinción
entre
“nacionalismo cívico” y “nacionalismo étnico”
Recapitulemos. Tal como se expuso, existe una tendencia a pensar que asignar
derechos colectivos a las minorías culturales implica renunciar al postulado de
neutralidad estatal, y que, con ello, no sólo se pone en peligro la libertad de las
personas sino también la igualdad entre los distintos grupos que conviven en un
estado. Aquí, la alusión a la neutralidad se vincula al presupuesto de que el estado
no debería fomentar ni promover cultura alguna. Si lo hiciera, estaría ipso facto
privilegiando institucionalmente a unos grupos singulares en detrimento de otros y,
por tanto, no trataría los intereses de cada individuo con igual consideración y
respeto. Los exponentes de esta tesis (autores como Kukathas, Prieto Sanchís o
Aguilar Rivera) mantienen que disponemos de un enfoque alternativo para
enfrentar el problema del multiculturalismo. La opción que reivindican –
frecuentemente ignorada, según ellos400– consiste en abrazar la idea clásica de
tolerancia, interpretando consistentemente la obligación de neutralidad del estado, y
valorando mejor las posibilidades que ofrecen derechos individuales ya reconocidos
400
Aunque a autores como Aguilar Rivera o Kukathas les preocupa que las señas de
identidad del liberalismo se pierdan en el ferviente proceso de revisión teórica de nociones
como “ciudadanía” y “derechos” en el que se han sumergido los teóricos del liberalismo en la
última década, a mi juicio, esta preocupación es exagerada. En verdad, la mayoría de autores
liberales de post-guerra han pensado que la tolerancia religiosa provee el mejor modelo para
tratar con las diferencias etno-culturales, por lo que la línea que defienden no es exactamente
novedosa. Tampoco es correcto decir que ha estado olvidada. De hecho, los autores
denominados revisionistas –en la órbita de Kymlicka– construyen sus teorías como respuesta
a los déficits de la visión tradicional de la tolerancia. Aunque todavía es pronto para emitir un
veredicto al respecto, diríase que existe un amplio consenso, no acerca de la necesidad de
cuestionar los presupuestos básicos del liberalismo, sino, más bien, de re-examinar algunas de
214
como la libertad de asociación. La acomodación de los intereses legítimos de las
minorías, por tanto, no pasa por una revisión profunda de la teoría liberal hasta el
punto de incorporar una nueva categoría de derechos. Cultura y política, como
religión y política, deben permanecer separados. No es que los intereses culturales o
religiosos de los ciudadanos sean secundarios o carezcan de relevancia. Más bien a
la inversa: precisamente porque no es así, en una sociedad multicultural, donde las
personas pertenecen o se identifican con grupos culturales y religiosos diversos, es
especialmente importante que el estado sea neutral. Eso sí: debe garantizarse que
no existen trabas o discriminaciones que impidan, en la práctica, el ejercicio de las
libertades civiles. Pero ello únicamente requiere aplicar rigurosamente el principio
de no discriminación.
Pues bien, algunos teóricos mantienen que lo que distingue a las “naciones
cívicas” –liberales– de las “naciones étnicas” –antiliberales– es, precisamente, la
adopción de este enfoque401. A diferencia de las naciones étnicas, las naciones
cívicas son neutrales en lo concerniente a las identidades etnoculturales de los
ciudadanos y definen la pertenencia nacional en términos de adhesión a ciertos
principios de democracia y justicia. En ellas la cultura, al igual que la religión, es
algo que las personas son libres de elegir y cultivar en el ámbito privado, sin que el
estado interfiera imponiendo determinados cánones, creencias o modelos de
conducta. Los ciudadanos se unen a la polis a partir de los derechos, reglas y
procedimientos liberal-democráticos. Estos acuerdos “cívicos” se sitúan más allá
del ethnos pre-político; esto es, de las particulares identidades étnicas, nacionales o
religiosas de los individuos. El concepto habermasiano de “patriotismo
constitucional” resulta particularmente sugerente para dar cuenta de la idea
subyacente a la versión “cívica” del nacionalismo402. La idea de fondo es que una
sus implicaciones más acríticamente asumidas. Sobre la predominancia en la post-guerra del
enfoque de la tolerancia, véase W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 3-4.
401
Sobre la distinción entre naciones cívicas y naciones étnicas, W. Kymlicka,
Multicultural Citizenship, op. cit., p. 24.
402
J. Habermas, “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía
y de la ciudadanía”, en J. Habermas, La inclusión del Otro, op. cit., p. 95.
215
cultura política liberal resulta suficiente para la integración social de una ciudadanía
plural y, por tanto, para evitar la desintegración en sociedades complejas. Así pues,
mientras que las naciones cívicas tienen una vocación inclusiva, las naciones étnicas
son excluyentes. En las primeras, la constelación de derechos individuales civiles y
políticos reconocidos constitucionalmente ya permite acomodar indirectamente las
demandas de las minorías.
En los últimos años, esta categorización se ha empleado con frecuencia para
analizar la escalada de tensiones entre grupos etnoculturales a que se han visto
sometidas, desde el colapso de los regímenes comunistas, las democracias recién
instauradas en el Centro y Este de Europa. En un principio, este proceso
renovador se contempló con optimismo: nuevos aires de apertura y libertad tras el
final de la división Este-Oeste que había polarizado al mundo entero durante
décadas. Pero, paradójicamente, la Europa post-comunista se ha convertido en un
terreno fértil para el renacimiento de los movimientos nacionalistas. Naciones que
parecían haberse evaporado tras el telón de acero han resurgido con ímpetu
renovado. Los analistas occidentales han abordado este fenómeno desde múltiples
perspectivas. No obstante, constituye un lugar común sostener que la transición a la
democracia y la recuperación económica de la región no podrán concluirse
satisfactoriamente si no se abandonan las lealtades y compromisos particularistas,
tendentes a la disgregación, en aras de una más amplia identidad cívica por encima
del espectro de las comunidades existentes. De lo contrario –se pronostica– la
retórica del nacionalismo, de la xenofobia y del choque de identidades que ha
conducido a la trágica crisis en los Balcanes terminará causando estragos en
aquellos otros estados (como Albania, Bulgaria, Rumania, Azerbaijan, Ucrania o
Lituania) cuya población también se compone de una mezcla de grupos
etnoculturales distintos. Según esta visión, la actual “política de la identidad” en
estos países es fatal; descansa en una polarización entre comunidades, con
apelaciones constantes a los factores étnicos y religiosos diferenciadores, así como a
la compensación por los daños sufridos en el pasado. Para muchos, el progreso
216
requiere olvidar este pasado, desmantelando cuanto antes la legitimidad de las
constantes referencias en los ámbitos político y mediático a la cultura, la identidad o
la religión. Los liberales deberían encabezar esta lucha, confiando en la educación
para erradicar los sentimientos nacionalistas y persuadir de la bondad del
universalismo. En pocas palabras: la clave de la transformación, se dice, radica en
adoptar la perspectiva “cívica” que ha funcionado en el Oeste.
Sin embargo, con independencia de que esta imagen predominante de la actual
situación en la Europa Central y Oriental pueda ser acertada, la caracterización
implícita de la existencia de una diferencia esencial entre los procesos de
construcción democrática en esta región y los procesos en el Oeste es notoriamente
falsa. En mi opinión, además, alimentar esta falsa dicotomía puede acarrear errores
graves a la hora de evaluar cuáles son las mejores estrategias de transición hacia la
paz y la democracia.
3.
La esencia cultural de la nación. Ficciones históricas y políticas de
construcción nacional
No es verdad que en la construcción democrática de los estados occidentales
la incidencia del nacionalismo haya sido escasa, ni tampoco que se hayan obviado, o
relegado a un plano secundario, las características etnoculturales de los ciudadanos.
Por el contrario, estos factores han desempeñado, y continúan desempeñando, un
papel central en la práctica política. Así lo han constatado a lo largo de esta última
década las contribuciones al debate sobre el nacionalismo y el multiculturalismo de
prestigiosos filósofos o teóricos de la política como Raz, Margalit, Tamir, Taylor,
Miller o Kymlicka, entre otros. En sus obras (que suelen incorporarse
genéricamente bajo la etiqueta “nacionalismo liberal” 403), todos ellos coinciden en
403
J. Raz y A. Margalit, “National Self-Determination”, Journal of Philosophy, 87, 9, 1990,
pp. 439-61; Y. Tamir, Liberal Nationalism, Princeton, Princeton University Press, 1993; G.
Laforest (ed.) Charles Taylor. Reconciling the Solitudes. Essays on Canadian Federalism and Nationalism,
Montreal&Kingston, McGill-Queen’s University Press, 1993. D. Miller, On Nationality,
Oxford, Oxford University Press, 1995; W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, Oxford, Oxford
University Press, 1995. Kymlicka ha realizados un resumen de las principales tesis de esta
corriente en la introducción al número especial de la revista Ethical Theory and Moral Practice
217
destacar que la nacionalidad, y también el nacionalismo, han jugado de facto un
papel primordial en la política de los estados democráticos occidentales404.
En efecto, uno de los aspectos centrales que este movimiento de revisión
teórica del liberalismo ha puesto explícitamente de manifiesto es que,
históricamente, todos los estados liberales han estado activamente involucrados en
proyectos de construcción nacional dirigidos, casi invariablemente, a fomentar la
difusión y hegemonía de una sola cultura, por regla general, la mayoritaria. El no
reconocimiento de este hecho explica la tendencia, en el transcurso del siglo XX, a
obviar el análisis del nacionalismo y pone de manifiesto la inconsistencia de algunas
premisas acríticamente aceptadas por la teoría democrática liberal moderna. A
saber: el presupuesto implícito de la homogeneidad cultural interna de los estados,
la idea de que los principios de la justicia en el ámbito de las relaciones
internacionales son distintos a los que deben gobernar los estados, la asunción de
que la ciudadanía en los estados liberales es más una cuestión de nacimiento que de
elección, la premisa de que es legítimo que una constitución liberal establezca
diferencias entre nacionales y extranjeros, o que el estado social distribuya
primariamente los recursos disponibles entre sus propios ciudadanos. Todo ello
refuerza la teoría de que los estados liberales son algo más que asociaciones
contingentes unidas por un contrato formal al que los ciudadanos pueden
vincularse o desvincularse de acuerdo con su voluntad405. A priori, diríase que los
sobre “Nationalism, Multiculturalism and Liberal Democracy”, nº 1, 1998, pp. 143-57. En
España, el profesor Calsamiglia ha defendido recientemente (en Cuestiones de lealtad, op. cit.,
capítulo 3) buena parte de las tesis centrales que identifican al nacionalismo liberal.
404
A raíz de la publicación de estas obras, ha habido una verdadera avalancha de
artículos, libros y simposios que han abordado el fenómeno del nacionalismo tanto desde la
perspectiva sociológica como desde la ética y la teoría política. En concreto, con respecto a la
moralidad del nacionalismo, dos volúmenes colectivos son especialmente recomendables
(aparte del número especial de Ethical Theory and Moral Practice citado): el editado por R.
McKim y J. McMahan, The Morality of Nationalism, New York, Oxford University Press, 1997
(con contribuciones de J. Glover, Ch. Taylor, W. Kymlicka, R. Goodin, A. Buchanan y A.
Margalit, entre otros). Desde la perspectiva de la ciencia política, véase el volumen de ensayos
de Connor Ethnonationalism. The Quest for Understanding, New Jersey, Princeton University Press,
1994.
405
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 121.
218
individuos mantienen vínculos más profundos con sus compatriotas y que la teoría
política y el derecho consagran, implícitamente, su legitimidad.
Las doctrinas tradicionales sobre el liberalismo democrático raramente han
abordado directamente la naturaleza de tales vínculos. Más precisamente, la
cuestión de cómo se legitima el reconocimiento de los distintos autogobiernos
estatales –en particular, la repercusión del fenómeno del plurinacionalismo en los
criterios de construcción democrática– ha sido marginada en la teoría política.
Enfatizando la necesidad de explorar estos temas que han permanecido en la
“agenda oculta” del liberalismo, en expresión de Tamir406, los autores mencionados
han procedido a mostrar que las relaciones entre esta teoría y el nacionalismo son
bastante más intrincadas de lo que comúnmente se admite. Una de las tesis
centrales es que la esencia cultural de los estados habría servido como criterio para
delimitar y mantener la legitimidad de las fronteras políticas. A fin de evitar el
cuestionamiento de la soberanía sobre un territorio, la mayoría de estados, tanto
liberales como no liberales, han pretendido ser identificados como naciones a
través de la difusión de una única lengua y cultura 407. La necesidad de una esfera
pública donde poder reproducir los aspectos culturales de la vida nacional
constituiría, de esta forma, la esencia de la reivindicación del derecho a la
autodeterminación408. Aunque en la actualidad muchos liberales mantengan que
nacionalismo y democracia son incompatibles, la conexión originaria entre ambos
conceptos resulta evidente. Al elucidar las razones de esta conexión, se pone de
relieve que la desatención normativa de las teorías modernas de la democracia hacia
el problema de la definición del demos supone un descuido inexcusable.
406
Ibid., p. 117
W. Kymlicka, States, Nations and Cultures: Spinoza Lectures. Amsterdam, Vam Gorcum,
1997, p. 28;
408
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., cap. 3, pp. 57-77. En este capítulo dedicado al
derecho a la autodeterminación nacional, Tamir argumenta que en el centro de este derecho
“stakes a cultural rather than a political claim” y, en este sentido, cabe distinguirlo del derecho
de los individuos a autogobernar sus vidas y a participar en un proceso político democrático y
libre. Asimismo, Margalit y Raz conceptualizan las demandas nacionales como primariamente
407
219
3.1. E Pluribus Unum. La vinculación histórica entre nacionalismo y liberalismo
El surgimiento de las ideas de nación y nacionalismo está indisociablemente
unido a la toma de consciencia del valor del autogobierno409. Como se apuntó, los
partidarios del autogobierno durante las revoluciones francesa y americana
vincularon el concepto de “pueblo propio de un estado” al de “nación”. Si el
propósito republicano era defender que todos los poderes emanan del pueblo, se
requería definir los elementos que conformaban el núcleo relevante de
autoidentificación colectiva. Nadie pensó que cualquier conjunto de individuos que
convivían contiguamente de forma casual podía aspirar al autogobierno. La idea de
nación suplió esta necesidad de una identificación grupal más profunda que, con el
tiempo, vendría a reemplazar la lealtad a antiguas comunidades locales o religiosas.
Éstas pronto iniciarían su declive en tanto foco primario de reconocimiento mutuo.
La invocación de la existencia de un substrato empírico previo a la existencia del
estado se plantea cuando los liberales más convencidos empiezan a cuestionar la
legitimidad de las estructuras de autoridad existentes en el ancien regime. En Francia,
el Abad Sieyès, en su celebrado panfleto ¿Qué es el tercer estado?, escribió:
“la nación existe ante todo. Es la fuente de todo. Su voluntad es siempre legal,
ella es la propia ley. (...) Sería ridículo suponer que la nación estuviera sujeta a sí
misma por las formalidades o por la Constitución a que ha sometido a sus
mandatarios. Si hubiera tenido que esperar una manera positiva para ser una
nación, no lo habría sido nunca. (...) La nación es todo lo que puede ser por el mero
hecho de que es.” 410
Cuando, en El Federalista II, John Jay se planteaba la cuestión trascendental de
si en América convenía más constituir una sola nación bajo un gobierno federal o
culturales en “National Self-Determination”, incluido en J. Raz, Ethics in the Public Domain, op.
cit., pp. 125-45. Esta tesis es compartida entre los teóricos contemporáneos del nacionalismo.
409
Ch. Taylor, “Why Do Nations Have to Become States?”, en G. Laforest (ed.) Ch.
Taylor. Reconciling the Solitudes. Essays on Canadian Federalism and Nationalism, op. cit., p. 41; D.
Miller, On Nationality, op. cit., pp. 29-30.
410
E. Sieyes, ¿Qué es el tercer estado? Ensayo sobre los privilegios, Madrid, Alianza, 1989, pp.
145, 147.
220
bien dividir los Estados en distintas confederaciones o soberanías, su argumento en
favor de la primera opción se basó en enfatizar los lazos naturales, culturales e
históricos que unían a todos los americanos a un mismo territorio:
“He observado a menudo y con gusto que la independiente América no se
compone de territorios separados entre sí y distantes unos de otros, sino que un país
unido, fértil y vasto fue el patrimonio de los hijos occidentales de la libertad. (...) Con
igual placer he visto que la Providencia se ha dignado conceder este país a un solo
pueblo unido –un pueblo que desciende de los mismos antepasados, habla el mismo
idioma, profesa la misma religión, apegado a los mismos principios de gobierno, muy
semejante en sus modales y costumbres (...). Este país y este pueblo parecen hechos el
uno para el otro, como si el designio de la Providencia fuese el que una herencia tan
apropiada y útil a una agrupación de hermanos, unidos los unos a los otros por los lazos
más estrechos, no se dividiera nunca en un sinnúmero de entidades soberanas.”411
Como puede verse, también los padres de la independencia americana se
concebían a sí mismos como pertenecientes a una nación y apelaban a esta idea
como justificación de un gobierno independiente. Cuando esta percepción de la
existencia de una procedencia, lengua e historia comunes caló en las consciencias
de los habitantes de distintos territorios se completó el proceso de fusión de las
antiguas lealtades. Los individuos adquirieron la convicción de que eran ciudadanos
de una única comunidad política, responsables los unos de los otros. La idea de
nación, como afirma Habermas, proporcionó “un substrato cultural a la forma
estatal jurídicamente constitucionalizada”412. A su vez, esta nueva forma de
pertenencia compartida suministró la plataforma para la exigencia de un cambio
radical en la fuente de legitimidad de las instituciones políticas. A partir de aquí, se
iniciaría un proceso imparable de secularización del Estado, que supondría el
traspaso de la soberanía del monarca a la soberanía del pueblo, y el reconocimiento
de los derechos de la ciudadanía.
411
A. Hamilton, J. Madison, J. Jay, El Federalista , México, Fondo de Cultura Económica,
1943, pp. 6-7.
412
J. Habermas, “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía
y la ciudadanía”, en su colección de ensayos La inclusión del otro, op. cit., p. 89.
221
Es posible, en este sentido, ver en el nacionalismo una idea genuinamente
moderna. Ello no significa que haya nacido una forma de pensar radicalmente
nueva. De hecho, sus elementos constitutivos pueden adivinarse en culturas premodernas. Por ejemplo, en la Grecia y Roma antiguas, la distinción entre
compatriotas y extranjeros o foráneos ya está presente, así como la idea de que cada
pueblo tiene su propio territorio. Si bien no cabe duda de que existía una
comunidad cultural y étnica que, en ocasiones, era invocada en el ámbito político,
en general, se considera que no es posible hablar de “consciencia nacional” durante
este período413. Tampoco en la Edad Media ni en siglos posteriores, durante los
cuales los individuos se concebían a sí mismos como vinculados a una provincia,
región o ciudad sin que, a excepción de la religiosa, existiera otro tipo de
percepción subjetiva más amplia. La mayoría de estudiosos del nacionalismo
coincide en señalar que, hasta la segunda mitad del siglo XVIII, no hay evidencias
concluyentes de que los europeos tuvieran alguna consciencia de nacionalidad414.
Obviamente, esta fecha no es indicativa de una transformación repentina. Los
cambios se produjeron paulatinamente. Para explicar esta transformación, Ernest
Gellner ha desarrollado una visión funcional de la relevancia de la nacionalidad
particularmente interesante. Según Gellner, el nacionalismo no es fruto de una
aberración ideológica ni de un exceso emocional, sino que se halla firmemente
arraigado en las exigencias estructurales distintivas de la sociedad industrial
413
Como ya señalara Renan en 1882 “la antigüedad clásica tuvo repúblicas y reinos
municipales, confederaciones de repúblicas locales e imperios; pero no tuvo naciones en el
sentido que nosotros las entendemos”, E. Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, Madrid,
Alianza, 1987, p. 61. En el mismo sentido se pronuncian hoy autores como Miller, (On
Nationality, op. cit., p. 30) y Anthony D. Smith (National Identity, London, Penguin Books, 1991,
p. 8).
414
Al menos ésta es la teoría de Hayes y Kohn (véase W. Connor, “From Tribe to
Nation”, en W. Connor, Ethnonationalism. The Quest for Understanding, pp. 210-213) con la que
autores como Miller estarían de acuerdo. Otros reconocidos teóricos sociales estudiosos del
nacionalismo también sitúan la aparición de los estados-nación y del nacionalismo a finales del
siglo XVII y principios del XVIII, aunque suele reconocerse la dificultad de poner fechas a un
proceso de gran complejidad cuyas fuentes están localizadas, inicialmente, sólo entre las clases
educadas. A. D. Smith, National Identity, London, Penguin Books, 1991, pp. 84-85; M.
Guibernau, Los nacionalismos, Barcelona, Ariel, 1996, p. 62.
222
moderna415. Este movimiento constituye una manifestación externa de la profunda
modificación de las relaciones entre gobierno y cultura que la propia
industrialización requiere. Gellner llega a esta conclusión tras un minucioso análisis
de la transformación de dichas relaciones en el paso de una sociedad agraria a una
sociedad industrial. Muy sucintamente, la teoría sería la siguiente:
La estabilidad de la estructura de funcionamiento social en las sociedades
agrarias y pre-industriales es incompatible con las modernas sociedades
industrializadas. En éstas últimas, el cambio es tan acelerado y continuo que precisa
la movilidad ocupacional de los individuos. Éstos difícilmente podrán ocupar la
misma posición laboral durante toda su vida. Tanto el sistema de división del
trabajo como la evolución tecnológica exigen una rápida adaptación a los cambios,
y ello, a su vez, requiere el desarrollo de capacidades comunes de forma que los
procesos de aprendizaje sean inteligibles para todos. Por este motivo, la formación
educativa que se promueve es de tipo genérico, precede a la actividad profesional y
no está tan directamente conectada con ella como lo está en una sociedad agraria. Si
bien la sociedad industrializada es una sociedad de especialistas, la separación entre
ellos no es abismal: los individuos desarrollan las habilidades generales necesarias
que posibilitan la comprensión de otras actividades profesionales sin demasiado
esfuerzo. “Trabajar” ya no consiste en la manipulación de materia sino en la de
significados. De ahí que la educación sea un elemento fundamental en estas
sociedades:
“El grado de alfabetización y competencia técnica que se exige como moneda
corriente conceptual en un medio estándar a los miembros de esta sociedad para tener
plenas posibilidades reales de empleo y gozar de una ciudadanía honorable plena y
efectiva es tan elevado que no puede ser proporcionado por las unidades de parentesco o
locales al uso. Sólo puede hacerlo algo similar a un sistema educativo 'nacional' moderno
(…). El símbolo y principal herramienta del poder del estado no es ya la guillotina sino
el doctorat d´etat. Actualmente, es más importante el monopolio de la legítima educación
que el de la legítima violencia. Cuando se entiende esto también se entienden la
415
E. Gellner, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988, p. 53.
223
perentoriedad del nacionalismo y sus raíces, que no están en la naturaleza humana, sino
en cierta clase de orden social hoy en día generalizado.”416
Sobre la base de las razones que se resumen en este párrafo, la tesis de Gellner
es que la era de transición al industrialismo está abocada a ser una era de
nacionalismo. Un período de reajuste donde las fronteras políticas tenderán a
coincidir con las culturales. No se trata tanto de que el nacionalismo imponga la
homogeneidad, sino que el nacionalismo refleja la necesidad objetiva de
homogeneidad417. Al feudalismo de las sociedades agrarias poco le importó la
diversidad cultural y religiosa mientras se pagaran los tributos. De hecho, la cultura
era patrimonio de unos pocos eruditos y clérigos. En cambio, la viabilidad de un
estado industrial moderno requiere el desarrollo de una cultura estandarizada y
centralizada. En palabras de Gellner, el estado nacional moderno soluciona este
expediente volviendo “clérigo” a todo el mundo418. Para lograrlo, la tarea de educar
se sustrae de manos privadas y pasa a ser una de las funciones públicas más
importantes del estado. Ésta es la precondición básica para la difusión de una
cultura prácticamente oficial que, en último término, se verá como depositaria
natural de la legitimidad política419. Sólo entonces, dice Gellner, “constituye un
escándalo cualquier desafío que hagan unidades políticas a sus fronteras”420:
“Es en estas condiciones, y sólo en ellas, cuando puede definirse a las naciones
atendiendo a la voluntad y a la cultura, y, en realidad, a la convergencia de ambas con
unidades políticas. En estas condiciones el hombre quiere estar políticamente unido a
aquellos, y solo aquellos, que comparten su cultura.”421
Esta aproximación al fenómeno del nacionalismo permite comprender por
qué la construcción del estado moderno no pudo ser indiferente a la cultura.
Asimismo, explica la necesidad de cierta homogeneidad cultural sin apelar a fuentes
416
Ibid., p. 52.
Ibid., capítulo 4.
418
Ibid., p. 49.
419
Ibid., pp. 44-51, 59-61.
420
Ibid., p. 80.
421
Ibid.
417
224
emocionales o naturales sobre el origen de la nación. En otra sección de este
capítulo se reconsiderará la suficiencia de esta explicación de las raíces del
nacionalismo. De momento, importa retener que el nacionalismo es un fenómeno
de masas y que su emergencia obedece a factores diversos de naturaleza compleja,
por lo que la efectiva permeación de la “consciencia nacional” en el sistema de
valores individuales habría de llevar mucho tiempo. En este sentido, aunque el
nacionalismo cumplió una función catalizadora de la transformación democrática,
los cambios no ocurrieron de la noche al día422.
Por otro lado, tampoco el término “nación” surgió en el período de las
revoluciones liberales. Se requeriría algo más que una breve disgresión
terminológica para captar las profundas y complejas transformaciones que ha
sufrido el significado de este término a lo largo de la historia423. No obstante,
conviene tener en cuenta que la palabra proviene del latín natio, participio pasado
del verbo nasci, que significa nacer. En la época romana, “nación” no hacía
referencia a grupos políticamente organizados, sino a comunidades de origen
integradas geográfica y culturalmente (por medio del asentamiento territorial y de
una lengua y tradiciones comunes). También se ha constatado que, en algunas
universidades medievales, la nationem de un estudiante designaba el sector
geográfico del que procedía. No obstante, Raymond Williams observa que, cuando
el término se introdujo en la lengua inglesa en el siglo XIII, su sentido primario era
étnico o racial, no meramente territorial y ni mucho menos político. Típicamente,
422
Ahí estriba la dificultad de poner fecha de origen a los distintos estados nacionales.
Como indica Connor: “the fact that the members of the ruling elite or intelligentsia manifest
national sentiment is not sufficient to establish that national consciousness has permeated the
value-system of the masses. And the masses, until recent times, were totally or semi-illiterate,
furnished few hints concerning their view of group-self”, W. Connor, “From Tribe to
Nation”, op. cit., p. 212.
423
Para una descripción detallada del significado originario y de las sucesivas alteraciones
del significado de este término: W. Connor, “A Nation is a Nation, Is a State, Is an Ethnic
Group...”, en su libro Ethnonationalism, op. cit., pp. 92-97; R. Williams, Keywords. A Vocabulary of
Culture and Society, Fontana, 1976, pp. 178-180.
225
se entendía que las naciones tenían una base étnica homogénea424. Lo destacable,
pues, no es tanto la invención de una palabra nueva sino la transformación de su
significado en un momento histórico posterior. Como observa Miller,
“Ideas of national character and so forth were of long-standing. What was new
was the belief that nations could be regarded as active political agents, the bearers of the
ultimate powers of sovereignty. This in turn was connected to a new way of thinking
about politics, the idea that institutions and policies could be seen as somehow
expressing a popular or national will.”425
En suma, en el momento en que los ideales democráticos universalistas y la
ideología nacional emergente se fusionaron se sembró la semilla de un nuevo orden
al servicio de una utopía de igualdad y emancipación humanas. Pero, al mismo
tiempo, la confusión conceptual entre nación y estado, el progresivo eclipse de una
distinción que, hasta entonces, se había mantenido diáfana, iba a tener una
influencia decisiva tanto en las prácticas políticas post-revolucionarias como en el
pensamiento filosófico moderno.
Uno de los resultados visibles de la vinculación originaria del nacionalismo
con el liberalismo es el uso sinónimo de los conceptos de nación y estado.
Demostrando su extraordinario arraigo social, esta tendencia ha perdurado hasta
hoy, a pesar de que los diccionarios suelen distinguir entre ambos términos y de
que muchos teóricos son conscientes de sus distintas connotaciones. Así, se habla
de la “nacionalidad” en referencia a la pertenencia a un estado, del “derecho
internacional”, de “organizaciones internacionales”, de las “Naciones Unidas”. Si se
424
R. Williams, Keywords. A Vocabulary of Culture and Society, op. cit., p. 178. Sobre las bases
étnicas de la nación así como sobre la confusión y sucesivos entremezclamientos de los
términos “étnia”, “raza” y “nación”, véase A. D. Smith, National Identity, op. cit., cap. 2.
425
D. Miller, On Nationality, op. cit, p. 31. Ernest Barker formuló esta misma idea de
forma particularmente brillante: “The self-consciousness of nations is a product of the
nineteenth century”, escribía, “Nations were already there; they had indeed been there for
centuries. But it is not the things which are simply ‘there’ that matter in human life. What
really and finally matters is the thing which is apprehended as an idea, and, as an idea, is vested
with emotion until it becomes a cause and a spring for action. (…) a nation must be an idea as
well as a fact before it can become a dynamic force.”; citado en W. Connor, “SelfDetermination: The New Phase”, en su Ethnonationalism, op. cit., p. 4.
226
comprende en el marco de la fusión histórica entre nacionalismo y liberalismo, esta
laxitud terminológica no suscita perplejidad alguna. Al reivindicar la idea de que la
unidad nacional debe ser congruente con la unidad política, la nacionalidad adquirió
un cariz marcadamente ideológico y se convirtió en un “ismo” más426. Los liberales
revolucionarios asumieron que son las naciones las que pueden aspirar a
autodeterminarse políticamente. El estado es sólo la representación institucional de
la voluntad de un pueblo. Aunque la soberanía sobre un territorio es el elemento
esencial que distingue al estado de otras asociaciones humanas (además, claro está,
de sus particulares objetivos y de los métodos que emplea para alcanzarlos427), se
sobreentendió que sus miembros estaban unidos por lazos étnicos y culturales hasta
el punto de constituir una “hermandad” –en el evocador substantivo usado por Jay.
Consecuentemente, durante este período formativo, la legitimidad del estado pasó a
derivarse de su función de prestación de soporte institucional a la nación; ésta se
convierte en el único símbolo de la lealtad, solidaridad y fraternidad entre todos los
ciudadanos de la unidad política. Quienes apoyaron las revoluciones francesa y
americana se describían a sí mismos como patriotas, al igual que los promotores de
las revoluciones liberales en otros países europeos bajo la influencia de estos
modelos.
En definitiva, la amplia aceptación de que “la soberanía reside esencialmente
en la nación”428 trajo consigo un nuevo discurso político que promovió la ecuación
entre “nación” y “pueblo propio de un estado” y entre “nacionalismo” y
“patriotismo”. Esta evolución, que alteró radicalmente las estructuras de poder
hasta entonces existentes, cristaliza en lo que Habermas ha denominado “una doble
codificación de la noción de ciudadanía”: el estatus de ciudadano viene a consagrar
426
De esta forma, en la actualidad, teóricos como Gellner consideran que el
nacionalismo es un principio político que sostiene que debe haber congruencia entre las
unidades nacional y política. E. Gellner, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988, p. 13.
427
En la clásica definición de Weber, “estado” es una comunidad humana que tiene el
uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio.
428
Así lo declaraba el artículo 3 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano,
supra.
227
una pertenencia previa, pre-política, a la nación, al tiempo que una posición jurídica
definida mediante los derechos civiles429. Por lo que respecta a las fronteras
territoriales, su importancia se iría acentuando a medida en que la acción estatal
impactaba en las actividades ordinarias de los ciudadanos. Como resultado de toda
esta transformación, el estado-nación se consolidó como magnitud política de
primer orden. Por supuesto, la vinculación del nacionalismo con la soberanía
popular no significó, en un principio, que el pueblo debía gobernar de forma
directa, sino únicamente que el pueblo –y no el monarca– era la fuente última de
autoridad política. La efectiva consecución de la democracia y la conquista de los
derechos de la ciudadanía será el fruto de un lento proceso de lucha en contra de
los privilegios de las clases sociales dominantes. En verdad, las revoluciones
liberales tan sólo supusieron el punto de partida de este proceso.
3.2. La idea de nación y las políticas de construcción nacional
¿Cómo se logró completar esta evolución hacia la identificación entre nación y
estado?; ¿qué elementos definían a la entidad que, de acuerdo con los liberales,
estaba destinada a constituirse en sujeto primario de legitimidad política? Ya se ha
dicho que, etimológicamente, el término “nación” alude a la idea de comunidad de
origen, de grupo con connotaciones de afinidad cultural, parentesco étnico e
integración territorial. Pero lo cierto es que la transformación de la nacionalidad en
un principio político se tradujo en la progresiva pérdida de relevancia de estas
características objetivas que, en la actualidad, la corriente revisionista del liberalismo
no considera decisivas. El retorno de la nación a la teoría política no consiste en la
recuperación del concepto organicista o etnocéntrico de nación, sino en la
valoración de la concepción “cívica” asociada a la figura de Ernest Renan.
Siguiendo a Miller –cuya definición aglutina los componentes básicos que también
resaltan otros importantes teóricos del nacionalismo– una nación es, ante todo, una
comunidad constituida por una creencia compartida y por un compromiso mutuo
429
J. Habermas, “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía
228
entre sus miembros, conectada a un territorio particular y distinguida de las demás
comunidades por una cultura pública430. Aunque todos los elementos son
relevantes, el quid de la definición radica en la idea de “creencia”: las naciones
existen cuando sus miembros se reconocen mutuamente como compatriotas. En el
mismo sentido se pronuncia Connor, quien matiza que, en última instancia, lo que
importa a la hora de evaluar si un grupo constituye una nación “is not what is but
what people believe is”431. Asimismo, Tamir observa que todos los intentos de
singularizar un conjunto particular de características objetivas necesarias y
suficientes para definir “nación” han fracasado. En su opinión, el único factor
necesario, aunque no suficiente, para que un grupo pueda considerarse como
nación es la existencia de una “consciencia nacional” 432. Aunque la historia común,
los proyectos colectivos de futuro, la lengua, la religión, la etnia o el territorio son,
en potencia, elementos significativos, ninguno de ellos es imprescindible 433.
Teniendo en cuenta estas ideas, quizás quien mejor ha sabido captar la esencia de la
nación haya sido Anderson. En una expresión particularmente afortunada, este
autor se refiere a la nación como una “comunidad imaginada”. Con este calificativo,
Anderson alude, no a que la nación es algo enteramente inventado, sino a la idea de
y de la ciudadanía”, op. cit., pp. 89-90.
430
D. Miller, On Nationality, op. cit., p. 27. Véase un desarrollo de los elementos que
resalta Miller en su definición en A. Calsamiglia, Cuestiones de lealtad, op. cit., pp. 100-7.
431
W. Connor, “A Nation Is a Nation, Is a State, Is an Ethnic Group”, op. cit., p. 92.
432
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 65.
433
Ibid. Aunque alguien podría sostener que también un bien material como es el
territorio constituye un elemento imprescindible (en el sentido de que, en general, es difícil
desarrollar un proyecto colectivo o haber tenido una historia común sin la concentración
territorial) existen grupos que se consideran a sí mismos naciones y que carecen de un
territorio concreto. Por ejemplo, la Unión Internacional Romaní (IRU), en su V Congreso
Mundial celebrado recientemente en Praga sostuvo que los romaníes no son una etnia sino
una nación con una cultura común y una historia de discriminación similar, aunque vivan
dispersos por los cinco continentes. Sobre la base de esta auto-percepción, esta asociación
reclama su configuración en tanto entidad política con autoridad suficiente para ser
interlocutor de gobiernos y organizaciones internacionales, demanda que ha encontrado el
respaldo de organizaciones internacionales como la ONU o la OSCE. Noticia extraída de El
País, 30-7-2000, p. 26: “Los gitanos, una nación sin territorio”.
229
que su existencia depende de actos de imaginación colectiva que se manifiestan a
través de artefactos culturales434.
Como ya observara Renan en su famosa conferencia dictada en La Sorbona en
1882, las naciones así entendidas son algo nuevo, desconocido en la antigüedad435.
Renan hizo hincapié en la relevancia del factor subjetivo, mostrando que era
posible encontrar contra-ejemplos a cada uno de los atributos objetivos a que solía
apelarse para probar la existencia de una nación: ni la raza, la lengua, la religión, la
comunidad de intereses o la geografía le parecían elementos decisivos436. La
conclusión a que llegó es que la nación es “un alma, un principio espiritual”
constituida por la posesión de un legado de recuerdos del pasado junto a la
voluntad actual de continuar la vida en común. El único elemento tangible, por
tanto, sería el consentimiento de los miembros actuales. Según su celebrado dictum,
la nación es “un plebiscito de todos los días”437. Pero la naturaleza de esta entidad –
el núcleo que conduce a reafirmar la voluntad de convivencia– continúa siendo
intangible; se basa en los lazos psicológicos que unen a un pueblo diferenciándolo,
según la convicción de sus miembros, de los demás pueblos. No obstante, la
elusividad de este vínculo subjetivo no ha impedido que el apego a la identidad
434
B. Anderson, Imagined Communities, op. cit., pp. 6-7. Como el propio autor indica en las
páginas de referencia, en esta idea radica su discrepancia con aquellos teóricos sociales del
nacionalismo que, como Gellner, que asimilan “invención” a “fabricación” y “falsedad”, más
que a “imaginación” y creación”. A diferencia de Gellner, Anderson no yuxtapone la
existencia de comunidades “verdaderas” o “genuinas” a comunidades “falsas”. Como se
explicará más adelante, según su teoría, las comunidades se distinguen por la forma en la que
son imaginadas.
435
E. Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, op. cit., p. 61.
436
Ibid., pp. 68-82. A Renan le interesaba, sobre todo, advertir del grave error que
suponía confundir la raza con la nación y definir la nacionalidad en términos de pertenencia a
una etnia, en lugar de pertenencia a una comunidad histórica reafirmada por el
consentimiento. Con ello, pretendía desvincular el nacionalismo francés, asociado al
pensamiento ilustrado, del etnocentrismo promovido por el pensamiento romántico (causado,
en parte, por la invasión y ocupación napoleónica de 1806) que caracterizaba al nacionalismo
alemán. Concretamente, Renan se oponía a las abstracciones metafísicas que amparaban la
anexión de Alsacia-Lorena, afirmando que “una nación jamás tiene verdadero interés en
anexionarse o retener un país contra su voluntad”; Ibid., p. 84.
437
Ibid., p. 83.
230
nacional haya mostrado en el pasado, y continúe mostrando en el presente, un
vigor inusitado a la hora de movilizar a colectividades humanas enteras.
Ahora bien, en contraste con esta idea de nación, la definición de la propia
imagen de los estados que pretendieron proyectar los revolucionarios liberales se
basaba en connotaciones objetivas carentes de soporte empírico. La realidad,
mucho más compleja y multifacética, se obvió en aras de la recreación subjetiva de
la unidad social deseada. Así, es notoriamente falso que existiera una genuina
homogeneidad étnica, cultural, religiosa o lingüística en América o en Francia.
Liberales como Jay sólo pudieron realizar afirmaciones como las antes transcritas
ignorando a grandes grupos de individuos –claramente, a los negros y a los pueblos
indígenas. Además, tampoco es cierto que las fronteras territoriales coincidieran
con los grupos culturales existentes. En el caso de Estados Unidos, los
colonizadores anglosajones y sus descendientes formaban menos de la mitad de la
población en el tiempo de la revolución, y ni mucho menos se hallaban dispersos
por toda la geografía. Aun cuando dominaban en las trece colonias que
originalmente constituyeron la federación, más adelante decidieron no admitir a
ningún nuevo estado en cuyo territorio predominara la población autóctona.
Aunque hubiera sido factible en el siglo XIX crear, en el sudoeste americano,
estados dominados por navajos o chicanos “a deliberate decision was made not to
accept any territory as a state unless these national groups were outnumbered”438.
En algunos casos, este objetivo se logró rediseñando las fronteras, de tal modo que
los pueblos indígenas o los grupos de hispanos quedaran en minoría en sus
territorios tradicionales439. Así, tras la guerra con México en 1848, se promovió la
emigración masiva hacia la zona, y se adoptaron políticas concretas dirigidas a
suprimir el español de la esfera pública. En otros casos –como Hawaii– la admisión
de un estado como miembro de la federación se pospuso hasta que la influencia de
438
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 28-9.
Sobre otras medidas similares de supresión cultural e institucional adoptadas por
otros estados, véase la obra de J. Crawford, Hold Your Tongue. Bilingualism and The Politics of
439
231
los colonizadores anglófonos fuera indiscutible. La Ley federal de 1910 que
concedió la estatalidad a Arizona y Nuevo México fue particularmente explícita,
toda vez que requería que las escuelas públicas operaran en inglés y que todos los
oficiales y legisladores del Estado debían leer, escribir, hablar y entender la lengua
inglesa440. Como es obvio, esta exigencia impuso serias limitaciones al ejercicio de
los derechos individuales de participación democrática a un número significativo de
ciudadanos que no hablaba inglés. De hecho, Louisiana fue el único estado
admitido en un momento en que la mayoría de la población no hablaba inglés. La
adquisición de este territorio en 1803 dobló el territorio de Estados Unidos así
como su población francófona. Pero más que el número en sí de francófonos, a
Thomas Jefferson le preocupaba su concentración territorial. Napoleón había
accedido a vender Lousiana bajo la condición de que sus habitantes disfrutarían de
todos los derechos, privilegios e inmunidades, según la Constitución federal, de los
demás ciudadanos norteamericanos. Sin embargo, la Constitución no ofrecía
ninguna guía acerca del estatus de los pueblos anexionados, y el tratado carecía de
mecanismos de ejecución. Aunque se confiaba en la honorabilidad de las
intenciones norteamericanas, Crawford comenta que “Even as he signed the treaty,
Jefferson expressed a private view that ‘our new fellow citizens are yet as incapable
of self-government as children’”441. El presidente pronto mostraría claramente su
actitud imperialista nombrando un governador que no hablaba francés y
suspendiendo hasta un futuro inespecificado la celebración de elecciones locales
(sin decir nada sobre la estatalidad o el sufragio). Aunque, a medida en que el
descontento aumentó, Jefferson aconsejó a su gobernador que revisara la política
de inglés oficial, continuaron los planes para “americanizar” el territorio, en
“English Only” (Reading, Mass., Addison-Wesley, 1992), en la que se basan los datos que se
exponen.
440
Sobre los recientes intentos frustrados de obtener una declaración de
inconstitucionalidad de esta ley por parte de la Corte Suprema de Estados Unidos J. J. Álvarez
González, “Derecho, idioma y estadidad norteamericana: El caso de Puerto Rico”, Revista de
LLengua i Dret, nº 31, setembre 1999, pp. 87-90.
441
J. Crawford, Hold Your Tongue, op. cit., p. 40.
232
particular la promoción de asentamientos masivos en la zona442. Cuando, en 1912,
Lousiana pasó a ser un estado de la Unión, aun retenía una mayoría de francófonos,
pero el Congreso insistió en que las leyes e informes oficiales fueran publicados
sólo en inglés y en que se reemplazara el código de derecho civil francés por el
common law443.
Asimismo, tras la invasión norteamericana de Puerto Rico en 1898, el inglés
pasó a ser, de facto, el idioma oficial de la isla, al ser el único empleado por los
gobernadores militares y sus ministros. Aunque poco tiempo después –en 1902– se
aprobó una ley que disponía la co-oficialidad del inglés y del español, la inmediata
asimilación cultural de Puerto Rico se convirtió en objetivo primordial para la
administración colonial. Incluso el nombre de la isla fue anglosajonizado:
oficialmente, Puerto Rico pasó a ser “Porto Rico”, denominación ésta que
prevaleció hasta 1932. José Julian Álvarez destaca otras medidas como la supresión
de las instituciones de derecho civil y la imposición de leyes norteamericanas, la
exigencia por parte de las leyes federales de que los procedimientos formales en las
agencias federales se condujeran en inglés, o la imposición del inglés como idioma
de enseñanza escolar –política, esta última, que perduró oficialmente hasta 1949444.
442
En 1807, Jefferson propuso reinstalar a treinta mil americanos blancos de habla
inglesa en Lousiana “in order to make the majority American, and make it an American
instead of a French State”. Sobre estas políticas, J. F. Perea, “Los Olvidados. On the Making
of Invisible People”, op. cit., pp. 978-981.
443
Hacia 1840 el francés inició su declive. Los inmigrantes eran ahora la mitad de la
población de Louisiana y los jóvenes francófonos usaban cada vez más el inglés para no
quedar marginados de las posibilidades de éxito profesional. En la convención para reescribir
la Constitución celebrada en 1845, los habitantes originarios sólo estaban representados en un
tercio de los delegados. Éstos iniciaron una campaña para promover el bilingüismo. Uno de
estos delegados justificó esta petición con las siguientes palabras: “That population that once
had the property and every thing, that were the possessors of their territory…have yielded to
the iron rule of time, and all that they ask of this new and unconquered population that have
covered the land, is to be heard. They do not ask it as an act of generosity, but as an act of
justice. Will you listen to their demands? That is the question” (citado en J. Crawford, Hold
Your Tongue, op. cit., p. 43)
444
A pesar de todos estos intentos de supresión cultural conducidos oficialmente, la
realidad es que el bilingüismo en Puerto Rico siempre ha tenido un carácter ficticio. Así lo
admitió en tono resignado Franklin D. Roosevelt, quien, en 1937, manifestó su frustración por
el fracaso de todas las medidas adoptadas con el propósito de imponer el inglés en la isla. Cr.
Ibid., 65-69.
233
Con respecto a los pueblos indígenas, los norteamericanos no tuvieron
reparos en utilizar mecanismos todavía más coercitivos. La frustración por la
lentitud de la asimilación llevó a tomar medidas para “civilizar” al enemigo. La
Indian Peace Commission de 1868, creada para investigar por qué razón los americanos
nativos ofrecían tanta resistencia a su “destino manifiesto” concluyó que la mejor
forma de acelerar el proceso era la asimilación lingüística: “through sameness of
language is produced sameness of sentiment, and thought; customs and habits are
moulded and assimilated in the same way”. Así empezó una iniciativa federal, que
muchos califican de auténtico genocidio cultural, para reconstruir la identidad
indígena a imagen y semejanza del hombre blanco. Los niños fueron separados de
sus padres, a menudo forzosamente, y conducidos a escuelas públicas alejadas de
sus tribus donde eran severamente castigados si hablaban en otra lengua que no
fuera el inglés.
Por supuesto, teniendo en cuenta los constantes flujos migratorios hacia
Norteamérica en siglos posteriores, sería absurdo definir a los grupos nacionales
que actualmente encontramos en Estados Unidos o Canadá sobre la base de la
cultura, la raza o la descendencia común445. Ahora bien, las constataciones
empíricas nunca se erigieron en un argumento de peso que impidiera la implicación
activa de las instituciones públicas en un proceso –de “americanización”, en el
caso de Estados Unidos– que trató de resaltar la unicidad de tradiciones, lenguas y
culturas frente a la diversidad existente. E pluribus unum. Éste habría sido el lema.
Por ello, autores como Martin Schain sostienen que, a pesar de los distintos
modelos de integración por los que franceses y americanos optaron, en el fondo, la
idea del melting-pot también asumía, al igual que el modelo republicano en Francia,
que el resultado de la “mezcla” sería la hegemonía de los valores anglosajones:
445
De ahí que los defensores del nacionalismo liberal insistan especialmente en que la
nación no puede ser definida en base a la raza o la descendencia. Sobre este punto, Kymlicka
subraya que la inmigración –primero, procedente de Europa y, en la actualidad, de Asia y
Africa mayoritariamente– ha reducido a los americanos o canadienses de descendencia directa
anglosajona a una ínfima minoría. W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 22-23.
234
“the literature on the ideal of immigrant integration during the nineteenth century
in the United States –whatever the contradictions in reality– seemed destined to play a
role in America not unlike that of the French Republican model. It supported
intermarriage, the hegemony of English cultural and political values together with
English as a common language. The ideal gained increased institutional support at the
local level, as education spread after the Civil War.”446
La naturaleza sesgada del melting-pot se evidenció en tiempos de crisis, cuando
alguna otra versión cultural, distinta a la anglosajona, pareció ganar terreno. Ya se
ha hecho referencia al caso de Lousiana. Algún tiempo antes, también la presencia
alemana en Pennsylvania había resultado preocupante para los norteamericanos.
Benjamin Franklin, alarmado ante la proliferación de periódicos y signos en alemán
así como de escuelas que empleaban esta lengua dijo :
“Why should Pennsylvania, founded by the English, become a Colony of Aliens,
who will shortly be so numerous as to Germanize us instead of our Anglifying them,
and will never adopt our Language or Customs, any more than they acquire our
Complexion.”447
En suma, es posible hacer una lectura étnica y anglocentrista de la historia de
Estados Unidos. En contra de la versión recurrente de la identidad americana
definida por el mito de la fusión espontánea de lenguas y culturas, la exaltación de
la libertad y el respeto al pluralismo “the ‘pot’ into which everybody has been
supposed to melt is white, Anglo-Saxon, Protestant, male”448.
446
M. Schain, “Minorities and Immigrant Incorporation in France: the State and the
Dynamics of Multiculturalism”, en C. Joppke, S. Lukes, Multicultural Questions, op. cit., p. 202.
En su artículo, Schain expone algunos ejemplos que muestran que, a pesar de que el modelo
americano de integración careció de soporte institucional hasta la década anterior a la primera
guerra mundial, la dominación cultural en la vida política y social de los valores ingleses
siempre estuvo asegurada. En el debate actual sobre el multiculturalismo en Francia, algunos
autores han cuestionado la plausibilidad de la usual oposición entre el modelo de
incorporación francés (republicano) y el modelo americano (demócrata). Sobre este punto, E.
Fassin, “’Good to Think’: the American Reference in Discourses of Immigration and
Ethnicity”, en C. Joppke, S. Lukes, Multicultural Questions, op. cit., pp. 224-41.
447
Citado en J. Crawford, Hold Your Tongue, op. cit., p. 37.
448
V. Bader, “The Cultural Conditions of Transnational Citizenship. On the
Interpenetration of Political and Ethnic Cultures”, Political Theory, vol. 25, nº 6, 1997, p. 776.
235
Por lo que se refiere a la situación geográfica y social previa a la emergencia de
los estados nacionales en Europa, la reflexión que cabría hacer es análoga. Al igual
que en Norteamérica, cualquier investigación rigurosa de la formación de las
naciones europeas a lo largo del siglo XIX arrojaría la conclusión de que, en
prácticamente todas ellas, la heterogeneidad etnocultural preexistente no fue óbice
para adoptar políticas de construcción nacional deliberadamente dirigidas a crear
una consciencia nacional esencialista basada en convenciones y mitos arbitrarios449.
Ciertamente, la historia del republicanismo francés ha sido el modelo político más
influyente de nación democrática en Europa, por oposición al modelo étnico de
Kulturnation alemán. No obstante, también aquí los discursos enmascaraban la
ambivalencia entre la proclamación del universalismo y un concepto de pertenencia
a la nación que involucraba una idea chauvinista de “lo francés”. Los redactores de
la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano debieron haber sabido que “el
pueblo” del que provenía la legitimidad política estaba compuesto por alsacianos,
vascos, bretones, catalanes, flamencos y occitanos, además de franceses. En
realidad, la lengua francesa era usada por una proporción relativamente pequeña
con relación al número de individuos que iban a ser incluidos en “la nación”450. De
ahí que, como relata Eugen Weber en su ya clásico Peasants into Frenchmen, la gran
mayoría de franceses viviendo en Francia no eran conscientes de serlo hasta mucho
tiempo después de la Revolución. Weber subraya cómo la lógica jacobina llevó a
imponer oficialmente la asimilación a un determinado modelo de “civilización” por
449
Ésta es otra de las cuestiones centrales que resaltan todos los autores que se inscriben
en la corriente del nacionalismo liberal. La única excepción que suele apuntarse es el caso de
Alemania, donde, en la percepción popular, la nación y el estado son indistinguibles. Véase,
por ejemplo, D. Miller, On Nationality, op. cit., p. 35.
450
Según el informe preparado para la convención revolucionaria por el Abat Gregoire,
doce millones de personas (algo más de la mitad de la población de Francia) no hablaba
francés y otros tres millones no lo hablaba correctamente. A pesar de ello, el 20 de julio de
1794 se promulgó una ley que prohibía el uso de todos los dialectos (con penas de carcel para
los infractores) y ordenaba el uso del francés en todo el territorio. Sobre la relevancia de la
cuestión lingüística en Francia desde la Revolución hasta nuestros días, L. Sadat Wexley,
“Official English, Nationalism and Linguistic Terror. A French Lesson”, Washington Law
Review, 71, 1996, pp. 296-330.
236
encima de las culturas predominantes en las distintas regiones y colonias451.
Recuérdense la posición de Clermont-Tonnerre –a las que se hizo alusión en el
capítulo quinto– respecto a que un estado-nación no podía tolerar a otras naciones
en su seno.
Con respecto al factor lingüístico, Anderson mantiene que, en general, no se
puede hablar propiamente de “elección” de una lengua oficial hasta entrado el siglo
XIX. En los siglos inmediatamente precedentes, a medida en que el latín iba
decayendo, la imposición sucesiva de las distintas lenguas vernáculas en Europa era
gradual, de carácter más bien inconsciente y obedecía a razones de pura
conveniencia. Este proceso “was utterly different from the self-conscious language
policies pursued by nineteenth-century dynasts”452. El nacionalismo oficial creó la
convicción de que los lenguajes eran algo así como la propiedad y el instrumento
identificatorio de los grupos específicos que estaban destinados a tener un lugar
autónomo en el panorama político. No debe olvidarse, además, que la emergencia
de los estados-nación estuvo marcada por la revolución lexicográfica y por la
implantación de un sistema de educación pública, que, como explicaba Gellner,
cumplió la función de incluir a todos los ciudadanos en una nación homogeneizada.
Bajo la apariencia de una educación cívica se escondía una educación nacional: los
líderes de las revoluciones americana y francesa pensaron que uno de los objetivos
primordiales de la educación en una única lengua era la creación de un sentido de
hermandad, lealtad y dedicación a la nación453. Del mismo modo, los avances en las
comunicaciones y en la industrialización contribuirían decisivamente a incrementar
la consciencia de la propia identidad nacional entre los individuos.
451
E. Weber, Peasants into Frenchmen: The Modernization of Rural France 1870-1914,
Stanford, 1976.
452
B. Anderson, Imagined Communities, op. cit., p. 42.
453
Sobre los propósitos en materia de educación durante aquella época, Y. Tamir, Liberal
Nationalism, op. cit., xx-xxii. Respecto de la importancia central asignada a la lengua, Anderson
describe el proceso mediante el cual, en el transcurso del siglo XIX, a medida en que la idea
nacional iba incrementando su prestigio en Europa, todas las dinastías pasaron a usar alguna
lengua vernácula como “lengua oficial del estado” (excluyendo las demás de la esfera pública)
237
La historia europea subsiguiente bien podría contemplarse a la luz de la
irradiación del dogma revolucionario de que “la soberanía reside esencialmente en
la nación”. Los sentimientos nacionales presidieron la lucha por la unificación de
pueblos divididos bajo dominios imperiales –caso de Alemania e Italia– y por la
independencia de otros, desde Grecia y Hungría hasta Chipre y Malta, pasando por
el período de la descolonización. Simultáneamente, cada nuevo estado se creó a
imagen y semejanza de los anteriores y, como ellos, pretendió imponer una versión
unitaria de la historia, de las tradiciones y costumbres, así como propagar el mito de
un pasado glorioso compartido y generar la ilusión de un destino colectivo
prometedor454. Para alcanzar este objetivo, no sólo se consideró imprescindible la
difusión de una única lengua; también era necesario cierto grado de amnesia
colectiva.
En efecto: “el olvido”, escribió Renan, “es un factor esencial en la creación de
una nación”; “la esencia de una nación es que todos los ciudadanos tengan muchas
cosas en común y que todos hayan olvidado muchas cosas”. Precisamente por ello,
Renan creía que todo ciudadano francés debía haber olvidado episodios como la
noche de S. Bartolomé y las matanzas del mediodía del siglo XIII455. Anderson
llama la atención sobre la expresión empleada por Renan (doit avoir oublié)
denotando olvido deliberado más que espontáneo. Es obvio que Renan
sobreentendió que no había necesidad alguna de relatar al público que le escuchaba
lo acontecido en los eventos referidos (en el primer caso, Renan aludía a la
tristemente famosa matanza de protestantes en París la noche del 24 de agosto de
1572 y, en el segundo, a la exterminación de albigensianos, mayoritariamente
como instrumento unificador de las diversas identidades. B. Anderson, Imagined Communities,
capítulo 6.
454
De ahí el título del famoso artículo que Connor publicó en 1972, “Nation-Building or
Nation-Destroying?”, en el que este autor ponía en evidencia la doble vertiente de los
procesos de creación de los estados nacionales. La tesis principal es que los estados han
tratado de construir una nacionalidad común a costa de destruir el pluralismo cultural preexistente, así como cualquier sentido de nacionalidad distintiva que pudieran tener las
minorías. Cfr. W. Connor, Ethnonationalism, op. cit., pp. 29-66.
455
E. Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, op. cit., pp. 65-7.
238
catalanes y provenzales, en la zona fronteriza entre los Pirineos y los Alpes del Sur
instigada por el Papa Inocencio III). Se suponía que episodios fraticidas como los
referidos estaban perfectamente impresos en la memoria colectiva pero, a la vez, no
podían erigirse en definitorios de la identidad “francesa”. En definitiva:
“Having to ‘have already forgotten’ tragedies of which one needs unceasingly to
be ‘reminded’ turns out to be a characteristic device in the later construction of national
genealogies.”456
Esta paradoja refleja las campañas estatales sistemáticas para reconstruir una
determinada biografía colectiva, principalmente, a través de las escuelas públicas.
Por supuesto, nada de esto es peculiarmente francés. El proceso es el mismo en el
resto de estados nacionales: una inmensa industria pedagógica trabaja
incesantemente para enseñar a los jóvenes americanos a recordar –y a olvidar
simultáneamente– la guerra de secesión como una guerra ‘civil’ entre hermanos y
no entre dos estados soberanos. De haber tenido éxito la Confederación en
mantener su independencia, observa Anderson, los libros de historia hubieran
reemplazado el término “guerra civil”. En el caso de Gran Bretaña, los libros de
texto explican a los niños que Inglaterra tuvo un padre fundador llamado
“Guillermo el Conquistador”, sin informar a quien conquistó Guillermo –que era
normando y no podía haber hablado inglés, puesto que la lengua inglesa no existía
en aquél tiempo. Aquí, “‘the Conqueror’ operates as the same kind of ellipsis as ‘la
Saint-Barthélemy’ to remind one of something which it is immediately obligatory to
forget”457. Con toda probabilidad, si en España se conoce popularmente tan poco
acerca de las comunidades musulmana y judía, a pesar de su dominio en la
península durante más de mil años, es porque los musulmanes fueron derrotados
en la “Reconquista” y sus culturas denigradas durante siglos. Asimismo, tras la
Inquisición y la definitiva expulsión de los judíos en 1492, oficialmente, “no hubo
más judíos en España” por lo que la tradición cultural española resalta mitos y
456
457
B. Anderson, Imagined Communities, op. cit., pp. 200-1.
Ibid., p. 201.
239
leyendas de héroes que simbolizan fundamentalmente la presencia del
catolicismo458. En suma:
“The concern with the deliberate creation of a nation is guided by a certain idea of
what a nation is supposed to be. The inherent contradiction between the claim that
nations are natural communities shaped by history and fate and the concept of nationbuilding is immediately apparent. In order to mask this tension, nation-builders
compulsively search for ‘ancestral origins’ to which the new nation might ‘return’, cling
to even the faintest testimony of historical continuity, and advance patently false claims
locating nation’s roots in a distant past.”459
Ahora bien, con todo lo fraudulentas que puedan ser las versiones oficiales, o
más difundidas, de la historia de los distintos estados nacionales, puede que existan
razones sólidas para reconstruir el pasado de modo que la ilusión de unidad
prevalezca sobre la diferencia, acentuando lo positivo y relegando a la amnesia
colectiva determinados episodios vergonzosos. En la historia más reciente de
España, por ejemplo, es posible que la suspensión de la memoria de la guerra civil y
de cuarenta años de dictadura fuera indispensable para iniciar con garantías el
sendero democrático. En Francia, terminada la segunda guerra mundial, De Gaulle
refundó la nación sobre el mito de la resistencia. El período de Vichy pasó a formar
parte de lo innombrable. Todo el mundo había formado parte de la resistencia,
458
Así, por ejemplo, el Poema del Mío Cid evoca la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, cuya
gloria proviene, sobre todo, de la reconquista de la ciudad musulmana de Toledo en 1085 para
el Rey Alfonso VI de Castilla. Su leyenda rememoradora de los milagros de su caballo ha
prevalecido en la memoria popular por encima de otros datos más significativos del evento.
No sólo sobre lo oscuro del personaje en cuestión, sino también sobre la propia vida de
Alfonso VI. Aunque los cristianos habían “perdido” Toledo en el siglo VIII, lo cierto es que el
monarca había pasado varios años de su educación en la corte musulmana de la capital, e
incluso tuvo un hijo con la hija del gobernador musulmán de Sevilla. Otro ejemplo: aunque el
fraile dominicano Vicente Ferrer fue uno de los principales impulsores del distanciamiento de
las prácticas tolerantes de la monarquía española respecto de los judíos y musulmanes e
instigador directo del terror que llevó a las conversiones masivas en numerosas partes de
Aragón y Castilla, cuatro décadas después de su muerte fue santificado y su nombre continúa
presente en algunos símbolos públicos de su ciudad natal, Valencia. Para una visión del
período de dominación musulmana en España como una época de convivencia multicultural y
de gran tolerancia, véase el libro de Erna Paris (ganador del National Jewish Award de historia
en 1996) The End of Days. A Story of Tolerance, Tyranny and the Expulsion of the Jews from Spain,
Toronto, Lester, 1995.
240
nadie había colaborado con los Nazis ni quiso realmente que los judíos residentes
en territorio francés fueran deportados a Auschwitz. Al comienzo de su novela
Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar pone en labios del emperador Adriano
unas palabras reveladoras de su lugar natal que permiten plasmar la idea sobre la
que aquí se trata de reflexionar:
“La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en
Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones a aquel pequeño país
pedregoso. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la
voluntad prevalecen sobre las circunstancias”460.
¿Tiene la ficción su lado positivo? Si admitimos esta posibilidad, rechazar el
papel de las identidades nacionales en el pensamiento moral y político sobre la base
de que la construcción de las naciones es incapaz de soportar un proceso racional
de revisión crítica quizás sería precipitado. El siguiente apartado se centra
brevemente en el desarrollo de esta idea que, como se mostrará, conforma uno de
los pilares definitorios del nacionalismo liberal461.
4.
La justificación liberal del nacionalismo
¿Cómo se justifican estas políticas de construcción estatal cuyo objetivo es la
asimilación cultural de los individuos a través de la difusión de la idea de
pertenencia a una nación?; ¿por qué liberales como Sièyes o Jay insistieron en que la
nación, definida como una magnitud pre-política –compuesta por un grupo de
personas de la misma estirpe étnica vinculadas a una comunidad ancestral– debía
corresponderse con el estado? Descartando la más que improbable ignorancia de la
realidad social del momento, los intentos de infundir este sentimiento de unidad
fueron reforzados por compromisos democráticos y apoyados por dos
convicciones muy extendidas: La primera, es que un gobierno libre sólo es posible
459
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., pp. 63-4.
M. Yourcenar, Memorias de Adriano, Mundo Actual de Ediciones, 1984, p. 29.
461
Véase, por ejemplo, D. Miller, On Nationality, op. cit., p. 35; Y. Tamir, Liberal
Nationalism, op. cit., capítulo 5.
460
241
bajo condiciones de unidad cultural. La segunda, que, de poder elegir, los
individuos libres preferirían vivir en sus propias comunidades culturales.
En efecto, muchos liberales asumieron, implícita o explícitamente, que dos o
más grupos culturales diferenciados no pueden coexistir en el seno de una
estructura política singular. Como ya observara Hannah Arendt en su clásico
estudio The Origins of Totalitarianism,
“the break down of the feudal order gave rise to the new revolutionary concept of
equality, according to which a ‘nation within a nation’ could no longer be tolerated.”462
Por un lado, los liberales pensaban que la autoexpresión política era un
concomitante vital de la consciencia cultural. Por otro, que el estado-nación era el
que mejor podía fomentar la democracia sin caer en el despotismo de la mayoría.
En sus Consideraciones sobre el gobierno representativo, publicado en 1861, Mill abordó
directamente el problema de la relación entre libertad y nacionalidad, manteniendo
que una condición esencial de las instituciones libres es que las fronteras estatales
coincidan con las de la nacionalidad:
“Where the sentiment of nationality exists in any force, there is a prima facie case
for uniting all the members of the nationality under the same government, and a
government to themselves apart. (…). Free institutions are next to impossible in a
country made up of different nationalities. Among a people without a fellow-feeling,
especially if they read and speak different languages, the united public opinion,
necessary to the working of representative government, cannot exist.”463
Mill argumentaba que las antipatías y rivalidades entre nacionalidades crearían
desconfianza hacia el gobierno. En particular, le preocupaba que, de no cumplirse
el principio anterior, el ejército (cuya existencia justificaba para proteger al propio
pueblo del eventual despotismo de sus gobernantes) no pudiera cumplir
adecuadamente su función:
462
11.
H. Arendt, The Origins of Totalitarianism, San Diego, Harvest, Harcourt Brace, 1973, p.
463
J. S. Mill, “Considerations on Representative Government”, en J. Grey (ed.) John
Stuart Mill. On Lyberty and Other Essays, op. cit., p. 428.
242
“The military are the part of every community in whom, from the nature of the
case, the distinction between their fellow countrymen and foreigners is the deepest and
strongest. To the rest of the people, foreigners are merely strangers; to the soldier, they
are men against whom he may be called, at a week’s notice, to fight for life or death.”464
Basándose en esta concepción, Mill afirmaba que, en un estado multinacional,
aquellos soldados para quienes una parte de los ciudadanos de un mismo gobierno
son extranjeros no tendrían escrúpulos en enfrentarse a ellos, al igual que harían
contra cualquier enemigo declarado. Este tipo de ejércitos divididos, concluía, han
sido los verdugos de la libertad a lo largo de la historia moderna465.
Así pues, el estado-nación se favorecía por considerarse que ofrecía mejores
garantías de libertad. Sería un error considerar la posición de Mill como puramente
anecdótica. Muchos otros filósofos liberales, como Barker, Humbolt o Mazzini,
eran del mismo parecer466.
Lo expuesto es suficiente para advertir que, en relación con el problema de las
minorías, la opción que se tenía en mente era, o bien la asimilación, o bien la
redistribución de las fronteras, pero no el reconocimiento de algún tipo de estatus
especial a estos grupos. No cabe duda de que, ante la disyuntiva, casi todos los
estados se inclinaron por preservar la unidad. De ahí la necesidad imperiosa de
fomentar una consciencia nacional uniforme, aun a costa de tergiversar la realidad
histórica y sociológica. La obligación de probar la efectiva existencia de la nación
requería de elementos tangibles. A mayor diversidad cultural, mayor perseveración
en la propagación de una versión homogénea de la historia y de la cultura, así como
en intentar que los ciudadanos se identificaran con una determinada simbología
pública y dominaran la lengua vernácula a través de la cual las instituciones pasaron
464
Ibid., p. 429.
Ibid.; Mill alcanzaba esta conclusión tras analizar algunos ejemplos históricos de
imperios multinacionales –como el Imperio Austro-Húngaro– donde el gobierno favoreció a
una nación determinada o bien la situó en contra de otra para asegurar su propio absolutismo.
466
Uno de los principales méritos de la corriente actual del nacionalismo liberal es,
precisamente, la recuperación de una línea de pensamiento predominante entre los liberales
del siglo XIX que, por lo general, ha sido ignorada por la teoría liberal contemporánea. Véase,
por todos, W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, capítulo 4.
465
243
a expresarse de forma oficial. Evidentemente, en algunas situaciones, la
redistribución de fronteras tampoco hubiera sido una opción viable. El propio Mill
era consciente de que el principio de congruencia de las fronteras estatales con la
nacionalidad no siempre sería posible, especialmente, en aquellos lugares donde
distintos
grupos
nacionales
se
hallaran
entremezclados
o
dispersos
geográficamente467. En estos casos, su razonamiento a favor de las políticas de
asimilación de las minorías contenía tintes abiertamente paternalistas y
etnocéntricos. Ya observamos en el capítulo anterior que Mill creía que la libertad
carecía de sentido en aquellos estadios primitivos del desarrollo humano en que los
individuos eran incapaces de mejorar mediante la discusión libre. Pues bien, al igual
que otros muchos pensadores de su siglo, Mill diferenciaba entre las “grandes
naciones” (como Francia, Italia, Inglaterra, España o Rusia), más civilizadas, y las
“pequeñas nacionalidades” (vascos, galeses, bretones, escoceses, etc) que
consideraba inferiores y atrasadas. Desde su punto de vista, lo mejor que éstas
últimas podían hacer era asimilarse y pasar a formar parte de las grandes naciones:
“Nobody can suppose that it is not more beneficial to a Breton, or a Basque of
French Navarre, to be brought into the current of the ideas and feelings of a highly
civilized and cultivated people –to be a member of the French nacionality, admitted on
equal terms to all the privileges of French citizenship, sharing the advantadges of French
protection, and the dignity and prestige of French power–than to sulk on his rocks, the
halfsavage relic of past times, revolving in his own little mental orbit, without
participation or interest in the general movement of the world. The same remark applies
to the Welshman or the Scottish Highlander, as member of the British nation.”468
Ni que decir tiene que la historia ha demostrado que éstos y otros pueblos no
fueron de la misma opinión. De este tema habremos de ocuparnos más adelante.
Conviene, de momento, ser consciente del tipo de prejuicios que indujeron a los
liberales del siglo XIX a defender la independencia política únicamente para las
467
J. S. Mill, “Considerations on Representative Government”, en J. Grey (ed.) John
Stuart Mill. On Lyberty and Other Essays, op. cit., pp. 430, 431.
468
Ibid., p. 431.
244
grandes naciones469. Como señala Luis Villoro, la moralidad de la dominación de
una cultura sobre otras consideradas inferiores apeló a la existencia de ciertos
valores universales que toda cultura tenía el deber de realizar. Este discurso cubrió
al colonialismo sobre las culturas indígenas (así como sobre otros pueblos) de un
manto de benevolencia. Como nos recuerda Villoro, el dominador se cree siempre
portador de un mensaje ‘universal’ cuya revelación a otros pueblos constituye un
bien innegable que justifica con creces el dominio”470. Las políticas de asimilación
en Estados Unidos estuvieron guiadas por un razonamiento similar. Ciertamente,
Madison reconoció que todas las sociedades civilizadas estaban divididas en
distintas sectas, facciones e intereses y argumentó brillantemente que, en una
democracia, el problema radicaba en cómo manejar estas fuerzas en tensión para
prevenir la tiranía de la mayoría. Sin embargo, el sistema constitucional de frenos y
contrapesos no estaba pensado ni para impedir la “civilización” y “asimilación”
lingüística y cultural de las minorías, ni para revertir situaciones endémicas de
discriminación. De lo único que daba cuenta era de la diversidad de intereses
individuales en una sociedad nacional que se presuponía culturalmente homogénea.
Ahora bien, con todos sus elementos contradictorios, es fundamental reparar
en que la tendencia de la corriente liberal de la época no era relegar la cuestión
cultural al ámbito privado. Por el contrario, la alegada necesidad de una sociedad
culturalmente homogénea se invocó para justificar una política de asimilación de las
minorías a la cultura nacional dominante. Si dejamos al margen la atrocidad de los
mecanismos que algunos estados emplearon a tal fin (sobre todo, en el caso de los
pueblos indígenas) la centralidad que adquirió el estado nacional cumplió una
función trascendental en la consolidación democrática y en la consecución de un
mayor grado de justicia social.
469
Para otras opiniones semejantes a la de Mill –en concreto, dentro de la tradición
socialista del siglo XIX– véase W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 69-74.
470
Luis Villoro, “Sobre relativismo cultural y universalismo ético. En torno a ideas de
Ernesto Garzón Valdés”, en M. Carbonell, J. A. Cruz Parcero, R. Vázquez, Derechos sociales
y derechos de las minorías, op. cit., p. 171.
245
Así, como señalan autores como Habermas o Taylor, hizo posible una nueva
forma, más abstracta, de integración social sobre la base de un nuevo modelo
secularizado de legitimación471. El nacionalismo se convirtió en el foco primario de
la auto-identificación moderna de los sujetos emancipados, reemplazando los
vínculos corporativos feudales en desintegración por lazos de solidaridad. Muchas
de las repercusiones de esta transformación fueron positivas. Inventada o no,
destaca Miller, “the historical national community is a community of obligation”472.
Esto es, la identificación con una comunidad nacional histórica supuso la
amplificación del marco en el cual los individuos reconocieron tener obligaciones
especiales hacia otros seres humanos. La gente pasó a concebirse como parte de un
esquema de cooperación permanente que iba más allá de su propia familia, clan o
región, incluyendo a personas anónimas que, no obstante, compartían el mismo
apego a su nación, la misma “consciencia nacional”. Como se explicará con mayor
detenimiento en los próximos capítulos, el nacionalismo tiene la habilidad de
transformar la autopercepción de los individuos, vinculando aspectos esenciales de
su bienestar personal a la existencia y prosperidad de su comunidad nacional. Las
acciones humanas se contextualizan en un marco cultural que les dota de
significado, y pasan a formar parte de un proceso creativo donde la comunidad se
interpreta y reinventa constantemente473.
En segundo lugar, retomando la explicación funcional ofrecida por Gellner, el
nacionalismo favoreció la modernización social y el avance en la realización del
principio de igualdad de oportunidades. La dimensión nacional de los modernos
estados liberales resultó clave en el proceso de imbricación de la dimensión
económica y cultural. Ciertamente, puede que la alfabetización masiva de la
población fuera sólo un requerimiento de la industrialización, que dependía de una
471
J. Habermas, “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía
y de la ciudadanía”, op. cit., p. 88; Ch. Taylor, “Why Do Nations Have to Become States?”, op.
cit., p. 44-46; D. Miller, On Nationality, op. cit., capítulo 2.
472
D. Miller, On Nationality, op. cit., p. 23.
473
En este sentido, A. Margalit y J. Raz, “National Self-Determination”, op. cit., pp. 132135 y W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, capítulo 5.
246
fuerza de trabajo dotada de un nivel de formación técnica que sólo una educación
general y estandarizada podía suministrar. Pero, independientemente de cuales
fueran los motivos, lo relevante es que este sistema educativo altamente inclusivo
contribuyó decisivamente a disminuir las desigualdades e hizo que los individuos –
sobre todo aquellos pertenecientes a grupos desaventajados– adquirieran mayor
consciencia de su situación y derechos.
En tercer lugar, también se han señalado otros efectos positivos de las
políticas de creación de una “consciencia nacional”. Por muy incómodos que los
intelectuales se sientan a la hora de explicar el peso de las emociones en las razones
para la acción individual (no lo irracional sino lo no-racional474), su influencia es
crucial para explicar algunas prácticas comunes en todos los estados democráticos.
En un artículo sugestivamente titulado “Pro Patria Mori! Death and the State”,
Tamir pone el acento, concretamente, en el rol que la commemoración y
veneración de los muertos juega en la vida política:
“the glory of the fallen is closely intertwined with the glory of the state –the fact
that exemplary individuals willingly give up their lives for the state is purpoted to prove
that the state is worthy of such an offering, while the merits of the state make the
sacrifice of the fallen worthwhile.”475
Como indica esta autora, la disposición a arriesgar la propia vida en momentos
de crisis choca con el más poderoso interés humano en la supervivencia. Este
conflicto sólo puede solucionarse estructurando la imagen de la comunidad política
como un comunidad nacional donde existen determinados vínculos profundos que
llevan a los individuos a asumir obligaciones morales tan exigentes. A este fin, la
apelación a la existencia de una comunidad ancestral a la que debe amarse y por la
474
Sobre este punto, cfr. W. Connor, “Beyond Reason: The Nature of the
Ethnonational Bond”, en W. Connor, Ethnonationalism, op. cit., pp. 196-208. En este artículo
Connor enfatiza el fracaso de los académicos en apreciar la dimensión psicológica de la nación
debido al poco peso que se atribuye a las emociones en los intentos de explicar la naturaleza
de los fenómenos sociales o políticos.
475
Y. Tamir, “Pro Patria Mori! Death and the State”, en R. MacKim, Jeff MacMahan
(eds), The Morality of Nationalism, op. cit., p. 227.
247
cual merece la pena luchar, representa la única forma de aminorar el temor natural
del ser humano a la muerte.
En contra de esta teoría, podría pensarse que la tesis contractualista
hobbesiana posibilita una explicación distinta a este fenómeno que no requiere
recurrir a la idea de nacionalidad. Bastaría con decir que los individuos racionales se
obligan a cumplir un contrato que les ofrece mejores garantías que el estado de
naturaleza y que, entre sus obligaciones, está la de luchar para preservar la unión.
Sin embargo, coincido con Tamir en que la amenaza inmediata de la muerte sería
una causa suficiente para invalidar un contrato que ya no cumple su finalidad
principal de preservar la vida. Otras aproximaciones contractualistas conducen a
idéntico punto muerto476. Por sí sola, pues, la moralidad liberal no ofrece ninguna
guía coherente para resolver este tipo de conflictos donde lo que está en juego es el
sacrificio individual de bienes básicos. Por esta razón, paradójicamente, la apelación
a la ideología y a los sentimientos nacionales es más necesaria en las democracias
liberales que en otro tipo de estados:
“This restructuring of the citizen’s choices is indispensable for states that foster a
contractual ethos as they lack the ideological foundations necessary to incite in
individuals a readiness to risk their lives for the state and is much less essential for states
whose constitutive set of values provides a justification for self-sacrifice. Ironically, then,
an appeal to national feelings and ideology is much more necessary and effective in the
case of liberal democracies (…). Nationalism should therefore be seen not as the
pathology infecting modern liberal states but as an answer to their legitimate needs of
self-defence.”477
El problema de justificar la exigencia por parte del estado de un sacrificio de
tal magnitud –así como explicar las razones de la aceptación de este deber por parte
de los ciudadanos– constituye un caso extremo que invita a seguir reflexionando.
Veamos. Waldron ha mantenido recientemente que los ciudadanos de
cualquier estado tienen un “deber de participación cívica” que, en buena parte,
476
477
Ibid., p. 231.
Ibid., p. 229.
248
consiste en el deber de deliberar acerca del derecho y de las políticas públicas. Así,
este autor afirma que:
“Each has a duty to play his part in ensuring that those around him…come to
terms with one another, and set up, maintain, and operate the legal frameworks that are
necessary to secure peace, resolve conflicts, do justice, avoid great harms, and provide
the basis for improving the conditions of life.”478
Es importante reparar en el grado de exigencia consubstancial a este deber de
participación cívica, que Waldron entiende no sólo como “a duty to do x”, sino
como “a duty to do x carefully and responsibly”. Por ejemplo, este autor especifica
que la participación debe realizarse de forma que preste especial atención a los
intereses, deseos y opiniones de los demás y no debe disminuir las expectativas de
acuerdo y de paz479. Hasta aquí, la idea puede merecer nuestra plena adhesión.
Ahora bien, ¿qué le hace pensar a Waldron que, en el mundo real, los individuos
cumplirán este deber, participando en el debate público y haciéndolo, además, de
manera responsable? Dicho de otro modo, ¿qué incentivos tienen los individuos en
estados democráticos para comprometerse con sus conciudadanos y tomar en serio
sus intereses, deseos y opiniones?
Sobre la base de este tipo de interrogantes, la teoría liberal-nacionalista trata de
desentrañar otros vínculos entre la democracia liberal y el nacionalismo. Para ello,
se analizan cuestiones como las pre-condiciones de la justicia social o de la
democracia deliberativa:
Por lo que se refiere a la justicia social, establecer y mantener un estado del
bienestar exige un alto grado de confianza y solidaridad entre los ciudadanos. De
ello depende que la amplia cooperación que requiere implantar programas sociales
se produzca efectivamente. Annete Baier observa que la confianza implica otorgar a
otro discreción para afectar a nuestros intereses. Ello nos coloca en una situación
de vulnerabilidad especial, puesto que nos arriesgamos a que los demás abusen de
478
J. Waldron, “Cultural identity and Civic Responsibility”, en W. Kymlicka, W. Norman
(eds.) Citizenship in Diverse Societies, Oxford, Oxford University Press, 2000, op. cit., p. 155.
249
este poder480. Por esta razón, generalmente, las personas tienden a confiar en su
familia o amigos, más que en desconocidos o extraños. Análogamente, es razonable
pensar que el buen funcionamiento de las instituciones políticas depende, en buena
medida, de que los participantes en el sostenimiento de ciertas prácticas no se
conciban entre sí como “extraños”. Si ello ocurre, es probable que haya incentivos
suficientes que inclinen la balanza hacia el lado de la alienación, el egoismo y la
ausencia de cooperación. Cierto nivel de confianza, entonces, es imprescindible
para cumplir el deber de participación cívica que defiende Waldron. No únicamente
para mantener el estado del bienestar, sino también para el buen funcionamiento de
la democracia. Tampoco aquí el riesgo de vulnerabilidad asociado al abuso de
confianza debería menospreciarse. Por ejemplo, cada votante debe poder confiar en
que el proceso electoral se conducirá limpiamente, en que los candidatos no
mentirán acerca de sus cualificaciones o que harán lo posible para cumplir sus
promesas. La existencia de normas que contemplan el castigo de los infractores es
insuficiente. También debe poder confiarse en que los partidos políticos no se
involucrarán en el encubrimiento de la corrupción y en que los jueces aplicarán sin
excepciones la normativa vigente.
Con respecto a la democracia deliberativa, se ha señalado que su
practicabilidad requiere que los participantes se entiendan entre sí, y ello, en
principio, requiere un lenguaje común. Según los nacionalistas liberales, los foros
democráticos nacionales aseguran mejor la participación y la deliberación que los
foros internacionales. En la medida en que sólo algunas elites tienen suficiente
fluidez en una segunda o tercera lengua, los foros internacionales terminan
resultando menos inclusivos y, por tanto, menos igualitarios y menos participativos.
Aunque, por sí solo, este argumento no da plena cuenta de las múltiples
motivaciones que, históricamente, tuvieron los estados nacionales para adoptar
políticas de estandarización lingüística, los actuales defensores del modelo del
479
Ibid., pp. 155-6.
A. Baier, “Trust and Antitrust”, Ethics 96, 1986, p. 232.
480
250
estado-nación otorgan a la lengua un peso central. “Democratic politics”, escribe
Kymlicka, “is politics in the vernacular”481.
Con base en estas consideraciones, parece razonable mantener que, en el
mundo moderno, los estados democráticos dependen, incluso más que antes, de la
clase de unidad no meramente política que proporciona la identidad nacional. De
acuerdo con Miller, cuando los individuos valoran su pertenencia a una cultura
nacional, valoran también su aportación a la conformación del mundo social, y, por
lo tanto, es más fácil que accedan a colaborar en su construcción, aun si ello supone
realizar sacrificios importantes482. Tamir señala que, inspirados por el ideal de
bienestar, “Liberals abandoned the notion of the minimal state and replaced it with
that of the caring state”483. La necesidad de justificar responsabilidades mutuas y de
forjar el soporte necesario para aprobar políticas de redistribución de la riqueza
pasa, para esta autora, por presentar al estado como una comunidad que comparte
el ethos de un pasado común y un futuro colectivo. La siguiente apreciación de
Barry puede verse como un desarrollo de esta idea: este autor señala que, teniendo
en cuenta que los intereses de distintos grupos inevitablemente entrarán en
conflicto, los individuos sólo estarán dispuestos a sacrificar sus intereses en
beneficio de los de los demás si tienen razones para confiar en que, en futuras
ocasiones, éstos actuaran de forma recíproca484. En la misma línea, Calsamiglia ha
reivindicado que la lealtad que emerge de relaciones de confianza es una virtud
política. Este autor define los pilares de una noción normativa de lealtad que no
supone, ni renunciar a la crítica, ni una adhesión ciega a cualquier objeto (lo cual,
como él mismo advierte, sería “un caldo de cultivo para todo tipo de
481
70.
W. Kymlicka, “Cosmopolitanism, Nationalism and Individual Freedom”, op. cit., p.
482
D. Miller, On Nationality, op. cit., capítulo 3. En el mismo sentido, W. Kymlicka,
“Derechos individuales y derechos de grupo en la democracia liberal”, Isegoría, nº 14, octubre
1996, p. 12.
483
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 148.
484
B. Barry, “Self-Government Revisited”, en D. Miller, L. Siedentop (eds.) The Nature of
Political Theory, Oxford, Oxford University Press, 1983, pp. 141-2.
251
fundamentalismos y tiranías”485). Calsamiglia muestra que, bien entendida, la lealtad
es necesaria para la existencia de las sociedades y que su presencia adquiere un valor
público cuando es fuente de obligaciones prima facie hacia los demás486.
Ciertamente, en mi opinión, el compromiso cívico, entendido como
disposición a compartir los bienes y a comprometerse en la vida política, es más
probable que se produzca en sociedades cohesionadas donde existen relaciones de
confianza que proporcionan incentivos para colaborar en la consecución de
objetivos y proyectos colectivos. Por ahora, la nacionalidad es el único elemento
que ha conseguido ampliar el círculo de la solidaridad a niveles más abstractos,
uniendo a grandes masas de individuos en un marco de familiaridad y confianza
atemperador de las inclinaciones egoistas del ser humano. En particular, este
vínculo ha proporcionado las bases del tipo concreto de relaciones que hacen falta
para la preservación de los valores democráticos. Probablemente por ello, la
nacionalidad ha sido el principio organizador y movilizador del estado moderno
durante los últimos dos siglos487. Todavía hoy, en un mundo en el que las uniones
supra-estatales se han intensificado, caben pocas dudas de que “la lealtad política
más importante es la lealtad a la nación”488. Prueba de ello son las dificultades a que
se enfrentan aquellas propuestas que pretenden ultrapasar este marco para lograr
desde la cesión de la soberanía a organismos supra-estatales, hasta la expansión de
la justicia social a niveles globales (piénsese en las reticencias a la condonación de la
deuda de los países pobres, o las respuestas de los estados democráticos ante la
reclamación de una contribución económica estable al desarrollo de estos países).
En la medida en que la explicación de estas dificultades pueda hallarse en la
relación entre nacionalismo y liberalismo, la teoría política de postguerra habría
cometido un error al haber subestimado la trascendencia de este vínculo. Ésta es la
equivocación que los liberales nacionalistas han tratado de subsanar a través de sus
485
A. Calsamiglia, Cuestiones de lealtad, op. cit., p. 71. Sobre el concepto de lealtad y sus
distintos sentidos, véanse pp. 48-57.
486
Ibid., pp. 71-74.
487
Giovanni Sartori, “Los fundamentos del pluralismo”, La Política, nº 1, 1996, p. 118.
252
contribuciones. Según ellos, liberalismo y nacionalismo están mucho más ligados, y
son mucho más armonizables, de lo que la mayoría de liberales han estado
dispuestos a reconocer.
Por último, podría pensarse que todo proyecto dirigido a contener las
tendencias centrífugas del pluralismo y a construir un compromiso fuerte hacia la
comunidad política (fomentando, a través de la educación, por ejemplo, la
valoración positiva de la cultura común o de determinadas virtudes cívicas) debe ser
tildado de “perfeccionista”. Pero, a mi entender, esta conclusión es
extremadamente dudosa. Como se mostró en el capítulo anterior, uno de los
principales valedores del liberalismo en el siglo XX, el filósofo norteamericano
John Rawls, piensa que, aunque los propósitos del liberalismo político sean
neutrales, ello no significa que esta doctrina deje de mantener la superioridad de
cierto carácter moral y de ciertas virtudes:
“Thus, justice as fairness includes an account of certain political virtues –the
virtues of fair social cooperation such as civility and tolerance, reasonableness and the
sense of fairness.”489
Consecuente con su afirmación, Rawls añade que:
“If a constitutional regime takes steps to strengthen the virtues of tolerance and
mutual trust (…) it does not thereby become a perfectionist state of the kind found in
Plato or Aristotle, nor does it establishes a particular religion as in the Catholic and
Protestant states of the early modern period. Rather it is taking reasonable measures to
strengthen the forms of thought and feeling that sustain fair social cooperation between its citizens
regarding as free and equal.”490
Nótese que Rawls se refiere expresamente a la idea de confianza mutua,
asumiendo que éste es un requisito necesario para la cooperación social. También
habla de reforzar “formas de sentimiento” a fin de sostener dicha cooperación491.
488
A. Calsamiglia, Cuestiones de lealtad, op. cit, p. 89.
J. Rawls, “The Priority of Right and Ideas of the Good”, op. cit., p. 460.
490
Ibid., p. 461. La cursiva es de la autora.
491
Aunque resulta imposible desarrollar aquí esta idea, no se trata de recomendar algo
así como una educación sentimental, sino, en la linea de filósofos como Callan, una educación
489
253
En todo caso, prima facie, las propuestas del nacionalismo liberal no parecen
incompatibles con la visión de Rawls.
Recapitulemos. Los liberales nacionalistas argumentan –con notable
convicción, a mi juicio– que compartir una identidad nacional es relevante a los
efectos de hacer efectivos los valores liberales fundamentales. La tesis es que la
nacionalidad aporta a los individuos un sentido de la pertenencia a un grupo que
contribuye a prevenir la alienación social y a garantizar la clase de confianza que
posibilita el avance en la consolidación de los valores democráticos de igualdad y
libertad. Estas razones contribuyen a hacer inteligible el arraigo de la consciencia
nacional y la centralidad del nacionalismo incluso en una era de globalización como
la nuestra492. Desafortunadamente, sólo los aspectos xenófobos y violentos en los
que, a veces, se manifiesta este fenómeno suelen emerjer a la luz pública. Sin
embargo, el nacionalismo no tiene por qué erigirse en una fuerza inherentemente
perversa o antiliberal. Al menos esto es lo que subyace a la posición de todos los
autores a los que se ha ido haciendo referencia. Ninguno de ellos pretende realizar
una defensa a ultranza del nacionalismo, más bien se trata de distinguir entre
versiones defendibles e indefendibles de esta ideología –al igual que existen
versiones defendibles e indefendibles de otras ideologías493– poniendo de
que promueva cierta “generosidad emocional”; sobre esta idea, E. Callan, Creating Citizens, op.
cit., pp. 115-21.
492
En este sentido, Guibernau constata que “la era del estado-nación no está ni mucho
menos agotada, los estados continuarán siendo los actores políticos principales y retendrán
gran parte de su fuerza y resistencia. Los estados son reacios a someter sus disputas con otros
estados al arbitraje de una ‘autoridad superior’, ya sean las Naciones Unidas, un tribunal
internacional o cualquier otra organización. Los estados no renuncian a sus monopolios
intraestatales de la violencia y siempre que es necesario estimulan el nacionalismo para
mantener su legitimidad.”; M. Guibernau, Los nacionalismos, op. cit., p. 118.
493
Como ha observado Hilary Putnam, muchos argumentos en contra del nacionalismo
confunden la apelación a esta ideología como pretexto para la agresión y la crueldad humanas
con la agresión y crueldad en sí mismas: “se nos dice ‘eliminemos este u otro pretexto, y
tendremos un mundo menos cruel y agresivo’” Pero, como bien señala este autor, “no
tenemos la más mínima razón para afirmar tal cosa” (H. Putnam, “¿Debemos escoger entre el
patriotismo y la razón universal?”, en M. Nussbaum, Los límites del patriotismo, op. cit., p. 114).
Por otro lado, conviene recordar que la desvirtuación de otras ideologías también ha sido
germen de represión y violencia. Sin ir más lejos, la publicación en Francia de Le livre noir du
communisme en 1997, sacó a la luz un verdadero genocidio de clase que, de acuerdo con las
254
manifiesto la relevancia de estos matices a la hora de comprender nuestras propias
instituciones y, eventualmente, de justificarlas. Aunque la virulencia de algunos
conflictos étnicos conduce a resaltar los aspectos más negativos del nacionalismo
como los únicos definitorios de esta ideología, conviene recordar que la
nacionalidad también ha sido capaz de generar amor y sacrificio, proporcionando el
cemento social en el que pueden arraigar los valores éticos que importan a cualquier
demócrata:
“In an age when it is so common for progressive, cosmopolitan intellectuals
(particularly in Europe?) to insist on the near-pathological character of nationalism, its
roots in fear and hatred of the Other, and its affinities with racism, it is useful to remind
ourselves that nations inspire love, and often profoundly self-sacrificing love. The
cultural products of nationalism –poetry, prose fiction, music, plastic arts– show this
love very clearly in thousands of different forms and styles.”494
5.
El despertar de las minorías
5.1. Las minorías culturales ante la construcción de los estados nacionales
Hasta aquí hemos visto que la formación de todos los estados democráticos
estuvo íntimamente ligada a un ideal, el de la nacionalidad, que se identificó con un
substrato cultural común. Éste se fomentó activamente por medio de la educación
pública, los símbolos estatales y, en muchas ocasiones, de la coerción directa. En
este proceso de nation-building se apeló a elementos objetivos que, si no eran del
todo falsos, contenían considerables elementos mitificadores y casi siempre se
basaron en las características del grupo dominante. La estrategia principal empleada
con las minorías fue la asimilación forzosa, justificada a menudo mediante
cifras, habría sobrepasado la escalofriante cifra de ochenta y cinco millones de muertos desde
1917 (entre la antigua Unión Soviética, Corea del Norte, Angola, Etiopia y Mozambique,
Vietnam y algunos países latinoamericanos). El estudio corroboró algo más: desde 1919 se
sabía la naturaleza del régimen de terror comunista. Las reacciones a esta publicación fueron
diversas. Además de la comparación insoslayable entre nazismo y comunismo, intelectuales y
políticos tendieron a destacar el fin de tres cuartos de siglo de censura “políticamente
correcta” respecto de este tema.
494
B. Anderson, Imagined Communities, op. cit., p. 141.
255
argumentos etnocéntricos, que ampararon el imperialismo de las “grandes
naciones”.
A pesar de ello, se ha sugerido que existen otras razones más convincentes
para la involucración del estado en estos procesos de construcción nacional
tendentes a la homogeneización cultural. Así, se ha explicado que filósofos de la
talla de Mill o Barker pensaban que el estado-nación ofrecía la mejor base para el
arraigo y consolidación de los valores democráticos en los que creían. Retomando
esta tradición, diversos autores liberales contemporáneos han destacado la
relevancia del principio de nacionalidad para explicar algunas de las prácticas
comunes a todos los estados democráticos. Asimismo, sus trabajos han puesto de
relieve que la teoría política contemporánea ha operado con un modelo de la polis
que, implícitamente, presupone una sociedad culturalmente homogénea. Elucidar la
motivación para aquellas prácticas así como la razón de este presupuesto resulta
indispensable para encarar con éxito algunos de los dilemas más urgentes del
presente, como la crisis del estado del bienestar o el problema de las
reivindicaciones de las minorías nacionales y étnicas.
Respecto de esta última cuestión, que es la que interesa en este trabajo, desde
nuestra perspectiva actual, es evidente que el proceso transformador de la realidad
socio-política que se inició con las revoluciones liberales no siempre alcanzó el
objetivo deseado. En muchos países, diversas minorías nacionales se opusieron
frontalmente a los intentos de uniformización cultural llevados a cabo por los
estados. Típicamente, se trató de grupos territorialmente concentrados que
históricamente habían ejercido funciones de autogobierno y que fueron
incorporados forzosamente –como resultado de conquistas, colonización o cesión
de territorios de un imperio a otro– a un estado495. Con el tiempo, muchos de estos
grupos se movilizaron siguiendo el mismo patrón nacionalista que impulsó la
495
Esta descripción se basa en la idea de nación de Kymlicka. Según su concepción, las
naciones son comunidades históricas, más o menos institucionalmente completas, ocupando
un territorio tradicional (homeland), compartiendo una lengua y cultura. En esta definición se
256
propia creación del estado moderno. Los sociólogos de la política acostumbran a
destacar varias etapas en el despertar de la “consciencia nacional” de las minorías:
Inicialmente, el contraste entre sus identidades y la identidad propagada
institucionalmente, (generalmente, la del grupo mayoritario o más poderoso) genera
insatisfacción. Contrariamente a una opinión muy difundida, el incremento de los
contactos entre grupos no conduce a percibir los factores de unión, sino a la
constatación de la diferencia y, eventualmente, de la exclusión de unos y el
privilegio de otros. Siendo la auto-consciencia un requisito sine qua non de la nación,
ésta sólo emerge cuando existe la percepción de la diferencia: “the conception of
being unique or different requires a referent, that is, the idea of us requires them”496.
Este malestar va in crescendo a medida en que el grupo sufre una marginación
progresiva de los procesos de toma de decisiones, en la representación institucional,
o en materias como la seguridad y la prosperidad económica de su región.
Guibernau explica que, normalmente, los procesos que conducen a la expansión de
la concienzación nacional empiezan con las actividades de pequeños grupos de
intelectuales que luchan por recuperar o mantener su lengua y cultura 497. Esta fase
se caracteriza porque la acción de las elites no tiene demasiadas posibilidades de
desarrollarse y acostumbra a desenvolverse clandestinamente, en los límites de la
incluyen tanto las minorías nacionales como los pueblos indígenas. W. Kymlicka, Multicultural
Citizenship, op. cit., p. 11.
496
W. Connor, “Nation-Building or Nation-Destroying?”, op. cit., p. 48.
497
M. Guibernau, Los Nacionalismos, op. cit., pp. 117-123. No obstante, téngase en cuenta
que ésta es una generalización controvertida. En contra de el análisis de Guibernau, Walzer
señala que en los viejos imperios multinacionales fueron las élites de las naciones conquistadas
las que tendieron a asimilarse a la cultura dominante: enviaron a sus hijos a ser educados por
sus conquistadores, aprendieron su lengua y empezaron a ver su propia cultura como inferior.
En cambio, los ciudadanos ordinarios mantuvieron lealtades étnicas y nacionales profundas.
(M. Walzer, “Pluralism: A Political Perspective”, op. cit., p. 141). Éste es un patrón de conducta
que puede observarse en otros casos. Por ejemplo, ante la posibilidad de quedar marginados
de la vida política y económica, algunos sectores de la burguesía catalana actuaron de este
modo. Por lo demás, valga reiterar una consideración ya realizada a propósito de la distinción
entre minorías sociales y culturales: los miembros de grupos minoritarios frecuentemente
responden a la discriminación tratando de disociarse del grupo, hasta el extremo, a veces, de
adoptar las actitudes negativas de la mayoría hacia la minoría. En este sentido, autores como
Ely o Fiss observaban que un prejuicio suficientemente arraigado puede impedir su
257
legalidad. Pese a ello, se inicia un “nacionalismo de resistencia” que trata de
difundir la cultura, la lengua, la historia y, a menudo, cierta versión positiva de la
pasada independencia del grupo, lo cual propicia el paso a presentar las aspiraciones
en términos políticos. Las minorías, entonces, pasan a concebirse a sí mismas como
“naciones sin estado” e inician su lucha particular para obtener –o re-obtener– su
propias instituciones políticas. Como consecuencia de estos movimientos de
resistencia cultural, la identificación de los estados como “estados-nación”
comienza a resultar problemática.
En su último libro La constelación posnacional, Habermas sostiene que los
conflictos de nacionalidades como los que se dan en el País Vasco y en Irlanda del
Norte son una consecuencia tardía del violento proceso de formación nacional que
ha conducido a rechazos históricos498. También para autores como Kymlicka o
Tamir, el despertar del nacionalismo de las minorías era de algún modo inevitable,
ya que el vínculo entre los ideales democráticos universalistas y la emergente
ideología nacionalista del estado no hizo más que reflejar las realidades sociopolíticas del momento:
“For Diaspora Jews, Palestinian citizens of Israel, or Basque citizens of France,
being a citizen entailed an entirely different state of mind than being a member of the
nation; for such individuals, general citizenship was no more than a codeword for a
choice between assimilation and exclusion. Members of national minorities thus became
aware that the ideal of a neutral public sphere embodied a dangerous and opressive
solution.”499
Ethnos y demos nunca estuvieron auténticamente separados, incluso en aquellos
países, como Francia, en que la separación forma parte del mito oficial. La
estrategia ideológica consistente en universalizar lo particular es calificable de
“universalismo chauvinista”500. Frente a esta estrategia, las minorías tenían dos
corrección, no tanto por la invisibilidad de sus víctimas, sino por estar éstas convencidas de
que el prejuicio está fundado.
498
J. Habermas, La constelación postnacional, Barcelona, Paidós, 2000, p. 97.
499
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., xxxvi.
500
V. Bader, “The Cultural Conditions of Transnational Citizenship”, op. cit., p. 779.
258
opciones: o bien asimilarse al precio de perder sus propias identidades, pero
ganando algún protagonismo en el proceso de construcción estatal, o bien
permanecer marginadas. Por supuesto, algunos grupos se asimilaron. Si nos
centramos en el marco europeo, Francia e Italia son dos de los países en los que
podría considerarse que las políticas de asimilación tuvieron éxito. Pero en otros
estados, como Gran Bretaña, España, o Bélgica, diversas minorías vieron en la
reivindicación de instituciones políticas propias la solución para escapar al dilema
anterior. Idéntico esquema de pensamiento llevó a la movilización de Quebec en
Canadá, de Cataluña y el País Vasco en España, de Puerto Rico en Estados Unidos,
y de diversos pueblos indígenas en Norteamérica y Australia.
El caso de los inmigrantes presenta peculiaridades específicas a las que ya se
ha hecho referencia en otro lugar de este trabajo. Como se explicó, por regla
general, si la decisión de emigrar ha sido voluntaria, los individuos se hallan bien
predispuestos a integrarse en la cultura dominante501. En este sentido, sus
demandas raramente adoptan el lenguaje del “nacionalismo”, ni tienen que ver con
la recreación de sus propias culturas en un territorio concreto, o con el
mantenimiento de instituciones políticas separadas. La propia dispersión geográfica
hace que este tipo de medidas resulten difícilmente concebibles. Por tanto, la
problemática en torno a estos grupos parte de demandas cuyo propósito es opuesto
al que pretenden las minorías nacionales. A pesar de ello, la reivindicación del
reconocimiento de la diferencia y de “políticas del multiculturalismo” que
empezaron a plantearse en los años sesenta y setenta en países de inmigración
como Estados Unidos obedecieron a la reivindicación de una renegociación distinta
de los términos de integración cultural en la sociedad. El denominado “ethnic
revival” supuso la consolidación de la politización de las minorías que se oponían a
501
A favor de esta opinión, W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 10-11; W.
Connor, “Nation-Building or Nation-Destroying”, op. cit., p. 49-50, M. Walzer, “Pluralism: A
Political Perspective”, op. cit., p. 144. Kymlicka matiza que existen excepciones significativas a
este patrón general, como es el caso de los refugiados o los afroamericanos en Estados
Unidos. Pero, según este autor, si estos grupos son reacios a la plena integración cultural es
porque el origen de su incorporación estatal fue involuntario (Ibid., pp. 24-5).
259
la plena asimilación al modelo anglosajón predominante y reivindicaban el derecho
a expresar sus distintas identidades públicamente502.
Si tenemos en cuenta el progresivo incremento de los movimientos
migratorios hacia Europa es probable que este tipo de demandas pronto susciten
una polémica semejante en el Viejo Continente y dejen de considerarse parte del
“excepcionalismo americano”503. Hoy por hoy, la mayoría de sociedades europeas,
mucho más cohesionadas internamente, se muestran reticentes a reconocer a los
inmigrantes como miembros de la comunidad política, incluso si los individuos se
asimilan por completo (se integran en una nueva lengua, y adquieren las costumbres
locales). De ahí que sea frecuente que, enfrentados a la discriminación y a los
prejuicios sociales, estos grupos no dispongan de más opción que convertirse en
enclaves aislados, marginados de toda participación en las instituciones comunes de
la sociedad.
5.2. La confianza en la asimilación y su éxito relativo
Teniendo en cuenta la evolución de los acontecimientos en esta segunda
mitad de siglo, no deja de ser sorprendente que muy pocos teóricos anticiparan la
centralidad que adquirirían el nacionalismo y las luchas por el reconocimiento de las
distintas identidades culturales en el último cuarto del siglo XX. La opinión
dominante era que la democratización y el progreso económico conducirían a que
502
Sobre el origen de este movimiento y su evolución, W. Kymlicka, Multicultural
Citizenship, op. cit., pp. 61-9.
503
Sobre las claves de este “excepcionalismo”, M. Walzer, “Pluralism. A Political
Perspective”, op. cit., pp. 142-144. Para una muestra de la progresiva superación de estas
diferencias, Éric Fassin, “’Good to Think: The American Reference in French Discourses of
Immigration and Ethnicity”, op. cit., pp. 224-241. Kymlicka critica, con razón, las diferencias
que suelen establecerse entre las sociedades de inmigración del Nuevo Mundo y las sociedades
nacionales del Viejo Mundo, por en exceso simplista y desvirtuar la realidad social. Sus efectos,
además, no son en modo alguno inócuos, sino que reflejan la virtual ignorancia de las
demandas de los pueblos indígenas y de otras minorías nacionales en el Norte y en el Sur del
continente americano en el debate político. (W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp.
20-3) Asimismo, este razonamiento puede realizarse a la inversa. Si nos atenemos a las
previsiones, Europa será en un futuro próximo uno de los continentes que deberá absorber a
un mayor número de immigrantes por lo que tampoco es correcto pretender que este
260
las diferencias culturales dejaran de ser motivo de conflicto. En buena parte, ésta es
la razón de que la filosofía política haya venido operando con un modelo idealizado
de la polis que no tiene en cuenta las características etnoculturales de los
ciudadanos. La confianza en la adecuación de este modelo se ha basado, no en el
desconocimiento acerca del hecho de que la mayoría de estados son estados
multiculturales, sino en la asunción de que éste era un factor intrascendente al que
no debía atribuirse relevancia normativa alguna. Algunos autores vinculan esta
presunción al arraigo del ideal cosmopolita entre los filósofos liberales así como a la
idea de progreso que el liberalismo heredó de la Ilustración504. Así, filósofos como
Voltaire, Condorcet o D’Alembert pensaron en el cosmopolitismo sería el resultado
natural e inevitable de los procesos de modernización y emancipación del
individuo. Si bien la gente nace en particulares comunidades étnicas, religiosas o
lingüísticas, los individuos libres no verán sus opciones como limitadas o definidas
en función de la pertenencia a particulares grupos. Según esta teoría, a medida en
que el transporte y las comunicaciones modernas vincularan facilmente todas las
zonas dentro y fuera de los estados, el factor de la identidad cultural perdería
importancia, convirtiéndose en una mera cuestión de adhesión voluntaria. Así,
Condorcet pensaba que el progreso daría lugar a la asimilación progresiva de los
grupos culturales más pequeños a los más grandes y, eventualmente, todas las
culturas se fusionarían en una única sociedad cosmopolita. La emergencia de un
lenguaje universal se entendía como la culminación lógica de este proceso.
Sin embargo, ya desde finales de los años setenta, algunos politólogos y
científicos sociales se encargaron de mostrar que había evidencias empíricas
suficientes para mostrar que ni la movilización social inherente a la modernidad ni
la democracia conducen a una disminución de la consciencia de la identidad étnica,
problema no existe e ignorar experiencias como la de Estados Unidos o Canadá a la hora de
afrontarlo.
504
W. Kymlicka, “Cosmopolitanism, Nationalism and Individual Freedom”, en Politics in
the Vernacular, op. cit.
261
cultural o nacional entre los individuos505. Las diversas investigaciones llevadas a
cabo en este terreno indican que virtualmente ningún grupo cultural ha accedido
voluntariamente a ser asimilado. Es más, el fenómeno de la consciencia nacional,
lejos de estar en declive se ha incrementado y ningún tipo de estado (unitario o
federal, democrático o autoritario) es inmune a este fenómeno. Tampoco los
procesos de integración regionales y la globalización han conducido a la
uniformización, como hubiera sido esperable desde el razonamiento que guiaba a
los ilustrados. Como ha observado recientemente Javier Solana, alto representante
de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad Común, “frente a esta
globalización necesaria, los individuos queremos identificarnos más que nunca con
nuestra propia cultura, nuestras raíces, nuestra historia, la lengua que aprendimos
de nuestros padres y las tradiciones que nos acompañan desde el nacer” 506. Connor
sugiere varios factores que contribuyen a clarificar los errores que han conducido a
una progresiva distanciación entre la teoría y la práctica política507. De entre ellos,
merece la pena destacar los siguientes:
a) La mala comprensión de la naturaleza del vínculo nacional y la tendencia a
subestimar su poder emocional. Connor subraya que este ligamen es esencialmente
subjetivo y, por tanto, capaz de sobrevivir a alteraciones substantivas de sus
elementos tangibles, como la religión o la lengua.
b) La exageración de la influencia del materialismo en los asuntos humanos. A
pesar de que existen numerosos casos que confirman lo contrario, se ha tendido a
reducir los conflictos nacionalistas a conflictos económicos y a pensar que las
minorías no desearán secesionarse si sus estándares de vida mejoran.
c) La asunción de que la asimilación es un proceso unidireccional. Así,
generalmente, se asume que la asimilación es irreversible, por lo que cualquier
indicativo de un movimiento en esta dirección conduce al optimismo acerca del
505
Véanse, por ejemplo, los trabajos de W. Connor “Nation-Building or NationDestroying” y “Ethnonationalism in the First World: The Present in Historical Perspective”,
ambos contenidos en su libro Ethnonationalism, op. cit., pp. 30-66 y 166-91, respectivamente.
506
J. Solana, “Más cerca de Asia”, La Vanguardia, 6-8-2000, p. 21.
262
éxito del proceso. Para ilustrar este punto, Connor señala que la casi completa
asimilación lingüística de escoceses y galeses a lo largo de generaciones de
aculturación, creó en las autoridades británicas el convencimiento de que que la
homogeneización de la identidad había surtido efectos. De ahí que la movilización
de estas minorías durante los años sesenta no fue en absoluto anticipada.
d) La interpretación de la ausencia de conflicto étnico en muchos estados
como evidencia de la no existencia de problemas de este tipo y de la presencia de
una nación singular en su seno. En otras palabras, es un error pensar que el
nacionalismo y los conflictos de identidades culturales no existen –y, por tanto, no
debemos preocuparnos de ellos– cuando no se manifiestan de forma violenta. En
realidad, lo que ocurre es que los estados democráticos que garantizan derechos
individuales como la libertad de asociación, reunión o expresión ofrecen mejores
cauces para expresar los intereses nacionalistas de forma pacífica. Por esta razón,
Connor pone el acento en lo significativo de la perseverancia del nacionalismo de
las minorías en sistemas autoritarios, puesto que éstos no dudan en combatir estos
movimientos vulnerando los derechos humanos más básicos.
En resumen, la confianza de los ilustrados en que, antes o después, la
asimilación se produciría ha probado ser, en gran medida, excesivamente optimista.
Curiosamente, ya el propio Renan advirtió la excepcionalidad del éxito de la
asimilación de los distintos territorios franceses a una única identidad observando,
muy significativamente, que “en la empresa que el rey de Francia, en parte por su
tiranía, en parte por su justicia, ha llevado a cabo tan admirablemente, muchos
países han fracasado”508. Por lo que respecta a los inmigrantes, demandas como las
ya comentadas muestran que estos grupos tampoco desean la plena inmersión en la
cultura dominante de la sociedad a la que se integran.
Probablemente, esta falta de previsión de la trascendencia de la cultura para el
individuo moderno constituye una muestra de que la visión de la psicología humana
507
508
W. Connor, “Nation-Building or Nation-Destroying?”, op. cit., pp. 39-57.
E, Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, op. cit., p. 66.
263
de la Ilustración era demasiado débil y mecánica, demasiado naïve, en definitiva.
Éste es el argumento que Jonathan Glover defiende en su último libro Humanity: A
Moral History of the Twentieth Century509. Glover concluye que necesitamos una nueva
psicología humana que dé cuenta de la forma en la que la política y la psicología se
influencian mutuamente510. En esta línea cabe enmarcar la posición de Taylor. Este
autor piensa que las explicaciones funcionales del nacionalismo como la de Gellner
son incompletas: si bien explican el vínculo entre modernización y
homogeneización cultural, no permiten dar cuenta del arraigo del nacionalismo en
sociedades altamente industrializadas y modernas. Según Taylor, las fuentes del
nacionalismo son, primariamente, emocionales y morales más que objetivas,
aunque la intangibilidad de estos elementos hace que todavía se nos escape la
explicación completa de este fenómeno (por ejemplo, por qué en algunos lugares
las minorías se han asimilado y en otros no, cuáles son las razones por las que los
grupos emplean distintas estrategias para resistir a los intentos de homogeneización
estatal, etc.) 511. En realidad, como se comentará más adelante con referencia a la
posición cosmopolita, el propio Rawls enfatiza que, por atractiva que sea una
concepción de la justicia en otros sentidos, “es gravemente defectuosa si los
principios de psicología moral son de tal carácter que no le permiten engendrar en
los seres humanos el deseo indispensable de actuar de acuerdo con ella”512
5.3. La reacción de los estados ante el fenómeno de los nacionalismos minoritarios
y de las demandas de los grupos étnicos
En general, es posible afirmar que casi todos los estados –democráticos y no
democráticos– han tratado, en algún u otro momento de su historia, de disuadir el
509
1999.
J. Glover, Humanity: A Moral History of the Twentieth Century, Jonathan Cape, London,
510
A esta interesante sugerencia se volverá al final de este trabajo. Amartya Sen ha
discutido recientemente las implicaciones que extrae Glover de los déficits de la psicología
humana de la Ilustración en “East and West: The Reach of Reason”, The New York Review of
Books, July 20, 2000.
511
C. Taylor, “Nationalism and Modernity”, en R. McKim, J. McMahan (eds.), The
Morality of Nationalism, op. cit., pp. 30-55.
264
nacionalismo y los movimientos secesionistas de las minorías, así como de asegurar
la plena asimilación de los inmigrantes a la cultura mayoritaria (ésta es una de las
razones que suelen alegarse para justificar el largo proceso en la tramitación de la
adquisición de la nacionalidad en la mayoría de estados democráticos). La diferencia
más significativa no radica tanto en el objetivo sino en los medios empleados a este
fin y en los argumentos para legitimarlos. Mientras que hace dos siglos las políticas
estatales con respecto a las minorías se caracterizaban por su intensa coerción,
justificada mediante argumentos paternalistas abiertamente etnocéntricos, en la
actualidad, la mayoría de ciudadanos de países democráticos no apoyaría ni aquél
proceder ni esta justificación.
Una mirada hacia el pasado evitando interpretaciones sentimentalistas, o
excesivamente caritativas, permite apreciar inconsistencias significativas que
tuvieron consecuencias de gran alcance. Por ejemplo, no puede pasarse por alto la
contradicción entre la doctrina de la igual libertad y el mantenimiento de prácticas
como la esclavitud en Estados Unidos, o la discriminación generalizada hacia la
mujer, los homosexuales y otras minorías sociales en todos los estados
democráticos. Por otro lado, ya se ha insistido bastante en la tendencia de algunos
de los filósofos liberales más influyentes del siglo XIX a favorecer la independencia
política sólo para las grandes naciones. También la tradición socialista durante ese
siglo contiene visiones parecidas513. Aunque las últimas etapas de la era colonial
dieron lugar a que algunos estados europeos, como Francia o Gran Bretaña,
concedieran, motu propio, la independencia a algunas de sus colonias, lo cierto es que
los gobiernos no han sido nunca proclives a abrir un proceso de decisión
512
L. Rawls, Teoría de la justicia, op. cit., p. 503.
Sobre la conexión entre estas visiones y la teoría de la evolución social del socialismo
del siglo XIX: Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 69-74. Sobre los planes prerevolucionarios de “rusificación” de Lenin (cuyo programa de partido preveía un breve
período de autonomía lingüística tras el cual seguiría el establecimiento de una única lengua
estatal que acercaría a todas las naciones hasta lograr la unidad completa), W. Connor, “SelfDetermination: The New Phase”, op. cit., pp. 14-5.
513
265
democrática sobre la cuestión de la autodeterminación514. Irónicamente, además, los
propios líderes de los movimientos independentistas, una vez satisfechas sus
aspiraciones, pasan a adoptar la misma actitud respecto de sus propias minorías. En
el pasado, esta posición inconsistente la tomaron los gobiernos de los nuevos
estados africanos y asiáticos, muchos de cuyos miembros habían luchado
previamente por la libertad y en contra del colonialismo europeo. En nuestros días,
podemos ver el mismo esquema reproducido en el este de Europa. Así, en algunos
casos, una de las primeras decisiones adoptadas por los nuevos gobiernos fue
suprimir –o decidir no reinstaurar– los estatutos de autonomía de los que habían
gozado algunos grupos515. Aunque la idea de proteger a las minorías culturales a
través de derechos especiales mereció el apoyo de algunos renombrados líderes
políticos durante la etapa de la Liga de Naciones (e incluso se creó un sistema de
tratados bilaterales para proteger a algunos grupos), esta solución fue desvirtuada
por parte de los nazis, lo cual condujo a que las Naciones Unidas rechazaran
cualquier idea de reconocer derechos específicos a las minorías nacionales. Como
se explicó en la introducción a este trabajo, este cambio de estrategia obedeció a la
presuposición de que, para proteger los intereses de las minorías, es suficiente
garantizar los derechos individuales. Por lo que se refiere al principio de
514
Una excepción significativa a esta regla general es Canadá. Quebec ha celebrado dos
veces un referéndum, la primera en 1980 y la segunda en 1995. En las dos consultas se mostró
la división de la sociedad respecto de la opción soberanista (en el primero, el 40.5% de la
población votó sí a la independencia; en el segundo, lo hizo un 49.4%). Recientemente, la
Cámara Baja de Ottawa ha aprobado, en marzo del 2000, un proyecto de ley que endurece las
condiciones para la independencia de Quebec. El proyecto de “ley de la claridad” establece
que el Gobierno federal deberá decidir si la pregunta que se somete a votación es clara y si el
porcentaje de votos a favor de la independencia es suficiente. No obstante, el gobierno de
Quebec es contrario a la nueva ley por cuanto considera que la cuestión no es jurídica sino
política.
515
Así, Georgia revocó la autonomía de Abkhasia y Ossetia; Azerbaijan revocó la
autonomía de Ngorno-Karabackh, Serbia revocó la autonomía de Kosovo. En otros casos, las
demandas de restauración de formas históricas de autogobierno que presentaron algunos
grupos fueron rechazadas: Rumanía rechazó las peticiones de Transylvania, Kazakhstan
rechazó conceder cierta autonomía para los rusos en el norte del país, y Macedonia se opuso a
un referendum de autonomía para la mayoría albanesa en el oeste. En definitiva, al igual que
antes hicieron otros estados occidentales, los proyectos de construcción nacional en estos
266
autodeterminación, es bien sabido que, a pesar de su inclusión en la Carta de las
Naciones Unidas, este axioma no se ha considerado de aplicación para resolver el
problema de las minorías nacionales516.
En resumen, es posible concluir que, en términos generales, el elemento
voluntarista que Renan consideraba determinante en su idea “cívica” de nación ha
brillado por su ausencia en la construcción de la mayoría de estados democráticos.
Lo mismo cabe decir de las formas en las que se ha considerado que los
inmigrantes debían integrarse en el país de acogida. Sin embargo, el fenómeno del
nacionalismo de las minorías –así como las demandas de una “política del
multiculturalismo”– plantea problemas importantes, incluso si se analiza desde los
parámetros en que se mueve la teoría del nacionalismo liberal. Recuérdese que los
liberales nacionalistas no sólo dan razones para la existencia de los estados-nación,
sino que defienden la legitimidad de los programas de asimilación. ¿Qué se debe
hacer, entonces, en aquellos estados que contienen dos o más grupos que se
conciben a sí mismos como naciones y cuyas reivindicaciones entran en conflicto
con las políticas estatales de construcción nacional? Si se acepta que la
homogeneidad cultural resultante de estas políticas provee mejores fundamentos
para el impulso de los valores liberales, ¿están éstas justificadas en todos los casos?
En el siguiente capítulo se tratará de responder a ambas cuestiones. Antes, es
preciso retomar la posición que mantienen los partidarios de la doctrina de la
tolerancia y mostrar hasta qué punto los argumentos que aducen son
incongruentes.
países se basan en el fomento oficial de una única lengua y cultura, en la prohibición de
publicaciones o partidos políticos de ideología nacionalista, etc.
516
Una de las resoluciones más importantes adoptadas posteriormente por la Asamblea
General de la ONU fue la nº 1514 (Doc. ONU A/4684, 1960) donde se declara que el
colonialismo es una negación de derechos humanos fundamentales y contraviene la Carta;
reconoce que todos los “pueblos” tienen el derecho a la libre determinación e independencia;
requiere el cese de todas las medidas represivas contra los pueblos dependientes y respeto a su
integridad territorial; y urge a que se tomen las medidas necesarias para la transferencia de
poderes a los pueblos de todos los territorios que aun no han alcanzado su independencia.
267
6.
Ilusiones de neutralidad. El discurso liberal contemporáneo
6.1. Centrarse en el presente: ¿una realidad “postnacional”?
Ante todo, podría plantearse una objeción previa a la propia relevancia tanto
teórica como práctica de los interrogantes enunciados: podría sugerirse que el
proceso descrito es historia y que, con independencia de los éxitos o fracasos de los
estados nacionales en la homogeneización cultural, éste ha dejado de representar un
objetivo prioritario de los actuales estados democráticos. De ser así, los derechos
colectivos de las minorías culturales tendrían, en todo caso, una función correctiva;
es decir, podrían servir como remedio para rectificar injusticias cometidas en el
pasado y compensar a los descendientes de quienes sufrieron las consecuencias del
nacionalismo estatal. Nótese que éste es un argumento de justicia compensatoria,
de relevancia moral indiscutible, al que apelan frecuentemente las propias minorías
nacionales para justificar sus reivindicaciones517.
Sin embargo, con independencia del valor que puedan tener los argumentos
de justicia compensatoria, esta objeción está parcialmente infundada. De hecho, el
intenso debate suscitado en torno al nacionalismo liberal se debe a que esta
corriente ha evidenciado el peso primordial que los estados continúan otorgando a
la conformación cultural de la comunidad nacional. Como ya se ha observado,
dicha relevancia se refleja en el razonamiento político que suele presidir la
legislación en materia de inmigración y naturalización, educación, currículo
educacional, lengua oficial, y otras políticas (inversiones en patrimonio cultural,
subvenciones al desarrollo de proyectos culturales, etc.). Tampoco el poder de los
símbolos es desdeñable. Mediante ellos, las formas culturales se invisten de un
significado intersubjetivamente compartido. Los actores políticos apelan
estratégicamente a los símbolos en sus discursos con el propósito de dirigir los
517
Los tribunales de estados como Canadá y Australia han admitido este argumento
como fundamento de la demandas de indemnizaciones por parte de los descendientes de
miembros de pueblos indígenas que fueron víctimas de algunas políticas estatales de
asimilación particularmente drásticas.
268
procesos de comprensión e interacción social. Aunque sólo sea indirectamente, las
formas simbólicas tienen una dimensión cognitiva: contribuyen a estructurar la
forma en la que la gente piensa acerca de la vida social518. Así, los monumentos, las
banderas, los himnos “nacionales”, las tumbas al soldado desconocido, la
veneración de los caídos por la patria, la celebración de festividades
conmemorativas de eventos históricos fundacionales; todo ello se encarga de
transmitir el mismo mensaje: los estados no son agrupaciones contingentes de
individuos sino comunidades históricas con proyectos colectivos en constante
renovación.
La opinión de las minorías culturales difícilmente podrá influir a la hora de
tomar decisiones en materias de especial trascendencia en la esfera cultural. En una
democracia, a excepción de los derechos individuales, las demás cuestiones de
trascendencia pública se deciden por la regla de la mayoría. De ahí que, durante este
siglo, el nacionalismo de las minorías que no han logrado ser asimiladas por el
estado haya sido esencialmente defensivo o “de resistencia”519. Las revindicaciones
de derechos colectivos se proponen contrarrestar la parcialidad del estado en la
configuración de los elementos culturales que subyacen a las políticas
gubernamentales. Ésta ha sido la aspiración de los movimientos nacionalistas en
lugares como Quebec, Cataluña, Flandes o Escocia donde, por otra parte, el
518
Sobre la forma en la que los símbolos influyen en la interacción humana, C. Geertz,
The Interpretation of Cultures, New York, Basic Books, 1973.
519
Algunos autores contraponen el “nacionalismo de resistencia” al “nacionalismo de
exclusión”. Este último sería el del grupo dominante dentro de un estado establecido que
dispone del poder y de los medios para imponer la uniformidad a otros grupos dentro de sus
fronteras, así como para controlar el acceso al territorio de otros individuos. El primero, en
cambio, es el nacionalismo del grupo dominado dentro de un área local que trata de reforzar
su identidad y resistir a la uniformización. Sobre esta distinción: W. Feinberg, “Nationalism in
a Comparative Mode. A Response to Charles Taylor”, en R. McKim, J. McMahan (eds), The
Morality of Nationalism, op. cit., pp. 69-72. Guibernau comenta que, cuando la nación y el estado
no son coextensivos, y las minorías nacionales no se identifican con una institución política
que consideran ajena, las dos estrategias culturales en contra del estado son, o bien la
resistencia cultural o bien la lucha armada. M. Guibernau, Los nacionalismos, op. cit., pp. 72-3.
Para un análisis del nacionalismo de las minorías nacionales en España a la luz de las distintas
estrategias empleadas por catalanes y vascos se encuentra en D. Conversi, The Basques, The
Catalans and Spain. Alternative Routes to Nationalist Mobilisation, London, Hurst&Co., 1998.
269
nacionalismo no ha estado vinculado a la voluntad de preservar ciertos valores
tradicionales, ni tampoco a la afirmación etnocéntrica de la superioridad de algunas
culturas. Como explica Taylor con referencia al caso de Quebec, el nuevo
nacionalismo que surgió en los años sesenta no pretendía el aislacionismo de esta
provincia, ni tampoco defender una civilización basada en el valor especial de la
lengua francesa, o en el conjunto de valores religiosos del catolicismo. El propósito
era recuperar el protagonismo de los quebequeses en la transformación y
modernización de la sociedad. Las reglas económicas, sociales, lingüísticas y
jurídicas que debían cumplirse estaban siendo definidas por los anglófonos, que se
hallaban en una situación tanto económica como políticamente dominante fuera y
dentro de la provincia. Como escribe Taylor,
“French Canadians in this situation were bound to be at a certain disadvantage;
they were in some ways in the same position as immigrants are on this Anglo-Saxon
continent; that is, a people who have to conform to another way of life, who have to
learn a new language and forget their own background in order to suceed.”520
En estas circunstancias, la falta de identificación con el estado, la percepción
de que ésta es una institución ajena, facilita el desarrollo de un fuerte sentido de
comunidad entre los miembros de la minoría que se oponen a la homogeneización.
Interpretando las claves de la “Revolución Tranquila” de Quebec en el mismo
sentido, Kymlicka subraya sus vínculos con la liberalización, con el abandono de
una concepción rural, católica, conservadora y patriarcal del bien y su substitución
por otra mucho más secularizada y moderna. Esta combinación entre liberalización
y refuerzo de las identidades nacionales de las minorías puede apreciarse en estados
europeos como Bélgica, Gran Bretaña o España, cuyas minorías nacionales
reivindicaron el derecho a decidir por sí mismas el peso que la lengua y la cultura
520
Ch. Taylor, “Nationalism and the Political Intelligentsia: A Case Study”, en Ch.
Taylor, Reconciling the Solitudes, op. cit., pp. 11.
270
iban a ocupar institucionalmente dentro de sus territorios, así como los cambios
que debían presidir la transformación del carácter de sus culturas521.
Con respecto a Estados Unidos, las demandas históricas de los mexicanos en
el suroeste y de los puertorriqueños se han dirigido primariamente a frenar el
impacto del imperialismo cultural y económico anglosajón, que habría hecho sentir
a estos grupos “extranjeros en su propia patria”. Al igual que señalaba Taylor con
referencia a los quebequeses, también estas minorías nacionales estadounidenses
han alegado que, históricamente, los “inmigrantes” fueron los norteamericanos.
Crawford relata que la expresión “extranjeros en su propia patria” fue empleada
por un ministro mexicano tras la derrota de México en 1848. Nicholas Trist, el jefe
de la delegación de paz enviada por Estados Unidos, informó que, más allá de la
cesión territorial, la principal preocupación de México era la condición en la que
iban a quedar los aproximadamente setenta y cinco mil habitantes de los territorios
transferidos. Debido a esta insistencia, el Tratado de Guadalupe Hidalgo estableció
para los nuevos ciudadanos americanos de habla española condiciones comparables
a las que habían logrado los franceses en Lousiana. En la práctica, sin embargo, los
mexicanos raramente disfrutaron de derechos lingüísticos, ni mucho menos de un
estatus político especial, y el gobierno americano rescindió unilateralmente el
tratado una vez los anglófonos fueron mayoría. Esta “tiranía de la mayoría” –como
bien la denomina Crawford– se consumó en la convención constitucional de
California en 1978-79 donde, de entre los 153 delegados, no había ni un solo
representante de la minoría de habla hispana de origen mexicano. No satisfechos
con eliminar la traducción de las leyes al español, la convención aprobó un nuevo
requisito que estipulaba lo siguiente: “All the laws of the State of California, and all
official writings, and the executive, legislative and judicial proceedings shall be
conducted, preserved, and published in no other language that the English
language”. De esta forma, California se convirtió en uno de los primeros estados en
tener una disposición constitucional de lengua oficial. Más tarde, le iban a seguir
521
W. Kymlicka, States, Nations and Cultures. Spinoza Lectures, op. cit., pp. 37-9.
271
otros muchos estados522. Crawford transcribe la reacción de Francisco Ramírez,
editor de El Clamor Público, un periódico de Los Angeles, que, ante dicha decisión,
se cuestionaba cómo iban los ciudadanos de origen mexicano a ejercer sus derechos
y cumplir con sus obligaciones si las leyes se publicaban en una lengua
incomprensible para muchos de ellos523. El reciente debate sobre el estatus político
de Puerto Rico constituye otra muestra patente de hasta qué punto el interés en la
“americanización” a través de la lengua continúa siendo un objetivo esencial para el
gobierno de ese país524:
El 4 de marzo de 1998, la Cámara de Representantes de Estados Unidos
aprobó por la más estrecha mayoría –209 votos a favor frente a 208 en contra– el
proyecto de Ley Young por el cual se otorgaba permiso para que Puerto Rico se
pronunciara libremente sobre su futuro en un referéndum. Desde 1952, la isla tiene
la condición de “Estado Libre Asociado” y se trataba de permitir que los
puertorriqueños decidieran libremente si querían convertirse en un estado más de la
522
En 1998, al menos los siguientes veintidós estados tenían leyes de idioma oficial:
Alabama, Arkansas, California, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Colorado, Dakota del
Norte, Dakota del Sur, Florida, Georgia, Hawai, Illinois, Indiana, Kentucky, Missisipi,
Montana, Nebraska, New Hampshire, Tenesee, Virginia y Wyoming.
523
No es sólo que lo acordado en las negociaciones de paz no fue respetado, sino que la
“hispanofobia”, vinculada a mitos raciales sobre el “primitivismo” de los mexicanos, aumentó
considerablemente a raíz de la falta de reconocimiento público de su identidad. Como
resultado, en la actualidad, éste es uno de los grupos étnicos que está sometido a mayores
prejuicios y discriminaciones sociales en Estados Unidos (más que los negros, según revelan
estudios recientes). Éste es un punto que Crawford desarrolla extensamente. Véase J.
Crawford, Hold Your Tongue, op. cit., pp. 63-89. Téngase en cuenta, además, que la evolución de
las últimas décadas no es más alentadora. El siguiente ejemplo constituye una muestra de hasta
donde llega una de las líneas jurisprudenciales sobre la cuestión lingüística: en 1980, la Corte
de Apelación del Quinto Circuito confirmó la procedencia del despido de Hector Garcia por
haber dirigido una pregunta a un compañero de trabajo en español con el siguiente argumento:
“An employer does not accord his employees a privilege of conversing in Spanish. English,
spoken well or badly, is the language of our Constitution, statutes, Congress, courts and the
vast majority of our nation’s people…If the employer engages a bilingual person, that person
is granted neither right nor privilege by the statute to use the language of his personal
preference.” Como puede verse, incluso la línea del laissez faire lingüístico en el ámbito privado
que proponen los libertarios se ha traspasado con creces. Sobre éste y otros casos de apoyo
jurisprudencial a las políticas de “English-Only”, J. F. Perea, “Los Olvidados. On the Making of
Invisible People”, op. cit., pp. 985-986.
272
unión, declarar su independencia, o bien continuar con el mismo estatus especial. A
medida que avanzaba el debate en el congreso, era claro que la resistencia a permitir
el referéndum provenía no tanto del temor a que Puerto Rico optara por la
independencia, sino de la posibilidad de que un estado formado por 3.8 millones de
habitantes de habla hispana (sólo un 25% de los puertorriqueños habla inglés)
pudiera escoger integrarse plenamente en los Estados Unidos. Algunos congresistas
republicanos intentaron condicionar esta opción a que se declarara que el inglés es
la lengua oficial de Estados Unidos. De este modo, en el supuesto de que Puerto
Rico optara por la integración, ésta llevaría aparejada la asimilación lingüística de los
habitantes de la isla . Si bien la Cámara rechazó la propuesta sobre la base de que la
Constitución americana no reconoce lengua oficial alguna, se recomendó a los
puertorriqueños que dominaran el inglés antes de los diez años. Aunque el proyecto
Young no llegó a convertirse en ley porque el Senado rehusó considerarlo, la
opción de la estatalidad fue rechazada posteriormente en un referéndum
convocado a propia iniciativa del gobierno de Puerto Rico. Más allá de la profunda
división de la sociedad puertorriqueña acerca de cuál es la mejor opción política, lo
cierto es que los intentos de resolver el problema por parte del Congreso
norteamericano han puesto de manifiesto que el tema del idioma es el principal
factor que obstaculiza el proceso de integración. Así, algunos representantes
políticos norteamericanos consideran que “Puerto Rico es demasiado distinto y
separado para entrar en la unión” y los partidarios del inglés oficial señalan a
Quebec argumentando que Estados Unidos no debería asumir un problema que ha
complicado a Canadá desde su creación.
En definitiva, el dilema al que se enfrenta Puerto Rico es análogo al que,
históricamente, se enfrentaron muchas minorías nacionales: o bien asimilarse
culturalmente al estado, o bien movilizarse para lograr la separación. La idea de
derechos colectivos de carácter cultural (derechos lingüísticos, derechos de
524
Sobre el estatus político y jurídico de Puerto Rico así como los pros y contras de la
estatalidad, J. J. Álvarez, “Derecho, idioma y la estadidad nortemaericana. El caso de Puerto
273
representación especial, etc.), de un estatus no uniforme de la ciudadanía americana,
queda fuera de toda discusión. Por supuesto, la singularidad del proceso de Puerto
Rico radica en el elemento voluntarista, ausente en la historia de la construcción
nacional de los estados. De ahí que tampoco sea del todo correcto presentar la
situación como un dilema, puesto que la opción de la secesión tampoco era una
verdadera posibilidad, admitida jurídica o políticamente. Hoy, en cambio, se
reconoce que son los ciudadanos de Puerto Rico quienes deben tomar esta decisión
y, por supuesto, se les considera competentes para ello 525. Pero las alternativas que
se ofrecen continúan siendo insatisfactorias. Por una parte, una amplísima mayoría
de puertorriqueños considera que la cuestión cultural no es negociable. Téngase en
cuenta que el predominio del español en Puerto Rico es casi absoluto, bastante más
sólido, por ejemplo, que el del francés en Quebec o que el del catalán en
Cataluña526. Por otra parte, las encuestas indican que un elevado porcentaje de
ciudadanos sería partidario de la estatalidad federada si ello no supusiera renunciar a
su lengua y cultura. Sin embargo, teniendo en cuenta los precedentes, es muy
dudoso que Estados Unidos esté dispuesto a revisar los términos en los que, hasta
el momento, los estados han sido admitidos en la federación. No es de extrañar,
Rico”, op. cit., pp. 61-102; J. Crawford, Hold Your Tongue, op. cit., pp. 241-5.
525
De todos modos, cabe destacar que el reconocimiento por parte del gobierno
norteamericano de que lo que está en juego es el derecho a la libre determinación de Puerto
Rico es muy reciente. Como se ha indicado más arriba, durante más de cincuenta años
Estados Unidos intentó sustituir la cultura puertorriqueña por la norteamericana a través,
sobre todo, de la imposición del inglés como lengua de enseñanza escolar.
526
Aunque tanto el inglés como el español son idiomas oficiales en esta isla, el
reconocimiento del inglés siempre ha sido puramente simbólico, puesto que tanto en la esfera
pública como en la privada el español predomina ampliamente. No podía ser de otro modo
puesto que Puerto Rico es, socialmente, una sociedad monolingüe en la que menos de una
cuarta parte de la población domina el inglés. En 1993, un estudio del Ateneo Puertorriqueño
respecto al uso, dominio y preferencia de los idiomas español e inglés en Puerto Rico reveló
que sólo el 25% de la población estima que su inglés es “bueno” y únicamente el 20,6% se
considera bilingüe. Por otra parte, el 95% de los habitantes prefiere el español como única
lengua oficial, el 97% que el gobierno se comunique con ellos en español y el 93% de los
encuestados aduce que nunca renunciará al español, aun si Puerto Rico se convierte en un
nuevo estado de la Unión y se impone el inglés como único idioma oficial. Para más datos
sobre esta consulta, así como sobre el estado de la cuestión lingüística y nacional en Puerto
Rico, J. J. Álvarez, “Derecho, idioma y estadidad norteamericana. El caso de Puerto Rico”, op.
cit., pp. 61-103.
274
por tanto, que la alternativa más votada en la consulta realizada por el gobierno de
Puerto Rico fuera “ninguna de las anteriores” (con un 50.2% de los votos). Ni la
estatalidad, ni la independencia, ni la condición actual (definida como una fórmula
colonial) resultaron satisfactorias al electorado puertorriqueño. Como se ha
indicado más arriba, las políticas de admisión de los estados en la federación
americana tuvieron muy en cuenta el factor lingüístico. Si a ello se añade que, en la
actualidad, el debate sobre la constitucionalidad de una hipotética ley de lengua
oficial en Estados Unidos no está ni mucho menos zanjado y que, a lo largo de
estas dos últimas décadas, se han presentado varias propuestas de reforma
constitucional en este sentido, los puertorriqueños tienen razones para pensar que
la condición de estado no les aseguraría en el futuro la preservación del español527.
En definitiva, el modelo del estado-nación ha marcado la estructura del estado
moderno incluso en aquellos estados que, como Estados Unidos, no fueron
explícitamente concebidos sobre esta base528. Como hemos visto, los gobiernos han
insistido repetidamente en la existencia de un interés legítimo en respaldar el inglés
como lengua común. En la actualidad, constituye un requisito legal que los niños
aprendan esta lengua e historia americana en las escuelas y lo mismo se aplica a los
inmigrantes menores de cincuenta años que deseen adquirir la ciudadanía529.
Asimismo, la Corte Suprema, pese a la ausencia de una disposición constitucional
que instituya una lengua oficial, ha respaldado todas las leyes estatales que
consagran la obligatoriedad del uso del inglés en la enseñanza e instituciones
527
Para un análisis de las razones de la desconfianza hacia la estatalidad en los términos
propuestos por Estados Unidos, véase Ibid.
528
Si me he centrado especialmente en el caso de Estados Unidos es porque se trata de
uno de los estados donde, a pesar de no existir disposición constitucional alguna de lengua
oficial y del mito del “meting-pot”, los gobiernos han promovido políticas de construcción
nacional tan o más radicales como las de cualquier otro “estado-nación” europeo.
paradójicamente, mientras que cada vez son más los estados europeos que reconsideran estas
políticas y transforman sus propias identidades, Estados Unidos sigue firmemente anclado en
el modelo de estado-nación.
529
Sobre estos requisitos de naturalización en Estados Unidos, L. Sadat Wexley,
“Official English, Nationalism and Linguistic Terror: A French Lesson”, op. cit., pp. 339-347.
275
públicas530. La decisión de admitir en la federación a un estado culturalmente
distinto como Puerto Rico parece ser tan trascendental para los Estados Unidos
como para Puerto Rico. Como admitía explícitamente un senador americano a
principios de los años noventa, la reticencia del Congreso a admitir un plebiscito en
Puerto Rico “se debe principalmente a la interrogante de si Puerto Rico debe tener
la opción de escoger la estadidad mientras retiene el español como idioma oficial.
En dos siglos el Congreso de los Estados Unidos ha admitido a treinta y siete
estados a la unión original de trece. Pero siempre ha habido una condición expresa
o implícita de que el inglés será el idioma oficial. Louisiana, por ejemplo, retuvo el
Code Napoléon, pero los juicios debían celebrarse en inglés. Esta postura puede
parecer arbitraria, pero es defendible.”531.
En casos como los mencionados el interés en la promoción pública de una
cultura se ha traducido en decisiones que tratan de lograr la homogeneidad
lingüística. Alguien podría considerar esta afirmación exagerada: la lengua es sólo
un vehículo de comunicación que no tiene por qué determinar la asimilación
cultural. Esta posición, sin embargo, es poco plausible. Como ya indicara Gellner,
la pervivencia de una cultura en sociedades modernas depende de si la lengua en
que ésta se transmite se utiliza en la esfera pública (en el ámbito educativo, en los
tribunales, en las instituciones legislativas, etc). En este sentido, Kymlicka escribe
que
“one of the most important determinants of whether a culture survives is whether
its language is the language of government (…). When the government decides the
530
La mayoría de autores coincide en señalar que, aunque la Constitución de los Estados
Unidos guarda silencio sobre el tema de la lengua oficial, es innegable que el inglés es el idioma
oficial de facto. Aunque en la última década se han propuesto varias enmiendas constitucionales
y leyes dirigidas a reconocer jurídicamente este hecho, por el momento, estos esfuerzos han
fracasado. Sin embargo, el éxito popular de este movimiento a nivel estatal es indudable. Sobre
este punto, véase J. Crawford, Hold Your Tongue, op. cit., cap. 1. El tema de la
constitucionalidad de las leyes de inglés oficial ha generado un amplio debate doctrinal (Cfr.. J.
J. Álvarez, “Derecho, idioma y la estadidad norteamericana”, op. cit., L. Sadat Wexley, “Official
English, Nationalism and Linguistic Terror: A French Lesson, op. cit., pp. 331-9).
531
Citado en J. J. Álvarez, “Derecho, idioma y la estadidad norteamericana”, op. cit., p.
82.
276
language of public schooling, it is providing what is probably the most important form
of support needed by societal cultures, since it guarantees the passing on of the language
and its associated traditions and conventions to the next generations.”532
Por consiguiente, no basta, como mantendrían los partidarios del laissez-faire
lingüístico, con oponerse a la interferencia estatal en los usos de lenguas
minoritarias en las calles, en los hogares, en la correspondencia privada, en los
nombres y apellidos, o en las asociaciones religiosas o civiles. El tema no es si los
individuos tienen ciertos derechos linguísticos asociados a derechos individuales
como la privacidad o la libertad que requieran, simplemente, un deber negativo de
no injerencia por parte del estado. Por otro lado, la mayoría de la gente valora su
lengua materna no sólo intrumentalmente, como una herramienta de
comunicación, sino intrínsecamente; en palabras de Réaume, “as a marker of
identity as a participant in the way of life it represents”. A juicio de esta autora, esta
valoración tiene pleno sentido desde el momento en que se acepta que las distintas
lenguas particulares constituyen para sus hablantes “a repository of the traditions
and cultural accomplishments of their community as well as being a kind of cultural
accomplishment itself”533. Otorgando una prioridad fundamental a las políticas de
asimilación lingüística, la mayoría de estados han sabido perfectamente que el
lenguaje no es un material como otro cualquiera, sino que “it is what carries and
structures thought. It is through language that we experience the world and have
the simple pleasure to be oneself” 534. José María Valverde expresó esta correlación
entre lengua, historia y cultura en un hermoso poema incluido en su obra Ser de
palabra535:
“Maduro ya de edad y poesía,
532
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 111. En el mismo sentido, Ch. Taylor,
“Nationalism and Modernity”, en R. MacKim, J. McMahan (eds.), The Morality of Nationalism,
op. cit., p. 34.
533
D. Réaume, “Official-Language Rights: Intrinsic Value and the Protection of
Difference” en W. Kymlicka, W. Norman (ed.) Citizenship in Diverse Societies, op. cit., p. 251.
534
L. Sadat Wexley, “Official English, Nationalism and Linguistic Terror: A French
Lesson”, op. cit., p. 313.
535
J. M. Valverde, Antología de sus versos, Madrid, Cátedra, 2ª ed., 1982, p. 150.
277
te has mudado a un país de lengua ajena
y no es vivir. Lo que aquí dicen,
como respirar, rico, exacto
tú intentas remedarlo con esfuerzo
y oyes tu voz, ridícula y extraña
fallar lo que aquí un niño siempre acierta,
hasta acabar diciendo algo no tuyo.
Ahora te es ajeno hasta el paisaje:
no te habla a ti: hasta el pájaro y el árbol
y el río te escatiman las leyendas
que aquí envuelven sus nombres –en ti, rótulos–.
En vano te sonríen los demás,
corteses, y aun amigos, animándote
desde la lengua en que ellos son los amos:
no aciertas a quererles: se te olvidan:
el fondo de tu espíritu no late
si no vive en la lengua que es tu historia”
Seguramente, quienes puedan identificarse con el sentimiento de ajeneidad
que evoca el poeta no menospreciarán el impacto de decisiones dirigidas a suprimir
el pluralismo lingüístico en el ámbito público bajo el pretexto de que la lengua es
tan sólo uno de los elementos de una cultura cuyo valor es puramente instrumental.
Es por ello que, en el caso de Puerto Rico, Álvarez considera refutable la alegación
de que la persistencia de idiomas minoritarios en la comunicación privada en
Estados Unidos prueba que la cuestión de la integración en la federación no
representaría ningún problema para la isla. También para este autor la relación entre
lengua, cultura y derecho es de influencia recíproca. La relevancia de retener el
control sobre la oficialidad lingüística en un territorio sujeto a la penetración de la
cultura anglosajona a través de muchos cauces (turismo, telecomunicaciones, etc.)
es, si cabe, aun más imprescindible. Por esta razón, Álvarez subraya que lo que los
puertorriqueños desean asegurar no es meramente “que las futuras generaciones
continuarán comiendo bacalaítos”, sino que “podrán leer y escribir la receta en
español fluido, en una sociedad hispana homogénea” 536. Si la comunidad hispana
en Estados Unidos no ha logrado alcanzar este objetivo es, entre otros factores,
536
J. J. Álvarez, “Derecho, idioma y la estadidad norteamericana. El caso de Puerto
Rico”, op. cit., p. 96-97. La misma reivindicación con base en razones análogas subyace a las
demandas de otras minorías lingüísticas en todo el mundo.
278
porque ningún programa federal permite a los alumnos cursar estudios
permanentemente en su lengua materna y ninguna decisión judicial ha reconocido
un derecho constitucional a ello. El propio Tribunal Supremo mantiene que los
programas de educación bilingüe son transicionales y que su objetivo no es otro
que el de permitir que los alumnos dominen el inglés lo antes posible. En cambio,
lo que reclaman los partidarios de la estatalidad es algo substancialmente distinto:
que Estados Unidos admita que Puerto Rico es una “nación” distinta, cuyo idioma
principal de gobierno, instrucción y comunicación en Puerto Rico es el español.
Los distintos argumentos en defensa de los derechos lingüísticos, entendidos como
derechos colectivos que conllevan obligaciones positivas para el estado, se tratarán
en los capítulos siguientes.
Además de las políticas lingüísticas, los gobiernos de muchos estados han
impulsado otras muchas medidas dirigidas a favorecer la consolidación de una
determinada cultura. Ya se ha hecho referencia a las políticas que promueven el
establecimiento de individuos miembros de la cultura mayoritaria o de nuevos
inmigrantes en el espacio geográfico tradicionalmente ocupado por minorías
nacionales. Estas medidas acostumbran a utilizarse deliberadamente como arma
para minar la cultura y el poder organizativo de estos grupos, reduciéndolos a una
minoría en su propio territorio. Esta práctica no sólo se ha llevado a cabo en
Estados Unidos. Los grandes imperios promovieron los asentamientos en sus
colonias; ésta ha sido la política de Israel en los territorios ocupados, continúa
siendo la de China en Tibet y, hasta que la crisis estalló, fue la política de Belgrado
en la región de Kosovo537. Asimismo, en estados con minorías nacionales
concentradas territorialmente, el diseño de las fronteras de las sub-unidades
políticas internas (los distritos electorales, por ejemplo) puede usarse como
vehículo de división del grupo. Francia es uno de los países que empleó este
537
Véase información detallada acerca de las distintas medidas tomadas por el gobierno
chino a fin de lograr la absoluta destrucción cultural en Tibet (desde la supresión lingüística
hasta los asentamientos masivos) en la página web oficial del gobierno Tibetano en el exilio:
www.tibet.org/Why/occupation.htm.
279
mecanismo tras la Revolución: el territorio francés fue dividido en 83
“departamentos” con la intención expresa de subdividir las regiones históricas de
vascos, corsos y bretones538.
6.2. Algunos desarrollos recientes: el progresivo distanciamiento entre el Este y el
Oeste
Antes se ha afirmado que la objeción de que los estados han dejado de
involucrarse en este tipo de prácticas era sólo parcialmente infundada. A mi modo de
ver, este matiz es necesario para ofrecer una versión más fidedigna de la actitud
reciente de algunos estados democrácticos que, implícita o explícitamente, han
aceptado las demandas de sus minorías culturales. Este giro político es susceptible
de ser interpretado como una muestra de la progresiva influencia de la opinión de
que la prácticas de supresión cultural no sólo no funcionan sino que son ilegítimas.
Así, por una parte, es evidente que, en muchos casos, medidas como las antes
mencionadas tuvieron efectos contraproducentes: lo que se pretendía era que las
minorías se asimilaran a la cultura mayoritaria y lo que se consiguió fue fomentar
actitudes de deslealtad y resentimiento que se plasmaron en movimientos
separatistas. Por otra parte, la tendencia hacia el reconocimiento internacional de
ciertos derechos a las minorías descansa en la asunción de que la discreción estatal
respecto de este tema no es absoluta. Como se apuntó en la introducción a este
trabajo, casi todos los nuevos convenios internacionales declaran inaceptables las
políticas de asimilación cultural. Este incipiente cambio de perspectiva acerca del
tratamiento que deben recibir las minorías culturales se ha unido a ciertas
transformaciones de gran importancia en el terreno de la organización estatal y de
los criterios tradicionales de representación democrática.
Así, en primer lugar, numerosos estados han adoptado fórmulas federales con
el propósito específico de reconocer su propia plurinacionalidad y acomodar las
280
demandas de autonomía territorial de sus minorías. Éste es el caso de España,
Canadá, Gran Bretaña o Bélgica. El federalismo, en tanto teoría y como modelo
político, propone la distribución territorial del poder político, por lo que parece el
instrumento óptimo para hacer compatibles la consecución de objetivos comunes
con la preservación de la identidad y autonomía de las culturas minoritarias539.
Típicamente, los acuerdos federales permiten que una minoría devenga mayoría en
una sub-unidad territorial más pequeña, dentro de la cual el grupo puede ejercer
una serie de poderes atribuidos para hacer efectivos sus intereses (que pueden ser
los relativos a la cultura). En general, esta solución ha resultado ser positiva y, si
bien no ha evitado que los programas políticos de los partidos nacionalistas sigan
contemplando el propósito secesionista, el apoyo de los ciudadanos a esta
propuesta ha disminuido notablemente540. Basándose en la progresiva supresión del
538
Una enumeración de éstos y otros mecanismos de supresión cultural se encuentra en
W. Kymlicka, C. Straehle, “Cosmopolitanism, Nation-States, and Minority Nationalism”, op.
cit., pp. 74-6.
539
Por supuesto, al federalismo se le atribuyen otras virtudes no necesariamente
vinculadas al reconocimiento del multiculturalismo. De hecho, los argumentos clásicos que
justificaron el federalismo norteamericano nada tenían que ver con la necesidad de garantizar
la pervivencia de distintas culturas nacionales. Madison y Hamilton vieron en el federalismo
una vía para prevenir la degeneración de la democracia en una tiranía, un medio de
descentralización que acercaría a los ciudadanos a los centros de gobierno y un instrumento
que posibilitaría la experimentación de reformas sociales, económicas o políticas distintas
(véase, D. Howard, “Does Federalism Secure or Undermine Rights?”, en G. A. Tarr, E. Katz
(eds.) Federalism and Rights, op. cit., 1996). En este sentido, cabe distinguir entre “federalismos
multinacionales”, como el canadiense o el español, y “federalismos territoriales”, como el
americano y el alemán. Sobre esta distinción, W. Kymlicka, “Federalism and Secession: East
and West”, presentado en el congreso sobre Construcción europea, Democracia y Globalización
celebrado en Santiago de Compostela, junio, 2000.
540
Téngase en cuenta que la conformación social de la ciudadanía dentro del territorio
histórico de las minorías nacionales –sobre todo, en los estados democráticos– es heterogénea.
La convivencia a lo largo del tiempo de varios grupos nacionales suele dar lugar a la
movilización geográfica interna (promovida o no institucionalmente) y al establecimiento de
vínculos entre individuos y familias, razón por la cual muchos ciudadanos no verían con
satisfacción la disolución de los lazos políticos que unen a estos grupos. En este sentido,
resulta problemático dejar que el grupo dominante tome una decisión que afectará tan
decisivamente a la globalidad de las personas residentes en el territorio de que se trate. Aunque
se exija una mayoría suficientemente cualificada, es teóricamente concebible y prácticamente
probable que otras sub-unidades dentro del nuevo “estado-nación” invoquen el mismo
principio para lograr idéntica finalidad. Así, por ejemplo, algunos miembros de la comunidad
anglófona de Quebec, estimada en torno al 18%, insisten en que “si Canadá es divisible,
Quebec también lo es”. En definitiva, las consecuencias del divorcio político tampoco son
281
modelo unitario de estado, algunos autores hablan de una verdadera “revolución
federalista” que obedece, en gran parte, al reconocimiento de que la diversidad
cultural debe acomodarse y no suprimirse541. Incluso en Francia, uno de los estados
que, hasta ahora, se había considerado paradigmático del éxito integrador de las
políticas de construcción nacional, se está debatiendo el reconocimiento de un
estatuto especial de autonomía para Córcega. La oferta del gobierno de una
“autonomía controlada” en la isla hasta el año 2004, aprobada por el parlamento
regional, tiene como objetivo el fin de la violencia independentista. Este plan
incluye una reforma constitucional para unificar los dos departamentos en los que
se dividió la isla y otorga a las autoridades regionales la capacidad para enmendar las
leyes nacionales de acuerdo con las especificidades locales. También prevé la
enseñanza del corso en las escuelas primarias. Aunque la derecha se encuentra
profundamente dividida ante esta propuesta (que algunos representantes han
calificado de “ofensa a la República”) es probable que termine llevándose a la
práctica. El debate, además, ha provocado el resurgimiento de las demandas
nacionalistas en el resto del país, por lo que es probable que también Francia deba
replantearse el futuro de la “unidad e indivisibilidad” de la república en los
próximos años542. Asimismo, tras sucesivas olas de inmigrantes musulmanes
claras, pudiendo dar lugar a la proliferación de nuevos mini-estados de viabilidad política y
económica dudosa. Además, la secesión, entendida como remedio ante el hecho de la
diversidad cultural, es una solución eminentemente conservadora, en el sentido de que el
remedio consiste en multiplicar el número de estados en lugar de afrontar las causas del
conflicto. Sobre los argumentos a favor y en contra de la secesión, véase A. Buchanan,
Secession. The Morality of Political Divorce, Boulder, Westview Press, 1991, capítulos 2 y 3.
541
Véase la introducción de A. Tarr y E. Katz a Federalism and Rights,
Rowman&Littlefield Publishers, INC, 1996. Sobre la adecuación del federalismo para
acomodar las diferencias nacionales, F. Requejo, “Cultural Pluralism, nationalism and
federalism: A revision of democratic citizenship in plurinational states”, European Journal of
Political Research, vol. 35, nº 2, 1999.
542
Así, partidos y asociaciones culturales del País Vasco francés, Bretaña, Alsacia y
Saboya han exigido igualdad de trato con los corsos. Cfr. “Bretones, alsacianos y vascos piden
a París el mismo trato que los corsos”, La Vanguardia, 22 de julio, 2000. Asimismo, tras las
sucesivas olas de inmigrantes musulmanes procedentes, fundamentalmente, de las excolonias
francesas del Norte de África, el modelo de asimilación “republicana” ha empezado a
disputarse. Como se recordará, a finales de los años ochenta, la cuestión de si las niñas
magrebies podían vestir los tradicionales pañuelos musulmanes en las escuelas públicas suscitó
282
llegados de las ex-colonias de África del Norte, el modelo de asimilación basado en
el ideal republicano ha empezado a cuestionarse.
Por lo que respecta a Italia –aunque no se trata de un cambio que afecte a la
organización territorial del estado–, el Senado aprobó en noviembre de 1999 una
Ley de Protección de Minorías Lingüísticas por la que se reconoce el catalán como
lengua minoritaria. La ley prevé que esta lengua pueda ser enseñada en las escuelas
públicas del Alguer y se utilice como lengua cooficial en las deliberaciones del pleno
municipal y en las comunicaciones que los ciudadanos eleven a la municipalidad y
otros organismos públicos presentes en la ciudad. También se deja abierta la
posibilidad de que se modifiquen los apellidos que fueron italianizados, así como
los topónimos. Los mismos derechos se conceden por esta ley a otras once lenguas
minoritarias en Italia 543. La propia Unión Europea ha declarado el año 2001 como
“el año europeo de las lenguas”, iniciativa que incluye tanto a los once idiomas
oficiales como a aquellos que gozan de un estatuto de cooficialidad en sus
territorios, por lo que podrán beneficiarse de un plan de la promoción de la
enseñanza de lenguas dotado de un presupuesto especial.
No obstante, queda la incerteza de si esta evolución es producto de un
auténtico cambio de perspectiva respecto de los derechos de las minorías
una enorme polémica que trascendió más allá de las fronteras francesas. Los defensores de la
educación secular se alinearon con algunas feministas y los nacionalistas de derechas en contra
de esta práctica, mientras que gran parte de la izquierda apoyó las demandas de flexibilidad y
respeto a la diversidad en este ámbito, acusando al sector prohibicionista de racismo e
imperialismo cultural. Al mismo tiempo, empezó a plantearse el tema de la poligamia, práctica
ésta que el gobierno francés había venido permitiendo de facto (al admitir la entrada a hombres
inmigrantes con varias esposas). Sobre éstas y otros problemas prácticos que plantean un reto
importante al modelo de integración republicano, cfr. M. Walzer, On Toleration, cap. 4.
543
Buscar la ley (o citar el periódico). Se trata del sardo, lengua materna de la mayoría de
la población de Cerdeña, el albanés y el griego, vestigios desde hace siglos del dominio
bizantino y hablados desde hace siglos en numerosos pueblos meridionales de la Puglia,
Calabria y Sicilia; el esloveno y el croata, presentes en Trieste, ciudad fronteriza con la antigua
Yugoslavia; el alemán, lengua utilizada en el Trentino y el Alto Adigio; el francés, el occitano y
el provenzal, repartidos entre el Valle de Aosta, el Piamonte y la Liguria; el friuliano, hablado
por unas setecientas mil personas en la región nororiental de Friuli y el ladino, presente en las
provincias de Belluno, Bolzano y Trento. El nuevo texto legislativo fue iniciativa de la
izquierda excomunista que topó con la oposición de los partidos de derecha. Se calcula que su
aplicación costará unos 1760 millones de pesetas.
283
nacionales o si responde, simplemente, a una modificación estratégica por
imperativos circunstanciales. En este último caso, no se trataría de que los estados
hayan concluido que las minorías tienen determinados derechos colectivos sino
que, dada la persistencia del nacionalismo, consideran inevitables determinadas
“concesiones”. Dicho de otro modo: puesto que algunos estados democráticos no
se sienten legitimados a emplear los medios que antaño usaron para suprimir el
nacionalismo de las minorías (y, además, han advertido que estos medios no
funcionan), la única opción que les queda es hacer un análisis consecuencialista y
ceder a algunas de las pretensiones de estos grupos en aras de salvaguardar valores
importantes como la paz. Dilucidar esta cuestión sería relevante por lo siguiente:
autores como Kymlicka han interpretado la tendencia hacia el federalismo como un
síntoma de la progresiva aceptación de la idea de que el tratamiento de las minorías
nacionales no es una cuestión discrecional sino un problema de justicia. De ahí el
interés por explorar posibles fórmulas de concesión del autogobierno544. Pero, a mi
modo de ver, no disponemos de evidencias concluyentes de que esta apreciación
sea correcta. Por ejemplo, a partir de la ausencia de disposiciones constitucionales
específicas que reconozcan derechos colectivos podría concluirse lo contrario: esto
es, que los estados actúan por razones esencialmente pragmáticas. Es cierto, como
observa Kymlicka, que la movilización secesionista ha dejado de verse como una
amenaza a la “seguridad nacional” y que, en la mayoría de democracias
plurinacionales occidentales, los partidos nacionalistas que promueven la secesión
compiten libremente con otras opciones políticas. Pero, de nuevo, ello no significa
que se considere que las minorías tienen derechos culturales, cuyo reconocimiento
constituye un límite a las decisiones democráticas. El que la erradicación del
nacionalismo haya dejado de constituir un objetivo sólo indica que los derechos
individuales se toman en serio (especialmente, la libertad de expresión y los
derechos de participación política). Si esta hipótesis es acertada, es posible que las
mayorías entiendan, por ejemplo, que la concesión de autonomía política a ciertos
544
W. Kymlicka, “Federalism and Secession: East and West”, op. cit., pp. 1-4
284
grupos es susceptible de ser revocada discrecionalmente, como ocurrió en algunos
estados del Este. En este sentido, es interesante advertir que el proyecto de
autonomía para Córcega se plantea explícitamente como una iniciativa reversible.
La segunda transformación en la que algunas democracias se hallan inmersas
en estos momentos concierne al tratamiento de las minorías sociales. Aunque muy
tímidamente, parecen irse imponiendo modelos de representación especial para
algunos de estos grupos que contrastan con el esquema de ciudadanía universal tal
como se ha venido entendiendo en los últimos dos siglos. Así, Francia ha adoptado
un modelo de democracia paritaria que contempla la igual participación de la mujer
y en otros países, como Canadá, se ha discutido la posibilidad de adoptar un
sistema parecido y ampliarlo a los grupos étnicos.
En fin, a pesar de que sólo se han trazado sus rasgos más generales, lo que
resulta evidente es que estos desarrollos recientes han aumentado la distancia, si no
entre los principios, sí entre las prácticas estatales que se siguen en el Este y en el
Oeste de Europa. El problema no es que el nacionalismo en la Europa centrooriental sea “étnico”, mientras que el nacionalismo occidental es “cívico”. Como se
ha tratado de mostrar a lo largo de este capítulo, es falso que las democracias
occidentales hayan sido neutrales con respecto a las identidades etnoculturales de
los ciudadanos. De hecho, la mayoría de estados del Este están siguiendo los
mismos patrones que guiaron la construcción de los estados-nación al otro lado del
continente, tratando de crear nuevas imágenes que confirmen su legitimidad y
describiendo los procesos de transición en términos de la emergencia de naciones
“que siempre han existido”. También la resistencia de diversas minorías a este
esquema de construcción nacional excluyente es ignorada545. Ahora bien, la
experiencia histórica debería servir para evitar la reproducción de los mismos
errores. Sin embargo, uno de los impedimentos centrales para ello es que los
representantes occidentales en las organizaciones internacionales (que colaboran en
285
los procesos de transición de estos países) insisten en que la solución consiste en
promover la tolerancia y aplicar el ideal de neutralidad liberal. Aunque es cierto que
numerosas organizaciones de derechos humanos e instituciones europeas apoyan
las demandas de las minorías culturales en el Este, la retórica utilizada para
presionar a los estados se basa en la prevención de conflictos y en la garantía de la
seguridad nacional, no en argumentos de justicia546. En el fondo, el discurso sigue
anclado en una dicotomía entre nacionalismo “cívico” y nacionalismo “étnico” que
obstaculiza el análisis crítico del proceso histórico que ha conducido a que, desde
hace unas décadas, los estados occidentales adopten estrategias alternativas. Y,
claramente, éstas no pasan por la no intervención en el ámbito cultural, sino por la
evolución hacia modelos de organización estatal que, implícita o explícitamente,
con más o menos dudas respecto de sus fundamentos morales, reconocen la
trascendencia política de las diferencias culturales.
545
Para una discusión detallada del tipo de políticas de construcción nacional adoptadas
por diversos estados del Este de Europa, véase W. Kymlicka, “Federalism and Secession: East
and West”, op. cit., 16-21.
546
Este es un punto que Kymlicka explícitamente resalta en su reciente trabajo. Este
autor explica que el Alto Comisionado para las minorías nacionales de la OSCE, Max Van der
Stoel, ha sido reacio a proponer a los países del Este medidas de autonomía territorial para
solucionar los conflictos nacionalistas, e incluso habría tratado que las minorías evitaran el
planteamiento de demandas de este tipo. Parece que cuando la OSCE promueve medidas de
descentralización, lo hace apelando a argumentos de seguridad en la zona, y no porque el
autogobierno sea la opción moral o jurídicamente requerida. Incluso en el caso de Kosovo,
esta organización ha sido muy pasiva a la hora de presionar a Serbia para que garantizara cierto
grado de autonomía territorial. A pesar de que muchos expertos opinaban que la mejor
solución para Kosovo era secesionarse de Serbia y permanecer como república federal dentro
de Yugoslavia, la OSCE rechazó una propuesta que, quizás, habría prevenido la brutalidad del
gobierno de Milosevic. Aunque estoy de acuerdo en las reservas que tiene Kymlicka frente a
las tácticas estratégicas para acomodar las demandas de las minorías, a mi modo de ver,
difícilmente es esperable la presión desde un enfoque de “justicia”. Y ello porque la cuestión
de la moralidad de los derechos colectivos en las democracias del Oeste es aun muy polémica.
En este sentido, creo que la propia estrategia que describe Kymlicka reafirma que no debe
valorarse tan optimístamente la tendencia hacia el federalismo. Es muy posible que la
atribución de autonomía territorial para las minorías nacionales también se perciba aquí como
una concesión inevitable para el mantenimiento de la paz y seguridad estatales.
286
6.3. ¿Una reconstrucción neutral de la expresión cultural del estado?
Llegados a este punto, es posible avanzar las críticas centrales que pueden
plantearse al modelo de la tolerancia analizado en el capítulo anterior:
Ante todo, la descripción del estado liberal como un estado neutral es
problemática porque tiende a entender el liberalismo en términos ahistóricos,
ignorando, tanto las experiencias concretas de construcción nacional de los estados
democráticos, como el apoyo de un grupo importante de los filósofos liberales del
siglo pasado a este esquema. Como se recordará, Waldron argumentaba que la
cuestión del “derecho a la cultura” debía tratarse bajo los mismos parámetros de
no-discriminación que la libertad religiosa. Al respecto, este autor mantenía que
“few would think it right to try to extirpate religious belief”, y que “if a particular
church is dying out because its members are drifting away, no longer convinced by
its theology…that is just the way of the world”547. Pues bien, ahora puede
apreciarse la inconveniencia de realizar este juicio comparativo entre religión y
cultura. De un lado, la mayoría de estados han emprendido acciones concretas con
el propósito de erradicar culturas y lenguas minoritarias. De otro lado, resulta
insostenible mantener que los miembros de aquellas culturas, o los hablantes de
estas lenguas, se asimilaron voluntariamente, en ejercicio de su libertad individual,
porque dejaron de estar convencidos de que continuar con sus prácticas mereciera
la pena.
Claro que, pese a las múltiples evidencias de que los estados liberales ni han
sido ni son neutrales respecto de la cultura, todavía podría alegarse que ello no
empece en nada al ideal moral que está en juego. Así, ejemplos como los anteriores
sólo mostrarían lo dicho, esto es, que los estados no han sido neutrales, sin que ello
signifique que no debieran serlo y que, por tanto, las políticas y argumentos
expuestos están, simplemente, injustificados. De esta forma, la pregunta pertinente
sería si lo deseable desde un punto de vista moral es una reconstrucción neutral del
estado en el sentido que proponen los partidarios del enfoque de la tolerancia.
287
Sin embargo, si por “neutralidad” se entiende la no-intervención del estado en
la esfera cultural, este argumento presenta un falso dilema. Al estado moderno le
resulta imposible no tomar decisiones en el ámbito cultural, por lo que el ideal de
neutralidad estatal en el ámbito cultural es una ilusión irrealizable. Ésta es otra de
las tesis centrales que los autores que se inscriben en la corriente del nacionalismo
liberal generalmente enfatizan. Así, Kymlicka se centra en este punto a fin de
explicar por qué la analogía entre religión y cultura es desafortunada:
“many liberals say that just as the state should not recognise, endorse, or support
any particular church, so it should not recognize, endorse, or support any particular
cultural group or identity. But the analogy does not work. It is quite possible for a state
not to have an established church. But the state can not help but give at least partial
establishment to a culture when it decides which language is to be used in public
schooling, or in the provision of state services. The state can (and should) replace
religious oaths in courts with secular oaths but it cannot replace the use of English in
courts with no language. This is a significant embarrassment for the ‘bening neglect’
view.”548
En definitiva, aunque es posible imaginar un estado completamente secular,
ninguna estructura política es completamente “acultural”: las decisiones sobre el
contenido de la educación, la lengua que debe enseñarse (y en la que se expresa el
gobierno y los medios de comunicación públicos), las decisiones sobre inmigración,
los requisitos para adquirir la ciudadanía, la distribución de las fronteras electorales,
los días festivos, los símbolos públicos, etc., deben tomarse en algún sentido. En la
medida en que el criterio para su adopción sea el interés de la mayoría, lo que
normalmente sucede dadas las presiones políticas e incentivos económicos para que
ello sea así, la satisfacción de los intereses de las minorías se dificulta notablemente.
A diferencia del origen étnico o de las creencias religiosas, las prácticas culturales y
lingüísticas requieren siempre de una interrelación social. En estas circunstancias, la
libertad de elección de una lengua minoritaria, por ejemplo, no puede garantizarse a
547
Cfr. supra.
288
través de políticas de antidiscriminación. No es sólo que no se dan los requisitos
que exigiría un “mercado libre” en el que las distintas lenguas competirían en
condiciones de igualdad, sino que su articulación en la forma en la que pretenden
los partidarios de la neutralidad es imposible. Una variante de este enfoque podría
sostener que si alguien o alguna institución tiene el deber de garantizar el interés
individual de los miembros de culturas minoritarias es la propia comunidad
minoritaria. Como señalaba Comanducci, nada obsta a que las minorías “se paguen
lo que deseen”. Pero, de nuevo, este argumento es falaz porque ignora que los
miembros de estos grupos se enfrentan a una desventaja que la mayoría no tiene:
“If a modern society has an 'official language', in the fullest sense of the term –
that is, a state-sponsored, and defined language and culture, in which both economy and
state function– then it is obviously an immense advantage to people if this language and
culture are theirs. Speakers of other languages are at distinct disadvantage.”549
Si se acepta este razonamiento, también la idea de reducir las demandas de las
minorías a la esfera privada resulta completamente insatisfactoria. Separar estado (o
derecho) y cultura es inviable. La política tiene una dimensión cultural inescapable
que es preciso reconocer:
“The cultural essence of the state comes to the fore in its political institutions and in the
official language, as well as in the symbolic sphere, in the selection of rituals, national heroes and
the like. Attitudes toward the political system, the psicological orientation toward social objects,
political norms of behaviour, the interpretation of history promoted by the governing
institutions, all unavoidably reflect a partiular culture. ”550
El término no-intervención resulta, por tanto, engaños: refuerza el mito de
que, si se cumpliera este principio estrictamente, las minorías culturales tendrían la
oportunidad de subsistir sin necesidad de establecer relación alguna con el estado.
Si esto fuera así, tal vez no necesitaríamos ninguna teoría de los derechos colectivos
548
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 111. En el mismo sentido, Y. Tamir,
Liberal Nationalism, op. cit., p. 146-8.
549
Ch. Taylor, “Nationalism and Modernity”, en R. McKim, J. McMahan (eds.) The
Morality of Nationalism, op. cit., p. 31.
550
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 148.
289
ni ningún modelo de ciudadanía multicultural. Pero lo cierto es que no lo es. Es
imposible pensar en un sistema perfecto de no interferencia estatal en el mundo en
que vivimos. La ciudadanía en los estados modernos requiere el acceso a una
cultura pública que no puede reproducirse autónomamente en la esfera privada o a
través de asociaciones en la sociedad civil. El estado ya no es el estado gendarme
del siglo pasado sino que interviene en la esfera económica y cultural y es, además,
uno de los principales procuradores de puestos de trabajo. Por tanto, redescribir,
como hace Kukathas, los distintos grupos identitarios en términos de asociaciones
voluntarias tiene un enorme coste para las minorías culturales. Además, esta visión
pasa por alto otros dos aspectos fundamentales:
El primero es que, normalmente, las minorías culturales y étnicas no se quejan
de que el estado les haya restringido su libertad negativa, prohibiéndoles desarrollar
sus intereses y convicciones en privado sino, en palabras de Adeno Addis, que
“they ought not be seen as special, narrow, and private interests while the culture
and the ethnic affiliation of the majority is viewed implicitly or explicitly as
representing the general interest”551. Como trató de ilustrarse en el capítulo tercero,
la cuestión no es si debería permitirse que una inmigrante de origen musulmán en
España se vista o vista a su hija con su indumentaria tradicional, entone canciones
en lengua árabe, o trate de mantener su lengua originaria en el seno familiar. Lo
relevante es si aquella niña podrá vestir el hejab en una escuela pública, si tendrá
derecho a recibir parte de su educación en su lengua materna, si su madre tendrá
derecho a reorganizar su horario laboral a fin de cumplir ciertos preceptos de su
religión, si los ayuntamientos deberán subvencionar las actividades culturales o
religiosas de esta comunidad, en el caso de que también se haga con otros grupos,
etc. Por lo que respecta a las minorías nacionales, el tema no es si sus miembros
pueden expresarse y transmitir su historia, lengua, tradiciones y cultura en la esfera
privada, sino si debería garantizarse la educación pública, el acceso a las
551
A. Addis, “On Human Diversity and the Limits of Toleration”, en W. Kymlicka, I.
Shapiro (eds.), Ethnicity and Group Rights, op. cit., p. 125.
290
instituciones estatales, o el control de algunos medios de comunicación, por
ejemplo, en sus propias lenguas vernáculas; si el estado debería ser más imparcial en
sus criterios de selección de símbolos públicos (nombres de las calles, banderas,
monumentos, etc.), o si las minorías nacionales deberían poder vetar aquellas
decisiones mayoritarias capaces de afectar substancialmente a sus intereses
específicos. En suma, tomar en serio las demandas de las minorías requiere tener en
cuenta la trascendencia pública de su reconocimiento. Obviamente, la libertad de
expresión ampara a la mujer que canta en árabe, el derecho a la privacidad le
permite vestirse en su casa como quiera y la libertad de creencias adorar a su Dios.
Asimismo, nada impide que los ciudadanos hablen en sus casas el idioma que
deseen, u organicen a través de asociaciones cívicas festivales étnicos. Las tensiones
surgen cuando los individuos quieren ver reflejadas sus culturas en la esfera pública.
Sin embargo, desde el punto de vista de los proponentes de la neutralidad, no existe
razón alguna que autorice a sostener que las democracias liberales deban acomodar
este tipo de demandas.
En segundo lugar, es importante remarcar que, en el tipo de grupo que nos
interesa, la idea de elección juega un papel marginal. Éste es otro déficit importante
del que adolece el modelo de la tolerancia. A diferencia de lo que presuponen sus
partidarios, la identidad étnica y nacional, en principio, no se escoge. Normalmente,
se adquiere desde el nacimiento y se retiene durante toda la vida. Por este motivo,
como indican Raz y Margalit, “membership is a matter of belonging not of
achievement”552. Con ello no quiere decirse que no exista la posibilidad de cambiar
estas identidades. Por el contrario, a lo largo de todo este capítulo se ha asumido
que, en algunos casos, las políticas de asimilación tuvieron éxito. Quienes defienden
los derechos de las minorías desde un punto de vista liberal no tienen una
concepción de la persona como un ser absolutamente determinado por su marco
cultural, sino que consideran que el individuo puede trascender esta esfera y
552
J. Raz, A. Margalit, “National Self-Determination”, op. cit., p. 132.
291
reevaluar y revisar sus vínculos culturales 553. Es posible, por ejemplo, imaginar a
alguien manifestando una preferencia por otra nacionalidad, del mismo modo en
que es posible cambiar una afiliación religiosa o una concepción del bien. No
obstante, la realización de estas elecciones plantea dificultades específicas.
En efecto, la integración plena en otra cultura no depende exclusivamente de
la propia voluntad ni tampoco de los logros personales. Fundamentalmente, el
éxito de la integración estará supeditado al reconocimiento de los demás:
la
pertenencia a un grupo nacional o étnico es una cuestión de reconocimiento mutuo
y para ello no existen reglas preestablecidas554. Por mucho que yo exprese mi
preferencia por ser francesa, reúna todos los requisitos para adquirir la
nacionalidad, renuncie a la mía propia, hable un francés perfecto con acento
parisino y adopte las costumbres locales, cabe la posibilidad de que los demás sigan
considerándome extranjera. Por esta razón, incluso si llego a identificarme como
“uno de ellos”, tal vez ellos no lleguen nunca a verme como “uno de los nuestros”.
Desde luego, el problema de convencer a los otros de la propia pertenencia al
grupo suele agravarse notablemente cuanto más étnicamente homogénea sea una
sociedad. Por otra parte, mi preferencia por ser francesa únicamente podrá ser
razonablemente justificada si conozco la cultura con cierta profundidad: la lengua,
la historia, los significados de las prácticas y convenciones sociales, etc. Pero la
mayoría de personas no tiene acceso a la clase de conocimiento –ni, quizás,
tampoco dispone de las habilidades– que requiere realizar una elección de este tipo
de manera informada:
“how can members of one nation opt for membership in another that they only
know superficially? It seems preposterous to suggest that one can choose a national
identity merely on the basis of partial and fragmentary information. Yet if such choices
were only possible following intimate acquaintance with alternative cultures, they would
553
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., pp. 33, 49; W. Kymlicka, ulticultural Citizenship,
op. cit., pp. 92-93; Raz, “Multiculturalism. A Liberal Perspective”, op. cit., pp. 178-83.
554
Ibid., pp. 130-31.
292
be extremely rare. One would have to closely study and live in a variety of cultures
before making a choice, a relatively excepcional ocurrence.”555
En conclusión, las dificultades inherentes a un cambio de cultura no deberían
menospreciarse. Por esta razón, es posible que sea injusto obligar a los miembros
de grupos minoritarios a acarrear con los costes de circunstancias que, en principio,
no eligieron. Como se mantendrá en el siguiente capítulo, la mayoría de las
demandas de derechos colectivos que plantean las minorías culturales no están
basadas en “preferencias caras”, sino en la necesidad de corregir factores que
pueden generar desigualdad.
Si los argumentos hasta aquí presentados se aceptan, es dudoso que cualquiera
de los parámetros alternativos de aproximación al problema de las minorías
culturales resulte satisfactorio. Nótese que tanto los derechos y libertades
individuales como los catálogos internacionales de derechos humanos civiles y
políticos no ofrecen ninguna guía para determinar la legitimidad de las demandas de
las minorías culturales. Desde luego, estos estándares ponen límites a los procesos
de construcción nacional: los estados democráticos no pueden exterminar a las
minorías, expulsarlas, o negarles el voto. Es cierto, por otra parte, que las libertades
de asociación, expresión u organización política, permiten que los individuos
formen y mantengan grupos para promover sus intereses. Sin embargo, todo ello es
insuficiente para impedir prácticas dirigidas a fomentar públicamente una sola
cultura y a debilitar las instituciones y cultura minoritarias: promoción de la
emigración interna para alterar la situación demográfica en un territorio concreto, el
diseño de fronteras electorales con el objeto de dividir a las minorías nacionales, la
arrogación por parte del estado de poderes sobre estos grupos, la imposición de
determinados programas educativos en las escuelas públicas, la elección de
símbolos estatales, de la lengua de los medios de comunicación públicos o para el
acceso a la función pública, etc. Si es posible argumentar que esta clase de políticas
no sólo son “inconvenientes” o “estratégicamente inadecuadas” sino que son
555
Y. Tamir, Liberal Nationality, op. cit., p. 27.
293
injustas, los derechos humanos individuales deberían complementarse con una serie
de derechos colectivos.
7.
Derechos colectivos y neutralidad
Hasta aquí se ha tratado de mostrar que el enfoque suscrito por la corriente
liberal contemporánea para analizar el problema de las minorías culturales no sólo
es inconsistente sino que, además, carece de arraigo en la propia tradición liberal.
Como ya asumieron algunos de su más destacados proponentes en el siglo XIX, la
doctrina de la tolerancia que surgió para acomodar las diferencias religiosas es
inaplicable al ámbito cultural. Ahora bien, según se subrayó en la introducción a
este capítulo, la tesis defendida no se dirige a criticar el ideal de neutralidad estatal.
Por un lado, todavía es posible encontrar formas alternativas de hacer efectivo el
espíritu de este ideal. Por otro, si entendemos la neutralidad estatal en su sentido
más genuino, el reconocimiento de derechos colectivos a las minorías culturales no
tiene por qué implicar la vulneración de este principio.
7.1. Derechos colectivos e imparcialidad
Admitiendo que el estado debe necesariamente tomar decisiones que inciden
en el ámbito cultural, los derechos colectivos se justifican a fin de garantizar que los
miembros de las culturas minoritarias en estados multiculturales no resultarán
perjudicados. Así, la mejor forma de hacer efectivo el principio de neutralidad
consiste en promover efectivamente la imparcialidad. Como se recordará, ésta era la
idea básica subyacente a la concepción de neutralidad consecuencial propuesta por
Raz, consistente en “to do one’s best to help or hinder the parts in an equal
degree”556. Si la mayoría tiene un interés en el control de la inmigración, en que la
educación y demás servicios públicos se provean en su lengua, en la regulación de
contenidos educacionales, en la designación de los días festivos, en la selección de
símbolos nacionales acordes con su historia y tradiciones, ¿por qué a las minorías
debería negárseles el acceso a los mismos instrumentos de difusión de sus
556
J. Raz, The Morality of Freedom, op. cit., p. 113.
294
culturas?557. Podría decirse, con Kymlicka, que éste es un supuesto paradigmático
en que la igualdad no requiere un trato uniforme sino un trato diferenciado con la
finalidad de que las minorías nacionales dispongan de las mismas oportunidades
que la mayoría para mantenerse a sí mismas como culturas distintas558. Asimismo, si
se analiza desde esta óptica, prima facie, la carga de la prueba recae sobre los
detractores de los derechos colectivos. Como afirmaba el eminente filósofo Isaiah
Berlin, la igualdad no necesita razones, sólo la desigualdad las requiere559.
No obstante, ¿por qué el estado debería ser imparcial, si, después de todo,
reconocemos que, en buena medida, los elementos culturales e históricos que
conforman las naciones están basados en mitos? La respuesta a esta pregunta se ha
de dividir en dos partes: en primer lugar, lo que importa no es tanto la veracidad o
la falsedad de sus componentes, sino el rol que ejerce la cultura en el bienestar
individual. Los siguientes dos capítulos tienen por objeto discutir esta cuestión, por
lo que a ellos me remito. En segundo lugar, el elemento que distingue la moralidad
de los procesos de construcción nacional no es el grado de veracidad de las
historias, mitos y tradiciones resultantes de estos procesos, sino la forma en la que
este proceso se concibe. En términos de Miller,
557
Que la plena autodeterminación política –implicando la secesión del estado– sea un
instrumento imprescindible para lograr la imparcialidad es más dudoso. Como se comentará
en el capítulo sexto, una de las características de la defensa liberal del nacionalismo es que
pocos autores consideran que la secesión sea, prima facie, un derecho. En general, la secesión
suele considerarse más bien como último recurso debido a las dificultades que plantea (cfr.
supra) Lo que se propone es, más bien, la renegociación de los términos de la unión política
bajo un sistema consocional o federal que garantice por igual los intereses culturales de todos
los ciudadanos.
558
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 113. Kymlicka es uno de los autores
que más ha acentuado la relevancia del argumento de la igualdad como fundamento de los
derechos de las minorías. Según este autor, “group-differentiated rights –such as territorial
autonomy veto powers, guarateed representation in central institutions, land claims, and
language rights– can help rectify this disadvantage, by alleviating the vulnerability of minority
cultures to majority decisions” (Multicultural Citizenship, op. cit., p. 109). Sin embargo, Kymlicka
establece una distinción significativa respecto del tipo de medidas a que minorías nacionales y
minorías étnicas están legitimadas. Esta distinción se discutirá más adelante.
559
I. Berlin, Conceptos y Categorias. Un ensayo filosófico, México, Fondo de Cultura
Económica, 1983, p. 151.
295
“No national identity would be ever pristine, but there is still a large difference
between those that have evolved more or less spontaneously and those that are result of
political imposition.”560
Ciertamente, es posible defender que existe una diferencia significativa entre
aquellas culturas o identidades que surgen y evolucionan como resultado de
procesos abiertos de dialogo y discusión, en los cuales todos y cada uno de los
individuos que viven en una comunidad son participantes potenciales, y las que son
autoritativamente impuestas por medio de la indoctrinación, la represión o la
demagogia política. Incluso, a un nivel de transparencia inferior, una cosa es alentar
o promover una creencia y otra bastante distinta es imponerla por la fuerza. En este
sentido, como subraya Anderson, las naciones deben distinguirse “not by their
falsity/genuineness, but by the style in which they are imagined”561.
Por otro lado, el error que históricamente cometieron los estados liberales fue
pasar por alto que los procesos de construcción nacional debían haber contado con
el consentimiento de los gobernados. A no ser que mantengamos que las culturas
tienen un valor per se que los individuos tendrían el deber de preservar (argumento
éste que se ha descartado en este trabajo), lo que nos parece moralmente
reprobable no es la asimilación cultural propiamente dicha, sino la asimilación
forzosa. La libertad de elección es un axioma del pensamiento moderno. Como ha
mostrado Pettit, su realización va más allá de la dicotomía entre libertad positiva y
negativa e implica, ante todo, la obligación moral de prevenir la dominación de
unos grupos por otros. En algunas ocasiones ello puede exigir acciones positivas,
mientras que en otras la abstención es suficiente562. En el caso de las minorías
culturales, parece claro que puede haber dominación incluso sin interferencia
directa. Evitar la tiranía de la mayoría requiere algo más que la abstención estatal de
emprender
acciones
positivas
dirigidas
a
la
erradicación
cultural.
560
D. Miller, On Nationality, op. cit., p. 40.
B. Anderson, Imagined Communities, op. cit., p. 6.
562
Sobre la libertad como no dominación y la no dominación como ideal político, P.
Pettit, Republicanism, op. cit., capítulos 2 y 3.
561
296
Fundamentalmente porque, como se ha mostrado, el estado necesariamente debe
legislar sobre cuestiones que afectan a la cultura. En este sentido, Habermas
sostiene que las demandas de independencia nacional de las minorías se legitiman
“cuando el gobierno central les escatima la igualdad de derechos, en particular la
igualdad de derechos culturales”563.
Merece la pena insistir en que no se trata de la supervivencia cultural, aunque
éste sea un eslogan frecuentemente empleado por las propias minorías culturales,
sino de que existen personas que tienen un interés en preservar sus culturas564.
Cuando hablamos de que ciertas culturas han dejado de existir, lo que realmente
estamos diciendo es que ya no quedan hablantes de una determinada lengua, ni
personas cuya existencia gire en torno a determinadas convenciones sociales,
tradiciones, rituales o formas de vida. Esto no significa que una cultura desaparece
si algunos de sus atributos específicos cambian: si las convenciones se alteran, si las
prácticas devienen otras distintas, si se evoluciona hacia nuevas costumbres o
formas de vida. Es evidente que todas las culturas están sujetas a un proceso de
tranformación continuo y que ninguna es estática. Lo mismo sucede con las
personas. Pero una transformación espontánea difiere de una transformación
impuesta. La mayoría de nosotros evolucionamos a lo largo de la vida, revisamos y
modificamos nuestras creencias, costumbres y formas de vivir y pensar. Pero no
por ello dejamos de ser nosotros mismos. De la misma forma en que,
individualmente, valoramos la libertad para conducir este proceso de forma
autónoma, en tanto miembros de una cultura debemos ser libres para transformar
los aspectos que consideramos negativos o que, simplemente, han dejado de
parecernos interesantes, atractivos o justificados.
563
J. Habermas, La constelación postnacional, op. cit., p. 97.
Probablemente, si, ante el rechazo a sus demandas, el “nacionalismo de resistencia”
de las minorías adopta actitudes fundamentalistas respecto de la necesidad de preservar ciertos
elementos objetivos que, coyunturalmente, forman parte de sus culturas –e incluso se
reinventan tradiciones y lenguas desaparecidas– es porque se les fuerza a probar algo que a la
mayoría le resultaría igualmente difícil de probar. Como se observó, el hecho de que el
fenómeno de la nacionalidad sea esencialmente subjetivo no suele aceptarse.
564
297
En definitiva, lo que debería importar no es la desaparición de una cultura en
sí misma, sino las características del proceso que conduce a su desaparición. Una
cosa es garantizar la no opresión o dominación cultural de unos grupos sobre otros
y otra muy distinta es garantizar la preservación indefinida de culturas en sus
formas particulares. La siguiente opinión de Dworkin respecto del problema moral
que plantea la extinción de especies animales puede ayudar a clarificar el
argumento:
“Few people believe the world would be worse if there had always been fewer
species of birds, and few would think it important to enginer new bird species if that
were possible. What we believe important is not that there be any particular number of
species but that a species that now exists not be extinguised by us.”565
Por supuesto, el abanico de decisiones que pueden tomar los individuos no es
ilimitado. Si alguien decide convertirse en un asesino en série, nadie está obligado a
respetar esta decisión –más bien estamos obligados a impedir que se lleve a cabo
este propósito. Del mismo modo, las distintas culturas no gozan de libertad
absoluta a la hora de elegir y cambiar su carácter. Por ejemplo, no pueden decidir
expulsar o exterminar a los sub-grupos disidentes o reformistas. Pero nada de esto
refuta la observación que aquí se está tratando de realizar: en principio, las políticas
de asimilación son políticas coercitivas que conllevan la dominación de unos grupos
sobre otros, creando una relación asimétrica entre la mayoría y la minoría en cuanto
al acceso a los recursos necesarios para construir y desarrollar sus propias
comunidades culturales. En este sentido, suponen denigrar los intereses de aquellas
personas para las cuales la pertenencia cultural constituye un valor.
Para concluir, como se ha comentado más arriba, la actual defensa liberal del
nacionalismo se caracteriza por el rechazo frontal a la versión etnocentrista y parcial
de esta corriente. Lo que se propugna no es la superioridad étnica de determinadas
“grandes naciones”, ni el derecho a la autodeterminación política de la propia
565
R. Dworkin, Life’s Dominion, op. cit., p. 102.
298
nación, sino el igual respeto a todas las naciones566. Este rasgo deriva de la
estructura universal de los derechos que aceptan los liberales: si el sentimiento de
identificación comunitaria y la aspiración a contar con instituciones políticas
propias es importante para los miembros de mi nación, es igualmente importante
para el resto de naciones. El reconocimiento de derechos colectivos, por tanto,
debe satisfacer este criterio de coherencia. Las reivindicaciones de las “pequeñas
nacionalidades” a que se refería Mill no pueden descatarse en aras de preservar un
sistema internacional de estados con fronteras seguras como trataron de justificar
los liberales del siglo XIX.
7.2. Derechos colectivos y exclusión de ideales
A pesar de sus ventajas para la defensa de los derechos colectivos, el
argumento anterior asume una concepción de neutralidad que, si nos atenemos a la
conclusión alcanzada en el capítulo anterior, distorsiona la razón de ser de este
principio en la propia tradición liberal. Por esta razón, se ha considerado más
adecuado utilizar la noción de imparcialidad. Pero, entonces, queda por resolver
una de las objeciones principales que los proponentes del esquema de la tolerancia
planteaban a los derechos colectivos. Puesto que el estado no tiene más remedio
que intervenir en la esfera cultural –e intervenir de forma imparcial, según el criterio
defendido– ¿es preciso conceder que la neutralidad, entendida como exclusión de
ideales, es un principio irrealizable? Pues bien, no necesariamente.
Una de las presuposiciones que generalmente aceptan quienes recurren al
principio de neutralidad como argumento en contra de los derechos colectivos
consiste en equiparar intervención estatal en la cultura con promoción de una
concepción del bien determinada. Pero esta equiparación incurre en un error. De lo
contrario, debería afirmarse que ningún estado democrático del mundo puede
satisfacer las condiciones que impone el liberalismo. Si se quiere superar esta
objeción, es preciso partir de la hipótesis de que no siempre las relaciones entre
566
En este sentido, Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 9.
299
mayoría y minoría (o minorías) culturales son adecuadamente representadas como
una disputa acerca de la naturaleza de la vida buena en la que ninguno de los grupos
quiere renunciar a sus propias formas de vida y abrazar las alternativas. Este factor
es importante a la hora de evaluar la legitimidad de las demandas de algunos grupos
antiliberales aislacionistas, como pueden ser ciertas sectas religiosas, que solicitan
recursos públicos para preservar sus particulares tradiciones o formas de vida. A
examinar esta problemática se dedica una parte del último capítulo. Sin embargo,
no da cuenta del objeto de las demandas de otras muchas minorías culturales que lo
que pretenden es una distribución más justa de los recursos, o cierto grado de
autogobierno, al objeto de preservar lo que Kymlicka denomina su “estructura
cultural”. Como subraya este autor, la pertenencia individual a una cultura no
implica necesariamente la adhesión a su carácter concreto567. La comunidad cultural
continúa existiendo incluso si sus miembros deciden modificar los objetivos que les
distinguen. La protección que reclaman muchas minorías en estados democráticos
no es una protección del carácter concreto de sus culturas –una especie de
congelación ad eternitatem de los rasgos que, coyunturalmente, les identifican– sino la
preservación del marco o estructura que les permite tomar decisiones de esta índole
autónomamente. Según se explicó a propósito de los comentarios de Kymlicka y
Taylor acerca de la Revolución Tranquila en Quebec, la transformación radical de la
sociedad no conllevó el cuestionamiento de la existencia de una comunidad cultural
franco-canadiense. Recuérdese, además, que la esencia de la nación es intangible, de
naturaleza psicológica o subjetiva, más que institucional. El horizonte demarcador
entre la estructura y el carácter de una cultura podrá ser borroso, pero creo que esta
distinción se corresponde con nuestra comprensión ordinaria de nosotros mismos
y del mundo. Así, del mismo modo en que pienso en mi identidad como persona a
567
Sobre la distinción entre “estructura” y “carácter” de una cultura, véase W. Kymlicka,
Liberalism, Community and Culture, op. cit., pp. 166-167 y Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 87-8,
104-105, 184-185, 218 nota 29. Esta distinción conforma la esencia de la definición normativa
de “cultura” que adopta Kymlicka. Como se verá, en la teoría de este autor, los derechos de las
minorías culturales sólo pueden ser defendidos desde el liberalismo al objeto de preservar la
estructura de una cultura y no su carácter concreto.
300
lo largo del tiempo, pienso en la identidad de mi cultura, independientemente de las
transformaciones que he presenciado, y contribuido a realizar, a lo largo de mi
existencia. En última instancia, como acaba de comentarse, la existencia de una
cultura depende de la existencia de un grupo de individuos que se identifican con
cierto lenguaje, prácticas, significados y estilos de vida que, para ellos, tienen
sentido. Las culturas muertas sólo existen en los museos porque ya no tienen
ninguna instanciación en las vidas de individuos actuales.
En definitiva, el tipo de conflicto que plantea el multiculturalismo no
necesariamente es el del “choque de civilizaciones” –en expresión de Huntington–;
esto es, el choque entre visiones del mundo irreconciliables que no puedan
reducirse al lenguaje liberal de la justicia social, de la igualdad de oportunidades, de
la dignidad de las personas y de la libertad de elección568. El problema es, como
indica Kymlicka, que los teóricos liberales tienden a asumir que la diversidad
proviene, o bien de las concepciones del bien que mantienen los individuos, o bien
de la inmigración. Por esta razón, se centran en la diversidad filosófica, religiosa y
étnica dentro de una cultura singular sin reconocer ni discutir la existencia de
estados multinacionales con una pluralidad de culturas societarias569.
En conclusión, a priori, una concepción de la neutralidad como exclusión de
ideales no nos dice nada acerca de la legitimidad de los derechos colectivos. En
principio, se trata de dos discusiones distintas. No toda intervención en la cultura
supone la adopción de una política del bien común. Lo que ocurre es que si
asumimos, como antes hicimos, que la exclusión de ideales está moralmente
568
Para una visión en este sentido, J. De Lucas, “La tolerancia como una respuesta a las
demandas de las minorías culturales”, Derechos y Libertades, nº 5, 1995, pp. 161-65.
569
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 128. En este sentido, a Kymlicka le
disgusta la revisión de Rawls a su propia teoría. En su opinión, el planteamiento de Rawls del
pluralismo implica una concepción de la diversidad demasiado “cerebral”, puesto que trata los
conflcitos modernos de raza, etnicidad y género de forma análoga a los conflictos de creencias
religiosas durante la Reforma. Esto es, como conflictos sobre las creencias individuales acerca
del significado, valor y propósitos de la vida humana. Sin embargo, desde su punto de vista,
esta es una inferencia problemática porque sugiere que, al igual que los conflictos religiosos,
las tensiones entre grupos étnicos y nacionales pueden ser resueltos apelando a los derechos
de libertad de consciencia y de asociación (Ibid. 224, nota 19).
301
justificada, nuestra argumentación estará sujeta a ciertas restricciones que
constituyen el test de adecuación de la misma a la teoría liberal. Por ejemplo, si de
lo que se trata es de justificar la compatibilidad de los derechos colectivos con la
tradición liberal, el argumento de que reconocer estos derechos es necesario a fin
de garantizar la integridad cultural o el desarrollo de una concepción particular del
bien sería inaceptable.
8.
Conclusión
En este capítulo se ha mostrado que liberalismo y nacionalismo han estado
estrechamente vinculados históricamente. Es dudoso que la construcción de los
estados democráticos hubiera tenido éxito sin la apelación a los lazos de unión prepolíticos, identitarios, culturales y étnicos entre los individuos. A pesar de ello, el
liberalismo ha subestimado la importancia de las comunidades e identidades
particulares para los individuos, en especial, del vínculo de la nacionalidad. De ahí
que la teoría liberal se haya mostrado reacia a atribuir alguna relevancia moral
independiente a las demandas de las minorías en estados multiétnicos o
multinacionales. Aunque para liberales como Kukathas, Galston o Aguilar Rivera
los individuos tienen intereses legítimos en mantener sus adhesiones particularistas,
estos intereses pueden satisfacerse a través de los derechos individuales de
asociación en la esfera privada o en la sociedad civil. Sin embargo, se ha
argumentado que la posición liberal ortodoxa, basada en la doctrina clásica de la
tolerancia religiosa, es incongruente. El estado liberal moderno debe
necesariamente tomar decisiones políticas con repercusiones en la esfera cultural.
El ideal del “bening neglect”, o el laissez faire cultural, es irrealizable. Por esta razón,
reducir el interés individual en la pertenencia cultural a la esfera privada puede
traducirse en una discriminación hacia las minorías.
La dicotomía abstracta entre nacionalismo cívico y nacionalismo étnico debe
superarse puesto que “all civic and democratic cultures are inevitably embedded
302
into specific ethnic-national histories”570. En todo caso, un estado será “cívico” si
reconoce derechos colectivos a las minorías a fin de incluir en la comunidad
política a todos los grupos existentes en condiciones de igualdad real571. Esta es una
versión más adecuada de la neutralidad que implica superar el ideal de ciudadanía
universal como equivalente a ciudadanía homogénea o uniforme que, a menudo, ha
servido para legitimar la dominación de unos grupos sobre otros. Por esta razón, la
efectiva realización de los principios liberales –en particular, del derecho a la
igualdad de trato– puede requerir un tipo de arreglo constitucional que establezca
regímenes jurídicos diferentes en distintos territorios o un estatus personal especial
para ciertos grupos572.
Todo lo anterior no significa, como también se ha mantenido, que el estado
deje de ser excluir los ideales de vida buena o concepciones del bien en las razones
que subyacen a sus políticas. El reconocimiento de derechos colectivos se justifica
para evitar la arbitrariedad de la mayoría a la hora de tomar decisiones que
contribuyen a sustentar, únicamente, su propia estructura cultural. Aunque las
razones de este cambio de estrategia distan mucho de ser transparentes, la
570
V. Bader, “The Cultural Conditions of Transnational Citizenship”, op. cit., p. 779.
Así, lo que distingue a un estado liberal no sería la no intervención en la cultura o la
despreocupación por construir vínculos comunitarios para fomentar la adhesión ciudadana,
sino la forma en la que se edifica esta comunidad política. Mientras que los estados no liberales
tratan de prohibir la libertad de expresión o la mobilización política para erradicar las culturas
minoritarias, los estados liberales no intentan coercitivamente imponer la cultura mayoritaria
sino respetar las minoritarias. Asimismo, en un estado liberal la admisión de nuevos miembros
a la comunidad política no está basada en criterios étnicos, raciales o religiosos. En este
sentido, los estados liberales multiculturales tienen una concepción de la unidad “estatal”
mucho más débil que no será más que una especie de mínimo común denominador del
mosaico de culturas existentes. Para una reinterpretación en sentido parecido de la distinción
entre nacionalismo cívico y étnico: W. Kymlicka “Introduction: An Emerging Consensus?”,
op. cit., p. 146, nota 5.
572
Además de los autores citados, la teoría feminista y los partidarios de la democracia
radical también mantendrían idéntica objeción al ideal de ciudadanía universal. Cfr. I. M
Young, “Polity and Group Difference. A Critique of the Ideal of Universal Citizenship, op. cit.,
pp. 250-274; M. Minow, Making All Difference. Inclusion, Exclusion and the American Law, Ithaca,
Cornell, 1990. Aunque las obras de estas autoras se enmarcan dentro de la denominada
“crítica postmodernista al liberalismo”, como se observó, sus argumentos pueden interpretarse
como contribución a una versión más coherente del liberalismo igualitario.
571
303
tendencia en las prácticas de casi todos los países de la Europa Occidental refleja la
progresiva consolidación de este punto de vista.
No obstante, al principio de este capítulo se afirmó que la apelación al ideal de
neutralidad como objeción a los derechos colectivos sólo tiene sentido si se
presupone, como hacen los partidarios de la doctrina de la tolerancia, la legitimidad
de los intereses individuales que están en juego. Pero si nos apartamos de esta
premisa, vuelve a emerger una cuestión fundamental: ¿por qué el estado debería ser
imparcial respecto de la cultura? Por un lado, según se explicó, algunos autores
equiparan las demandas relacionadas con la identidad cultural o la pertenencia a una
cultura a meras preferencias legítimas o deseos secundarios sobre los que, en
sentido estricto, no cabe fundar el reconocimiento de derechos573. Por otro lado, de
la teoría del nacionalismo liberal podría deducirse que las políticas de asimilación
están justificadas porque constituyen un instrumento esencial para hacer efectivos
algunos principios de justicia básicos. Bajo esta perspectiva, no todas las políticas
de interferencia estatal tendrían por qué ser moralmente ilegítimas. Sí lo serían
aquellas medidas más drásticas de supresión o asimilación cultural, que, en general,
podrían considerarse simples violaciones de derechos individuales (por ejemplo, el
genocidio, quitarles los niños a sus padres, prohibir a los miembros de las minorías
el uso de sus lenguas en la esfera privada, en periódicos u otras publicaciones,
ilegalizar los partidos políticos nacionalistas etc.). Pero no aquellas otras dirigidas a
fomentar o alentar a los individuos a asimilarse a la cultura mayoritaria, aunque sólo
sea por omisión, esto es, a través del reconocimiento de una sola lengua oficial, de
un único currículo estandarizado, de un sistema democrático sin especial
representación de ningún grupo, etc. Como se mostró en el capítulo anterior,
autores como Rawls no tienen la pretensión de ser neutrales respecto de las precondiciones de un orden de cooperación social justo. Si resulta que una de estos
requisitos es la homogeneidad cultural, ¿por qué no dar los pasos adecuados para
garantizarla?
573
Para algunos de los autores que son de esta opinión, supra, capítulo quinto.
304
En suma, estas consideraciones nos conducen a otros argumentos en contra
de los derechos colectivos de las minorías. Según se desprende de lo hasta aquí
expuesto, estos derechos sólo se justificarían si creemos que hay razones morales
para exigir la imparcialidad estatal en el ámbito cultural. Por supuesto, de no ser así,
la mayoría podría decidir discrecionalmente aceptar algunas de las peticiones de las
minorías, pero éste sería un acto de deferencia o de cortesía más que de justicia.
305
CAPÍTULO VIII. LA RELEVANCIA MORAL DE LA PERTENENCIA
CULTURAL:
DERECHOS
COLECTIVOS
COMO
DERECHOS
DERIVATIVOS Y COMO DERECHOS BASICOS
1.
Introducción
En el capítulo anterior se ha concluido que la justificación última de los
derechos colectivos depende de que existan razones de peso para afirmar que la
pertenencia cultural es un interés moralmente relevante. No obstante, como se
observó, esta afirmación no pretende negar la existencia de vías alternativas para
justificar la legitimidad de algunas de las demandas que plantean las minorías
culturales. Para clarificar algo más esta idea, el siguiente apartado se centra en
enunciar y discutir brevemente varios argumentos basados en razones
instrumentales así como en criterios de justicia compensatoria. Ahora bien, la
prioridad de este trabajo es indagar en la posibilidad de sostener la relevancia moral
intrínseca de la pertenencia cultural. Por ello, la segunda parte del capítulo se centra
en analizar críticamente las versiones de dos importantes teóricos del
multiculturalismo: Will Kymlicka y Charles Taylor. La teoría de Kymlicka –
articulada en dos importantes obras: Liberalism, Community and Culture y Multicultural
Citizenship574, y desarrollada en numerosos artículos– ha sido reconocida como la
defensa más original e influyente de los derechos de las minorías culturales 575.
Como se mostrará, el atractivo y crédito del trabajo de este autor reside en su
apelación a los valores fundacionales del liberalismo. Por lo que se refiere a Taylor,
574
Valga reiterar la referencia completa de dos obras que ya han sido citadas
ampliamente a lo largo de este trabajo: Liberalism, Community and Cultures, Oxford, Clarendon
Press, 1989; Multicultural Citizenship. A Liberal Theory of Minority Rights, Oxford, Clarendon
Press, 1995.
575
En este sentido se pronuncian, entre otros, Joppke y Lukes en la introducción que
realizan a Multicultural Questions, op. cit., p. 1; véase también las contribuciones de Carens,
Young, Parekh y Frost al simposio sobre Multicultural Citizenship publicado en Constellations, vol.
4, nº 1, 1997. Para una recensión crítica de ésta última obra, G. Doppelt, “Is There a
Multicultural Liberalism?”, Inquiry, 41, 1998, pp. 223-48
306
las raíces de su defensa de una “política del reconocimiento” de las distintas
identidades culturales –sobre todo, en su renombrado ensayo “The Politics of
Recognition”576– se encuentran en fuentes muy distintas a las que informan el
proyecto de Kymlicka. Deslindar los matices de este contraste resultará
particularmente útil a nuestros fines, puesto que permitirá vislumbrar distintas rutas
hacia la justificación de los derechos colectivos. Aunque las teorías de Kymlicka y
Taylor marcan dos visiones distintas acerca del fundamento filosófico y el objeto de
los derechos colectivos, al hilo de la exposición se resaltan los acuerdos y
desacuerdos de otros autores –como Walzer, Habermas, Waldron, Raz o Margalit–
cuyas contribuciones al debate también han ejercido una enorme influencia.
2.
La justificación instrumental de los derechos colectivos
2.1. Los límites del humanismo global
Supongamos que partimos de que la pertenencia individual a una determinada
cultura carece de valor moral intrínseco. Alegamos que el bienestar del ser humano
no requiere de la identificación con –o pertenencia a– un grupo nacional, étnico o
lingüístico particular. Además, pensamos que la idea de que podamos tener deberes
especiales hacia cierta clase de grupos reducidos a los que pertenecemos por pura
casualidad es indefendible. En consecuencia, decidimos que la opción más valiosa,
el ideal moral por excelencia, es el del humanismo global.
En el capítulo anterior se explicó que hay dos historias diferentes que contar
acerca del nacionalismo. Una está ligada a ideas racistas acerca de la superioridad de
ciertos grupos étnicos, a la subyugación de otros grupos considerados “primitivos”
o “inferiores”, a la violencia y al odio. Otra historia distinta se vincula a ideales de
libertad e igualdad. En los procesos de gestación de los estados democráticos que
576
Este ensayo es uno de los contenidos en Ch. Taylor, Philosophical Arguments, op. cit., pp.
225-256. Sin embargo, en lo que sigue, todas las referencias serán a la traducción española del
libro editado por Gutmann, que contiene los comentarios de varios autores al ensayo de
307
encontramos actualmente en el mundo ambos elementos se han entremezclado
sucesivamente. Aunque el republicanismo cívico rechaza la ecuación entre nación y
etnicidad, ha defendido los mismos elementos estructurales de pertenencia
exclusiva a la polis y de lealtad suprema al estado. Ciertamente, las premisas básicas
del liberalismo son universales: se aplican por igual a todos los individuos en tanto
seres humanos. Pero la teoría liberal sobre la justicia y la legitimidad política tiende
a tomar el estado como unidad política básica y se dirige a las necesidades del
individuo en su condición de ciudadano. El mérito de los actuales defensores del
nacionalismo liberal radica en haber reconocido los ligámenes entre nacionalismo y
liberalismo. Según esta corriente, la ideología nacionalista ha desempeñado un papel
decisivo a la hora de generar ilusiones de unidad capaces de infundir determinada
clase de sentimientos de solidaridad y confianza entre los individuos que son
necesarios para la consolidación de los valores liberales. Por esta razón, la labor
teórica emprendida por autores como Miller o Tamir se dirige a delinear una
versión defendible del nacionalismo, en lugar de desdeñar de manera simplista el
valor de esta ideología.
Ahora bien, si entendemos que este sentimiento de unidad nacional pudo ser
deliberadamente promovido ¿por qué no tratar de reproducir el mismo proceso a
nivel global con el propósito de que los individuos terminen identificándose como
“ciudadanos del mundo”? Desde luego, pocas personas negarían que la ideología
nacionalista se halla muy extendida en las democracias liberales. Es común asumir
que los estados no tienen obligaciones positivas hacia otros estados exceptuando,
quizás, casos de emergencia. Pero incluso en estos supuestos, se tiende a identificar
la acción estatal con un acto caritativo digno de alabanza porque se estima que,
stricto sensu, no estamos ante auténticos deberes. Es más, ni siquiera suele admitirse
que el estado tenga la obligación de conceder la ciudadanía a inmigrantes
extranjeros establecidos por un largo período en su territorio.
Taylor (El multiculturalismo y la política del reconocimiento. Ensayo de Charles Taylor, México, Fondo
de cultura económica, 1993).
308
Sin embargo, podría aducirse que, en la actualidad, disponemos de los medios
para rectificar este “error moral”. Así, tanto internet como los medios de
comunicación y de transporte permiten acercar a los individuos, virtual o
realmente, a los puntos más remotos del planeta, conocer las catástrofes
humanitarias que asolan a los demás pueblos y las preocupaciones y necesidades
cotidianas de los seres humanos más allá de las fronteras estatales. Si contamos con
las herramientas para iniciar una especie de gran campaña de asimilación cultural a
nivel global, destinada a propagar, a largo plazo, un único idioma que facilite la
expansión de una única cultura y, con ella, el sentimiento de identificación de cada
individuo con el resto de seres humanos –no sólo con sus conacionales o
compatriotas–, ¿por qué no hacer uso de ellos? Al fin y al cabo, el objetivo estaría
justificado: se trataría de estimular la imaginación colectiva para hacer viable una
“consciencia universal” prometedora de la paz mundial y de la instauración de un
sistema de justicia distributiva de alcance universal. De esta forma, los ciudadanos
admitirían que es de la comunidad global de donde emanan primariamente sus
obligaciones morales. Asimismo, se eliminarían los peores demonios que el
nacionalismo ha sido capaz de engendrar. Desde esta óptica, la necesaria
interpenetración de una única cultura en unas hipotéticas instituciones políticas
globales no sería motivo de tribulación alguna, puesto que se parte del presupuesto
de que las culturas en general no tienen valor per se, ni tampoco la pertenencia a la
propia cultura es un bien primario que deba salvaguardarse.
En resumen, el interrogante sobre el que se quiere llamar la atención es el
siguiente: ¿qué sentido tiene pretender la asimilación dentro de particulares estados
cuando es posible aspirar a ir más allá? Si consideramos, con autores como Beitz o
Nussbaum, que los principios de la justicia son los mismos en todas partes, la
asimilación global permitiría la plena realización del potencial universal de los
309
derechos humanos hasta ahora incumplido577. Nada nos impide reconocer que el
nacionalismo ha sido una forma específicamente moderna de identidad colectiva
que ha jugado un papel importante en la construcción democrática. La cuestión es
si ha llegado el momento de superar esta identificación reducida en aras de una
identidad más global. Esta objeción plantea un reto importante a la tesis del
nacionalismo liberal, invitando a sus proponentes a superar el reducido marco de la
nación si es que el propósito es hacer efectivos los principios de la justicia liberales.
Ahora bien, el argumento del humanismo global debe enfrentar sus propias
debilidades, que no son pocas, ni fácilmente superables. Veamos algunas de las más
relevantes:
a) En primer lugar, tal como se ha observado en la conclusión al capítulo
anterior, distintas formas de asimilación involucran grados de coerción diferentes.
Este aspecto es importante. Un hipotético proyecto de asimilación global debería
garantizar los derechos civiles y políticos individuales. Cumplir con este requisito
no sería fácil. Por ejemplo, cualquier medida dirigida a divulgar universalmente un
idioma –supongamos que fuera el inglés– podría reproducir las mismas injusticias
que planteaba la elección de una lengua oficial en el plano doméstico. Las personas
cuyas lenguas maternas fueran otras se encontrarían en clara desventaja a la hora de
ejercer sus derechos de participación política. Responder que este problema se
plantearía sólo transitoriamente no basta para soslayar la objeción: argumentar la
exigibilidad de que los individuos afectados accedan a sacrificarse en beneficio de
las generaciones futuras es complicado. Cuanto menos, desde una perspectiva
liberal de la justicia, parece claro que, cuando están en juego derechos individuales,
el fin no justifica los medios.
Para eludir esta dificultad, podría matizarse que las políticas de asimilación
lingüística deben contar con el beneplácito de los individuos. Sin embargo, la
lección que cabe extraer del análisis histórico realizado en el capítulo anterior es
577
Como se explicó en el capítulo quinto, Beitz criticaba la inconsistencia de Rawls en
este punto, que admite que los principios de la justicia que deben regir las relaciones
310
que, por regla general, la asimilación cultural sólo ha podido lograrse a base de
medidas altamente coercitivas. Aun cuando los incentivos para ello han sido
múltiples, pocos grupos –si alguno– han accedido voluntariamente a ser asimilados
a una cultura dominante. Como también se indicó, nada sugiere que este patrón de
comportamiento haya cambiado. Y, si esto es así, el proyecto del humanismo global
difícilmente será practicable. Esta dificultad no debería subestimarse. Por muy
encomiable que nos resulte cualquier proyecto político o social, su ejecución
práctica debe contar con el consentimiento de los ciudadanos. Con mayor razón,
cuando están en juego los derechos individuales.
b) Quizás una solución al problema anterior consistiría en adoptar medidas de
carácter educativo dirigidas, simplemente, a motivar o alentar a los ciudadanos a
prestar su adhesión a la idea de un estado mundial. En la medida en que el objetivo
sería promover la realización de la justicia a nivel global, esta política no tendría
connotaciones perfeccionistas. La consecución de esta meta, sin embargo, plantea
problemas adicionales. En concreto, la viabilidad de un proyecto de democracia
cosmopolita que conlleve la homogeneización cultural es dudosa.
Retomemos brevemente, para explicar la raíz de este escepticismo, la
propuesta
defendida
por
Nussbaum
en
su
ensayo
“Patriotismo
y
cosmopolitismo”578. Tras afirmar que “nuestra lealtad fundamental se debe a la
comunidad mundial de seres humanos”, esta autora establece que, en términos
educativos, ello se traduce en enseñar a los niños precisamente esto: que hay seres
humanos en todo el mundo y todos ellos tienen derecho a ser tratados con arreglo
a la justicia. Nussbaum apela a la imagen de los círculos concéntricos, para sostener,
apoyándose en el pensamiento de los filósofos estoicos, que “nuestra tarea como
ciudadanos del mundo será atraer, de alguna manera, estos círculos hacia el centro”.
Para ello recomienda una educación donde, por encima de los afectos particulares a
internacionales son distintos a los principios que rigen dentro de los estados. .
578
Reproducido en M. Nussbaum, Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y
“ciudadanía mundial”, op. cit. Las líneas básicas de la propuesta cosmopolita se han descrito en el
capítulo quinto.
311
la familia, comunidades religiosas, étnicas, raciales o nacionales, se aprenda a
reconocer la humanidad dondequiera que se encuentre. Así, los estudiantes “deben
aprender cuanto sea preciso de lo que es diferente a ellos para reconocer los
objetivos, aspiraciones y valores comunes para ver de cuán distintas formas se
manifiestan en las diversas culturas y sus historias”579.
Los comentarios que suscitó el ensayo de Nussbaum sugieren hasta qué
extremo la implementación de su propuesta abstracta –así como el contenido de la
propuesta misma– resulta controvertida. La mayoría de críticos comparte el énfasis
de Nussbaum en la existencia de aspiraciones y valores que pueden justificarse
universalmente, pero insiste en la endeblez de la idea humanista tal como esta
autora la concibe. En concreto, varios autores observan que es imprescindible
describir las mediaciones precisas para expandir el círculo de la solidaridad. Para
Benjamin Barber, la propuesta cosmopolita no proporciona las bases para estimular
la imaginación humana porque “nadie habita en realidad en el mundo en el que el
cosmopolita nos desea que seamos buenos ciudadanos”580. Abundando en la misma
idea, Elaine Scarry argumenta que la capacidad humana para imaginar a los demás
es mucho más limitada de lo que a menudo suponemos. Esta autora ilustra este
problema a partir de la dificultad de imaginar el sufrimiento ajeno en el caso de los
amigos. El propósito de su argumento es remarcar los problemas que tiene confiar
en exceso en la imaginación de las personas como garantes de la generosidad
política. Este punto es importante porque, como Scarry señala, la mayoría de
cosmopolitas no son partidarios de la instauración de un gobierno global, sino que
confían en la generosidad emocional para la expansión del compromiso individual
más allá de los primeros círculos concéntricos de afecto581. Por su parte, Sissela Bok
cuestiona convincentemente el acierto de educar a los niños exponiéndoles los
conflictos de lealtades y determinando las precedencias relativas. Esta autora
579
Ibid., pp. 17-22.
B. Barber, “Fe Constitucional”, op. cit., p. 47. En el mismo sentido se pronuncian
autores como Putnam, Scarry, Appiah o McDonnell en sus respectivos ensayos.
581
E. Scarry, “La dificultad de imaginar a otras gentes”, op. cit., pp. 121-9.
580
312
reconoce que la metáfora de los círculos concéntricos en que se mueve nuestra
preocupación por los seres humanos plantea dilemas graves para la ética. No
obstante, en consonancia con las ideas de Sidgwick, resuelve que tanto el
particularismo como el universalismo cuentan con razones de peso y que ninguno
de ellos puede ser descartado apriorísticamente por irrelevante. Puesto que, en su
opinión, es legítimo que las personas tengan múltiples identidades y compromisos,
Bok lamenta que el argumento de Nussbaum conduzca a afirmar que toda adhesión
o lealtad hacia un grupo concreto es moralmente irrelevante. Desde su perspectiva,
la cuestión que debería centrar la discusión es cómo pasar de las partes al todo582.
Éste es un tema común que informa los ensayos de Barber, Appiah,
McConnell y Walzer. Este último autor considera útil la metáfora de los círculos
concéntricos, pero señala que es absurdo sostener que la lealtad fundamental
debería ser la que se experimenta hacia el círculo más remoto. Al igual que Bok,
Walzer sostiene que las lealtades empiezan en el centro, por lo que debe instarse a
los niños a explorar su vida local para que, posteriormente, puedan ir más lejos:
“empezamos por comprender qué significa tener vecinos y conciudadanos: si no
entendemos esto estamos moralmente perdidos”583. Expresando la misma idea en
torno a la educación moral, McDonnell recurre a Burke, quien opinaba lo siguiente:
“El sentir apego por la subdivisión, el amor por la pequeña unidad social a la que
pertenecemos, es el primer principio, el germen, de nuestros afectos públicos. Es el
primero de los vínculos mediante los cuales procedemos a amar a nuestro país y a la
humanidad.”584
Como puede comprobarse, todos estos comentarios se dirigen a enfatizar la
necesidad de experimentar los vínculos locales para progresar en la expansión del
círculo de la solidaridad. “Lo real”, dice Barber, “es que vivimos en este vecindario
concreto del mundo, en este bloque, en este valle, esta costa, esta familia. Nuestros
compromisos se empiezan a arraigar en nuestro entorno inmediato, y sólo entonces
582
583
S. Bok, “De las partes al todo”, op. cit., pp. 52-8.
M. Walzer, “Esferas de afecto”, op. cit., pp. 153-4.
313
pueden crecer e ir más allá”585. De aceptarse esta interpretación, es difícil explicar
cómo podría arraigar la identificación de las personas como “ciudadanos del
mundo” a partir de una propuesta normativa que infravalora las identificaciones
locales y hasta reclama su erradicación. Prescindir de estas identificaciones en aras
de un cosmopolitismo inmediato es, en palabras de Barber, “arriesgarse a acabar en
ningún lugar”586.
Efectivamente, cabe la posibilidad de que la supresión de fronteras estatales
produzca como consecuencia, no una expansión de las conexiones empáticas hacia
los demás –ni, por tanto, una visión más amplia del alcance de las responsabilidades
morales individuales– sino el quebranto de los vínculos que el nacionalismo ha sido
capaz de promover. De hecho, Nussbaum admite explícitamente que convertirse
en ciudadano del mundo es una empresa solitaria587. De ahí que varios autores le
reprochen que su cosmopolitismo contiene algo de heroico, una cualidad que es
intolerante ante las necesidades de la gente corriente. En esta línea, Barber observa
que los mentores de Nussbaum son figuras heroicas como Marco Aurelio,
Emerson o Thoureau. Este autor compara a Nussbaum con el pastor Brand de
Ibsen, que impulsaba a sus feligreses a subir la dura y solitaria montaña que no
podían ver. “Como hombres y mujeres corrientes que son” –escribe– “pronto
abandonarán la búsqueda y volverán a la amorosa calidez de sus hogares, allá abajo
en el valle”588. Por la misma razón, a Walzer le parece tan peligroso el
particularismo que excluye otras lealtades más amplias como el cosmopolitismo que
invalida lealtades más estrechas589. En definitiva, el problema de motivación al que
apuntan todos estos autores no puede obviarse. De nuevo, conviene insistir, con
584
M. W. McConnell, “No olvidemos las pequeñas unidades”, op. cit., p. 98.
B. Barber, “Fe constitucional”, op. cit., p. 47.
586
Este autor escribe que “quizás Diógenes se consideró ciudadano del mundo pero que
la ciudadanía global exige de sus patriotas unos niveles de abstracción y desprendimiento que
la mayoría de hombres y mujeres serán incapaces de alcanzar, o ni siquiera estarán dispuestos a
ello.”; Ibid.
587
M. Nussbaum, “Patriotismo y Cosmopolitismo”, op. cit., p. 27.
588
B. Barber, “Fe constitucional”, op. cit., pp. 46-47. En el mismo sentido, K. A. Appiah,
“Patriotas Cosmopolitas”, op. cit., p. 34.
585
314
Rawls, en que “por atractiva que una concepción de la justicia pueda ser en otros
sentidos, es gravemente defectuosa si los principios de psicología moral son de tal
carácter que no le permiten engendrar en los seres humanos el deseo indispensable
de actuar de acuerdo con ella”590.
c) En tercer lugar, de entenderse que la posición humanista requiere la
instauración de un gobierno democrático mundial (según Gutman y Himmelfarb,
sólo podemos ser “ciudadanos del mundo” si existe una política mundial591) habrá
que ofrecer propuestas de diseño institucional dirigidas a prevenir el riesgo de
alienación de los ciudadanos de las instituciones representativas. Esta tarea presenta
complejidades evidentes. Volvamos al tema lingüístico. No es suficiente refutar la
conexión entre lengua e identidad para negar, en el marco de un hipotético estado
mundial, la legitimidad de los derechos lingüísticos. Apelar a la dimensión
participativa de la lengua basta para mostrar la relevancia instrumental de estos
derechos. Como señalaba Kymlicka, si no se quiere favorecer únicamente a las
elites (o a los individuos cuya lengua materna es la usada oficialmente), es preciso
reconocer que la política democrática “is politics in the vernacular” 592. No se olvide
que el liberalismo surgió al amparo de la creencia en lo inadecuado de la antigua
visión de que la dignidad, el honor y los derechos eran bienes restringidos a
determinadas clases. La igual dignidad de los ciudadanos se plasma en el
aseguramiento de la igualdad de oportunidades para participar en la conformación
del contenido de las decisiones políticas. En este sentido, el diseño de un estado
mundial deberá encarar, no sólo el tema de la pluralidad lingüística, sino la cuestión
de cómo hacer efectiva la democracia. Al respecto, téngase en cuenta que la
589
M. Walzer, “Esferas de afecto”, op. cit., p. 155.
J. Rawls, Teoría de la justicia, op. cit., p. 503.
591
A. Gutmann, “Ciudadanía democrática”, en M. Nussbaum, Los límites del patriotismo,
op. cit., p. 85. G. Himmelfarb, “Las ilusiones del cosmopolitismo”, en Ibid., pp. 92-93.
592
W. Kymlicka, “Cospomolitanism, Nationalism and Individual Freedom”, op. cit.;
sobre la relevancia de la lengua vernácula como instrumento para garantizar la participación
democrática D. Réaume, “Individuals, Goods, and Rights to Public Goods”, op. cit., I. Boran,
“Language and Public Participation: Towards a Participatory Approach to Linguistic
Diversity”, manuscrito no publicado.
590
315
aplicación de los modelos de democracia deliberativa que reclaman los liberales
igualitaristas depende de que las unidades políticas sean de tamaño reducido.
En suma, es de suponer que los problemas derivados de la pretensión de
asimilar a las minorías culturales dentro de un estado centralizado se reproducirán a
escala superior. Probablemente, ésta es la razón por la que muy pocos teóricos del
liberalismo se han aventurado a diseñar detalladamente un modelo de democracia
cosmopolita. Los que lo han hecho, autores como Held, Beitz o Pogge, no se
plantean tanto la instauración de un gobierno mundial sino, más bien, el
establecimiento de una distribución global de las responsabilidades respecto de la
aplicación de los principios de la justicia. No obstante, se sigue otorgando un papel
central a los estados593. El problema aparece, en primer lugar, porque estas teorías
no ofrecen ninguna guía acerca de cómo garantizar las precondiciones de la
cooperación social y de la cesión de soberanía a entidades supra-estatales. El
siguiente comentario de Walzer resume el problema: según este autor, aunque la
única opción viable a la comunidad política nacional es la humanidad misma, “si
tomáramos al globo como nuestro entorno, tendríamos que imaginar algo que
todavía no existe, una comunidad que incluyera a todos los hombres y mujeres de
todas partes”. Para ello, “tendríamos que inventar un conjunto de significados
comunes para estos individuos”. En las circunstancias actuales, lo que más se
acerca a un mundo de significados comunes es la nación porque “el lenguaje, la
historia y la cultura se unen (aquí más que en ningún otro lado) para producir una
consciencia colectiva”594. Ya hemos visto que recurrir a la homogeneización cultural
593
Como se señaló en el primer capítulo de esta segunda parte, tanto Beitz como Pogge
aceptan el papel de los estados en sus modelos de democracia cosmopolita. Por lo que se
refiere a la teoría elaborada por Held, también este autor indica que la necesidad de
instituciones transnacionales para hacer frente a la situación de desigualdad global no requiere
tanto la substitución de los estados como el control externo de algunas de sus funciones
básicas (por ejemplo, la garantía de los derechos individuales). Pero, como han señalado
Kymlicka y Straehle, en esta necesidad podrían estar de acuerdo muchos liberales
nacionalistas. W. Kymlicka, C. Straehle, “Cosmopolitanism, Nation-States, and Minority
Nationalism: A Critical Review of Recent Literature”, op. cit., pp. 79-84.
594
M. Walzer, Las esferas de la justicia, op. cit., pp. 41-42. Con base en este planteamiento,
Walzer aserta que la idea de igualdad compleja y el sistema de justicia distributiva que defiende
316
sería difícilmente aceptable. De hecho, éste no es un objetivo que se impongan los
cosmopolitas. Por el contrario, el cosmopolitismo suele contemplar con
satisfacción la diversidad cultural, como admite Nussbaum en la réplica a sus
críticos595. Esta idea se retomará al final de este trabajo. En segundo lugar, no
puede obviarse que “por lo que sabemos hasta ahora, la única política mundial que
puede existir es tiránica”596. Instituciones como el Fondo Monetario Internacional o
los tratados de libre comercio entre estados no sólo no han contribuido a subsanar
las desigualdades, sino que han puesto menos trabas a la acumulación de capital y
erosionado gravemente la democracia. Por esta razón, puede que tenga razón Miller
señalando que:
“The welfare state –and, indeed programes to protect minority rights– have
always been national projects, justified on the basis that members of a community must
protect one another and guarantee one another equal respect. If national identities begin
to dissolve, ordinary people will have less reason to be active citizens, and political élites
will have a freer hand in dismantling those institutions that currently counteract the
global market to some degree.”597
presupone “un mundo con demarcaciones dentro del cual las distribuciones tengan lugar: un
grupo de hombres y mujeres ocupado en la división, el intercambio y el compartimiento de los
bienes sociales, en primer lugar entre ellos mismos”, Ibid., p. 44.
595
Es más, a Nussbaum parece preocuparle el igual valor de todas las culturas cuando
afirma “Amo la lengua inglesa. Y aunque poseo conocimiento de algunas otras lenguas, todo
cuanto de mí misma expreso en el mundo lo expreso en inglés. Si intentase equiparar mi
dominio de cinco o seis lenguas y escribir un poco en cada una de ellas, escribiría bastante mal.
Pero ello no significa que el inglés es intrínsecamente superior a otras lenguas.” M. Nussbaum,
“Réplica”, op. cit., pp. 164-5.
596
A. Gutmann, “Ciudadanía democrática”, op. cit., p. 85. Asimismo, experimentos
regionales de integración política como la Unión Europea presentan importantes déficits
democráticos. También Scarry se muestra escéptica ante los intentos de sustituir el
nacionalismo por el internacionalismo argumentando que “a menudo, acaban implicando un
rechazo del constitucionalismo en favor de una vacilante buena voluntad.” E. Scarry, “La
dificultad de imaginar a otras gentes”, op. cit., p. 122.
597
D. Miller, On Nationality, op. cit., p. 187. En el mismo sentido, Tamir escribe que “The
need for justifying mutual responsibilities and fostering support for redistributive policies
brought the welfare state to present itself as a community, sharing an ethos of a common past
and a collective future, including notions of closure and strict demarcation between members
and nonmembers”, en Liberal Nationalism, op. cit., p. 225. Ello no significa que todas las
cuestiones de justicia internacional puedan ser eficazmente tratadas en el marco de los estados.
En este sentido, abordar con éxito problemas que trascienden las fronteras políticas, como el
317
Resumiendo las observaciones realizadas, tenemos lo siguiente:
El respeto a la libertad de elección individual constituye una restricción a la
aprobación e implantación de cualquier proyecto político.
Las evidencias históricas indican que numerosos grupos se han opuesto a los
intentos estatales de asimilación cultural. Por esta razón, cabe prever que la
realización del ideal del humanismo global a través de la homogeneización cultural
sería inviable. Además, si se asume que experimentar los vínculos locales es
necesario para ampliar el círculo de la solidaridad, las dificultades de orden
motivacional que debe enfrentar este modelo no son meramente contingentes.
Potencialmente, la creación de un estado mundial puede reproducir las
mismas injusticias que se produjeron durante la gestación de los estados nacionales.
Aunque, para eludir este problema, es posible imaginar un sistema de democracia
global basado en una fuerte descentralización vertical, las experiencias actuales
muestran que el control de la cooperación transnacional por parte de la ciudadanía
es escaso.
En conjunto, todos estos argumentos podrían apoyar la siguiente tesis: aunque
asumiéramos que la pertenencia cultural no tiene un valor intrínseco y de que lo
ideal sería comprometerse con la “comunidad mundial de seres humanos”, las
capacidades ordinarias de los seres humanos exigen unidades políticas pequeñas
capaces de suscitar la adhesión y confianza que requiere la realización de la justicia y
de la democracia. En otras palabras: aunque el ideal sería el cosmopolitismo, lo
realista es el nacionalismo. Quizás en el futuro puedan subsanarse de algún modo
las limitaciones expuestas y los individuos serán capaces de advertir los fallos de la
racionalidad inherentes al particularismo y prestar su consentimiento a un modelo
de democracia cosmopolita bien diseñado. Pero mientras no seamos capaces de
imaginar formas alternativas de comunidad política viable las naciones tienen
deterioro medioambiental, la seguridad internacional o la globalización económica, requiere
adoptar políticas conjuntas. Pero ello no es óbice para reconocer la validez de estas precondiciones para lograr una igualdad más perfecta (Sobre esta tesis, Kymlicka y Straehle en
318
derecho al autogobierno, aunque sólo sea por razones defensivas. Un argumento
semejante subyace a la opinión de un escritor pacifista israelí, Amos Oz, que
transcribe Stephen Nathanson a propósito de la moralidad del nacionalismo.
Merece la pena reproducir unas palabras que expresan elocuentemente la relevancia
instrumental de los derechos colectivos:
“I think that the nation-estate is a tool, an instrument…but I am not enamored of
this instrument…I would be more than happy to live in a world composed of dozens of
civilizations, each developing…: no flag, no emblem, no passport, no anthem. No
nothing. Only spiritual civilizations tied somehow to their lands, without the tools of
statehood and without the instruments of war…No one joined us, no one copied the
model the Jews were forced to sustain for two thousand years…For me this drama
ended with the murder of Europe’s Jews by Hitler. And I am forced to take it upon
myself to play the “game of nations”, with all the tools of statehood…To play the game
with an emblem, a flag, and a passport and an army, and even war, provided that such
war is an absolute existential necessity. I accept those rules of the game because
existence without the tools of statehood is a matter of mortal danger… Nationalism
itself is, in my eyes, the course of mankind.”598
Es preciso reiterar que, de no ser por las limitaciones expuestas, en sí misma,
la homogeneización cultural no plantearía dilema moral alguno. La relevancia de la
pertenencia cultural es meramente instrumental: importa en la medida en que
contribuye a lograr el grado de cooperación necesaria para la efectividad de los
principios de democracia y justicia. En consecuencia, la justificación de la
atribución de determinados derechos colectivos a las minorías se basaría en las
mismas razones que fundamentan la propia existencia de los estados. Prima facie,
pues, los derechos colectivos serían derechos derivativos.
Finalmente, como puede apreciarse, el razonamiento que subyace a esta línea
instrumental de justificación de los derechos colectivos otorga cierta relevancia a
“Cosmopolitanism, Nation-States, and Minority Nationalism: A Critical Review of Recent
Literature”, op. cit., pp. 78-9).
598
Citado en S. Nathanson, “Nationalism and the Limits of Global Humanism”, en R.
McKim, J. McMahan (eds.) The Morality of Nationalism, op. cit., p. 179.
319
los vínculos particularistas. Pero la potencial oposición entre universalismo y
particularismo es superable por medio de dos líneas de argumentación que resaltan
los efectos positivos de la parcialidad nacional en el nivel fundacional de la
moralidad (sin necesidad de alegar que la identidad cultural tiene valor intrínseco):
En primer lugar, la idea de la necesidad de dividir el trabajo moral
fundamenta la posición de autores como Robert Goodin sobre la legitimidad de las
fronteras estatales. Básicamente, el argumento parte de que la existencia de
derechos universales no implica que cada individuo tenga un deber para con el
resto de seres humanos. Según Goodin, las responsabilidades especiales entre
compatriotas se asignan “merely as an administrative device for discharging our
general duties more efficiently”599. La cuestión de la eficiencia juega, en esta teoría,
un papel relevante. Puesto que, por regla general, se considera mejor distribuir los
deberes de acuerdo con el criterio de proximidad geográfica, cada estado es
responsable de garantizar los derechos y el bienestar de sus ciudadanos. Este
enfoque no requiere mantener que los valores son relativos, o que existen
adhesiones o individuos más importantes que otros600.
599
R. E. Goodin, “What Is So Special about Our Fellow Countrymen?”, Ethics 98, 1988,
p. 685.
600
Téngase en cuenta, sin embargo, que pueden plantearse varias reservas a una
explicación de la relevancia moral instrumental de los estados basada en el argumento de
Goodin. Sin ir más lejos, si el criterio es la proximidad geográfica, ¿por qué no pensar en
comunidades locales más reducidas? Además, como ha puesto de relieve Miller, este
argumento no ofrece ninguna guía para diseñar las fronteras políticas sino que, simplemente,
da por supuesta la legitimidad de las existentes (D. Miller, On Nationality, op. cit., pp. 63-64).
Por otra parte, el principio anterior no siempre será aplicable. Por mencionar un ejemplo, la
interdependencia económica provoca que las acciones de un estado puedan tener
consecuencias más allá de sus fronteras y afectar substancialmente a los derechos de los
ciudadanos de otros estados. Henry Shue ha abordado el tema de la insuficiencia de la
distribución de deberes en el marco estatal para cubrir ciertos derechos básicos como el
derecho a disponer de alimentos, abogando por la aplicación del principio de responsabilidad
(H. Shue, “Mediating Duties”, Ethics 98, 1988, pp. 687-704). De todos modos, un modelo
como el de Goodin permite la ampliación de los deberes más allá de las fronteras estatales en
el caso de que la asignación de tareas al estado sea injusta o no garantice la eficiencia. Puede
suceder, por ejemplo, que algunos estados con escasos recursos naturales tengan que
garantizar los derechos básicos a demasiada gente. En este caso, el propio Goodin admite que
se requiere una reasignación de las responsabilidades. Sobre este punto, R. E. Goodin, “What
Is So Special about Our Fellow Countrymen?”, op. cit., p. 685.
320
En segundo lugar, también podría aducirse que preocuparse más por
determinadas personas está justificado cuando una se encuentra situada en una
relación especial con respecto a estas personas. En sí mismas, estas relaciones se
ven como fuente de razones morales que, a veces, compiten con razones derivadas,
no de propiedades relacionales, sino universales. Aún así, algunos autores
interpretan que las relaciones especiales tienen un significado moral universal.
Centrándose en un caso paradigmático que casi todo el mundo consideraría
justificado, el de las relaciones amorosas, MacMahan indica lo siguiente:
“Mutual love, for example, demands partiality wherever it occurs…A relation that
did not, given opportunities, call forth and require partial behaviour on at least some
occasions would not be love at all (…). Morality urges us to foster loving relations and
to care specially for those we love not just because this is good for both of us and them,
making all our lives richer and deeper, but because this is the right way to live.”601
Extendiendo esta premisa al supuesto que nos ocupa, una concepción
universalista del nacionalismo determinaría que todo el mundo debe ser parcial con
sus conacionales. Aunque MacMahan mantiene esta idea, impone restricciones
específicas a la parcialidad nacional mostrando que incluso la parcialidad hacia las
relaciones especiales paradigmáticas –como la familia– tiene límites602.
2.2. Argumentos de justicia compensatoria y de carácter correctivo
La justificación de los derechos colectivos también puede apoyarse en varias
razones relacionadas con criterios de justicia compensatoria. Uno de los
argumentos recurrentes es la necesidad de reparar injusticias históricas. En el
capítulo anterior se ha afirmado que el nacionalismo de las minorías es, en muchos
601
J. MacMahan, “The Limits of National Partiality”, en R. McKim, J. MacMahan (eds.)
The Morality of Nationalism, op. cit., p. 118.
602
Ibid., pp. 132-135. Otros colaboradores en el mismo volumen sobre la moralidad del
nacionalismo desarrollan la analogía entre la familia y la nación al objeto de precisar aquellos
aspectos que hacen que la comparación sea válida. Thomas Hurka, concretamente, argumenta
que las límitaciones de la parcialidad nacional derivan de las diferencias –en cuanto al grado de
interacción y los beneficios que se producen, fundamentalmente– entre el tipo de relación
especial que se genera entre los miembros de grupos nacionales y las relaciones personales más
profundas; T. Hurka, “The Justification of National Partiality”, op. cit., pp. 148-55.
321
casos, un nacionalismo defensivo, producto de procesos arbitrarios de construcción
nacional que no respetaron la libertad de los diversos grupos incorporados al
estado. Entre los que más sufrieron la violencia de estos procesos se cuentan
numerosos pueblos indígenas, a quienes no sólo se les sustrajeron sus tierras y
poderes de autogobierno, sino que fueron atacados, humillados y sometidos a
programas de asimilación altamente coercitivos. ¿Tiene sentido preguntarse hoy por
la justicia de decisiones tomadas en los estadios iniciales de formación de los
estados?
En principio, cabría responder que sí. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la
razón de ser de muchas de las demandas que actualmente plantean las minorías
culturales se vincula con los daños sufridos en el pasado. Es frecuente, además, que
sean los propios grupos afectados quienes amparen sus reivindicaciones en este
argumento. Pero, frente a este discurso, podría oponerse que tales injusticias fueron
cometidas en una época muy distinta a la nuestra, que las decisiones se tomaron por
gobiernos que no son los actuales, producto de circunstancias que han cambiado, y
que, de hecho, las víctimas directas de las violaciones de derechos humanos, así
como sus verdugos, han desaparecido hace tiempo. Según esta tesis, los
requerimientos de la justicia están satisfechos siempre y cuando a los miembros de
estos grupos se les garanticen los mismos derechos civiles y políticos que al resto de
ciudadanos del estado. En todo caso, lo único que tal vez sea recomendable es
algún tipo de reparación simbólica. Un ejemplo paradigmático lo constituye la
reciente declaración pública del gobierno australiano en la que solicitaba el perdón
de los pueblos indígenas, o la compensación mediante una suma de dinero que los
gobiernos de Estados Unidos y Canadá ofrecieron a los supervivientes de las
familias de japoneses-americanos detenidos e internados durante la segunda guerra
mundial. Más que de un propósito correctivo –el pasado no se puede borrar,
desgraciadamente–, de lo que se trata con este tipo de medidas es de erradicar
suspicacias y resentimientos con el fin de restablecer la confianza en las
instituciones y contribuir a la reconciliación entre comunidades antaño enfrentadas.
322
En este sentido, sus partidarios pueden alegar razones meramente prudenciales, y
no tanto morales, para justificar estas medidas. Es decir, no es cuestión de que la
sociedad actual haga una declaración de mea culpa. Los nacidos con posterioridad a
la perpetración de los crímenes no pueden saber si ellos mismos se hubieran
comportado como lo hicieron sus ancestros. Como escribe Habermas en relación
con la consciencia de responsabilidad colectiva del pueblo alemán por el
Holocausto, “las dolorosas revelaciones de los propios padres y abuelos, que sólo
pueden provocar tristeza, serán siempre un asunto privado”. Dicha consciencia “no
tiene nada que ver con la atribución de una culpa colectiva que, por simples razones
conceptuales, es un absurdo”603.
Sin embargo, cabe una aproximación distinta al problema de las injusticias
históricas. Refiriéndose al caso de los pueblos indígenas, Waldron sostiene que es
moralmente exigible que los gobiernos actuales reviertan, en la medida de lo
posible, el daño causado por sus predecesores604. No es preciso extender la
responsabilidad colectiva más allá de los límites de la causalidad para justificar esta
postura. La personas actualmente vivas se benefician de las injusticias cometidas
por sus ancestros, esto es, de los resultados de acontecimientos ocurridos antes de
su nacimiento. Por ejemplo, la gente sigue aprovechándose de las tierras y recursos
sustraídos impunemente en el pasado. En este sentido, el significado moral de un
evento pasado radica en que imprime una diferencia significativa en el presente que
no puede obviarse. Las comunidades, tanto políticas como culturales, subsisten
durante períodos mucho más largos que el de una generación de individuos, por lo
que es plausible afirmar que, de alguna forma, tanto las víctimas de la injusticia
como sus opresores continúan existiendo. De ahí que Waldron sugiera que, en
lugar de entender la expropiación de tierras aborígenes como un acto ilícito aislado
603
604
J. Habermas, La constelación postnacional, op. cit., pp. 48-9.
J. Waldron, “Superseding Historical Injustice”, Ethics 99, 1992, pp. 4-28.
323
que aconteció en un determinado momento histórico, podemos pensar en este acto
como en una injusticia persistente605.
Igual consideración merece la revocación unilateral de un tratado –o el
incumplimiento de sus términos– suscrito entre el gobierno de un estado y uno o
más pueblos en el momento en que se anexionan a una comunidad política. En el
capítulo anterior se hizo alusión al caso de la rescisión unilateral por parte del
gobierno americano del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que garantizaba derechos
lingüísticos a los mexicanos-americanos del sudoeste de Estados Unidos. Kymlicka
explica que el tratado que el gobierno canadiense suscribió con los Métis a finales
del siglo XIX tuvo idéntico destino. Aunque este autor reconoce que los
documentos históricos pueden plantear dificultades de interpretación, en su
opinión, la legitimidad de la fundación o ampliación territorial de un estado
depende del cumplimiento de los compromisos adquiridos. La propia obligación
moral de cumplir las promesas apoyaría la restitución de la fuerza de los tratados
que reconocen derechos colectivos o un estatus jurídico especial a determinados
grupos606. De lo contrario, las expectativas legítimas de sus miembros se ven
605
Dice Waldron que, en la medida en que el derecho no obligue, por ejemplo, a que los
bienes sustraidos sean restituidos a sus legítimos propietarios, el sistema jurídico está
contribuyendo a perpetuar la injusticia histórica. Este autor llega a esta conclusión a partir de
la siguiente analogía: si su coche hubiera sido robado el día 5 de septiembre a las 9.30 a.m del
garaje sin que nadie hubiera podido impedir la comisión del robo, la injusticia no termina ahí
sino que sus efectos persisten: “I lack possession of an automobile to which I am entitled, and
the thief possesses an automobile to which she is not entitled. Taking the car away from the
thief and returning it to me, the rightful owner, is not a way of compensating me for an
injustice that took place in the past; it is a way of remitting and injustice that is ongoing into
the present” (Ibid., p. 14). Waldron elabora este argumento cuestionando la justificación de
apelar a instituciones como la prescripción para rebatir este argumento. Ésta es una línea
argumental de defensa de los derechos colectivos basada en la necesidad de revertir injusticias
históricas.
606
Históricamente, estas promesas no sólo se realizaron a los pueblos indígenas o a
minorías nacionales, sino, en ocasiones, también a grupos religiosos. Kymlicka expone el caso
de los Hutterites, un secta cristiana con la que el gobierno canadiense se comprometió a
determinadas exenciones en materia de educación, propiedad, y servicio militar a cambio de
que se instalaran en los territorios del oeste poco habitados por entonces. Ibid., 120.
324
injustamente defraudadas607. También la teoría de Locke acerca de la ilegitimidad de
la conquista a través de una “guerra injusta” o de la usurpación ilegítima podría
invocarse para respaldar la postura anterior608.
Por otra parte, Waldron escribe que “a well-known characteristic of great
injustice [is]that those who suffer it go to their deaths with the conviction that
these things must not be forgotten”609. Esta convicción puede interpretarse, más
que como un clamor a la venganza, como una determinación a que ciertos
acontecimientos no se borren de la memoria colectiva. En el capítulo anterior se
expuso la paradoja subyacente al elemento del “olvido” que Renan empleaba.
Como se recordará, su alusión a las masacres ocurridas siglos antes presuponía que
los eventos referidos estaban bien impresos en la memoria de los que escuchaban
su discurso. Lo que Renan sugería, en cambio, era la necesidad de una disposición
deliberada a “olvidar” tales episodios porque, de lo contrario, difícilmente dos
comunidades enfrentadas podrían llegar a auto-comprenderse como miembros de
una “nación”.
Sin embargo ¿qué ocurre si las comunidades contra las que una vez se
infligieron severos daños no están dispuestos a olvidar el agravio, ni aún menos a
perdonarlo? Como se explicó, son muchas las minorías nacionales que reclaman
607
A mayor abundamiento, véase W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 116120. También sobre la relevancia de las fronteras históricas como fundamento de los derechos
colectivos, R. Baübock, “Liberal Justifications for Ethnic Group Rights”, op. cit., pp. 140-2.
608
En los capítulos 16 a 19 de su Segundo tratado sobre el gobierno civil, Locke justifica la
resistencia de los pueblos injustamente conquistados argumentando que sus miembros no se
hallan obligados hacia sus conquistadores. Para Locke, cuando la guerra fue injusta, el
vencedor usurpa ilegítimamente el poder por lo que los ciudadanos tienen derecho a liberarse
de esta imposición reemplazando el gobierno establecido “porque ningún gobierno puede
tener derecho a la obediencia de un pueblo que no ha dado su consentimiento; y no puede
suponerse que el pueblo consienta hasta que se le conceda un completo estado de
libertad…Sin esto, los hombres, estén bajo el gobierno que sea, no son hombres libres, sino
esclavos sometidos por la fuerza de la guerra” J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil,
Madrid, Alianza, 1990, pp. 189-90. En este punto, el contraste con Hobbes resulta instructivo
quien, en sus conclusiones al Leviathan, deja claro que el conquistador debe ser obedecido.
Para un examen de las diversas justificaciones utilizadas para la apropiación de territorios en el
Nuevo Mundo, Thomas Flanagan, “The Agricultural Argument and Original Appropiation:
Indian Lands and Political Philosophy”, Canadian Journal of Political Science XXII, septiembre
1989, pp. 582-602.
325
derechos colectivos como el autogobierno –implicando o no la secesión del
estado– sobre la base de los daños que sufrieron producto de violentos procesos de
construcción nacional que se vieron finalmente frustrados. Aquí el problema se
plantea porque estas comunidades no están dispuestas a olvidar sin más, sino que
rememoran el recuerdo y exigen reparaciones. Ésta es otra de las razones posibles
para reconocer la legitimidad de sus demandas.
Nuevamente, cabría objetar que los discursos basados en las injusticias
históricas se alimentan de una santificación del sufrimiento basada en el
resentimiento y que, en todo caso, la aceptación de algunas de las demandas de las
minorías sólo se justifica por razones prudenciales. Sería distinto si las injusticias se
estuvieran cometiendo en la actualidad. En este caso, cabría sostener que derechos
colectivos como el autogobierno se justifican como remedio ante violaciones
masivas de los derechos humanos o ante la persecución o discriminación
sistemática a la que se encuentra sometido un grupo610. Pero existe otra forma de
conferir significado a la memoria que no pasa por el rencor o la venganza. En
especial, si se está de acuerdo con el siguiente juicio de Waldron:
“Each person establishes a sense of herself in terms of her ability to identify the
subject or agency of her present thinking with that of certain facts and events that took
place in the past (…). But remembrance of this sense is equally important to
communities –families, tribes, nations, parties– that is, to human entities that exists for
much longer than individual men and women. To neglect the historical record is to do
violence to this identity and thus the community that it sustains. And since communities
help generate a deeper sense of identity for the individuals they comprise, neglecting or
expunging the historical record is a way of undermining and insulting individuals as
well.”611
609
J. Waldron, “Superseding Historical Injustice”, op. cit., p. 7
Un desarrollo sistemático del derecho a la secesión como mecanismo paliativo en
estos casos se encuentra en A. Buchanan, Secession: The Morality of Policial Divorce, op. cit.
611
J. Waldron, “Superseding Historical Injustice”, op. cit., p. 6.
610
326
Con base en este argumento, Waldron critica la posición de quienes niegan la
relevancia moral de las solicitudes institucionales de perdón o de las declaraciones
de disculpa612.
J. R. Lucas realiza una observación semejante. Este autor se pregunta si los
jóvenes alemanes de hoy deben responder, reparando en lo posible, de las
atrocidades cometidas por los Nazis antes de que ellos nacieran. Su respuesta es
afirmativa. Lucas señala que cuando consideramos la herencia de nuestros
predecesores, asumimos también alguna responsabilidad por los actos que ellos
realizaron en el proceso de producción de las cosas buenas de las que hoy
disfrutamos: “We cannot eat the fruits of their labours and wash our hands of the
stains of their toil”. Asimismo, cuanto más nos identifiquemos con nuestros
predecesores y nos enorgullezcamos de sus logros “the more also we must shoulder
the concomitant responsibility”613. También Larry May, a propósito de la discusión
en torno a la responsabilidad por parte de algunos colectivos que apoyaron
implícitamente al apartheid en Sudáfrica, sostiene que a través de nuestras
adhesiones a grupos realizamos opciones social y moralmente significativas de las
612
Como escribe este autor con referencia a las compensaciones a los descendientes de
las familias de japoneses-americanos que fueron maltratados, las manifestaciones de perdón y
las compensaciones simbólicas tienen valor moral. Suponen no sólo reconocer que la
injusticia, efectivamente, tuvo lugar, sino que “It was the American people and their
government that inflicted it, and that these people were among its victims”, Ibid., p. 7. Puesto
que el principal interés de este trabajo es examinar las demandas de derechos colectivos que
plantean las minorías culturales, los ejemplos a los que me estoy refiriendo tienen que ver con
estas demandas. No obstante, el argumento sobre la relevancia moral de las injusticias
históricas es aplicable a las minorías sociales maltratadas. Las medidas de reparación simbólica
en estos casos podrán ser distintas, pero el objetivo es el mismo que indica Waldron: dejar
claro que se estima que las acciones pasadas fueron injustas y que existe la firme y sincera
voluntad de que los hechos no vuelvan a repetirse. El denominado “lenguaje políticamente
correcto” es, a mi modo de ver, un ejemplo paradigmático de forma simbólica de dignificar a
quienes pertenecen a grupos históricamente maltratados y siguen padeciendo desventajas y
discriminaciones por su simple condición de miembros de tales grupos. Su utilización
constituye una muestra simbólica de la consciencia de la trascendencia de algunas injusticias y
discriminaciones históricas. Por supuesto, ello no excluye la necesidad de adoptar otras
medidas para paliar la discriminación de hecho. Pero coincido con la apreciación de Waldron
de que “since identity is bound up with symbolism, a symbolic gesture may be as important to
people as any material compensation”; Ibid.
613
J. R. Lucas, Responsibility, Oxford, Clarendon Press, 1995, pp. 77-8.
327
que debemos responsabilizarnos614. Este razonamiento es igualmente válido a la
hora de justificar la relevancia instrumental de los derechos colectivos. El
reconocimiento de estos derechos es una de las formas de reparar injusticias
cometidas históricamente, rectificando las asimetrías creadas entre los miembros de
los grupos mayoritario y minoritario por políticas de agresión, segregación interna o
asimilación coercitiva llevadas a cabo por el estado. Naturalmente, qué derechos en
concreto deberían reconocerse –secesión, derechos de especial representación,
renegociación constitucional para acomodar demandas culturales, etc.– dependerá
de cada contexto615. Lo que interesa destacar es que es probable que su asignación
se contemple como un requisito esencial para que una comunidad previamente
agredida o discriminada acceda a “olvidar” deliberadamente el pasado e integrarse
plenamente en la vida política. Evidentemente, por muy sinceras que sean, tanto las
disculpas como la disposición a no volver a cometer los errores del pasado, pueden
considerarse insuficientes para ejercer de desagravio.
Por último, aunque éste es un tema que se aparta de la discusión sobre los
derechos colectivos, incluso cuando la comunidad a la que se imputan
retrospectivamente determinadas injusticias históricas carece de la oportunidad de
repararlos más que de forma meramente simbólica, el esclarecimiento de los hechos
y su reconocimiento público es relevante para lo que Habermas ha denominado “la
autocomprensión ético-política de los ciudadanos”. Este autor reivindica la
614
L. May, “Methaphysical Guilt and Moral Taint”, en L. May, S. Hoffman (eds.),
Collective Responsibility. Five Decades of Debate in Theoretical and Applied Ethics, Maryland,
Rowman&Littlefield Publishers, 1991, p. 252.
615
Obviamente, en el caso de estados que tuvieron éxito en asimilar a los grupos preexistentes el reconocimiento de estos derechos ya no tiene sentido. La justificación de los
derechos colectivos a partir de criterios de justicia compensatoria presupone que existen
minorías culturales que resistieron los programas estatales de asimilación coercitiva. En estos
casos, el modelo de federación plurinacional puede significar una solución que conjugue los
problemas de justicia actuales con la subsanación de los déficits de legitimidad del estado.
Wayne Norman ha señalado que pensar en qué tipo de arreglos se hubieran considerado justos
por parte de los pueblos o territorios incorporados forzosamente al estado es un ejercicio útil
para prevenir a las democracias actuales en contra de la continuación de políticas de
asimilación coercitivas. W. Norman, “Towards a Philosophy of Federalism”, en J. Baker (ed.),
Group Rights, op. cit., pp. 93-94.
328
relevancia de la asunción de ciertos capítulos criminales de la propia historia por
parte de la ciudadanía. Contrariamente a quienes consideran que “sólo las
tradiciones incuestionadas y los valores fuertes hacen un pueblo ‘apto para el
futuro’” y que la rememoración de ciertos episodios únicamente sirve para avivar
un cuestionable “ajuste de cuentas” moral, Habermas cree que en el contexto de la
autocomprensión ético-política, “las cuestiones históricas sobre atribución de
responsabilidades subjetivas tienen otro valor”. Este valor reside en que las
generaciones nacidas con posterioridad a los crímenes se cercioren de una herencia
histórica que “en tanto que ciudadanos de una comunidad política deben aceptar de
un modo u otro”. Este proceso de revisión crítica es relevante porque los
ciudadanos quieren clarificaciones sobre “la matriz cultural de una herencia muy
pesada, a fin de saber de qué responden colectivamente y, dado el caso, qué
elementos de aquellas tradiciones que constituyeron entonces un fatal trasfondo
motivacional todavía son operantes y qué hace falta revisar” 616.
En suma, con independencia de la opinión que se tenga con respecto a este
último tema, es razonable sostener que, en determinados contextos, frases como
‘dejemos que el pasado sea pasado’ –‘let bygones be bygones’– resultan
inapropiadas617. Concretamente, en aquellos casos en que todavía es posible
corregir en alguna medida injusticias cometidas en el pasado cuyos efectos todavía
persisten, o bien subsanar los vicios de legitimidad en los que incurrió la formación
histórica de algunos estados, existe una obligación moral de emprender acciones al
respecto. El reconocimiento de derechos colectivos adquiere, entonces, singular
relevancia, al conformar el substrato de muchas de las demandas que plantean los
gupos afectados618.
616
J. Habermas, La Constelación postnacional, op. cit., pp. 46-49. En definitiva, también de
las observaciones de Habermas se desprende que asumir las sombras de la propia historia
puede ser relevante para la construcción de relaciones sociales y políticas éticamente
aceptables.
617
J. Waldron, “Superseding Historical Injustice”, op. cit., p. 14.
618
Por supuesto, ello no significa que estemos ante derechos absolutos. Cabe
argumentar, por ejemplo, que el estado no está obligado a devolver todos los territorios de los
que fueron desposeidos los pueblos indígenas porque debe conjugar su obligación hacia estos
329
2.3. Conclusión: la relevancia instrumental de los derechos colectivos
Los comentarios anteriores son, sin duda, generalizaciones demasiado breves
para honrar la complejidad de las cuestiones que están en juego. No obstante, el
propósito de las observaciones realizadas ha sido dar cuenta de la relevancia
instrumental de los derechos colectivos, así como del papel que desempeñan las
reclamaciones de estos derechos en el marco de discursos más generales de justicia
correctiva. Como se ha mostrado, ninguna de las teorías expuestas defiende los
derechos colectivos sobre la base del valor moral de la pertenencia cultural. Su
objeto tampoco es explorar las razones concretas del interés que muestran los
individuos en sus propios grupos culturales. Este interés queda inexplicado en los
argumentos que giran en torno a la necesidad de reparar injusticias históricas y, para
los detractores de la idea del humanismo global su relevancia es meramente
instrumental.
Pero si lo que está en juego no es la pertenencia cultural, o el derecho a
expresar la propia identidad cultural, las minorías que no puedan alegar haber
sufrido o estar sufriendo una injusticia no serán candidatas al reconocimiento de
derechos colectivos. La asignación de estos derechos se concibe como reacción
ante la violación de derechos humanos individuales, o bien se vincula a la
grupos con las demandas legítimas que puedan tener los terceros de buena fe afectados por
una hipotética expropiación de propiedades con el fin de hacer efectiva la devolución. Estas
cuestiones deben valorarse contextualmente, atendiendo a los intereses de todas las partes y
tratando de buscar soluciones justas para todos. A este problema hace referencia Waldron
cuando, al final del artículo citado, señala que el acceso a los recursos naturales de los
territorios donde originariamente habitaban los pueblos indígenas son hoy necesarios para
hacer frente a otras demandas de justicia. También Kymlicka tiene en cuenta que garantizar los
derechos de las minorías culturales supone un coste para otras personas y para otros intereses
y que, por consiguiente, necesitamos determinar en qué casos estos costes están justificados
(W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 107). No obstante, una vez más, es preciso
enfatizar que el problema del conflicto de derechos no se plantea únicamente con los derechos
colectivos. Todos los ordenamientos jurídicos contemplan la posibilidad de expropiar la
propiedad privada para fines de interés general otorgando una compensación suficiente a los
afectados. Un criterio semejante podría regir las devoluciones de tierras a los pueblos
indígenas. En cualquier caso, una cosa es plantear la cuestión como un conflicto de derechos
(sopesando cuidadosamente los distintos intereses en juego) y otra bien distinta es alegar que
este tipo de reclamaciones basadas en títulos históricos no tienen ninguna razón de ser.
330
resistencia de las minorías a asimilarse voluntariamente a la cultura predominante y
a las imperfecciones del actual sistema político internacional. En este sentido, el
reconocimiento de derechos colectivos podría preverse incluso con carácter
temporal. Aunque las probabilidades de lograr rectificar exitosamente los errores
del pasado e implantar un gobierno mundial sean remotas, en principio, ambos
objetivos no se descartan. Entre tanto, se trataría de subsanar los déficits de
legitimidad del momento fundacional de un estado y restaurar la confianza y la
dignidad de las minorías ultrajadas.
Nótese que, bajo la perspectiva anterior, nada obsta a que las identidades
etnoculturales sigan viéndose, en el fondo, como un producto de la alienación y de
la opresión, “a false consciousness which divides groups of common interests and
block emancipatory movements, and a phenomenon that will ultimately vanish in a
truly liberal society because there is no more human need to which it answers”619.
Por esta razón, los derechos colectivos, más que erigirse en una característica
permanente de las democracias liberales, se conciben como un medio para hacer
efectivos otros principios o bienes que sí se consideran intrínsecamente valiosos.
En el supuesto de que estos bienes estuvieran asegurados, las minorías culturales
podrían reclamar, como máximo, los mismos derechos negativos que tienen los
grupos religiosos. Ahora bien, ¿es posible dar un paso más y entender que la
pertenencia cultural tiene un significado moral intrínseco y que, por tanto, los
derechos colectivos de las minorías culturales son derechos básicos? La siguiente
sección analiza algunas razones para afirmar que el elemento de la pertenencia
cultural es, en sí mismo, una fuente de razones morales que deriva directamente de
la naturaleza de esta relación específica entre el individuo y un grupo cultural.
619
R. Baübock, “Liberal Justifications for Ethnic Group Rights”, op. cit., p. 144.
331
3.
Los derechos colectivos como derechos básicos: la relevancia moral de
la pertenencia cultural en las teorías de Kymlicka y Taylor
A mi juicio, la perspectiva anterior no capta íntegramente la fuerza del
argumento en favor del reconocimiento de derechos colectivos a las minorías
culturales. Con independencia de las diversas consignas y planteamientos que los
propios grupos escogen para su reivindicación, los derechos colectivos sólo podrán
categorizarse como derechos humanos básicos si existen razones para mantener
que su atribución es necesaria para garantizar el acceso a bienes primarios. Las dos
teorías que se exponen a continuación corroboran la plausibilidad de esta tesis. Se
trata, como se adelantó al inicio de este capítulo, de los argumentos de Kymlicka y
Taylor. El pilar esencial en la teoría de los derechos de las minorías elaborada por
Kymlicka es su argumento acerca de la conciliabilidad e interdependencia de
autonomía y cultura, por lo que la exposición de su trabajo se centrará
especialmente en clarificar esta relación. De la crítica de Taylor a la creciente
“atomización” y fragmentación social que aquejan a las sociedades democráticas
modernas emerge una singular concepción del liberalismo que admite la legitimidad
de los derechos colectivos para la persecución de metas sociales compartidas.
3.1. La teoría de Kymlicka: Autonomía y derecho a la pertenencia cultural
Introducción
De acuerdo con Kymlicka, el ideal liberal es una sociedad de individuos libres
e iguales. Sin embargo, ¿cuál es la sociedad relevante? La respuesta le parece clara a
este autor: “For most people it seems to be their nation”620. Kymlicka sugiere que
pocos ciudadanos en países democráticos favorecerían un sistema de fronteras
abiertas que les permitiera circular, establecerse libremente y votar en cualquier
país. Aunque este sistema extendería notablemente el ámbito territorial del disfrute
de los derechos políticos, también disminuirían las posibilidades de supervivencia
620
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 93.
332
de las comunidades nacionales en tanto culturas distintas. Puestos a elegir,
Kymlicka afirma que la mayoría de personas,
“would rather be free and equal members within their own nation, even if this means they
have less freedom to work and vote elsewhere, than be free and equal citizens of the world, if this
means they are likely to be able to live and work in their own language and culture. ”621
La reacción de las minorías culturales frente a los programas de asimilación
históricamente impulsados por los estados permite constatar un patrón general que
justifica con creces la aserción de Kymlicka. A esta cuestión ya se ha hecho amplia
referencia en el capítulo anterior. Pero este autor añade, además, que la mayoría de
teóricos en la tradición liberal suscriben implícitamente esta postura.
En efecto, refiriéndose a la obra de dos de los máximos exponentes del
liberalismo en la segunda mitad del siglo XX, Rawls y Dworkin, Kymlicka muestra
que, aunque estos autores omitan discutirla, la hipótesis anterior es fundamental
para comprender sus teorías622. Basándose en esta constatación, su trabajo se
presenta como un desarrollo sistemático de las tesis del liberalismo igualitario
respecto de un problema, el del rol de las diferencias culturales, que aparece como
una laguna inexcusable en esta corriente filosófica. El leit motive de toda su obra es
mostrar que este vacío no se debe a una deficiencia de los fundamentos más
profundos del liberalismo, sino al hecho de que la mayoría de teóricos de la política
posteriores a la segunda guerra mundial trabajan con un modelo inadecuado de la
polis en el que la comunidad política equivale a una única comunidad cultural. Este
modelo habría impedido a figuras tan destacadas del liberalismo contemporáneo
como Dworkin y Rawls advertir las implicaciones últimas de los postulados que
defienden. Siguiendo el sendero trazado por Rawls, Kymlicka parte de una
comunidad política cerrada y se pregunta cuáles serían los términos de un acuerdo
justo entre los diversos grupos culturales que la componen. A su entender, el
espacio público debe ser inclusivo no sólo de la pluralidad de doctrinas
621
622
Ibid.
Ibid.
333
comprehensivas existentes en una sociedad, sino también de la pluralidad de
culturas a las que pertenecen los individuos. Así como los derechos comunes de la
ciudadanía protegen adecuadamente la diversidad de creencias, los derechos
colectivos protegen la diversidad de culturas.
Los dos libros mencionados –Liberalism, Community and Culture y Multicultural
Citizenship– pueden verse como complementarios. En ambos se trasluce la misma
estrategia intelectual de un filósofo que, ante todo, contempla con preocupación
que el destino de los grupos nacionales y étnicos esté casi siempre en manos de
nacionalistas xenófobos, extremistas religiosos o dictadores. Kymlicka piensa que el
coste del fracaso de la teoría liberal en tomar en serio el análisis de los intereses de
las minorías étnicas y culturales puede ser demasiado alto. Sin ir más lejos, la
ausencia de una aproximación liberal consistente al fenómeno del multiculturalismo
supone ceder terreno a los críticos del liberalismo y, por tanto, a otras visiones
políticas y sociales alternativas. La inquietud de Kymlicka no procede,
primariamente, de la necesidad de rescatar el mérito de la teoría liberal en
sofisticadas disputas conceptuales de trascendencia meramente académica. Aunque
su contribución en este terreno no puede subestimarse en absoluto –como se
comprobó a propósito del análisis del concepto de derechos colectivos en la
primera parte de este trabajo–, su investigación se inspira en la voluntad de
subsanar ciertas incoherencias internas de que adolece el pensamiento liberal
respecto de la cuestión del estatus de las minorías culturales623. Aquí radica el
núcleo de las tensiones que viven muchos estados, tanto en las democracias
occidentales como en la Europa del Este, en Asia y en África. Resolver estos
conflictos resulta crucial para el arraigo definitivo de la democracia y de los
derechos humanos. Por ello, los países afectados “are looking to the works of
Western liberals for guidance regarding the principles of liberal constitutionalism in
a multinational state”624. Pero la tradición liberal no tiene demasiado que ofrecer:
623
624
Véase la conclusión a Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 193-95.
Ibid., p. 194.
334
“liberal tradition offers only confused and contradictory advice on this question.
Liberal thinking in minority rights has too often been guilty of ethnocentric
assumptions, or of over-generalizing particular cases, or of conflating contingent
political strategy with enduring moral principle. This is reflected in the wide range of
policies liberal states have historically adopted regarding ethnic and national groups,
ranging from coercive assimilation to coercive segregation, from conquest and
colonization to federalism and self-government.”625
Seguramente, la principal virtud de la obra de Kymlicka es que ha logrado
romper el silencio del liberalismo contemporáneo en torno al problema de la
compatibilidad o incompatibilidad con la teoría liberal de las políticas de los estados
democráticos con respecto a las minorías. Su teoría, además, ha provocado un
intenso y fructífero debate sobre el tema. Como se ha indicado en diversas
ocasiones a lo largo de este trabajo, hasta hace pocos años la mayoría de teóricos
liberales que discutían el problema de las minorías culturales lo hacían desde el
principio de no discriminación vinculado al ideal de neutralidad. En este sentido, se
asumía que la mejor estrategia que el estado puede adoptar frente a estos grupos es
la de dejar a la libre elección de sus miembros el mantenimiento y reproducción en
la esfera privada de las prácticas asociadas a sus culturas.
Sin embargo, la posición liberal ortodoxa es incoherente por cuanto
presupone que el estado debe abstenerse de promover cultura alguna. Por esta
razón, como se explicó en el capítulo anterior, no sólo deja inexplicada una larga
tradición de prácticas largamente asentadas en las democracias liberales, sino que
ignora que el estado moderno no puede evitar involucrarse en materia cultural. Éste
es el punto de partida de la empresa que acomete Kymlicka. Con independencia del
mayor o menor grado de adhesión que despierte su teoría, es innegable que ésta
delimita un enfoque alternativo, de corte liberal, a la problemática del
multiculturalismo. Además, este modelo se construye a partir de una respuesta
concreta a la cuestión central tantas veces eludida sobre el valor de la cultura. Por
otra parte, su obra –sobre todo, Multicultural Citizenship– constituye una muestra del
625
Ibid., pp. 194-95.
335
excelente rendimiento explicativo que tiene prestar atención a las prácticas de los
estados democráticos como punto de partida de cualquier investigación de filosofía
política626.
A continuación se resaltan los elementos centrales de su argumento, haciendo
especial hincapié en la articulación de su tesis central: la comprensión de la
pertenencia cultural como bien primario. Asimismo, se analizan algunos de los
principales desafíos que se han planteado a esta idea627. Vaya por delante que, en mi
opinión, ninguna de las críticas que ha recibido la teoría de Kymlicka socava
definitivamente la plausibilidad de sus argumentos de fondo. Más bien la necesidad
de, por un lado, abordar problemas específicos a los que este autor no ha prestado
atención suficiente y, por otro, extraer implicaciones concretas en cuanto al alcance
de estos argumentos respecto de distintos tipos de minorías culturales. Ésta es la
labor que se tratará de llevar a cabo entre lo que resta de esta sección y el siguiente
capítulo. En algunos casos, los propios escritos de Kymlicka ofrecen indicios del
camino a seguir; en otros, recurrir a los trabajos sobre el multiculturalismo de otros
autores contribuirá a articular respuestas coherentes a los problemas que se
plantean. Pero, antes, conviene enmarcar a Kymlicka dentro de alguna de las
corrientes del liberalismo contemporáneo y trazar las claves esenciales de su
argumento.
El proyecto de Kymlicka: la pertenencia cultural como un bien primario
626
Ésta es una de las contribuciones de la teoría de Kymlicka que más ha realzado la
crítica. Véase, por ejemplo, J. Carens, “Liberalism and Culture”, Symposium on ‘Multicultural
Citizenship’ by Will Kymlicka, Constellations, op. cit., p. 37.
627
Es preciso advertir que el objeto de las páginas siguientes no es realizar una
descripción exhaustiva de la teoría de Kymlicka sino, más bien, exponer el nucleo central de su
argumento acerca de la relevancia moral de la cultura y examinar algunos de los desafíos más
relevantes que ha suscitado su tesis. En partes anteriores de este trabajo se ha ido
introduciendo el pensamiento de este autor en torno a temas diversos: su perspectiva crítica
sobre el etnocentrismo característico de la tradición liberal del siglo XIX, su contribución al
análisis de la noción de derechos colectivos, etc. Téngase en cuenta, además, que el siguiente
capítulo se ocupará de explorar las implicaciones normativas de la teoría de Kymlicka con
respecto de distintos patrones de diversidad cultural. Así pues, lo que fundamentalmente
interesa tratar en esta sede es su argumento en favor de los derechos de las minorías. Cuantas
aclaraciones secundarias se consideren convenientes –especialmente, respecto de la posición
de Kymlicka en debates filosóficos más generales– se realizarán en notas a pie de página.
336
Ya sabemos que el propósito de Kymlicka es diseñar los cimientos de un
enfoque distintivamente liberal a la cuestión de los derechos de las minorías628. De
hecho, la primera parte de Liberalism, Community and Culture es una elaborada
defensa de las credenciales filosóficas del liberalismo en contra de sus detractores
marxistas y comunitaristas629. El liberalismo, tal como Kymlicka lo concibe, se
caracteriza por la asunción de cierta clase de individualismo –esto es, el individuo se
concibe, en la tradición kantiana, como la última unidad de valor moral, como un
fin en sí mismo– y de cierto tipo de igualitarismo –esto es, cada individuo tiene un
estatus moral igual y debe ser tratado por el gobierno con igual consideración y
respeto630. Su posición se enmarca en la órbita del liberalismo denominado social o
igualitarista, una vertiente de esta doctrina que han articulado en la segunda mitad
del siglo XX filósofos como Brian Barry, Gerald A. Cohen, Ronald Dworkin,
Stuart Hampshire, John Rawls o Amartya Sen. En contraste con el neo-liberalismo
o libertarismo de raíz individualista de Friedrich Hayek y Robert Nozick, esta
corriente prescribe el intervencionismo estatal para dar substantividad al postulado
moral de que cada vida humana cuenta, y cuenta por igual631. El compromiso con la
igualación de las condiciones de vida de los individuos toma en serio factores como
sus distintas capacidades y circunstancias, enfatizando la necesidad de un esquema
de redistribución de la riqueza que provea a los individuos de los recursos
necesarios para desarrollar sus planes de vida632.
628
No se trata, por tanto, de desarrollar la visión tradicional del liberalismo respecto de
los derechos de las minorías puesto que, como observaba el propio autor en la cita antes
reproducida, esta visión no existe. Por ello, “We need to lay out the basic principles of
liberalism, and see how they bear on the claims of ethnic and national minorities”. W.
Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 75.
629
Téngase en cuenta que, a finales de la década de los ochenta, cuando su obra apareció
publicada, el debate entre liberales y comunitaristas estaba en pleno apogeo. En Multicultural
Citizenship, en cambio, esta discusión ocupa un lugar muy secundario. En este libro, Kymlicka
sitúa el problema de los derechos de las minorías dentro de la corriente liberal con el
propósito de defender una particular visión del liberalismo.
630
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 140.
631
T. Nagel, Mortal Questions, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, pp. 105.
632
Para mayores detalles sobre la diferencia entre la corriente libertaria y el liberalismo
social, véase W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea, op. cit., capítulos 3 y 4; R. Gargarella,
Las teorías de la justicia después de Rawls, op. cit., pp. 45-85.
337
Para Kymlicka, estas características identificatorias del liberalismo no implican
que las comunidades carezcan de valor para los liberales. El que la fuente primaria
de la relevancia de cualquier bien u objeto sea su contribución a las vidas de los
individuos no significa que la doctrina liberal deba asumir una concepción del ser
humano sociológicamente naïve. Por el contrario, este autor subraya que el valor
primordial que los liberales confieren a la libertad de consciencia se conecta con la
protección que esta libertad ofrece a actividades que son eminentemente sociales.
Otros derechos individuales como la libertad de asociación también se justifican y
emplean para sustentar una amplia gama de relaciones sociales633. Esta apreciación
está en el corazón de su crítica al comunitarismo. Tras un examen minucioso,
Kymlicka argumenta –persuasivamente, a mi juicio– que ninguna de las versiones
de las principales tesis comunitaristas plantea desafíos graves a la teoría liberal634.
633
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 140; Multicultural Citizenship,
op. cit., p. 26.
634
Efectivamente, Kymlicka impugna la posición de autores como Sandel, Taylor y
Rorty que acusan a los liberales kantianos de mantener una visión “atomista” del individuo y
una teoría de la racionalidad y de la moralidad que es transcultural y ahistórica. En contra de lo
que afirman quienes suscriben esta posición, Kymlicka sostiene que es falso que todos los
liberales valoren la libertad de elección intrínsecamente. La mayoría de ellos valora esta
libertad como precondición para la elección autónoma de proyectos y prácticas que sí son
valiosos en sí mismos –esta cuestión ya se señaló anteriormente, en el marco de la discusión
acerca de la justificación de la neutralidad y la crítica al perfeccionismo, por lo que a ella me
remito. Por otra parte, Kymlicka argumenta que las posiciones de Sandel y Rawls con respecto
a la prioridad del yo respecto de los fines son mucho más conciliables de lo que a primera vista
pudiera parecer. En primer lugar, si bien Sandel afirma que el yo está constituido por sus fines,
en algunos pasajes de Liberalism and the Limits of Justice admite que las fronteras de la identidad
son flexibles y que el razonamiento práctico no es sólo una cuestión de auto-descubrimiento,
sino también de juicio. La tesis fuerte de que el auto-descubrimiento reemplaza al juicio no
puede ser identificada, entonces, como parte central de la crítica comunitarista. En este
sentido, Sandel fracasa en su intento de justificar una política comunitarista porque no
consigue mostrar por qué razón el individuo no debería contar con las precondiciones
apropiadas para reexaminar sus ideales de vida buena. Entre estos requisitos está la garantía de
la independencia personal necesaria para juzgar libremente. En segundo lugar, en lo
concerniente a la cuestión de la ahistoricidad o transculturalidad, Kymlicka sostiene que la
discrepancia central entre Rawls y Walzer o Rorty no se origina tanto en la teoría del
significado de las expresiones morales como en la cuestión del método filosófico. Al respecto,
este autor indica que es sencillamente falso que autores como Rawls no empiecen desde la
base, desde ciertos valores e intuiciones compartidas acerca de las fuentes de la desigualdad.
Así: “The premiss of Rawl’s argument isn’t the original position, as some sort of
transcendental standpoint from which we survey the moral landscape, and choose all our
moral beliefs. On the contrary, we start with the shared moral beliefs, and then describe an
338
De ahí que este autor se encuentre entre quienes lamentan el giro teórico del Rawls
de Political Liberalism635. A su juicio, la cuestión a dilucidar a la hora de encarar el
multiculturalismo no es la precedencia relativa del individuo por encima de la
comunidad, o la posibilidad de justificar los derechos individuales con carácter
universal, independientemente de la pluralidad de planes de vida y concepciones del
bien existentes en el mundo. Ambos principios le parecen justificados. El tema es si
“some forms of cultural difference can only be accommodated through special
legal or constitutional measures, above and beyond the common rights of
citizenship”636.
Pasemos al desarrollo concreto que autoriza a este autor a responder
afirmativamente al problema planteado. Ya en su primer libro, Kymlicka observa la
discontinuidad existente en muchos estados modernos entre la comunidad política,
“within which individuals exercise the rights and responsibilities entailed by the
framework of liberal justice”, y la comunidad cultural, “within which individuals
form and revise their aims and ambitions”, y critica el presupuesto de
original position in accordance with those shared beliefs, in order to work out their fuller
implications”. Por lo que se refiere a los límites del razonamiento práctico, Kymlicka critica el
dogmatismo de autores como Rorty que pretenden haber identificado estos límites de
antemano, antes de iniciar la conversación moral. W. Kymlicka, Liberalism, Community and
Culture, op. cit., pp. 47-73.
635
Ibid., p. 58; Multicultural Citizenship, op. cit., p. 163. Como se observó en el capítulo
sexto, en sus trabajos posteriores a 1985 Rawls se distancia del liberalismo “comprehensivo”
anclado en el pensamiento de Kant y Mill, rechazando su compromiso inicial con la
autonomía sobre la base de que este valor proporciona un fundamento sectario al liberalismo.
Sin embargo, Kymlicka argumenta que la nueva estrategia “política” de Rawls no alcanza su
objetivo de abarcar dentro del liberalismo incluso a aquellas personas o doctrinas no liberales
que no aceptan la idea de que el individuo puede revisar sus fines. Más concretamente,
Kymlicka piensa que Rawls no suministra una solución al problema de la existencia de grupos
no liberales porque es erróneo suponer que se puede evitar apelar al valor general de la
autonomía individual y seguir manteniendo la prioridad de “lo correcto”, esto es, de los
derechos civiles y políticos. La crítica de Kymlicka constituye una objeción de peso al nuevo
proyecto de Rawls: ¿por qué retraerse del “liberalismo comprehensivo” si, después de todo, se
extraen idénticas conclusiones con respecto de los problemas que se querían solucionar? La
cuestión de las minorías no liberales centrará buena parte del capítulo siguiente. De otro lado,
Kymlicka considera que la concepción del sujeto contextualizado, con vínculos profundos
hacia su grupo social, es acomodable dentro del liberalismo, sin que se requiera cambiar la
concepción originaria de Rawls (Ibid., pp. 92, 215 n.16).
636
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 26.
339
homogeneidad cultural subyacente a la mayoría de teorías políticas liberales 637. La
adopción de esta premisa –aplicable, en la práctica, a un número muy limitado de
estados– explicaría la escasa literatura filosófica dedicada a discutir el estatus de las
minorías. Sin embargo, de acuerdo con Kymlicka, los principios de igualdad y
libertad que defiende el liberalismo exigen que se respete a las personas en tanto
miembros de ambas clases de comunidad. A su juicio, este respeto se logra por
medio del reconocimiento de derechos colectivos a las minorías culturales638. Esta
tesis supone rechazar la presunción de que la homogeneidad en la distribución de
los derechos dentro de una misma unidad política equivale a igualdad. En
Liberalism, Community and Culture esta idea se discute, primariamente, en relación con
las demandas de los pueblos indígenas. En Multicultural Citizenship, Kymlicka refina
notablemente su argumento –en parte, como respuesta a algunas de las objeciones
que sus críticos plantearon a su primer libro– y lo extiende a otros patrones de
diversidad cultural639. No obstante, la conclusión alcanzada sigue siendo la misma:
la justicia liberal en los estados multiculturales requiere la adscripción de varios
derechos colectivos a las minorías culturales.
637
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 135.
En Multicultural Citizenship Kymlicka distingue, concretamente, entre tres clases de
derechos colectivos (a los que se refiere como group-differentiated rights, como se indicó en la
primera parte de este trabajo): derechos de autogobierno, derechos poliétnicos y derechos de
especial representación. Esta categorización supone otra relevante aportación conceptual. El
primer tipo de derechos involucra el ejercicio de la autoridad política en un territorio por parte
de los miembros de un grupo (en principio, esta categoría abarcaría desde la autonomía
política en determinadas materias hasta la plena autodeterminación). Kymlicka emplea la
expresión “polyethnic rights” para caracterizar los derechos culturales de carácter no
territorial. Se trataría de medidas que comprenderían, desde el derecho a recibir apoyo
financiero por parte del estado para el desarrollo de ciertas prácticas culturales, hasta
exenciones al cumplimiento de determinadas normas otorgadas a los miembros de minorías
étnicas o religiosas. Por último, los derechos de especial representación, como su propio
nombre indica, envuelven demandas dirigidas a asegurar la representación permanente de las
minorías en las instituciones estatales. Kymlicka cita la previsión de la constitución canadiense
que garantiza que tres de los nueve jueces de la Corte Suprema sean quebequeses. W.
Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 26-33. En el capítulo siguiente se discuten con
mayor detenimiento las categorías propuestas por Kymlicka.
639
En lo que sigue, la conexión entre aquellos principios y la cultura se expone teniendo
en cuenta, principalmente, la formulación más reciente.
638
340
¿Por qué motivo habría de entenderse que los intereses relacionados con la
cultura requieren de una garantía tan peculiar e importante como la que confieren
los derechos? Uno de los ejes centrales del razonamiento de Kymlicka ya ha sido
expuesto en el capítulo anterior. En concordancia con las ideas de este autor, se ha
enfatizado la relevancia de recurrir al principio de igualdad para corregir,
equilibrando, situaciones de desventaja colectiva frente a las cuales los derechos
individuales demuestran ser insuficientes. En virtud de esta idea, el ideal de
neutralidad se ha reinterpretado en términos de imparcialidad o no arbitrariedad en
la actuación del estado. No obstante, el peso de este argumento está en función de
que la acomodación de los intereses involucrados se considere moralmente exigible.
Como se comentó, el argumento de la igualdad funcionará en la medida en que
pueda establecerse que la pertenencia cultural no es una preferencia de segundo
orden, sino un bien fundamental. Si sólo se tratase de una preferencia secundaria, la
escasez de recursos, junto con la existencia de otros intereses en conflicto,
impondrían severas restricciones a su satisfacción. Dicho de otro modo, promover
los intereses de las minorías se convertiría en algo meramente aconsejable –por
razones prudenciales, tal vez– pero no en una obligación moral propiamente dicha.
Por esta razón, es importante tener en cuenta que, en la teoría de Kymlicka, los
intereses de las minorías no se consideran secundarios, ni tampoco equiparables a
preferencias caras. Por el contrario, este autor sostiene que la cultura es un bien
básico para el ejercicio de la autonomía, razón por la cual estima que las políticas de
los estados destinadas a promover la cultura mayoritaria son injustas. Éste es el
pilar cardinal en el que se asienta todo el edificio teórico diseñado por Kymlicka.
En efecto, su teoría establece una conexión intrínseca entre libertad y
pertenencia cultural640. Como se ha observado, Kymlicka comparte con los liberales
clásicos la valoración de la autonomía individual. Piensa que cada individuo tiene
un interés fundamental en ejercer su capacidad moral para elegir entre distintas
concepciones de la vida buena –así como para cuestionar y revisar estas elecciones
640
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., pp. 82-93.
341
a la luz de otros valores, o de nueva información– en la que el gobierno debe
abstenerse de interferir. Ahora bien, el contexto idóneo en el que los individuos
ejercen su autonomía es en el seno de sus propias “culturas societarias”641. La idea
es la siguiente:
Los individuos realizan sus elecciones, primariamente, sobre la base de las
prácticas sociales que tienen a su alrededor. Adquirir una creencia acerca del valor
de una práctica requiere poder acceder al conjunto de elementos que le confieren
significado, y los significados están íntimamente vinculados a una cultura.
“Freedom”, escribe Kymlicka, “involves making choices amongst various options,
and our societal culture not only provides this options, but also makes them
meaningful to us”642. A fin de poder optar entre distintas concepciones de la vida
buena, los individuos no sólo precisan la información relevante y capacidad
reflexiva para evaluarla. También requieren el acceso a una cultura societaria:
“Whether or not a course of action has any significance for us depends on
whether, and how, our language renders vivid to us the point of that activity. And the
way in which language renders vivid these activities is shaped by our history, our
‘traditions and conventions’. Understanding these cultural narratives is a precondition of
making intelligent judgements about how to lead our lives. In this sense, our culture not
641
Recuérdese que por“cultura societaria” Kymlicka entiende “a culture which provides
its members with meaningful ways of life across the full range of human activities, including
social, educational, religious, recreational, and economic life, encompassing both public and
private spheres. These cultures tend to be territorially concentrated, and based on a shared
language”. Este autor remarca específicamente que su noción de cultura societaria involucra
no sólo memorias o valores compartidos sino prácticas e instituciones comunes. W. Kymlicka,
Multicultural Citizenship, op. cit., p. 76. A una noción semejante de cultura se refieren Raz y
Margalit con la expresión “encompassing groups” para determinar los grupos candidatos al
ejercicio de la autodeterminación nacional: “the group has a common character and a
common culture that encompass many, varied, and important aspects of life, types of activity,
occupation, pursuit and relationship”. Además, la pertenencia a estos grupos “has a high social
profile, that is, groups membership of which is one of the primary facts by which people are
identified, and which form expectations as to what they are like, groups membership of which
is one of the primary clues for people in interpreting the conduct of others”. J. Raz, A.
Margalit, “National Self-Determination”, op. cit., pp. 121, 131.
642
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 83.
342
only provides options, it also provides ‘the spectacles through which we identify
experiences as valuable.’”643
A partir de esta conexión intrínseca entre libertad y cultura, Kymlicka
mantiene que la pertenencia cultural es un bien primario al que las partes en la
posición original rawlsiana no desearían renunciar, independientemente de las
particulares formas de vida que elijan seguir más adelante644. Perder el acceso a este
bien incidiría negativamente en el marco de opciones individuales disponibles y en
los elementos que les dotan de sentido. Ello es así porque cuando una persona
escoge un plan de vida no lo hace ex novo, sino que selecciona entre un abanico de
opciones que, en principio, comprende en el marco de su herencia cultural. Las
narraciones e historias que se transmiten en un lenguaje oral, literario, o artístico
conforman los medios a través de los cuales adquirimos consciencia de las opciones
disponibles, de su significado, así como del mayor o menor valor que se les asigna.
En este sentido, “the range of options is determined by our cultural heritage”645; “it
is through having a rich and secure cultural estructure that people can become
aware in a vivid way of the options available to them and intelligently examine their
value”646. Basándonos en datos aprehendidos en el proceso de socialización en una
cultura, afirmamos creencias, reflexionamos sobre las mismas, y elegimos o
revisamos nuestros criterios acerca del bien y nuestros planes de vida. Las culturas
son valiosas, por tanto, “not in and of themselves, but because it is only through
having access to a societal culture that people have access to a range of meaningful
options”647.
Como puede verse, el argumento es simple a la vez que poderoso. La idea de
que debe respetarse a las personas en tanto miembros de una cultura no viola los
643
Ibid.
Así, “Rawls’s own argument for the importance of liberty as a primary good is also an
argument for the importance of cultural membership as a primary good”, Liberalism, Community
and Culture, op. cit., p. 166. De forma similar, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 86.
645
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 165.
646
Ibid.
647
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 83.
644
343
postulados esenciales del liberalismo: no presupone que la comunidad sea más
importante que el individuo, ni que el estado deba promover una concepción del
bien determinada con la finalidad de preservar la integridad o la pureza de una
cultura.
Con relación a esto último, es crucial advertir que es la estructura de una
comunidad cultural, y no su carácter concreto en un determinado momento
histórico, la que Kymlicka concibe como bien primario (en la medida en que
provee el contexto en el que los individuos ejercen la libertad de elección648). A la
distinción entre “estructura” y “carácter” de una cultura ya se hizo alusión en el
capítulo anterior. No obstante, merece la pena insistir en que la idea de cultura
societaria que propone Kymlicka no está relacionada con las prácticas
coyunturalmente identificatorias de una comunidad, sino con los elementos de
carácter institucional y lingüístico necesarios que propician la existencia misma de
tales prácticas. Por esta razón, los cambios en las normas y valores de una
comunidad cultural no se interpretan como una “pérdida” de la cultura, sino como
el producto natural de su evolución. En otras palabras, la comunidad cultural
continua existiendo pese a las modificaciones internas que sus miembros realizan
en ejercicio de su libertad de elección649. Kymlicka advierte de los abusos a que
podría conducir omitir esta distinción, puesto que, en ocasiones, los derechos de las
minorías se justifican, no para proteger la supervivencia de la estructura de una
comunidad en cuanto tal, sino una particular visión del carácter que debería tener.
Ésta sería una defensa antiliberal, en la medida en que implica la valoración
648
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 102. Sobre la forma en la que
Kymlicka entiende la diferencia entre estructura y carácter de una cultura, véase también
Liberalism, Community and Culture, op. cit., pp. 166-7.
649
Esta idea débil de cultura referida sólo al marco o estructura que favorece el
seguimiento de ciertas prácticas con las que sus miembros se identifican es consustancial a los
enfoques liberales del nacionalismo. Así, Miller mantiene una idea de “cultura nacional” que
no implica la uniformidad de las prácticas sino “a set of overlapping cultural characteristics –
beliefs, practices, sensibilities – which different members exhibit in different combinations and
to different degrees”. Lo relevante es que la participación en esta comunidad cultural histórica
“provides them with a background against which more individual choices about how to live
can be made”. D. Miller, On Nationality, op. cit., pp. 85-6.
344
negativa –o la prohibición– de cualquier desviación de las reglas que rigen la
moralidad social en materias controvertidas tales como la sexualidad o la religión,
por ejemplo 650.
Significativamente, las citas en las que Kymlicka apoya su razonamiento sobre
la conexión entre libertad y cultura en el párrafo previamente reproducido
pertenecen a Dworkin. Ya en A Matter of Principle este autor sostiene que las
estructuras culturales basadas en un vocabulario compartido de tradición y
convención deben protegerse del decaimiento porque proporcionan el contexto en
el cual identificamos nuestras experiencias como valiosas651. Para Dworkin, “The
center of a community’s cultural estructure is its shared language”, que define,
como Taylor, como un bien inherentemente social652. En un artículo posterior
titulado “Liberal Community” este autor admite explícitamente que la dependencia
de los individuos de su comunidad va más allá de los beneficios económicos y de
seguridad que ésta proporciona:
“They need a common culture and particularly a common language even to have
personalities, and culture and language are social phenomena. We can have only the
650
En el capítulo anterior la distinción entre estructura y carácter de una cultura se ha
ilustrado mediante el ejemplo de la transformación interna de Quebec durante el período de la
denominada “Revolución tranquila”, un proceso llevado a cabo durante los años sesenta que
marcó un punto de inflexión en las prácticas políticas y culturales de esta sociedad. Kymlicka
también se refiere a la polémica entre Dworkin y Devlin sobre la legislación en materia de
homosexualidad en Inglaterra para dar cuenta de la relevancia de esta distinción. Según la
interpretación de Dworkin, el argumento de Devlin en favor de la legitimidad de la
prohibición de prácticas homosexuales toma las preferencias de aquellas personas a quienes les
disgustan los cambios como base suficiente para afirmar que la supervivencia de la sociedad
como tal depende de mantener dicha prohibición (R. Dworkin, Taking Rights Seriously, pp. 2426). Esta respuesta presupone la distinción que realiza Kymlicka: abolir las leyes que penalizan
la homosexualidad implica transformar el carácter homofóbico de la moralidad social de
Inglaterra, pero no supone menoscabar la existencia de dicha sociedad. Esta puntualización
resulta crucial: “To reject the possibility of making this distinction is not simply to give up the
possibility of defending minority rights within liberalism, it is to give up the possibility of
defending liberalism itself”. W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 169. La
repercusión de esta conclusión con respecto a las demandas que plantean los grupos no
liberales se retomará en el siguiente capítulo.
651
R. Dworkin, A Matter of Principle, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1985,
pp. 228-231.
652
Ibid., p. 230.
345
thought, and ambitions, and convictions that are possible within the vocabulary that
language and culture provide, so we are all, in a patent and deep way, the creatures of
the community as a whole.”653
Aunque Kymlicka coincide con Dworkin, deplora el que este autor no se
detenga en extraer las implicaciones que se derivan de sus propias aseveraciones.
Este descuido se explicaría porque, al igual que muchos otros liberales, Dworkin
presupone que los estados son estados-nación culturalmente homogéneos654. Así,
este autor declara que su país, Estados Unidos, contiene una “estructura cultural”
basada en un “lenguaje compartido”, afirmación que Kymlicka considera
claramente falsa. Ciertamente, existe en Estados Unidos una cultura anglosajona
dominante resultante de las políticas de asimilación de las minorías y de integración
de los inmigrantes. Pero, como remarca Kymlicka, el que el estatus jurídico y
político de los pueblos indígenas y de Puerto Rico sea distinto es producto de la
resistencia a la imposición de la cultura mayoritaria por parte de estos grupos.
Además, poca gente consideraría que el gobierno puede unilateralmente suprimir o
eliminar tales estatutos especiales655.
Estas observaciones pueden extenderse a un buen número de democracias
contemporáneas donde la comunidad política y la comunidad cultural no son
coextensivas. Como se ha comentado en el capítulo anterior, éste es el factor que
explica la existencia de regímenes especiales que, de facto, suponen el
reconocimiento de ciertos derechos colectivos a las minorías. Estas prácticas no
deberían ignorarse en el análisis teórico porque reflejan nuestras intuiciones acerca
del tratamiento que merecen las personas qua miembros de comunidades culturales,
653
R. Dworkin, “Liberal Community”, op. cit., p. 488.
Kymlicka atribuye idéntico déficit a la teoría de Rawls, señalando que “while culture
is therefore a crucial component of Rawls’ argument for liberty, he never includes cultural
membership as one of the primary goods with which justice is concerned”. Esto se explica
porque “he implicitly assumes that the political community is culturally homogeneous, and
hence that no exercise of liberty within the basic estructure of the community could affect
cultural membership”, en Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 166.
655
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 77; Liberalism, Community and Culture,
op. cit., p. 136.
654
346
y no sólo como ciudadanos. Tampoco es correcto tratarlas como meros remedios
al objeto de mantener la unidad social. De acuerdo con el argumento de Kymlicka,
la tenacidad que muestran las minorías en su empeño por mantener sus culturas no
se vincula a la nostalgia, a la irracionalidad, o al resentimiento provocado por ciertas
injusticias históricas. Al menos no primordialmente. Todos los individuos tienen un
interés fundamental en mantener la pertenencia cultural que explica la resistencia a
la asimilación y justifica la idea de derechos colectivos. El objeto de estos derechos
es proteger las culturas societarias, en tanto pre-condición de la libertad y, en última
instancia, del igual respeto a todas las personas.
Esta aproximación a la relación entre libertad individual y pertenencia a una
cultura es compartida por otros autores como Raz y Margalit. La familiaridad con
una cultura –escriben– delimita las fronteras de lo imaginable. Por este motivo, el
hecho de que el mundo esté compuesto de distintas “pervasive cultures”–en su
expresión– es moralmente significativo656. El bienestar individual depende del éxito
en la consecución de objetivos y relaciones merecedores de ser elegidos. Pero estos
objetivos y relaciones están culturalmente determinados, en el sentido de que son
productos de una estructura cultural. Su existencia depende de que exista un marco
que posibilite que se compartan experiencias, tradiciones y convenciones tácitas que
preserven el conocimiento de cómo hacer las cosas, qué es lo apropiado, valioso,
prestigioso, etc. Por lo tanto, “the case of holding the prosperity of encompassing
cultures is a powerful one”657. En un artículo posterior Raz justifica las políticas del
multiculturalismo en la necesidad de garantizar positivamente la viabilidad de –e
igualdad entre– los distintos grupos culturales. En esencia, su argumento es similar
al de Kymlicka, como puede apreciarse en el siguiente párrafo:
“Freedom depends on options which depends on rules which constitute those
options. The next stage in the argument shows that options presuppose a culture. They
presuppose shared meanings and common practices. (…) Only through being socialized
in a culture can one tap the options which give life a meaning. By and large one’s
656
J. Raz, A. Margalit, “National Self-Determination”, op. cit., p. 134.
347
cultural membership determines the horizon of one’s opportunities, of what one may
become, or (if one is older) what one might have been. Little surprise that it is in the
interest of every person to be fully integrated in a cultural group. Equally plain is the
importance to its members of the prosperity, cultural and material, of their cultural
group.”658
En definitiva, también este autor enfatiza que los individuos tienen buenas
razones para conferir importancia a sus culturas y mantener vínculos profundos
con ellas659.
Estas reflexiones dejan abierta la cuestión de cómo se define la identidad
personal. Por una parte, Kymlicka, Raz, Margalit, y hasta el propio Dworkin,
parecen admitir que el contexto cultural determina en gran medida las opciones
sobre las concepciones del bien, objetivos o valores que tienen sentido (como se
verá, algunas afirmaciones de Rawls con respecto a la emigración también
presuponen esta idea). La pertenencia a una cultura nos proporciona el acceso a
una compleja red de significados y convenciones lingüísticas imprescindibles para
comprender las opciones a nuestro alcance así como su significado. Por otro lado,
todos estos autores siguen manteniendo que el individuo es libre para formar y
revisar sus criterios respecto de sus elecciones. Aunque podría parecer que ambas
visiones de la persona son incompatibles, no me parece que haya nada incoherente
en mantener ambas premisas:
Ante todo, no podemos saber que estamos en lo cierto cuando escogemos o
revisamos nuestros valores o planes de vida a menos que entendamos el significado
que éstos tienen en nuestra cultura. Satisfecha esta precondición, el individuo
puede, hasta cierto punto, redefinir su identidad, distanciarse de las concepciones
657
Ibid., p. 133-134.
Raz, “Multiculturalism: A Liberal Perspective”, en su libro Ethics in the Public Domain,
op. cit., pp. 176-77.
659
Otros autores como Miller, Tamir o Nielsen también atribuyen un peso importante a
este argumento a la hora de defender el nacionalismo liberal. Véase: D. Miller, On Nationality,
op. cit., pp. 85-86; Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 22; K. Nielsen, “Cosmopolitan
Nationalism”, en The Monist, vol. 82, nº 3, 1999, pp. 450, 454-55.
658
348
más básicas compartidas en su cultura y modificarlas. Ahora bien, por lo general,
nadie se reinventa a sí mismo por completo:
“Why so? the child may ask; why must I play chess as it is known to our culture,
rather than invent my own game? Indeed, the wise parent will answer, there is nothing
to stop you from inventing your own game. But –the philosophically bemused parent
will add– this is possible because inventing one’s own games is an activity recognized by
our culture with its own form and meaning. What you cannot do is invent everything in
your life. Why not? the child will persist, as children do. The answer is essentially that
we cannot be children all the time.”660
Con este esclarecedor ejemplo Raz muestra por qué no podemos articular
nuevas reglas mediante las que conducir todos los aspectos de nuestra conducta en
cada momento. La densidad y multiplicidad de sus dimensiones harían imposible
deliberar a cada paso. En palabras de Tamir, “Individuals are unable to make
choices simultaneously touching on all realms of their lives”661. En el mismo
sentido, Dworkin opina que, aun cuando no cabe duda de la posibilidad
fenomenológica que tiene el individuo de distanciarse de sus asociaciones y
vínculos culturales a fin de cuestionar la clase de vida que lleva, “no one can think
intelliglibly about that question prescinding from every aspect of the context in
which he lives”. Es decir, “no one can put everything about himself in question all
at once”662. Por este motivo muchas decisiones deben tomarse espontáneamente,
de forma automática663. Pero estos patrones de comportamiento automático se
canalizan a través de un cuerpo coherente de significados, comportamientos y
prácticas cuya densidad hace que sólo sean fácilmente accesibles a quienes se hallan
familiarizados con el marco cultural que los envuelve.
Así, las opciones centrales que realizamos en nuestras vidas –el tipo de
relaciones que mantenemos, nuestra ocupación profesional, las lealtades y
compromisos que desarrollamos– tienen sentido en el marco de un contexto
660
J. Raz, “Multiculturalism: A Liberal Perspective”, op. cit., p. 176.
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., p. 22.
662
R. Dworkin, “Liberal Community”, op. cit., p. 489.
661
349
cultural. Ello todavía no significa que este proceso impida al individuo distanciarse
y adoptar una perspectiva crítica sobre las prácticas y valores fundamentales que
definen su conducta y su carácter. La visión determinista del individuo como
inescapablemente ligado a su entorno inmediato es una posición extrema que todos
los autores citados descartan sin excepción. De otro modo, sería ilusorio mantener
una concepción de la persona como agente moral libre. Kymlicka, concretamente,
se muestra tajante en este punto: la concepción del yo como un ser “constituido”
por una comunidad, absolutamente determinado, sin posibilidad de cuestionar o
distanciarse de sus valores le parece teóricamente incongruente y falsa desde el
punto de vista empírico664. Como ya se ha dicho, los derechos colectivos
protegerían el substrato institucional y lingüístico que posibilita la existencia y
evolución de las distintas culturas; no los rasgos concretos de su carácter.
Cuestión distinta es dilucidar qué es lo que impulsa a los individuos a
modificar las interpretaciones convencionales de las normas y valores
característicos de su cultura. Más específicamente: si admitimos que en las
sociedades modernas las distintas culturas societarias proporcionan a sus miembros
un horizonte de significados ¿cómo se explican las innovaciones que realizan los
individuos en sus patrones de conducta, planes de vida, etc? Este problema carece
de una respuesta simple. A primera vista, diríase que es preciso acudir a otro
esquema de valores externo al de la propia comunidad cultural desde el que realizar
la evaluación. Pero, si esto es así, podrían plantearse dos objeciones al argumento
de Kymlicka. En primer lugar, si pensamos en el individuo como en un ser libre
para revisar sus fines porque presumimos su capacidad de acceder a los significados
de otras culturas, la pertenencia a su cultura societaria no sería un interés tan
esencial –al menos no en el sentido en que Kymlicka lo defiende. En segundo
lugar, a partir de la influencia recíproca entre las diversas culturas, cabría rebatir la
663
664
J. Raz, “Multiculturalism. A Liberal Perspective” op. cit., pp. 176-177.
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., pp. 52-60.
350
premisa en la que se apoya la teoría de este autor; esto es, que es factible
individualizar las distintas culturas.
Respecto del primer problema, aseverar que las transformaciones individuales
se originan siempre en esquemas de valores que nos son ajenos –en el sentido de
externos a la propia cultura– requiere muchos matices. Por supuesto, muchos
cambios pueden estar motivados por influencias de otras culturas, pero la
inteligibilidad de éstas dependerá de que la estructura de significados que poseemos
nos permita reconocer e interpretar correctamente otros símbolos y modos de vida
hasta hacerlos nuestros. En este sentido, el individuo necesita la base que le
suministra su propia cultura societaria para acceder a otros sistemas culturales.
Seguramente, capacidades humanas como la imaginación, la curiosidad o la empatía
pueden facilitar la conexión con otra cultura e incluso propiciar un grado de
compenetración tal que, gradualmente, el individuo renuncie a su afiliación
originaria y pase a autoidentificarse como miembro de su comunidad cultural de
adopción. Repárese en que el empleo de términos como “asimilación” o
“integración cultural” presupone que los individuos son capaces de substituir la
estructura cultural en la que se han formado. Con todo, la imaginación tiene límites
–como se explicó a raíz de la discusión sobre los límites del humanismo global– y
no todo el mundo posee las habilidades necesarias para comprender otras culturas.
Es probable que, incluso quienes posean estas capacidades, obtengan una imagen
distorsionada y superficial del fenómeno que tratan de interpretar. Además, es
implausible que sociedades enteras puedan substituir todos sus rasgos culturales
identificatorios al mismo tiempo –éste es el punto relevante del ejemplo de Raz en
el pasaje reproducido más arriba.
En lo que concierne al tema de la identificación de las distintas culturas
societarias, es importante observar que el substrato de una cultura no es reducible a
un cuerpo uniforme y compacto de valores y prácticas. De ahí que, en la mayoría
de los casos, cabe interpretar que las transformaciones acontecen en el seno de un
mismo esquema cultural. Clarificar este extremo es importante. Todas las culturas
351
están sometidas a constantes tensiones que provocan alteraciones sucesivas. Por
esta razón, no debe caerse en el esencialismo. Un destacado antropólogo, Clifford
Geertz, nos previene del riesgo que supone para el análisis cultural ceder a la
tentación de pensar en la cultura como en un todo harmónico y estable:
“When one deals with meaningful forms, the temptation to see the relationship
among them as immanent, as consisting of some sort of intrinsic affinity (or disaffinity)
they bear for one another, is virtually overwhelming. And so we hear cultural integration
spoken of as an harmony of meaning, cultural change as instability of meaning, and
cultural conflict as an incongruity of meaning.”665
Tener en cuenta esta observación me parece fundamental para captar algo que
puede pasar inadvertido en el razonamiento de Kymlicka y de los demás autores
mencionados acerca de la relevancia de la pertenencia cultural. Las incongruencias,
los conflictos y la multiplicidad de interpretaciones de los significados a los que
accedemos a través de la socialización en una cultura societaria son parte inherente de
dicha cultura. Incluso en una cultura remarcablemente homogenea se producen
cambios internos –prácticas que suponen una desviación del comportamiento
dominante o alteraciones en la profesión de determinadas creencias– que el
transcurso del tiempo puede conducir a asumir como parte del carácter concreto de
una sociedad. Por tanto, la pregunta que ha dado pie a esta reflexión está mal
planteada. Es fundamental darse cuenta de que en el seno de cada cultura existe una
discontinuidad que también es característica de la misma. En palabras de Geertz:
“Cultural discontinuity, and the social disorganization which, even in highly stable
societies, can result from it, is as real as cultural integration. The notion, still quite
widespread in anthropology, that culture is a seamless web is no less a petitio principii than
the older view that culture is a thing of shreds and patches.”666
En síntesis, las estructuras culturales no sustentan sistemas de pensamiento
exhaustivamente conectados y coherentes, razón por la cual la imagen apropiada de
665
666
C. Geertz, The Interpretation of Cultures, op. cit., p. 404.
Ibid., p. 407.
352
las culturas “is neither a spider web nor the pile of sand”667. Asimismo, la identidad
personal puede ser, no una identidad monista, sino híbrida y múltiple. Ahora bien,
tal como subyace a la apreciación de Geertz, ésto no significa que hablar, por
ejemplo, de la “cultura catalana”, o de mi identidad personal como vinculada a esta
cultura, sea un sinsentido. Es cierto que, con frecuencia, incurrimos en
simplificaciones cuando se nos exhorta a sintetizar los rasgos de las culturas a las
que pertenecemos. Lo mismo sucede cuando tratamos de describirnos a nosotros
mismos individualmente. La dificultad radica, justamente, en la complejidad y
multidimensionalidad de las características o facetas que tratamos de describir.
Pero, incluso si esto es así, necesitamos dar una coherencia narrativa a nuestro
mundo interior y social, lo cual no quiere decir que involucrarnos en este ejercicio
sea en vano, o que los resultados alcanzados sean completamente ficticios. Como
comenta Tariq Modood, si bien hablar de “cambio” ya implica la pre-existencia de
una entidad, uno no tiene que creer que la cultura tenga una esencia perfectamente
definida para afirmar su existencia.
“The key point is that one did not need an idea of essence in order to believe that
some ways of thinking and acting had a coherence; and so undermining of the ideas of
essence did not necessarily damage the assumption of coherence or the actual use of a
language (…). The coherence of small scale activities (e.g. games) is, of course, easier to
see and describe than those of histories and ways of life, but as long as we do not
impose an inappropiately high standars of coherence (e.g. the coherence of a
mathematical system, as assumed to be the ideal of language in theTractatus), there is no
reason to be defeatist from the start.”668
En el campo de la filosofía política, Berlin es uno de los autores liberales que
más ha enfatizado la relevancia de la diversidad interna consustancial a todos los
esquemas culturales. Como Kymlicka, Berlin piensa que la identidad está
667
Ibid.
T. Modood, “Anti-Essentialism, Multiculturalism, and the ‘Recognition’ of Religious
Groups”, en W. Kymlicka, W. Norman (eds.) Citizenship in Diverse Societies, op. cit., p. 179.
Como puede apreciarse, Modood basa esta reflexión en las Investigaciones Filosóficas de
Wittgenstein.
668
353
circunscrita por un mundo de prácticas culturales comunes no escogidas, pero que,
aun así, el ser humano retiene un poder de elección importante y, por consiguiente,
sus acciones contienen un componente voluntarista669. Es más, la centralidad de la
libertad de elección en el pensamiento de Berlin deriva, precisamente, de su
constatación de que el individuo se ve abocado a la autocreación en virtud de la
necesidad de elegir entre una diversidad de valores y formas de vida rivales –para
este autor, no siempre commensurables– que encuentra en su experiencia cotidiana
como participante en una cultura 670. Así pues, el rol de la voluntad es inevitable
porque ninguna cultura es internamente homogénea. Esta apreciación adquiere
mayor sentido si cabe en el caso de las sociedades liberales, donde conviven
prácticas distintas producto de la apertura a la influencia de otras culturas, de las
libertades de expresión y consciencia y de la movilidad social:
“societal cultures within a modern liberal democracy are inevitably pluralistic (…).
Such diversity is the inevitably result of the rights and freedoms guarateed to liberal
citizens…particularly when combined with an ethnically diverse society.”671
En resumen, la visión general de la identidad que subyace a la teoría de
Kymlicka podría reconstruirse como sigue: las personas somos seres sociales que
nacemos irremediablemente en el seno de una cultura concreta y vivimos durante
un tiempo limitado. Una vez adquirimos los elementos socio-lingüísticos que nos
669
Como destaca John Gray en su estudio sobre el pensamiento de Berlin, la visión de la
persona de este filósofo difiere mucho de ser una concepción atomista o asocial: “Human
beings constitute themselves, not only as individual agents, but as practitioners of diverse
cultural traditions, with distinctive collective identities. They form for themselves divergent
worlds of practice, distinct forms of discourse and thought, each with its own history. (…) he
perceives that participation in common cultural forms and membership of communities that
are self-governing or at least autonomous in their own affairs, are vital elements in human
flourishing for the vast majority of the species”, J. Gray, Berlin, London, Fontana, 1995, pp.
72, 100. Como puede observarse, la concepción de Berlin se asemeja notablemente a la que
mantiene Kymlicka.
670
I. Berlin, “Dos conceptos de libertad”, op. cit., pp. 242-243. Con independencia de
que se esté o no de acuerdo con las tesis de Berlin acerca de la inconmensurabilidad de los
valores y el valor del pluralismo –que constituyen sus aportaciones más originales a la filosofía
liberal. Como se indicó en el capítulo sexto, autores como Rawls o Lukes también han
vinculado la libertad de elección con el pluralismo. Un excelente resumen de la concepción del
liberalismo de Berlin se encuentra en J. Gray, Berlin, op. cit., pp. 141-167.
354
habilitan para participar en el mundo social y comprender los esquemas de valores
y los patrones de conducta que existen a nuestro alrededor, disponemos también de
un anclaje desde el que embarcarnos en un proceso de elección entre distintas
opciones de vida, o de reflexión crítica sobre lo aprehendido. Gradualmente,
podemos recapacitar sobre el valor o disvalor de nuestras elecciones, fines,
comportamientos o actitudes a la luz de otros modelos o argumentos. El resultado
de esta meditación podrá ser un cambio, incluso una auténtica renovación si se
quiere. Pero ello no nos autoriza a rechazar la necesidad de un horizonte de
evaluación previo, de una estructura cultural que nos proporciona el acceso a un
lenguaje y a un sistema de pensamiento más o menos articulado. Es en atención a
esta necesidad que Raz subrayaba que no podemos reinventarnos a nosotros
mismos por completo.
Una vez se reconoce el valor básico que para toda persona tiene la pertenencia
cultural (con independencia de los planes de vida que resulte escoger), el estado
debe garantizar a los ciudadanos igual acceso a este bien. Por los motivos expuestos
en el capítulo anterior, Kymlicka considera que propugnar una separación radical
entre estado y cultura es incoherente. El estado no puede renunciar a tomar
decisiones en materia de educación, sobre la lengua que deben usar las
instituciones, etc., por lo que el ideal de neutralidad, entendido como no
interferencia en el ámbito cultural, es incongruente. Lo que se requiere de los
estados multiculturales es, entonces, que promuevan las condiciones para garantizar
la imparcialidad, eliminando la vulnerabilidad a la que se enfrentan las minorías
culturales:
“Group-differentiated rights –such as territorial autonomy, veto powers,
guaranteed representation in central institutions, land claims, and language rights– can
help to rectify this disadvantage by alleviating the vulnerability of minority cultures to
majority decisions. This external protections ensure that members of the minority have
671
W. Kymlicka, “States, nations and Cultures”, op. cit., p. 24.
355
the same opportunity to live and work in their own culture as members of the majority.”
672
En el siguiente capítulo se explicará la noción de protecciones externas. Por
ahora, interesa destacar que, en opinión de Kymlicka, cualquier teoría liberal de la
justicia debería reconocer la legitimidad de la atribución de derechos colectivos a las
minorías. A su entender, la concepción de la igualdad que mantienen Rawls o
Dworkin bastan para justificar estos derechos673. Ambos filósofos enfatizan la
necesidad de rectificar desigualdades no elegidas y, como se ha explicado, la
pertenencia cultural es una precondición circunstancial, más que expresión de la
autonomía individual. El individuo se contruye como ser contextual, cuya
capacidad moral para la autonomía no se ejerce en abstracto sino, primariamente,
en el marco un contexto cultural. En este sentido, los liberales deberían tratar las
desigualdades en cuanto al acceso este bien de forma paralela a como
tradicionalmente han tratado las desigualdades socio-económicas.
En definitiva, los dos baluartes del liberalismo, la libertad y la igual
consideración y respeto hacia todas las personas, justifican la defensa de los
derechos de las minorías en la teoría de Kymlicka. Por esta razón, la justicia en un
estado multicultural exige que se reconozcan las distintas comunidades culturales en
pie de igualdad. A su vez, ello requiere que las minorías tengan acceso a los mismos
recursos de los que dispone la mayoría –el grupo cultural dominante– para asegurar
la viabilidad, el desarrollo y prosperidad de sus culturas. No se trata, por tanto, ni
de practicar la tolerancia, ni de conceder derechos colectivos con fines meramente
prudenciales o correctivos:
“in developing a theory of justice, we should treat acces to one’s culture as
something that people can be expected to want, whatever their more particular
conceptions of the good. Leaving one’s culture, while possible, is best seen as
renouncing something to which one is reasonably entitled.”674
672
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 109.
Ibid., pp. 109-110.
674
Ibid., p. 86.
673
356
Algunas críticas y puntualizaciones adicionales respecto de los fundamentos de la teoría
Pasemos a examinar algunas cuestiones problemáticas en la defensa de
Kymlicka de los derechos de las minorías. Como se ha indicado, la tesis central de
este autor es que estos derechos no solamente son compatibles con los ideales
liberales de libertad e igual respeto, sino que la justicia liberal requiere su
reconocimiento. Básicamente, porque el desarrollo de la autonomía presupone la
protección del interés individual básico en la pertenencia cultural. Sin embargo,
cabría argumentar que el acceso a una cultura, que bien podría ser la mayoritaria, ya
garantiza este contexto de elección.
Así, una de las principales críticas que se han planteado a la teoría de Kymlicka
se centra en que este autor no logra explicar la transición desde (a) la idea general
de la importancia de la cultura para el ejercicio de la autonomía individual a (b) la
conclusión de que deberían protegerse las culturas concretas a las que pertenecen
los individuos. John Danley, por ejemplo, admite que la pertenencia cultural es
crucial para la agencia y el desarrollo personales, pero señala que esta afirmación no
prueba que la asimilación voluntaria gradual a una comunidad más amplia o a otra
cultura suponga un daño para personas específicas o para la sociedad675. Si el acceso
a una cultura –que no tiene por qué ser aquella en la que uno ha nacido– es
suficiente para asegurar que los individuos posean un conjunto de opciones que
doten de sentido su derecho de autonomía, ¿por qué debería apoyarse a las culturas
minoritarias en lugar de buscar métodos efectivos para asistir a los individuos en la
integración en la cultura dominante? Téngase en cuenta que el propio Kymlicka
mantiene que los inmigrantes deberían integrarse en el lugar donde viven y trabajan.
En el capítulo siguiente se discute la consistencia de esta visión en torno a las
demandas de las minorías étnicas. Por ahora, interesa poner de relieve algo que
resulta una obviedad: para ser coherente, su posición debe partir de la premisa de
que la integración en una nueva cultura societaria es viable y que el acceso a esta
357
cultura es capaz de proporcionar el contexto de elección que es precondición de la
autonomía individual. Contemplando la asimilación como una opción, Alan Patten
escribe que
“secure cultural membership is an important condition of freedom because
cultures provide meaning to the options faced by individual choosers. But in the
assimilation case individuals never go without beliefs about meaning and value. Their
beliefs change from those associated with Small to those assotiated with Big…For this
reason, cultural assimilation…is not a threat to individual freedom and should be of no
concern to Kymlicka.”676
Estos autores sostienen, pues, que es falso que los miembros de las minorías
culturales se enfrenten a una pérdida real de la pertenencia cultural (que les
conduciría a una especie de anomia o privación de los significados que proveen una
orientación profunda en el mundo) porque tienen la opción de substituir su
afiliación originaria. La existencia de estructuras culturales alternativas ya garantiza
el igual derecho a la pertenencia cultural. Ello no implica que optar por seguir
manteniendo la propia cultura sea ilegítimo, pero se tratará de una elección de la
cual los individuos deben hacerse cargo. En este sentido, Danley subraya que
“individuals must still take responsibility for their culture”, y que “retaining one’s
cultural membership is a choice”677. Desde esta perspectiva, puesto que atribuir
derechos colectivos a los pueblos indígenas, por ejemplo, comporta costes
especiales para los ciudadanos no aborígenes –restringiendo el acceso a algunos
recursos– el derecho a la pertenencia a una cultura concreta impondría una carga
ilegítima sobre los individuos no miembros678. Una vez se da este paso, el
675
J. R. Danley, “Liberalism, Aboriginal Rights and Cultural Minorities”, Philosophy and
Public Affairs, vol. 20, nº 2, 1991, p. 179. En el mismo sentido, J. W. Nickel, “The Value of
Cultural Belonging: Expanding Kymlicka’s Theory”, Dialogue, nº 33, 1994.
676
A. Patten, “Liberal Egalitarianism and the Case for Supporting National Cultures”,
The Monist, vol. 82, nº 3, p. 397.
677
J. R. Danley, “Liberalism, Aboriginal Rights and Cultural Minorities”, op. cit., p. 177.
678
Es importante especificar que, en el fondo, a Danley le parece que Kymlicka enfoca
inadecuadamente el problema al asumir que grupos como los pueblos indígenas son
ciudadanos de una misma comunidad política. Bajo su punto de vista, el fundamento de los
estatutos especiales de estos pueblos en Estados Unidos y Canadá no se basa en una noción
358
argumento de Kymlicka deviene vulnerable a la objeción de los gustos caros
(expensive tastes) que, a menudo, se utiliza como test limitativo del ideal liberal de
igual bienestar679. De la misma forma en que no estaría justificado que se me
otorgara una compensación por la pérdida del acceso a bienes de lujo de los que
siempre había dispuesto por haber nacido en una familia rica –incluso si consigo
probar que mis creencias acerca del valor son producto de este hecho circunstancial
y de que mi vida sería absolutamente deprimente si dejo de poseer estos bienes–,
tampoco lo estaría reclamar que se sufrage el mantenimiento de mi cultura
minoritaria. Si éste fuera el caso, deberíamos decir, con Rawls, que los individuos
deben modificar sus creencias y adaptarse.
Sin embargo, esta línea de argumentación es susceptible de varias objeciones
que, a mi juicio, condenan al fracaso su pretensión última de impugnar las tesis de
Kymlicka:
En relación con la asimilación como alternativa, Danley, como otros autores
liberales, descarta explícitamente que sea legítimo adoptar medidas coercitivas para
alcanzar este fin. De ahí que los supuestos de que se sirve para ilustrar su
razonamiento se refieren a grupos que han decidido voluntariamente asimilarse.
Por ejemplo, una de las hipótesis que maneja es la de una tribu cuyos miembros
deciden unánimemente renegociar los términos del tratado que firmaron con un
estado porque desean construir nuevas relaciones e instituciones culturales en el
abstracta de respeto a los aborígenes en tanto miembros de minorías vulnerables, sino en la
necesidad concreta de respetar los tratados que fueron negociados entre estos estados y otros
pueblos soberanos, así como en la necesidad de compensar a sus descendientes por los daños
perpetrados a sus ancestros. Para Danley, comprender estas prácticas no requiere
complementar el liberalismo con una teoría de los derechos de las minorías, ya que nadie
sostiene que los liberales deban ignorar las particularidades históricas cuando éstas son
relevantes para encarar ciertas injusticias. Ibid., pp. 182-83. Sin embargo, como se ha señalado
en el apartado anterior, los argumentos basados en razones históricas o de justicia correctiva
tienen una eficacia normativa limitada puesto que no ofrecen ninguna guía para tratar los
conflictos actuales e incluso generan desventajas para los grupos más desfavorecidos que ni
siquiera tuvieron la oportunidad histórica de firmar un tratado. Por otro lado, estos
argumentos dejan sin explicar la razón de ser de la resistencia a la asimilación de los pueblos
indígenas y otras minorías culturales.
679
Como se explicó en el capítulo sexto, liberales como Rawls y Dworkin piensan que
las personas son responsables de sus deseos, ambiciones y valores.
359
seno de la cultura mayoritaria. Aunque sus miembros retengan un fuerte
sentimiento de identidad cultural, el contexto en que realizan sus elecciones habrá
variado. Aun así, nadie resulta perjudicado, lo cual muestra, según Danley, que
“Kymlicka has not succeded in demonstrating that loss of a particular cultural
identity is a harm”680.
Pero este autor malinterpreta la posición de Kymlicka. Por un lado, los casos
que centran la teoría de Kymlicka son casos en los que la voluntad del grupo es
mantener su distintividad cultural, razón por la cual la conjetura en la que Danley
apoya su razonamiento poco aporta a la discusión. Como se desprende de su
concepción de la persona como agente moral libre, Kymlicka estaría de acuerdo en
que no se produce daño alguno si varios miembros de un grupo –e incluso todos
ellos– eligen renunciar a seguir formando parte de su cultura societaria minoritaria e
integrarse en el grupo dominante. Ya se ha insistido bastante en que su defensa de
los derechos colectivos no se basa en el valor intrínseco de las culturas. La cuestión
que interesa a este autor es otra distinta. Su investigación se dirige a averiguar si
existen buenas razones –de orden moral– que justifican el interés de los individuos
en garantizar la pervivencia de los grupos culturales a los que pertenecen. Esta
elucidación es interesante, precisamente, porque las evidencias empíricas indican
que en raras ocasiones las minorías escogen voluntariamente renunciar a la
pertenencia a sus culturas de origen. Según se observó en el capítulo anterior,
destacados estudiosos de este fenómeno como Connor son incapaces de pensar en
un solo caso en el que minorías nacionales territorialmente concentradas se hayan
asimilado voluntariamente681. Por el contrario, existen numerosos ejemplos de
grupos que se han resistido enormemente a la asimilación, a menudo, asumiendo
costes importantes. Como ya se ha comentado, uno de los méritos del trabajo de
Kymlicka es que provee una reconstrucción racional de la motivación subyacente a
680
Ibid., p. 181.
Kymlicka hace hincapie en la relevancia teórica que debe asignarse a esta constatación
en “Misunderstanding Nationalism”, Dissent 42, 1995, p. 131.
681
360
este patrón histórico, conectando el interés en la pertenencia cultural a otros bienes
valiosos para el bienestar individual.
Por otro lado, cabe oponer varias reservas a la representación de la existencia
de otras estructuras culturales alternativas en tanto “opción” de las minorías.
Inicialmente, uno de los problemas radica en que suele sobreentenderse que,
cuando el gobierno se abstiene de adoptar medidas positivas encaminadas a
interferir en el interés de las minorías en sus culturas, esta actitud no es subsumible
bajo la noción de “asimilación forzosa”. En este sentido, Danley afirmaba que los
miembros de estos grupos “pueden elegir mantener la pertenencia a la propia
cultura”. En principio, esta premisa parece plausible: puesto que el estado no
adopta políticas con el propósito de incorporar coercitivamente a las minorías, o
incentivar a sus miembros a que se integren en la cultura dominante, las minorías
pueden decidir libremente seguir manteniendo sus culturas. Sin embargo, esta
interpretación del significado de la “no coacción” es falaz. Como se señaló a raíz
del debate en torno al principio de neutralidad, Kymlicka enfatiza la incoherencia
de la dicotomía intervencionismo versus laissez faire682. No existe forma de hacer
efectivo este último ideal en el ámbito cultural. Por este motivo, el no
reconocimiento de derechos colectivos ya supone una intromisión significativa en
la esfera de intereses de las minorías. Si, por ejemplo, no se les reconocen los
derechos lingüísticos que reclaman, o no se les permite instaurar sus propias
instituciones educativas, de facto, la única opción que tienen es asimilarse. Como
también se indicó, en sociedades altamente industrializadas, la transmisión privada
de una cultura y de una lengua es inviable.
En definitiva, para ser consecuentes, quienes suscriben el enfoque anterior
deberían, o bien admitir que las minorías no tienen otra opción que la asimilación a
la cultura dominante, o bien reconocer su derecho a dejar de ser minorías, por así
decirlo, y crear un estado propio. En este último caso, los no-miembros no tendrían
361
la obligación de sacrificarse para contribuir a la financiación de instituciones en las
que no están interesados pero, a la vez, se respetaría la libertad de opción de las
minorías. De otro modo, estos grupos están sujetos a las decisiones que tome la
mayoría dominante a la hora de preservar el control sobre la clase de recursos y
políticas que son cruciales para la supervivencia de sus culturas:
“the effect of market and political decisions made by the majority may well be that
aboriginal groups are outbid or outvoted on matters crucial to their survival as a cultural
community. The may be outbid for important resources (e.g. the land or means of
production on which their community depends), or outvoted on crucial policy decisions
(e.g. on what language will be used, or whether public works programmes will support
or conflict with aboriginal work patterns).”683
No obstante, repárese en que defender la segunda solución como mecanismo
para garantizar la libertad de opción de las minorías exige reconocer, como mínimo,
la existencia de un derecho colectivo como es el derecho a la autodeterminación.
Ahora bien, si se parte de que la propia existencia de la cultura mayoritaria ya
garantiza el derecho a la pertenencia cultural de los miembros de las minorías,
podría aducirse que éstos tienen el deber de integrarse. En especial, si se tiene en
cuenta que la alternativa –la secesión con la consiguiente creación de un nuevo
estado– no siempre será practicable y, en los casos en que sí lo sea, es probable que
genere conflictos de intereses adicionales684. De hecho, ésta parece ser la sugerencia
implícita en la argumentación de Danley. Así, este autor se congratula de que el
argumento de Kymlicka –en su opinión– sea inválido porque, de lo contrario,
“would have allowed the creation of unequal rights for dozens of these groups on
682
En parte como respuesta a críticas como la de Danley, en Multicultural Citizenship (op.
cit., pp. 108-115) Kymlicka hace especial énfasis en la incongruencia que supone entender el
ideal de neutralidad como no intervención en el ámbito cultural.
683
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 183.
684
Esta teoría podría favorecerse en el supuesto de que la minoría en cuestión esté
demasiado dispersa, o en su territorio se hallen buena parte de los recursos naturales del país,
o porque la secesión iría en contra de la voluntad de un número significativo de individuos
que residen en el territorio de las minorías. A la problemática que plantea la secesión y su
consideración como último recurso ya se hizo una referencia breve en supra, capítulo séptimo.
362
the pretense of preventing the dissolution of their cultures”685. Danley viene a decir
que si los miembros de las minorías culturales se hallan en una situación de
vulnerabilidad especial es porque quieren, ya que “there is nothing…to prevent
considering the abandonment of one’s own culture as another option…In the
United States and Canada, members of aboriginal cultures have assimilation as an
option”686. Para justificar su argumento, este autor establece una comparación con
otros grupos desaventajados como los discapacitados a los que no se elige
pertenecer. Si sus miembros tienen derecho a recibir una compensación debido a su
desventaja es, precisamente, porque no pueden hacer nada para paliarla. En
cambio, las minorías culturales sí cuentan con una alternativa: la asimilación.
Pero cualquier propuesta en esta línea habrá de encarar las siguientes
observaciones críticas: Si se considera que lo esencial para garantizar la autonomía
es acceder a una estructura cultural, independientemente de cuál sea, ¿por qué han
de ser las minorías las que renuncien a la pertenencia y desarrollo de sus culturas
societarias y realicen el esfuerzo que requiere integrarse en la cultura dominante?
Probablemente, lo adecuado en este caso sería responder que lo que está en juego
es un conflicto a resolver por medio de un cálculo utilitarista: la asistencia a la
integración de un grupo numéricamente inferior es menos costosa para la sociedad
en su conjunto, por lo que es razonable que sean las minorías las que se adapten.
Pero, incluso si esta respuesta se acepta, ¿por qué asimilarse a la cultura dominante
en el estado al que pertenecen? Supongamos que se decide que catalanes y vascos
no tienen derechos colectivos porque tienen la opción de asimilarse a la cultura y
lengua dominantes en el estado español. Puestos a elegir, en abstracto, estas
minorías podrían plantearse la integración en Francia alegando que el esfuerzo les
resultaría más rentable. Nada en el argumento anterior sugiere que una decisión en
este sentido sea ilegítima. Lo único que se mantiene es que es injusto que la mayoría
685
J. R. Danley, “Liberalism, Aboriginal Rights and Cultural Minorities”, op. cit., pp. 176.
Ibid., p. 77. Un argumento similar –aunque a partir de una crítica a la distinción de
Kymlicka entre estructura y carácter de una cultura– se halla en J. Tomasi, “Kymlicka,
Liberalism, and Respect for Cultural Minorities”, Ethics 105, 1995, pp. 580-603.
686
363
acarree con parte de los costes consustanciales a la preservación de las culturas
minoritarias porque, como se desprende de la comparación entre los discapacitados
y las minorías culturales, estos últimos grupos pueden escoger asimilarse para
remediar su desventaja. Sin embargo, Danley y los demás autores no ofrecen
ninguna razón de peso para que lo exigible sea, como proponen, la integración en la
cultura dominante. En verdad, la misma razón que les sirve de base para impugnar
el argumento de Kymlicka plantea dudas indeclinables a su propia propuesta. La
preferencia prima facie de la cultura dominante es el producto de los argumentos
utilizados para defender la idea del estado-nación. Esta propuesta implica la
aceptación acrítica del principio de territorialidad y de la jurisdicción personal y
territorial de los estados existentes.
En suma, a mi entender, cualquier partidario consecuente de esta tesis debería
estar dispuesto a afirmar que, en la medida en que una única estructura cultural en
el mundo es suficiente para garantizar la autonomía, idealmente, la justicia liberal
exige una especie de asimilación colectiva (¿al grupo cultural más numeroso, tal
vez?) y la subsiguiente implantación de un estado mundial. De la misma forma en
que se piensa que, dentro de un estado, no existe el deber de contribuir a financiar
varias culturas pudiendo haber una sola, tampoco está justificado que en el mundo
se destinen recursos a mantener tantas estructuras culturales como estados. Dicho
de otro modo: salvo que se considere que, en sí mismas, las fronteras tienen algún
valor moral, la idea de que la pertenencia cultural es una opción y que, por tanto,
los recursos deben destinarse a otras prioridades, conduce a favorecer el
humanismo global687.
687
En buena medida, el descuido de los autores mencionados en advertir las
implicaciones últimas de la visión que defienden se debe a que éstos presumen lo que, en
realidad, deberían probar; esto es, que el diseño actual de las fronteras es legítimo. Recábese en
que, incluso en el supuesto de que, distanciándose de la idea de la asimilación global, replicaran
que los estados tienen un valor instrumental –en la línea que defienden algunos liberales
nacionalistas– deberían aceptar que las minorías culturales que así lo deseen tienen el derecho
a construir sus propias instituciones políticas. En principio, ésta sería la única forma de
respetar por igual la libertad de mayorías y minorías de optar por el mantenimiento de sus
propias culturas societarias.
364
En la primera parte de este capítulo se esbozaron el tipo de problemas a que
se enfrenta el humanismo global. Como se mostró, estos problemas derivan
fundamentalmente de que la asimilación no es, como presumen los críticos de
Kymlicka, una opción como cualquier otra. Ciertamente, la concepción de la
persona que mantiene este autor debe llevarle a admitir que es posible elegir este
camino. Pero integrarse efectivamente en una cultura distinta a la propia involucra
dificultades considerables que hacen que imponer tal carga a las minorías resulte, en
la mayoría de los casos, injustificado. A mi entender, explicitar esta idea resulta
esencial para comprender íntegramente el alcance de la teoría de Kymlicka. En este
sentido, discrepo de la opinión de Patten que piensa que la argumentación de este
autor no proporciona ninguna base para enfrentar el desafío que plantean quienes
aducen que el acceso a la cultura dominante en un estado ya permite garantizar la
autonomía individual688. Tanto el énfasis especial que hace Kymlicka en el sacrificio
que supone la asimilación, como su apelación al rol de la pertenencia cultural en la
conformación de la identidad individual, son argumentos que deben entenderse
como complementarios del nucleo central de la teoría –esto es, de la relación entre
pertenencia cultural y autonomía.
En efecto, Kymlicka establece de forma clara que cambiar de cultura no es tan
simple 689. Por supuesto, algunas personas llegan a desenvolverse e integrarse
perfectamente en otras culturas, pero ésta no es la regla general. Aún en aquellos
casos en que la integración ha sido exitosa, el esfuerzo empleado habrá sido
enorme. Existen muchos factores que pueden constituir obstáculos importantes y
que explican por qué, incluso quienes viven en situaciones de precariedad
difícilmente soportables, sólo consideren la decisión de emigrar como último
688
A. Patten, “Liberal Egalitarianism and the case of Supporting National Cultures”, op.
cit., pp. 403-4.
689
Éste es uno de los argumentos novedosos de Multicultural Citizenship. Es de suponer
que su autor trató de colmar esta importante laguna de que adolecía la formulación previa de
su teoría. De ahí que no deja de ser sorprendente que algunas críticas recientes pasen por alto
las observaciones de Kymlicka con respecto a la asimilación. W. Kymlicka, Multicultural
Citizenship, op. cit., pp. 84-9.
365
recurso. Naturalmente, los costes de la integración variarán en función de la edad,
las diferencias en cuanto a organización social y desarrollo tecnológico a las que sea
preciso adaptarse, la similitud de la lengua que debe aprenderse con la propia, etc.
Pero, en general, Kymlicka se muestra escéptico ante la posibilidad de una
integración plena, sin dificultades, en otra cultura. En particular, si la opción que se
ofrece a las minorías –la integración en la cultura dominante– está condicionada al
aprendizaje de otra lengua, los individuos que no tengan las habilidades requeridas
para aprenderla y dominarla con cierta fluidez se enfrentaran a una situación de
graves desventajas una vez su comunidad lingüística haya dejado de ser viable 690.
Este conjunto de razones explicaría que, para la mayoría de personas, abandonar la
propia cultura equivalga a sufrir una pérdida importante. De nuevo, Kymlicka se
apoya en Rawls para defender esta idea:
“normally leaving one’s country is a grave step: it involves leaving the society and
culture in which we have been raised, the society and culture whose language we use in
speech and thought to express and understand ourselves, our aims, goals and values; the
society and culture whose history, customs and conventions we depend on to find our
place in the social world. In large part we affirm our society and culture, and have
intimate and inexpressible knowledge of it, even though much of it we may question, if
not reject.”691
Adviértase que, aunque Rawls habla de la dificultad de abandonar el propio
país, su argumento no se basa en los vínculos políticos de los individuos sino en
lazos culturales. Raz, Margalit y Tamir también serían del mismo parecer. Ya se ha
comentado que estos autores sostienen, como Kymlicka, que la cultura tiene una
influencia profunda en los individuos. Aunque tampoco descartan que sea posible
integrarse en otra cultura, consideran que existe una alta probabilidad de que la
socialización fracase. Esta opinión se fundamenta, principalmente, en la
690
Ésta es una teoría que Patten desarrolla extensamente con el fin de subsanar los
déficits de que adolece, a su entender, la estructura del argumento de Kymlicka. Cfr. A.
Patten, “Liberal Egalitarianism and the Case of Supporting National Cultures”, op. cit., pp. 4036.
366
constatación de que en el proceso de integración en otra cultura intervienen
factores que son ajenos a la voluntad o al control del individuo.
Así, Raz y Margalit subrayan, por un lado, que la pertenencia a un grupo es
una cuestión de mutuo reconocimiento, y, por otro, que el reconocimiento de los
demás sólo en parte depende de uno mismo692. En este sentido, la integración en
una cultura societaria distinta a la propia supone un esfuerzo para lograr algo –el
reconocimiento– que en el grupo originario se da por sentado. Aquí, la pertenencia
“is a matter of belonging, not of achievement”; generalmente, “one does not have
to prove oneself, or to excel in anything, in order to belong and to be accepted as a
full member”693. Recuérdese que, si bien Tamir asume que el individuo puede tener
preferencias respecto a la identidad nacional, tanto la expresión con sentido de una
preferencia de este tipo como su realización práctica plantean complejidades694.
Como se comentó, para Tamir, abrazar una nueva identidad nacional no es
meramente cambiar de pasaporte. Esta autora insiste, con razón, en que
“convincing others that one has become member is the most difficult aspect of
assimilation”695.
En resumen, inicialmente, las personas no escogemos la sociedad en que
nacemos y en la que somos educados. Sólo bastante tiempo después estamos en
situación de reflexionar sobre nuestra identidad y elegir propiamente entre
afirmarla, modificar ciertos aspectos o substituirla por otra radicalmente distinta. Es
decir, sólo una vez asimilado un conjunto de conocimientos y prácticas podremos
decir que “consentimos” o “reafirmamos” el valor de la pertenencia a la propia
cultura, o que, por el contrario, deseamos cambiar de escenario y emigrar. Parece
obvio que la inmensa mayoría de los individuos tienden a optar por la primera vía,
incluso si están en desacuerdo con varios de los elementos que conforman el
691
J. Rawls, Political Liberalism, op. cit., p. 222. Citado en W. Kymlicka, Multicultural
Citizenship, op. cit., p. 86.
692
J. Raz, A. Margalit, “National Self-Determination”, op. cit., pp. 131-2.
693
Ibid., p. 132.
694
Y. Tamir, Liberal Nationalism, op. cit., pp. 25-32
695
Ibid., p. 27.
367
carácter de su cultura. Elegir una cultura distinta a la propia tiene una dimensión
constitutiva de tal envergadura que sería injusto convertir esta opción en una
obligación. Es crucial insistir que, aunque Kymlicka identifica la estructura cultural
–que es precondición de la autonomía– con una circunstancia no elegida en la que
se encuentra el individuo, ello no implica que esta circunstancia sea inalterable. Lo
relevante es que obligar a los miembros de los grupos minoritarios a integrarse en la
cultura mayoritaria supone la imposición de costes excesivos. Por esta razón, esta
decisión debe dejarse a la libre elección696.
Al argumento anterior podría oponerse que en casos como el de Cataluña, el
País Vasco, Irlanda del Norte o Quebec, sociedades modernas en las que existe un
elevado grado de bilingüismo, la opción de la asimilación a la cultura mayoritaria no
es tan dramática como los autores anteriores quieren hacernos creer. Al fin y al
cabo, el propio Kymlicka reconoce que:
“it seems so puzzling that people would have a strong attachment to a liberalized
culture. After all, as a culture is liberalized –and so allows members to question and
reject traditional ways of life– the resulting cultural identity becomes both ‘thinner’ and
less distinctive. That is, as a culture becomes more liberal, the members are less and less
likely to share the same substantive conception of the good life, and more and more
likely to share the basic values with people in other liberal cultures.”697
Curiosamente, esta paradoja –a la que Kymlicka denominó posteriormente
“the paradox of liberal nationalism”698– parece ir en detrimento de la tesis que
696
Geoffrey Brahm Levey critica a Kymlicka el que construya la pertenencia cultural
como una precondición no escogida más que como expresión misma de la autonomía. “As
liberals”, escribe, “we do not value culture because it abstractly serves autonomy; we value
autonomy, and…this may imply respecting the cultural commitments and attachments of
individuals and even groups” (G. B. Levey, “Equality, Autonomy, and Cultural Rights”,
Political Theory, vol. 25, nº 2, 1997, p. 227). Sin embargo, por un lado, como acabamos de ver, la
construcción de la pertenencia cultural en la teoría de Kymlicka es bastante más compleja de
lo que infiere Levey. Por otro, su argumento es claramente vulnerable a la objeción de los
“gustos caros” ya que, como también se ha explicado, el estado sólo está obligado a garantizar
intereses básicos para el bienestar individual. Por esta razón, no es posible prescindir del
argumento central de Kymlicka como Levey parece sugerir.
697
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 87.
698
W. Kymlicka, States, Nations and Cultures, op. cit., p. 37.
368
defiende este autor. Después de todo, quizás los derechos de las minorías sólo
estén justificados para un número limitado de casos: para encarar las desventajas a
que se enfrentan tanto la mayoría de pueblos indígenas como –si se toman en serio
los límites de la “capacidad lingüística”– las minorías culturales que no dominan el
idioma del grupo mayoritario en el estado al que pertenecen. Pero no para resolver
conflictos que involucran a grupos de las características recién señaladas.
Sin embargo, la teoría de Kymlicka contiene otra clave importante para
disolver la paradoja anterior. Se trata de la relevancia que tiene para los individuos
el poseer una identidad segura, no sólo como seres humanos, sino como miembros
de comunidades particulares. Las personas tienen un interés en la preservación de
sus culturas específicas porque éstas constituyen componentes de su identidad.
Kymlicka apela a los escritos de otros autores como Tamir y Taylor al referirse al
rol de las identidades culturales “in supporting dignity and self-identity”699.
También para Raz y Margalit la pertenencia a lo que denominan encompassing o
pervasive cultures es
“one of the primary fact by which people are identified, and which form
expectations as to what they are like…Since our perceptions of ourselves are in large
measure determined by how we expect others to perceive us, it follows that membership
to such groups is an important identifying feature about himself. These are groups
members of which are aware of their membership, and typically regard it as an importan
clue in understanding who they are, interpreting their actions and reactions, in
understanding their tastes and their manner.”700
Por tanto, esta autoidentificación nos permite adquirir un sentido de quienes
somos y de dónde venimos. Nos concebimos como participantes en un proyecto
colectivo indefinido, que abarca un tiempo mucho más extenso al de nuestras
propias vidas individuales. Como ha escrito Waldron, quizás el rasgo más
699
700
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 90.
J. Raz, A. Margalit, “National Self-Determination”, op. cit., p. 131-2.
369
fascinante de una cultura sea su habilidad para generar una historia701. La
consciencia de esta historia nos permite trascender nuestra propia mortalidad, lo
cual añade un significado adicional a nuestras actividades. Éstas se perciben “as part
of a continuous creative effort whereby culture is made and remade”702. La
pertenencia cultural, por tanto, además de constituir una precondición del ejercicio
de la autonomía, suele ser una fuente importante de autorrespeto. De ahí que la
gente se enorgullezca, por ejemplo, de las medallas conseguidas por sus equipos
nacionales en los juegos olímpicos y otras competiciones internacionales. Las
culturas son una fuente de orgullo y honor, conceptos éstos íntimamente
conectados con la autoestima703.
Como es sabido, Rawls piensa que la autoestima es el bien primario por
excelencia porque resulta fundamental para ejercitar los poderes morales que
caracterizan a los individuos. La autoestima incluye, por un lado, “el sentimiento de
una persona de su propio valor, su firme convicción de que su concepción del bien,
su proyecto de vida, vale la pena” y, por otro, “implica una confianza en la propia
capacidad”. Por esta razón, “los individuos en la situación original desearían evitar,
casi a cualquier precio las condiciones sociales que socavan el autorrespeto”704.
Según Kymlicka, la confianza y la confirmación social que Rawls considera básicas
para ejercer la libertad proceden primariamente de la comunidad cultural a la que
uno pertenece705. A lo largo de la exposición de la tesis de Taylor sobre el valor del
701
J. Waldron, “Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative”, en W. Kymlicka
(ed.), The Rights of Minority Cultures, op. cit., p. 110.
702
Kymlicka cita a Tamir en este punto, W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p.
90.
703
Para una discusión excelente sobre esta conexión, A. Margalit, The Decent Society,
Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1996.
704
J. Rawls, Teoría de la justicia, op. cit., p. 486. Aunque Rawls utiliza los términos
“autoestima” y “autorrespeto” de forma sinónima, tal vez debería matizarse que no hay
acuerdo entre psicólogos y filósofos en este punto. La mayoría de estudios psicológicos suelen
emplear el término “autoestima” de forma tal que se solapa con la idea de autorrespeto que
tienen los filósofos. Sobre esta cuestión, R. Dillon, “Self-Respect: Moral, Emotional,
Political”, Ethics 107, 1997, p. 235, nota 20.
705
W. Kymlicka, Liberalism, Community and Culture, op. cit., p. 165. En el mismo sentido,
K. Nielsen, “Cosmopolitan Nationalism”, op. cit., p. 453.
370
reconocimiento se tendrá ocasión de añadir algo más al tema del autorrespeto.
Antes, conviene elucidar brevemente las distintas formas en las que este argumento
se inserta en la teoría de Kymlicka permitiendo articular una respuesta coherente a
la objeción sobre su alcance antes planteada:
En primer lugar, desde mi punto de vista, incluso en estados donde el grupo
mayoritario y el minoritario comparten básicamente las mismas opciones de vida,
significados y lengua, obligar a las minorías a asimilarse es injustificable porque
obliga a sus miembros a sacrificar una identidad segura que les sirve de punto de
referencia por otra cuya comprensión profunda puede escapárseles. Por ejemplo,
por mucho que el abanico de opciones laborales, por ejemplo, sea el mismo, es
probable que el trato con los superiores o con los compañeros, las costumbres y
relaciones sociales, etc. contengan peculiaridades que hagan que se carezca de las
claves para actuar de forma automática. En segundo lugar, la asimilación conlleva
que sólo los símbolos distintivos de la cultura dominante estarán representados en
la esfera pública. Indirectamente, esto supone una degradación de la identidad de
los miembros de los grupos minoritarios. De ahí que el no reconocimiento de los
derechos de las minorías puede verse como una forma de humillación, como una
afrenta al autorrespeto. “Different encompassing groups”, escribe Margalit, “reflect
different ways of being human. Rejecting a human being by humiliating her means
rejecting the way she expresses herself as a human”706. La cuestión se agudiza si,
como sucede en tantos casos, los símbolos que aglutinan a la mayoría están
dirigidos en contra de un grupo minoritario del propio país707.
En conclusión, los individuos tienen buenas razones para tener vínculos
profundos con sus propias culturas y querer mantenerlos. Las culturas no sólo son
el locus primario de opciones que permiten activar la libertad, sino que, a la vez,
proporcionan una identidad segura que no depende de ningún logro personal. Las
dificultades inherentes a la asimilación no deben menospreciarse. La colaboración
706
707
A. Margalit, The Decent Society, op. cit., pp. 142-3.
Ibid., pp. 160-1.
371
que se requiere por parte del estado para garantizar la preservación de las culturas
minoritarias es muy inferior al sacrificio que los miembros de estos grupos deberían
realizar en ausencia de tales derechos708. Por ello, “we cannot be expected or
required to make such a sacrifice, even if some people voluntarily do so”709. Obligar
a los grupos minoritarios a asimilarse supone, por otra parte, privilegiar
arbitrariamente a las culturas dominantes en los estados.
Si este razonamiento es correcto –y creo que lo es–, las demandas de derechos
colectivos no están basadas en preferencias caras que los individuos tienen la
responsabilidad de modificar, sino en circunstancias desiguales para el
mantenimiento de bienes primarios. Los derechos de las minorías, por tanto, no
son equiparables a privilegios injustos. Tampoco deberíamos aceptar la idea
sugerida por Danley de que los miembros de culturas minoritarias padecen una
incapacidad que no tienen la voluntad de subsanar o corregir. Como se ha tratado
de mostrar, la teoría de Kymlicka está basada en la combinación de varios
argumentos. Su tesis de que el individuo tiene interés en su propia cultura no sólo
descansa en una conexión intrínseca entre libertad y cultura, como varios de sus
críticos sugieren. También se vincula a una determinada interpretación de la
relación entre identidad individual y cultura y a un compromiso con la idea de
igualdad. La conexión entre cultura y autorrespeto juega un rol auxiliar en el
argumento presentado, amplificando el valor de la cultura como componente
constitutivo de la identidad individual. El individuo necesita la cultura para actuar,
pero espera que sus acciones tengan alguna repercusión en la transformación del
mundo. Vivir dentro del marco de la propia cultura es relevante en la medida en
que el acceso a las condiciones de confirmación y corroboración social de que las
propias actividades, deseos y planes de vida merecen la pena es más seguro710. En
708
W. Kymlicka, Multicultural Citizenship, op. cit., p. 109.
Ibid., p. 87.
710
Adviértase que la perspectiva desarrollada permite refutar la aproximación al
problema de las minorías de autores como Comanducci. Así, los derechos que este autor
denominaba “culturales” no sólo no serían incompatibles con los “derechos liberales”, sino
que su justificación se basaría en los mismos principios de libertad e igualdad que defiende el
709
372
mi opinión, esta combinación de argumentos ofrece el marco idóneo desde el que
reflexionar sobre la legitimidad de las demandas concretas que plantean minorías
culturales distintas. Pero antes de abordar este tema en el siguiente capítulo, es
preciso exponer el argumento a favor de los derechos colectivos de Taylor, al
objeto de constatar algunas diferencias substanciales con la visión de Kymlicka y
mostrar su relevancia.
3.2. La teoría de Taylor: los derechos colectivos y “la política del reconocimiento”
Los presupuestos filosóficos de “la política del reconocimiento”: la emergencia de la
modernidad y el ideal de autenticidad
La teoría de Taylor sobre el reconocimiento ofrece una de las interpretaciones
más influyentes de la relevancia moral de los conflictos que se discuten bajo las
rúbricas ya familiares del “multiculturalismo” o de la “política de la diferencia”. La
articulación de esta respuesta a los dilemas identitarios –y, en particular, a las
demandas de derechos colectivos por parte de las minorías culturales– debe
comprenderse en el contexto del análisis que este autor realiza sobre dos
fenómenos fundamentales: la emergencia de la modernidad y las fuentes del yo711.
Para Taylor, la aparición del multiculturalismo en tanto “problema” se halla
estrechamente vinculada a los ideales de autenticidad y dignidad surgidos de la
modernidad.
Muy resumidamente: según su propia explicación712, en las sociedades premodernas la identidad individual estaba conectada al rol que la persona ocupaba
dentro de la jerarquía social. El reconocimiento social se otorgaba selectivamente,
en términos de “honor” o de “preferencias”. El empleo del término “honor” en el
liberalismo. Nótese también que, bajo este punto de vista, la propia terminología empleada
para hacer referencia a las minorías culturales es inadecuada. La idea de minorías by will puede
inducir a pensar que el deseo que expresan estos grupos de mantener su distintividad cultural
está vinculado a una voluntad fácilmente adaptable, equivalente a una preferencia caprichosa.
Pero, como se ha tratado de mostrar, esta visión es errónea.
711
C. Taylor, The Ethics of Authenticity, op. cit.; Sources of the Self: The Making of Modern
Identity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989.
373
antiguo régimen presuponía la desigualdad: “para que algunos tuvieran honor en
este sentido, era esencial que no todos lo tuvieran”713. Este esquema se justificaba
con referencia a esquemas de significado externos de carácter teológico que
legitimaban el orden jerárquico establecido. Con la emergencia de la modernidad,
estas estructuras jerárquicas configuradoras de las relaciones sociales se desploman
y los horizontes de significado teológico homogéneos poco a poco se desvanecen.
El concepto desigualtario de “honor” es lentamente desplazado por la idea de
dignidad, entendida en un sentido universalista e igualitario porque alude a una serie
de atributos comunes a todos los seres humanos. Resulta obvio que esta noción de
dignidad es la única compatible con una sociedad democrática. Por ello, “las formas
de reconocimiento igualitario han sido esenciales para la cultura democrática”714.
Pero el declive del antiguo régimen no sólo sentó las bases para la prosperidad
de la noción de igual dignidad, sino que dio lugar a la emergencia del ideal de
autenticidad. La concepción moderna de autenticidad descansa en una concepción
de la identidad individualizada, definida en términos subjetivos de autorrealización.
Este ideal reclama que el individuo sea fiel a sí mismo, a su particular forma de ser
humano. De acuerdo con Taylor, el origen de esta nueva perspectiva de la identidad
individual se remonta al siglo XVIII, especialmente, a la noción rousseauniana de
una “voz moral interior” –que es la fuente del sentiment de l’existence715– a la que el
individuo debe prestar especial atención para descubrir su sentido de la moralidad.
Pero fueron los filósofos románticos –sobre todo, Herder– quienes, según Taylor,
articularon un ideal que está en el trasfondo del giro subjetivo característico de la
cultura moderna. La corriente romántica exhorta a dar plena expresión a la propia
originalidad, a las particularidades derivadas ya sea de la nacionalidad, de la raza, del
género o de la forma de vida716. En principio, pues, se atribuye valor moral a un
712
“La política del reconocimiento”, op. cit., pp. 45-58.
Ibid., p. 45.
714
Ibid., p. 46.
715
Ibid., p. 49.
716
Como se sabe, frente al compromiso con los estándares universales de racionalidad
que centraron la obra de la principales figuras de la Ilustración, los pensadores románticos
713
374
tipo de contacto con la naturaleza interna que invita al individuo a escoger y definir
su identidad sin las limitaciones de conformidad a un sistema de jerarquías y valores
impuestos externamente. La identidad, en este sentido, deja de ser socialmente
derivada para convertirse en autodeterminación y autointerpretación individual.
Sin embargo, Taylor enfatiza que, bien entendido, el ideal de autenticidad no
significa aislamiento ni tampoco se desarrolla monológicamente:
“there is no such thing as inward generation, monologically understood…My
discovering my identity doesn’t mean that I work it out in isolation but that I negotiate
it through dialogue, partly overt, partly internalized, with others. That is why the
development of an ideal of inwardly generated identity gives a new and crucial
importance to recognition. My own identity depends on my dialogical relations with
others.”717
Si las elecciones que los individuos realizan deben tener algún significado, es
imprescindible tener acceso a un marco que permita determinar qué es lo
propugnaron las excelencias de la diversidad. Si la ética y la política de la Ilustración eran
afines al método científico de las ciencias naturales, el romanticismo se acercó a estos temas de
forma análoga a la creación artística En tanto movimiento filosófico, el romanticismo enfatiza
que los valores y principios morales no están objetivamente determinados por Dios, la
naturaleza o la razón, sino que los crea cada persona mediante un ejercicio introspectivo.
Herder –el filósofo cuyas ideas tanto han marcado el pensamiento de Taylor– percibía que el
universalismo de los philosophes era vacío y su concepción de la historia como progreso
rechazable. Herder interpretó que el movimiento ilustrado pretendía el abandono de los lazos
históricos, lingüísticos y culturales en aras de una uniformidad que despojaba al ser humano de
aquellas características que más profundamente le distinguen. La hostilidad de Herder hacia la
concepción kantiana de la historia también era manifiesta. Herder mantenía que cada período
histórico tenía un valor intrínseco y no sólo mediatizado como un preludio del progreso
posterior. Aunque Herder no descartaba el progreso, pensaba que cada época y cultura poseía
estándares de valor únicos e incommensurables que reflejaban distintas caras de la humanidad.
Por ello, exhortaba a apreciar los distintos fines y valores de cada cultura sin establecer
términos de comparación o considerar a algunas manifestaciones inferiores a otras. Este
conflicto entre los ideales ilustrados y la afirmación romántica de la diferencia continua
delimitando buena parte de los debates actuales sobre el multiculturalismo. Como se verá en lo
que sigue, el impacto del romanticismo en la interpretación del liberalismo de autores como
Taylor o Berlin es notable. Esta brevísima digresión sobre la influencia del pensamiento
romántico puede completarse con dos artículos excelentes de estos autores. I. Berlin, “The
Counter-Enlightenment” en I. Berlin, Against the Current, Oxford, Oxford University Press,
1981, pp. 1-24; C. Taylor, “The Importance of Herder”, en C. Taylor, Philosophical Arguments,
op. cit., pp. 79-89.
717
C. Taylor, The Ethics of Authenticity, op. cit., pp. 47-8.
375
significativo o lo valioso. De otro modo, las elecciones serían enteramente
arbitrarias o bien triviales:
“When we come to understand what it is to define ourselves, to determine in
what our originality consists, we see that we have to take as background some sense of
what it is significant.”718
El rasgo decisivo de la vida humana es su carácter dialógico. Taylor piensa que
el individuo adquiere horizontes de significado a través de las relaciones complejas
que establece con su comunidad. La identidad moderna se construye a partir de una
serie de elementos que Taylor identificó en The Sources of the Self719. Nos
transformamos en seres capaces de comprendernos e identificarnos a nosotros
mismos por medio de la adquisión de un lenguaje “que no sólo abarca las palabras
que pronunciamos sino también otros modos de expresión con los cuales nos
definimos, y entre los que se incluyen los ‘lenguajes’ del arte, del gesto, del amor y
similares”720. Pero el lenguaje es, por definición, una práctica social compartida, un
bien social colectivo del tipo descrito en la primera parte de este trabajo. En este
sentido, según Taylor, cada cultura contiene un sistema de significados compartidos
que, a su vez, proporciona el acervo imprescindible de creencias acerca de lo bueno
desde el que el individuo realiza sus elecciones. Además del lenguaje, la comunidad
provee el espacio en el cual negociamos con los demás nuestra identidad. De ahí el
énfasis en el carácter fundamentalmente dialógico del proceso de formación del yo.
718
Ibid., p. 35.
Además de la adquisión de este “espacio interior” o autoconsciencia de la propia
autenticidad, en esta importante obra Taylor atribuye especial importancia a la valorización de
la vida ordinaria que comenzó con la Reforma Protestante. Este cambio dio lugar a una
transformación de las esferas de producción y reproducción en fuentes de valor moral y de
autorrealización humanas (los compromisos y relaciones adquiridos en estos ámbitos dejan de
considerarse como producto de la necesidad y adquieren significado moral). También a la
apelación a la benevolencia universal derivada del Cristianismo y a la idea de libertad
responsable, derivada de las capacidades reflexivas del individuo. A la luz de este complejo
legado cultural, la búsqueda de la autenticidad involucra un esfuerzo de ponderación para
realizar estos distintos bienes. Sin embargo, según Taylor, en la vida contemporánea este ideal
se ha desvirtuado desembocando en un ethos de subjetivismo moral que aplaude formas de
vida y de autoexpresión narcisistas y relaciones políticas y sociales superficiales o vacuas.
Como se recordará, a esta crítica de Taylor ya se aludió en la primera parte de este trabajo.
719
376
Sólo sentiré que mi identidad es segura, esto es, que lo que soy y hago merece la
pena, si cuento con el reconocimiento de los demás.
Pero es precisamente este reconocimiento lo que el desmoronamiento del
viejo orden y la emergencia de la modernidad han convertido en profundamente
problemático. Cuando la identidad individual se fijaba con referencia a jerarquías
sociales establecidas más o menos incuestionadas, el reconocimiento estaba
automáticamente garantizado. Con la autenticidad como ideal de la modernidad, el
individuo pierde este reconocimiento a priori, indiscutido. Por primera vez existe el
peligro del rechazo, la distorsión o la negación de la identidad. Dado su carácter
intersubjetivo, “ésta se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de
éste”. Así, “un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño,
una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran,
como reflejo, un cuadro limitativo, o degradante o despreciable de sí mismo”721. Y,
puesto que la tesis es que la identidad individual se construye en el contexto de
comunidades culturales concretas, la falta de reconocimiento –o el falso
reconocimiento– de las distintas culturas puede desembocar en una forma de
opresión de sus miembros. En definitiva, desde esta perspectiva, el reconocimiento,
tanto individual como colectivo, se convierte en una necesidad vital. Ello explica
que, en el tiempo de la autenticidad, las demandas relacionadas con este bien
jueguen un rol primordial, tanto en el espacio privado como en el plano político.
En la esfera privada, dice Taylor, “we are all aware of how identity can be formed
or malformed in our contact with significant others”722. La enorme relevancia que
se confiere a las relaciones amorosas se debe, precisamente, a que éstas constituyen
uno de los focos centrales de autodescubrimiento y confirmación. En el plano
social, la percepción de que la proyección de una imagen degradante sobre algunos
grupos es una causa de opresión y amenaza el autorrespeto ha dado lugar a una
“política de la identidad” distintivamente moderna.
720
721
C. Taylor, “La política del reconocimiento”, op. cit., pp. 52-3.
Ibid., p. 44.
377
Por último, es preciso enfatizar que el ideal de autenticidad no sólo ha
impreso un significado especial a la idea de reconocimiento, sino que el
reconocimiento se entremezcla inevitablemente con el principio de dignidad
humana. Según la teoría de Taylor, la interpretación correcta de este principio exige,
por un lado, que se protejan los derechos y libertades de los individuos en tanto
seres humanos y, por otro, que se garanticen las particulares necesidades de los
individuos en tanto miembros de culturas y grupos sociales específicos723. Aquí nos
encontramos con la confluencia de dos políticas, la de la igualdad universal y la de
la diferencia, que parecen pujar en direcciones distintas. Por supuesto, esta última
también se fundamenta en una base universalista –“Cada quien debe ser reconocido
por su identidad única”724– pero, según Taylor, el que el liberalismo contemporáneo
haya pasado por alto la política de la diferencia ha dado lugar a la imposición y
asimilación a la identidad dominante o mayoritaria. Éste es “el pecado cardinal
contra el ideal de autenticidad”725 contra el que distintas minorías se revelan. Como
Berlin –para quien el nacionalismo surge, a menudo, “from a wounded or outraged
sense of human dignity, the desire for recognition”726– este autor opina que el
nacionalismo moderno, en tanto movimiento político, hunde sus raíces en la
necesidad de reconocimiento e igual respeto a todas las culturas y provee el modelo
para las demandas de reconocimiento por parte de otras minorías culturales, las
feministas y el movimiento gay.
La política del reconocimiento y la crítica al “liberalismo de la neutralidad”
La “política del reconocimiento”, por tanto, se asocia con dos ideales
substancialmente distintos: el del universalismo, que invoca la idea de igual dignidad
humana para asegurar los mismos derechos a todo individuo, y el de la diferencia,
722
C. Taylor, The Ethics of Authenticity, op. cit., p. 49.
C. Taylor, “La política del reconocimiento”, op. cit., pp. 59-63.
724
Y también, “la política de la diferencia…se fundamenta en un potencial universal, a
saber: el potencial de moldear y definir nuestra propia identidad, como individuos y como
cultura”; Ibid., pp. 61, 65.
725
Ibid.
726
I. Berlin, The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History, Pimlico 1997, p. 252.
723
378
que apela al ideal de autenticidad. En contraste con la política del universalismo,
comprometida con formas de interpretar la no-discriminación que ignoran el modo
en que los ciudadanos difieren entre sí, la política de la diferencia implica el
reconocimiento de la identidad particular de los individuos en tanto miembros de
distintos grupos.
Según Taylor, la mayoría de los teóricos liberales se hallan anclados en la
“política del universalismo”727. El compromiso con la igualdad procedimental y la
neutralidad del estado que caracteriza al liberalismo contemporáneo que defienden
autores como Dworkin, Ackerman y Rawls se asienta en una concepción de la nodiscriminación que no tiene en cuenta la diferencia. La corriente dominante dentro
de esta doctrina enfatiza la idea de igual dignidad humana, definida en términos de
autonomía; i.e., de capacidad humana universal de configurar libremente la propia
vida, más que de respeto a la forma de vida particularmente elegida. Desde esta
perspectiva, el estado debe abstenerse de apoyar a ninguna concepción del bien
concreta. Pero, al igual que otros defensores de la política de la diferencia, Taylor
piensa que en los estados modernos la aplicación de los principios supuestamente
neutrales de la política del universalismo acaba reflejando los valores y formas de
vida de la cultura dominante. Por esta razón, pretender garantizar el
reconocimiento por medio de la neutralidad es ilusorio. Asimismo, el énfasis en la
neutralidad es hostil a la idea de que los derechos liberales se apliquen de forma
distinta según los contextos culturales. En concreto, el liberalismo de los derechos
universales se opone a la consecución de objetivos colectivos como el “derecho a la
supervivencia cultural”. Éste es un objetivo colectivo que exigirá derechos y
políticas distintas según el contexto en que nos encontremos. Por este motivo, por
sí sola, la política del universalismo es incapaz de dar cuenta de las implicaciones
del ideal de autenticidad. Dada la complejidad de la relación entre la identidad
727
Lo que sigue es una breve sinopsis de una reflexión central en la crítica de Taylor a un
sector de la corriente liberal contemporánea. Además de “La política del reconocimiento”(op.
cit., pp. 78-91) véase, “Shared and Divergent Values”, en C. Taylor, Reconciling the Solitudes, op.
cit., pp. 174-181.
379
individual y la pertenencia cultural, si se fracasa en reconocer y salvaguardar la
particular identidad de las comunidades culturales existentes, se viola el principio de
igual respeto que a priori quería honrarse. En suma, los partidarios de la política del
universalismo “sólo pueden otorgar un reconocimiento muy limitado a las distintas
identidades culturales”:
“La idea de que cualquiera de los conjuntos habituales de derechos puede
aplicarse en un contexto cultural de manera diferente que en otro, que sea posible que
su aplicación haya de tomar en cuenta las diferentes metas colectivas, se considera
totalmente inaceptable.”728
Con base en esta reflexión acerca de las limitaciones de la –que considera–
concepción preeminente de sociedad liberal, Taylor elabora su influyente distinción
entre dos versiones del liberalismo729: el primer modelo confiere un peso central a
la idea de homogeneidad de los derechos individuales de la ciudadanía pero no
otorga valor moral alguno a las políticas dirigidas a preservar una particular
identidad a lo largo del tiempo. Sólo el segundo modelo, en el que, además del
compromiso con los derechos individuales, se afirma la relevancia intrínseca del
reconocimiento de los distintos grupos, puede justificar estas políticas.
Taylor ilustra el segundo modelo de liberalismo –por el que claramente se
decanta– profundizando en el caso de Quebec730. Según observa, para los liberales
comprometidos con el primer modelo de liberalismo el deseo de esta minoría
nacional en Canadá de establecer un marco político y jurídico dirigido a preservar
su herencia cultural viola el postulado de neutralidad y, por tanto, es discriminatorio
con respecto a los ciudadanos que no pertenecen al grupo cuya identidad trata de
protegerse. Taylor entiende que lo que está en juego en la polémica constitucional,
que sigue siendo fuente de discordia entre las comunidades francófona y
728
C. Taylor, “La política del reconocimiento”, op. cit., p. 79.
Ibid., pp. 90-91.
730
Ibid., p. 79-84. También en “Shared and Divergent Values”, op. cit., pp. 175-184.
729
380
anglófona731, es el deseo de supervivencia de Quebec en tanto “sociedad distinta”.
La survivance inevitablemente involucrará la adopción de medidas restrictivas que
731
Tal vez una breve incursión en la historia del conflicto constitucional canadiense sea
apropiada para entender el planteamiento de Taylor: Como se sabe, desde la Constitución de
1867, la evolución del federalismo canadiense ha estado marcada por la dificultad de construir
un estado a partir de una serie de territorios coloniales heterogéneos y dispersos. La adopción
de un modelo federal fue una respuesta a la realidad histórica del momento, más que fruto de
una ideología política prevaleciente o bien articulada. No debe olvidarse que el federalismo era
ajeno a la tradición constitucional británica. Desde el mismo momento de su aprobación, la
reforma de la Constitución ha sido considerada por las provincias como la ocasión para
modificar el reparto de competencias con el gobierno central. Para los franco-canadienses, la
legitimidad política de cualquier acuerdo constitucional requiere su consentimiento. Por esta
razón, la mayoría de ciudadanos de Quebec entendió la inclusión en la Constitución, en 1982,
de la Carta de derechos y libertades como un agravio. Los quebequeses vieron como, en
contra de lo que ellos consideraban, Canadá introducía una medida tan importante
prescindiendo de su asentimiento. La identidad nacional canadiense pasaba a definirse en
términos individuales y no comunitarios; más como un país de ciudadanos que como un
contrato entre naciones soberanas. No es ningún secreto que, a través de la Carta, Pierre
Trudeau pretendía establecer y fomentar una identidad pancanadiense a lo largo de todo el
país. Como él mismo afirmó en diversas ocasiones, constitucionalizando los derechos, su
proyecto era consolidar la unidad de Canadá. Esta decisión pasaba por garantizar los derechos
lingüísticos de los francófonos fuera de su territorio (no es casualidad que sean estos derechos
los que estén formulados de forma particularmente precisa y no sujetos a la famosa claúsula
“no obstante” del artículo 33 que dispone que el Parlamento federal o una asamblea legislativa
provincial pueden suspender la aplicación de un número considerable de derechos
fundamentales por un periodo de cinco años por medio de una simple ley ordinaria
expresamente derogatoria). Constitucionalizando una materia que tradicionalmente había
estado en manos del legislador provincial, se pretendían garantizar las demandas de Quebec.
Pero estas expectativas no sólo se vieron frustradas, sino que Quebec se alejó más que nunca
del resto de Canadá. Esto se debió, sobre todo, a los acontecimientos que dominaron el
proceso de “patriación” de la Constitución. Quebec no sólo no prestó su consentimiento sino
que vió como le eran denegadas dos de sus reivindicaciones tradicionales: el reconocimiento
como “sociedad distinta” y el derecho a vetar la reforma constitucional. En diciembre de 1982,
la Corte Suprema sentenció que este último derecho no existía. Con la exclusión de esta
provincia del pacto constitucional el conflicto estaba servido: ignoradas sus demandas, los
nacionalistas quebequeses argumentaron que la única alternativa que les quedaba era la
secesión. Para evitarla, el “problema quebequés” ha intentado resolverse sin éxito a lo largo de
dos turbulentos procesos de negociación de una reforma constitucional. Aunque el propósito
de estas negociaciones ha sido el de llegar a acuerdos en una renovada forma de constitución
federal que reconociera explícitamente la diversidad cultural de los diferentes grupos
nacionales, ambos intentos han fracasado. El acuerdo del lago Meech, de 1987, recogía todas
las condiciones exigidas por Quebec para dar su consentimiento a la Constitución, pero no fue
ratificado por Manitoba y Terranova. Más recientemente, en 1992, el acuerdo de
Charlottetown fue considerado insuficiente y votado en contra por la mayoría de ciudadanos
quebequeses (y por otras seis provincias). Para numerosos juristas, filósofos y polítólogos
canadienses (personas como Kymlicka, Norman, Tully o el propio Taylor) la lección de estos
fracasos es clara: los intentos de responder a las demandas de Quebec en el marco de un
federalismo territorial y simétrico son difíciles y han erosionado seriamente los poderes
381
traten de forma distinta a los de “dentro” y a los de “fuera”, como las adoptadas
por el gobierno quebequés en la famosa Bill 101. Entre otras medidas, esta ley
prescribe que los francófonos y los inmigrantes deben enviar obligatoriamente a sus
hijos a escuelas donde la educación sea en francés –aunque confiere libertad de
opción a los anglófonos canadienses– que los signos comerciales sean en francés, o
que las empresas con más de cincuenta empleados empleen esta lengua. Para
Taylor, si los quebequeses están de acuerdo en que su gobierno apruebe este tipo
de restricciones, es porque las estiman necesarias para garantizar una meta colectiva
como es la viabilidad futura de su comunidad en un contexto geopolítico
predominantemente anglófono.
Sin embargo, la idea anterior choca con la posición liberal dominante que
mantiene que las metas colectivas nunca deben tener precedencia sobre los
derechos individuales como la libertad de opción. Aun así, Taylor insiste en que el
liberalismo no tiene por qué estar marcado por el compromiso con la neutralidad
cultural y la igualdad procedimental. En su opinión, una sociedad liberal puede
legítimamente promover una particular concepción de la vida buena, “sin que esto
es considere como una actitud despreciativa hacia quienes no comparten en lo
personal esta definición”732. En este punto, Taylor distingue entre los derechos
fundamentales como el derecho a la vida, a la libertad, al debido proceso, libertad
ejecutivos del gobierno central. Por el momento, los dos referéndums sobre la secesión en
Quebec (en 1980 y en 1995) han fracasado (el último por un margen muy escaso). En agosto
de 1998, la Corte Suprema de Canadá se proncunció sobre la constitucionalidad de la eventual
secesión de Quebec, en uno de los únicos intentos por parte de un tribunal de ofrecer un
razonamiento jurídico fundado en los principios cardinales del constitucionalismo
contemporáneo sobre esta delicada cuestión. Para un análisis de esta importante sentencia en
el marco de la teoría constitucional y democrática, T. Groppi, “Concezioni della democracia e
della constituzione nella decisione della Corte Suprema del Canada sulla secessione del
Quebec”, Giurisprudenza Constituzionale, anno XLIII Fasc. 5, 1998, pp. 3057-3080. Sobre el
contenido de la carta de derechos y libertades incorporada a la Constitución canadiense, C.
Chacón Piqueras, “La Carta de Derechos y Libertades cadadiense: un camino hacia la
diversidad provincial”, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, nº 16, 1996,
pp. 133-145. Una vinculación de la crisis constitucional canadiense con los problemas de la
diversidad cultural puede encontrarse en J. Tully, “The Crisis of Identification: the Case of
Canada”, Political Studies, XLII, 1994, pp. 77-96.
732
C. Taylor, “La política del reconocimiento”, op. cit., p. 88.
382
de religión, de expresión, etc., y el amplio conjunto de posibles prerrogativas e
inmunidades que pueden ser aprobadas o revocadas legítimamente por el estado
dentro del margen de que dispone para realizar sus políticas públicas. Taylor
reconoce que “indudablemente, habrá tensiones y dificultades en la búsqueda
simultánea de estos objetivos”, pero confía en que la ponderación no es imposible y
los problemas que deberán enfrentarse no son mayores que aquellos con los que
tropieza cualquier sociedad liberal que tenga que combinar, por ejemplo, libertad e
igualdad, o prosperidad y justicia733.
Es importante enfatizar que, aunque Taylor pretende defender este segundo
modelo de liberalismo que permite acomodar a sociedades como Quebec con
poderosas metas colectivas, este autor no piensa que deba concederse de forma
automática que todas las culturas son igualmente valiosas y merecen el mismo
reconocimiento. Su insistencia en el igual valor de todas las culturas es, ante todo,
una presunción, una hipótesis que nos permite aproximarnos al estudio de las
demás culturas734. Para llegar a un juicio informado acerca del merecimiento del
reconocimiento, será preciso desarrollar nuevos lenguajes de comparación que
transformen, en alguna medida, aquello que para nosotros constituye un valor. Este
desplazamiento hacia lo diferente permite articular una “fusión de horizontes” a fin
de captar en qué consiste la contribución original de las demás culturas y vislumbrar
en qué sentido merecen ser reconocidas en su peculiar autenticidad. Sobre esta
cuestión se volverá en el siguiente capítulo. En cualquier caso, Taylor enfatiza que
el liberalismo “no puede ni debe atribuirse una completa neutralidad cultural”,
porque esta doctrina es también “un credo combatiente”735.
Un autor que, en sus propias palabras, está “totalmente de acuerdo con las
opiniones que expone Taylor” es Walzer736. A pesar de esta declaración, Walzer se
distancia del argumento de Taylor porque considera que, para tratar casos como el
733
Ibid., p. 89.
Ibid., p. 94-100.
735
Ibid., p. 93.
734
383
de las minorías étnicas en Estados Unidos, el “Liberalismo 1” es más apropiado.
En realidad, Walzer apunta a la subsunción del primer modelo de liberalismo
dentro del segundo737. A primera vista, la visión de la comunidad política liberal de
Walzer es más pluralista, al igual que su teoría de la justicia738. Sin embargo, ambas
han sido objeto de críticas similares a las que se plantean al argumento de Taylor.
Veamos cuáles son.
Reconocimiento y autonomía: las críticas liberal y feminista
Si bien el proyecto de Taylor es articular una defensa liberal, no sólo del
derecho a la pertenencia cultural, sino también del derecho a la supervivencia
cultural, algunas de las críticas más importantes que ha recibido este autor ponen en
cuestión las credenciales liberales de su teoría. Además, también desde algunas
corrientes favorables a una política de la diferencia, como el feminismo, se han
planteado objeciones a la “política del reconocimiento”.
Desde la órbita del liberalismo, Habermas ha expresado su opinión sobre los
retos que plantea una versión de la política de la diferencia como la elucidada por
Taylor739. Su tesis es, básicamente, que Taylor se mantiene ambiguo en el punto
736
M. Walzer, “Comentario”, en El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”,
op. cit., pp. 139-145.
737
Así, Walzer escribe que “sopesando los derechos igualitarios y la supervivencia
cultural…yo optaría por el Liberalism 1”. Ello porque este autor cree que quienes emigran a
sociedades como la norteamericana ya han realizado esta elección: dejando atrás las
certidumbres de su viejo modo de vida están dispuestos a correr riesgos culturales. Ibid., p.
144-145.
738
Como es sabido, Walzer se distancia de Rawls en la medida en que mantiene que
todo intento de establecer un punto de vista imparcial desde el que juzgar las disputas relativas
a la justicia es en vano. Desde su perspectiva, las teorías de la justicia están asentadas en los
valores de las culturas específicas por lo que el propósito de la investigación de la filosofía
moral es interpretar los significados de los bienes y prácticas sociales dentro de comunidades
históricas concretas. Por este motivo, la justicia requiere la defensa de la diferencia: los bienes
sociales se distribuyen de forma distinta por razones distintas en comunidades diferentes. Los
principios de la justicia son plurales e inconmensurables. Todo ello no implica que Walzer
realice una defensa conservadora del status quo. Por el contrario, este autor piensa que el debate
y la crítica social son vitales. Lo que ocurre es que, inevitablemente, la crítica también se basará
en elementos e ideales que informan una particular sociedad. Cfr. M. Walzer, Las esferas de la
justicia, op. cit., pp. 17-43. Sobre su concepción pluralista de la comunidad política, M. Walzer,
“Pluralism: A Political Perspective”, op. cit.
739
J. Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el estado democrático de derecho”,
en J. Habermas, La inclusión del otro, op. cit., pp. 189-227.
384
decisivo: aun cuando sostiene que la segunda versión del liberalismo simplemente
corrige una comprensión inadecuada de los principios liberales, esta versión “ataca,
empero, estos principios en sí mismos, y cuestiona el núcleo individualista de la
comprensión moderna de la libertad”740. No obstante, más que negar la necesidad
del reconocimiento de las diferencias culturales, Habermas critica el planteamiento
concreto de la cuestión que hace Taylor. De hecho, también Habermas tiene una
teoría intersubjetiva de la identidad humana que da cuenta del significado de los
contextos de vida particulares dentro de los cuales se desarrolla la identidad
individual y colectiva. Este enfoque se basa en su teoría de la acción comunicativa,
que le lleva a sostener que la comunicación con los demás juega un papel esencial
en el desarrollo de la identidad y en el proceso de integración social741. Asimismo,
Habermas reconoce la impregnación ética de las instituciones políticas y el carácter
740
Ibid., p. 191.
Presumiblemente, la persistente inquietud por el problema de la legitimidad de los
sistemas políticos y la cohesión social que caracteriza la vasta obra de Habermas es la que le ha
conducido a interesarse en los últimos años por el problema del multiculturalismo. Al igual
que Rawls –y a diferencia de Taylor– Habermas pretende acomodar la diferencia estableciendo
un punto de vista imparcial, mediante un enfoque deontológico que priorice lo correcto por
encima de lo bueno. Sin embargo, su teoría de la imparcialidad difiere de la de Rawls, al
menos, en las siguientes dos cuestiones centrales. Mientras que Rawls se propone formular los
principios fundamentales de la justicia de antemano (esto es, colocando a las partes en la
situación original tras un velo de la ignorancia que les imposibilita todo conocimiento acerca
de sus identidades sociales concretas), Habermas insiste en que el punto de vista imparcial sólo
puede ser identificado en el proceso de la deliberación entre participantes reales que deben
involucrarse constantemente en el discurso práctico a fin de averiguar y reafirmar el consenso.
El principio es que las normas sólo son válidas si cuentan con la aprobación de todos los
participantes. El propósito del debate –para el cual el estado de derecho provee el contexto
idóneo– es establecer un conjunto de normas imparciales. Pero la igualdad genuina sólo se
logra si las particulares aspiraciones de las personas en tanto miembros de grupos socioculturales concretos se tienen en cuenta en la esfera política. De ahí se deriva la segunda
diferencia importante con Rawls: para Rawls, la solución a la diversidad cultural consiste en
privatizar la diferencia, relegándola al ámbito de lo privado. En cambio, la teoría de Habermas
no descansa en una división estricta entre lo público y lo privado, por lo que este autor no
establece restricciones al tipo de argumentos que pueden ser utilizados por los participantes en
el discurso práctico (ello, a su juicio, contradiría la percepción republicana de que democracia y
derechos son cooriginarios). Como puede intuirse, estos matices hacen que, a priori, su
enfoque sea más sensible a las demandas de reconocimiento que plantean los grupos
minoritarios. Las discrepancias entre Rawls y Habermas se recogen en tres importantes
artículos que han sido reunidos en el volumen J. Habermas/J. Rawls. Debate sobre el liberalismo
político, Barcelona, Paidós, 1998.
741
385
único –la autenticidad– de los distintos estados democráticos. De este modo, a su
juicio, si bien el propósito primario del estado constitucional es hacer efectivas una
serie de normas universalmente válidas como los derechos humanos, “todo
ordenamiento jurídico es también la expresión de una forma de vida particular y no
sólo el reflejo especular del contenido universal de los derechos”742. Bajo esta
premisa, “una teoría de los derechos correctamente entendida reclama
precisamente aquella política del reconocimiento que proteje la integridad del
individuo incluso en los contextos de vida que configuran su identidad”743.
Sin embargo, pese a que podría decirse que Habermas asume buena parte de
los presupuestos que guían el razonamiento de Taylor, niega (1) que exista una
colisión necesaria entre las dos orientaciones normativas del liberalismo que este
autor delimita, y (2) la compatibilidad con el liberalismo de las implicaciones
concretas que extrae Taylor con respecto al “derecho a la supervivencia cultural”.
En efecto, frente al punto de partida de Taylor de que el aseguramiento de las
identidades colectivas –la política de la diferencia– entra en colisión con el derecho
a las libertades subjetivas –la política del universalismo–, Habermas sostiene que
esta posición no tiene en cuenta que los destinatarios del derecho sólo adquieren
autonomía en la medida en que ellos mismos puedan comprenderse como autores
de las leyes a que se hallan sometidos. En este sentido, existe una conexión
conceptual interna entre estado de derecho y democracia. Desde esta perspectiva
“se ve claramente que el sistema de derechos no sólo no es ciego frente a las
desiguales condiciones sociales de vida, sino que tampoco lo es frente a las
diferencias culturales”744. Ésta es la razón por la que Habermas insiste en que no se
requiere ningún modelo alternativo de liberalismo que corrija el sesgo individualista
de los derechos, “sino tan sólo su realización consecuente”745. La historia del
feminismo le proporciona las bases para corroborar la plausibilidad de su
742
J. Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el estado democrático de derecho”,
op. cit., p. 205.
743
Ibid., p. 195.
744
Ibid., p. 194.
386
enfoque746. La equiparación formal entre hombres y mujeres desvinculada del
estatus de la identidad sexual no tuvo éxito porque no abordó las razones
estructurales de esta discriminación de facto. La concretización de los derechos
subjetivos de las mujeres no puede ser formulada correctamente si los grupos
afectados no fundamentan y defienden en discusiones públicas los aspectos
relevantes donde se requiere un trato igual y un trato diferenciado. Es así como la
autonomía privada surge de la autonomía pública747.
Así pues, Habermas contempla el problema del reconocimiento desde el
prisma de la participación en la elaboración de las normas jurídicas de todos los
grupos identitarios. Lo relevante, en última instancia, es garantizar la inclusión de
los distintos grupos en la autocomprensión ética de la comunidad política. De ahí
que, aunque este autor coincide con Taylor en que las cuestiones políticas de
carácter ético son ineludibles en la discusión pública, discrepa del modo en que este
autor verbaliza la problemática. Habermas concibe el estado constitucional como
una entidad histórica cuya formulación concreta es contingente, como también lo
son las decisiones normativas que se toman. “Si cambia el conjunto de
ciudadanos”, escribe, “cambia también ese horizonte de tal modo que se
mantendrán otros discursos y se obtendrán otros resultados”748. Pero esta
concepción no implica que el estado constitucional no deba aspirar a ser imparcial
entre los distintos subgrupos culturales dentro del estado: lo relevante es que el
nivel de la cultura política común esté desconectado del nivel de las subculturas.
Aunque por razones históricas en muchos países existe una fusión entre la cultura
de la mayoría y la cultura política que tiene la pretensión de ser reconocida por
todos los ciudadanos, esta fusión debe ser disuelta; “deben poder convivir en
745
Ibid., p. 195.
Ibid. p. 195-7.
747
Así: “En tanto que el horizonte quede limitado al aseguramiento de la autonomía
privada y se diluya la conexión interna entre los derechos subjetivos de las personas privadas y
la autonomía pública de los ciudadanos partipantes en el proceso legislativo, la política jurídica
vacilará desvalida entre los polos de un paradigma del derecho liberal en el sentido lockeano y
otro propio del Estado social igualmente corto de perspectivas”. Ibid., p. 195.
748
Ibid., p. 207.
746
387
igualdad de derechos distintas formas de vida culturales, étnicas y religiosas”749. En
definitiva, Habermas apuesta por una cultura política que refleje los compromisos
éticos de todos los ciudadanos y no favorezca ni discrimine a ninguna subcultura en
concreto. A su juicio, ninguna fundamentación adicional es necesaria para
reconocer los derechos individuales de pertenencia cultural; sólo es preciso realizar
efectivamente los derechos subjetivos. Recurriendo al argumento de Kymlicka, este
autor señala que la integridad de la persona “no puede ser garantizada sin la
protección de aquellos espacios compartidos de experiencia y vida en los que ha
sido socializada, y se ha formado su identidad”750.
Ahora bien, una cosa es defender la coexistencia en igualdad de derechos y
otra bien distinta es postular el valor universal de cada cultura con el propósito de
proteger las distintas “especies culturales”. Habermas, al igual que otros autores
liberales, considera que esta analogía con la conservación de las especies desde el
punto de vista ecológico es inválida y, a partir de esta idea, cuestiona la
compatibilidad de la teoría de Taylor con el principio de libertad. En especial,
Habermas teme que la postura de Taylor conduzca a justificar inexorablemente la
congelación de los rasgos identificatorios de una cultura –de su carácter concreto,
en terminología de Kymlicka–, motivo por el cual se esfuerza en aclarar que, desde
los presupuestos liberales, “sólo cabe posibilitar ese rendimiento hermenéutico de
la reproducción cultural” 751. Lo contrario supondría implicar sustraer a los
miembros de una cultura la libertad de someter sus prácticas a un examen crítico. Si
somos conscientes de la falibilidad de las propias creencias, debemos admitir un
revisionismo sin reservas, que permita a los individuos reflexionar sobre las
distintas imágenes del mundo. Para Habermas, la coexistencia en igualdad de
749
J. Habermas, “El estado nacional europeo. Sobre el pasado y el futuro de la soberanía
y la ciudadanía”, op. cit., p. 94-5.
750
J. Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el estado democrático de derecho”,
op. cit., p. 209.
751
Ibid., p. 210. En el mismo sentido, en su comentario al artículo de Taylor, Steven
Rockefeller entiende que “La vía democrática entra en conflicto con toda idea rígida de
supervivencia cultural, o de un derecho absoluto a ésta”, S. C. Rockefeller, “Comentario”, en
El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”. Ensayo de Charles Taylor, op. cit., p. 130.
388
derechos significa para cada ciudadano la garantía de la oportunidad “de crecer de
una manera sana en el mundo de una cultura heredada y de dejar crecer a sus hijos
en ella”752. Pero esto último no implica un mero relevo generacional en el “deber”
de preservar las tradiciones culturales, sino la oportunidad de confrontarse con esa
cultura, de proseguirla de manera convencional o de transformarla, incluso de
renegar de ella absolutamente753.
Ciertamente, Taylor parece sostener que el impulso de la política del
reconocimiento no se agota con la igual oportunidad de aquellos individuos que así
lo prefieran de mantener sus propias lenguas y culturas cuando afirma lo siguiente:
“No sólo se trata de que la lengua francesa esté al alcance de quienes la preferirían.
(…) también implica asegurarse de que habrá aquí, en el futuro, una comunidad de
personas que desearán aprovechar la oportunidad de hablar la lengua francesa. Las
medidas políticas tendentes a la supervivencia tratan activamente de crear miembros de
la comunidad… No podemos considerar que esas políticas simplemente estén dando
una facilidad a las personas que ya existen.”754
Nótese que ésta es una de las diferencias esenciales que separan las teorías de
Kymlicka y de Taylor, como este último autor señala en su artículo. A su modo de
ver, el argumento de Kymlicka no integra las demandas reales de grupos como los
pueblos aborígenes canadienses y Quebec con respecto a su meta de supervivencia
752
Ibid., p. 211.
Ibid., p. 211-2. Aunque, en principio, Walzer defiende un pluralismo más radical
dentro de los estados, Dworkin critica a este autor con un argumento análogo al de Habermas.
Según Dworkin, la tendencia de Walzer a aceptar como dados los significados sociales dentro
de las distintas culturas conduce, en última instancia, al conservadurismo político y al
relativismo moral”, R. Dworkin, A Matter of Principle, op. cit., pp. 214-220. Por su parte,
Kymlicka también impugna los fundamentos filosóficos comunitaristas de la defensa de
Walzer de los derechos de las minorías así como el que Walzer identifique el marco estatal
como la comunidad política relevante para tratar estas cuestiones. W. Kymlicka, Liberalism,
Community and Culture, op. cit., pp. 220-236.
754
C. Taylor, “La política del reconocimiento”, op. cit., p. 88. Otro autor que apoya
explícitamente esta tesis y, en consecuencia, algunas de las medidas más restrictivas de la
polémica Bill 101es Pierre Coulombe para quien “French Canadians must be protected against
the dangers of assimilation that exist within them, against the temptation to submerge into Noth
American society. (…) This justifies constraining unwilling members on the grounds that
membership entails certain obligations”, P. Coulombe, Language Rights in French Canada, New
753
389
ni, por tanto, justifica las medidas designadas a asegurar la supervivencia a través de
generaciones futuras indefinidas. Para Taylor, es la survivance lo que está en juego755.
Pero, precisamente, Kymlicka replicaría que esta restricción para proteger la
autonomía está justificada y constituye un elemento clave de cualquier teoría que se
pretenda “liberal”.
En definitiva, como Kymlicka, Habermas considera que, si bien la
coexistencia en igualdad de derechos requiere el acceso a la propia cultura y, en esta
medida, la garantía del derecho a la pertenencia cultural, el objeto de este derecho
no es preservar indefinidamente la identidad de las culturas particulares, sino
garantizar la autonomía y el reconocimiento de los individuos actualmente
existentes en estas culturas756. En este sentido, políticas lingüísticas como las de
Quebec sólo serían legítimas si pudiera argumentarse que se dirigen a garantizar los
derechos de las personas existentes757.
La crítica feminista apunta en una dirección semejante. Diversas autoras han
planteado serias dudas en relación con la naturaleza de las identidades grupales y
con el poder de formular descripciones autoritativas sobre su carácter concreto758.
York, Peter Lang, 1995, p. 123. Claramente, parece que aquí se prescribe el deber de los
miembros del grupo de mantener ciertos rasgos identificatorios, en este caso, la lengua.
755
Ibid., nota 16, p. 64.
756
Aquí debería precisarse que, según Habermas, este punto de vista hace ilegítimo el
reconocimiento de derechos colectivos. Sin embargo, es claro que, aunque no se explicite
expresamente, para este autor, esta categoría de derechos involucra la necesidad de proteger
particulares formas de vida en contra de la voluntad de quienes las practican. En este sentido,
adolece de los problemas de la noción de derechos colectivos predominante que se discutió en
la primera parte de este trabajo. Cfr. al respecto, J. Habermas “La lucha por el reconocimiento
en el estado democrático de derecho”, op. cit., p. 210.
757
A mi juicio, esta cuestión no puede responderse en abstracto, sino teniendo en cuenta
cada contexto concreto. Por ejemplo, en el caso de Quebec, podría ser discutible hasta que
punto algunas de las restricciones a la libertad de los francófonos en materia de educación
contenidas en la antes mencionada Bill 101 son necesarias para garantizar la pertenencia
cultural en el sentido defendido por Kymlicka y Habermas. Repárese, además, que, de
aceptarse la crítica a la defensa de la supervivencia cultural, tampoco serían legítimas las
medidas destinadas a reproducir una cultura o una lengua sobre la que puede diagnosticarse
una franca decadencia.
758
A título de ejemplo, S. Wolf, “Comentario”, en El multiculturalismo y “la política del
reconocimiento”, op. cit., pp. 108-122; S. M. Okin, “Is Multiculturalism Bad for Women?
When Minority Cultures Win Group Rights, Women Lose Out”, Boston Review, nº 22, 1997,
pp. 2-28; “Feminism and Multiculturalism: Some Tensions”, Ethics 108, 1998, pp. 661-84. A..
390
La objeción central es que la política del reconocimiento de las minorías culturales
no sólo puede restringir la libertad de las futuras generaciones sino que, entendida
en los términos de Taylor, puede acentuar la discriminación de los miembros más
vulnerables de estos grupos. El argumento hace hincapié en la necesidad de tener
en cuenta las desigualdades intragrupales existentes a la hora de examinar las
demandas de reconocimiento y la atribución de derechos colectivos. Una versión
fuerte del modelo de multiculturalismo defendido por Taylor –tal que pretenda
integrar a los diversos gupos identitarios en la esfera pública en condiciones de
igualdad –puede conducir a consolidar las relaciones de poder dentro de estos
grupos, permitiendo tácitamente la opresión759. Piénsese que Taylor, a diferencia de
liberales como Dworkin, no establece reglas claras acerca de cómo deben
ponderarse las posibles tensiones entre la concepción ética que quiere promoverse
y los derechos y libertades individuales. Muchos de los conflictos de valores
internos a un grupo se plantean en torno a cuestiones de género. Por ello, la
corriente feminista advierte del impacto negativo pueden llegar a tener
determinadas versiones del multiculturalismo en el estatus de las mujeres, en tanto
miembros tradicionalmente vulnerables de los distintos grupos identitarios. En la
medida en que lo que se propugne sea el traspaso de poderes a estos grupos con el
propósito de que se conduzcan de acuerdo con sus reglas internas en cuestiones
como el matrimonio, el divorcio, etc., esta transferencia puede conducir a acallar las
voces discrepantes y a dar vía libre al integrismo. Como señala Susan Okin, en
nombre de la integridad de la cultura, se deniega el derecho a la educación a
muchas niñas y mujeres. Además, las reglas sobre la virginidad, el vestuario y hasta
la cliteridectomía, se han defendido explícitamente como mecanismos para
controlar a la mujer, limitando su libertad de acción760.
Sachar Group Identity and Women’s Rights in Family Law: The Perils of Multicultural
Accommodation”, The Journal of Political Philosophy, vol. 6, nº 3, pp. 285-305; “The Paradox of
Multicultural Vulnerability. Individual Rights, Identity Groups and the State”, op. cit.
759
Al respecto, A. Sachar, “The Paradox of Multicultural Vulnerability”, op. cit., p. 90.
760
S. M. Okin, “Is Multiculturalism Bad for Women?”, op. cit., pp. 2-3.
391
A mi modo de ver, el problema que plantean estas autoras afecta seriamente al
discurso de Taylor porque este autor identifica las distintas culturas con sistemas
coherentes de significados compartidos que, a su vez, se plasman en determinadas
concepciones del bien o metas colectivas que el gobierno puede decidir promover.
La supervivencia cultural, además, se concibe como la existencia continuada de la
comunidad cultural definida en estos términos. De ahí el énfasis en la necesidad de
crear las condiciones para generar nuevos miembros deseosos de perseverar en el
mantenimiento de las prácticas concretas que dotan de sentido a la identidad
colectiva.
Pero este enfoque adolece de un carácter esencialista que le convierte en una
diana fácil desde una visión de la cultura menos convencionalista, que destaque la
flexibilidad y maleabilidad de las identidades culturales. Ésta es la visión,
brevemente esbozada en la sección anterior, a partir de las líneas marcadas en la
década de los ochenta por destacados antropólogos, como Geertz, cuyos trabajos
han desacreditado las construcciones esencialistas de la identidad cultural761. Es
verdad que, como se comentó en la primera parte de este trabajo, Taylor rechaza el
esencialismo ontológico y defiende los valores del diálogo y de la participación
cívica. Asimismo, es indudable que su preocupación por el reconocimiento emerge
de una sensibilidad especial por el estudio de las causas de la alienación y opresión
que sufren algunas minorías. No obstante, su teoría traslada, casi de modo
automático, la necesidad de reconocimiento individual al reconocimiento cultural y,
en este sentido, es demasiado reduccionista. Al realizar este paso, Taylor no sólo
marginaliza otras fuentes de identidad que no son las culturales –por ejemplo, las
relacionadas con el género o la orientación sexual762– sino que pasa por alto tanto el
761
Otras dos obras igualmente influyentes son: J. Clifford, The Predicament of Culture:
Twentieth Century Ethnography, Literature, and Art, Cambridge, Cambridge University Press, 1988
y G. Marcus, M. Fisher, Anthropology as Cultural Critique, Chicago, Chicago University Press,
1985.
762
En este sentido, Sachar escribe que “Although women may accrue some benefit from
accommodation policies, as individuals with ‘other’ identities, they bear disproporcionate costs
for preserving their group’s nomos. That is, the multicultural focus on ‘identity’ –as embedded
in religious, racial, ethnic, or tribal affiliation– fails to capture the multiplicity of group’s
392
papel que juegan las relaciones de poder internas a un grupo en la construcción de
la identidad individual como el carácter controvertido de las distintas culturas.
En efecto, a la imagen de Taylor de los valores culturales compartidos subyace
una visión homogenea de las culturas que ignora una faceta importante del ideal de
autenticidad al que este autor quiere honrar: su dimensión oposicional. Como
mantenía Kymlicka, si bien las culturas nos dotan de horizontes de significado, es
posible reflexionar, criticar y apartarse de algunas de las prácticas concretas o
concepciones del bien convencionales. Supongamos que llego a la conclusión de
que la estructura social en la que me muevo está basada en una serie de pautas y
creencias acerca de los roles que la mujer debe ocupar en el seno de la familia, así
como en la organización del trabajo y de la sexualidad que sistemáticamente me
discriminan, condicionando injustificadamente mis oportunidades y expectativas
vitales. En este caso, “ser fiel a mí misma” requerirá que adopte una actitud
oposicional acorde con mis creencias. Por supuesto, esta actitud puede concretarse
en una amplia gama de acciones que se identifican como medios para alcanzar la
autonomía deseada: desde el rechazo a mantener relaciones heterosexuales, a
contraer matrimonio o a tener hijos, pasando por la movilización política para
transformar la estructuras de poder establecidas generadoras de la discriminación,
hasta la emigración a otra cultura más igualitaria que me ofrezca mejores
oportunidades de desarrollo a todos los niveles. La oposición radical, por mucho
que comporte un peligro de alienación importante, es también un legado crucial de la
cultura moderna a la concepción de la identidad. En cambio, la defensa del
“derecho a la supervivencia cultural”, interpretada esencialistamente, atenta contra
ideal
de
autenticidad
entendido
como
autorrealización
y
originalidad.
Especialmente, por cuanto puede involucrar el ejercicio de presiones para que los
miembros de un grupo se identifiquen y definan de una determinada manera.
members’ affiliations”, A. Sachar, “The Paradox of Multicultural Vulnerability: Individual
Rights, Identity Groups and the State”, op. cit., p. 91.
393
En suma, solapando la construcción de la identidad individual con la identidad
cultural, se pone en tela de juicio la autonomía y se menosprecia una dimensión
esencial de la autenticidad. La lucha del individuo moderno, tanto interna como
externa, para definir su identidad y autorrealizarse autónomamente sugiere una
relación menos harmoniosa entre el individuo y la comunidad cultural de lo que
Taylor quisiera. El peligro radica, por tanto, en que su política del reconocimiento
repercuta en un privilegio todavía mayor de quienes ocupan una relación
dominante en las estructuras de poder existentes dentro de una comunidad
cultural763.
Una última crítica que se ha planteado a la política del reconocimiento –y que,
en general, puede extenderse a toda defensa de una política de la diferencia– es que
el énfasis en la identidad étnica y cultural, junto con la atribución de derechos
colectivos a estos grupos, alentará una mentalidad separatista que repercutirá en la
erosión de los lazos comunes764. Sin duda, es posible que las demandas del
reconocimiento provoquen conflictos, si es que es ésto lo que quiere decirse. No
obstante, conviene insistir en que ello no es una buena razón para dejar de lado el
examen de ciertas demandas planteadas en términos de justicia. Las apelaciones a la
unidad social a menudo requieren que las personas abandonen sus diferencias en
lugar de deliberar sobre sus causas y tratar de solucionarlas. En este sentido,
pueden ir en detrimento de la justicia, perpetuando las desigualdades estructurales
existentes. En cualquier caso, la última parte de este trabajo se dirige, en cierto
modo, a proponer una forma de encarar el problema de la fragmentación social en
sociedades multiculturales.
Recuperar la autonomía y el autorrespeto: hacia una reformulación de la política del
reconocimiento
763
En la medida en que, como se ha dicho, Walzer mantiene que los criterios de justicia
deben ser identificados en la prácticas de una comunidad, este autor deberá encarar la misma
objeción que se le plantea a Taylor.
764
Ésta es la línea del comentario de Steven Rockefeller al artículo de Taylor; S. C.
Rockefeller, “Comentario”, op. cit., p. 126.
394
Como se ha tratado de mostrar, la configuración de Taylor de la política del
reconocimiento plantea algunos problemas. En particular, la survivance parece
requerir el mantenimiento de la “autenticidad” moral de la “esencia” de las
comunidades culturales existentes. Por una parte, esta posición subestima el
fenómeno del pluralismo intracomunitario, resaltando la homogeneidad de las
culturas como sistemas de significados, códigos de conducta y tradiciones
coherentes y, por otra, en el proceso de delimitación de los valores y prácticas
concretas que definen a una comunidad es fácil que resulte privilegiado el punto de
vista de los miembros del grupo que detentan el poder. Además, la dimensión
oposicional de la autenticidad puede exigir, precisamente, el disenso, esto es, la
disconformidad con los valores culturales dominantes.
Ahora bien, en mi opinión, estas críticas no afectan tanto a la tesis central de
Taylor sobre la necesidad del reconocimiento de la identidad como a algunas de las
implicaciones concretas que este autor extrae de la misma. Así, cabe reconstruir los
fundamentos filosóficos de la política del reconocimiento examinando
cuidadosamente las consecuencias que se derivan del pilar fundamental sobre el que
se asienta el razonamiento de Taylor: el carácter dialógico de la formación de la
identidad humana y las condiciones bajo las cuales ésta puede malformarse.
El carácter dialógico de la formación de la identidad supone la necesidad de
tener en cuenta hasta qué punto la interacción con los demás en contextos de
desigualdad social compele a los miembros de un grupo cultural a identificarse y a
ser reconocidos en una serie de falsas imágenes o estereotipos degradantes que
amenazan el autorrespeto. Refiriéndose al caso de las mujeres, Susan Wolf señala
que la cuestión está en averiguar hasta qué punto y en qué sentido ellas desean ser
reconocidas:
“resulta evidente que las mujeres han sido reconocidas como mujeres en cierto
sentido –en realidad, como “nada más que mujeres”– durante demasiado tiempo, y la
395
cuestión de cómo dejar atrás ese tipo específico y deformante de reconocimiento es
problemática.”765
Wolf subraya, con razón, que el problema predominante para las mujeres no
es el riesgo de extinción, ni tampoco que el sector más poderoso de la comunidad
sea indiferente a la identidad del sexo opuesto, sino que esta identidad está puesta al
servicio de la opresión y la explotación. Ello se manifiesta, por ejemplo, en la
incapacidad de considerar a la mujer como individuo con cerebro y talentos que
puede estar disconformes con los roles sociales asignados a su sexo, en el no
reconocimiento de los valores y capacidades que requieren las actividades
tradicionalmente asociadas a las mujeres, así como la potencial aportación de esta
experiencia en sus capacidades profesionales e intelectuales766. Parece, por tanto,
que lo que se requiere, más que el reconocimiento, es la posibilidad de reformar y
negociar algunas identidades sociales. El propio Taylor resalta que el falso
reconocimiento también puede causar daño, aprisionando a las personas en un
modo de ser falso, deformado y reducido767.
Appiah distingue entre tres ideas asociadas a la noción de “estereotipo” que
pueden resultar de interés para precisar en qué sentido el falso reconocimiento
puede infligir un daño y cuál es el bien que se deteriora o destruye768:
La primera clase de estereotipo se denomina “estereotipo estadístico” y
consiste en adscribir a un individuo una propiedad sobre la base de la creencia de
que ésta es característica del grupo al que pertenece. Appiah pone el ejemplo de una
mujer físicamente fuerte que se presenta a un puesto de trabajo de bombero y se le
deniega alegando que “las mujeres no son lo suficientemente fuertes para ejercer
esta profesión”. Parece claro que, para satisfacer el principio de igualdad, la acción
pública
basada
en
estereotipos
estadísticos
debe
evitar
diferenciar
765
S. Wolf, “Comentario”, op. cit., p. 109.
Ibid., p. 110.
767
C. Taylor, “La política del reconocimiento”, op. cit., p. 44.
768
A. Appiah, “Stereotypes and the Shaping of Identity”, California Law Review, vol. 88,
nº 1, 2000, pp. 41-53.
766
396
injustificadamente a individuos cuyas características no se corresponden con el
modelo.
Las otras dos clases de estereotipo son más interesantes a nuestros fines:
Appiah califica las creencias falsas acerca de un individuo o grupo de “falso
estereotipo” e invoca supuestos típicos relacionados con los grupos étnicos de
quienes se predica su ignorancia, deshonestidad, insolidaridad, etc. En cambio, los
“estereotipos normativos”, no contienen una explicación de cómo es o se
comporta un grupo, sino que establecen patrones acerca de cómo debería
comportarse el individuo para encajar adecuadamente con las normas –que pueden
estar basadas en estereotipos falsos– asociadas con la pertenencia al grupo. A la
exigencia a las empleadas en una empresa que vistan de determinada forma que no
se les exige a los trabajadores de sexo masculino suele invocarse un patrón
normativo de feminidad que involucra, por ejemplo, el llevar faldas.
Por lo que se refiere a los falsos estereoti
Descargar