Presentación del libro PUNTO DE FUGA de Gloria Montero por Pilar Aymerich Al acabar de leer el libro de Gloria Montero, PUNTO DE FUGA, lo primero que se me ocurrió fue llamarla y preguntarle si la fotógrafa de la novela era real y si había tenido contacto con fotógrafos. El personaje de Mar Álvarez no es real, pero lo es en la novela y los contactos que ha tenido Gloria Montero con fotógrafos se notan por su descripción del mundo fotográfico y por haber escogido esta profesión utilizándola como motivo de búsqueda de una identidad, la de la protagonista de la novela que, al mismo tiempo, busca la de su padre. La primera vez que Mar ve a su padre tiene cuatro años. Juan Álvarez, fotógrafo español antifranquista que cubrió la Guerra Civil española y después formó parte de la resistencia francesa, vivió en Praga, en Londres, en Canadá y en Barcelona. La primera impresión de Mar cuando conoce a su padre es que él ve cosas que los otros ni sospechan; ella nos explica: Encontramos una línea larga y vacilante de hormigas que corrían arriba y abajo por el pilar de la escalera, me pidió que me fijara en cómo parecían chocar cada vez que una hormiga adelantaba a otra. —¿Están ciegas? Negó con la cabeza. —Están pasando información. —¿De qué? Suspiró profundamente. Por un momento pensé que no me iba a contestar, que no lo sabía. Però entonces, con voz seria me dijo: —Es un mundo peligroso el que hay por allá. Cada hormiga tiene que transmitir a las demás todo aquello de lo que haya podido enterarse: dónde encontrar comida, si hay depredadores cerca... Es una cuestión de supervivencia. Nunca se me ocurrió dudar de lo que decía, aunque el mundo peligroso del que hablaba era difícil de imaginar. Sin embargo, desde aquel momento, el nebuloso “por allá” al que mi padre se había referido se fijó en mí como algún sitio exótico donde él vivía y donde hasta una hormiga insignificante tenía retos a los que enfrentarse. Este fragmento me ha llamado la atención porque el fotógrafo explica a una niña de cuatro años las bases del periodismo: la información, y también el instinto de supervivencia del ser humano. No lo volvió a ver hasta muchos años después, cuando ya era adulta, una sola vez antes de su muerte, pero este descubrimiento de que hay personas que ven más que otras, que con su mirada pueden descubrir mundos ocultos, explicar el conflicto, el sufrimiento, la solidaridad, le quedó grabado para siempre. A lo largo de los años, su padre le va enviando fotografías de España, de la dictadura, en blanco y negro, caras de mujeres, de niños mirando directamente al objetivo con una apatía que hacía que se sintiera atrapada por aquellas imágenes. Las imágenes que Mar ve son la realidad que ha visto su padre, pero las personas que están fotografiadas son las que han visto a su padre. Ella intenta atrapar, conocer a su padre a través de las personas que él ha fotografiado. Roland Barthes empieza así su libro La cámara lúcida: Un día, hace mucho tiempo di con una fotografía de Jerónimo, el último hermano de Napoleón. Me dije entonces con un asombro que después nunca he podido despejar: “Veo los ojos que han visto al Emperador”. Esta transposición de la fotografía, imaginar no lo que ve el fotógrafo, sino lo que ve la persona fotografiada, es la magia de la fotografía, identificarse con lo que siente el otro, poder llegar a verle el alma. El mismo Roland Barthes en Notas sobre la fotografía explica que cuando muere su madre se da cuenta de que no la conocía, quiere saber cómo era aquella mujer y lo primero que hace es buscar el álbum de fotografías de ella para entender cómo era. Este vínculo antropológico entre la muerte y la imagen, el hecho de que un simple clic del disparador convierta el presente en pasado es lo que creo que hace que Mar, ya adulta, decida hacerse fotógrafa. Busca su propia identidad, conocer el mundo y fotografiarlo y, al mismo tiempo, conocer a su padre y entender lo que le hubiera podido explicar. La segunda y última vez que lo ve, él intenta explicarle su verdad sobre la fotografía: —La vida misma ha sido mi escuela, Mar. Sin duda la mejor de todas. La única. —Pero debe haber cosas técnicas que tuviste que aprender. Juan cogió una de las tres máquinas fotográficas que se alineaban, una al lado de otra, encima de un estante. Me miró a través del objetivo como si me estuviera sacando fotos. —No cuesta nada aprender la técnica, cualquiera puede dominarla. La parte difícil es aprender a ver, y eso no hay nadie que te lo pueda enseñar. Lo que ve el objetivo es más de lo que se puede ver más allá del espejo. Cada foto tiene que ser una verdad instantánea. La creas y después existe como un hecho autónomo; no te puedes permitir no reflejarlo bien, sería mentir. Cuando Mar quiere conseguir una beca para estudiar fotografía, presenta un book con fotos de un fotógrafo indio y las presenta como propias. No se plantea en ningún momento la ética, ni la suplantación que realiza, porque todavía no tiene conciencia de lo que quiere ser, de lo que significa la mirada propia; lo que sabrá después, cuando restituye la autoría al fotógrafo indio al cabo de años de profesión, cuando entiende que la mirada de un autor es intransferible y que ha llegado a ser fotógrafa a través de un engaño. Mar piensa que la escuela de fotografía constituirá un ligazón con su padre —allí se habla de Alfred Stieglitz, de Tina Modetti, de Doisneau—, y ella cree que podrá establecer una correspondencia fotográfica con él, pero sólo consigue que le envíe una enigmática nota: “Aprende lo que puedas de teoría y técnica, para olvidarlo completamente”. Y como punto final, por fin, un regalo de su padre que cierra el círculo, una Nikon F con una nota: “Para Mar, de Juan: mi cámara, para mi hija.” Ella dice: Sentí que el mundo se ponía finalmente en orden. En La fotografía como documento social de Giséle Freund, cuando habla de las relaciones entre las formas artísticas y la sociedad, escribe: Cada momento histórico presencia el nacimiento de unos particulares modos de expresión artística, que corresponden al carácter político, a las maneras de pensar y a los gustos de la época. El gusto no es una manifestación inexplicable de la naturaleza humana, sino que se forma en función de unas condiciones de vida muy definidas que caracterizan la estructura social en cada etapa de su evolución. Creo que Mar escoge el reportaje de guerra para descubrir y entender la crueldad y para salvarse de la caída por su propio precipicio. Quiere ser testigo del sufrimiento y escoge como medio de expresión la fotografía, como herramienta social y como hilo conductor que la transporta hacia su padre. Así empieza su carrera como fotógrafa de guerra que se inicia en Camboya; no sabe nada de este país y busca información en una enciclopedia, la historia del país, los kilómetros de tierra, etc., pero cuando llega constata que eso no le sirve de nada, se encuentra con la gente, las miradas, los heridos, los helicópteros sobrevolando las personas indefensas y empieza a fotografiar, intuitivamente, lo que ve, lo que siente. Su primera gran fotografía es la de una niña que la mira ante un cielo lleno de helicópteros sobrevolándola; Mar le regala un collar de conchas que lleva puesto y al rato la niña cae abrasada por una explosión. Después vendrán Irán, Timor, el Líbano, los Balcanes… donde conoce al periodista croata Nik Telsa, que le enseña como moverse en una guerra y que es el hombre de quien se enamora. Nik le dice: —Nunca vas a ser distinta a lo que la historia te permite ser. Créeme, soy experto en los líos que nos causa la Historia. Además, o la conoces bien para reconocer cómo te puede manipular o la Historia te utilizará para conseguir sus propios fines. Como reportera de guerra debes saberlo ya. Mar, en este punto de la novela, empieza a plantearse la utilidad de su trabajo. Dice: Cuando miro a alguien muriéndose, alguien por quien no puedo hacer más que mostrar lo que le pasa y tengo que decidir cómo enfocarlo y qué objetivo debo utilizar, me siento inmoral. Como si fuera un buitre echándome encima de un preso. Mar, en todas estas guerras, fotografía, conoce a personas, hombres y mujeres que la protegen, que la acogen, que le explican lo que les está pasando, pero son sombras, fantasmas que no tienen nada que ver con ella. Yo, como fotógrafa, no he querido nunca cubrir guerras, no he querido nunca fotografiar muertes, pero sí que me ha interesado la desolación posterior, la reconstrucción de las ciudades, la voluntad de supervivencia de las personas. En Beirut, en el campo de refugiados de Chatila, hice fotos a los niños de un orfelinato de la OLP, hice retratos de todos los niños, y al año siguiente fui a darles las fotografías y comprobé que era el mejor regalo que les podía hacer; se las enseñaban unos a otros, decían ‘este soy yo’; por un momento se reconocían en un trozo de papel, existían. La identidad también tiene que ver con el deseo de felicidad de las personas. ¿Cómo enfrentarse al futuro cuando ves tu ciudad destruida, y a tus padres y hermanos desaparecidos? Hay muchas maneras de explicar las guerras y los fotógrafos caemos a menudo en el estereotipo, todos acabamos haciendo la misma foto y dando el mismo mensaje. Ann Levovitch, la fotógrafa americana, que no es una fotógrafa de guerra, fue a Ruanda y fotografió a la gente, mujeres, niños, pero no se acercaba lo suficiente, se nota en sus fotos un cierto pudor; creo que notó la agresión del hecho fotográfico. Y entonces fotografió las paredes de una escuela, sólo se veía la pared y el nivel hasta donde llegaban las manchas rojas de la sangre que habían dejado los niños muertos. Es una de las fotografías de guerra más escalofriantes que he visto jamás. El fotoperiodista y periodista Bru Rovira explica que, volando en una avioneta hacia Ruanda, en el momento de aterrizar vio, en una gran explanada en mitad del bosque, una multitud de gente que corría. Le dijo al piloto, “¿Dónde está la pista de aterrizaje?”, y de pronto vio como la gente se abría en dos hileras y saludaba con pañuelos de colores; el piloto le dijo, “Esta es la pista de aterrizaje.” Después soñé con esta imagen, con la belleza de la solidaridad de aquella gente que lo había perdido todo, y pensé que era una foto que me habría gustado hacer. En este momento de la novela, Mar Álvarez ya no puede asumir más muertes. Es ya una fotógrafa reconocida, publica en las mejores revistas, pero los planteamientos de su mirada ya no le sirven. Vuelve a Barcelona, al piso que le ha dejado su padre, vuelve a las fuentes, y allá, rodeada de las fotografías de su padre, empieza a mirar de nuevo, mira su entorno, se pasea por el barrio del Raval y vuelve a hacer fotografías, a los niños de su barrio; realiza una exposición, “Los niños del Raval”, y se dedica a preparar otra gran exposición sobre Juan Álvarez. Quiere recuperar la memoria de un país sin memoria mostrando las fotografías de su padre, que ahora ya sabe quien era. La exposición retrospectiva se inaugura en el Palacio de la Virreina. Mar dice: Pensamos que le gustaría que su exposición estuviera en su propio barrio. Hoy hay gente en España que no sabe nada de lo que pasó en aquellos años. El propio Juan nos advirtió que debíamos luchar contra el olvido. La memoria es nuestra vacuna contra las equivocaciones en el futuro. Y Mar se quedará en Barcelona. Quiere hacer fotos sobre la inmigración, quiere indagar sobre esta odisea del siglo XXI. Continuará utilizando la fotografía como instrumento de denuncia y entiende que las guerras, las pequeñas, las de cada día, tienen lugar en la puerta de al lado de casa.