PELIGRO INMINENTE Agatha Christie DRAMATIS PERSONAE Esa BUCKLEYS. Bellísima y despreocupada muchacha, propietaria de una magnífica residencia campestre. Files BUCKLEYS. Pastor protestante, padre de Maggie Buckleys. Maggie BUCKLEYS. Prima de Esa en grado lejano. Berto CROFT. Australiano, inquilino de una casita vecina a la mansión de Esa, de la cual es también propietaria. Milly CROFT. Inválida esposa del anterior. George CHALLENGER. Comandante de la marina inglesa y enamorado apasionadamente de Esa Buckleys. EDITH. Doncella de los Croft. GRAHAM. Medico de Esa. Harold HASTINGS. Capitán, aficionado al detectivismo y asiduo colaborador de Poirot. HOOD. Empleado de un sanatorio. JAPP. Inspector de Policía de Scotland Yard. Jim LAZARUS. Conocido anticuario londinense, muy amigo de Frica Rice. MAC ALLISTER. Médico de enfermedades nerviosas y tío del comandante Challenger. MOLT. Dueño de un garaje y taller mecánico. Hércules POIROT. Famoso detective, protagonista de esta novela. Frica RICE. Joven y hermosa señora, separada de su esposo e íntima amiga de Esa. Michael SETON. Piloto aviador, prometido de Esa. Charles VYSE. Prestigioso abogado y primo de los Buckleys. WESTON. Coronel de la policía del condado WHITFIELD. Abogado de la familia Seton. Helen WILSON. Sirvienta de Esa y esposa de William. William WILSON. Jardinero de la citada señora. CAPÍTULO UNO EL HOTEL MAJESTIC En mi opinión no hay puerto de mar al sur de Inglaterra más atractivo que Saint Loo, y comprendo el entusiasmo de sus huéspedes estivales, que lo llaman la reina de las playas. Recuerda por muchos conceptos la Riviera. La costa de Cornwall rivaliza en belleza con la Costa Azul. Así que hube expuesto ese pensamiento al amigo Hércules Poirot, me respondió éste: —No es muy original su afirmación, querido, pues la leímos anoche en el coche-restaurante, en la cartulina de la minuta. —¿Y por eso no le parece tal vez justificada? Hércules sonreía para sí mismo, absorto en sus propias reflexiones. Tuve que repetir la pregunta. —Dispénseme, Hastings; estaba pensando en otra cosa, y precisamente en ese lugar de que usted hablaba. —¿En la Corniche? —Sí. Pensaba en el último invierno que pasé allí y en los acontecimientos que sucedieron. Recordé. Se había cometido un asesinato en el tren directo del Mediterráneo, y Poirot, con su acostumbrada e infalible perspicacia, consiguió desenredar las enmarañadas complicaciones de aquel caso criminal. —¡Ah! —suspiré—. ¡Cuánto me hubiera gustado estar con usted entonces! —También hubiera querido yo tenerle a usted cerca, porque su experiencia me hubiese valido bastante. Le miré de reojo, pues por larga experiencia desconfío de los cumplidos de Poirot. Pero esta vez parecía realmente hablar en serio. ¿Y por qué no? ¿Quién podría preciarse de conocer mejor que yo sus métodos? —Sentía sobre todo la falta de su férvida fantasía, amigo Hastings. — y añadió, casi hablando consigo mismo—: Siempre se necesita alguna pequeña ayuda. Sin embargo, cuando intento aclarar una duda exponiéndosela a George, me veo obligado a reconocer la completa falta de imaginación de mi criado, y eso que es bastante listo. A decir verdad no me pareció muy genial la observación. Pregunté a mi amigo si no le venían ganas de volver a la actividad de otros tiempos. Su actual vida pausada... —Me viene como un guante —me replicó al momento—. Tenderse al sol es la más agradable de las ocupaciones. Y además, descender voluntariamente del pedestal, cuando se ha llegado ya a la cumbre de la notoriedad, ¿puede darse algo mejor? En todas partes se habla de mi como del grande, del único, del incomparable Hércules Poirot. Nadie ha superado mi valor, nadie lo ha tenido igual, nadie lo tendrá nunca. El resultado conseguido no ha sido del todo malo, y me contento con él; yo soy modesto. ¿Modesto? En ese caso hubiera adoptado yo cualquier otra palabra. El egotismo de mi amigo no se había debilitado seguramente con el transcurso de los años. Se apoyó contra el respaldo de la silla atusándose el bigote, y parecía un gatito ronroneando. Estábamos sentados en una de las terrazas del Majestic, que era el principal hotel de Saint Loo. Y a ese hotel pertenece el terreno en que surge un espolón rocoso, elevado sobre el mar. A nuestros pies, verdeaban las palmeras de su jardín. La superficie del agua era de un azul oscuro, el cielo muy claro, el sol tenía ese resplandor de agosto que no siempre, ni siquiera a menudo, concede a Inglaterra. Sentíamos en torno nuestro un alegre zumbido de abejas. El conjunto era ideal. Llegados la víspera por la noche, aquélla era para nosotros la primera mañana de una proyectada estancia de ocho días. Y para que esa temporadita fuera perfecta, bastaría que no variasen las condiciones atmosféricas imperantes entonces. Recogí un periódico que había en el suelo y empecé a leer las noticias del día: la situación política, enojosa, pero poco interesante. La China en desorden; un gran robo cometido en la City. Volví la página en busca de alguna columna que me llamase la atención y al punto comenté en voz alta: —Es curiosa esa epidemia de psitacosis, en Leeds. —Sí, muy curiosa. —Parece que ha habido otros dos casos mortales. —¡Lástima! —Y no se tienen noticias de Seton, ese que quiere dar la vuelta aérea al mundo. Son muy atrevidos nuestros jóvenes aviadores. Del Albatros dicen que es un hidroplano de construcción perfecta. ¡Con tal que sea verdad! ¡Con tal que no se haya matado!... Aún hay esperanza: podría darse el caso de un aterrizaje en alguna isla del Pacífico. En cuestión de política, me parece que se molesta demasiado al ministro del Interior. —Es verdad —interrumpió Poirot—. Y ese pobre hombre debe de verse apurado de veras, puesto que busca apoyo donde nunca se creería. Le miré. Con ligera sonrisa, Hércules sacó del bolsillo la correspondencia llegada por la mañana, recogida y bien envuelta en un paquetito atado con una goma. Tomó de allí una carta y me la alargó. Después de leerla, exclamé algo excitado: —Puede usted estar orgulloso, me parece. —¿Lo cree usted así? —¡Un ministro entusiasta de su habilidad! —Y con razón —dijo tranquilamente Poirot, sin mirarme de frente. —Le suplica a usted que investigue; se lo pide como un favor personal. —Sí, pero no hace falta repetirme sus frases. Ya comprenderá usted que las he leído. —¡Qué lástima! —exclamé suspirando—. ¡Ya se acabaron nuestras vacaciones! —¡No, hombre, no; tenga usted calma! No hay que renunciar a nuestra feliz holganza. —Si el ministro dice que la cosa es urgente... —Tal vez lo sea y tal vez no. Los políticos, en general, se excitan fácilmente. En las sesiones de la Cámara, en París, he llegado a ver... —El caso es que hemos de prepararnos para marchar. Ya se nos ha hecho tarde para el rápido de Londres, que sale de aquí a las doce. El próximo tren... —Le repito que tenga calma, Hastings. Usted se pone nervioso en seguida. No nos iremos a Londres hoy ni tampoco mañana. —Pero ¿esa llamada...? —No me conmueve. Yo no pertenezco a la Policía inglesa. Se me pide que aclare un suceso enmarañado, se me pide como detective particular y yo me niego. —¿Se niega? —Sí. Respondo en tono muy cortés, presento mis excusas, expreso mi profundo sentimiento por la respuesta que me imponen las circunstancias... Y explico mi voluntad de retirarme, por creerme ya hombre acabado. —¡Pero no lo es! —exclamé. Poirot me golpeó amablemente la rodilla con una mano. —Es la voz del corazón de un buen amigo. Y dice bien. La sustancia gris funciona aún admirablemente; todavía tengo la inteligencia capaz de claridad, de orden, de método. Pero el que ha resuelto descansar, no vuelve de su decisión. Yo no soy un divo de teatro para despedirme veinte veces del público. Además, quiero dejar generosamente el puesto a los jóvenes. ¿Quién sabe si éstos no han de llevar a cabo brillantes operaciones? Mucho lo dudo, pero puedo equivocarme. Sea como fuere, siempre sabrán lo bastante para limpiar de estorbos el Ministerio. —¿Y el homenaje que rinde a su valor? —No me deja ni frío ni caliente. El ministro del Interior, con muy buen sentido, sabe que si pudiera asegurarse mis servicios, vería allanársele todos los obstáculos. Pero ese buen hombre llega tarde. No está de suerte. Hércules Poirot se dedica al descanso. Le miré asombrado, deplorando su obstinación. Aunque ya segura y grande su fama, hubiérase, sin embargo, acrecentado por la feliz solución de la trama en que se hallaba metido el ministro del Interior. Por lo demás, era realmente admirable la firmeza de mi célebre amigo. Se me ocurrió decirle sonriendo: —Debería darle a usted miedo expresarse con tanto énfasis. No tiente a los dioses. —A todos les sería imposible hacer desistir a Hércules Poirot de una decisión que haya tomado. —¿Imposible? ¿De veras? —Tiene usted razón, Hastings; no debería ser categórico en mis afirmaciones. Así, pues, diré que si cerca de mí alguien disparase una bala contra la pared, a la altura de mi cabeza, querría investigar y moverme hasta comprender la causa de lo sucedido. Por más que digamos, siempre seguiremos siendo míseras criaturas humanas. Y precisamente en aquel momento cayó junto a nosotros en la terraza una piedrecita, por lo cual me hizo reír la hipótesis que imaginaba mi amigo. Vi que Hércules se inclinaba para recoger el guijarro al tiempo que seguía diciendo: —Sí, somos criaturas humanas. Y si nos echamos a dormir, puede darse el caso de que alguien venga a despertarnos. Me extrañó un poco verle levantarse en aquel momento y descender los dos escalones que separaban el jardín de la terraza. Y precisamente en aquel instante, mientras él bajaba, casi le salió al encuentro una señorita muy esbelta. Apenas tuve tiempo de recibir la impresión de un conjunto de rara elegancia, cuando mi atención hubo de volverse de nuevo a mi amigo, que, por no haber mirado bien dónde ponía el pie, cayó pesadamente contra las raíces muy salientes de un árbol. Se había desplomado muy cerca de la joven, por lo cual ella y yo acudimos con la misma prontitud a inclinarnos sobre él. Y yo le atendía a él solo, como es natural, y, sin embargo, tuve por un instante la percepción de una abundante cabellera castaña y del oscuro azul de los ojos maliciosos puestos en nosotros. —Le pido mil perdones, señorita —balbució Poirot—. Su amabilidad me confunde... ¡Ay!... Me he torcido un pie... Pero no será nada... Pasará... Si quisieran ustedes ayudarme; usted, Hastings, por un lado y la señorita por el otro... Si no es muy indiscreto lo que les pido... Sostenido por nosotros, volvió a subir cojeando a la terraza y de nuevo tomó asiento en la silla abandonada poco antes. Le propuse que llamase a un médico, pero no quiso oír hablar de eso. —No es nada. Una simple torcedura. Y eso que me duele bastante... ¡Ay!... —al breve lamento, añadió casi inmediatamente—: ¡Bah! Dentro de diez minutos ya no pensaré en ello. Señorita, no sé cómo agradecerle... Tenga la bondad de sentarse, por favor. Asintió la joven y se sentó. —No será nada —dijo luego—. Pero no debiera usted dejar de llamar al médico. —Ya pasará. Es una bagatela, un pequeño dolor, que, con el placer de su compañía, casi no lo siento. —Muy bien —dijo riendo la señorita. —¿Tomará usted un aperitivo? —pregunté yo en aquel momento—. Es la hora más a propósito, me parece. —Pues bien, sí, acepto, muchas gracias. —¿Un Martini? —Sí, con mucho gusto. Un Martini. Me fui. Cuando volví, después de encargadas las bebidas, encontré muy empeñada la conversación entre ella y Hércules. —Figúrese, Hastings —me dijo inmediatamente mi amigo—, que aquella casa que está en el extremo de la punta del espolón y que tanto hemos admirado pertenece a esta señorita. No recordaba yo haber admirado ni siquiera haber visto la casa de que me hablaba. Pero, naturalmente, seguí la cosa, y en refuerzo de los elogios oídos ya seguramente por la señorita, exclamé: —¿De veras? Es muy original su nido. Parece una roca dominadora, aislada, imponente. —La llaman La Escollera. Le tengo bastante cariño, a pesar de lo poco que vale. Es tan vieja, que se cae en pedazos. —¿Es acaso la señorita la última superviviente de un antiguo apellido? —No, pero sí de una familia noble... De trescientos años a esta parte, siempre ha habido Buckleys en Saint Loo. Hace tres años perdí el único hermano que tenía, así que soy en realidad la última de nuestra familia. —¡Triste destino! ¿Y vive usted sola en La Escollera, señorita? —Suelo parar poco en Saint Loo. Y cuando estoy en casa, tengo siempre un séquito de alegres amigos. —Es usted modernísima, señorita. Y figúrese. Yo me imaginaba su vida muy recogida en un palacio antiguo, misterioso, sobre el que pesase alguna maldición familiar... —¡Qué férvida fantasía la suya! No: La Escollera no alberga fantasma alguno... O a lo sumo alberga uno benéfico. En tres días consecutivos me he librado tres veces de la muerte. Casi podría creer en una protección sobrenatural. Poirot se incorporó en su silla. —¿Que se ha librado tres veces de la muerte? Cuénteme, señorita; le suceden cosas interesantes. —No; no se trata de casos espectaculares. Simples incidentes... Movió vivamente la cabeza para espantar una avispa y añadió en tono atrevido: —¡Malditos bichos! Debe de haber un nido por aquí cerca. —Se ve que las abejas y las avispas no le son muy simpáticas. ¿Le han picado a usted alguna vez? —No; pero detesto oírlas zumbar casi en mi cara. En aquel momento llegaron las bebidas. Alzamos los vasos, abandonándonos al cambio de las frases de rigor, las rituales. —Tengo que irme al hotel para estar allí a la hora del aperitivo —dijo miss Buckleys—. Si no, creerán que me he perdido por el camino. A Poirot le picaba la garganta cuando dejó el vaso. —Cuánto preferiría —balbució— una buena taza de chocolate. Pero eso no entra en las costumbres inglesas... En cambio, tienen ustedes en Inglaterra algunos usos muy agradables... Así, las señoritas se ponen y se quitan el sombrero... de un modo tan gracioso... Con tanta facilidad. La muchacha abría mucho los ojos. —¿Qué mal hay en ello? ¿Por qué no habíamos de hacerlo? —Usted habla así porque es joven, señorita, muy joven. Para mí, un sombrerito normal sigue siendo una cosa alta y rígida, fijada con largos alfileres... aquí..., aquí..., aquí. Hércules subrayaba con alegre mímica sus palabras. —Ya; pero ésas no son cosas prácticas. —Estoy convencidísimo de ello. Ninguna mártir de la moda hubiera podido protestar con más eficaz acento. Los días de viento, los sombreros rígidos debían de ser un verdadero tormento, una causa segura de jaqueca. Miss Buckleys se descubrió y tiró el sombrero al suelo. —Y ahora hacemos esto —exclamó riendo. —Y es cosa sensata y graciosa —respondió Poirot con una ligera inclinación. Miraba yo atentamente a la muchacha. Con los cabellos un poco revueltos en aquel momento, me recordaba, Dios sabe por qué, un gnomo, un pequeño espíritu. Algo melancólico emanaba de toda su persona, de su rostro pequeñito, de los grandes ojos de un azul oscuro; algo así como un efluvio indefinido e indefinible. ¿Soplaba tal vez en torno suyo alguna brisa de inquietud? Bajo los ojos tenía unas sombras oscuras. La terraza en que estábamos sentados era poco concurrida. La otra terraza, la mayor, preferida de los demás, extendíase detrás, y precisamente hacia el sitio de la alta ribera que dominaba el mar. De detrás de la esquina venía un hombre de faz colorada y que, por su andar oscilante y el modo de llevar los puños casi cerrados y los brazos caídos, revelaba a primera vista un hombre de mar. —No acierto a comprender dónde se ha metido —decía, con voz que se oía fácilmente desde donde nosotros estábamos—. ¡Esa! ¡Esa! Miss Buckleys se levantó. —Esperaba verle impacientarse... Aquí me tiene, George. —Frica está rabiando porque falta usted al aperitivo. Venga, pues, al momento. Dirigió a Poirot, a quien seguramente consideraba muy distinto de los demás amigos de la muchacha, una mirada de franca curiosidad. La joven esbozó una presentación. —El comandante Challenger, el... Con gran sorpresa mía, Hércules no pronunció su nombre. Se levantó, saludó con mucha ceremonia y dijo sentenciosamente: —¿Oficial de la Marina inglesa? Siento gran simpatía por la Armada inglesa. Los ingleses no suelen buscar cumplidos de esa clase. El comandante Challenger se sonrojó, mientras Esa Buckleys tomaba el mando de la situación. —¡Pronto, pronto, George! No se entretenga, que Frica y Jim nos esperan. Y volviéndose sonriente a Poirot, añadió: —Mil gracias por el aperitivo. Espero saber pronto que ya tiene usted el pie curado. Después de dirigirme a mí un saludo, apoyó la mano en el brazo del marino y se marchó con él, desapareciendo por la esquina de la casa. —He aquí, pues, uno de los amigos de la muchacha —balbució Hércules—, uno de la alegre cuadrilla. Y volviéndose a mí, añadió, mirándome: —¿Qué me dice usted de él, Harold? Expóngame su juiciosa opinión. ¿Le parece un buen chico? Para tener tiempo de decidir el exacto significado de las palabras «buen chico» en la mente de Poirot, contesté evasivamente: —Parece una buena persona, por lo que se puede descubrir con una simple ojeada. —Yo me pregunto... —murmuró Hércules. La muchacha se había olvidado el sombrero. Poirot se inclinó, lo recogió y empezó a darle vueltas alrededor de un dedo. —¿Cree usted que ese individuo la quiere bien? —¿Cómo quiere usted que yo lo sepa? Déme ese sombrero. La muchacha lo necesitará, y voy a llevárselo. En vez de acceder a mi petición, mi amigo seguía haciendo girar lentamente el fieltro. —Espérese, que esto me entretiene; no corre prisa... —Hombre... —Envejezco, chocheo, ¿verdad? Esas palabras eran exactamente las que me cruzaban por la imaginación, por lo que me disgustó oír con tanta claridad mi pensamiento. —No, no tema. Aún no chocheo. Devolveremos el sombrero a su dueña, claro está, pero no ahora. Se lo llevaremos a La Escollera, y de ese modo tendremos ocasión de volver a ver a la graciosísima miss Buckleys. —¿Se ha enamorado usted de ella? —¿Le parece a usted de veras una joven hermosa? —¿Por qué me lo pregunta? Bien la ha visto usted. —Porque desgraciadamente yo no soy juez en la materia. A mí, ahora, todo lo que es joven me parece bello. Es la tragedia de quien ha pasado de la juventud. En cambio, usted puede juzgar; se comprende que sus juicios puedan ser algo atrasados, pues aún tiene usted ante los ojos los figurines de hace cinco años: ha permanecido usted mucho tiempo en la Argentina. ¿Es una joven bella? ¿Atractiva? ¿Cree usted que un hombre puede perder por ella la cabeza? —Yo diría que sí... Pero ¿cómo se apasiona usted tanto por esa chiquilla? —¿Apasionarme yo? —Basta oírle hablar. —Se equivoca, querido. Me interesa miss Buckleys, es verdad; pero me interesa muchísimo más su sombrero. Le miré estupefacto: ¿hablaba en serio? Poirot movió la cabeza. —Sí, Hastings; este sombrero. Alargó el brazo para que mirase de cerca el sombrerito y me preguntó: —¿Ve usted ahora la razón de mi interés? Con gran asombro repuse: —Es un sombrero bonito, pero que no tiene nada de particular... He visto iguales a éste en infinidad de mujeres. —¿Iguales a éste? Ninguno. Lo examiné más detenidamente. —¿No lo ve usted? —insistió Poirot. —Veo un modelo de fieltro oscuro, de elegante diseño... —¡Dale! No le pido que me lo describa. Es evidente que usted no ve: no sabe ver. Yo lo observaría sabe Dios cuántas veces y siempre con el mismo asombro. Pero mire bien, tontuelo. En este caso, no hace falta gran desperdicio de sustancia gris: basta tener ojos. Mire, mire... Y por último, discerní la incongruencia acerca de la cual quería llamarme la atención. El sombrerito giraba lentamente alrededor de un dedo de mi amigo, y este dedo estaba metido en un orificio practicado en la tela. Cuando Hércules se convenció de que había adivinado su pensamiento, retiró la mano y me hizo examinar el agujero. Su contorno era muy claro y precisamente circular y no comprendía yo su utilidad. —¿Ha observado usted el miedo que le daban a la señorita las avispas? ¿Ve usted... el agujero del sombrero? —¡Qué tontería! Una avispa no perfora de ese modo el fieltro. —Es muy cierto, Hastings; ¡qué perspicaz es usted! Una avispa, no; pero una bala de revólver, sí. —¿Una bala? —Sí, como ésta. Me tendió una mano, en cuya palma había un minúsculo objeto. —Mire; esto cayó en la terraza hace un instante, mientras hablábamos. —Así, usted cree... —Creo que si hubiera dado dos centímetros más abajo, la bala hubiese perforado, no el fieltro, sino la cabeza de la joven. ¿Comprende usted qué es lo que me interesa? Sí; tenía usted razón al decirme que no hubiera debido yo emplear la palabra «Imposible». Somos criaturas humanas, sí. Pero se equivocó de medio a medio el criminal que tomó por blanco a su víctima cuando ésta pasaba a pocos metros de distancia de Poirot. No le arriendo la ganancia... Y ahora comprenderá usted seguramente por qué tenemos que ir a La Escollera y trabar amistad con miss Buckleys. Ha escapado de tres atentados en tres días consecutivos, ella misma nos lo ha dicho; así, pues, hay que obrar pronto, Hastings: el peligro es inminente. No podemos perder tiempo. CAPITULO DOS LA ESCOLLERA —Hércules —dije a mi amigo mientras comíamos en una mesita junto al hueco de una ventana—, he reflexionado... —Magnífico ejercicio... —Escúcheme: el pistoletazo lo dispararon muy cerca de nosotros y, sin embargo, no oímos ninguna detonación. —Y cree usted que hubiéramos debido oírla en la solemne quietud interrumpida únicamente por el leve ruido de la resaca. —Cuando menos el hecho es algo extraño, ¿verdad? —Yo creo que es muy fácil de explicar. Aquí nos hallamos muy cerca de ciertos ruidos y por eso no se perciben otros. Durante toda la mañana han cruzado por el golfo vapores. Al principio, usted mismo se lamentaba del estrépito que armaban al pasar, y poco después, ya ni siquiera lo advertía. Ya ve usted. En el ruido próximo de uno de esos vapores casi se perdería hasta el estruendo de un cañonazo. —Es verdad. Poirot bajó la voz para decirme: —Ahí viene la muchacha con su séquito. Por lo visto almorzarán en la fonda. No podemos tardar en devolverle el sombrero. Pero no importa. El caso es lo bastante serio para justificar una visita a La Escollera. Se levantó gallardamente, cruzó con rapidez la estancia, y con una inclinación entregó el sombrero a la muchacha, que en aquel momento iba a sentarse a la mesa, al lado de sus amigos. Era un cuarteto compuesto de Esa Buckleys, el comandante Challenger y de otra pareja. No podíamos verlos bien; pero de cuando en cuando nos llegaba la rumorosa risa del oficial de la Marina. Éste me parecía un alma sencilla y amable, un individuo simpático. Poirot permaneció taciturno y distraído todo el tiempo de la comida. Se entretenía con las migas, hablaba a medias palabras y no dejaba en su sitio los platos ni los cubiertos sobre la mesa. Después de intentar yo varias veces reanudar la conversación, acabé por renunciar a ella. Hércules se quedó sentado largo rato después de tomados los postres. Se levantó en cuanto los otros dejaron el comedor y los siguió a la galería. Antes que se acomodaran alrededor de una mesa, los alcanzó y preguntó a miss Esa: —¿Me permite unas palabras, señorita? La Buckleys arqueó la cejas. Leía yo fácilmente su pensamiento, el temor de encontrar en aquel forastero bajito y extraño una fuente de molestias. Y la compadecí, al notar que la situación no podía parecerle de otro modo. Separóse sin ganas, disgustada, de su grupo. Y al momento, mientras Poirot le hablaba en voz baja, vi asomar en su rostro una expresión de sorpresa. Entre tanto yo me aburría de estar solo, solito. Challenger tuvo el acierto de venir en mi ayuda, ofreciéndome un cigarrillo y haciendo unas cuantas observaciones vulgares. Nos habíamos mirado recíprocamente de arriba abajo, y creo que nos habíamos agradado mutuamente. Parecía serle yo más simpático que el otro señor del cuarteto, a quien también pude observar al mismo tiempo: era un joven alto, rubio, de facciones bellas y regulares, aunque la nariz era demasiado carnosa. Tenía unos modales algo desdeñosos y cierta languidez en la voz. También me desagradaba su extremada esbeltez. Su compañera, sentada con mucha compostura en una butaca, habíase quitado el sombrero, descubriendo enteramente un rostro de «virgen cansada». Los cabellos, de un blanco ceniciento, partidos en medio de la frente, escondían las sienes y las orejas y se anudaban sobre la nuca. El semblante, delgado y muy pálido, tenía una expresión singular y extrañamente atractiva. Los ojos eran grandes y de un color gris claro. Parecía estar lejos de la realidad circundante y me miraba fijamente, dispuesta a hablarme. Al fin me dijo: —Siéntese, mientras su amigo habla con Esa. Su voz lenta no parecía sincera y, sin embargo tenía no sé qué de simpático. En conjunto emanaba de ella un suprema expresión de cansancio. Parecía cansada, más mental que físicamente, decepcionada por haber tropezado en todas partes con soledad y soberbia que parecían incomprensibles. Mientras aceptaba el asiento que me ofrecía, le expliqué: —Miss Buckleys ayudó muy amablemente a mi amigo a levantarse cuando se cayó esta mañana, produciéndose una ligera torcedura. —Me lo ha dicho. Seguía mirándome, pero con aire absorto, distraído. —¿La tibia ha vuelto a su sitio? Sentí que me ruborizaba. —¡Oh!, fue un dolor momentáneo, señora. Afortunadamente, nada grave. —Más vale así, me agrada cerciorarme de que no ha sido pura invención de Esa; pues ha de saber usted que es una embustera de marca mayor, extraordinaria. La más provecta que puede imaginarse: es una artista en el género. Me quedé estupefacto. Divertida tal vez por mi turbación, prosiguió la señora: —Es una de las primeras amigas que he tenido; pero eso no impide que la considere muy embustera, ¿verdad, Jim? La historia de los frenos del automóvil, por ejemplo, dice Jim que la debió de inventar de cabo a rabo. El joven rubio confirmó al momento, con bien timbrada voz: —¡Y me parece que yo entiendo algo de automóviles!... Había vuelto un poco la cabeza; fuera de la fonda, alineado con otros varios, pude ver un largo automóvil encarnado, el más largo y más encarnado que he visto en mi vida; un superauto. —¿Es suyo? —le pregunté con súbito impulso. Él asintió, y casi me vinieron ganas de decirle: —¡Tenía que serlo! En aquel momento se nos acercó Poirot. Yo me levanté, Hércules me cogió del brazo, inclinóse rápidamente ante los otros dos y me llevó de allí. —Estamos de acuerdo. Iremos a visitar a miss Esa esta tarde, a las seis y media. Ya habrá vuelto de su excursión en coche, y habrá vuelto sana y salva, sí. Parecía inquieto, turbado. —¿Qué le ha dicho usted? —Le he pedido que me conceda una entrevista lo antes posible. La cosa no parecía gustarle mucho, como es natural. Pensaba (¡me es tan fácil imaginarme sus reflexiones!): ¿quién será este hombrecillo? ¿Un impulsivo? ¿Un desocupado? ¿Algún empresario de películas?... De buena gana me hubiera contestado que no si hubiera encontrado algún pretexto; pero, por lo visto, no lo ha encontrado. Es tan difícil negar una petición presentada así, de improviso. Miss Buckleys estará de vuelta en su casa a las seis y media; estaremos, pues, preparados. Quise emitir mi opinión de que las cosas se presentaban bien, pero no fue muy favorablemente acogida esa idea. Durante toda la tarde Hércules estuvo inquieto, como un gato perdido. Iba y venía por la habitación, murmurando para sí y ocupado continuamente en poner en orden las fruslerías esparcidas sobre los muebles. A todo cuanto yo le decía, limitábase a mover las manos y la cabeza. Dejamos el Majestic a las seis en punto. —Parece imposible —dije, mientras bajábamos de la terraza al jardín— que se intente matar a tiros a alguien en el jardín de una fonda. Es cosa de locos. —No estamos de acuerdo; el acto podría no tener nada de loco si existiera cierta condición esencial. En primer lugar, el jardín está abandonado. Aquí se acostumbra pasar las horas en la terraza que da al océano, y todos se reúnen y entretienen en esa terraza; el único que pasa sus ocios en el jardín soy yo, porque soy un original. Y ni siquiera he visto nada en esta azotea. El jardín es bastante tupido: árboles, grupos de palmeras, arbustos en flor. Cualquiera podría esconderse y esperar sin que le vieran el paso de la muchacha, la cual, por lo que se ve, viene siempre a la fonda por ese lado, que es el camino más propio para llegar desde la Escollera al Majestic, siguiendo la calle; y podemos estar seguros de que miss Esa es de las que siempre llegan tarde y tienen necesidad de ir acortando. —Pero sea lo que fuere, el peligro era enorme; alguien hubiera podido ver al criminal. Y no se puede pretextar haber disparado un revólver por pura casualidad. —Por pura casualidad, no. —¿Qué quiere usted decir? —Nada... Una idea mía: puedo haber dado en el clavo, pero también puedo equivocarme... Aplazando por ahora este punto, vuelvo a asegurar que la explicación depende de una condición esencial. —¿Cuál? —Seguramente la imaginará usted. —No quisiera privarle del placer de demostrarme su superior perspicacia. —¡Oh, oh! Qué importancia nos damos hoy. Pues bien, hela aquí: salta a los ojos que el móvil del delito no puede ser obvio. Si lo fuese, entonces sí que hubiera sido enorme el peligro que se corría. La gente diría «El culpable debe de ser el Fulano de Tal. ¿Dónde se hallaba en el momento del atentado?» El delincuente, es decir, el aspirante al delito, no puede ser fácil de identificar. Y eso es lo que me asusta. Porque, lo confieso, estoy asustado. Para tranquilizarme pienso que hago cuanto puedo. Un atentado en aquellas condiciones sería realmente una locura. Sin embargo, temo. Hay que investigar minuciosamente y pronto acerca de esos horribles casos fortuitos... —detúvose de pronto y luego añadió—: Aún es temprano. Tomaremos el camino más largo. El jardín no puede revelarnos nada. Vamos a La Escollera siguiendo el camino corriente. Volvimos, pues, sobre nuestros pasos, y apenas salidos del portal de la fonda, tomamos por la derecha la salida que conduce a la cima de la colina. Allí, en el poyo de un sendero, una placa indicaba la dirección: A la Escollera. El sendero, bastante corto, torcía súbitamente, y en el recodo nos encontramos frente a una verja doble, que necesitaba muy visiblemente una buena capa de pintura. Al otro lado, a la derecha, había una casita tan mona, que contrastaba con la pobreza de la verja y del largo camino invadido por la hierba. El jardincillo que la rodeaba estaba muy bien arreglado: los marcos de las ventanas parecían recién pintados y detrás de los limpios cristales veíanse blancos visillos. Un hombre de raídos vestidos estaba inclinado sobre una era florida. Incorporóse cuando oyó rechinar la verja y se volvió a mirarnos. Era un individuo como de sesenta años, de tez bronceada por una larga costumbre de vivir al aire libre, que así se comprendía al momento, y completamente calvo. Tenía ojos azules que parpadeaban de continuo. El conjunto era simpático. Nos dio amablemente las buenas tardes. Yo le contesté en la misma forma, y durante todo el tiempo que empleamos en recorrer el sendero de la casa sentí que no apartaba de nosotros una mirada inquisidora. —Yo me pregunto... —susurró el amigo Poirot. Pero no añadió nada más, y, por tanto, no supe qué duda le cruzaba otra vez por el cerebro. La casa era grande y de triste aspecto. En varios puntos, las ramas de los árboles que la rodeaban tocaban el tejado. Parecía evidentemente en ruinas. Poirot contempló con atención la fachada antes de tocar la campanilla, una campanilla de modelo antiguo que requería un esfuerzo considerable para ponerse en movimiento y que una vez movida continuaba sonando y sonando melancólicamente. Nos abrió la puerta una mujer de mediana edad, una criada decentemente vestida de negro, que me produjo el efecto de ser una persona respetable, triste e indiferente a cuanto la rodeaba. Nos dijo que aún no había vuelto la señorita. Poirot le explicó que estaba citado con ella aquí y se esforzó un rato en convencerla. Comprendíase que la mujer no se fiaba de un forastero, y me precio de haber sido yo la causa de su decisión al admitirnos en la casa e introducirnos en el salón de su amable señora. De aquel ambiente estaba desterrada la tristeza. Daba al mar y hallábase a pleno sol. El mobiliario, bastante usado, en el que había sólidos muebles de la época de la reina Victoria, al lado de objetos de estilo ultramoderno y de poco precio, revelaba el choque de gustos encontrados. Las cortinas eran de un brocado descolorido; las sillas tenían fundas nuevas y claras, y por el suelo estaban esparcidos unos cuantos almohadones. En las paredes había retratos de familia, algunos de ellos verdaderamente artísticos. Sobre una mesita veíase un gramófono, cuyos discos yacían aquí y allí, en perfecto desorden. Descubrí un aparato portátil de radio y observé la falta completa de libros. En la esquina de un sofá había quedado abierto un periódico. Hércules lo cogió y volvió a dejarlo con una mueca. Era la Gaceta de Saint Loo. Un nuevo pensamiento le impulsó a examinarlo por segunda vez, y lo estaba leyendo cuando entró silenciosamente en el aposento Esa Buckleys. —Tráeme el hielo, Helen —dijo a alguien que había detrás de ella. Y volviéndose luego a nosotros, añadió—: Aquí me tienen. He dejado plantados a los demás. Tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata. ¿He de representar en alguna película la heroína perdida en un bosque? Tenía usted un aspecto tan solemne esta mañana —añadió, hablando a Poirot—, que no creo que se trate de otra cosa. ¿Me hace usted algún ofrecimiento razonable? —¡Ay de mí, señorita! —balbució Hércules. —No me diga que he de prepararme para otra cosa. Usted no puede ser ningún miniaturista con deseos de dar a otros sus obras maestras... No; un hombre como usted, que se hospeda en el Majestic, es persona que puede permitirse soportar, además de la peor cocina, los elevados precios de hospedaje que se usan en Inglaterra... ¿Son equivocadas mis suposiciones? En aquel momento se presentó, cargada con una bandeja en la que había varias botellas de hielo, la mujer que nos abriera la puerta. Esa mezcló las bebidas sin dejar de charlar. Me imagino que al fin la impresionó el persistente silencio de Poirot; puesto que, deteniéndose de pronto, le preguntó vivamente: —¿Está bien? —Así quisiera yo que estuviera todo: bien —repuso Hércules, tomando el vaso que ella le ofrecía—. ¡A su salud, señorita! —añadió después—: ¡A su inquebrantable buena salud! La joven, que no era tonta, sorprendióse del tono de estas palabras. —¿Hay algo que va mal? —Sí, señorita. Esto. Y así diciendo, Hércules alargaba el brazo y en la palma de la mano enseñaba la bala del revólver. La muchacha la tomó y la examinó frunciendo el ceño. —¿Sabe usted qué es este objeto? —Naturalmente: una bala de revólver. No cabe duda. —Eso es. No fue una avispa lo que la rozó el rostro esta mañana, sino esta balita... —¿Y usted cree...? ¿Le parece posible que haya un idiota tan idiota tomo para disparar en un jardín? —Me parece precisamente posible. —En este caso —exclamó Esa— puedo decir que me protege una Providencia. Ésta es la cuarta vez. —Precisamente —dijo Poirot—. La cuarta... Desearía saber de sus propios labios, señorita, la historia de los otros tres casos... fortuitos. La joven abrió mucho los ojos sin proferir una palabra. —Quiero cerciorarme de la naturaleza de... esos casos fortuitos. —¿Pues qué otra cosa podría ser? —Prepárese para una desagradable sorpresa: ¿pudiera ser que alguien quisiese atentar contra su vida? La única respuesta a esa pregunta fue una carcajada. Esa Buckleys parecía disfrutar. —¡Magnífico hallazgo! Pero, señor mío, ¿a quién diablos se le podría ocurrir matarme? No soy ninguna rica heredera cuya muerte pueda dejar varios millones a éste o a aquél. Casi, casi, me gustaría llegar a ser objeto de una persecución dramática..., pues sería cosa sensacional, mas no lo espero. —¿Querría usted darme detalles de tales incidentes? —Con mucho gusto. Aunque repito que no tienen importancia, son casos tontos. Sobre mi lecho cuelga un cuadro de grandes dimensiones. La otra noche se cayó. Afortunadamente, momentos antes había yo oído golpear una puerta y había bajado para cerrarla, y gracias a eso me salvé, pues el cuadro me habría aplastado si me hubiera caído encima. He aquí el caso número uno. Poirot escuchaba muy serio. —Cuénteme ahora el caso número dos. —Ése es más insignificante aún. Por ahí abajo pasa un caminito que va al mar. Yo bajo siempre por ahí para ir al baño, porque hay un saliente, a poco más de un metro sobre el agua, desde el cual se zambulle una admirablemente. Ayer, mientras me preparaba para bañarme, se desprendió un pedrusco desde lo alto, sabe Dios cómo, y rodó, pasando rozándome precisamente... El tercer caso es muy distinto. Se estropeó no sé qué en los frenos del automóvil. Un empleado del garaje ha intentado explicarme la naturaleza del desperfecto, pero no he comprendido sus explicaciones. Únicamente he entendido con claridad que si hubiese yo querido, una vez traspuesta la verja, continuar descendiendo hacia la colina, no hubieran funcionado los frenos, y yo, juntamente con mi coche, hubiera ido a estrellarme contra la Casa Consistorial... Leves desperfectos en la fachada del palacio, y completo destrozo de Esa Buckleys. Pero debido a un olvido hube de volver atrás por un objeto que me había dejado en casa, y así tuve la suerte de detenerme simplemente en medio de los laureles del seto. —¿No puede usted darme idea de la clase de avería sufrida? —Sería preciso ir a pedir explicaciones claras al garaje de Molt. Me parece que se trataba de un tornillo aflojado. Helen, la criada que les ha abierto la puerta, tiene consigo un hijo, y habrá querido tal vez entretenerse en desmontar las piezas. Los chiquillos suelen tener esas manías. Como es natural, la madre jura y perjura que el niño no se arrimó al coche. Y, sin embargo, según me dio a entender Molt, alguien tuvo que estropear aquella parte del coche en cuestión. —¿Dónde está el garaje, señorita? —En la otra parte de la casa. —¿Está cerrado con llave? De nuevo Esa pareció sorprenderse y respondió: —No. —Así, cualquiera podría manipular en su coche. —Sí, podría si quisiera; pero ¿quién ha de querer semejante simpleza? —Nada de simpleza, señorita. Usted no se convence del peligro a que está expuesta; peligro grave, gravísimo. Se lo digo yo. ¿Y sabe usted quién soy yo? —¿Quién? —preguntó Esa conteniendo el aliento. —Hércules Poirot. —¡Oh! —exclamó la joven, con muy poca emoción. —Usted conoce mi nombre, ¿verdad? —Por supuesto. Estaba turbada, confundida; se le leía en los ojos la angustia de no saber cómo salir del aprieto. Poirot la miraba atentamente. —Se comprende, señorita, que no ha leído usted nunca mis libros. —Eso... No... No todos... Naturalmente, pero conozco su nombre. —Ahora miente usted por cortesía, señorita. Me estremecí, recordando la confidencia que había tenido horas antes en el Majestic. —Se comprende —siguió diciendo Hércules—. Es usted tan joven aún, que no ha oído hablar... ¡Se apaga tan pronto una fama!... Pero mi amigo aquí presente le explicará. Esa me miró. Tosí para no tener que hablar inmediatamente, tras lo cual dije, algo embarazado: —Monsieur Poirot es..., era..., un famoso detective. —¿Y, según usted, basta eso? ¿No sabe usted dar a entender a la señorita que soy un detective único, incomparable, el más genial de todos cuantos han existido? —Ya no tengo que tomarme ese trabajo, pues usted se ha dado a conocer por sí mismo, muy claramente por cierto. —Pero hubiera sido más agradable no tener que violentar mi modestia. Esto se debería poder hacer sin necesidad de cantar las propias alabanzas. —Se debería poder hacer cuando se tiene un perro fiel —dijo irónicamente Esa—. ¿Y quién es el perro? —Soy Harold Hastings —respondí con gran frialdad. —Lo que me sucede es asombroso, espléndido. ¿Y creen ustedes que alguien desea enviarme al otro mundo? El hecho sería sensacional. Pero no ocurren semejantes cosas en la realidad. Sólo suceden en los libros. Monsieur Poirot puede compararse a un cirujano inventor de una nueva operación, o a un médico que, habiendo estudiado cierta enfermedad, querría encontrarla en todos sus clientes. —En fin —exclamó con impaciencia Poirot—. ¿Querría usted decidirse a hablar en serio? ¿Son ustedes efectivamente incapaces, los jóvenes de hoy, de mirar seriamente las cosas? No hubiera sido cosa de risa encontrar su cadáver con un lindo agujerito en la cabeza, en vez de encontrarlo en el sombrero. Le aseguro que en ese caso no hubiera usted reído. —He oído una risa ultraterrena en una sesión espiritista —respondió Esa—. Pero en verdad, monsieur Poirot, su bondad me conmueve... Por lo demás, no puedo creer que no se trate de casos fortuitos. —¡Es usted obstinada como un diablo! —Y de eso precisamente deriva mi nombre. Mi abuelo tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Por ello le llamaban Nicolás el Diablote. Era un hombre malo, pero bastante ingenioso. Yo le adoraba. Siempre iba con él, y la gente decía de nosotros: «Ahí va el Diablote con la Diablesa.» Y de ahí mi diminutivo, Esa; pero mi verdadero nombre es Magdalena, nombre que abunda bastante en nuestra familia. Ahí tiene usted una —añadió mostrándonos un retrato que había en la pared. Después de mirarlo, preguntó Poirot: —Y el otro retrato que hay encima de la chimenea, ¿es el de su abuelo? —Sí. Una verdadera obra de arte. Jim Lazarus deseaba que yo se lo vendiese, pero no he querido. No quiero separarme del querido Diablote. Poirot permaneció pensativo un momento. Luego, con grave acento, siguió diciendo: —Escúcheme, señorita, y le suplico que preste mucha atención. La amenaza un gran peligro; hoy alguien ha disparado contra usted con una pistola Mauser. —¿Una pistola Mauser? La vimos vacilar. —Sí. ¿Conoce usted alguien que tenga un revólver de esa marca? La joven dijo con una sonrisa: —Yo tengo uno. —¿Usted? —Sí. Era de mi padre, que lo trajo a casa al volver de la guerra, y desde entonces lo he visto rodar por ahí. El otro día estaba en este cajoncito. Indicó un escritorio antiguo, y movida por súbita sospecha, se levantó de pronto y corrió a abrir el cajón, tras lo cual se volvió a nosotros y nos dijo con gran mudanza en la voz: —¡Ya no está! CAPÍTULO TRES ¿CASOS FORTUITOS? A partir de aquel momento la conversación tomó otro giro. Hasta allí, Poirot y su interlocutora habían tenido palabras contrarias, permaneciendo infranqueable entre ellos la alta barrera de los años. No habiendo sabido hasta entonces nada de la gran fama del detective, pues su generación solamente sabe los nombres conocidos de la actualidad inmediata, Esa Buckleys no había dado importancia a la clamorosa autopresentación del detective. Para ella, Poirot había sido hasta aquel momento un forastero anciano y casi cómico con su propensión al melodrama. Su actitud había herido a Hércules en su vanidad, ya que estaba convencidísimo de que todo el mundo conocía su existencia. Y he aquí que alguien la ignoraba. Lo cual no era del todo inútil para él, convencido estoy de ello, pero perjudicaba directamente al objeto a que quería llegar. No obstante, con el descubrimiento de la desaparición del revólver el asunto cambió de aspecto: Esa ya no lo juzgó como una broma poco interesante. Siguió hablando con desenvoltura, pues era su costumbre tomar las cosas a la ligera; pero en su modo de proceder se notaba ya cierta diferencia. Se apartó del escritorio y volvió a sentarse a nuestro lado en el brazo de una butaca. Con grave semblante susurraba: —Es extraño... Es extraño. Poirot se volvió a mirarme: —¿Se acuerda usted de mi dudosa hipótesis? Pues bien: como ve, no era desacertada. Si la señorita hubiera muerto en el jardín de la fonda, no se hubiera descubierto su cadáver probablemente hasta algunas horas después de cometido el delito. Pocas personas pasan por allí. Junto a ella, cual si se le hubiese caído de la mano, hubieran encontrado el revólver. Helen no hubiera titubeado en identificarlo, y habrían salido a relucir habladurías sobre preocupaciones, insomnios... Esa replicó vacilante: —Es verdad... ¡Tengo tantas preocupaciones!... Todos me reprochan haberme vuelto nerviosa... Sí; se hubiera hablado de todo esto. —Y habrían atribuido el suceso a suicidio. Ninguna huella dactilar en la culata del arma, a no ser las de la señorita... Un caso sencillo, muy convincente. Eso hubiera sido todo. —¿De veras? La cosa tiene una gracia tremenda —exclamó Esa, a la que, sin embargo, no parecía hacerle mucha. Poirot tomó la frase en un sentido convencional. —¿Tremenda? Sí. Pero convendrá usted conmigo, señorita, que ese juego ha durado ya bastante y debe terminar. Cuatro tentativas han sido inútiles, pero la quinta podría ser eficaz. —Y bajaría yo a la negra tumba —se arriesgó a decir en tono alegre la joven. —Pero aquí estamos el amigo Hastings y yo para evitarle ulteriores daños. Me agradó aquel «estamos». Poirot no suele asociarme a mí en sus empresas. Creí, pues, deber añadir: —Sí, sí, esté usted tranquila, señorita, que la protegeremos. —Son ustedes muy amables —respondió miss Buckleys—. Todo esto es extraordinario, increíble, melodramático. Esa no había querido desechar el tono alegre de quien no toma las cosas por lo trágico, pero parecíame descubrir cierta turbación en sus ojos. —Lo primero que debemos hacer ahora —declaró Poirot— es tener una consulta. Sentóse y la miró con expresión de sincera amistad. —Ante todo, vamos a ver, señorita: ¿sabe usted si tiene enemigos? Esa movió la cabeza, y casi parecía lamentar tener que respondernos: —No creo tenerlos. —Está bien. Podemos dejar por ahora esa hipótesis. Pasemos a la pregunta clásica de las películas y de las novelas policíacas: ¿a quién aprovecharía su muerte? —No lo podría decir —contestó Esa—. Y precisamente eso es lo que me impide tomar por lo trágico mis casos. ¿Esta casa? Es una ruina. Y, además, está hipotecada hasta el máximo de su valor: el techo se hunde, la roca en que se apoya no esconderá seguramente un filón de antracita ni de ningún otro precioso mineral. —¿Hipotecada? —No hubo más remedio que recurrir a eso. Tenga usted presente que en pocos años he tenido que pagar dos veces derechos de sucesión. Mi abuelo murió hace seis años y poco después de él murió mi hermano. Ésa fue la última caída. —¿Y su padre? —Era inválido de guerra cuando volvió del frente y se lo llevó una pulmonía en mil novecientos diecinueve. Era yo muy niña cuando perdí a mi madre. Vivía aquí con el abuelo. Entre éste y mi padre no existía buena armonía, cosa que no puede sorprender, así, pues, mi padre nos dejó y empezó a correr por el mundo por su propia cuenta. Tampoco mi hermano Gerard se entendía con el abuelo. Y aun creo que éste no me hubiera tomado a mí cariño si yo hubiese nacido varón. Pero a mí me quería. Decía que yo era un retoño de la antigua rama y que había heredado todos los caracteres de ella —y al llegar aquí se interrumpió con una sonrisa—. Creo que mi abuelo era un calavera, pero con mucha suerte. Decían que en sus manos todo se convertía en oro. En cambio, como era jugador empedernido, pronto perdía lo que había ganado. Cuando murió, no dejó casi nada más que la casa y ese poco de terreno que la rodea. Entonces tenía yo dieciséis años y Gerard veintidós. Gerard falleció víctima de un accidente de automóvil hace tres años, y yo me quedé en posesión de la finca. —¿Y a quién iría ésta a parar si usted desapareciese? ¿Cuál es su pariente más cercano? —Mi primo Charles; Charles Vyse, un abogado domiciliado en Saint Loo, persona muy digna y muy buena, pero poco divertida. Siempre me aconseja que refrene mis gustos extravagantes. —¿Y es él quien administra sus bienes? —Administrar... Es un decir, porque yo no tengo nada que administrar. Sin embargo, Charles fue quien me buscó un prestador para la casa y los inquilinos de la casita que está próxima a la verja. —¿La casita? Iba a pedirle datos sobre ella. ¿Está alquilada? —Sí; a un matrimonio australiano, un tal Croft, con su esposa. Muy buena gente, de una cordialidad excesiva, oprimente. Nunca dejan de ofrecerme algún regalo de manojos de apios o peras primerizas o qué sé yo... Lo descuidado que está mi jardín les horroriza. Son algo pesados, es verdad, cuando menos él, demasiado diligente. Ella está inválida; la pobrecilla no puede moverse del sofá en el que permanece tendida desde la mañana a la noche. Además, pagan el alquiler, que para mí es un gran alivio. —¿Hace mucho que han venido aquí? —Unos seis meses. —Comprendo. Ahora dígame: aparte de ese primo suyo... Entendámonos: ¿es primo por parte de su padre o de su madre? —Por parte de mi madre, que de soltera se llamaba Any Vyse. —Muy bien. Decía, pues, si no tiene otros parientes, aparte de ese primo. —Tengo otros primos lejanos, auténticos Buckleys, que viven en el distrito de York. —¿Y ninguno más? —Ninguno. —Está muy aislada. Ella le miró. —¿Aislada? ¡Qué gracia! Aquí estoy muy poco. Vivo generalmente en Londres. Por lo demás, los parientes suelen ser aguafiestas, husmean por todas partes, se meten en lo que no les importa... Vale más, mucho más, tenerlos lejos y no hacerles caso. —No perderé el tiempo en compadecerla. Usted es una muchacha moderna... Ahora dígame qué personal tiene a su servicio. —¿Personal?... Vaya una palabra imponente. El personal se reduce únicamente a Helen. Su marido cuida un poco del jardín, pero es jardinero de ocasión, se contenta con una mísera paga porque le he dado permiso para que tenga en casa a su hijo. Helen me sirve cuando estoy aquí, y ella y yo nos ayudamos en lo que podemos cuando doy alguna recepción. Daré una el lunes: la semana que viene es la semana de regatas, como usted sabe. —¿El lunes?... Y hoy es sábado... Bueno. Dígame ahora algo de sus amigos. ¿Quiénes son los que comían hoy con usted? —Frica Rice, la joven señora rubia, puede decirse que es mi mejor amiga. Es una criatura desgraciada, casada con un tunante, borracho y morfinómano, un desequilibrado sin miramientos humanos. Frica tuvo que separarse de él hace un año o dos, y desde entonces no para en ningún sitio... Quisiera que pudiese conseguir el divorcio para casarse de nuevo con Jim Lazarus. —¿Lazarus? ¿El anticuario de Bond Street? —El mismo. Mejor dicho, Jim es hijo único del dueño de esa casa de antigüedades. Tiene mucho dinero. ¿Han visto ustedes su automóvil? Jim es judío, pero de los buenos. Está enamoradísimo de Frica y siempre anda detrás de ella. Habían venido juntos a pasar el fin de semana en el Majestic, pero se detendrán un poco más para poder tomar parte en mi recepción del lunes por la noche. —¿Y el marido de mistress Rice? —¿El marido? Le echan de todos los cargos y ahora nadie sabe dónde para. Así, pues, la situación de su mujer es muy enojosa. ¿Cómo va a divorciarse de un individuo cuyo domicilio se ignora? —Ya. —¡Pobre Frica! Es desdichada de veras. Hubo un momento en que parecía poder quedar libre, pues el marido había aceptado dejarse sorprender en compañía de una mujer; pero a última hora dijo que andaba muy corto de dinero... Y por último consiguió que le pagasen para marcharse, y desde aquel día nadie ha vuelto a saber nada de él. En resumen, es un ser abyecto. —¡Dios mío! —exclamé. —Ha escandalizado usted al amigo Hastings. Tenga usted cuidado. Acuérdese de que está un poco atrasado, porque ha vuelto hace poco de las vastas y claras llanuras de la Argentina. Aún no ha tenido tiempo de familiarizarse con las costumbres de hoy... —Pues no hay que escandalizarse —replicó Esa, mirándome de frente—; quiero decir que esos tipos existen, y que todo el mundo lo sabe. ¿Y por qué no había de llamarle abyecto? ¿Acaso no lo merece? En fin, la infeliz Frica se vio en aquella época reducida a no saber cómo salir del paso. —Comprendo, comprendo; una historia fea. ¿Y el otro amigo suyo, el bueno del comandante Challenger? —¿George? Le he conocido siempre. Es decir, desde hace cinco años. Es un buen muchacho. —Que quisiera casarse con usted..., ¿verdad? —Me habla de ello de cuando en cuando, a ratos perdidos o después de haber bebido dos vasos de lo bueno. —¿Y usted permanece insensible? —¿Por qué habíamos de casarnos George y yo? Ni él ni yo tenemos un céntimo. Además, a su lado me aburriría mortalmente. Es el tipo a quien se le ha metido en la cabeza ser «patricio» o «amoldarse a las tradiciones»... Esto aparte, tiene lo menos cuarenta años. La observación me lastimó un poco. —Ya —dijo riendo Poirot—, tiene un pie en la sepultura... No; no tema haberme ofendido, señorita. Yo soy un abuelo, un vejestorio... Quisiera algunos otros pormenores respecto a los peligros corridos. Por ejemplo, el cuadro... —Ha vuelto a su puesto, previa sustitución de la cuerda que lo sostenía. Venga a verlo si quiere. Nos abrió paso y la acompañamos a su dormitorio. El referido cuadro era una pintura al óleo, encerrada en un pesado marco. Estaba colgada en la pared, precisamente sobre la cabecera del lecho. Poirot, después de decir «Permítame, señorita», se quitó los zapatos y se puso en pie en la cama. Examinó el sostén y, como pudo, el peso del cuadro. Hizo una mueca elocuente y volvió a bajar, diciendo: —Si esto le hubiera caído a usted encima, hubiera sido un mal negocio. ¿También era de alambre el primitivo sostén? —Sí, pero no tan grueso. Éste es más sólido. —Muy bien. ¿Y examinó usted el punto de la rotura? ¿Fueron limados los extremos de los dos pedazos? ¿Los observó usted? —Me parece que sí, pero no lo examiné muy atentamente. ¿Por qué había de darme que pensar? —Eso precisamente, ¿por qué? En fin, me gustaría ver ese alambre. ¿Sabe usted dónde está? —Quedó junto al cuadro, pero probablemente el operario que vino a cambiarlo lo tiraría. —¡Lástima! Me hubiera gustado verlo. —¿No cree usted que fuera un caso fortuito? No puede ser otra cosa. —Podría ser, no es posible asegurar nada. Pero el desperfecto producido en el automóvil, ese indudablemente no fue un caso fortuito. ¿Y el pedrusco desprendido de la pendiente...? Me gustaría ver hasta dónde rodó. Esa nos condujo a través del jardín: hasta el sendero del desprendimiento, bajo el cual centelleaba el mar. Se detuvo en el punto en que había ocurrido el incidente, que volvió a describir al muy atento Poirot, el cual, cuando calló la joven, le preguntó: —¿De cuántos modos se puede llegar a su jardín, señorita? —Hay la calle de enfrente, la que pasa por delante de la casita; hay también una puerta de servicio en la tapia, en la mitad del callejón. Existe al mismo tiempo una salida aquí, en lo alto de las rocas. El sendero que de ella parte conduce, serpenteando, del mar al Majestic. Además, naturalmente, se puede muy bien entrar en el jardín desde el hotel, cruzando el seto. Así he entrado yo esta mañana. Y cruzando el jardín se acorta para ir a la ciudad. —¿En dónde trabaja de ordinario su jardinero? —Anda por el huerto o permanece sentado en el cobertizo de los aperos, afilando una hoz o guadaña. —¿Ese cobertizo está en la otra parte de la casa? —Exactamente. —¿Así que si alguno viniese a quitar de su equilibrio una piedra, podría hacerlo sin que le vieran? Vi sobresaltarse a Esa. —¿Quiere usted decir que alguien ha procedido de ese modo? No llega a convencerme. Esa acción hubiera sido fútil. Poirot sacó otra vez del bolsillo la bala del revólver. —Pero esto no ha sido una acción fútil, señorita —insistió amablemente. —Eso habrá sido el acto de un loco. —Pudiera ser. Es muy comprensible que guste entablar en las veladas una discusión respecto del problema de la supuesta locura de todos los delincuentes. Tal vez haya en ellos una defectuosa formación de la sustancia gris. Es probable. Pero eso es cosa que compete al médico. Mi misión es distinta. Yo debo cuidarme de la víctima, no del criminal. Pienso en usted, señorita, y no en su desconocido agresor. Usted es joven y bella; el mundo está para usted lleno de promesas, le espera la vida y el amor. Eso es lo que yo pienso... Dígame, esos amigos suyos, es decir, mistress Rice y míster Lazarus, ¿cuánto tiempo llevan en estos parajes? —Frica llegó aquí el miércoles. Estuvo dos días con unos amigos en los alrededores de Tavistock y vino a Saint Loo ayer. Jim ha estado de excursión no sé por dónde. —¿Y el comandante Challenger? —Ése vive en Davenport. Viene con su auto cuando puede, generalmente los sábados, para concluir aquí la semana. Poirot movió la cabeza y permaneció un rato sin abrir la boca; pero, mientras volvíamos a la casa, rompió de pronto el silencio para preguntar: —¿Tiene usted alguna amiga de la que pueda fiarse totalmente? —Frica. —Aparte de ésta, ¿no tiene otra? —No sabría... Es decir, sí, lo sé... Pero ¿por qué me lo pregunta? —Porque quisiera que tuviese usted aquí, a su lado, una amiga de confianza, y cuanto antes. —¡Oh! Esa pareció titubear y quedóse muda un momento, reflexionando. Luego, con acento no muy convencido, murmuró: —Creo que podría mandar venir a Maggie... —¿Quién es Maggie? —Una de las primas de quien le hablaba a usted hace un rato. Son un familión. El padre es eclesiástico, es pastor. Maggie y yo somos casi de la misma edad. La invito de cuando en cuando a pasar alguna temporada conmigo en verano. A decir verdad, su compañía no es muy animada: ¡es tan candorosa la pobre! Pensaba dispensarme de invitarla este año. —Pues su prima nos conviene mucho para este caso, señorita. Es precisamente el tipo de compañera que yo le hubiese escogido a usted, si pudiese. —Pues bien —dijo entre suspiros Esa—: la telefonearé. No sabría a qué otra persona llamar en este momento; porque todos han fijado ya su programa de vacaciones; mientras que ella, si no ha de presenciar ninguna función de Sociedad Coral o alguna Fiesta de las Madres, vendrá inmediatamente de seguro. Pero no comprendo qué utilidad pueda tener su presencia en La Escollera. —¿Podría usted conseguir de su prima que durmiera en el mismo cuarto que usted? —Creo que sí. —¿Y no se le ocurrirá que se le pide un favor extraño? —Maggie no piensa, obra. Es persona seria. Efectúa obras cristianas con fe y perseverancia... En fin, le telegrafiaré que venga el lunes. —¿Y por qué no mañana? —¿Mañana? ¿Con un tren dominguero? Creerían que estoy moribunda; no, le diré que venga el lunes... Usted le enterará del tremendo hecho que me amenaza. —Veremos... ¿Aún toma usted la cosa a guasa? Es usted valiente de veras... —Es una diversión... —repuso Esa. Me pareció sentir en su voz un acento extraño. La miré atentamente y hubiera jurado que no nos expresaba todo su pensamiento. Habíamos vuelto al salón. Poirot dijo: —¿Lee usted la Gaceta de Saint Loo? —No muy atentamente. La he abierto para ver la hora de las mareas, que la Gaceta trae cada semana. —Comprendo... Y dígame: ¿ha pensado usted alguna vez en hacer testamento? —Sí: lo hice hace seis meses, antes que me operasen de apendicitis. Me aconsejaron que lo hiciese, y lo hice. Aquel día me pareció ser un personaje importante. —¿Y cuáles eran sus disposiciones testamentarias? —Dejaba a Charles La Escollera. Casi no tenía ninguna otra cosa que dejar, pero lo poco que pudiera sobrar se lo legaba a Frica. Eso, que creo que llamaban el pasivo, me imagino que excedería del activo de los legados. Poirot aprobó distraídamente. —Tengo que marcharme ahora. Hasta la vista, señorita... Le recomiendo que esté en guardia. —¿Contra quién? —Inteligente es la pregunta; sí, éste es el punto flaco, que no sabe de quién ha de guardarse usted; pero no se apure, señorita, que dentro de pocos días habré descubierto la verdad. —Y hasta entonces, cuidado con los tóxicos, las bombas, los pistoletazos, los accidentes de auto, las flechas envenenadas —dijo, riéndose, Esa. —No se ría de sí misma —repuso gravemente Poirot. En el momento de trasponer el umbral de la puerta, volvióse y preguntó—: ¿Qué cantidad le ofrecía míster Lazarus por el retrato del abuelo? —Cincuenta libras esterlinas. —¡Ah! —balbució mi amigo, mientras alzaba de nuevo los ojos para examinar el astuto rostro del Diablote. —Pero, como ya le he dicho, no he querido deshacerme del magnífico retrato de mi querido viejo. —Comprendo, comprendo —respondió Poirot. CAPÍTULO CUATRO DEBE DE HABER UN MOTIVO —Poirot —dije apenas estuvimos otra vez en la calle—, quiero comunicarle una cosa. —Diga, querido. Le conté la versión que me había dado mistress Rice respecto de la avería del automóvil. —Es un detalle interesante. Sabido es que existen pobres criaturas vanas, histéricas, que creen darse importancia inventando maravillosas aventuras de peligros de que se han librado. El tipo es archiconocido. Hay locuelos capaces de herirse gravemente para dar más colorido a sus invenciones. —¿Y no cree usted...? —¿Que esa señorita pertenezca a la categoría de las histéricas? No, por cierto. Habrá usted observado que no me ha sido fácil convencerla de los peligros corridos. Se ha mantenido casi incrédula hasta lo último. Está muy a la altura de los tiempos esa muchacha. Sin embargo, el comentario de mistress Rice es sintomático. ¿Por qué lo habrá formulado ahora? No era cosa para decirlo, aunque fuese verdad; era una charla atolondrada, inútil y antipática. —Es muy cierto —dije yo—; la declaración de mistress Rice no venía a cuento en nuestra conversación, nada tenía que ver en ella. —Es extraño, muy extraño... Los detalles extraños conviene sacarlos a plena luz. Son muy significativos, pues indican el camino que ha de seguirse. —¿Para ir... adonde? —Ha puesto usted el dedo en la llaga, mi buen amigo. ¿Adonde? ¿Adonde vamos...? Desgraciadamente no lo sabremos hasta que hayamos llegado a la meta. —¿Quiere usted explicarme por qué toma tan a pecho la llegada de esa prima? Hércules se puso serio y alzando el índice me apostrofó con vehemencia: —Pero piense usted, hombre, en las espinas de la situación... ¿No comprende que estamos atados de manos? Encontrar un asesino después de cometer un delito es cosa fácil, por lo menos fácil para un detective de mi habilidad. Puede decirse que el delincuente deja su propia firma sobre el hecho consumado... Pero aquí no ha habido delito, y lo que queremos precisamente es impedir que éste llegue a cometerse... Impedirlo, prevenirlo: he ahí la mayor dificultad. ¿Cuál es nuestro principal objeto? Que la muchacha quede incólume; ardua empresa, sí, muy ardua... No podemos vigilarla día y noche. No podemos pasar la noche en la habitación de una muchacha... El caso es crítico. La única cosa que podemos hacer es poner obstáculos a los propósitos del asesino, avisándole y poniéndole cerca un testigo perfectamente imparcial. Con eso le suministramos defensas insuperables, aun para el más canalla de los malintencionados... Se interrumpió, y luego, con un acento muy distinto, siguió diciendo: —Sin embargo, me espanta... —¿El qué? —El hecho de que nos hallamos frente a un canalla muy astuto. No estoy nada tranquilo, no, absolutamente nada. No pude menos de decirle que sus temores me ponían nervioso. —Nervioso estoy yo también —me respondió al momento—. Escúcheme; aquella Gaceta semanal de Saint Loo estaba doblada de manera que quedase ante los ojos del lector una columna. ¿Sabe usted cuál? Pues precisamente aquella que anunciaba: «Actualmente se hospedan en el hotel Majestic monsieur Hércules Poirot y el capitán Hastings.» Ahora bien: supóngase usted que el desconocido agresor haya leído este anuncio. Seguramente conocerá mi nombre, pues todos lo conocen. Yo le hice observar que miss Buckleys lo ignoraba. —Esa es una cabeza de pájaros; no hace al caso. Pero un hombre reflexivo, un delincuente experto, sabe muy bien quién soy yo, y debe de tener miedo, debe de estar inquieto, debe dirigirse preguntas angustiosas. Después de un tercer atentado contra la vida de la muchacha ve aparecer en el horizonte a Hércules Poirot. ¿Será pura coincidencia? ¿Y temerá que no lo sea? ¿Qué decisión cree usted que adoptará entonces? —Querrá contemporizar, procurando no dejarse descubrir... —Ya... Ya... O también, si es de veras audaz, querrá dar su golpe pronto, de un modo fulminante. Y aun antes que yo haya llevado a feliz término mis investigaciones..., ¡paf!, muere la muchacha. Así procedería un tipo bien resuelto. —Pero ¿por qué supone usted un lector de esa noticia que no sea miss Esa? —Porque, cuando me he dado a conocer, mi nombre no le ha recordado nada, su rostro no ha mudado de expresión y, además, nos ha explicado que en la Gaceta semanal sólo buscaba el horario de las mareas. Pues bien: en aquella página no estaba la tabla de mareas. —Así, usted cree que en aquella casa hay alguno... —Alguno que está allí, o alguno que frecuenta la casa. Y entrar en ella es fácil: la puerta-vidriera ha quedado abierta. Los íntimos de la muchacha deben de ir y venir fácilmente y de continuo. —¿Tiene usted alguna idea, alguna sospecha? Poirot hizo con las palmas de las manos vueltas hacia fuera un acostumbrado movimiento suyo de desaliento. —Ninguna. El motivo de la acción delictuosa no puede ser claro, lo he comprendido inmediatamente. Y por eso se siente seguro el agresor, por eso ha obrado con tanta audacia esta mañana. A juzgar por las apariencias, nadie tiene interés en suprimir a la Buckleys. ¿La propiedad, La Escollera? Le corresponderá al primo; pero éste no puede tener mucha prisa por entrar en posesión de una casa en ruinas y, además, con una fuerte hipoteca. La Escollera no representa para él un conjunto de tradiciones familiares, puesto que no es ningún Buckleys. Iremos a conocer personalmente a ese señor Charles Vyse; pero sería absurdo abrigar ninguna sospecha contra él. Está también la amiga del alma, la de los ojos soñadores y de la cara de «virgen cansada». —¿También a usted le produce el efecto de una «virgen cansada»? —¿Qué está usted diciendo? Empieza ella por decirle que la muchacha es una embustera... ¡Vaya una fiel compañera! Además, ¿por qué habla de ese modo de su amiga? ¿Temerá acaso alguna revelación desagradable? ¿Tendrá algo que ver su motivo con la avería del freno del automóvil? ¿O habrá contado la historia del freno estropeado para disimular alguna preocupación que no puede confesarse? ¿Ha sido averiado intencionadamente ese freno? Y si es así, ¿por quién? ¿Y qué sabe ella? ¿Y el rubio míster Lazarus? ¿Qué tiene él que ver? ¿Él, que tiene dinero a chorros y un automóvil espléndido? ¿Por qué ha de estar metido en eso? ¿Y el comandante Challenger? —¡Oh!, de ése, querido Poirot, no se puede desconfiar. ¡Tiene tal aspecto de persona honrada! —Es decir, que tiene el aspecto de un hombre educado, a la inglesa. Por fortuna, por mi condición de forastero, yo estoy libre de las preocupaciones locales y de su influencia en mi modo de razonar. Por lo demás, reconozco que es difícil de ver una relación entre el comandante Challenger y el caso que nos preocupa. No se comprende que él haya podido intervenir en esto. —Seguramente no ha intervenido; la cosa es evidente. Poirot me miró con aire lastimoso. —Sus entusiastas convicciones producen en mí un efecto singular. Usted se deja engañar tan fácilmente por las apariencias, que, si no siempre, con mucha frecuencia se podría encontrar a un culpable siguiendo la pista de sus simpatías. Usted es el tipo del perfecto hombre de bien, destinado a dejarse embaucar por toda la canalla con que tropieza; el tipo que invierte un capital en pozos de petróleo que no existen, en minas de oro que nadie ha visto. De las legiones de los que a usted se parecen, viven infinidad de bribones. Voy a estudiar al comandante Challenger, pues usted ha despertado mis dudas. Incomodado, repliqué: —En vez de tratarme de ese modo, podría usted reflexionar que un hombre que ha navegado como yo... —Puede no haber aprendido nada —interrumpió Poirot—, la cosa es inverosímil, pero es verdad... —¿Y cree usted que la cría de ganado a que me he dedicado en la Argentina hubiera salido tan bien como ha salido si hubiera sido tan tonto como usted me supone? —No se enfade, amigo. Su hacienda ha ido muy bien por sus cuidados y los de su esposa. —Bella me pide siempre consejo antes de hacer cualquier cosa. —La sabiduría de su señora es igual a su belleza —me respondió Poirot—. No discutamos, querido... Mire aquí delante de nosotros lo que dice: Garage Molt. Me parece que es ése al que aludía la muchacha. Aquí nos enterarán y podremos aclarar lo del desperfecto de los frenos. Entramos. Poirot se presentó diciendo que la dueña de La Escollera le había indicado aquel garaje. Pidió precios de alquiler de un automóvil para realizar excursiones por las tardes, y luego llevó hábilmente la conversación a la avería producida en el coche de miss Buckleys. Entonces su interlocutor se mostró muy locuaz; un caso extraño, el más extraño que se le había presentado en su vida. Entró en detalles teóricos; por desgracia, no entiendo nada de mecánica y creo que lo mismo le sucede a Poirot. Pero fueron para nosotros evidentes dos circunstancias: que el coche había sido estropeado y que la avería se había producido por una intervención rápida. —He aquí un punto aclarado —me dijo Poirot cuando salimos del garaje—. La muchacha tiene razón y Lazarus no la tiene. Todo esto, amigo Hastings, es interesante de veras. —¿Adonde vamos ahora? —Al correo. Y si estamos aún a tiempo, enviaremos un telegrama. —¿Un telegrama? —pregunté yo, con curiosidad. —Sí, un telegrama. La estafeta de Correos estaba todavía abierta. Poirot extendió el telegrama y lo expidió. No me declaró su contenido, y como noté que le hubiera gustado que le interrogase acerca de ello, me guardé muy bien de hacerlo. —Es una contrariedad que mañana sea domingo —dijo al cabo de un rato, cuando volvíamos al hotel—. No podremos visitar a Vyse hasta el lunes por la mañana. —Podríamos ir a verle a su casa. —Desde luego; pero eso es precisamente lo que yo no quiero. Deseo que nuestra primera entrevista con él tenga carácter profesional. Creo que es oportuno formarse un juicio de él como abogado. Ése fue también mi parecer. —Así, podría tener gran importancia un dato muy sencillo —me dijo Hércules—: saber si míster Charles Vyse estaba realmente en su bufete esta mañana a las doce y media; pues, en ese caso, no será seguramente él quien haya disparado contra la muchacha en el jardín del Majestic. —¿No deberíamos examinar también las posibles coartadas de los otros tres de la comitiva? —Es cosa casi imposible. A cualquiera de los tres le hubiera sido muy fácil separarse, penetrar en el jardín por una de las muchas puertas de la galería de la sala, del salón de fumar, del escritorio..., llegar, oculto entre las ramas de los árboles, al punto adecuado para su objeto, disparar en el momento oportuno y volver a reunirse tranquilamente con los demás. Hasta ahora, querido Harold, no podemos estar seguros ni siquiera de conocer a todos los personajes del drama. Están, por ejemplo, la respetable Helen y su esposo, que por ahora nos es desconocido. Domiciliados ambos en La Escollera, tal vez tengan, y esta suposición es lógica, motivo de rencor contra su ama. También están allí los dos australianos de la casita. Y puede haber otras personas amigas de la muchacha, y que ésta no se haya acordado de nombrar, porque no le parezcan sospechosas. No puedo menos de suponer una razón oculta, un motivo no aparente bajo todo lo que sale a plena luz. Tengo la incipiente convicción de que miss Esa sabe algo más de lo que nos ha referido; no le quepa duda. —¿Cree usted que nos quiere ocultar algo? —Sí. —¿Para poner a salvo a algún protegido suyo? Hércules movió enérgicamente la cabeza. —No, no. Sobre ese punto me parece que es del todo franca. Creo que de los atentados nos ha dicho verdaderamente todo cuanto sabe. Pero hay alguna otra cosa. Algo que, según ella, no tiene relación alguna con los mismos atentados. Y yo pagaría por saber qué es. Pero..., lo digo sin falsa modestia..., yo soy bastante más inteligente que esa locuela. Hércules Poirot puede muy bien descubrir una conexión entre cosas que a ella le parezcan incompatibles. Y eso podría darme el hilo de la madeja que hay que desenredar... Quiero resolver el problema. Y hasta que no olfatee algo, cuando menos, de la razón oculta de los hechos, no podré seguir adelante. Debe de haber un motivo; pero ¿cuál? Eso es lo que me pregunto yo a cada paso: ¿cuál? —Ya lo descubrirá usted —dije para apaciguarlo. —Con tal que no lo descubra demasiado tarde —me contestó, preocupado. CAPITULO CINCO LOS CROFT Aquella noche había baile en el Majestic. Miss Esa, que había cenado allí con sus amigos, nos saludó al pasar, risueña y alegre. Llevaba un vestido de crespón color escarlata que le llegaba hasta el suelo. Del vaporoso traje emergía la mórbida blancura de los hombros y del cuello y la provocativa cabecita morena. —Un diablillo tentador—dije yo. —En pleno contraste con la clase de belleza de su íntima amiga, ¿no es así? La amiga iba de blanco. Bailaba con una gracia lánguida que distaba mucho de la endiablada animación de la Buckleys. —Está bellísima —murmuró inopinadamente Poirot. —¿Quién, nuestra Esa? —No, mistress Rice. ¿Será mala? ¿Será buena? ¿Será simplemente infeliz? No puedo decirlo. Es misteriosa. Y así se lo parecerá a usted tarde o temprano. Ya lo verá seguramente. Se levantó de pronto. Esa bailaba con Challenger. Frica y míster Lazarus, después de unas vueltas de vals, volvieron a su mesa. Pero casi inmediatamente después se marchó él. Poirot se encaminó derecho hasta la señora y yo detrás de él. Hércules tiene ciertos movimientos resueltos que van directamente a su objeto. —¿Me permite usted? Había tocado una silla, y sin más preámbulos, se había decidido a sentarse. —Me urge hablar con usted un momento mientras baila su amiga —le dijo. —¡Ah! ¿Sí? La voz era tranquila y fría. —No sé si se lo habrán dicho, señora, pero yo estoy aquí para enterarla de que su amiga ha corrido hoy un peligro mortal. Poco ha faltado para que fuese víctima de un atentado. Los ojos grises de la señora abriéronse desmesuradamente, horrorizados. Hasta se le dilataron sus negras pupilas. —¿Qué quiere usted decir? —Que alguien ha disparado una bala contra miss Buckleys en el jardín de este hotel. Entonces Frica sonrió graciosa e incrédulamente, y preguntó: —¿Se lo ha dicho a usted Esa? —No, señora. Lo he visto yo. Aquí está la bala disparada. —Entonces..., entonces... —Entonces —repuso con voz segura Poirot— no se trata de una invención de miss Buckleys, yo se lo garantizo; y aún hay más: han acaecido varios hechos extraños estos últimos días. Habrá usted sabido también... Y eso que tal vez no, puesto que no ha llegado usted aquí hasta ayer. —Sí... Ayer. —Después de una breve permanencia en Tavistock, en casa de unos amigos. —Eso es. —¿Me quiere usted decir el nombre de esos amigos? La interrogada arqueó las cejas y preguntó con acento glacial: —¿Hay alguna razón para que le dé yo ese dato? Poirot representó admirablemente el papel de ingenuo: —¡Oh!, perdóneme, señora, he sido muy indiscreto; pero es que como yo también tengo amigos en Tavistock, podría esperar noticias de ellos por mediación de usted. Son los Buchanan. ¿Los conoce usted? Mistress Rice negó con la cabeza. —Es la primera vez que oigo ese nombre. No me parece haberlos visto nunca —su acento ya se había vuelto enteramente cordial—. Pero no divaguemos. Hábleme de Esa. ¿Quién ha disparado contra ella y por qué? —Aún no sé el nombre del agresor. Pero lo sabré; sí, lo sabré. Lo descubriré, de seguro. Soy un detective: Hércules Poirot. —¡Un hombre célebre! —Es usted muy amable. —¿Y qué me pide usted que haga? Creo que Poirot se sorprendió tanto como yo por tan extraña pregunta. En efecto, no nos la esperábamos. —Quiero pedirle, señora, que monte la guardia alrededor de su amiga. —Lo haré. —Nada más. Poirot se levantó, saludó rápidamente a la señora y volvimos a nuestra mesa. —¿No teme usted descubrir demasiado su juego? —No podemos proceder de otro modo —me contestó—. Es un caso en que hay que jugar a cartas vistas para estar un poco más seguro, y no quiero correr ningún riesgo. Además, ya he aclarado un punto cuando menos. —¿Cuál? —Que mistress Rice no ha pasado estos últimos días en Tavistock. ¿Dónde estaba en realidad? Lo sabré. Nadie puede ocultar a Hércules Poirot lo que éste quiera saber. Mire usted allí... Ya ha vuelto el bello Lazarus. Ella se lo está contando... ¿Ha visto usted la mirada? Éste es listo. Observe usted el perfil de esa cara. Quisiera yo saber... Como se interrumpió, le pregunté: —¿Qué? Y no obtuve más que esta ambigua respuesta: —Lo que sabré el lunes. No insistí. Exhaló Hércules un suspiro y luego añadió: —En otro tiempo, hubiera tenido la curiosidad de enterarse. En cambio ahora... —Ahora —repliqué yo, con acompasado tono— conviene desacostumbrarle a usted de ciertos placeres. —Y entre ellos, ¿de cuáles? —Del de negar respuesta a quien le interroga. Volvió a brillar en sus ojos la maliciosa viveza de otros tiempos. Un instante después, Esa, dejando a su caballero, se acercaba, alegre pajarillo de brillantes plumas, a nuestra mesa, y sonrió al decirnos: —Estoy bailando al borde de la tumba. —¿Es una sensación nueva para usted, no? —No experimentada hasta ahora. Es original. Y se alejó, agitando la mano con un saludo picaresco. —Ha sido una frase desdichada la suya —dije yo—. No me gusta eso de «Bailar al borde de la tumba». —Ya, está demasiado de acuerdo con la realidad. Esa chiquilla es valerosa, demasiado valerosa. Pero, más que valor, necesitamos ahora prudencia, mucha prudencia, para desembrollar el intrincado problema. *** Al día siguiente, que era domingo, estábamos sentados en la gran terraza del Majestic cuando, a eso de las once y media, Poirot, levantándose de repente, me invitó a seguirle, explicándome de este modo sus decididas intenciones: —Venga, quiero probar un pequeño experimento. Lazarus y la señora han pasado hace un minuto en automóvil, y la muchacha va con ellos. La cuesta está libre. —Libre ¿para qué? —Ahora lo sabrá usted. Venga conmigo. Bajamos la breve escalinata. Cruzando luego un pequeño prado, llegamos a la verja del sendero, que descendía serpenteando hasta el mar. Subía por él una pareja de bañistas. Se cruzaron con nosotros, charlando y riendo. Así que se hubieron alejado, Poirot me guió hasta el sitio en que, encima de otra verja, bastante herrumbrosa, había una tabla con esta inscripción: A la Escollera. Camino particular. No se veía alma viviente. Abrimos la verja y pasamos al otro lado. Un minuto después estábamos en el callejón y precisamente delante de la casa de la Buckleys. Tampoco había allí nadie. Poirot se llegó hasta la punta de la roca y, después de mirar en torno suyo, se encaminó de nuevo a la casa. Las puertas de la galería estaban abiertas de par en par y entramos tranquilamente en el salón. No perdió allí el tiempo el amigo Hércules. Abrió una puerta que daba al vestíbulo y subió la escalera, y yo detrás de él. Fue derecho al dormitorio de Esa, sentóse al borde de la cama y me miró, guiñando un ojo. —¿Ve usted, Hastings, lo fácil que es introducirse en esta casa? Nadie nos ha visto entrar. Nadie nos verá salir. Si tuviéramos que cometer cualquier fechoría a escondidas, podríamos hacer cuanto quisiéramos con perfecta tranquilidad. Podríamos, por ejemplo, limar el sostén metálico de un cuadro, de tal modo que tuviera que caerse fatalmente al cabo de unas horas. Y aunque alguno nos viese venir, bastaría que fuésemos conocidos como amigos de miss Esa para poder justificar nuestra presencia en este cuarto. —¿Quiere usted decir que debemos descartar la idea de un malhechor ajeno a la casa? —Sí, así lo creo. El que atenta contra esa vida joven no es un loco vagabundo: es uno que conoce muy bien La Escollera. Se acercó de nuevo a la salida, y yo detrás de él... No hablamos. Estábamos demasiado preocupados para hablar. Y en esto, al volver la escalera, nos detuvimos ambos como de mutuo acuerdo ante la imprevista aparición de un hombre que subía hacia nosotros. También él se paró de repente. Tenía el rostro en la oscuridad; pero su actitud no nos dejaba dudas acerca de sus impresiones. Al fin él rompió el silencio, gritándonos: —¿A qué diantres han venido ustedes aquí? ¿Puede saberse? —¡Ah! —respondió sin descomponerse Poirot—, míster... Croft, ¿no es así? —Sí, ése es mi nombre... Pero qué... —¿Vamos al salón? Allí estaremos más cómodos para hablar. El otro aceptó al momento y bajamos con él al salón. Así que se hubo cerrado la puerta. Hércules, inclinándose, se presentó: —Yo soy Hércules Poirot, para servirle... La faz de Croft se iluminó y exclamó lentamente: —¡El detective de quien he leído yo tantas cosas...! —¿En la Gaceta de Saint Loo? —No. Hace ya muchos años que le conocía a usted de oídas y por su fama en Australia. ¿Es usted francés? —Soy belga, pero es lo mismo. Este señor es mi amigo, el capitán Hastings. —Encantado de conocerle. Y dígame, ¿qué gran empresa tiene usted entre manos? ¿Cómo es que se halla usted por aquí? ¿Hay por aquí algo que esté... torcido? —Depende de lo que se entienda por estar torcido... El australiano asintió. Era un hombre de buen aspecto, a pesar de su completa calvicie y de su incipiente vejez. Tenía un físico envidiable, la faz poco erguida, tosca y rolliza, cuyo rasgo más característico era el azul metálico de los ojos. —Miren ustedes —empezó a explicarnos—, he venido a traer a miss Buckleys unos tomates y un pepino. Su jardinero no sirve para nada. Es un haragán que deja que se estropee el huerto. A mi mujer y a mí nos indigna y procuramos remediar, cuando menos en parte, su pereza. Tenemos muchos más tomates de los que podemos consumir. Y como también conviene estar bien con los vecinos, he venido, pues, como de costumbre, entrando por la puerta-vidriera. Ya había dejado mi cesto en el suelo y me disponía a marcharme cuando oí en el piso de arriba un rumor de pasos y voces de hombre. Me quedé petrificado. En general, no suele haber ladrones por este sitio; sin embargo, siempre puede preverse un robo. Así, pues, quise cerciorarme de que no ocurría nada extraordinario, y no quedé poco sorprendido al encontrarles a ustedes en la escalera. Y ahora he aquí que usted se me revela como el más famoso de los detectives. ¿Qué significa su presencia aquí? —Una cosa sencillísima —respondió Poirot sonriendo—. Miss Buckleys tuvo una sorpresa alarmante la otra noche. Un cuadro muy pesado que había colgado encima de su cama se cayó. Tal vez se lo haya dicho. —En efecto, ¡de buena se libró! —Para evitar todo peligro le prometí traerle una cadena de construcción especial, pues no convendría que se repitiera lo ocurrido. Me ha dicho que tenía que salir esta mañana, añadiendo, sin embargo, que, a pesar de ello, podía yo venir a tomar las medidas para la nueva cadena que ha de encargar. Ya ve que la cosa no puede ser más sencilla. Hablaba con la mayor serenidad y sonriendo apaciblemente. Croft suspiró, tranquilizado. —¿Nada más que eso? —Nada más. Se ha asustado usted en balde. Somos ciudadanos muy respetuosos con la Ley mi amigo Hastings y yo. —¿No nos vimos ya ayer? —preguntó, dudando un poco, Croft. Y recordando de pronto, añadió—: Sí, ayer tarde. Pasaron ustedes por delante de nuestra casa. —Es verdad. Usted trabajaba en el jardín y tuvo la atención de darnos las buenas tardes cuando nos encaminábamos a la casa. —Sí, sí, ahora me acuerdo. Así, ¿usted es ese Hércules Poirot de que tanto se habla? Pero dígame, monsieur Poirot, ¿tiene usted mucho que hacer? Si estuviera usted libre, quisiera pedirle que viniese a mi casa y aceptase un té de mañana, pues en Australia lo tomamos por la mañana. Desearía presentarle a mi mujer, que siempre lee todo lo que se ha escrito sobre usted en los periódicos. —Es usted muy amable. No tenemos nada que hacer y aceptamos gustosos. —¡Magnífico! Y Poirot, volviéndose, me preguntó apresuradamente: —¿Ha apuntado usted exactamente todas las medidas, Hastings? Le aseguré que lo había anotado todo y seguimos a nuestro guía. Croft era hablador. Nos habló de su casa, próxima a Melbourne, de los difíciles años vividos al principio de la carrera, de su matrimonio, de la lucha común y de la fortuna alcanzada al fin. —Apenas tuvimos dinero, decidimos viajar. Siempre habíamos deseado conocer la madre patria. Pues bien: lo conseguimos. Vinimos aquí, intentamos encontrar a algunos parientes de mi mujer, cuya familia era oriunda de estos contornos. Pero no encontramos a ninguno. Entonces viajamos por el continente, por París, Roma, los lagos italianos, Florencia... Y durante nuestra permanencia en Italia ocurrió la desgracia ferroviaria que hirió gravemente a mi mujer. Pobrecilla. Un caso cruel... Mandé que la visitasen los mejores médicos y todos repetían la misma cantinela: «Con el tiempo..., tal vez con el tiempo... Se trata de una lesión que interesa la columna vertebral.» —¡Qué desgracia! —Una desgracia de veras. En fin, la desdicha es inevitable. Ella tenía la idea fija de venir a instalarse por estos parajes, le parecía que viviendo en una casa nuestra, por modesta que fuese, sentiría menos su infortunio. Vimos muchas casitas poco atractivas, y, por último, tuvimos la suerte de descubrir ésta. Simpática y tranquila, y además aislada; no se oyen ruidos de automóviles ni de gramófonos. La alquilé inmediatamente. Mientras Croft terminaba sus explicaciones, llegamos a la casita. Al llegan «Cu... u... u... y», a lo cual hizo eco un grito parecido dentro de la casa. —Pasen ustedes —nos dijo Croft. Subimos pocos escalones y nos encontramos en un apacible dormitorio; allí, en un diván, estaba tendida una señora de edad mediana, con una hermosa cabeza de cabellos ya canosos y una dulcísima sonrisa. —¿A quién crees que tienes delante, Milly? —le dijo el marido—. Nada menos que a monsieur Hércules Poirot. Le he traído aquí para que puedas hablar con él. —¡Qué suerte! ¡Qué agradable sorpresa! ¡No sé cómo expresarle mi alegría! —exclamó la señora, estrechando fuertemente la mano de Hércules en la suya—. He leído el «Crimen del expreso del Sur». Quiso la Providencia que viajase usted en aquel mismo tren. Conozco muchos casos suyos. Desde que estoy obligada a la inmovilidad he leído todas las novelas policíacas que se imprimen. Nada me hace pasar el tiempo mejor. Berto, di a Edith que nos sirva el té... —Tienes razón, Milly. —Edith es algo así como una viceenfermera —nos explicó mistress Croft—. Viene todas las mañanas a ponerme aquí. No tenemos que luchar con criadas... Además, Berto es un buen cocinero y sabe llevar la casa admirablemente. Entre la casa y el jardín tiene su trabajo. En aquel momento reapareció el marido con una bandeja en las manos. —Aquí está el té. Éste es un gran día para nosotros, Milly. Mistress Croft se incorporó un poco y manejó la tetera sin dejar de hablar. —Supongo que se detendrá aquí, monsieur Poirot. —Me tomo unas pequeñas vacaciones, señora. —Yo había leído que se había retirado usted, que había resuelto tomar vacaciones definitivas. —¡Ay, señora! No se debe creer todo lo que dicen los periódicos. —Es verdad... Es verdad... Así, ¿sigue usted trabajando? —Cuando se me presenta algún caso interesante. —No estará usted aquí en actividad de servicio, ¿verdad? —preguntó disimuladamente Croft—. La declaración de hallarse descansando podría formar parte de algún plan especial. —No hagas preguntas indiscretas, Berto —replicó la señora—. De lo contrario, monsieur Poirot no volverá a venir a vernos. Somos gente muy sencilla, monsieur Poirot... Nos hace a los dos un gran regalo con su visita. No sé realmente cómo agradecérselo a ambos... Las amables frases eran pronunciadas con tanta naturalidad, que al punto fue contando nuestra huésped con mi simpatía. —Ha sido una mala cosa la caída de ese cuadro —dijo Croft. —Esa pobrecilla —afirmó la señora— ha corrido el peligro de perder la vida. Es un verdadero diablillo. Su presencia en La Escollera lo reanima todo. Parece que no la quiere muy bien el vecindario, pero siempre sucede lo mismo en estos pueblecitos ingleses: no admiten la alegría de la juventud. Y es natural que ella no tenga gran apego a Saint Loo. Y ese larguirucho primo narigudo tiene las mismas probabilidades de convencerla para que se quede aquí definitivamente que tengo yo de dar saltos y hacer piruetas. —Déjate de chismes, Milly —susurró el marido. Pero Poirot exclamó al momento: —¡Ah! ¡Viene de aquella parte el viento! Podemos fiarnos de la intuición de esta señora. ¿Está míster Vyse enamorado de nuestra amiguita? —Está loco por ella. Pero Esa no quiere casarse con un abogado de pueblo. Y no deja de tener razón; además, dice que no tiene un céntimo. Me gustaría más verla casada con ese hermoso marino... ¿Cómo se llama?... Challenger... ¡Se reputan de buenos matrimonios algunos que no valen lo que puede valer ése!... Él tiene algunos años más que ella, pero eso no tiene excesiva importancia. Y ella necesita detenerse por fin en algún punto del orbe. Ese continuo vagar por Inglaterra y también por el continente, sola o en compañía de esa ambigua mistress Rice... Es una muchacha muy buena Esa, monsieur Poirot, y no estoy muy tranquilo respecto de ella. De algún tiempo a esta parte no es la misma... Me parece que la turba algún pensamiento molesto, y no estoy tranquila... Tengo mis buenas razones para quererla bien, ¿verdad, Berto? Croft se levantó, diciendo: —Déjame a monsieur Poirot, que quiero enseñarle mi colección de instantáneas de la vida de Australia. La última parte de la visita no tuvo nada de notable. Apenas salimos, resumí mis impresiones de este modo: —Son buena gente, muy simples y sin pretensiones, típicamente australianos. —¿Le gustan a usted? —¿A usted le han gustado? —Han estado muy amables, muy obsequiosos. —Entonces, ¿qué encuentra usted? —Que tal vez sean demasiado «típicos» —murmuró Poirot—. Ese modo de llamarse al son de «Cu... u... u... y», y esa insistencia en enseñarnos su colección de fotografías... ¿No ha sentido también usted la impresión de que exageraban algo? ¿De que recitaban un papel? —¡Qué receloso es usted! —Es verdad, querido, es verdad... Sospecho de todo y de todos. Tengo miedo, Hastings; sí, tengo mucho miedo. CAPÍTULO SEIS VISITA A MÍSTER VYSE Poirot permanecía fiel al café con leche de los continentales. Estaba, o cuando menos decía estar, asqueado de ver la tortilla con salchichón que me servían a mí al levantarme; y para dejarme saborear plenamente las alegrías del desayuno al gusto inglés, él lo tomaba en la cama. Al salir de mi cuarto el lunes por la mañana, fui al suyo y encontré a mi amigo sentado en el lecho, envuelto en una elegantísima bata. —Buenos días, Hastings. Iba a llamar al camarero. ¿Quiere usted hacerme el favor de decir que envíen esta cartita a La Escollera y se la entreguen a la señorita? Se trata de una cosa urgente. Mientras me entregaba el sobre dirigido a la Buckleys, me miró y me dijo entre suspiros: —Hijo mío, ¡si quisiera usted llevar la raya en medio, en vez de llevarla a un lado..., su rostro adquiriría mayor simetría! ¿Y los bigotes? Si no quiere afeitárselos del todo, cuando menos debiera usted llevarlos enteros, como hago yo. Al pensar que hubiera podido yo ser una imitación de Poirot, me corrió un escalofrío por la espalda. Cogí la carta y me marché. Me había reunido con él en nuestra salita común cuando nos anunciaron la llegada de miss Buckleys al hotel. Hércules dio orden de que la dejasen subir al momento. La muchacha se presentó con sus acostumbrados modales desenvueltos. Pero tenía una mirada más oscura que nunca. Traía en la mano un telegrama, que entregó a Poirot, diciendo: —Aquí lo tiene. Supongo que estará contento. Y Hércules leyó en voz alta: «Llegaré a las diecisiete treinta. Maggie.» —¡El guardia de Corps! Pero hace usted mal, muy mal, pues Maggie no es un «cráneo». No es capaz más que de moverse alrededor de obras benéficas. No sabe ni siquiera coger al vuelo una broma. Frica sería diez veces mejor que ella para descubrir una serpiente escondida. Y aún valdría más Jim Lazarus. ¡Ése sí que se podría decir que tiene una inteligencia ilimitada! —¿Y el comandante Challenger? —¿George? Sólo ve lo que se pone delante de las narices. Pero, por lo demás, haría pagar caro al que cayese en sus manos: es un verdadero atleta. Se quitó el sombrero y añadió: —He dado orden de que dejen entrar al hombre de quien me habla en su carta. Al agente misterioso... ¿Tendrá que colocar un dictáfono? Poirot movió la cabeza. —No, señorita, nada científico. Me ayudará a formarme una opinión, al suministrarme unos datos que necesito. —¡Oh!, entonces... La charada está casi acertada, ¿no es así? —Acertada precisamente... Esa volvió la espalda y permaneció un momento parada mirando por la ventana. Luego, volviéndose otra vez, nos mostró su rostro profundamente alterado. En vez de su impertérrito y acostumbrado valor, reflejaba el tormento de quien, invadido de insoportable angustia, contiene trabajosamente las lágrimas. —No —balbució despacito—. No está acertada. Tengo miedo, mucho miedo, ¡y me creía valiente!... —Y lo es de veras. El amigo Hastings y yo estamos admirados de su valor. —Así es —dije yo con toda la cordialidad de que era capaz. —No, no —replicó Esa moviendo la cabeza—. No soy valiente... Es... la espera..., el temor de alguna nueva desgracia... La preveo, la espero... —Ya, y el estar con el ánimo en suspenso. —Esta noche he puesto la cama en medio del cuarto, he echado el pestillo a la puerta... Hoy, para venir aquí, he seguido la calle... No he podido decidirme a cruzar el jardín... Mis nervios han cedido de pronto... Una contrariedad más, como si no bastasen las otras. —¿Qué otras, señorita? ¿Qué otras? La joven titubeó y luego dijo confusamente: —Nada en concreto... Los periódicos hablan de la enervante vida moderna. Tal vez sea culpa de ésta; demasiados aperitivos, demasiados cigarrillos... Tal vez... El caso es que he caído en un estado... ridículo de depresión. Se había sentado en una silla y agitaba nerviosamente los dedos. —No es usted del todo franca conmigo, señorita. Quiere ocultarme su pensamiento. —No... Nada... Nada... —Usted me calla algo. —Se lo he dicho todo, todo... Protestaba muy seria y parecía muy sincera. —Todo cuanto concierne a los peligros corridos, eso sí. —¿Pues entonces? —No me ha dicho usted el sueño que le invade el corazón. —¿Quién puede resolverse a tanto? —¡Ah! —exclamó Poirot—; ¡admite la reticencia! La joven movió la cabeza. Hércules fijaba en ella una mirada muy atenta. —Tal vez —dije yo con cierta timidez— no se trate de un secreto suyo. Vi parpadear rápidamente a la joven, y casi al mismo tiempo se recobró y se puso en pie. —Monsieur Poirot, le he dicho verdaderamente todo cuanto sé referente a estos estúpidos sucesos. Si cree usted que le oculto algún dato o alguna sospecha de esta o de aquella persona, se equivoca por completo. Precisamente el no poder sospechar de ninguno es lo que me atormenta... Porque no tengo ni el menor indicio... Si los incidentes de los días pasados no son casos fortuitos, no pueden evidentemente ser otra cosa que maquinaciones de alguno que está cerca de mí. Y no tengo la menor idea de quién pueda ser. Dicho esto se llegó otra vez a la ventana, y volviéndonos la espalda, se puso a contemplar el cielo y el mar. Poirot me hizo una seña para que callase. Creía esperar oír algún desahogo, pues la joven parecía haber perdido el dominio de sí misma. Cuando volvió a hablar, su voz había mudado de acento. Parecía venir de lejos o de las nebulosidades del sueño: —Voy a confesar —decía— un curioso deseo mío. Siempre he anhelado poner en escena una obra en La Escollera. Me ha parecido siempre que allí flotaba la atmósfera de un drama. Fantaseando sin consideración, he imaginado muchas obras teatrales adaptadas al ambiente. Ahora mismo me parece que aquí se desenvuelve un drama de veras. Un drama que, sin embargo, no he escrito yo. En cambio, tomo parte en él. Lo represento... Y tal vez esté destinada a morir en el primer acto... La voz se le quebró en la garganta. —Vamos, vamos. No sea así, señorita —le dijo afectuosamente el amigo Hércules—. Eso es histerismo. Esa le miró escrutadora. —¿Le ha metido a usted Frica en la cabeza que yo soy histérica? De cuando en cuando se dedica a explicar a todo el mundo que padezco histerismo. Mas no siempre hay que creer lo que diga Frica: hay momentos en que... no está enteramente en su juicio. Calló. Y un instante después, Poirot rompió el silencio con una pregunta que no tenía nada que ver con la conversación. —Dígame, señorita, ¿no le han hecho a usted nunca alguna oferta por La Escollera? —¿Oferta de compra? —Sí. Eso es lo que quería decir. —No... Nunca. —¿Y la vendería usted si le ofrecieran un buen precio? Esa Buckleys reflexionó un momento, tras el cual repuso: —No. Me parece que no. Al menos, claro está, que la proposición fuera tan extraordinariamente ventajosa que me pareciese una locura no aceptarla. —Precisamente... —Estoy tan apegada a nuestra vieja casa... —Lo comprendo muy bien. Esa se encaminó a la puerta, pero en el umbral se detuvo para decir: —A propósito. Esta noche habrá fuegos artificiales. ¿Los verán ustedes? Se cena a las ocho y los fuegos empiezan a las nueve y media. Se verán muy bien desde la parte del jardín que domina el puerto. —Los veré muy a gusto —respondió Poirot. —La invitación es para ustedes dos, se entiende. —Mil gracias —dije yo. —No hay nada mejor que una reunión de muchos para levantar los espíritus deprimidos —añadió la joven con una breve risa en el momento de marcharse. —¡Pobre niña! —murmuró Poirot. Hércules cogió el sombrero, del cual quitó cuidadosamente un minúsculo granito de polvo. —¿Salimos? —le pregunté. —¡Claro! Tenemos que cumplir un trámite legal. —¡Ah!, sí, comprendo. —Con su agilidad de pensamiento es natural que comprenda al vuelo. Las oficinas de los abogados Vyse, Trevannion y Wynnard estaban situadas en la calle principal de la ciudad. Subimos la escalera hasta un primer piso y penetramos en un despacho en el que trabajaban tres empleados sin levantar los ojos. Poirot preguntó por el abogado Vyse. Un empleado susurró unas palabras por el transmisor de un teléfono, y por lo visto, obtuvo una respuesta afirmativa, pues, luego de anunciarnos que míster Vyse estaba dispuesto a recibirnos, nos condujo por un largo corredor. Dio unos golpecitos en una puerta, la abrió y se echó a un lado para dejarnos pasar. Míster Vyse se hallaba sentado detrás de una amplia mesa llena de papeles. Se levantó para saludarnos. Era un joven pálido, de facciones firmes. Sus cabellos rubios empezaban a escasear alrededor de las sienes. Usaba lentes. Poirot se había preparado para esa visita. Llevaba consigo un contrato sin firmar aún y pidió al abogado su opinión acerca de algunas frases del documento. Vyse, con palabra cuidada y estudiada, pudo resolver las dudas del nuevo cliente y aclarar por completo el sentido del texto. —Le estoy agradecidísimo —declaró Hércules—. Ya comprenderá usted que, siendo yo forastero, me son un poco hostiles estas fórmulas jurídicas. Y entonces fue cuando Vyse preguntó quién le había recomendado. —Miss Buckleys —contestó Poirot—. Es prima suya, ¿verdad? Una muchacha muy simpática... Se me ocurrió manifestarle mi incapacidad para comprender el significado de algunas expresiones, y ella me aconsejó que acudiese a usted. Le hubiera consultado de buena gana el sábado si ese día, a las doce y media poco más o menos, le hubiera encontrado a usted en su bufete. —En efecto, el sábado me marché antes. —Su prima debe de aburrirse en aquel caserón, donde creo que vive sola. —Muy sola. —¿Me permitirá usted, míster Vyse, preguntarle..., si no es indiscreta la pregunta..., si hay alguna posibilidad de una próxima venta de La Escollera? —Ninguna. —Comprenderá usted que no lo pregunto sin más ni más. Tengo motivos para enterarme, pues ando buscando una propiedad por el estilo. El clima de Saint Loo me conviene. La casa de miss Buckleys me ha parecido en mal estado, y creo que andará escasa el dinero para restaurarla. En tales circunstancias tal vez pudiera aceptar la señorita alguna proposición ventajosa. —Excluyo esa posibilidad —dijo Charles Vyse, moviendo enérgicamente la cabeza—. Mi prima está muy apegada a su propia casa. Nada podría inducirla a venderla, lo sé. Es una vieja propiedad de su familia paterna. —Comprendo, pero... —No hay ni que pensar en ello. Conozco a mi prima. Está enamorada de su casa. Pocos minutos después nos hallábamos ya en la calle. —¿Qué le ha parecido a usted el tal Vyse? —me preguntó Poirot—. ¿Qué impresión tiene usted de él? Reflexioné un momento y respondí: —Una impresión del todo negativa; no hay ningún rasgo saliente. —¿Quiere usted decirme que míster Vyse no posee una personalidad muy acentuada? —Sí. Y me parece un hombre a quien no reconocería yo si lo encontrase por segunda vez: una medianía. —No tiene, en efecto, un aspecto muy imponente... ¿Ha notado usted incongruencia en su conversación? —Sí —dije lentamente—. En sus afirmaciones respecto a la venta de La Escollera. —Estamos de acuerdo. ¿Puede decirse de veras que la muchacha está muy apegada a su propia casa, que está enamorada de ella? —Son expresiones fuertes. —Sí. Y míster Vyse no es propenso a las expresiones rimbombantes. Su tendencia normal..., normal en él, como en casi todos los leguleyos..., es la de amortiguar más bien que exagerar sus impresiones. Y, así y todo, ha definido como muy apasionado el apego de la muchacha a su vieja casa. De pronto recordé y dije: —Sin embargo, esta mañana hemos oído a la misma Esa hablar muy sensatamente como persona encariñada con La Escollera..., y cualquiera lo estaría en su lugar..., aunque no fanáticamente. —Por consiguiente —dedujo Hércules, meditabundo—, uno de esos dos no es sincero. —Vyse parece persona sincerísima. —Eso sería para él una gran ventaja si se hallase obligado a sostener una mentira —observó Poirot—. Sí, parece enteramente un George Washington... ¿Y no ha observado usted otra cosa? —¿Cuál? —Que no estaba en su bufete el sábado a las doce y media. CAPITULO SIETE TRAGEDIA Miss Esa fue la primera persona que vimos al llegar a su casa aquella noche. Iba y venía por el vestíbulo, envuelta en un maravilloso quimono, todo recamado de dragones. —¡Oh! ¡Ustedes! —Señorita..., siento... —Dispénsenme. Debo parecerles a ustedes muy desarreglada, pero es que estoy esperando el vestido de baile. Me habían prometido solemnemente mandármelo a tiempo... Hércules contestó bondadosamente: —Siempre es disculpable la impaciencia de quien espera un vestido... Pero ¿habrá baile esta noche? —Sí, todos iremos a bailar después de los fuegos artificiales. Es decir, creo que iremos. De pronto le faltó la voz. Sin embargo, un momento después reía y proclamaba: —No desanimarse nunca es mi divisa. Cuando no se piensa en las desgracias, éstas no vienen... He conseguido dominar los nervios. Me siento alegre y quiero disfrutar. Oyóse ruido de pasos en la escalera. Esa, volviéndose, exclamó: —¡Maggie, Maggie! Aquí tienes a los fieles custodios de tu prima. Acompáñalos al salón y diles que te cuenten las insidias de mi desconocido perseguidor. Cambiamos ambos un estrecho apretón de manos con miss Maggie Buckleys, que, atendiendo a las instrucciones recibidas, nos acompañó al saloncito. Desde el primer momento me fue simpática esa joven. Creo que me conquistó al momento la tranquila discreción que emanaba de aquella fisonomía franca, la serena mirada de aquellos ojos azules y la genuina frescura de su rostro regular y no demasiado vivo. Me pareció un tanto ajado su vestido negro y agradabilísimo el sonido de su lenta voz. Con un acento de profunda convicción, nos dijo: —Esa me ha contado cosas inverosímiles. Seguramente exagera. ¿Quién podría querer hacerle daño? No puedo figurarme que tenga un solo enemigo. Sus palabras fueron dirigidas a Poirot, a quien miraba como una joven de su condición mira casi siempre a un forastero. Con aire de sospechar de su buena fe. Hércules le contestó muy tranquilo: —Y, sin embargo, son cosas verdaderas, señorita. No añadió la muchacha una palabra, pero su rostro conservó una expresión de incredulidad. —Esta noche Esa parece tocada de hechizos. ¡Dios sabe por qué estará tan excitada! Tocada de hechizos... El modo, idiomático en la Escocia nativa, me acarició el oído y el corazón. La entonación de aquella voz me sonaba en los oídos tan familiarmente, que al punto se me ocurrió preguntar sin preámbulos: —¿Es usted escocesa, señorita? —Lo es mi madre —respondió la muchacha. Como indudablemente nuestra interlocutora me prefería a Poirot, comprendí que hubiera dado mayor importancia a los casos ocurridos a su prima si yo los confirmase. Por consiguiente, le hice notar que Esa se conducía valerosamente, como persona decidida a no dejarse vencer por tristes pensamientos. —Es el mejor camino que puede seguirse, ¿verdad? Si llevamos dentro algún dolor, ¿para qué sirve lamentarse? Sólo para crear un tormento a las personas que nos rodean, para nada más. Hubo una pausa. Luego, con voz dulcísima, añadió: —Yo quiero mucho a Esa. Siempre ha sido muy buena conmigo. En aquel momento fue interrumpido el diálogo por Frica Rice. Con su vestido azul celeste, parecía una criatura frágil y vaporosa. No tardaron en aparecer Lazarus y Esa, guapísima... Se había puesto sobre el vestido negro un estupendo mantón de Manila de color de laca encarnada que le sentaba muy bien. Al entrar, exclamó en dos tiempos: —¡Bienvenidos todos! ¡Vamos al aperitivo! Todos bebimos. Mientras alzábamos las copas a la salud de la huésped, le preguntaba Lazarus: —¿Es antiguo este maravilloso mantón? —Sí, lo trajo de uno de sus viajes el abuelo de mi abuelo. Mi tatarabuelo, mi tatarabuelo Timoteo. —Es hermoso, hermosísimo, espléndido. Estoy seguro de que no se encontraría otro igual en todo el mundo. —Y abriga mucho —respondió Esa—. Me vendrá muy bien hoy, cuando estemos viendo los fuegos. Y tiene colores alegres. El negro me es antipático. —Precisamente estaba pensando yo —dijo mistress Rice— que es la primera vez en mi vida que te veo vestida de negro. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte un traje de ese color? —Ni yo misma lo sé —contestó Esa, torciendo un poco el rostro. Y en ese instante me pareció ver que se apretaban sus labios en una mueca de dolor—. ¡Quién sabe por qué se hacen a veces las cosas! Fuimos a cenar. Vi aparecer un camarero alquilado probablemente para aquellas circunstancias. Los manjares no eran muy delicados; en cambio nos sirvieron un champaña magnífico. —No hemos visto a George —dijo Esa—. Lástima que anoche tuviera que volver a Plymouth. Pero le espero de un momento a otro, y es de suponer que llegue a tiempo para el baile... He encontrado pareja para Maggie; aceptable, aunque no muy atractiva. Un ruido venido de lejos invadió el salón. —¡Malditos vapores! —exclamó Lazarus—. ¡Cuánto me molestan! —Pero ése no es ruido de vapor —corrigió Esa—. Es el de un aeroplano. —Debe de tener usted razón. —Claro que la tengo, son dos ruidos muy diferentes. —¿Y a qué espera usted para comprarse un aeroplano, Esa? —Espero el dinero necesario para pagarlo —respondió riendo la interpelada. —Y en cuanto lo tenga, se marchará a Australia, como aquella joven... ¿Cómo se llama? —¡Cuánto me gustaría! Frica Rice exclamó con voz cansada: —Esa aviadora es un portento. Debe de tener los nervios muy en su sitio. ¡Afrontar semejante peligro y sola! —Sí —aprobó Lazarus—. Los aviadores son una raza admirable. Si Michael Seton hubiese llevado a feliz término su viaje alrededor del mundo, sería el héroe del día. Es infinitamente deplorable su desgracia. Es una pérdida irreparable para Inglaterra. —Acaso se haya salvado —repuso Esa. —Es casi imposible. Ahora hay mil probabilidades contra una de que haya desaparecido para siempre... ¡Pobre Loco Seton! —¿Es verdad —preguntó mistress Rice— que siempre le han llamado así: Seton el loco? Lazarus asintió: —Es una familia de locos. Su tío, sir Mateo Seton, muerto la semana pasada, estaba loco de remate. —¿Era acaso —volvió a preguntar mistress Rice— aquel ricacho idiota que quería asegurar un refugio inviolable a los pájaros? —El mismo. Y con ese objeto compraba islas enteras. Podía permitirse semejante lujo. Además era un perfecto misógino. Para consolarse de la traición de una mujer, se absorbía en el estudio de la Historia Natural. Esa insistió: —Puede ser que no haya muerto Michael Seton. Aún no se ha perdido toda esperanza. —¡Oh!, sí, perdóneme —respondió Jim Lazarus—, no me acordaba... —Le encontramos el año pasado en Le Touquet, Frica y yo —siguió diciendo Esa—. Era simpatiquísimo, ¿verdad, Frica? —Mi opinión no cuenta, querida. Todos saben que fue una conquista tuya, no mía, y hasta te hizo volar una vez, ¿no es así? —Sí, en Scarborough... ¡Una excursión inolvidable! Miss Maggie, vecina mía de mesa, me preguntó entonces si yo había volado alguna vez y hube de confesarle que sólo había realizado dos travesías por vía aérea, de Londres a París y viceversa. En aquel momento, Esa se puso en pie y se retiró después de decirnos: —Llama el teléfono. No me esperen, se hace tarde... He invitado a tanta gente... Miré el reloj y eran las nueve en punto. Nos sirvieron los postres y el vino de Oporto. Poirot y Lazarus se enzarzaron en una discusión de arte en la que el anticuario exponía la situación del mercado, lleno de cuadros falsificados. Hablaron luego de muebles antiguos y modernos, del decorado de la casa, de porcelanas, lámparas... Entre tanto, yo procuraba cumplir mi deber de caballero manteniendo viva la conversación con Maggie Buckleys. No tardé en percatarme de lo difícil de mi empresa. Mi joven vecina no era muy habladora y me respondía con gracia, pero sin ninguna animación. Me pareció tan extraña aquella taciturnidad en una joven de su edad, que para explicármela me la figuré con el ánimo aún trastornado por las acostumbradas preocupaciones familiares o sobrecogido por algún indecible tormento. Mistress Rice estaba apoyada de codos en la mesa. El humo de su cigarrillo daba al oro pálido de sus cabellos un móvil nimbo azulado que le hacía parecer un ángel, un ángel soñando. Eran exactamente las nueve y veinte cuando volvió Esa. —Vengan todos. Ahora llegan los bichos raros. Nos levantamos dócilmente. Esa estaba recibiendo a sus muchos invitados, una docena de personas, con graciosa amabilidad. Entre los recién llegados no me chocó como verdaderamente interesante ninguna fisonomía; pero observé que la dueña de la casa sabía, en su tiempo y lugar, omitir los modernísimos modales de impertinente desenvoltura para volver a los de nuestras abuelas, y dar a todos ellos la impresión de que eran muy bien recibidos. Entre otros, noté la presencia del abogado Vyse. Fuimos todos a un punto del jardín desde donde se dominaba el portichuelo de Saint Loo. Se habían colocado unas pocas sillas para las personas de más edad, así que casi todos tuvimos que permanecer en pie. Brilló un primer cohete y se perdió en el espacio. En aquel momento oí detrás de mí una voz que pronto reconocí como la de míster Croft. Me volví y salí a su encuentro con Esa. —Es lástima que mistress Croft tenga que privarse de este espectáculo. Se la hubiera podido trasladar aquí en una camilla. —También ella debe de sentirlo; pero, como usted sabe, mi mujer no se lamenta nunca. Tiene un carácter angelical. Se veía centellear en el aire una lluvia de oro. La noche era oscura, sin luna. Además, como otras muchas noches estivales, era casi fría. Maggie Buckleys, que aún estaba a mi lado, me dijo en voz queda, al verla yo temblar: —Voy por mi abrigo. Le propuse ir yo a buscarlo. —No —me contestó—. Usted no sabría dónde encontrarlo. Se encaminó a la casa y en aquel momento se oyó la voz de mistress Rice: —Maggie, por favor, tráete también mi abrigo, que está en mi cuarto. —No te ha oído —le dijo Esa—. Yo te lo traeré, Frica. También voy por mi abrigo de pieles. No me basta este mantón, que no me resguarda del viento. En efecto, se había levantado una fuerte brisa que soplaba del mar. Se alzaron del muelle algunas girándulas. Entré en conversación con una muchacha muy joven que estaba en pie a mi lado, y que metódicamente se fue enterando de toda mi persona, vida, carrera, gustos, duración probable de mi permanencia en Saint Loo. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum...! Se extendía por el cielo un abanico de estrellas verdes que luego se volvieron sucesivamente encarnadas, azules, plateadas... Y después otras muchas girándulas. —¡Oh! ¡Ah! —me dijo al oído Poirot—. Siempre son las mismas exclamaciones y la cosa se ha vuelto poco a poco monótona... El caso es que por estar en pie en la hierba húmeda tal vez me haya resfriado ya. Y ni siquiera podré hacer que me preparen luego una taza de manzanilla. —¿Resfriarse con una noche tan hermosa? —Hermosa noche. Hermosa... ¿Porque no llueve a cántaros? Amigo mío, si pudiéramos consultar un termómetro, se convencería usted de que su hermosa noche es glacial... —Bien —dije yo conciliador—. Creo que tampoco me estorbará a mí el abrigo. —¡Ah! ¿Se ha vuelto usted sensible al frío por haber dejado hace poco un clima tropical? —Le traeré de paso su abrigo. Poirot levantó primero un pie y luego el otro con la lentitud de un gato que está atento a su presa. —Lo que me asusta es la humedad en los pies. ¿Cree usted que podré conseguir aquí un par de chanclos? Contuve una sonrisa. —No, seguramente no; ya no se usan. —Entonces —me declaró Hércules—, voy a la casa a sentarme. No me voy a exponer a una bronquitis por ver unos fuegos artificiales. Mientras él continuaba refunfuñando indignado, nos encaminamos a la casa. Un terrible tiroteo subía del muelle, donde una rueda ardiente dibujaba el perfil de una nave que llevaba en letras de fuego estas palabras: ¡Bienvenidos los huéspedes! —Después de todo, seguimos siendo niños —me decía Poirot, pensativo—: los fuegos, las reuniones de amigos, los juegos deportivos y también los de prestidigitación, con las rápidas desapariciones de los objetos... Pero ¿qué tiene usted? Le había apretado yo el brazo con una mano, mientras le mostraba con la otra un punto delante de nosotros. Habíamos llegado a pocos metros de la casa y precisamente entre nosotros y la puerta-vidriera de la galería yacía un cuerpo envuelto en un mantón de color escarlata. —¡Dios mío! —murmuró Poirot—. ¡Dios mío! CAPÍTULO OCHO PREGUNTAS Tal vez no permaneciéramos allí más de cuarenta segundos, rígidos, paralizados de horror; pero a mí aquel tiempo me pareció una hora. Poirot fue el primero en recobrarse, y apartó mi mano de la suya. Le oí, mientras él caminaba como un autómata, susurrar con indecible angustia: —Ya ha sucedido... Ha sucedido, a pesar de mis precauciones. ¡Soy un mísero delincuente! ¿Por qué no la he custodiado mejor? Yo hubiera debido prever... No tenía que haberla dejado sola nunca... Intenté calmarle, asegurándole que él no tenía nada que reprocharse. Pero la lengua se me atascó en el paladar y casi no conseguía pronunciar una palabra. Poirot me respondió moviendo tristemente la cabeza, mientras se arrodillaba junto al cadáver. En aquel preciso momento experimentamos una nueva sacudida, porque la voz de Esa sonó clara y alegre, y apareció ella en el hueco de la ventana, donde se recostaba su figura en la luz que invadía, detrás de ella, el cuarto. —Dispénsame que te haya hecho esperar, Maggie; pero es que... Al llegar aquí se interrumpió y miró ante sí, petrificada. Poirot profirió un grito y dio vuelta al cadáver tendido en el camino. Yo me puse inmediatamente a su lado y vi la faz exánime de Maggie Buckleys. En el instante se reunió con nosotros Esa y empezó a gritar: —¡Maggie! ¡Maggie!... No puede ser... Poirot, que se había inclinado sobre el cadáver, volvió a levantarse y contestó a la joven, que seguía diciendo: «No es... No puede ser...» —Sí, señorita; está muerta. —Pero ¿por qué?... ¿Por qué? ¿Quién ha podido desear su muerte? Con voz pronta y firme, repuso Poirot: —No es la muerte de su prima lo que querían, sino la suya, señorita... Ese mantón les ha inducido a error. Esa volvió a gritar, y luego, con el acento de la desesperación, balbució: —¿Por qué no me han matado a mí?... ¿Por qué no a mí? Ahora ya no tengo ganas de vivir... Sería feliz. Muy feliz... con la muerte. Se retorcía las manos, vacilaba. Apenas tuve tiempo de pasarle un brazo por el talle para sostenerla. —Llévela a casa, Hastings —me ordenó Poirot—, y telefonee a la Policía. —¿A la Policía? —Sí, inmediatamente. Avise que han dado muerte a una mujer y quédese luego al lado de la señorita. No la deje sola ni por un momento. Demostré por señas haber comprendido las instrucciones recibidas y sosteniendo a Esa, medio desmayada, la acompañé al salón. La ayudé a tenderse en el sofá, le puse una almohada bajo la cabeza y salí al vestíbulo para hablar por teléfono. Me quedé maravillado y estupefacto al tropezar casi con la criada, estaba allí, de pie, con una extraña expresión en su rostro tímido y honrado. Tenía los ojos brillantes. Se pasaba la lengua por los labios y le temblaban las manos. Apenas me vio aparecer, me preguntó: —¿Ha ocurrido algo, señor? —Sí —respondí secamente—. ¿Dónde está el teléfono? —¿Nada..., nada grave, señor? —Una desgracia —repliqué evasivamente—. Hay un herido... Tengo que telefonear. —¿A quién han herido? El rostro de la buena mujer temblaba de emoción. —A miss Buckleys, a Maggie Buckleys. —¿A miss Maggie? ¿A Maggie...? ¿Está usted seguro..., seguro de que se trata de miss Maggie? —Segurísimo. ¿Por qué me lo pregunta? —Por nada... Creía... Me figuraba que fuese alguna otra señora. Me imaginaba que sería..., creí que fuera mistress Rice. —¡Pronto! —grité—. ¿Dónde está el teléfono? —Ahí, en ese cuartito. Helen abrió una puerta y me indicó el aparato. —Gracias —dije. Y como parecía dispuesta a continuar allí, añadí—: No necesito nada más de usted, gracias. —Habría que llamar al doctor Graham... —No, no, gracias. No quiero nada más. Puede retirarse. Obedeció de mala gana y lo más lentamente que pudo. Es probable que se quedase escuchando detrás de la puerta, pero eso no podía yo impedirlo. Además, no tardaría ella en saber lo acaecido. Me puse en comunicación con el puesto de Policía y di mi informe. Luego, por iniciativa mía, telefoneé al doctor Graham nombrado por Helen y cuyo número encontré en la guía. Por más que la presencia de un doctor fuese ya inútil para su infeliz prima, la misma Esa necesitaba tener a su lado un médico. Graham prometió que vendría inmediatamente. Colgué de nuevo el aparato y volví al vestíbulo. Si la criada había escuchado detrás de la puerta, supo escaparse a tiempo muy diestramente. Volví al salón, donde Esa intentaba incorporarse. —¿Cree usted... que puede traerme un poco de coñac? —Indudablemente. Corrí al comedor, donde encontré cuanto necesitaba. Unos sorbitos del licor espirituoso reanimaron a la muchacha, cuyas mejillas se volvieron menos pálidas. Le arreglé el almohadón que tenía detrás de la cabeza. —¡Es tan tremendo todo esto! —murmuraba Esa, temblando—. ¡Todo!... ¡Por todas partes!... —Lo sé, lo comprendo. —No, no comprende usted, no lo sabe. No puede saberlo... Una crueldad inútil... En cambio, si hubiese sido yo la muerta... Todo habría concluido. —Cálmese, no diga disparates —repuse yo. Pero Esa no dejaba de agitarse y repetir: —No puede saberlo. No puede. Y de nuevo prorrumpió en llanto. Sollozaba como una niña. Pensé que ese desahogo sería para ella un alivio y no intenté refrenarlo. Cuando se hubo calmado un poco, me asomé a la puerta-vidriera. Acababa de oír fuera un ruido de voces. En efecto, allí estaban todos formando un semicírculo. En el centro de la escena, Poirot hacía guardia al cadáver, teniendo apartados a todos los demás. Mientras yo miraba, vi acercarse dos agentes de uniforme. Me volví a mi puesto, al lado del sofá. Esa alzó la cara, bañada en lágrimas. —Yo debería ayudar algo. —No, señorita. Poirot estará en todo. Dejémosle a él... Calló Esa unos minutos y murmuró luego: —¡Pobre Maggie!... ¡Pobrecilla! Ella que nunca ha hecho mal a nadie... Ocurrirle semejante desgracia... Me parece haber sido yo la causa de su muerte... Yo fui quien la invitó a venir aquí... Movió tristemente la cabeza. ¡Cuan poco sabíamos prever! ¿Quién hubiera dicho a Poirot, cuando insistía tanto para que Esa llamase a su lado a una amiga, que pronunciaba la sentencia de muerte de una criatura inocente? Permanecimos en silencio. Yo hubiera querido saber lo que sucedía fuera; pero por atenerme fielmente a las instrucciones de mi amigo, me quedé en mi puesto. Tuve la impresión de que transcurrieron horas enteras antes que se abriese el salón y entrasen Poirot y un inspector de Policía. Con ellos venía una tercera persona, que evidentemente debía de ser el doctor Graham. Éste se acercó a Esa: —¿Cómo va, señorita? Ha debido de ser para usted una tremenda impresión —luego mientras le tomaba el pulso, añadió—: ¿Le han dado algo? —Un poco de coñac —contesté. —Estoy bien —dijo Esa valerosamente. —¿Puede usted contestar algunas preguntas, señorita? —¡Ya lo creo! El inspector se adelantó, tosiendo, probablemente para dar a la interrogada tiempo de reponerse. Esa le acogió con una ligera sonrisa, diciéndole: —Esta vez no dificulto el tránsito. Se comprendía que ya se habían visto antes. —Éste es un caso desgraciadísimo, señorita —dijo el inspector—, y créame que lo siento infinito. Monsieur Poirot, cuyo nombre me era muy conocido y que estamos orgullosos de tener aquí con nosotros, dice que está convencido de que el disparo del otro día en el Majestic fue dirigido contra usted. Esa afirmó: —Yo creí que era una avispa, pero no lo era. —¿Le habían ocurrido ya algunos otros accidentes lamentables? —Sí. Y para colmo de extrañeza, precisamente uno detrás del otro. Seguidos, muy seguidos. Resumió brevemente los distintos casos ocurridos. —Sí..., sí... Ahora le suplico que me explique cómo ha sido eso del mantón. ¿Por qué lo tenía su prima sobre sus hombros esta noche? —Habíamos vuelto a casa para coger su abrigo, porque de estar paradas afuera mirando los fuegos artificiales sentíamos frío. Al entrar eché mi mantón sobre ese sofá y fui a ponerme el abrigo de pieles que llevo encima y a coger otro para mi amiga Frica Rice... Mírelo ahí, en el suelo, al lado de la ventana... A todo esto, Maggie me llamó para decirme que no encontraba su abrigo. Le contesté que tal vez estuviera en la planta baja. Mi prima bajó y desde allí me llamó de nuevo para repetirme que no lo encontraba. Entonces le dije que tal vez hubiera quedado en el coche. El suyo era un abrigo de lana, no de piel... Añadí que le llevaría cualquier prenda mía... «No te preocupes —me contestó—. Me pondré tu mantón si a ti no te hace falta.» Le respondí que temía que no le bastase. Y ella volvió a decirme: «Ya lo creo que me basta. Estoy acostumbrada al clima de York. Con tal de tener algo en la espalda...» «Pues póntelo —le dije— y dentro de un minuto estaré contigo...» Y un minuto después, cuando... salí... No pudo terminar la frase. —No se acongoje, señorita... Dígame solamente esto: ¿oyó usted algún disparo? Esa empezó negando por señas, moviendo la cabeza. Luego balbució: —¡Hacían tanto ruido los fuegos! Atronaban... —Comprendo —asintió el inspector—. El ruido de los disparos se perdió entre el otro estrépito. Supongo que no podrá usted darme ninguna explicación acerca de su perseguidor. —Nunca se sabrá. No puedo imaginarlo. —Ni podrá usted —replicó el funcionario—. En mi opinión se trata de algún maniático del homicidio... Mal asunto... No le haré más preguntas hoy, señorita. Crea usted que siento ese triste caso, mucho más de cuanto pudiera expresar con palabras. Apenas había acabado de despedirse, se adelantó el doctor Graham: —Señorita, quisiera aconsejarle que no permaneciese aquí. Y mi opinión es también la de monsieur Poirot. Conozco un excelente sanatorio. Después de la terrible impresión necesita usted una quietud absoluta. La mirada de Esa no se fijaba en el médico, sino en Poirot. —¿Y es precisamente por causa de la impresión? —preguntó. Poirot puso inmediatamente las cosas en claro. —Hija mía, quiero que usted se encuentre a salvo. Y quiero saber que está usted en sitio seguro. En el sanatorio encontrará una enfermera agradable, reposada, sin caprichos en la cabeza, una buena mujer que estará a su lado esta noche y que sabrá animarla cuando usted se despierte y tenga ganas de llorar... ¿Comprende? —Sí —respondió Esa—. Comprendo. Pero usted no... Yo no temo nada... ¡Venga la muerte si quiere! Ya no me importa... El que quiera matarme, máteme cuanto antes... —Vamos, señorita —dije yo—. Tiene usted los nervios en tensión... —No sabe... No sabe. Ninguno de ellos lo sabe... El doctor asintió con voz serena: —La proposición de monsieur Poirot me parece excelente. Usted vendrá ahora en automóvil conmigo, le daremos un calmante para asegurarle un buen descanso esta noche... ¿Qué dice usted? —No importa —repuso la joven—. Todo lo que ustedes quieran; no tiene ninguna importancia... Poirot puso su mano en la de la joven, diciéndole: —Señorita... Yo sé... Comprendo... Y la compadezco... Estoy confundido, con el corazón atormentado. Había prometido protegerla y no he sabido cumplir mi promesa. He fracasado, soy un imbécil... ¡Si supiera usted lo que padezco, señorita, me perdonaría! No lo dude... —Nada tiene usted que reprocharse —dijo Esa con voz apagada—. Estoy segura de que no ha descuidado usted ninguna precaución, de que nadie me hubiera podido ayudar más eficazmente, estoy segura... No se preocupe por mí, se lo ruego... —Es usted muy generosa... —No; yo... En aquel momento se abrió violentamente la puerta del salón y entró precipitadamente George Challenger, gritando desaforadamente: —¿Qué ha sucedido? Acabo de llegar... En la verja he tropezado con un policía y me ha dicho que hay un muerto. ¿Quién? ¿Qué ha ocurrido? ¡Por amor de Dios! ¿No será Esa? Era conmovedora su angustia, y como pronto advertí, justificada, por el hecho de que Poirot y el doctor le interceptaban la vista de miss Buckleys. Antes que nadie tuviera tiempo de contestarle, repitió: —¿Y Esa? ¿Esa?... ¿No es ella? Apartándose e indicándola con un amable ademán, le respondió Poirot: —No, amigo mío: ahí la tiene bien viva. Challenger la miró un instante en silencio. Parecía que temía estar soñando. Luego, vacilando como un beodo, cayó de rodillas junto al sofá, y tapándose el rostro con las manos, rompió a llorar. —¡Esa, mi tesoro!... ¡Temía que la hubiesen matado! Esa se incorporó. —Estoy sana y salva, George. No haga usted el tonto... —Pero alguien ha muerto, me lo ha dicho el agente... Y miraba en derredor suyo con intensa curiosidad. —Sí —respondió Esa—. Ha muerto Maggie. La buena de Maggie. Un espasmo le contrajo el rostro. Volvieron a acercarse el doctor y Poirot. Graham la ayudó a levantarse, y entre él y Hércules la sostuvieron mientras la conducían fuera del aposento. —Conviene que se acueste usted lo antes posible —le decía el doctor—. Venga ahora en mi coche. He pedido a mistress Rice que haga un paquete con las cosas que más pueda usted necesitar. Desaparecieron los dos por detrás de la puerta. Challenger me cogió del brazo. —No entiendo... ¿Adonde se la llevan? Se lo expliqué. —Comprendo... ¡Por amor de Dios, Hastings, dígame lo que ha ocurrido! ¡Qué tremenda tragedia! Esa pobre muchacha... —Venga usted a beber algo —le dije—; no puede tenerse de pie. —No me importaría nada caerme en pedazos. Nos encaminamos juntos al comedor. —¿Ve usted? —me dijo después de haberse tomado una mezcla de coñac y agua de Seltz—: Temía que hubieran matado a Esa. Ningún enamorado ha podido nunca dejar que sus sentimientos se pusiesen al descubierto con mayor claridad que el comandante Challenger. CAPÍTULO NUEVE DE LA «A» A LA «J» Creo que no olvidaré la noche que siguió. Poirot se desesperaba reprochándose con espantosa violencia lo acaecido. Paseaba de arriba abajo por el cuarto, sin pararse nunca, persistiendo en acumular anatemas contra sí mismo, sin siquiera escuchar mis bienintencionadas protestas. —¡He aquí lo que significa tener una opinión demasiado buena de sí mismo! ¡Qué castigado estoy por ello! ¡Hércules Poirot, te creías un portento y eres un imbécil! En vano intentaba apartarle del tormento de esas ideas. —Pero ¿quién? —exclamó al fin—, ¿quién hubiera podido imaginar semejante audacia? Yo no había descuidado ninguna precaución. Hasta había avisado al asesino. —¿Avisado al asesino? —Sí, también en eso pensé. Le había llamado la atención sobre mí. Le había hecho comprender que... yo sospechaba. Había, o cuando menos creía haber, anunciado que era terriblemente peligroso para él la repetición de sus actos criminales. Había cavado un foso, por decirlo así, alrededor de la señorita. Y ha sabido pasarlo. Y pasarlo casi a nuestros ojos. Ni nuestra presencia ni la seguridad de sabernos en guardia han podido impedirle conseguir su objeto. —En realidad no lo ha conseguido. —Por pura casualidad. Por lo demás, viene a ser lo mismo, desde mi punto de vista. Ha quedado destruida una vida humana. Y toda vida es sagrada. —Ya... No quería decir eso. —Pero, por lo demás, lo que usted dice es cierto. Y en vez de disminuir la gravedad del caso, la acrecienta. El asesino no ha llegado por completo al logro de sus propósitos. ¿Comprende usted ahora, Hastings? La situación ha variado, empeorado. Tal vez ahora en vez de una sola, serán sacrificadas dos vidas humanas. —No mientras esté usted por aquí —dije yo con convicción. Hércules se detuvo y desconsolado me apretó fuertemente mano. —Gracias, amigo, gracias. Aún tiene usted confianza en mí. Me vuelve a dar ánimos. Hércules Poirot no tendrá un segundo fracaso, no se destruirá otra vida. Corregiré el error que he cometido, indudablemente yo me he equivocado. ¿En qué?... No lo sé. En un punto cualquiera de la acción desenvuelta en estos últimos días han debido desviarse mis ideas, en general tan bien ordenadas... Volveré a empezar; esta vez venceré. —Así, ¿le parece a usted amenazada la vida de miss Esa? —Naturalmente. ¿Qué otro motivo hubiera tenido yo para enviarla a un sanatorio? —¿No ha sido por los sobresaltos que se ha llevado esta noche? —Nada de eso. De un trauma psíquico se puede reponer en su propia casa, y tal vez aquí mejor que en un sanatorio. En los sanatorios el ambiente es aplastante. Figúrese: los suelos de linóleo, las insulsas conversaciones de las enfermeras, las comidas llevadas al dormitorio en una bandeja, los cubos de agua que echan allí para la continua limpieza... No; la he recomendado a un doctor sólo para su seguridad. A él le he explicado claramente cómo están las cosas. Y me ha dado la razón. Tomará cuantas precauciones le recomiende yo. Nadie, ni aun su queridísima amiga, será admitida a presencia de miss Buckleys. Usted y yo seremos los únicos a quienes pueda recibir; a todos los demás se les opondrá una perentoria: «Orden del doctor.» La consigna será respetada. —Ya —objeté yo—, pero... —Pero ¿qué? —Que semejante situación no puede prolongarse. —Es verdad, pero nos da un momento de tregua. Y seguramente no habrá usted dejado de comprender que ha mudado el carácter de nuestras operaciones. —¿Ha mudado? ¿De qué modo? —Hasta ahora debíamos velar por la seguridad de la muchacha. Ahora nuestra misión es mucho más sencilla y de aquellas a las que estamos muy acostumbrados. No se trata más que de descubrir al asesino. —¿Y le parece a usted cosa fácil? —Naturalmente. El criminal ha puesto su propia firma en el delito cometido. Ha salido de la oscuridad. Titubeando un poco pregunté: —¿No será usted del parecer de la Policía? ¿Cree usted también que nos hallamos frente a un maniático del crimen? —Estoy convencidísimo de que ésa es una hipótesis absurda. —¿Así que continúa usted creyendo...? No me atrevía a terminar la frase, pero Hércules comprendió pronto el sentido y la concluyó él, en tono grave, diciendo: —...¿que el asesino pertenece al círculo de los íntimos de la muchacha? No cabe la menor duda. —Y, sin embargo, es una suposición casi imposible de sostener, por la forma en que se ha pasado la noche. Estábamos todos juntos y... Hércules volvió a interrumpirme, para preguntarme rápidamente: —¿Podría usted asegurar que ninguno de los componentes del grupo se ausentó un momento? ¿Podría usted jurar, con respecto a cada una de las personas reunidas en la punta de la roca, haberla visto allí todo el tiempo que duraron los fuegos? Sus palabras me impresionaron. —No —tuve que responder después de breve reflexión—. No podría jurarlo. Estaba oscuro y todos nos movíamos. En varios momentos observé a mistress Rice, a Jim Lazarus, a usted, a Croft, a Vyse... Pero a ninguno de ustedes les miré todo el tiempo. Poirot asintió y añadió: —Y era cosa de pocos minutos... Así, las dos muchachas van a la casa. El asesino se escabulle cautelosamente, se esconde detrás del sicómoro, a mitad del camino... De la puerta-vidriera de la galería sale miss Buckleys..., o por lo menos lo cree el asesino..., pasa muy cerca de él, y éste dispara rápidamente tres veces seguidas... —¿Tres? —exclamé. —Sí. Esta vez no quiso exponerse. Vimos en el cadáver tres orificios de bala de revólver. —Pues se expuso mucho. —Más se hubiera expuesto disparando una vez sola. La detonación de un revólver Mauser no es muy ruidosa. El ruido podría confundirse, pues se parece mucho al tiroteo de los fuegos artificiales. —¿Y encontraron el arma? —No... Y le aseguro, Hastings, que ésa es para mí una prueba indiscutible de la familiaridad del autor del delito con la casa. Creo que estamos de acuerdo al suponer que el revólver de la muchacha fue robado con la idea de dar a su muerte la apariencia de un suicidio. —Sí, de acuerdo. —Ésa es la única explicación plausible de la desaparición del arma. Pero ahora ya no puede haber medio de hacerme creer en una muerte voluntaria. El culpable sabe que no puede inducirnos a error. Sabe, en resumen, que nosotros lo sabemos. Bien pensado, la lógica de semejantes deducciones parecía irrebatible. —¿Y qué cree usted que haya hecho del revólver? —pregunté. Hércules se encogió de hombros y repuso: —Es difícil decirlo. Pero el mar está allí muy cerca. Un movimiento resuelto del brazo basta para que el arma vaya al fondo, sin que nadie pueda volver a encontrarla. Claro está que no tengo una certeza absoluta, pero es lo que yo hubiera hecho en su lugar. —¿Y cree usted que advirtiera que equivocó el blanco? —No, no —me contestó tristemente Poirot—. Y ésa ha debido de ser para él una sorpresa muy desagradable... Conservar el dominio de sí mismo, después de haberse enterado de la verdad... No descubrirse... Todo eso no ha debido de ser cosa fácil. En aquel momento recordé la singular actitud de la criada y referí a Poirot todo cuanto me había chocado en su modo de proceder. Poirot escuchó con sumo interés mi relato y me preguntó al punto: —¿Pareció asombrarse mucho de que la muerta no fuese miss Buckleys en vez de la prima? —Sí, mucho. —Es extraño... Porque, evidentemente, no se asombró del hecho trágico en sí. Y es un punto que hay que tener presente. ¿Quién es esa Helen tan cariñosa, de aspecto tan... británicamente respetable? ¿Podría darse el caso de que hubiera sido ella...? La frase quedó interrumpida. Yo creí deber objetar. —No olvidemos los casos fortuitos. Cierto es que hacía falta la fuerza de un hombre para mover la piedra que rodó por la pendiente. —¿Cierto dice usted? No, querido. Bastaba sacarla de su equilibrio. Y... sí... Precisamente... podía bastar eso. Sin dejar sus inquietas idas y venidas, prosiguió Poirot después de un breve silencio: —Se puede sospechar de cualquiera de los que estaban presentes esta noche en La Escollera. Pero aquellos huéspedes... No, no puede haber sido ninguno de ellos. Según me ha parecido, eran a lo sumo simples conocidos de la dueña de la casa; no había intimidad entre ellos y miss Buckleys. —También estaba Vyse... —Sí; no me olvido de Vyse. Lógicamente debiera ser el más indicado. Al llegar a este punto, hizo Poirot un mohín de desaliento. Luego tomó asiento junto a la mesa, frente a mí. —Sí; hay que volver siempre al punto esencial, al móvil del crimen... Para comprender el delito debemos averiguar ante todo la causa, y ésta sigue siendo para mí un misterio. ¿Quién puede tener interés en suprimir a miss Buckleys? Me he entregado a las hipótesis más extravagantes. He querido yo, Hércules Poirot, proponerme hasta las más viejas, las más soñadas, las más dignas de las novelas policíacas. El abuelo..., ese hombre que hizo vida de jugador empedernido..., ¿volvió a perder en el juego todo lo que había ganado? ¿No habría escondido acaso en algún sitio una fortuna? ¿No podría darse el caso de que hubiera enterrado un tesoro en el terreno de La Escollera? Aunque me avergüenzo de decirlo, fue con esa idea en la cabeza con lo que pregunté a miss Buckleys si nunca le habían propuesto comprarle su casa. —¡Hombre! —exclamé—. La idea es ingeniosa y podría darnos una pista. Poirot respondió: —Sabía que la atribuiría usted a ingenio. Es digna de su romántica... y mediocre fantasía: el tesoro escondido... Es natural que aceptase usted inmediatamente esa idea. —No comprendo por qué debe ser descartada, sin más ni más, una hipótesis de ese género. —Pues porque la explicación verdadera es casi siempre la más prosaica de todas. ¿Y el padre de miss Buckleys? También he hecho sobre él hipótesis indignas de un hombre de mi talla... El padre de Esa se hallaba siempre de viaje. Me he dicho que si, eventualmente, hubiese robado él alguna piedra de valor inmenso, un ojo de algún dios indio, por ejemplo, tal vez algunos sacerdotes no sospechosos podrían haberse ensañado en seguir sus huellas y las de su heredera... ¿Comprende usted en qué abismos de romanticismo me he metido, por no descuidar ningún indicio posible? También se me han ocurrido respecto de ese padre ideas menos grotescas y más probables... Por ejemplo, que podría haberse vuelto a casar en el extranjero sin que lo supieran los suyos. Supongamos que exista un heredero más cercano que míster Charles Vyse... Pero la hipótesis es estéril desde el momento en que no existe una verdadera herencia... No he querido omitir ningún pretexto. He indagado hasta acerca de una proposición de Lazarus, que nos indicó de paso miss Buckleys. ¿No se acuerda usted? Míster Lazarus parece ser que le ofreció comprarle el retrato del abuelo. Telegrafié el sábado a un perito para que viniese a examinar el cuadro y precisamente se refería a su visita la carta que he escrito esta mañana a Esa... ¿Y si aquel retrato valiese, por ejemplo, algunos millares de libras esterlinas? —¡Ca! ¡Cómo quiere usted que un ricacho como Lazarus...? —¿Es realmente muy rico? ¿Qué sabemos de él nosotros? No siempre corresponden las apariencias a la exactitud de las cosas. A veces se da el caso de que una empresa que tiene fama de muy sólida y que posee magníficas salas llenas de objetos muy raros esté reducida a apoyarse en débiles bases. En semejantes casos, los propietarios de la casa no van a contar a todo el mundo los apuros que pasan. Al contrario, siguen una política muy distinta. Se compran un automóvil nuevo, de gran lujo; multiplican los gastos, ostentan cada vez más boato... En una palabra, buscan todos los medios de mantener intacto el crédito... Y muchas veces se ha ido a pique una enorme hacienda por no tener a mano unos pocos miles de libras. Lo sé por mí mismo —añadió Hércules, para impedirme que protestara—. Sé por mí mismo que la hipótesis es un tanto inverosímil; pero no lo es tanto como la de los brahmanes en acecho o la otra de los tesoros enterrados en un jardín. Tiene cierta conexión con los hechos acaecidos. Y no debemos despreciar nada de cuanto pueda conducirnos al descubrimiento de la verdad. Calló y empezó a alinear con movimientos precisos los objetos que tenía ante sí sobre la mesa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono grave y ya sereno: —El móvil. Mantengámonos firmes en las direcciones trazadas desde el punto de partida. Examinémoslas todas detenida y metódicamente. Preguntémonos, ante todo, cuántos son los posibles móviles de un asesinato; cuáles los motivos que pueden inducir a un ser humano a suprimir a otro. Excluyamos, por ahora, la manía homicida. Estoy plenamente convencido de que no se halla por ese camino la solución del problema. Desechemos también el hecho ocasional, cometido por un desconsiderado impulsivo. Este es un asesinato premeditado. ¿Qué motivos pueden impulsar a un delito de esta clase? Ante todo: una ventaja material. ¿Quién llegaría a beneficiarse directa o indirectamente con la desaparición de miss Buckleys? Supongamos que sea Vyse. La muerte de su prima la haría entrar en posesión de La Escollera, pero, económicamente, la propiedad no es apetecible; Tal vez tenga éste pensado deshacer la hipoteca, construir algunas casitas en el terreno que rodea la casa... Es posible... También podría apetecer el sitio por cualquier razón sentimental, por alguna relación eventual con recuerdos de familia. Los afectos de ese género están, sin duda alguna, arraigados profundamente en ciertos seres humanos y hasta pueden... lo sé con seguridad..., llegar a ser funestos y fuentes de actos delictivos. Pero no consigo descubrir ningún indicio de esto en el caso de Charles Vyse. La otra persona que podría lucrarse algo con la muerte de Esa sería mistress Rice, la amiga del alma... Pero ganaría muy poco de veras, y fuera de esas dos personas, no veo ninguna otra a quien esa muerte pudiera aportar algún beneficio material. ¿Qué otro puede ser el móvil? ¿El odio? ¿Un amor agriado por los celos? ¿El clásico crimen pasional? Sobre esto tenemos los juicios de la observadora mistress Croft: Charles Vyse y el comandante Challenger están ambos enamorados de miss Esa. Observé, sonriendo, que, en cuanto al segundo, habíamos podido comprobar personalmente el verdadero fundamento de las observaciones referidas. —Sí, lo que el honrado marino tiene en el corazón lo tiene también en la boca. En cuanto a Vyse, supongamos que también tiene razón mistress Croft en lo que nos ha dicho de él. Ahora bien: si el abogado viera que su prima prefiriese a otro hombre antes que a él, ¿lo tomaría realmente tan a pecho como para matarla, a fin de que no fuese del rival? —La hipótesis es melodramática —respondí dudando. —Y, además, poco conforme con el carácter inglés... ¿No es eso lo que quiere usted decir? Así lo reconozco yo también. Pero tampoco faltan entre los ingleses individuos profundamente pasionales y Charles podría ser uno de ellos. Se comprende que reprime sus propios sentimientos, que los esconde... Y las reacciones más violentas vienen con frecuencia de personas de su temperamento. De Challenger no puede sospecharse que intente matar por causas emocionales; no es individuo propio para ello. El cambio, el abogado... podría ser... Pero no me satisface la hipótesis. Otro motivo de crimen pasional: los celos. Los considero aparte, porque los celos pueden no estar ligados a una emoción sexual, pueden derivar de una envidia de posesión o de supremacía. Tal es el sentimiento que mueve al Yago de nuestro gran Shakespeare. Desde el punto de vista profesional, su delito está maravillosamente ideado. ¡Oír en boca de Hércules elogios de Yago! La cosa me extrañó aun en medio de la grave discusión. —¿Y por qué le parece ahora admirable el delito de Yago? —Pues porque se lo hace cometer a otro. ¿Puede usted figurarse la profundidad de la astucia de un delincuente a quien la Justicia tiene que dejar en libertad por no resultar ninguna prueba contra él? Pero dejémosle y volvamos al asunto que nos interesa. ¿Se puede achacar a una u otra forma de celos el móvil del asesinato? ¿Quién tiene motivos para envidiar a miss Esa? La única que está cerca de ella es mistress Rice, y por lo que se puede comprender, no existe ninguna rivalidad entre ella... Siempre venimos a parar a lo mismo. Viene, por último, el miedo. Podría ser que miss Esa conociese algún secreto comprometedor. ¿Sabe quizá algo que, divulgado, ocasionaría la ruina de alguien? Sin temor de equivocarnos, casi podemos asegurar que si es así, ella lo ignora por completo. Sin embargo, la cosa no es imposible, y complicaría bastante la situación. Puesto que, aunque miss Esa tenga en sus manos la clave del misterio, no sabe que la tiene y, por tanto, no puede suministrarnos ninguna indicación útil. —¿Le parece a usted realmente posible semejante cosa? —Es una hipótesis a la cual me veo obligado, en la dificultad de encontrar algún otro indicio razonable por otra parte. Cuando se han tenido que descartar todas las demás explicaciones, se adhiere uno a la única que queda. Se interrumpió, callando un buen rato. Saliendo por último de la meditación en que estaba absorto, se acercó un pliego de papel y empezó a escribir. Movido de curiosidad, le pregunté qué escribía. —Estoy formando una lista —respondió—. Una lista de las personas que rodean a miss Buckleys. Si mi hipótesis es correcta, aquí ha de encontrarse, entre los demás, el nombre del asesino. Siguió escribiendo unos veinte minutos. Luego, me acercó el papel a través de la mesa. —Aquí está. Mire si falta alguno. Y he aquí la copia textual del documento: A) Helen. B) El marido, jardinero. C) Su hijo. D) Míster Croft. E) Mistress Croft. F) Mistress Rice. G) Míster Lazarus. H) Comandante Challenger. I) Míster Charles Vyse. J) ? OBSERVACIONES: A) Helen. Circunstancias sospechosas: su actitud y sus palabras al tener noticias de lo sucedido. Máxima oportunidad de preparar los peligrosos incidentes. Gran probabilidad de que haya estropeado el automóvil. Mentalidad obtusa y probablemente incapaz de combinar ningún delito. Móvil.— Ninguno. A lo más puede suponerse un odio derivado de causas desconocidas. Nota.— Informarse mejor de su pasado y de sus relaciones con E. B. B) El marido. Lo mismo que la anterior. Podría ser que él hubiera estropeado el freno. Nota.— Hay que interrogarle. C) Su hijo. Despreciable. Nota.— Interrogarle; podría dar datos útiles. D) Míster Croft. Única circunstancia sospechosa: el hecho de haberle encontrado por la escalera subiendo al piso donde está el dormitorio. La rápida explicación que dio puede ser verdadera, pero podría también no serlo. Antecedentes desconocidos. Móvil.— Ninguno. E) Mistress Croft. Circunstancias sospechosas: ninguna. Móvil.— Ninguno. F) Mistress Rice. Circunstancias sospechosas: las mayores oportunidades. Ha enviado a E. B. por su abrigo. Además ha querido crear la impresión de que E. B. sea una embustera, muy capaz de inventar los peligros de que se ha librado. No estaba en Tavistock cuando ocurrieron los peligrosos accidentes. ¿Dónde se hallaba? Móvil.— Lucro. Bastante débil. ¿Celos? Es posible, pero no seguro. Nota.— Hablar de ella a E. B. Tal vez nos dé alguna indicación. ¿Habrá conexión con el matrimonio de F. R.? G) Míster Lazarus. Circunstancias sospechosas: diversas oportunidades. Además ha afirmado el magnífico estado de los frenos del auto. Puede haber estado en las cercanías antes del viernes. Móvil.— Ninguno, a no ser la idea de lucrarse con el cuadro. ¿Miedo? Improbable. Nota.— Averiguar dónde se hallaba J. L. antes de llegar a Saint Loo. Enterarse de la situación financiera de la casa Aronne Lazarus e Hijo. H) Challenger. Circunstancias sospechosas: ninguna. Se hallaba en los alrededores durante toda la semana pasada; por tanto, hay oportunidades respecto de los «casos». Llegó media hora después de cometido el delito. Móvil. — Ninguno. I) Míster Vyse. Circunstancias sospechosas: ausente del bufete en el momento del «caso» en el jardín del Majestic. Buenas oportunidades. Afirmaciones de dudosa sinceridad respecto a la venta eventual de La Escollera. De temperamento concentrado. Probablemente enterado de la existencia de la pistola Mauser. Móvil.— ¿Lucro? Débil. ¿Amor u odio? Posible, dado el temperamento del hombre. ¿Miedo? Improbable. Nota— Indagar respecto del prestador y de la situación económica de C. V. J) Podría existir un J. Un desconocido. Mas no extraño a algunos de los antes citados. Si existe, se halla probablemente en relaciones con A. D. y con E. o F. Su existencia explicaría: a) falta de sorpresa en la criada y su satisfacción (pero ésta puede depender de la excitación apacible que la gente de su clase social experimenta siempre al anuncio de un delito); b) razón por la cual Croft y su mujer han venido a habitar la casita; c) el posible temor de F. R. ante la revelación de un secreto suyo, o de sus posibles celos. Poirot me vigilaba mientras leía. —Es un resumen excelente —dije convencido—. Aclara muy bien todas las posibilidades. Hércules, al tiempo que cogía lentamente el documento de mis manos, comentó: —Un nombre sobresale de todos los demás. El del abogado Vyse. Es el que ha tenido las mayores oportunidades. A él se le pueden atribuir dos móviles distintos. Si en vez de una lista de presuntos culpables hubiera extendido yo una lista de caballos inscritos para una carrera, el favorito sería él. ¿No le parece? —Sin duda es el más indicado. —Y usted, querido Hastings, propende siempre a sospechar del menos indicado. Eso se debe a que lee usted demasiadas novelas policíacas; pero en la vida real, de cada diez casos, en nueve el verdadero autor de un delito es también el más justamente sospechoso. —¿Y cree usted que también sucede así esta vez? —Esta vez hay una poderosa contraindicación: la audacia del acto criminal. Una audacia que salta inmediatamente a la vista. Razón por la cual no puede ser aparente el móvil. Es un asunto que me ha parecido claro desde el primer momento. —Es verdad, lo ha dicho usted desde un principio. —Y ahora lo repito. Con brusco ademán arrugó la hoja escrita y la arrojó al suelo, y al ver que yo protestaba, exclamó: —Es una lista inútil. No habrá servido más que para aclararme las ideas. Orden y método: siempre hay que empezar así los movimientos... La primera fase de toda investigación ha de ser enumerar los hechos con claridad y precisión. La segunda fase... —¿Cuál es? —La del examen psicológico. Un buen trabajo de la sustancia gris... Vaya a acostarse, querido Hastings. Me negué enérgicamente, diciendo: —Si usted no se acuesta, yo tampoco. No le dejaré aquí solo, devanándose los sesos horas y horas. —¡Oh, fidelísimo perro guardián! Sin embargo, no puede usted ayudarme a pensar, Hastings. Y no he de hacer otra cosa que pensar. Pensar... De nuevo movió la cabeza. —Podrían entrarle ganas de discutir algún punto conmigo. —No hay caso. Es usted un amigo muy leal. Por lo menos, le ruego que se tienda en la meridiana. Acepté la proposición. Los objetos que me rodeaban empezaron a desvanecerse... Lo último que recuerdo es la acción de Poirot inclinándose a recoger las hojas esparcidas por el suelo y tirarlas al cesto. Después debí de dormirme. CAPÍTULO DIEZ EL SECRETO DE ESA Cuando me desperté era ya de día. Poirot continuaba sentado en el mismo sitio y en la misma postura que antes. Pero algo había variado en su rostro. Tenía en los ojos el extraño brillo verde y gatuno que tanto le conozco. Tardé en levantarme, pues tenía una enorme pereza y estaba dolorido. Una meridiana no es uno de los mejores lechos para un hombre de mi edad. Sin embargo, tenía ya el cerebro plenamente despierto y activo y así advertí inmediatamente la variación del rostro de mi amigo y le pregunté: —¿Se le ha ocurrido a usted alguna buena idea? Dígamela. Hércules asintió. Se inclinó sobre la mesa y le dio unos golpecitos con los nudillos, mientras decía: —Responda usted a mis preguntas, Hastings: ¿Por qué miss Buckleys ha pasado estas últimas noches sin poder dormir?... ¿Por qué ella, que nunca se viste de negro, quiso ponerse un traje negro ayer?... ¿Por qué dijo anoche que ya no tenía ninguna razón para vivir? Le miré estupefacto. ¿Qué tenían que ver todos esos puntos interrogativos con la desgracia acaecida? —Contésteme, Hastings, contésteme a las preguntas que le he formulado... —Bien. En cuanto a la primera, miss Buckleys confesó que tenía graves preocupaciones... —Sí, precisamente. Pero ¿de qué derivaban? —En cuanto al vestido negro, un capricho; el atractivo de la novedad, supongo yo... —¡Qué inexperto es usted en cuanto a psicología femenina, y eso que usted está casado! Cuando una mujer sabe..., o cree..., que cierto color no le sienta bien, no se lo pone nunca. —En cuanto a la última pregunta, la declaración es natural en el momento en que la hizo inmediatamente después de la espantosa tragedia. —No, querido; no fue natural... Que miss Esa se horrorizase de la muerte de su prima, que se la reprochase ella misma, eso sí que eran cosas naturales, pero no el hastío de vivir. Anoche declaró que la vida le pesaba, que ya no tenía ningún valor para ella... Y nunca se había expresado de ese modo. Habíase mostrado impertinente, había hecho crujir los dedos casi desafiando al Destino con un ademán de pilluela; luego, por reacción, había tenido miedo... Miedo, entiéndalo bien, porque la vida le parecía dulce y no quería morir. Pero cansada de vivir, no y no; nunca había dicho estarlo. Y aun antes de la cena era aquélla su actitud... Así, pues, Hastings, nos hallamos frente a un cambio psicológico. ¿Qué lo provocó? Es un punto importantísimo para ser resuelto. —La emoción por la muerte de su prima. —No, la sacudida le soltó la lengua. Pero tal vez existiera ya el cambio psicológico. No se podría explicar de otro modo. Reflexione, Hastings; haga usted que trabaje la sustancia gris. —Es verdad... —¿Cuál fue el último momento en que pudimos observarla a nuestras anchas? —Durante la cena. —Precisamente... Después no la vimos más que dar la bienvenida a los invitados... En fin, desempeñar por pura formalidad sus obligaciones de ama de casa... ¿Qué sucedió al terminarse la cena? Pensando bien las palabras, contesté: —Fue al teléfono. —¡Acabáramos! Al fin ha dado usted en el quid... Fue al teléfono y estuvo ausente un buen rato. Por lo menos veinte minutos. Veinte minutos son demasiados para responder a una llamada telefónica... ¿Quién la telefoneaba? ¿Qué palabras cambiaron? Y además, ¿era verdad lo de la llamada telefónica? Es preciso llegar a conocer el empleo de esos veinte minutos, que estoy seguro que nos darán la clave de la situación. —¿De veras? —Sí, de veras. Siempre he dicho que miss Esa nos esconde parte de su pensamiento. Estará convencida de que su secreto no tiene nada que ver con el delito. Pero Hércules Poirot está seguro de lo contrario. Debe de haber alguna relación. Desde el principio he advertido la falta de uno de los datos del problema. Si no existiera esa laguna, ya vería yo claro todo lo sucedido. Y como ahora no está claro, la explicación esencial debe de hallarse en el lazo que falta. Sé que tengo razón, Hastings... Cuando me den las respuestas a esas tres preguntas..., empezarán a disiparse las tinieblas. —Entre tanto —dije yo, estirando mis brazos entumecidos— tengo que cuidarme de dos cosas igualmente urgentes: tomar un baño y afeitarme. Después de bañarme y mudarme de ropa me sentí mejor, conseguí vencer el cansancio que me había quedado de la incómoda posición en que había tenido que dormir. Y luego, cuando hube tomado una buena taza de café caliente, recobre la total posesión de mis medios. Miré el periódico. Pocas noticias, aparte de la confirmación de la muerte de Michael Seton. La desaparición del intrépido aviador era ya cosa segura. Al día siguiente vendría seguramente una columna titulada con grandes letras: Joven muerta durante los fuegos artificiales. Misteriosa tragedia... O cualquier otro título por el estilo. No bien hube terminado de desayunarme, cuando vi acercarse a mistress Rice. Vestía traje de crespón negro con un cuello blanco plegado. Me pareció más rubia y más bella que nunca. —Desearía hablar con míster Poirot, capitán. ¿Cree usted que se habrá levantado? —La acompañaré arriba, señora. Le encontraremos en el salón. —Muchas gracias. —Supongo —añadí, mientras entrábamos juntos en el comedor— que no habrá dormido muy mal anoche... —Ha sido una sacudida horrible —dijo lentamente mistress Rice—. Pero no conocía yo a esa pobre muchacha. Hubiera sido peor que la muerta fuera Esa. —¿No había usted visto antes a la joven Maggie? —Sí, una vez en Scarborough. Vino a almorzar a casa de Esa. —¡Cómo estarán sus pobres padres!... —¡Desgraciados! Sin embargo, en aquella compasiva respuesta no vibraba ningún calor de afecto. La que hablaba de aquel modo debía de ser una egoísta incapaz de dar valor alguno a lo que no se relacionase con su persona. Poirot estaba sentado, leyendo el periódico. Se levantó para recibir a mistress Rice, y con su acostumbrada y exquisita cortesía se inclinó, diciendo: —Enchanté. Y al momento acercó una butaca. La señora dio las gracias con una ligera sonrisa y tomó asiento. Apoyó los brazos en los de la butaca y durante un buen rato permaneció muda, mirando delante de sí. Había en su inmovilidad y en su aspecto distraído algo que daba casi miedo observarlo. —Monsieur Poirot —dijo al fin—, supongo que no puede haber duda de que en el trágico accidente de ayer la víctima designada era Esa. —En efecto, creo que no puede dudarse. Mistress Rice arqueó las cejas. —Esa tiene una Providencia que la protege —murmuró después. El eco de un pensamiento retenido acompañaba el claro sonido de las palabras. —A quien tiene la suerte de su parte, todo le sale bien —dijo sentenciosamente Poirot. —Sí. Y no se puede luchar contra la mala suerte, por el contrario. En aquel momento la voz lenta parecía cansada y sólo cansada. Tras una nueva pausa, volvió a dejarse oír de este modo: —Le debo a usted muchas excusas, míster Poirot, y también a Esa. Hasta ayer no he creído en su peligro... No la suponía amenazada... seriamente. —¿De veras, señora? —Ahora comprendo que habrá que indagar por todas partes minuciosamente, y me imagino que no quedará libre de sospechas ni siquiera el círculo de íntimos de Esa. La cosa es ridícula, pero así será. ¿Verdad que tengo motivos para creerlo, míster Poirot? —La señora es muy inteligente. —Anteayer me hizo usted algunas preguntas acerca de mi permanencia en Tavistock. Y como tarde o temprano llegará usted a saberlo, prefiero decirle, desde ahora, que no estuve en Tavistock. —¿No? —Vine en automóvil por esos parajes al principio de la semana pasada con míster Lazarus; no queríamos despertar más comentarios de los que ya son de por sí inevitables. Nos detuvimos en un lugar que se llama Shellacombe. —Que, si mal no recuerdo, está a unos once kilómetros de Saint Loo, ¿verdad, señora? —Sí. Y dichas estas palabras volvió a caer en su acostumbrada lasitud. —¿Quiere usted permitirme una pregunta impertinente, señora? —Hoy no puede ser impertinente ninguna pregunta. —Creo que tiene usted razón. ¿Desde cuándo son amigos usted y Lazarus? —Le conocí hace seis meses. —Y... ¿le tiene usted mucho cariño? Frica se encogió de hombros y respondió: —Es rico... —Señora, esas cosas no se dicen. Por un instante mistress Rice se animó y replicó al momento: —¿No es mejor que se lo confiese yo antes que usted se lo imagine? —Cuestión de sentido común, sí... Permítame repetirle que demuestra usted ser muy inteligente, señora. —Entonces me dará usted un premio, tarde o temprano —dijo la señora levantándose. —¿No desea usted decirme nada más? —No... Me parece que no... Voy a comprar unas flores para Esa. —Pues muchas gracias, señora, por su franqueza. Frica le dirigió una extraña mirada de reojo y pareció a punto de abrir la boca; mas, como si mudase de pronto de parecer, se dispuso a salir, sin añadir una palabra. A mí me envió una graciosa sonrisa al abrirle la puerta. —Es lista —declaró el detective así que se hubo alejado la señora—. Pero ¡también lo es..., y mucho más..., Hércules Poirot! —¿Qué quiere decir? —Que ha sido una buena jugada la de venir aquí a hablarme expresamente de la riqueza de míster Lazarus. —Pues a mí eso me ha parecido de muy mal gusto. —Hijo mío, usted es el hombre de las reacciones normales en los momentos que no lo son. Ahora se trata de cosas muy distintas y no de tacto y de buen gusto. Si mistress Rice tiene un amante millonario y que puede satisfacer todos sus caprichos, no necesita matar a una íntima amiga suya para heredar unas pocas monedas. ¿No le parece? —¡Oh! —exclamé. —Así es... —¿Y por qué la ha dejado usted que vaya inútilmente al sanatorio? —¿Para qué había de descubrirme? No es Hércules Poirot quien impide a miss Buckleys que reciba a sus íntimos, sino el médico y las enfermeras. Esas fastidiosas enfermeras que siempre tienen en la lengua los reglamentos y las órdenes del doctor. —¡Quién sabe si después de todo la dejarán entrar! Esa podría insistir. —A nadie dejarán ver a miss Esa, querido Hastings, a no ser a usted y a mí. Y así, es preferible no dejar la visita para más tarde. En aquel momento, abierta bruscamente la puerta, entró en el saloncito Challenger, con su rostro bronceado impregnado de cólera. —Oiga usted, míster Poirot, y explíquemelo. He telefoneado a ese maldito sanatorio; he preguntado cómo seguía Esa y a qué hora podría verla yo, y me han contestado que el doctor no le permite recibir a nadie. Quiero saber lo que significa eso... Hablemos claro: ¿es usted quien prohíbe las visitas o es que aún está Esa con los nervios un tanto agitados...? Poirot no le dejó siquiera terminar la frase, pues le interrumpió contestando con mucha cortesía: —Sírvase creerme, caballero. Yo no dicto reglamentos para sanatorios. No me atrevería a hacerlo. ¿Por qué no ha telefoneado usted al doctor?... ¿Cómo se llama? ¡Ah!, sí..., el doctor Graham. —Ya le he telefoneado, y dice que Esa va todo lo bien que puede esperarse... Lo de siempre. Conozco sus trucos: tengo un tío médico en Harley Street, especialista en enfermedades nerviosas, psicoanálisis, etc. No deja entrar a parientes ni amigos con mil pretextos, conozco el método. Pero no creo que Esa necesite aislamiento. Detrás de todas estas cosas debe de estar usted. Hércules le sonrió cordialmente. Siempre me ha parecido dispuesto a simpatizar con los enamorados. Así que, muy amablemente, dijo a Challenger: —Oiga usted, amigo mío. Si se admitiese a una sola persona, no se podría dejar de admitir a las demás. ¿Comprende? Hay que admitir a todos o a ninguno. Usted y yo queremos que miss Esa continúe incólume, ¿no es verdad? Pues ahora comprenderá: no se puede admitir a nadie... Challenger se calmó y dijo: —Comprendo... Pero en ese caso... —¡Silencio! ¡Punto en boca! Y olvidemos hasta las palabras que acabamos de pronunciar. Hace falta mucha prudencia, muchísima. —Callaré —dijo con sereno acento el marino. Se fue hacia la puerta y en el umbral se volvió para preguntar: —¿Estará prohibido enviarle flores? Poirot sonrió. Apenas se hubo marchado el otro, me dijo mi amigo: —Y ahora tomemos un coche, y mientras el comandante, mistress Rice y acaso también míster Lazarus se encuentran en la tienda de flores, usted y yo nos vamos al sanatorio. —¿A buscar las tres famosas respuestas? —Las preguntaremos... Aunque ya las conozco. —¿Usted? ¿Qué me dice? —Sí. —¿Y cuándo las ha encontrado? —Mientras almorzábamos. Evidentes... —Dígamelas. —No; las ha de oír usted de boca de miss Esa. Luego, como para hacerme cambiar de idea, me dejó sobre la mesa una carta abierta. Era un informe del perito encargado de examinar el cuadro, el cual lo valoraba en veinte libras esterlinas como máximo. —Ya está aclarado un extremo —dijo Poirot. Le repliqué con una de sus metáforas preferidas: —¡Ningún ratón está en la ratonera! —¡Ah! ¿Se acuerda usted de mi modo de hablar? Eso es precisamente: ningún ratón en esta ratonera. El retrato del viejo Buckleys vale veinte libras esterlinas, y míster Lazarus hubiera pagado por él cincuenta... ¡Padecer semejante error con un rostro tan inteligente!... Pero vámonos... no nos entretengamos más... El sanatorio se hallaba casi en la cúspide de una pequeña colina que dominaba la bahía. Nos recibió un ayudante con bata blanca. Nos introdujo en un saloncito de la planta baja, en donde, momentos después, se nos reunió una enfermera. Le bastó dirigir una mirada a Poirot. Evidentemente había recibido instrucciones particulares del doctor y al mismo tiempo una minuciosa descripción del detective. Casi sonriendo, nos dijo: —Miss Buckleys ha pasado buena noche. ¿Quieren ustedes subir? Ocupaba Esa un hermoso cuarto lleno de sol. En la camita de hierro parecía una niña cansada. Tenía muy pálido el rostro y los ojos enrojecidos. Como distraída y doliente, nos dijo: —Son ustedes muy amables al venir a verme. Poirot le tomó una mano, que estrechó fuertemente entre las suyas, reteniéndola un buen rato. —Ánimo, señorita. Siempre se puede dar un objeto a la propia vida. Esas palabras la conmovieron. Miró a Hércules y exclamó un triste: —¡Oh! —¿Querrá usted decirme ahora, señorita, cuál era la causa de sus preocupaciones en estos últimos tiempos? ¿O me permite ayudarla y ofrecerle la expresión de mi profunda simpatía? Esa se ruborizó. —¿Lo sabe usted? ¡Oh! No me importa que lo sepa... Ahora ya todo acabó... No podré volver a verle... Le faltó la voz. —Valor, señorita —Ya no tengo valor. He agotado todas mis fuerzas, he esperado..., esperado..., y últimamente esperaba contra toda evidencia. Yo miraba atónito, sin comprender una palabra. —El pobre Hastings —dijo Poirot— no sabe de qué hablamos. Esa se volvió a mirarme. Y con voz trémula, añadió: —Michael Seton, el aviador... Era mi prometido... Y ha muerto. CAPÍTULO ONCE EL MÓVIL Me quedé petrificado. —¿Es ésta la respuesta que esperaba usted que le diesen? —pregunté a Poirot. —Ésta, sí. Esta mañana lo he comprendido todo perfectamente. —¿Y qué ha hecho para comprenderlo? Me ha dicho que lo había adivinado en un abrir y cerrar de ojos mientras se desayunaba. —Sí, mientras leía la primera parte del periódico. Recordé la conversación del día anterior en la mesa... Y vi muchas cosas. Volvióse de nuevo a Esa. —¿Lo supo usted anoche? —Sí, por la radio. Inventé una excusa para ir al teléfono; quería estar sola al oír la noticia, en caso que... En fin, lo supe. —Comprendo... Comprendo... Hércules le estrechaba de nuevo las manos entre las suyas. —Tuve una aflicción extraordinaria... En aquel mismo momento llegaban los invitados... No sé cómo pude sostenerme. Me parecía verme desde fuera, mirarme a mí misma lo que hacía... No sabía en qué mundo estaba... —Sí, sí, comprendo... —Cuando corrí a casa por el abrigo de Frica, por poco me desmayo; pero al punto tuve que recobrarme... Maggie seguía llamándome, pidiéndome su abrigo... Tomó mi mantón y se fue... Yo me di polvos y un poco de colorete antes de ir a reunirme con ella. Y había de volver a verla... muerta. —¡Qué espanto! ¡Pobrecilla! —Más que espanto, más que terror, era rabia... usted no puede comprender... Si hubiera sido yo la muerta... En cambio, estoy viva, habré de vivir aún sabe Dios cuántos años... ¡Y Michael... ahogado en el Pacífico! —¡Pobre niña! Esa se agitaba y desvariaba, gritando: —No quiero vivir más, no quiero... —Comprendo, comprendo. A todos nosotros nos llega esa hora en que aceptaríamos más gustosos la muerte que la vida. Pero pasa esa hora y el dolor se atenúa. Ahora no puede usted creerlo, lo sé; son inútiles las palabras de un viejo como yo, frases... Eso es lo que pensará usted... —¿Y cree usted que yo podré olvidar, que podré casarme con otro? ¡Nunca! Estaba muy guapa así, sentada en el lecho, con el rostro encendido y los dedos crispados en la sábana. Poirot dijo amablemente: —No, no pensaba en eso... Pensaba en que tuvo usted mucha suerte al conseguir el amor de un valiente, de un héroe... ¿Cómo se conocieron ustedes? —Le vi en Le Touquet, en septiembre. —¿Y desde cuándo eran prometidos? —Desde Navidad... Pero nuestro noviazgo había de permanecer secreto. —¿Por qué? —Por el tío de Michael, en anciano sir Mateo Seton. Ese hombre adoraba a los animales y detestaba a las mujeres. —¡Cosa de locos! —Loco, realmente, no lo era; pero sí un original. Estaba convencido de que las mujeres son la ruina de los hombres... Y Michael dependía completamente de él. sir Mateo estaba muy orgulloso de su sobrino. Él había costeado todos los gastos de la construcción del Albatros y del gran viaje... para la magnífica excursión, que era el más querido sueño de Michael... Si hubiera salido bien, Michael hubiese podido manejar a su gusto al tío. Y aunque el viejo se hubiera obstinado en su hostilidad, la cosa no hubiese tenido la importancia que antes. ¡Figúrese, Michael se hubiera convertido en héroe mundial!... Y hasta el tío habría terminado por ceder. —Ya, ya comprendo. —Michael me había avisado que cualquier indiscreción nuestra hubiera sido fatal. Nuestras relaciones habían de permanecer secretas. No hablé a nadie de ellas, ni siquiera a Frica. Poirot murmuró: —¡Si me hubiera usted hablado a mí, señorita! La joven le miró de frente y le preguntó con acento de verdadera sorpresa: —¿A usted? ¿Por qué? ¿Con qué objeto? ¿Qué relación puede haber entre mi dolor y los atentados contra mi persona? No; había prometido a Michael no decir nada y he querido mantener la palabra empeñada... Pero ¡cuánto me pesaba el silencio! La ansiedad, la incertidumbre, la continua zozobra... Todos me decían que me volvía nerviosa. ¡Y no poder explicar!... —Comprendo... —Ya le habían dado por muerto otra vez, mientras volaba por el desierto, camino de la India... Fueron días angustiosos; pero después se supo que se había salvado. Se le había averiado el aparato. Pudo arreglarlo y continuar el viaje... Me forjaba la ilusión de que se repetiría el milagro de encontrarle, y cuando todos le creían desaparecido, yo me obstinaba en seguir esperándole... y luego anoche... No pudo continuar. —¿Tuvo usted esperanza hasta anoche? —No sé. Creo que simplemente me negaba a admitir los hechos: era para mí un gran tormento no poderme desahogar con alguien... —Comprendo... ¿Y no tuvo usted nunca la tentación de confiarse a una amiga, mistress Rice, por ejemplo? —Sí, ya lo hubiera querido... ¡Y difícil me ha sido vencer esta tentación! —¿Y no cree usted que mistress Rice tuviera... alguna sospecha de la verdad? —Me parece que no. Esa permaneció un momento en silencio, llamando a su memoria los recuerdos del año pasado, que tan gratos le eran. —Por lo menos, no me lo ha dicho. —dijo, y añadió—: Se le han escapado algunas alusiones a la simpatía que me demostraba Michael, a nuestra estrecha amistad... —¿Y no se ha creído usted en libertad de hablar algo a la muerte del tío de Seton? Porque no ignora que murió la semana pasada... —Lo sé... Le habían operado. Claro está que yo hubiera podido contar a cualquiera cómo estaban las cosas, pero no hubiera sido un proceder correcto. Habría parecido como si quisiera vanagloriarme en el momento en que todos los periódicos elogiaban a Michael. Hubiera tenido que dejarme interrogar por ellos... Y eso hubiera disgustado a Michael. —Estoy de acuerdo con usted, señorita. Ha hecho bien en callar en público. Pero hablando claramente con una persona amiga... —Sólo he hablado a una persona amiga, porque... me parecía tener que hacerlo. Pero no sé si esa persona lo ha comprendido... Poirot aprobó y luego dejó decaer la conversación. Después, preguntó variando de tema: —¿Está usted en buenas relaciones con su primo el abogado? —¿Con Charles? ¿Cómo se le ha ocurrido pensar en él? —Para saber... —Charles es un muchacho bonísimo. Muy recto, se entiende. Creo que me desaprueba mucho. —Me han dicho que le tenía a usted gran cariño. —Se puede desaprobar a una persona sin dejar de tener por ella cierta debilidad... A Charles le parece incorrecto mi modo de vivir. Censura mis reuniones, mis bebidas, mis amigos, lo atrevido de mis conversaciones, y, a pesar de todo, sufre mi fascinación... Creo que aún no ha perdido la esperanza de corregirme. Se detuvo y luego añadió medio sonriente: —¿A quién ha sabido usted arrancar tan preciosos datos acerca de las ideas de Charles? —No me descubra, señorita. He hablado dos veces con la inquilina australiana, con mistress Croft. —Es una buena mujer, pero hace falta tener mucho tiempo que perder para escucharla... Es tan terriblemente sentimental... El amor, la casa..., los hijos... Toda la vieja retahíla. —Yo también soy del tiempo antiguo, y sentimental también, señorita. —¿Usted?... Yo hubiera creído que de ustedes dos el sentimental era el capitán Hastings. Noté que me sonrojaba de indignación. —Es furibundo —dijo Poirot, que se entretenía mirándome de reojo—. Pero tiene usted razón, señorita, ha acertado. —No lo ha acertado en modo alguno —repliqué yo ofendido. —Hastings tiene una naturaleza muy buena, lo cual me pone a veces en serios aprietos. —¡No diga tonterías, Poirot! —Ante todo le repugna ver el mal, y cuando se ve obligado a ello, es tal su virtuosa indignación que no sabe disimularla. Una rara y bella naturaleza. No, querido; no le permito que me contradiga. Es tal como acabo de decir. —Ustedes dos han sido muy buenos conmigo —replicó gentilmente Esa. —¡Oh! Eso no es nada, señorita. Aún tenemos que hacer mucho más... Pero, ante todo, usted debe permanecer aquí y dejarse guiar por los que la quieren bien. Ha de seguir mis órdenes, hacer cuanto yo le aconseje; en el estado actual de las indagaciones no hay que poner obstáculos a mi trabajo. Esa exhaló un suspiro: —Haré cuanto usted me ordene. Ya nada me importa. —Por ahora no debe usted recibir aquí a ninguno de sus amigos. —Ni me importa ni me preocupa en absoluto no verlos. —A usted, la parte pasiva; a nosotros, la activa. Ahora, señorita, la dejo. No quiero molestarla más. Se fue hacia la puerta, y ya con el picaporte en la mano, volvióse para preguntar: —Usted hizo una vez testamento. Quisiera verlo. ¿Quiere decirme dónde está? —No lo sé..., en cualquier sitio. —¿En La Escollera? —Sí. —¿En una caja de caudales o encerrado en el escritorio? —No lo recuerdo exactamente. Por allí supongo que estará... Frunció el ceño y añadió: —Soy terriblemente desordenada... Los papeles y las cosas parecidas suelen estar en un cajoncito del escritorio o en la biblioteca. También pongo allí las facturas en general... Probablemente el testamento estará entre las facturas o tal vez en mi dormitorio. —¿Nos permite usted registrarlo todo? —Sí, si quieren... Revuelvan y registren todo lo que deseen. —Gracias, señorita. Aprovecharé su permiso. CAPÍTULO DOCE HELEN Poirot no abrió la boca mientras salíamos del sanatorio. Pero en cuanto dimos unos pasos por la calle, me detuvo, y apretándome el brazo para llamarme más la atención me dijo: —¿Ha visto usted?... ¡Razón tenía yo! Desde un principio noté que faltaba uno de los datos del endemoniado rompecabezas. Sin ese dato esencial el conjunto era incomprensible. Esa mezcla de complacencia y de lamentación era para mí doblemente oscura. No me parecía que hubiese sucedido nada muy extraordinario. —Estaba ahí desde el principio y yo no lo veía. ¿Cómo había de verlo? Tener la intuición de que había una incógnita, sí; pero adivinar su naturaleza... —¿Ve usted alguna relación entre lo que hoy nos ha dicho Esa y el delito de anoche? —¿Y usted no la ve? —Confieso que no. —¿Será posible?... Tenemos ahora en la mano lo que buscábamos, el recóndito móvil del crimen. —Seré muy tonto; pero, la verdad, no acierto a verlo. Así, según usted, ¿se trata de un drama de celos? —¿Celos? ¡No, no y no! Se trata del móvil ordinario, del único, el inevitable: el dinero, querido, el dinero. Le miré consternado. Él prosiguió, más tranquilo: —Escúcheme: sir Mateo muere la semana pasada. Y sir Mateo era riquísimo. Uno de los ingleses más ricos de hoy día. —Sí, pero... —Espere, cada cosa a su tiempo... sir Mateo tiene un sobrino de quien está orgulloso y al cual, según razonables probabilidades, habrá dejado su enorme fortuna... —Pero... —Querrá usted decirme que habrá hecho diversos... legados... Habrá distribuido tesoros para el sostenimiento de sus extravagantes iniciativas, desde luego; pero la mayor parte de la fortuna ha ido a parar a Michael Seton. El martes pasado los periódicos anunciaban el probable fin del aviador, y los atentados contra miss Esa empezaron el martes... Ahora supóngase que Michael Seton, antes de emprender tan peligroso viaje, hubiera hecho testamento a favor de su prometida... —Es una hipótesis. —Sí, una simple suposición, la cual, por lo demás, ha de corresponder a los hechos. Porque, si no fuera así, no tendrían ningún significado los incidentes acaecidos. No se trata de una pequeña herencia, sino de una fortuna enorme. Recordé atentamente las cosas oídas. Parecíame que Poirot saltaba de una premisa hipotética a una conclusión con excesiva desenvoltura. Y, no obstante, en el fondo de mi alma me sentía movido a darle la razón. Tal vez contribuyeran a convencerme las mil pruebas que tenía yo de la extraordinaria perspicacia de Hércules. Sin embargo, esta vez seguían siendo inexplicables para mí muchos puntos y objeté: —Desde el momento que el noviazgo era secreto... —¡Tonterías!... Seguramente lo sabría alguien. En semejantes casos nunca falta alguien que esté muy bien enterado. Y el que no sabe procura adivinar. Mistress Rice sospechaba algo, nos lo ha dicho miss Esa. Y puede haber pasado de la sospecha a la certidumbre. —¿Cómo? —Ante todo debe haber cartas escritas por Seton a miss Esa. Eran prometidos desde hace algunos meses y mistress Rice no puede ignorar que Esa es una desordenada, que deja las cosas en cualquier sitio sin el menor cuidado. Probablemente no habrá cerrado nada con llave en toda su vida. Sí, Frica debía de contar con una certeza. —¿Y cree usted que la Rice sabía algo del testamento de Esa? —Indudablemente. Y aquí empieza a hacerse la luz. La lista de anoche, en la que he incluido los invitados con las letras desde la A hasta la J, puede reducirse ahora a dos nombres solamente... Pueden eliminarse las personas de la servidumbre... Puede ser también eliminado el comandante..., aunque haya empleado hora y media en venir de Plymouth a Saint Loo, es decir, en recorrer unos cuarenta kilómetros... Se puede eliminar al narigudo Lazarus, a pesar de su oferta de cincuenta libras esterlinas por un cuadro que apenas vale veinte... (Y eso es muy extraño... ¡Es muy extraño que un judío sufra un error de ese calibre!) Se pueden eliminar también los australianos, tan cordiales y tan cariñosos. Sólo quedan dos en la lista. —Que son, supongo, en primer lugar, mistress Rice... Mientras hablaba acudió a mi memoria el rostro blanco, delicado, con aquella aureola de cabellos dorados. —Sí, su nombre es el que más sobresale. Como el testamento de miss Esa se habrá redactado probablemente a toda prisa, debe de expresar claramente la voluntad de nombrar segunda heredera a mistress Rice. Fuera de La Escollera, ha de heredar esa señora todo lo de su amiga. Si en vez de morir miss Maggie hubiera muerto Esa, mistress Rice sería hoy una persona riquísima. —Apenas puedo admitir la exactitud de su razonamiento. —Porque apenas puede usted admitir que una mujer hermosa sea una criminal... Ya. Siempre es difícil convencer de tal posibilidad a los miembros de un jurado... Y, por lo demás, no deja usted de tener razón al mantenerse incrédulo... Hay otra persona sospechosa. —¿Quién es? —El abogado Vyse. —Pero ¡si a ese sólo le tocaría la casa! —En efecto, pero tal vez no lo sepa él. ¿Ha redactado él el testamento de miss Esa? Lo dudo. Si el documento hubiese sido dictado por él, lo tendría en su bufete y no «en cualquier sitio», como nos acaba de decir miss Esa. Así, pues, ya ve usted, Hastings, que es muy probable que Vyse no lo haya leído ni sepa nada del testamento. Y hasta puede figurarse que miss Esa no haya pensado nunca en testar, y en ese caso toda la fortuna que dejase su prima iría directamente a él, que es el pariente más cercano... —Esta segunda hipótesis me parece tan poco plausible como la primera. —Por efecto de su acostumbrado e incorregible romanticismo, ya que el letrado perverso es un personaje que nunca falta en las novelas policíacas. Si, además, se trata de un abogado de fisonomía impasible, no cabe ya duda de su culpabilidad... Verdad es que, en cierto modo, el abogado, en nuestro caso, está mucho más indicado que mistress Rice. Él tiene más probabilidades de haber sabido la existencia de la pistola, como también el modo de manejarla. —O el modo de mover y precipitar un pedrusco —añadí yo. —Tal vez, sí. Aunque repito que el incidente del pedrusco más bien puede atribuirse a destreza que a esfuerzo muscular... En cambio, la idea de estropear los frenos del auto parece proceder de un cerebro de hombre. Pero son hoy muchas las mujeres que entienden de mecánica tanto como los hombres... Eso aparte, la hipótesis contraria al abogado presenta dos lunares. —¿Cuáles? —Es bastante probable que mistress Rice haya sabido del noviazgo de Esa, pero ¿el abogado?... Otro punto flaco: la irrupción de la acción criminal. —¿Qué quiere usted decir? —Quiero decir que la certeza de la muerte de Seton no se ha tenido hasta anoche. Los jurisconsultos no suelen obrar precipitadamente sin tener una base de absoluta certidumbre. —Es verdad; las mujeres son más impulsivas. —Nunca dudan de ver el hecho mismo plegarse a su capricho. —¡Qué extrañamente afortunada ha sido miss Esa! ¡Haber podido salir incólume de una serie de atentados!... Casi es increíble... Como un eco de mis palabras volvieron a sonar en mi imaginación las de mistress Rice: «Esa tiene una Providencia que la protege.» Me estremecí. —Sí, casi casi —repitió a media voz Hércules—. Y ni una sola vez se ha librado por mis méritos... Humillante circunstancia... También a media voz murmuré yo: —La ha protegido la Providencia. —Querido —exclamó Hércules—, no achaquemos al Padre eterno las responsabilidades de las maldades humanas. No me saque usted a relucir la Providencia, con el acento convencido de sus oraciones dominicales, sin pensar en el resultado de sus reflexiones que es precisamente éste: que el Padre eterno ha matado a Maggie Buckleys. —¿Habla usted en serio, Poirot? —Muy en serio, amigo mío, muy cierto. No estoy en modo alguno dispuesto a dejar que las cosas vayan por su pendiente, atrincherándose en la cómoda creencia de que esa pendiente la ha querido Dios; en cambio estoy convencido de que el Padre Eterno ha creado a Hércules Poirot para que intervenga en tiempo oportuno. Poco a poco habíamos vuelto a subir la cuesta, siguiendo el tortuoso sendero que conduce hasta la puerta de servicio de La Escollera. —¡Uf! —suspiró Poirot—. La cuesta es empinada... Estoy sudando... Le repito que voy a intervenir. Y para ponerme de parte de la inocencia. Me decido por miss Esa porque ha sido atacada y por miss Maggie porque ha sido muerta. —Y se declara contrario a mistress Rice y al abogado Vyse. —No, no, Hastings. Procuro mantenerme ecuánime. Me limito observar que uno de esos dos puede ser sospechoso, según están las cosas... Pero ¡silencio! ¡Punto en boca! Habíamos llegado a la calleja y precisamente delante de la casa, en el prado, casi en el límite del camino, un hombre manejaba una máquina segadora. Tenía cara estúpida y ojos apagados. A su lado había un niño de unos diez años con cara sucia, pero inteligente. Reflexioné en que no habíamos oído el ruido de la segadora que estaba funcionando. Seguramente el que la manejaba no se esforzaba mucho por terminar su trabajo. También supuse que se hubiera precipitado sobre la máquina sólo al oír el ruido de nuestras voces. —Buenos días —le dijo Hércules. —Buenos días, señores. —¿Es usted el jardinero, el marido de Helen, la criada de esta casa? El niño nos declaró: —Es mi papá. —Sí, señor, soy el jardinero. Y usted supongo que será ese señor forastero que hace de detective... ¿Qué noticias hay de miss Esa? —Acabo de verla. Ha pasado buena noche. El niño continuó queriendo darnos datos. —Han venido los guardias... Miss Maggie fue muerta ahí. Cerca de la escalera... Yo he visto matar un cerdo, ¿verdad, papá? —¡Ah! —exclamó con mucha calma el padre. —Papá mataba los cerdos cuando trabajaba en una hacienda... ¿Verdad?... Y yo vi degollar uno... Si viera usted... ¡Es muy divertido!... —A los niños les divierte ver matar a los animales —dijo el hombre. Su voz soñolienta y tranquila parecía anunciar una verdad práctica, indiscutible. —Pero a la señorita le han pegado un tiro... No la han degollado, ¿verdad, papá? Continuamos hacia la casa. Me sentí libre de una pesadilla al perder de vista al feroz chiquillo. Poirot entró en el salón por una de las puertas abiertas. Tocó la campanilla y al punto acudió a la llamada Helen, vestida decentemente de negro. Nuestra presencia no la maravilló en modo alguno. Poirot le explicó que la señorita nos había autorizado para registrar la casa. —Muy bien, señores. —¿Ha terminado la actuación de la Policía? —Han dicho que lo han visto todo... Han registrado por todas partes del jardín hasta esta mañana... No han encontrado nada... Iba a marcharse del cuarto cuando la detuvo Poirot preguntándole: —¿Se sorprendió usted mucho ayer al saber que habían dado muerte a la prima de la señorita? —Mucho, sí, señor; fue para mí una gran sorpresa. ¡Era tan buena miss Maggie! ¿Quién puede ser el bandido capaz de no querer a un ángel como era ella? —Si hubieran matado a otro cualquiera, ¿habría sido menor su sorpresa? —No entiendo lo que quiere decir el señor. En aquel momento quise intervenir yo para recordar a la mujer nuestra conversación de la noche anterior. Durante un rato calló. Helen, apretando con sus dedos una esquina del delantal, movió la cabeza y luego dijo: —Ustedes no lo comprenderían, señores. —Sí, hija, sí —repuso inmediatamente Poirot—. Yo comprenderé. Por más extraño que sea lo que tenga que decirme, lo comprenderé. La mujer le miró a la cara, y después de titubear todavía un ratito, decidióse a concederle su confianza: —Verá usted, ésta no es una buena casa. La afirmación me sorprendió desagradablemente. En cambio, a Poirot le pareció sencillísima. —¿Quiere usted decir que la casa es vieja? —Sí, señor..., y no es buena... —¿Hace mucho que está usted aquí? —Seis años. Pero también venía de pequeña... En tiempo del viejo míster Nicolás ayudaba yo en la cocina... Entonces era lo mismo. Poirot la miraba atentamente. —A veces —dijo sin quitarle de encima los ojos— en las casas viejas hay una atmósfera maligna. —Eso es precisamente, señor —repuso con viveza la mujer—; maligna... Pensamientos... Hechos feos... Es como la corrupción de lo viejo, que, por más que se haga, nunca se consigue destruir en las casas. Algo que está en el aire. Siempre he tenido el presentimiento de que tarde o temprano ocurriría en esta casa una desgracia. —Y ha acertado usted. —Sí, señor. En el tono de la respuesta se podía advertir la satisfacción de haber visto cumplirse sus siniestras previsiones. —Pero nunca hubiese creído que pudiera ocurrir una desgracia a la bondadosa miss Maggie. —¡Oh! No, señor, eso no. Nadie la quería mal; de eso estoy segurísima. Me parecía que aquellas palabras pudieran dar motivo a una explicación más amplia y más clara. Pero, con gran asombro mío, Poirot pasó inmediatamente a otro asunto. —¿No oyó usted el ruido de los disparos? —No podría decirlo... Hacían tanto estruendo los fuegos... Ensordecían. —¿No estaba usted en el jardín viéndolos? —No; no había acabado de fregar. —¿No la ayudaba el camarero interino? —No, señor. Él estaba en el jardín viendo los fuegos. —Y usted no. —Yo, no. —¿Por qué? —Porque quería dejarlo todo en orden. —¿No le gustan los fuegos artificiales? —Sí, señor; me divierten mucho. Pero los hacen dos veces... Y William y yo tendremos mañana la noche libre. Por consiguiente, iremos a verlos al pueblo. —Comprendido... ¿Oyó usted a miss Maggie pedir el abrigo y decir que no lo encontraba? —Oí a miss Esa correr por arriba y oí a miss Maggie decirle desde abajo que no encontraba no sé qué... Y poco después añadió: «Me pondré el mantón: ¿te parece?...» —Permítame —insistió Poirot—. ¿No se le ocurrió a usted ayudarla a buscar el abrigo, es decir, ir por él al automóvil donde se había quedado? —Yo tenía mi trabajo, señor. —Es verdad. Y probablemente ninguna de las dos señoritas pensaría en pedir su ayuda porque la creían a usted fuera mirando los fuegos. —Eso es. —Porque los años anteriores siempre iba usted a verlos. La mujer se sonrojó instantáneamente. —No sé lo que quiere usted decir, señor... Siempre paseamos por el jardín a nuestro antojo. Si anoche no quise ir a ver los fuegos y en cambio preferí terminar mi trabajo para poder acostarme pronto, es cosa que no le importa a nadie más que a mí, me parece. —Indudablemente. No ha sido mi intención ofenderla... ¿Por qué no ha de hacer usted lo que más le guste? De cuando en cuando conviene variar... Se detuvo un momento y luego añadió: —Por cierto que usted podría darme un dato muy útil... Esta casa es vieja. ¿Tiene, que usted sepa, algún cuarto secreto? —Sí. En este mismo piso, detrás de una tabla corrediza, en una pared, hay un escondrijo... Me lo enseñaron una vez cuando era pequeña. Pero no puedo acordarme del sitio en que está... Tal vez se halle en la biblioteca. No podría asegurarlo... —¿Se podría esconder en ese sitio una persona? —¡Oh, no! Es un armario chiquito, un nicho. Tendrá unos treinta centímetros de alto por otros tantos de ancho... —Yo me figuraba otra cosa. De nuevo se ruborizó Helen y repuso: —Si cree usted que yo estaba escondida en cualquier sitio, se equivoca. Oí a miss Esa bajar a todo correr la escalera y la oí también gritar. Y vine al vestíbulo para ver... si había ocurrido una desgracia. Ésa es la verdad, señor, la pura verdad. CAPÍTULO TRECE CARTAS Al dejar a Helen, Poirot, con el rostro nublado otra vez, se volvió hacia mí, diciéndome: —Yo me pregunto si ha oído los disparos. Creo que sí. Y precisamente después de oírlos debió de salir de la cocina... Oyó a miss Esa correr por la escalera y luego salir por una de las puertas-vidrieras. Ella misma salió a su vez al vestíbulo para ver qué había pasado. Todo eso es muy natural. Pero no comprendo por qué estaba en casa a la hora de los fuegos. Y ese porqué, quiero llegar a saberlo. —¿Cómo se le ha ocurrido a usted pensar en un escondrijo? —Pues porque no renuncio a la hipótesis de algún bandido de fuera, desconocido aún; el anónimo J. de mi lista. —¿El J.? —Sí; la última letra de la lista extendida anoche. Si por cualquier motivo llegó aquí anoche J., puede haberse ocultado..., supongo es un hombre, en algún escondite practicado detrás de una de las paredes de algún aposento. Pasa una joven a la que él toma por Esa. La sigue por la galería, dispara. No; esa hipótesis no vale. Además sabemos que no hay en La Escollera ningún cuarto secreto. Puede ser mera coincidencia el hecho de que esa criada se quede en la cocina. Vamos por el testamento de miss Buckleys. No había papeles en el salón. Pasamos de éste a la biblioteca, su ambiente era más bien oscuro, pues su única ventana daba al jardín. Vimos allí una gran mesa de viejo estilo, repleta de papeles mezclados en desorden: cuentas no pagadas revueltas con recibos, cartas apremiando pagos atrasados y de correspondencia particular. —Todo este párrafo hay que examinarlo y ordenarlo metódicamente — me dijo Poirot. Siguió puntualmente su programa, y cuando Hércules ya llevaba bastante tiempo trabajando, pudo dirigir una mirada de satisfacción a los diversos montoncitos en que había dividido y ordenado todo lo que contenía la mesa. —Bien. Ahora tenemos cuando menos la seguridad de saber todo lo que estaba encerrado aquí dentro, sin equivocación posible. —Desde luego; pero, a pesar de lo mucho que hemos revisado, no hemos sacado nada en limpio. —Tal vez esto sea algo. Y me presentó unas líneas escritas con letra muy grande, desordenada, casi ilegible. «Querida amiga: Después de una noche espléndida, hoy estoy hecha un guiñapo. Has hecho bien en no querer probar la droga. No lo hagas nunca, querida, que luego es muy difícil dejarla. Escribo al solterón para que me mande más. ¡Qué infierno es la vida! »Tuya, Frica.» —La carta es de febrero —dijo pensativamente Poirot—. Al momento comprendí que era cocainómana. —¿De veras? Yo no lo había notado. —Pues la cosa está muy clara. Basta mirarle los ojos. Además, sus extraordinarias variaciones de humor, a veces excitadísima, otras muerta..., inerte... —Dicen que los estupefacientes actúan en el sentido moral... —Lo trastornan fatalmente... Pero mistress Rice no me hace el electo de una verdadera morfinómana. Debe de estar en sus comienzos, no en el fin. —¿Y Esa? —No presenta ningún síntoma. Puede haber presenciado una reunión de morfinómanos por divertirse y por curiosidad, ya que es una chicuela impulsiva; pero no la creo en modo alguno propensa al uso de los narcóticos. —Más vale así. Entonces me acordé de que Esa me había dicho que no siempre estaba mistress Rice con todo su conocimiento. Se lo referí a Poirot, que, golpeando con los nudillos la carta, me contestó: —Seguramente querría aludir a esto... Ya no tenemos nada que examinar aquí. Vamos a registrar el cuarto de miss Buckleys. También en esa habitación había un escritorio, pero casi vacío. Allí vimos el recibo de matrícula del automóvil, y una cédula vencida hacía un mes. Nada importante... Ni la menor sombra de testamento. Poirot dejó ver un mohín de impaciencia. —Las muchachas de hoy día no están educadas como se debe. Se descuida de enseñarles el orden, el método. Miss Esa es una joven muy atractiva, pero tiene menos seso que un pájaro... Sí, es una pilluela. Estaba examinando el contenido de un cajoncito. Aquel movimiento me sublevó: —¡Poirot! ¡Son prendas íntimas!... Hércules me miró asombrado y me dijo: —¿Y qué importa? —Me parece..., no se puede..., en realidad... Prorrumpió en una carcajada. —Querido Hastings, me parece que ha nacido usted en el año uno. Y se lo repetiría miss Esa si estuviese aquí presente. Y tal vez añadiera que debe usted de tener muy malos pensamientos... ¿Acaso son hoy algún misterio las prendas íntimas de las señoras? ¡Si se quitan hasta la camisa en la playa, a pocos metros de los transeúntes!... —No veo la necesidad de llevar nuestras investigaciones hasta la indiscreción. —Mire, evidentemente, miss Esa no cierra con llave sus tesoros. Si tuviera alguno que esconder, ¿dónde cree usted que lo guardaría? Pues precisamente entre los pantalones y las enaguas... ¡Ah! ¿Qué es esto que encontramos? —tenía en la mano un paquete de cartas atado con una cintita de color rosa—. Las cartas amorosas de Michael Seton, si no me engaño. Con perfecta calma deshizo el paquete y empezó a abrir los pliegos. Yo exclamé, escandalizado: —¡Eso no, Hércules! ¡Eso sí que no! ¡No se puede! ¡Si en vez de usted fuese otro, me precipitaría para detenerlo, gritándole en su jerga nativa: «Ça n'est pas de jeu!» Con tono áspero y severo, Poirot respondió: —Aquí no estamos en ninguna partida de juego. Se trata de encontrar a un asesino... —Sin embargo, una correspondencia íntima... —Puede no darnos ninguna indicación... Pero puede también; suministrarnos alguna muy esencial. Yo no quiero descuidar nada amigo mío; venga aquí y lea conmigo. Más ven cuatro ojos que dos. Consuélese pensando que la fiel Helen sabrá probablemente de memoria todas estas cartas. Me repugnaba obedecer, pero al mismo tiempo comprendía que en la situación en que se hallaba Poirot no podía echárselas de escrupuloso. También me tranquilicé al recordar las últimas palabras pronunciadas por Esa: «Miren y revuelvan cuanto quieran, a su gusto.» Las cartas tenían fechas muy diferentes y comenzaban en el invierno del año último. Fin de año. «Tesoro mío: Hoy es fin de año. Y estoy tomando buenas resoluciones. Que tú me ames, me parece cosa demasiado bella para ser verdad. Por ti, por tu mérito, la existencia se ha transformado para mí en un paraíso. Creo que... los dos nos hemos entendido desde nuestro primer encuentro. Feliz año, amor mío. «Tuyo para siempre, Michael.» 8 de febrero. «Mi dulce amor: ¡Cómo me gustaría verte más a menudo! ¡Necias contrariedades! Aborrezco los subterfugios, mas ya te he explicado cómo están las cosas. Sé que no te gustan las ficciones. También yo las detesto. Pero, realmente, arriesgaré todo lo esencial. El tío Mateo es terriblemente contrario al matrimonio de los jóvenes. Dice que una mujer arruina la carrera del hombre, como si tú pudieras perjudicar mi carrera, tú, ángel querido. »No te entristezcas, tesoro, que todo se arreglará. Michael.» 2 de marzo. «No debería escribirte dos días seguidos, lo sé. Pero no puedo por menos. Ayer, en un vuelo, pasé sobre Scarborough: ¡el más bello país del mundo! No sabes, amor mío, lo mucho que te quiero. «Tuyo, Michael.» 18 de abril. «Amor mío: Ya está todo arreglado, dispuesto todo. Si salgo bien..., y saldré, seguramente..., podré hacer frente al tío Mateo. Esperemos que no siga obstinándose; pero, si acaso... En fin, nos dejará en paz. Eres deliciosamente amable al interesarte en mis descripciones del Albatros. ¡Cuándo llegará el día feliz en que pueda llevarte a volar conmigo!... No estés intranquila, por favor. El peligro es mucho menor de lo que te imaginas. Además, no puede ocurrirme desgracia alguna, pues tu cariño es mi mascota. Todo acabará bien, amor mío. Ten confianza en tu Michael» 20 de abril. «Ángel mío: Toda palabra tuya es verdadera y nunca me desharé de la última. No te merezco, eres mucho mejor que yo. ¡Y qué distinta de todas las demás mujeres! Te adora tu Michael» Una última carta sin fecha. «Amada mía: Parto mañana. Me siento seguro de mí, seguro del éxito. El Albatros está admirablemente construido. No me traicionará. No pierdas el ánimo, querida. No te atormentes. Expongo la vida, es verdad; pero todo en este mundo es peligroso. »A propósito. Se me ha ocurrido escribir mi testamento..., graciosa prisa, pero en ello no he puesto malicia..., lo he escrito en medio pliego de papel de cartas y se lo he enviado al viejo Whitfield. No tenía tiempo de buscar un notario aquí. Oí decir una vez que uno había hecho un testamento compuesto de tres palabras solamente: «Todo para mamá»..., y el documento fue considerado válido. El mío es muy parecido. Por fortuna me he acordado a tiempo de que tu verdadero nombre es Magdalena. Dos compañeros míos han firmado como testigos. »No te dejes impresionar por estas lúgubres palabras. Saldré sin un solo rasguño, ya lo verás. Te iré telefoneando por el camino desde la India, desde Australia, etc., etc., etc.. No te preocupes, todo debe salir bien. ¿Comprendido? Buenas noches. Dios te bendiga. Michael.» Poirot volvió a arreglar el paquete. —¿Lo ve usted, Hastings? Necesitaba leer estas cartas para estar aún más seguro. Las cosas están como yo lo había dicho. —¡Si hubiéramos podido encontrar otro medio de cerciorarnos!... —No, querido, no podíamos, habíamos de hacerlo así. Ahora tenemos algunos puntos muy claros. —¿Cuáles son? —Sabemos que existe un testamento de Seton a favor de miss Buckleys. No lo puede dudar nadie que haya leído estas cartas. Y estaban tan poco escondidas, que cualquiera puede haberlas leído. —¿Helen? —Sí, es seguro o casi seguro. Al marcharnos haremos un experimento. —Pero... ¿y el testamento de miss Buckleys? —Ya; no lo hemos encontrado. ¡Es extraño! Pero tal vez lo hay dejado entre los libros de la biblioteca o lo haya guardado en fondo de alguna mayólica... Habrá que ir a refrescar la memoria miss Buckleys..., tanto más cuanto que aquí no tenemos nada que hacer. Helen estaba quitando el polvo de los pocos muebles del vestíbulo cuando bajamos. Al pasar, Poirot le dio amablemente los buenos días. Y en el momento de trasponer el umbral de la puerta se volvió a preguntarle: —¿Sabía usted algo de las relaciones de su señorita con Michael Seton? Una viva sorpresa asomó al rostro de la mujer. —¿Cómo dice? ¿El aviador de que hablan tanto los periódicos? —El mismo. —¿Cómo? ¿Cómo? ¡Qué cosa tan extraña! ¡Novio de la señorita! ¡Quién iba a figurárselo! Apenas estuvimos fuera, expresé mi convicción de que la sorpresa parecía de veras muy legítima. —Sí. Parecía sincera. —¿Parecía? Yo diría que lo era. —¿Con todos esos papeles revueltos durante meses enteros entre la ropa blanca de miss Esa? No, querido. No puede haber sido sincera. Reflexioné pensando que no todos somos Hércules Poirot. No todos se sienten con derecho a fisgar las cosas ajenas... Mas no dije nada. Fue mi amigo quien rompió el silencio para decirme: —Esa mujer... es un enigma. No comprendo... Aquí hay algo que no adivino. CAPÍTULO CATORCE EL TESTAMENTO QUE NO SE ENCUENTRA Volvimos inmediatamente al sanatorio. Esa Buckleys no esperaba nuestra segunda visita; por lo que Poirot explicó respondiendo a su muda pregunta: —Ante todo voy a decirle que he puesto en orden sus papeles. —¡Ya era hora de que lo estuvieran! —repuso la joven, que no pudo contener una sonrisa—. ¿Es usted muy ordenado, míster Poirot? —Pregúnteselo al amigo Hastings. Esa clavó en mí una mirada inquisidora. Referí algunas de las muchas manías de Hércules: su insistencia para que siempre le corten en cuadraditos las rebanadas de pan tostado, para que los dos huevos que toma como desayuno sean exactamente del mismo tamaño. Conté, por fin, el caso desembrollado felizmente por él, gracias a su manía de colocar en su puesto las figurillas sobre el mármol de la chimenea. Hércules, que me había escuchado sonriendo, dijo después: —El cuadro tiene colores demasiado vivos; pero, en conjunto, es real. Imagínese ahora, señorita, que no he podido lograr que Hastings se peine con la raya en medio en vez de llevarla a un lado. Observe usted la falta de simetría de su peinado. —Entonces también me desaprobará usted a mí, míster Poirot, porque llevo igualmente la raya a un lado, y tendrá que aprobar a Frica, que se divide los cabellos por el medio. —¡Ahora comprendo yo por qué la admiraba tanto la otra noche! — dije maliciosamente. Poirot no quiso seguir la broma y repuso serio: —Dejémonos de bromas... He vuelto para decir a usted que no he podido encontrar el testamento, señorita... —¡Oh! —exclamó Esa arqueando las cejas—. Pero... No importa. Al fin y al cabo no estoy muerta. Y el valor de un testamento no empieza hasta que muere el testador, ¿verdad? —Es cierto. Sin embargo, me urge ver el suyo. Por ciertas ideas mías particulares... Reflexione usted, señorita. Procure recordar dónde lo ha dejado, dónde lo vio por última vez... —No puedo haberlo guardado celosamente. Nunca pongo las cosas donde debería ponerlas. Tal vez lo haya guardado en algún cajón. —¿O quizá en el escondrijo secreto? —En... ¿En dónde ha dicho usted? —Helen me ha comunicado que existe en el saloncito, pero no sabe en qué sitio, o en la biblioteca, un escondrijo secreto. —Lo ha soñado. Nunca he oído hablar de semejante cosa. ¿Se lo ha dicho a usted? —Sí, parece que de niña la llamaban a La Escollera para ayudar en la cocina. Y la cocinera que había en aquella época se lo enseñó. —Es la primera vez que oigo hablar de eso. Tal vez le sirviera al abuelo... Pero no...; si el abuelo hubiese sabido algo, me lo hubiera dicho. Estoy segurísima. ¿No cree usted que haya podido soñarlo Helen? —No lo comprendo exactamente, señorita. Sin embargo, creo que pueda haber algo. Esa mujer es... un tipo extraño. —No, no lo crea. William es un ser deficiente y el niño es un mal bicho; pero ¡ella!... Ella es muy normal, es una persona muy buena: la quintaesencia de la honradez. —¿Le había dado usted permiso para ver los fuegos artificiales? —Naturalmente. Siempre van, y a la vuelta quitan la mesa. —Pues anoche no fue. —Sí que fue. —¿Cómo lo sabe usted, señorita? —Digo que fue, porque es natural que haya ido. Le dije que fuese a disfrutar del espectáculo si quería, y ella me agradeció mucho el permiso... Por tanto, creo que fuera a recrearse. —Pues se quedó en casa. —¡Qué extraño! —¿Se asombra usted? —Otras veces nunca se ha quedado en casa. ¿No ha dicho por qué se quedó ayer? —La causa verdadera no me la ha dicho, de eso estoy bien seguro. Esa le miró con una interrogación en los ojos, al tiempo que decía: —¿Y es cosa que tenga importancia? Poirot alargó los brazos y volvió las palmas de las manos, forma peculiar de confesar su ignorancia —Eso es precisamente lo que no sé. Pero no deja de ser una cosa extraña... —En cuanto a lo del escondrijo secreto —replicó Esa, al parecer preocupada— es también muy extraño... y poco convincente... ¿Se lo ha enseñado también a usted en alguna ocasión? —Ha dicho que no se acordaba del sitio en que estaba. —¡Naturalmente! ¡Si lo ha soñado! —Soy de su misma opinión. —Empieza a chochear la pobrecilla. —Lo cierto es que da mucho crédito a las cosas fantásticas; dice que La Escollera es una casa de mal agüero. Esa se estremeció. —Tal vez —dijo lentamente— tenga razón en eso, pues también lo he pensado yo algunas veces. La Escollera tiene algo que asusta. —No piense usted en eso ahora. ¿Cuándo y donde firmó su testamento? —¡Oh! Fue antes de que me operasen de apendicitis. Míster Croft sugirió que pudiera ser conveniente, a fin de evitar complicaciones a los posibles herederos… Realmente, míster Poirot, no lo tomé muy en serio. —¿Quiénes firmaron como testigos del testamento? —Helen y su marido. Lo redacté en una simple hoja de papel, y llamé a Helen, y le pedí que firmase debajo de mi firma, y que llamase a su marido para que también hiciese lo mismo. Y así se hizo, no les di más explicaciones. —¿Y después? ¿Qué hizo después con el testamento? Intente recordarlo, miss Buckleys. —Después… ¡claro! Entonces pensamos enviárselo a mi primo, a Charles Vyse, puesto que es abogado y habría de saber si estaba correctamente redactado, y míster Croft se ofreció a acercarlo al buzón. Sí, así fue. Lo había olvidado por completo. —Está bien, miss Buckleys. Ahora procure descansar. Nosotros haremos cuanto sea preciso. Sería aconsejable que expidiese una autorización por escrito, para que míster Vyse nos permita acceder al testamento. Bastarán unas líneas. —Naturalmente, míster Poirot. Redactada la autorización por miss Buckleys, salimos de la clínica y nos encaminamos derechamente al bufete de míster Vyse, el cual se encontraba en su despacho, y nos recibió inmediatamente, informándole Poirot de que deseábamos, con permiso de Miss Buckleys, ver su testamento. —Lo siento, míster Poirot; ignoro si Miss Buckleys ha otorgado testamento, pero en todo caso, no me lo ha entregado en depósito. —Me ha dicho que hizo uno, ológrafo, que lo escribió en una hoja ele papel de cartas y que se lo remitió a usted. El abogado movió la cabeza. —No puedo más que repetir que no lo he recibido. —Si eso es cierto, míster Vyse... —Nunca he recibido dicho documento, monsieur Poirot. Hubo una pausa. Luego se levantó Poirot. —Siendo así... Habrá que creer en alguna equivocación. —Seguramente, algún error. También se levantó el abogado. —Adiós, señor abogado. —Hasta la vista, monsieur Poirot. —Y eso es todo —dije yo a modo de conclusión, apenas volvimos la esquina. —Una equivocación —repitió entre dientes Poirot. —¿Cree usted que ha mentido el abogado? —¡Imposible saber a qué atenerse! Ese leguleyo es un hombre recio y tiene también algo de férreo en sus facciones. Claro que no se volverá atrás. Él no ha recibido nada; ésa es su tesis, y de ella no se moverá en absoluto. —Pero miss Esa debería tener algún recibo del documento. —Esa locuela no se habrá preocupado seguramente de pedirlo. Expedido el testamento, no ha vuelto a acordarse de él. Además, acordémonos de que aquel mismo día tenía que ir a un sanatorio a que la operasen. Así, pues, tendría otras cosas en la cabeza la pobrecita. —¿Adonde vamos ahora? —A ver a míster Croft. Veremos lo que él recuerda de una cosa en la que ha querido sostener una de las partes principales. —Y sin esperar ganar nada. —Ya, la cosa parece clara. Tal vez sea uno de esos entremetidos cuya suprema felicidad consiste en cuidarse siempre de los asuntos ajenos. Juzgué exactísima la definición, pues, a mi parecer, Croft era una de tantas moscas borriqueras insoportables, presente siempre en todas partes, entre los atribulados mortales. Cuando llegamos a su casita, estaba en mangas de camisa, guisando. Del puchero que tenía delante salía un apetitoso olor de estofado. Se nos acercó a toda prisa con evidente impaciencia de oírnos hablar con detalles del crimen. —Medio minuto... Ahora subimos. Mi mujer no me perdonaría haberles entretenido charlando aquí. Cu... u... yyyyy! Milly!! Vienen dos amigos! Mistress Croft nos recibió con mucha cortesía y al punto quiso enterarse del estado de Esa. Me parecía mucho más simpática ella que el marido. —¿Conque han tenido que trasladar a un sanatorio a la muchacha? Ya se comprende... Después de semejante caso bárbaro, míster Poirot, verdaderamente bárbaro,... ¡Pensar se puede asesinar de ese modo, sin razón alguna, da escalofríos. Se me pone la carne de gallina... Y no es en un país de salvajes donde ha tenido que ocurrir semejante horror, sino en nuestra vieja y civilizada Inglaterra. No he podido pegar los ojos en toda la noche. —Ahora temo salir de casa y dejarte sola, viejecita mía —dijo su marido, el cual se había puesto la chaqueta para reunirse con nosotros—. Al pensar que te quedaste sola en casa anoche, me dan escalofríos. —No me volverás a dejar sola, te lo aseguro, o cuando menos no me volverás a dejar sola completamente a oscuras. Ya se me han quitado las ganas de continuar aquí. Para mí se acabó la tranquilidad. Seguramente la pobre Esa no podrá ya decidirse a seguir durmiendo en La Escollera. No fue fácil llegar al objeto de nuestra visita, por lo mucho que hablaban él y ella y por las ganas que tenían de saber todos los pormenores posibles del suceso. Nos preguntaron si habían venido los padres de la muerta, si se habían comenzado las investigaciones, si la Policía había descubierto alguna pista, si se sospechaba de alguien, si era cierto que habían practicado ya una detención en Plymouth. Después que hubimos contestado a todas sus preguntas, nos convidaron insistentemente a comer, y no hubiéramos podido dejar de aceptar, a no ser por la rápida e ingeniosa excusa que dio Poirot de que estábamos citados con el intendente de Policía del condado. Al fin hubo una pausa, durante la cual consiguió formular su demanda Poirot. Míster Croft se habían puesto en pie para levantar un poco la cortina de la ventana y parecía absorto en su ligera ocupación: contestó que se acordaba muy bien. —Fue —dijo— en los primeros tiempos que estábamos aquí... Los médicos habían diagnosticado apendicitis. —Y probablemente se equivocarían —dijo interrumpiendo la señora—. Los médicos están siempre dispuestos a operar, pero aquélla no era una enfermedad que exigiera una operación, se comprendía muy bien. Se trataría de una indigestión o de cualquier otro ligero trastorno fácil de curar sin necesidad de rayos X ni de intervención quirúrgica... Y la pobrecilla Esa tuvo que ir a un sanatorio. —Le pregunté —dijo Croft—, más por curiosidad que por otra cosa, si había hecho testamento... Y se decidió a hacerlo sin más ni más. Quería mandar por papel sellado, y yo se lo quité de la cabeza, puesto que el papel sellado puede dar lugar a muchas complicaciones... Al menos así lo he oído decir... Además, el primo de la señorita es un letrado que seguramente hubiera podido redactar un testamento en forma legal si las cosas hubieran ido bien, como sabía que debían ir. Se trataba de una precaución. —¿Y a quiénes tomaron por testigos? —A Helen, la criada, y a su marido. —¿Y dónde depositaron luego el documento? —Se envió a míster Vyse, es decir, al primo abogado. —¿Está usted seguro de que aquel sobre fue echado al correo? —Monsieur Poirot, yo lo eché en el buzón de la verja. —Pero el abogado Vyse dice que no lo ha recibido. Croft abrió mucho los ojos: —¿Quiere dar a entender que se ha extraviado en el correo? No puede ser; en Correos nada se extravía. —En resumen, usted está seguro de haberlo echado. —Segurísimo... Puedo jurarlo. —Pues bien —replicó Poirot—: por fortuna, la cosa no tiene importancia, ya que miss Esa está viva y sana. Nos fuimos. —Y ahora —me dijo Poirot, en cuanto estuvimos a buena distancia de la casita—, ¿podría usted decirme cual de los dos es el que miente? ¿Croft o Vyse? Confieso que no veo ninguna razón de que pueda mentir el australiano, no podría tener interés en suprimir un testamento sugerido por él. Sus declaraciones están muy de acuerdo con las de miss Esa. Pero con todo eso... Con todo eso... —Con todo eso, ¿que? —Pues que ha sido una afortunada casualidad que estuviera en la cocina haciendo de cocinero. Ha dejado una nitidísima impresión del pulgar grasiento y del índice en una esquina del periódico que estaba desplegado sobre la mesa, y a hurtadillas he conseguido coger ese pedacito de papel a sus espaldas. Se lo enviaré a Japp, el inspector de Policía de Scotland Yard. No es del todo improbable que nuestro buen amigo encuentre en algunas de sus fichas la exacta reproducción de esas huellas. —No es posible. —¿Qué quiere usted que le diga, Hastings? La bondad de míster Croft me parece demasiado genial, demasiado completa, demasiado excelsa; en una palabra, me parece demasiado grande para ser verdadera... Y ahora vámonos a comer, que me muero de hambre. CAPITULO QUINCE CURIOSA ACTITUD DE FRICA No eran del todo fantásticas las imprevistas aseveraciones de Poirot respecto del intendente de Policía. En efecto, el coronel Weston nos visitó en el Majestic a primera hora de la tarde. Era un hombre de aspecto marcial y bastante guapo. Tenía elevado concepto de Hércules, cuyas proezas parecía conocer muy bien. —Es una verdadera suerte para nosotros su presencia en estos lugares —repetía de cuando en cuando a mi célebre amigo. Evidentemente, le atormentaba la idea de tener que verse obligado a recurrir a la ayuda de la Policía metropolitana para conseguir capturar al misterioso culpable, y el hecho de hallarse Poirot en aquellos parajes le infundía la viva esperanza de descartar toda intervención de Scotland Yard. Por lo que pude ver, Poirot no le ocultó ninguna de las circunstancias de que había tenido conocimiento. —Una confusión endiablada —dijo el coronel—. Hasta ahora no había tropezado con otra cosa por el estilo. De momento, la muchacha puede estar segura en el sanatorio, pero no se la puede dejar allí eternamente. —Ahí está precisamente el busilis, coronel. No hay dos modos de salir de cuidado, sino uno solo... —¿Y es? —Dar caza al culpable de los hechos. —Si, pero no será cosa fácil, si lo que usted imagina corresponde a la verdad. —Estoy convencido de ello. —¿Y cómo haremos para obtener pruebas? Después de una breve pausa, añadió frunciendo el ceño: —Los casos tan extraordinariamente inusitados son siempre difíciles de descubrir. Si siquiera pudiéramos encontrar la pistola... —Según toda probabilidad, el arma estará ya en el fondo del mar... Es decir, si el homicida tiene algo de sentido común. —Sucede con frecuencia que esa gente no lo tiene —exclamó el coronel—. Todos los días se cometen muchas tonterías, enormes, increíbles, desde luego. No hablo particularmente de los asesinos, pues por fortuna hay pocos delitos de sangre en estos lugares, pero en los delitos de menor cuantía es asombrosa la bestial estupidez de los delincuentes. —Digamos que razonan a su modo, que tienen una mentalidad distinta de la normal. —Sí... Tal vez... Si el culpable es Vyse, nos costará mucho trabajo poder echarle el guante. Es un hombre cauto, un buen jurisconsulto; no se descubrirá. En cuanto a la mujer... Si ha sido ella, no será tan difícil nuestro cometido, porque lo más probable es que vuelva a las andadas... Las mujeres no tienen paciencia. Se levantó. —La información está señalada para mañana. El coroner trabajará con nosotros y no hablará mucho. Por ahora conviene guardar bastante reserva. Se encaminaban hacia la puerta, cuando de pronto se volvió diciendo: —¡Caramba! ¡Se me olvidaba lo mejor! Mire esto y déme su opinión. Sentóse otra vez y sacó del bolsillo un pedacito de papel manuscrito, que entregó a Poirot. —Mis hombres han encontrado esta cosita en el jardín, cerca del sitio donde estaban ustedes reunidos mirando los fuegos. Es el único objeto algo sugestivo que han descubierto en sus indagaciones. Poirot desdobló el papel, escrito con letras grandes, que decía: El dinero pronto, si no... Puede suceder... El aviso está claro... Con la frente iluminada, Hércules leía y releía. —Es un papelito interesante. ¿Puedo quedármelo? —Desde luego. No tiene huellas dactilares. Y mucho me alegraría que pudiera darle a usted una indicación útil. El coronel Weston se levantó otra vez. —Tengo que irme de veras. Como le he dicho, la información se efectuará mañana. No le llamaré a usted como testigo. Sólo interrogarán al capitán Hastings. No quiero que se enteren los periodistas de que usted se cuida de este asunto. —Comprendo... ¿Y la familia de la pobre joven? —Los padres llegarán hoy, a las cinco y media de la tarde... ¡Pobres gentes!... Son dignos de compasión... Mañana se llevarán el cadáver... —y con un largo suspiro añadió—: Es un mal asunto. Y no me hace mucha gracia tener que encargarme de él. —¿Y a quién podría hacer gracia, coronel? ¡Bien dice usted que es un mal asunto! Así que hubo salido el coronel, Poirot examinó de nuevo el pedacito de papel. Hércules se encogió de hombros y me contestó: —No comprendo... Tal vez sea indicio de algún chantaje. Alguno de los de la comitiva de anoche estaría desesperado por falta de dinero. También podría ser que se tratase de cualquier extraño a los amigos de miss Esa. Examinó de nuevo el escrito con un cristal de aumento. —¿No le parece a usted conocer esta letra, Hastings? —Me recuerda otra... Pero ¿cuál? ¡Ah! ¡Ya caigo! La de la cartita de mistress Rice. —Sí... Existe cierta semejanza... Sí, eso mismo —dijo Poirot—. Es curioso. —y con tono más decidido añadió—: Sin embargo, ésta no puede ser la letra de mistress Rice. ¡Adelante! —tuvo que gritar en aquel momento a alguien que llamaba a la puerta. Entró el comandante Challenger, que dijo que acababa de hacer una escapatoria para saber cómo seguían las cosas y si empezaba a aclararse algo. —No precisamente —le dijo Poirot—. Por ahora caminamos hacia atrás, como los cangrejos. —¡Malo! ¡Malo!... Pero no puedo creerlo, monsieur Poirot. Me han contado su historia y me han dicho que usted es un detective maravilloso, que nunca ha tenido un fracaso. —Han exagerado... Tuve un fracaso en Bélgica, hace veinte años. ¿Lo recuerda usted, Hastings? Ya le he contado aquel episodio de mi carrera: el asunto de los bombones de chocolate... —Lo recuerdo muy bien... Y lo dije sonriendo, porque me acordé de que Poirot me había obligado, al terminar su relato, a repetirle las palabras «bombones de chocolate» cada vez que me pareciera verle presumir demasiado, y aquel día, a aquella misma hora, me pareció deber pronunciar la palabra de orden. Y él se mostró muy ofendido. —Una cosa de hace veinte años —dijo Challenger— no tiene ya ninguna importancia. ¿Verdad que llegará usted a desenredar la trama actual? —Puedo jurarlo. ¡Palabra de honor de Hércules Poirot! Cuando he olfateado una presa, ya no abandono sus huellas. —Muy bien. ¿Tiene usted alguna sospecha? —Sospecho de dos personas. —Supongo que no podré preguntarle sus nombres... —No se los diría... Porque también podría equivocarme. —Supongo que será satisfactoria mi coartada —dijo Challenger medio sonriendo. —Verá... Usted salió de Davenport pocos minutos después de las ocho y veinte. Llegó aquí a las diez y cinco, o sea veinte minutos después de consumado el delito. Pero la distancia entre Davenport y Saint Loo es poco más de cuarenta kilómetros y usted ha podido recorrerla en una hora. Así, pues, como ve usted, su coartada no sirve de nada en este caso. —Es asombroso... —Comprenderá usted que yo indago por todas partes. Como le digo, su coartada no vale nada. Pero hay que tener en consideración tantas otras cosas, además de las coartadas... Según he creído entender, ¿usted se casaría a gusto con miss Esa? El marino se sonrojó, y con voz alterada por la emoción dijo: —Siempre he soñado hacerla mi mujer. —Precisamente. Pero miss Esa estaba prometida a otro. Razón suficiente, tal vez, para matar a ese otro. Pero ya es cosa inútil, porque él ha muerto por sí solo, ha muerto como héroe... —¿Luego es verdad? ¿Estaba prometida Esa a Seton? Lo he oído decir esta mañana en la ciudad... —Ya. ¡Qué pronto se esparcen las noticias! ¿Y ha sido para usted una noticia inesperada? ¿De veras? —Yo sabía que Esa estaba comprometida. Me lo dijo ella hace dos o tres días, pero no me dijo con quién. —Pues era con Seton. Y le diré aquí, entre nosotros, que creo que le ha dejado una enorme fortuna. Por consiguiente, desde su punto de vista no era ésta la ocasión de dar muerte a miss Esa. Ella llora en estos momentos al novio muerto. Pero el corazón se consuela. Es joven y creo que siente gran simpatía por usted. Challenger permaneció mudo unos minutos y luego murmuró: —Si pudiera esperar... En aquel momento llamaron de nuevo a la puerta y apareció Frica Rice. —Andaba buscándole a usted —dijo al comandante—. Y me han dicho que estaba aquí. Quería preguntarle por mi reloj de pulsera. ¿Lo han arreglado ya? —Sí, señora; he ido a buscarlo esta mañana. Se lo sacó del bolsillo en el acto y se lo entregó a la señora. El reloj tenía la forma original de un globito y estaba fijo en una cinta de seda negra. Recordé haber visto otro igual en la muñeca de miss Esa. —Espero que ahora andará bien. —Es lástima. Se descompone a cada paso. —Son cosas más bonitas que útiles —dijo Poirot. —¿Son acaso condiciones incompatibles? Al hablar, miró en torno suyo y se creyó en el deber de añadir: —Temo haber interrumpido una conversación. —No, señora. No hablábamos del delito. Hablábamos de cosas insignificantes. Es decir, comentábamos lo rápidamente que se esparcen las noticias. A estas horas, todo el mundo sabe que miss Esa era la prometida del heroico aviador desaparecido estos días. —¡Oh! —exclamó mistress Rice—. ¿Esa era novia del fallecido Seton? —¿Le extraña a usted, señora? —Un poco. No sé por qué. Verdad es que me parecía bastante enamorado el último otoño, siempre andaba detrás de ella. Pero luego, a partir de Navidad, me pareció que su recíproca simpatía se había debilitado. Habían dejado de hablarse..., al menos así lo creía yo. —Han sabido guardar muy bien su secreto. —Tal vez hayan tenido que callar —murmuró mistress Rice— por causa del viejo sir Mateo, que era un tanto lunático. —¿Y usted no sospechaba nada, señora, siendo tan amiga de miss Esa? —También sabe Esa callar cuando le conviene. Es un diablillo muy astuto. Pero ahora comprendo por qué estaba tan nerviosa de poco tiempo a esta parte. Y debiera haberlo comprendido todo por una palabra que se le escapó el otro día. —Su amiguita es muy atractiva, señora. La vigorosa voz de Challenger proclamó, con muy dudosa delicadeza: —Ese era también el parecer de Jim Lazarus... —¡Oh, Jim...! —mistress Rice no quería dar importancia a la cosa; pero se comprendía que la observación le había herido en lo vivo. Se volvió hacia Poirot y le dijo: —Dígame, monsieur Poirot, ¿acaso tiene...? No terminó la frase. Vaciló, y en aquel momento los ojos quedaron fijos en un punto de la mesa. —¿No se encuentra bien, señora? Le acerqué una silla y le ayudé a sentarse. Ella movió la cabeza, diciendo: —No es nada. Permaneció un momento con el busto algo inclinado y el rostro entre las manos. Todos la mirábamos, sin saber qué hacer. Se incorporó y dijo a Challenger: —Nada, nada, querido George. No ponga usted esa cara tan asustada. Hablamos de delitos, de cosas excitantes... Quería saber si míster Poirot tiene alguna pista del asesino... —Es demasiado pronto para pronunciarse —respondió evasivamente Hércules. —Pero tendrá ya alguna idea, ¿verdad? —Tal vez... Me hacen falta muchas más pruebas... —¡Oh! Después de esa exclamación, pronunciada con voz poco firme, Frica se levantó casi de un salto, diciendo: —Me duele la cabeza. Me conviene ir a echarme un poco en la cama. Quizá me dejen ver a Esa mañana. Y se fue. Challenger refunfuñó: —Nunca se sabe lo que quiere esta mujer. Esa puede quererla mucho, pero me parece que ella no quiere a Esa. Sin embargo, con las mujeres, ¡vaya usted a saber! Cuando todo parecen mimos y halagos y te sueltan a cada paso «querida, queridísima», a lo mejor están pensando: «¡Mal rayo te parta!» ¿Sale usted, monsieur Poirot? Poirot se había levantado y se quitaba cuidadosamente del sombrero un granito de polvo. —Sí, voy a la ciudad. —Yo no tengo nada que hacer... ¿Me permite usted que le acompañe? —Desde luego. Tendré muchísimo gusto. Cuando se disponía a dejar el cuarto, Poirot volvió un momento hacia atrás. —Se me había olvidado el bastón —nos dijo cuando nos alcanzó de nuevo. Fuimos primeramente a ver una florista, porque Hércules quería enviar una canastilla de flores a miss Esa. No fue fácil contentarle. Por último, se decidió por una cestita dorada que mandó llenar de claveles amarillos. Todo ello debía ir atado con una ancha cinta azul celeste. La florista le entregó una cartulina, en la cual escribió él: «Cariñosos saludos de Hércules Poirot.» Siguiendo a su nombre una complicada rúbrica. —Yo le he enviado flores esta mañana —dijo Challenger—. ¿Podría mandarle ahora un poco de fruta? —Es inútil —dijo Hércules en tono perentorio. —¿Cómo? —Le digo que es inútil, porque no le permiten recibir nada de comer. —¿Quién se lo ha dicho? —Lo digo yo, que he dado esa orden. Ya se la han transmitido a miss Esa, y ella la ha comprendido perfectamente. —¡Dios mío! —exclamó el comandante. Y mirando fijamente a Poirot, añadió verdaderamente intrigado—: Así, pues, estamos lo mismo que antes... ¿Aún tiene usted miedo? CAPÍTULO DIECISÉIS CONSULTA EN CASA DE WHITFIELD La información judicial fue un trámite legal y estéril. Se comprobó la identidad de la víctima. Se dieron detalles del hallazgo del cadáver y siguió el informe médico. Los testigos fueron citados para la semana siguiente. Los periódicos hablaban mucho del crimen de Saint Loo. Los comentarios del hecho habían sustituido en sus columnas a los que en los días precedentes decían con grandes títulos: No hay noticias de Seton. Se ignora la suerte del piloto del «Albatros», y otros parecidos. Los periodistas, después de deplorar la suerte del joven aviador y rendir el debido homenaje a su memoria, no podían dejar de sentir la necesidad de otra noticia sensacional que publicar. Así que el misterioso homicidio debió de llegar como un maná a las Redacciones, siempre faltas de asuntos en los meses estivales. Después de haber asistido al interrogatorio y de librarme afortunadamente de los reporteros, volví a ver a Poirot y con él fui a visitar al reverendo Files Buckleys y a su esposa. Los padres de Maggie eran un simpático matrimonio de modales sencillos y distinguidos. Ella era una señora rubia, en la que se veían los rasgos característicos de su origen septentrional. Él era bajito, delgado, y en su trato y en su palabra demostraba un constante, aunque muy amable, comedimiento. Aquellos dos infelices estaban todavía anonadados por la desgracia que les había arrebatado a su querida Maggie. —No llego a convencerme —decía él—. ¡Una muchacha tan buena, monsieur Poirot, tan dulce, tan altruista...! Inspirada siempre por el deseo de ayudar al prójimo, ¿quién podía desear su muerte? —No llegué a comprender el significado del telegrama. La habíamos acompañado a la estación la víspera... —En todo momento de la vida estamos cerca de la muerte — murmuró el marido. —El coronel Weston ha sido muy bueno —dijo la señora—. Nos ha prometido no descansar hasta que llegue a descubrir al asesino. Debe de tratarse de un loco; no hay otra explicación posible. —Señora, no sé expresarle la parte que tomo en su pena ni lo mucho que admiro su valor. —Con entregarnos a la desesperación no devolveremos la vida a nuestra Maggie —replicó la heroica madre. —Mi mujer es admirable —dijo el pastor—. Tiene más fe y más valor que yo... ¡Es tanto y tan angustioso lo que nos ha sucedido, monsieur Poirot! —Comprendo, señor, comprendo. —Usted es un gran detective, ¿verdad, monsieur Poirot? —Así dicen, señora. —Ya lo sé; hasta en nuestra pequeña aldea se habla de usted. ¿Llegará a descubrir la verdad? —No tendré tregua ni reposo hasta que lo haya conseguido, señora. —La verdad le será revelada —afirmó con tono solemne el eclesiástico—. El mal no puede quedar impune. —El mal nunca queda impune, señora; pero a veces permanece secreto el castigo. —¿Qué quiere usted decir? A esa pregunta Hércules contestó únicamente moviendo la cabeza. —¡Pobre Esa! —suspiró mistress Buckleys—. Me ha escrito una carta patética. Dice que le parece haber llamado a Maggie a morir aquí. —Son expresiones morbosas —repuso sentenciosamente el marido. —Ya, pero me identifico con sus sentimientos. Quisiera que me dejasen verla. Me parece tan raro que no se le permita recibir ni siquiera a sus parientes... —Los médicos y las enfermeras son harto exigentes —aseguró Poirot—. Se atienen con demasiada rigidez a su reglamento. Por lo demás, en este caso se comprende su deseo de evitar la emoción tan natural que su sobrina podría experimentar al verlos. —Tal vez —contestó en tono poco convencido la señora—. Pero no me gustan los sanatorios. Esa estaría bastante mejor si nos dejasen llevárnosla. —Sí, estaría mejor, pero me temo que los doctores no lo entiendan así. ¿Hace mucho tiempo que no la han visto ustedes? —Desde el otoño pasado. Entonces estaba ella en Scarborough. Maggie fue a pasar allí un día con ella y luego la trajo consigo a Lambley... Es una criatura simpatiquísima. Sin embargo, no puedo aprobar su modo de vivir. Pero no tiene la culpa la pobrecilla... No la han educado de ningún modo... —Su Escollera es una casa extraña —dijo Poirot. —No me gusta, no me ha gustado nunca —replicó la señora—. Tiene no sé qué de siniestro. Yo sentía verdadera aversión por el viejo sir Nicolás. Su sola presencia me daba escalofríos. —Ni a mí tampoco me parecía un buen hombre —añadió el marido—. Pero tenía cierto atractivo. —Nunca me atrajo a mí, por lo menos —replicó rápidamente la señora—. Hay algo de mal agüero en el ambiente de esa Escollera. Quisiera haber negado a nuestra Maggie el permiso de ir allí. —Tengo que retirarme —dijo Poirot—. No quiero imponerles por. más tiempo mi presencia. Sólo deseaba expresarles mi profunda simpatía. —Ha sido usted muy bueno, monsieur Poirot, y le estamos verdaderamente agradecidos por todo cuanto hace. —¿Cuándo vuelven ustedes a su casa? —Mañana. Será un viaje muy triste. Gracias, una vez más, monsieur Poirot. Hasta la vista. —Son deliciosamente sencillos —dije, cuando nos separamos de ellos. Poirot asintió: —¡Semejante delito! ¡Tan inútil barbarie! ¡Crueldad sin objeto!... Tengo el corazón encogido. Esa joven... No puedo tener paz. ¡Estaba yo aquí y no he sabido impedir su muerte! —Nadie podía impedirla. —¿Qué dice usted, Hastings? ¿Nadie? Ninguna persona ordinaria, lo admito; pero ¿de qué sirve tener el cerebro de Poirot repleto de una sustancia gris superfina, si no puede llevar a cabo cosas que son imposibles a la gente ordinaria? —Si lo toma usted así...—murmuré. —Claro que sí. ¡Estoy avergonzado, vencido, aniquilado!... Para mis adentros pensé que los actos de contrición de Hércules Poirot eran muy parecidos a las bravatas de otros comunes mortales; pero me guardé muy bien de expresar mi humilde parecer. —Y ahora —añadió Hércules— sigamos adelante. Vamos a Londres. —¿A Londres? —Sí. Estamos a tiempo para tomar el tren de las catorce. Aquí todo se halla tranquilo y miss Esa está en el sanatorio tan segura como en una iglesia. Por consiguiente, los perros guardianes pueden ausentarse... Necesito algunos informes suplementarios. Nuestro primer cuidado en Londres fue ir a ver a los abogados del difunto capitán Seton, los señores Whitfield, Partiger y Whitfield. Poirot les había pedido ya hora; por lo cual, en cuanto dieron las seis de la tarde, fuimos introducidos en el despacho del abogado Whitfield, socio principal de aquella casa. Era una persona imponente. Tenía ante sí dos cartas. Una del director y la otra de un importante funcionario de Scotland Yard. —Esta consulta —dijo pausadamente, mientras limpiaba los cristales de los anteojos— está fuera de toda buena regla; es realmente muy extraordinaria, monsieur Poirot. —Es cierto, míster Whitfield. Pero también el asesinato es cosa irregular y, por fortuna, bastante extraordinaria. —Es verdad... Es verdad... Sin embargo, me parece algo fantástica la suposición de que ese delito tenga que ver con el testamento de mi difunto cliente. —A mí me parece razonable. —¡Ah!... Bien... Dada su personalidad..., y ya que sir Henry insiste tanto en su carta..., tendré mucho gusto en hacer todo lo que pueda para ayudarle en sus investigaciones. —¿Era usted el abogado del capitán Seton? —Y de todos los Seton. Somos sus abogados..., es decir, acuden a nuestro bufete, desde hace más de cien años, las personas de esa familia. —Muy bien. ¿Había hecho testamento el difunto sir Mateo Seton? —Lo hicimos nosotros, por su cuenta. —¿Y cómo dispuso su fortuna? —Deja varios legados, uno de ellos al Museo de Historia Natural; pero la mayor parte de su inmensa fortuna la heredaba el capitán Seton. No tenía ningún otro pariente cercano. —¿Dice una fortuna inmensa? El abogado tomó el tono de rigor para informarnos de que sir Mateo Seton tenía derecho al segundo puesto en la lista de los archimillonarios ingleses. —¿Tenía ciertas ideas algo estrambóticas? Esta vez Whitfield respondió, casi desaprobándole: —Un millonario puede permitirse el lujo de ser extravagante y hasta diré que está obligado a serlo. Poirot aceptó dócilmente la lección e hizo una nueva pregunta: —¿No era inesperada su temprana muerte? —Sí. Nadie se esperaba esta muerte. Sir Mateo gozaba de excelente salud y nadie hubiera podido sospechar en él la existencia de un tumor. Pero el mal, por haberse comunicado a un tejido vital, exigió una rápida intervención quirúrgica. Y como sucede siempre en semejantes casos, la operación se efectuó admirablemente, pero sir Mateo murió. —¿Y su fortuna pasó al capitán Seton? —Eso es. —Me dicen que el capitán había hecho testamento antes de salir de Inglaterra. —El suyo —dijo el abogado— es un testamento..., por decirlo así. —Pero ¿es legal, sin embargo? —Perfectamente. La intención del testador está claramente manifiesta y confirmada por dos testigos... Sí; es perfectamente legal. —Entonces, ¿por qué parece usted desaprobarlo? —Señor mío, ¿para qué se han hecho los abogados? ¡Cuántas veces me había dirigido yo la misma pregunta! Habiéndoseme ocurrido un día la chifladura de dictar mi sencillísimo testamento, vi luego que mi abogado me presentó un documento largo, verboso e inverosímilmente complicado. —Hay que decir —prosiguió Whitfield— que en el momento de su partida de Inglaterra el capitán tenía poco que dejar en herencia, por no decir nada. Vivía de lo que le pasaba su tío, que era bastante. Supongo que habrá creído, dada la forma en que estaban las cosas, que bastaba una hoja volante para la expresión de sus últimas voluntades. «No hubiera podido razonar mejor que de ese modo», dije para mis adentros. —¿Y cuáles son las cláusulas de ese testamento? —preguntó Poirot —Deja cuando posee a su prometida, miss Magdalena Buckleys, y me nombra a mí albacea. —¿Así, su heredera es miss Buckleys? —Sin duda alguna, ella es la heredera. —¿Y si miss Buckleys hubiese muerto ayer? —Habiendo muerto antes el capitán, la fortuna iría a parar a los herederos que esa señorita designase, o, en caso de que hubiese muerto sin testar, a su pariente más cercano. Y al llegar aquí, añadió, con aire de profunda satisfacción: —Los derechos de sucesión hubieran sido enormes, enormes... ¡Tres muertos en poco tiempo!... ¡Enormes!... —¿No se hubieran comido todo el importe de la herencia? —Como ya le he dicho, señor mío, sólo hay un hombre en Inglaterra más rico que sir Mateo. Poirot se levantó. —Se lo agradezco infinito, señor abogado. Sus datos me serán utilísimos. —De nada... De nada... Puedo decirle que me pondré en comunicación con miss Buckleys. Creo que ya habrán echado al correo una carta para ella. Estoy a su disposición para todo aquello en que pueda servirle. —Es una joven que seguramente necesitará los buenos consejos de un experto letrado. —Pronto veremos rondar en torno suyo los cazadores de millones — dijo sentenciosamente Whitfield, moviendo la cabeza. —Es fácil suponerlo —asintió Poirot—. Adiós, míster Whitfield. —Hasta la vista, monsieur Poirot... Y he tenido mucho gusto en poder ayudarle. Su nombre me es muy familiar. Esto lo dijo cortésmente, como quien dice algo importante. —Las cosas estaban exactamente como usted creía —dije a Poirot, cuando volvíamos del bufete del abogado. —Así tenían que estar. No podía ser de otro modo... Ahora vamos a la fonda, donde nos espera Japp y donde cenaremos con él, un poco antes de la hora acostumbrada. El inspector Japp, de Scotland Yard, estaba, en efecto, en el local en que le habíamos citado. Hizo un alegre recibimiento a nuestro común amigo. —¡Cuántos años hace que no había tenido el gusto de verle, monsieur Poirot! ¿Cómo sigue? Creí que se había dedicado ya a la horticultura. —Lo intenté, Japp; pero ni siquiera en el campo se consigue descansar de las desgracias. Suspiró. Y yo sabía muy bien en lo que estaba pensando: en la extraña aventura del Parque de Fernley. ¡Cuánto sentí yo hallarme lejos de Inglaterra en aquella época! —¿Y usted, capitán Hastings, cómo está? —Muy bien, gracias. —¿Y tenemos ahora otros asesinos? —preguntó alegremente Japp. —Sí, otros asesinos. —Pues bien, querido amigo, cuando todavía hay ánimos para descubrir asesinos, es señal de que no se envejece, aunque creo que no se puede pretender en la vejez tener los triunfos de otros tiempos, porque sabemos que al llegar a cierta edad hay que ceder el paso a los jóvenes. —Y, sin embargo, el perro viejo es el que conoce todas las astucias de la caza; el mejor sabueso es el más viejo, ése es el que nunca abandona un rastro. —Bien, pero hablemos de seres humanos y no de perros... —¿Y cree usted que hay mucha diferencia?... Japp se echó a reír, pero pronto volvió a su seriedad y declaró haber hecho las indagaciones que se le habían pedido. —Aquellas impresiones dactilares —dijo. —¿Las ha encontrado? —preguntó ansiosamente Poirot. —No. El individuo a quien pertenecen no ha pasado nunca por nuestras manos. Además, en Melbourne, adonde he telefoneado, no conocen a ninguno de sus señas ni de su apellido. —¡Ah! —Así que podría haber habido algo sospechoso en su pasado, pero la Policía no lo conoce. En cuanto a lo otro... —¿Qué? —La casa Lazarus e Hijo goza de muy buena fama. Parece que son comerciantes honrados y respetables. Muy sagaces... Pero esto es cosa natural, pues sin agudeza de ingenio no se puede llevar bien un negocio. No hay nada que reprocharles. Mas financieramente, se hallan bastante apurados. —¿De veras? —Sí, por la depreciación de los objetos de arte y de los muebles antiguos... Ahora están de moda las cosas modernas... El año pasado quisieron agrandar sus almacenes y..., como le decía, no están lejos de la catástrofe. —Le agradezco muchísimo esos datos. —No crea que he sudado poco para conseguirlos. Nunca es fácil pedir informes y tenía mucho interés en obtener los que usted necesitaba. —Sin su auxilio, querido Japp, no hubiera sabido cómo arreglármelas. —Ya sabe que siempre me gusta ayudar a un viejo amigo. En otro tiempo creo que ya le puse al corriente de algunos casos muy interesantes. —Aquéllos eran los buenos tiempos. —También hoy quisiera poder ayudarme de su prudencia. Sus métodos tal vez sean ahora un poco anticuados, pero tiene usted muy buena cabeza, Poirot. —¿Y lo que le pregunté respecto del doctor MacAllister? —Ése es un médico de mujeres. Quiero decir, uno de esos especialistas en enfermedades nerviosas que aconsejan dormir entre paredes tapizadas de color púrpura y bajo un techo pintado de amarillo limón. Tal vez sea un medicastro, pero tiene mucha suerte con las mujeres. Acuden a él en tropel. Tiene no sé qué asuntos profesionales en París. —¿El doctor MacAllister? —pregunté yo, con curiosidad—. ¿Y quién es ése? —El tío del comandante Challenger —me contestó Hércules—. ¿No se acuerda usted de que el marino aludió a un tío suyo médico especialista en enfermedades nerviosas? —¡Qué minucioso es usted en sus investigaciones! ¿Se figura acaso que sea él quien haya operado a sir Mateo Seton? —No es cirujano —repuso Japp. —Querido —replicó Poirot—, quiero investigar por todas partes. Hércules Poirot es un buen perro, uno de aquellos que, si no tienen un rastro que olfatear, van husmeando aquí y allá en busca de cosas no muy limpias. Y a menudo, muy a menudo, encuentro algo. —No es muy buena profesión la nuestra —murmuró Japp—, aún lo es menos para quien la ha ejercido como usted, fuera del elemento oficial, pues ha de verse obligado a introducirse a escondidas, a buscar subterfugios... —Pero no me disfrazo, Japp. Nunca me he disfrazado. —Ni podría usted. Usted es un tipo que el que lo haya visto una vez no le puede olvidar nunca. Poirot le miró, como dudando. —No se ofenda, Poirot; es mi modo de hablar... ¿Quiere ponerme otro vasito de vino de Oporto? Estábamos en los postres y empezaron a recordar cosas pasadas. Confieso que yo disfrutaba también con sus recuerdos. Habían tenido muy buenos tiempos. Comprendía yo que nuestro viejo amigo no tenía ya las espléndidas dotes de sus mejores años. Sentíase amenazado de un ruidoso fracaso, amenazado de tener que renunciar a identificar al asesino de Maggie Buckleys. De pronto, me dio un golpecito cariñoso en el hombro y salió, diciéndome: —Ánimo, Hastings, el caso no es desesperado. Le recomiendo que no ponga mala cara. —Todo va bien. Yo estoy muy animado. —Yo también, incluso está animado el mismo Japp. Y con esa nota alegre nos separamos. A la mañana siguiente regresamos a Saint Loo. Apenas hubo llegado al Majestic, telefoneó Poirot al sanatorio y pidió hablar con miss Esa. Súbitamente, vi que se le alteró el rostro; casi se le cayó de las manos el aparato. —¿Qué? ¿Qué? Haga el favor de repetirlo. Estuvo escuchando unos minutos y luego contestó: —¡Sí, sí, voy al momento! Se volvió a mí con la faz descompuesta por la emoción, exclamando: —¿Por qué me habré marchado, Hastings? ¿Por qué, Dios mío? —¿Qué ha sucedido? —Miss Esa está gravemente enferma, envenenada. La han salvado por milagro. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué nos habremos marchado? CAPITULO DIECISIETE BOMBONES DE CHOCOLATE Durante todo el camino, Poirot no dejó de dirigirse improperios y reproches. —¡Hubiera yo debido pensar en ello!... ¡Debiera haberlo previsto!... Pero ¿qué podía hacer? Había tomado todas las precauciones imaginables... Imposible... Imposible... ¿Quién puede haber infringido mis ordenes? En el sanatorio nos introdujeron inmediatamente en un saloncito de la planta baja, en donde a los pocos minutos se nos presentó el doctor Graham. Estaba pálido, destrozado por la ansiedad y el cansancio. —Se salvará —dijo al entrar—. Se repondrá por completo. Lo que más me preocupaba era no saber la dosis de la maldita droga que ha tomado. —¿Qué era? —Cocaína. —¿La salvará usted? —Sí, se curará completamente. —Pero ¿cómo ha sido?... ¿Cómo se las han compuesto para llegar hasta ella? ¿A quién han admitido en su cuarto? Era tal la excitación de Poirot, que no conseguía estar quieto. —A nadie. —Imposible. —Es la verdad. —Pues entonces... —Ha sido una cajita de bombones de chocolate. —¡Dios mío! ¡Y yo le había prohibido que comiera cosa alguna! Le dije que no probara nada de lo que le enviaran de fuera. —Yo ignoraba esa orden..., pero no hubiera sido fácil empresa impedir que una muchacha tomase unos bombones... Por fortuna, no ha tomado más que uno. —¿Estaban envenenados todos? —No. Y la señorita ha tomado uno solo de los tres que lo estaban y que habían sido colocados en la primera capa. En los demás no había nada de particular. —¿Y cómo habrían introducido el veneno? —De un modo muy primitivo. Partiendo el bombón en dos, mezclando la cocaína a la pasta del relleno y reuniendo luego ambas mitades... Cosa de aficionados. —¡Si lo hubiese sabido! —balbució Poirot—. ¡Si lo hubiese podido imaginar!... ¿Puedo ver a la señorita? —Si quiere usted volver dentro de una hora, creo que podrá verla. Y no se desespere, señor, que la salvaremos. Estuvimos una hora circulando por las calles de Saint Loo. Yo me afanaba por calmar la ansiedad de Hércules; insistía, especialmente, en decirle y repetirle que después de todo no había ocurrido nada trágico. Y él seguía moviendo la cabeza y exclamando de cuando en cuando: —Tengo miedo, Hastings... Lo decía con tales y tan impresionante entonaciones, que yo también me sentí invadido por la angustia. Al llegar a cierto punto, me apretó el brazo, diciendo: —Me he equivocado, me he equivocado por completo... —¿Empieza usted a creer que no se trata de cuestión de dinero? —No, no; en eso tengo razón, estoy segurísimo. Pero aquellos dos que parecían los más indicados... La explicación es demasiado simple, demasiado fácil... Es preciso buscar otro. Sí... Hay algún otro... Y luego, estallando de indignación, añadió: —¡Qué loca! ¿No se lo había yo prohibido? ¿No le había avisado diciéndole: «No toque nada de lo que venga de fuera»? Ha quebrantado las órdenes de Hércules Poirot. No le bastaba ya haberse librado cuatro veces de la muerte. Ha querido correr un peligro más... Son cosas increíbles. Por último, volvimos al sanatorio. Después de un breve rato de espera, nos acompañaron a la habitación de miss Esa. Esa estaba sentada en el lecho. Tenía las pupilas sumamente dilatadas. Parecía tener fiebre. Con una voz muy débil y moviendo nerviosamente las manos, murmuró: —¡Otro golpe que ha fallado! Poirot perdió el color al mirarla. Le tomó una mano. Se rascó el cuello para tener fuerzas para hablar y casi susurrando dijo, en tono disgustado: —¡Ah, señorita! —Si esta vez hubieran conseguido su objeto, no me hubiese importado nada, nada. —¡Pobre muchacha! —Sólo me desagradaría que pudieran tener la satisfacción... —Muy bien. Así debe ser... Hay que querer vivir... Desafiar a la suerte... —No habría sido un refugio muy seguro su famoso sanatorio. —Si hubiese usted obedecido mis órdenes, señorita... Esa exclamó, con acento de gran sorpresa: —Pero ¡si he obedecido puntualmente! —¿No le había yo prohibido comer nada de lo que le trajesen de fuera? —Y así lo he hecho. —¿Y los bombones? —Eso estaba permitido, pues me los ha enviado usted. —¿Qué está usted diciendo? —Digo que usted me los ha mandado... —¿Yo?... No... Yo no he mandado nada de comer. —Sin embargo... En la cajita estaba su tarjeta... —¿Cómo? ¿Cómo? Esa hizo un esfuerzo para alargar la mano a la mesa que tenía junto a la cama. Se acercó una enfermera preguntándole: —¿Quiere usted la tarjeta que estaba en la caja? —Sí, haga el favor. La enfermera no tardó en encontrar el objeto pedido. Y nadie se movió ni dijo una palabra hasta que la hubo puesto en manos de Hércules. Éste quedó petrificado al ver la tarjeta. Contenía, como la que él había mandado con el cesto de flores, estas palabras, escritas muy claramente: «Cariñosos saludos de Hércules Poirot.» —¡Voto al diablo! —¿Lo ve usted? —exclamó Esa —Yo no he escrito esto —dijo Poirot. —¿Cómo? —Y, sin embargo —volvió a decir mi amigo—, es mi letra. —Yo estaba segura. Había visto su letra en la tarjeta del cesto de claveles, y no dudé que fuese usted quien me enviaba los bombones. Inclinando la cabeza, dijo Poirot: —Es natural que no haya usted tenido duda. ¡Es un demonio, es astuto, ese cruel bandido! ¡Haber imaginado semejante golpe! Pero ¡ese hombre es un genio, un genio! Cariñosos saludos de Hércules Poirot... Una cosa simple, sencillísima. Bastaba pensar en ella. ¡Y yo que no he sabido preverla! La joven se agitaba. —No se entristezca, señorita. Nada tiene usted que reprocharse. ¡Yo soy el censurable, el imbécil! ¡Hubiera debido preverlo! Hubiera debido..., sí... Con el mentón apoyado contra el pecho, Poirot parecía la imagen de la desolación. —Creo realmente... —dijo a media voz la enfermera. No se había separado y se comprendía que desaprobaba el que se prolongase nuestra visita. —¡Ah! Sí, sí... Ahora nos vamos... Valor, señorita: ésta habrá sido mi última equivocación. Estoy abrumado de vergüenza. Se han burlado de mí como de un colegial... Pero no volverá a suceder, se lo prometo. Vámonos, Hastings. Lo primero de todo, Poirot quiso hablar con la superiora, que estaba consternadísima por lo ocurrido en el sanatorio. —¡Que haya podido suceder aquí un caso semejante! No puedo acostumbrarme. No llego a comprender cómo ha sido posible... Poirot se mostró con gran tacto y simpatía. Después de haberla consolado un poco, empezó a indagar la forma en que había llegado allí la caja fatal. La superiora declaró que sobre eso podría enterarle mejor el ayudante que estaba de turno a aquella hora. El ayudante, un tal Hodd, era un joven de aspecto honrado y algo estúpido. Tendría unos veintidós años. Estaba evidentemente nervioso y espantado. Poirot le dijo al momento, con amabilidad: —No se le puede reprochar a usted nada. Sólo quiero saber exactamente cómo y cuándo trajeron aquí esa caja. El ayudante titubeó: —Es difícil decirlo, señor. ¡Viene aquí tanta gente a pedir noticias y a dejar paquetes para los enfermos! —La enfermera ha dicho que éste lo trajeron ayer tarde, a eso de las seis —dije yo. El rostro del joven se aclaró un poco y dijo: —Sí, lo recuerdo. Lo trajo un caballero. —¿Un caballero rubio, delgado, de nariz larga? —Rubio, sí; pero en cuanto a la nariz... No reparé. —¿Cree usted que Vyse lo haya traído en persona? —pregunté yo. Yo pensé que el joven debería de conocer a un abogado del pueblo. —No era míster Vyse —repuso inmediatamente—. Yo le conozco; era otro señor, de buen aspecto, que venía en automóvil. —¡Lazarus! —exclamé. Y me arrepentí en el acto de mi impulso, por las miradas que me dirigió Poirot, el cual siguió interrogando. —¿Un señor que vino en un hermoso automóvil es el que dejó el paquete dirigido a miss Esa Buckleys? —Sí, señor. —¿Y qué ha hecho usted del envoltorio? —No lo toqué; se lo llevó la enfermera. —Comprendido. Pero ¿no fue usted quien lo tomó de manos del caballero? —Sí, naturalmente. Lo tomé de sus manos y lo puse sobre la mesa. —¿Qué mesa? ¿Podría verla? El ayudante nos condujo al vestíbulo. Precisamente al lado de la puerta de entrada, a la sazón abierta, había una mesa de mármol llena de cartas y paquetes. —Todos los paquetes que llegan se dejan aquí y las enfermeras los distribuyen luego a las personas que los esperan. —¿Recuerda usted la hora en que fue recogida la caja? —Debían de ser las cinco y media... O tal vez un poco más tarde. Sé que ya había llegado el correo, y el correo suele llegar a las cinco y media. Fue una tarde muy movida. Vino mucha gente a traer flores o a visitar a los enfermos. —Muchas gracias... Ahora desearía ver a la enfermera que subió la caja. Poco después vimos venir a nuestro encuentro una alumna enfermera, una personita agitada, turbada a más no poder. Se acordaba de habérsele encargado el paquete para entregar a miss Buckleys a las seis, o sea en el momento en que había entrado de turno. —A las seis —murmuró Poirot—. Así, pues, hacía unos veinte minutos que el paquete estaba sobre la mesa. —¿Decía usted? —Nada, señorita; continúe. Llevó usted la caja a miss Buckleys. —Había varias cosas para ella. Esta caja. Flores enviadas por míster Croft, según creo, y otro paquete que vino por correo. Y lo más extraño es que también éste contenía una caja de bombones de chocolate. —¿Qué dice usted? ¿Otra cajita de bombones? —Sí. ¡Extraña coincidencia! Miss Buckleys cogió las dos cajas y dijo: «¡Qué lástima! No poderlos siquiera probar...» Luego, abrió las cajas, y al encontrar en una de ellas su tarjeta, me dijo que me llevase la otra: «No vaya a ser que los mezcle por descuido. Quitemos pronto de en medio la sospechosa...» ¡Dios mío! ¡Quién hubiera podido imaginar semejante cosa!... Parece una escena de las novelas de Wallace. Poirot cortó en seco aquel diluvio de palabras: —¿Dice usted que había dos cajas? ¿Quién envió la otra? —No había ningún nombre dentro... —¿Y cuál de las dos parecía ser la que yo envié, la que llegó por correo o la otra? —En realidad... no me acuerdo. ¿Quiere que vaya a preguntárselo a miss Buckleys? —Si es usted tan amable... —Dos cajas —murmuró Poirot—. ¡Cualquiera lo entiende! La enfermera, que había subido corriendo, llegó sin aliento. —Miss Buckleys dice que tampoco tiene ella ninguna certeza. Sacó las dos cajas del papel que las envolvía antes de mirar lo que había dentro. Sin embargo, cree que la de usted no es la que llegó por correo. —¿Eh? —dijo Poirot. —La caja que parecía enviada por usted no vino por correo. Al menos así lo cree la señorita, aunque no está segura —¡Demonio! —exclamó Poirot, al marcharnos—. ¿Qué hay que hacer para estar seguro? En las novelas policíacas se consigue estarlo, pero en la vida real... La realidad es siempre muy complicada. ¿Estoy yo seguro de algo? No, no y mil veces no. —Lazarus... —dije yo. —Sí. ¿Verdad que es sorprendente? —¿Piensa usted hablarle? —¡Naturalmente! Tengo muchas ganas de ver la cara que pone... Entre tanto, no estará de más exagerar la gravedad del caso. Nada perderemos diciendo que miss Esa se halla en peligro de muerte. ¿Comprende usted?... Sí. No es mala idea. Pondremos una cara muy triste de pompas fúnebres... Tuvimos la suerte de encontrarnos con Lazarus. Estaba delante del Majestic, inclinado sobre el motor de su automóvil. Poirot se le acercó con paso rápido y le preguntó sin ambages: —Míster Lazarus, ¿llevó usted anoche al sanatorio una caja de bombones para Esa? Lazarus pareció un poco sorprendido. —Sí. —Ha sido una atención muy agradable por su parte. —A decir verdad, la enviaba Frica; es decir, mistress Rice. Me suplicó que se la llevase. —¡Ah! Comprendo. —Fui con el auto. —Comprendo... ¿Dónde está mistress Rice? —Creo que en la galería. Mistress Rice estaba tomando el té. Nos dirigió una mirada ansiosa. —¿Qué acabo de oír? ¿No está bien Esa? —Es una cosa muy misteriosa, señora. Dígame, ¿le mandó usted ayer una caja de bombones? —Sí, es decir... Se los envié porque ella me los pidió horas antes. —¿La señorita se los pidió? —Sí. —Pero si no le permiten ver a nadie, ¿cómo se arregló usted para verla? —No la he visto. Me telefoneó ella. —¿Para qué? —Para decirme que desearía una caja de bombones de chocolate de la casa Fuller, una caja de dos libras. —¿Era débil su voz? —No, bastante fuerte. Pero algo distinta de otras veces. Al principio no supe que era ella quien me telefoneaba. —¿Tuvo que dar su nombre? —Sí. —¿Estaba usted segura de que hablaba con su amiga? Muy descompuesta, balbució Frica: —Yo... Yo... Pero sí, era ella. ¿Quién otra hubiera podido ser? —Es una cuestión interesante, señora. —No querrá decirme... —¿Podría usted jurar que era la voz de su amiga? —No —repuso lenta y penosamente la interrogada—. No podría jurarlo. La voz estaba muy alterada. Creí que sería el teléfono... O quizá el hecho de que no se encontrase bien... —Si ella no le hubiera dicho quién era, ¿hubiese usted reconocido la voz? —No. Al menos no creo que la hubiese reconocido... ¿Quién era el que telefoneaba? ¿Quién, monsieur Poirot? —Eso es lo que estoy decidido a saber, señora. La gravedad de su rostro pareció despertar sospechas en la señora. —¿Le ha sucedido algo a Esa? —preguntó jadeante. Poirot le dijo: —Está mal. Está en peligro de muerte. Aquellos bombones, señora, estaban envenenados. —¿Los chocolates que le envié yo? Imposible. Imposible. —No es imposible, señora, puesto que miss Esa está entre la vida y la muerte. —¡Dios mío! Se tapó el rostro con las manos y luego lo descubrió palidísimo y tembloroso. —No comprendo... No comprendo... Lo otro, sí; pero esto, no... Los bombones no podían estar envenenados. Los únicos que los hemos tocado hemos sido Jim y yo... Está usted cometiendo un gran error, monsieur Poirot. —No he cometido ningún error, aunque mi nombre estaba dentro de la caja. La Rice le miró con los ojos pasmados. —Si muere Esa... —dijo Poirot, haciendo con la mano un ademán de amenaza. La señora profirió un grito ahogado. Hércules le volvió la espalda, y pasando un brazo por debajo del mío, me llevó consigo. Apenas traspusimos la puerta del salón, tiró rabiosamente el sombrero sobre la mesa, exclamando: —No comprendo nada... Nada. Me siento desanimado... ¿A quién puede beneficiar la muerte de Esa? A mistress Rice... ¿Quién compra los bombones, reconoce haberlos comprado y cuenta sobre ellos la historia de un aviso telefónico que no resiste el más superficial examen?... Mistress Rice... La cosa es demasiado sencilla, demasiado tonta. Y esa mujer no es tonta; al contrario, me parece muy astuta. —Entonces... —Entonces... Frica toma cocaína. De eso estoy seguro. No puedo equivocarme, Hastings. Y aquellos bombones estaban envenenados con cocaína. Además, ¿qué le ha movido a murmurar «lo otro, sí; pero esto, no»? ¿Cuál es el verdadero significado de esa frase tan extraña?... ¿Y qué tiene que ver con todo eso del joven Lazarus? ¿Qué sabe la Rice? Algo sabe... Y no puedo hacerle hablar. No es de aquellas a quienes, asustándolas, se les puede inducir a descubrir su secreto... Pero algo sabe. ¿Es cierta la historia del teléfono o se la ha inventado ella? Y si es verdad, ¿quién le ha telefoneado? En realidad, Hastings, ahora todo son tinieblas. —La hora más oscura es la que precede al alba —murmuré, a fin de calmarle. Hércules movió la cabeza. —¿Y la segunda caja? La que vino por correo. ¿Podemos despreciarla? No, porque miss Esa no está segura. ¡Es el colmo de la contrariedad! Iba yo a abrir la boca, cuando me detuvo imperiosamente, diciendo: —Déjese de frases hechas, que no es el momento oportuno. Si quiere darme usted otra prueba de su buena amistad... —Sí —dije, sin darle tiempo a acabar la frase. —Le suplico que vaya a comprarme una baraja. —Bueno. Abrí desmesuradamente los ojos. No pude menos de pensar que aquélla era una excusa para apartarme de él. Sin embargo, en esto me equivocaba. En efecto, a las diez de la noche, cuando entré en el saloncito, le encontré construyendo un castillo de naipes. Y me acordé que era aquélla una de sus manías, uno de sus modos acostumbrados de calmarse los nervios rotos. Me sonrió, diciendo: —¿Se acuesta usted, verdad? Hay que ser preciso... Una carta sobre otra... Así..., muy exactamente en su sitio, para que pueda sostener otra... y otra..., otra... más arriba... Vaya a acostarse, Hastings, y déjeme aquí con mi castillo de naipes, que esto me aclara la inteligencia... Una sacudida me hizo abrir los ojos a la mañana siguiente. Poirot estaba de pie, junto a mi cama, con la cara alegre, risueña. —Me dijo usted ayer una cosa exacta, exactísima, ingeniosa... —no del todo despierto aún, le miré incierto en cuanto al sentido de lo que oía—. La hora más oscura es la que precede al alba. Es exacto, exactísimo. He estado bastante a oscuras y ahora asoma el alba. Volví los ojos a la ventana y vi que tenía perfecta razón. —¡No, hombre, no! —exclamó—. En la cabeza, en la imaginación; la luz viene de la sustancia gris. Se interrumpió un momento y luego añadió: —Mire usted aquí, Hastings; miss Buckleys ha muerto. —¿Cómo? ¿Cómo? —Cállese; no se asuste. Como lo digo. En broma, se entiende. Pero podría ser verdad. Sí, por veinticuatro horas puede hacerse pasar por verdad. Me pondré de acuerdo con el doctor y con las enfermeras. El asesino ha conseguido su objetivo. Cuatro veces ha intentado en vano el golpe. A la quinta le ha salido bien. Y ahora veremos qué sucederá. Seguramente cosas muy interesantes. CAPÍTULO DIECIOCHO UNO QUE SE ASOMA A LA VENTANA De cuanto sucedió al día siguiente tengo un recuerdo confuso, porque me desperté con fiebre. Son pesadas sorpresas a las que estoy un poco sujeto después del largo período de fiebres palúdicas que padecí hace años. Así, los acontecimientos de aquel día quedaron en mi imaginación como una serie de pesadillas en las que aparece y desaparece, cual un payaso fantástico, mi amigo Hércules Poirot. Él parecía estar satisfechísimo. No podría decir cómo se arregló para realizar el proyecto esbozado junto a mi lecho en las primeras horas de la mañana; pero que llegó a ponerlo en práctica con muy buen resultado, es cosa cierta. Y es muy cierto también que la empresa debió ser sumamente ardua. La complicada ficción requería fatalmente el auxilio de otras muchas ficciones accesorias. Y la clase de ayuda que hacía falta para asegurarse el éxito de la iniciativa era de las que más repugnan al temperamento inglés. El primero que consintió secundar a Poirot debió ser el doctor Graham. Convencido él, fue necesario persuadir también a la superiora y a algunas otras de las dirigentes del sanatorio. No se dejarían convencer fácilmente y hasta es probable que cedieran sólo por la autorización e intervención del doctor. Además, Poirot debió de contar también con el comandante de Policía y con sus agentes, y en esto se ponía en choque con el elemento oficial. Sin embargo, supo conquistar el asentimiento del coronel Weston, quien declaró que rehuía toda responsabilidad. Poirot y sólo Poirot sería responsable de la propagación de la falsa noticia. Poirot no dudó ni un solo instante. Hubiera aceptado toda clase de condiciones con tal de que le dejasen libertad para desenvolver su plan. Pasé la mayor parte del día arrellanado en una cómoda butaca. Cada dos o tres horas venía Hércules y me enteraba de lo que iba sucediendo. —¿Cómo sigue, querido? Siento su malestar, pero casi puedo considerarlo, en cierto sentido, como una combinación afortunada; usted no sabría dar el pego como yo. Acabo de encargar una corona inmensa, magnífica, una corona de azucenas... Y a todo alrededor, una ancha cinta que dice: «A miss Buckleys, el desconsolado Hércules Poirot.» ¡Vaya una comedia! Y se fue. Cuando volvió me contó una conversación conmovedora que había tenido con mistress Rice: —Le sienta muy bien el negro a Frica. He hablado a ésta de su pobre amiga. ¡Qué tragedia!... «Era tan alegre Esa, tan animada; no puedo imaginármela muerta». —me dice, y yo, suspirando, exclamo—: «Oh, suprema ironía de la muerte, que se lleva a los jóvenes y deja en el mundo a los viejos, a los inútiles...» Y vuelvo a suspirar. —¡Cómo se divierte usted! —susurré, pues hasta me fatigaba hablar en voz alta. —Absolutamente nada. Sólo pienso en el objetivo que hemos de alcanzar. Para sostener bien la fábula hay que empaparse en el papel que se recita... En fin, agotadas las frases de rigor, la señora desciende a particularidades más conformes con su pensamiento; ha pasado toda la noche despierta, pensando en los bombones envenenados... «Una cosa imposible, imposible»... Señora, le respondo yo, no es imposible; puedo enseñarle los resultados del análisis...» Frica me pregunta, con voz trémula: «¿Era... cocaína?...» Yo le digo que sí, y entonces ella murmura: «Dios mío, no lo entiendo...» —Y será verdad —dije yo. —Sin embargo, comprende muy bien que se halla en una situación enojosa. Es inteligente, lo ha advertido en seguida. Sabe que se encuentra en peligro. —No obstante, me parece que usted empieza a creerla inocente. Poirot enarcó las cejas. Su excitación desapareció de pronto. —Acaba usted de decir una cosa profunda, Hastings. Es verdad; los hechos no se adaptan ya a mi hipótesis. Estos delitos han tenido hasta ahora como carácter común una astucia peregrina. Y aquí no hay traza de picardía. Esta vez nos hallamos frente a una maldad brutal. No. Mis suposiciones se derrumban. Sentóse junto a la mesa. —Examinemos los hechos. Hay tres posibilidades: los bombones fueron comprados por mistress Rice y llevados por Lazarus al sanatorio. En ese caso el delito es de uno de los dos o de ambos a la vez. La llamada por teléfono hecha al parecer por miss Esa es pura invención; ésa es la más clara de las soluciones. Solución número dos: ¿Quién le envió la caja de bombones llegada por paquete postal? ¿Alguno de los indicados en la lista de la A hasta la J? (¿Se acuerda? El campo de investigaciones era bastante amplio.) Pero si la segunda caja es la envenenada, ¿qué objeto tenía la llamada telefónica? ¿Por qué complicar las cosas con una segunda caja? Yo aprobaba con la cabeza. Cuando se tienen treinta y nueve grados de fiebre, se consideran inútiles todas las complicaciones. —Solución número tres: la caja de bombones inocua comprada por mistress Rice es sustituida por bombones envenenados. En este caso, la llamada telefónica me parece una comprensible e ingeniosa hazaña: mistress Rice ha de ser la mano ajena que saque el ascua. La solución número tres es, pues, la más lógica; pero también la más difícil... ¿Cómo arreglarse para tener la seguridad de que la sustitución se ha de efectuar en el momento oportuno? El paquete... Había más de cien probabilidades de que el golpe fracasase... No; no puede ser. —A menos que el culpable fuese Lazarus... Poirot me miró con viva sorpresa, diciendo: —¿Le ha subido a usted la fiebre? Tuve que asentir. —Es curiosa la influencia de unos pocos grados de temperatura en la actividad del cerebro. Su observación es de una profunda sencillez, tan sencilla que al principio no he caído en ella... Pero... sugiere un extraño concurso de cosas; entre otras, que Lazarus, muy apegado a la Rice, haría lo posible para que su amante muriese a manos del verdugo. Nos encontramos frente a desenlaces muy extraños y complicados, complicadísimos. Cerré los ojos. Cansado de haberme mostrado profundo y además decidido a dejar de meditar sobre cosas complicadas, sólo me sentía con ganas de dormir. Creo que Poirot seguía hablando, pero yo no le escuchaba ya, su voz me arrullaba... Le volví a ver a última hora de la tarde. —Mi comedia habrá hecho la fortuna de las floristas. Todos van a encargar coronas: Croft, Vyse, Challenger... El nombre del comandante me llegó como un rumor. —Oiga, Poirot, cuando menos a ése debería usted avisarle... Estará loco de desesperación... No es usted justo. —¿Se enternece usted por él? —Es un hombre muy bueno. Habría que comunicarle el secreto... Poirot negó enérgicamente con la cabeza, diciendo: —No, querido, no haré ninguna excepción. —Pero no podemos menos que creerle ajeno al delito. —No hago excepciones. —Piense usted en lo que estará padeciendo. —Pienso en la alegre sorpresa que le estoy preparando: ¡figúrese!, creer muerta a la amada y encontrársela viva... Una sensación única, estupenda... —Es usted un demonio. El comandante guardaría el secreto. —No estoy del todo convencido. —Es el honor en persona; estoy segurísimo. —En ese caso es aún más difícil que llegase a guardar un secreto. Éste es un arte que requiere una habilidad suprema. ¿Podría fingir el comandante Challenger? Si es tal cual usted lo cree, no sería capaz de ello. —¿Y no va usted a decirle nada? —Me niego absolutamente a hacer fracasar mi idea por un motivo sentimental. Lo que arriesgamos en nuestro juego es cuestión de vida o muerte. No insistí más, pues veía que Poirot no cedería. Me dijo que no se mudaría de ropa para cenar. —He recibido un duro golpe. Ya no tengo confianza en mí mismo. Soy un hombre acabado. He fracasado... Apenas tocaré los manjares, que quedarán intactos en el plato. Creo que ésa es la actitud que debo adoptar. Luego, claro está, en mi cuarto tomaré algunas pastas y pasteles, de que ya me he provisto. ¿Y usted? —Yo tomaré un poco más de quinina —respondí. —¡Pobre chico! Pero anímese, que mañana estará mejor. —Así lo espero. Estos ataques no suelen durarme más de veinticuatro horas. No le oí volver a entrar en el salón. Seguramente estaría yo durmiendo. Cuando me desperté le vi que estaba escribiendo. En la mesa que tenía delante había una hoja, en la que reconocí la lista de sospechosos que antes había arrugado y tirado al cesto. Haciendo una seña con la cabeza, respondió a mi muda pregunta: —Sí, la retiré; pero ahora vuelvo a estudiarla desde otro punto de vista. He reunido una serie de preguntas relativas a cada uno de los que estaban en la lista. Las preguntas tal vez no tengan relación con el delito. Son sólo cosas que no sé, cosas que quedan sin explicación y a las cuales busco una razón de ser devanándome los sesos. —¿Y a qué punto ha llegado usted? —Ya he terminado. ¿Quiere oírlo? ¿Se siente usted con fuerzas suficientes? —Sí, me encuentro mucho mejor. —Menos mal. Podremos volver a examinar juntos todo esto... Seguramente dirá usted que algunos de estos datos son pueriles... Y empezó a leer: —«A) Helen: ¿Por qué se quedó en casa y no fue a ver los fuegos artificiales? (Contra lo acostumbrado, como lo prueban la sorpresa y las observaciones de Esa.) ¿Qué creía, o temía, que sucedería? ¿Introdujo a alguien en la casa? (A J., por ejemplo.) ¿Ha dicho la verdad respecto al escondrijo secreto? Y si éste existiera, ¿cómo puede ignorar el sitio? (Si hubiera algún escondrijo, miss Esa lo sabría, y, en cambio, parece muy segura de lo contrario.) ¿Por qué, pues, se lo ha inventado? ¿Con qué objeto? ¿Conocía las cartas de Seton a miss Esa o fue sincera su sorpresa? »B) El marido: ¿Es realmente tan estúpido como parece? ¿Sabe todo lo que sabe su mujer o no? ¿Es realmente un deficiente, un loco? »C) El niño: Su pasión por la sangre, ¿forma parte de un instinto común a su edad o es cosa morbosa, una tara hereditaria de su padre o de su madre? »D) ¿Quién es Croft? ¿De dónde viene? ¿Envió de veras el testamento? De lo contrario, ¿por qué razón jura en falso y retiene el documento? »E) Lo mismo que el anterior. ¿Quiénes son estos Croft? ¿Se esconden acaso? Y, si es así, ¿por qué motivo? ¿Tienen relaciones con la familia Buckleys? »F) Mistress Rice: ¿Conocía el noviazgo de miss Esa? ¿Se lo había imaginado? ¿Ha leído las cartas de Seton a su novia? (En este caso, sabría que Esa es la heredera del capitán.) ¿Sabe que es la segunda heredera en el testamento de miss Esa? (Es probable; su amiga debe de habérselo avisado, añadiendo, probablemente, que no le tocaría gran cosa.) ¿Habrá algo de cierto en la alusión del comandante a haberle gustado Esa a Lazarus? (El hecho explicaría el enfriamiento que parece haberse producido entre las dos amigas.) ¿Quién es el «solterón» proveedor de cocaína, de que se habla en su carta de febrero último? ¿Podría ser que fuera J.? ¿Cuál es la verdadera causa de haberse casi desmayado el otro día en este cuarto? ¿Alguna palabra oída o alguna cosa vista? ¿Es sincero lo que dice de la llamada telefónica o es una mentira premeditada? ¿En qué estaba pensando cuando se le escapó la frase «Lo otro, sí; pero esto, no»? Si ella no es culpable, ¿qué es lo que sabe y no quiere confesar?» En este punto interrumpió Poirot la lectura para hacerme ver que las preguntas concernientes a mistress Rice eran innumerables. —Esa mujer sigue siendo un enigma —añadió Hércules—. Y estoy obligado a deducir que o es culpable ella o conoce, cuando menos cree conocer, al culpable. Pero ¿tiene razón para creerlo? ¿Sabe realmente algo o sólo tiene indicios y presentimientos inciertos? ¿Y cómo se le podría hacer hablar? Exhaló un suspiro y siguió diciendo: —Bueno, prosigamos. «G) Lazarus: Es curioso; no se puede construir hipótesis sobre el. Únicamente, pero apenas plausible, se presenta la pregunta: ¿Sustituyó él los bombones buenos por los envenenados? Aparte de ésta, puede formularse otra, pero sin importancia. La apuntaré, para ser completo. ¿Por qué ofreció cincuenta libras por un cuadro que apenas vale veinte?» —Querría complacer a miss Esa —dije yo. —No lo hubiera hecho de ese modo. Es comerciante. Seguramente no compra por el gusto de revender a precios más bajos de lo que le ha costado. Si hubiera querido tener atención con miss Esa, le hubiera prestado dinero particularmente. —Sea lo que fuese, no puede tener ninguna relación con el delito. —Es verdad. Pero yo quisiera saber algo. Hago un estudio psicológico; pasemos ahora a la H. Escuche. «H) Es el comandante Challenger. ¿Cómo confesó Esa su compromiso al comandante? ¿Por qué se lo dijo a él, cuando lo calló a todos los demás? ¿Habrá pedido acaso su mano? ¿Qué relaciones tiene con su tío?» —¿Qué tío, Poirot? —El doctor. Ese individuo más bien equívoco. ¿Habría tenido el almirantazgo alguna noticia anticipada de la muerte de Seton? —No acierto a comprender adonde va a parar su pregunta. Aunque Challenger haya sabido con algunas horas de antelación la noticia de la muerte de Seton, la cosa no tiene importancia en lo que a nosotros nos interesa. Pues no era, indudablemente, una razón para matar a la muchacha amada. —Conforme. Su objeción es muy razonable. Pero he querido indicar todas las cosas que pueden pensarse. Soy el perro que va olfateando en busca de cosas no demasiado limpias y claras. —«I) Charles Vyse: ¿Por qué afirmó tan perentoriamente el fanatismo de Esa por la Escollera? ¿Qué motivo pudo inducirle a semejante acción? ¿Recibió el testamento o no lo recibió? Y después de todo, ¿es o no es hombre de bien?» —Y ahora pasemos a la J. —«J) Es, en realidad, como lo he comprendido al momento, un formidable punto de interrogación. ¿Existe ese deseo...?» Se interrumpió, alarmado, para decir. —Pero ¿qué le pasa, Hastings? Me había puesto en pie, gritando, y extendí una mano temblorosa hacia la ventana. —Un rostro, Poirot, un rostro de pesadilla, apoyado contra los cristales. Ahora ha desaparecido, pero lo he visto... Poirot corrió a la ventana, la abrió de par en par y empezó a mirar afuera. —No hay nadie aquí —dijo pensativo—. ¿Está usted seguro de haber visto a alguien? —Segurísimo... Una cara horrible. —Sí, aquí hay una pequeña terraza; cualquiera podría acercarse fácilmente para sorprender nuestra conversación. Al hablar usted de cara horrible, ¿qué quiere decir, Hastings? —Una cara cadavérica, con los ojos espantados, apenas humana. —Será efecto de la fiebre, amigo mío. Un rostro, sí, un rostro desagradable, también; pero apenas humano, no. Usted ha visto una cara casi pegada a los cristales. Y eso, unido al hecho de que la aparición era inesperada, explica su impresión. —Era una cara espantosa —repetía yo obstinadamente. —¿No la ha visto usted antes? —No, sin la menor duda. —¡Quién sabe! Tal vez, dado su estado de salud, no haya podido reconocerla. Yo me pregunto ahora... Me pregunto... Empezó a reunir las hojas diseminadas. —Cuando menos hay una cosa que sigue a nuestro favor. Si el hombre que se ha asomado a la ventana ha oído parte de nuestra conversación, no ha podido oír la noticia de que miss Esa está viva y salva... Ese punto esencial es para él desconocido. —Pero —dije titubeando un poco— los resultados de su sabia maniobra no son muy brillantes. Esa está muerta, y su muerte no ha provocado ningún hecho nuevo... —Tampoco me esperaba ninguno tan pronto. Veinticuatro horas como le he dicho... Si no me equivoco, mañana surgirán nuevas circunstancias. Si no..., si no... me habré equivocado de cabo a rabo. Ahí está la correspondencia. Esperemos la de mañana. Me sentí débil cuando abrí a la mañana siguiente los ojos, pero me había desaparecido la fiebre. Tenía apetito, y Poirot y yo comimos juntos en nuestro saloncito. —¿Qué hay de nuevo? —le pregunté así que hubo leído él sus cartas—. ¿Ha traído el correo lo que usted esperaba? Poirot, que había abierto dos sobres que contenían evidentemente facturas, no me respondió. Parecióme comprender que se había llevado una profunda desilusión. Cogí yo mis cartas. La primera que abrí era una invitación a una reunión espiritista. —Si no se nos ocurre otra cosa, siempre podremos darnos una vuelta para ver los espiritistas. Y hasta yo creo que podrían multiplicarse los experimentos de esa clase. ¡El espíritu de la víctima que vuelve para nombrar a su propio asesino! ¡Eso sería una prueba! —Que a nosotros nos ayudaría muy poco en nuestro caso —murmuró Poirot—. Probablemente Maggie Buckleys no sabe qué mano le ha dado muerte. Por tanto, aunque pudiera hablar, no tendría nada importante que decirnos... Mire usted qué extraña coincidencia. —¿Qué es? —Usted aludía a los muertos que hablan, precisamente en el momento en que abría yo esta carta. Me entregó la carta. Estaba firmada por mistress Buckleys y decía lo siguiente: « LAMBLEY RECTORY. «Querido monsieur Poirot: A nuestra llegada aquí he encontrado una carta escrita por nuestra desgraciada hija al llegar a Saint Loo. »Me temo que no contenga nada que pueda interesarle a usted; pero creo que así y todo es preferible enviársela. «Dándole muchas gracias por su bondad, quedo de usted afectísima, Jane Buckleys.» La carta incluida me puso un nudo en la garganta. El tono era simplemente familiar, completamente ajeno a todo temor de una tragedia inminente. «Querida mamá: He tenido un viaje magnífico. Hasta Exeter venían en el vagón solamente otros dos viajeros. «Aquí hace un tiempo espléndido. Esa me parece con buena salud y contenta. Algo inquieta, es verdad; pero no comprendo por qué ha telegrafiado de este modo, pues hubiera sido lo mismo que yo viniera el martes. «Estamos invitadas por unos vecinos a tomar el té; son unos australianos que han alquilado la casita. Dice Esa que son muy amables, pero horriblemente pesados. También están aquí mistress Rice y míster Lazarus. Él es anticuario. Echaré esta carta en el buzón próximo a la verja y de allí irá al correo. Mañana volveré a escribir. «Tu hija, que te quiere, Maggie. »P. D. Dice Esa que su telegrama tenía una causa, y que me la explicará después de tomar el té. Es caprichosa e inquieta.» —La voz de los muertos —dijo bajito Poirot—. Y no nos dice nada. —El buzón próximo a la verja —insinué, pero sin dar mucha importancia a mi comentario—. El mismo en que dice Croft que echó el sobre que contenía el testamento. —Sí..., desearía saber... —¿No hay ninguna otra cosa importante en su correspondencia? —Nada, Hastings; estoy desconsolado. Me encuentro a oscuras, no comprendo... En aquel momento sonó el teléfono y Poirot corrió a contestar. Al punto vi mudarse la expresión de su color. Permaneció muy compuesto, pero no se me escapó ni un solo instante su intensa excitación. De sus breves y escasas respuestas no pude saber de qué se trataba. Al final, dijo: «¡Muy bien, muchas gracias!...» Y colgó el aparato. Acercóseme en seguida con los ojos brillantes. —¿Qué le decía yo? Empiezan a desenvolverse nuevos sucesos, querido Hastings. —¿Qué era? —Míster Vyse. Me comunica que esta mañana ha recibido por correo un testamento firmado por su prima con fecha de veinticinco de febrero último. —¿Cómo? ¿El testamento? —Sí. —Ya ha salido de las tinieblas. —Y muy a tiempo, ¿no es así? —¿Y cree usted que Vyse dice la verdad? —O si creo que el documento estuviera ya en sus manos, ¿no es eso lo que quiere preguntarme? La coincidencia, cuando menos, es chocante... Pero hay una cosa cierta; yo le había dicho que si creyesen muerta a miss Esa, aparecerían nuevos hechos, y ya ve que empiezan a presentarse. —¡Es extraordinario! —respondí—. Tenía usted razón. Seguramente será el testamento que instituye a Frica Rice heredera secundaria... —No sé. El abogado no me ha dicho nada de su contenido. Hubiera sido una indiscreción, y él parece la corrección en persona. Por lo demás, no se puede dudar, pues Vyse me ha dado el nombre de los que firman como testigos: Helen y su marido. —Por consiguiente —exclamé—, volvemos al problema antiguo: Federica Rice. —El enigma. —Federica —repetí a media voz— es un bonito nombre. —Muy preferible a ese que le han dado sus amigos, Frica... En fin ¿no se alegra usted, Hastings, de que empiecen a desenvolverse nuevos hechos? —Ya lo creo. Y dígame, ¿se esperaba usted eso? —No, no precisamente. No tenía ninguna idea de lo que pudiese acaecer. Pero me parecía muy claro que diera algún resultado capaz de aclararnos las cosas. —En efecto —repliqué, respetuosamente. —¿Qué iba yo a decirle cuando sonó el teléfono?... ¡Ah, sí! La carta de miss Maggie... Voy a leerla otra vez. Me ha chocado mucho una frase... Tomé la carta de entre los papeles y se la di. Le dejé examinar el breve mensaje y me acerqué a la ventana para mirar los barcos que iban por la bahía. Súbitamente, un grito me hizo vacilar. Me volví y vi a Poirot con la cabeza entre las manos, moviendo el busto como un péndulo y sobrecogido por una pena atroz. —¡Oh! —gemía—. ¡He estado ciego!... ¡Completamente ciego!... —¡Por amor de Dios! ¿Qué ha sucedido? —¿Complicado? ¿Complejo? —seguía diciendo Hércules—. ¡Nada de eso! ¡Sencillísimo!... ¡Y yo, mísero de mí, que no he visto nada! —Pero dígame... ¿Qué ve usted ahora? —Un momento, un momento... No me hable. Tengo que volver a poner en orden mis ideas... He de examinarlo todo a la gran luz del imprevisto descubrimiento... Cogiendo su lista de preguntas, empezó a repasarlas con suma atención, y mientras leía movía los labios... Después de meditar largo rato sobre las hojas, se apoyó contra el respaldo del sillón y cerró los ojos. Por un momento creí que iba a dormirse; pero un instante después se sacudió y murmuró tras un largo suspiro: —Sí, todo está bien... Así se explica todo. Todo... —¿Cree usted haberlo comprendido todo? —Casi todo; por lo menos todo lo esencial. En algunas cosas había razonado bien. En cambio, en otras me había alejado ridículamente de la verdad. Pero ahora todo está claro. Hoy enviaré un telegrama con dos preguntas... Pero las dos respuestas ya las conozco. Están escritas aquí. Y se tocó la frente. Y así que hubo recibido las respuestas, me dijo: —¿Se acuerda usted de haber oído a Esa que hubiera querido hacer una representación teatral en La Escollera? Pues esta noche daremos una obra cuyo autor será Hércules Poirot. Miss Esa hará un papel... Haremos que intervenga un fantasma, el primero aparecido en La Escollera. Iba a interrogarle, cuando me detuvo, diciéndome: —No, no le diré más. Esta noche, Hastings, iremos a la representación. Y haremos resplandecer la verdad; pero ahora hay mucho que hacer, mucho. Y salió a todo correr, dejándome sorprendido. CAPÍTULO DIECINUEVE POIROT, DIRECTOR DE ESCENA Fue una interesante reunión la de aquella noche en La Escollera. En toda la tarde apenas vi a Poirot. Había ido a cenar fuera, y dejó dicho que me esperaba en La Escollera a las nueve de la noche y que no me entretuviese en mudarme de ropa. La comedia de mi amigo asumía poco a poco el aspecto de un sueño ridículo. Al llegar yo a La Escollera me introduje en el comedor. Allí encontré reunidas todas las personas incluidas en la famosa lista de la A a la I. Faltaba la J, naturalmente, ya que éste era un mirlo de la fantástica raza de los mirlos blancos. Hasta estaba presente mistress Croft, tendida en una especie de cochecito para inválidos. Me sonrió al momento y me hizo señas para que me acercase. —Una sorpresa, ¿verdad? —me dijo, sin nada triste en la voz—. Ha sido una idea de monsieur Poirot. Siéntese aquí, capitán. No es una reunión muy alegre ésta, pero míster Vyse ha insistido tanto para decidirnos a venir... —¿Míster Vyse? —pregunté un poco sorprendido. El abogado estaba en pie, apoyado contra la chimenea. Hallábase a su lado Poirot, que le hablaba bajito, con cara muy seria. Miré de nuevo en torno mío; sí, estaban todos. Helen, después de haberme introducido (llegué con unos minutos de retraso), se había sentado en una silla, al lado de la puerta. En otra silla, muy atento y ocultando su turbación, estaba el marido. Su hijo se hallaba entre los dos. Los demás se habían instalado alrededor de la mesa. La Rice, vestida de negro, al lado de Lazarus. Frente a ellos, George Challenger y míster Croft; mistress Croft y yo estábamos un poco aparte. Con una inclinación de cabeza, Charles Vyse se acercó a la mesa. Poirot se colocó al lado de Jim Lazarus. Evidentemente, no quería aparecer muy visible; deseaba dejar al abogado el cuidado de desarrollar el programa. ¿Qué sorpresa les había preparado? Me parecía que tardaba mil años en saberlo. Levantóse el joven letrado y dijo, impasible, frío, serio, como siempre: —La nuestra es una reunión muy esencial, sin etiqueta de ninguna clase. Pero las circunstancias con que se relaciona son, en cambio, bastante extraordinarias. Me refiero a las circunstancias de la muerte de mi prima, miss Buckleys. Como es natural, habrá que proceder a la autopsia... No cabe duda de que ha muerto envenenada y que el veneno le ha sido suministrado con intención de matarla... Pero éste es un punto que interesa a la Justicia y en el cual no puedo entrar yo. La Policía no admitirá mi intervención en este asunto. En los casos ordinarios, el testamento de un difunto se lee después del funeral; pero por deferencia a un deseo especial de monsieur Poirot, me propongo leer el de mi prima antes de la inhumación. Me propongo leerlo aquí, ahora mismo. Ésta es la razón de haberles invitado a todos ustedes a venir a La Escollera. Como decía, las circunstancias son extraordinarias y justifican un procedimiento también extraordinario. Hasta el mismo documento ha llegado a mis manos de un modo absolutamente insólito; aunque fechado en febrero último, no lo he recibido hasta esta mañana. Pero está escrito de puño y letra de mi prima. En esto no puedo tener la menor duda y aunque su redacción no esté conforme con los usos legales, está debidamente corroborado por testigos. Se detuvo de nuevo un momento. Todos tenían los ojos fijos en él. De un gran sobre que tenía en la mano, el abogado sacó un pliego. Era, podíamos verlo muy bien, un papel con membrete de La Escollera y manuscrito. —Es muy corto —advirtió Vyse, que, después de otra breve pausa, leyó con voz clara: —«Éste es el testamento de Magdalena Buckleys. Quiero que se paguen todos los gastos mortuorios ocasionados por mi fallecimiento. Y nombro albacea de mis últimas voluntades a mi primo Charles Vyse; dejo todo cuanto poseo a Milly Croft, como grato recuerdo de los servicios que nunca podría pagar con nada. Firmado: Magdalena Buckleys. Testimonios: Helen Wilson, William Wilson.» Yo estaba completamente estupefacto. Y creía que todos los demás oyentes debían de experimentar el mismo sentimiento. Pero un momento después, mistress Croft empezó a decir con voz serena: —Es verdad. Yo no hubiera hablado nunca de ello, desde luego. Pero... si no hubiera sido por mí..., cuando Philip Buckleys estaba en Australia... En fin, no hablemos de eso; ha sido hasta ahora un secreto y un secreto ha de seguir siendo. Pero ella, Esa, lo sabía... Se lo había contado todo su padre... Nosotros vinimos aquí porque queríamos ver esta Escollera de que tanto hablaba Philip. Y esta querida niña, precisamente porque sabía, nunca creía hacer lo bastante por nosotros. Nos había ofrecido que fuésemos a vivir con ella. Pero eso no podía yo aceptarlo... Entonces insistió para que nos alojásemos en la casita, y no nos cobraba ni un céntimo de alquiler. Nosotros, claro esta, hacíamos como si pagásemos para no dar lugar a murmuraciones, pero ella nos devolvía el dinero. Y ahora... ha hecho esto... Si alguien me dice que no hay gratitud, yo podré decir que no es verdad. El hecho de hoy lo demuestra. Prodújose de nuevo un silencio de estupefacción. Poirot alzó los ojos hacia Vyse. —¿Se esperaba usted semejante sorpresa? El abogado movió la cabeza. —Sabía que Philip Buckleys había vivido en Australia... Pero no tenía ni la más remota idea de que hubiese estado metido en un escándalo. Dirigió una mirada significativa a mistress Croft, la cual a su vez movió la cabeza y dijo: —No, no diré nada. No he hablado nunca de ello, ni hablaré. El secreto bajará conmigo a la tumba. Vyse no insistió de ningún modo. Se había sentado y daba golpecitos en la mesa con un lápiz. Inclinándose hacia él, Hércules Poirot le preguntó: —¿No querrá usted impugnar la legitimidad del documento? Podría usted hacerlo como pariente más cercano de la testadora, y desde el momento que deja su fortuna enorme cuya posesión no preveía siquiera en la época en que redactó el testamento... Vyse hizo un mohín desdeñoso, glacial, y dijo: —El documento es perfectamente válido. No pienso ni siquiera discutir la forma en que mi prima ha querido disponer de su propia fortuna. —Es usted un hombre honrado de veras —dijo al momento mistress Croft— y nada perderá con su honradez. Yo se lo aseguro. El abogado pareció un poco ofendido por la observación bien intencionada, pero no por eso menos turbadora. —Milly —exclamó míster Croft, sin conseguir disimular del todo su alegría—, ¡qué agradable sorpresa! No me había dicho Esa lo que escribía... —Dulcísima criatura querida —murmuró mistress Croft, llevándose el pañuelo a los ojos—. Quisiera que pudiese ver... Tal vez, quién sabe... —Tal vez —repitió Poirot, haciendo casi eco a sus palabras. Luego, como si de pronto le viniese una inspiración, miró en torno suyo. —¡Una idea! —exclamó—. Aquí estamos todos alrededor de una mesa. ¿Y si tuviéramos una sesión espiritista? —¿Una sesión? —preguntó escandalizada mistress Croft—. Pues haría falta... —Sí, sí; será un experimento interesantísimo. El amigo Hastings tiene muy buenas condiciones de médium (¡demontres!, ¿por qué me meterá a mí en este lío?...); es una oportunidad única para tener un mensaje del otro mundo. Siento que las condiciones son propicias. ¿No lo siente usted también, Hastings? —Muy propicias —respondí, pronto, como siempre, a secundarle en todo. —Bien. Estaba seguro. ¡Pronto, las luces! Se puso en pie y apagó la luz en un momento. Había obrado con tal rapidez, que ninguno hubiera tenido tiempo de protestar, aunque hubiese querido hacerlo. Además, creo que todos estaban atontados por el estupor que les había producido el testamento. La habitación quedó a oscuras. Como la noche era calurosa estaban abiertas las ventanas. Venía del jardín una ligera claridad, por la cual, al cabo de unos minutos, empecé a distinguir los contornos de los muebles. Me esforzaba por imaginar lo que hubiera podido hacer o decir, y mandaba al demonio a Poirot por haberme metido en semejante fregado. Sin embargo, cerré los ojos y me puse a soplar como un fuelle o como lo hacen los médiums en el ejercicio de sus funciones. Pasados unos minutos, Poirot caminaba de puntillas, se acercó a mi silla, luego volvió a la suya y dijo: —¡Ya está!... Pronto sucederá algo... Cuando se espera, sentado en la oscuridad, siempre se siente un gran temor. Noté que me ponía nervioso, y aún peor que yo debían de estar los demás; porque yo, al menos, tenía alguna idea de lo que iba a acontecer; conocía el hecho esencial, construido por Poirot y desconocido de todos ellos. No obstante, a pesar de mi certeza, me palpitó rápidamente el corazón al ver que se abría despacito la puerta de la estancia. No se oía el menor rumor (debían de estar recién engrasadas las puertas) y el efecto de aquel movimiento silencioso era desconcertante. Poco a poco se abrió del todo la puerta y durante otro minuto no ocurrió nada. Entró en el aposento una corriente fría, debida probablemente a que estaba también abierta la ventana, pero que me dejó helado, como si viniera de veras de los espacios etéreos. ¡Y luego todos vimos! En el umbral se alzaba una figurita blanca, esbelta: Esa Buckleys... Se movió lenta y silenciosamente, con el andar vaporoso y dulce de una cosa incorpórea, sobrehumana... En aquel momento me percaté de que el mundo había desconocido a una actriz admirable. Se realizaba su sueño de representar una función en La Escollera, pues en aquel momento desempeñaba un papel dramático, y no podía dudarse de que la joven disfrutaba inmensamente. Mientras avanzaba con aquel paso de diosa sobre las nubes, se rompió de varios modos el silencio. Del sillón de inválido que había a mi lado partió un grito agudo. Un murmullo salió del lugar donde estaba sentado Croft. Del sitio de Challenger, una blasfemia. Y me parece que Charles Vyse echó atrás su silla. Lazarus se inclinó hacia delante. Únicamente la Rice permaneció muda, sin pestañear. Helen, dando un grito, se puso en pie. —¡Es ella! ¡Es ella!... Entonces se encendieron de pronto las luces y vi a Poirot, en pie, que tenía en los ojos y en el rostro la expresión de púgil victorioso. Esa estaba en medio de la habitación envuelta en amplia vestimenta blanca. La primera en hablar fue mistress Rice. Extendió la mano hacia su amiga y, tocándola, murmuró: —¿Eres tú, Esa, en carne y hueso? Esa respondió riendo: —Yo soy, sí, muy viva... Mil gracias por todo lo que hizo usted por mi padre, mistress Croft; pero aún no ha llegado el momento de disfrutar el premio de sus buenos actos. —¡Dios mío! —exclamó la Croft—. ¡Dios mío! ¡Llévame pronto, Berto, llévame! ¡Sácame de aquí!... Ha sido una broma, una simple broma y nada más... —¡Extraña broma! —replicó Esa, desdeñosa. Entre tanto, alguien había entrado a escondidas en el salón. Yo no había advertido su entrada. Con gran sorpresa mía reconocí en el recién llegado al amigo Japp. Cambió éste una rápida seña de inteligencia con Poirot, y luego, de pronto, se le vio un resplandor en los ojos, mientras se acercaba a la mujer, que forcejeaba en su cochecito de inválida. —¡Vaya! ¡Vaya! ¡Al fin nos volvemos a ver! Una antigua conocida. Milly Merton en persona. ¿Ha vuelto usted a sus martingalas de antes y de siempre? Se volvió a los demás, y sin hacer caso de las protestas de mistress Croft, añadió: —Milly Merton es una falsificadora de gran mérito; la más valiente de todas cuantas han pasado por nuestras manos. Sabíamos del vuelco del automóvil, del que apenas tuvo tiempo de escaparse... Pero ni siquiera una lesión en la espina dorsal ha podido apartarla de su arte; porque es una verdadera artista, la Milly, en su especialidad. —¿Cómo? ¿El testamento era falso? El tono de aquella voz descubría el profundo estupor de Vyse. —¡Naturalmente! —exclamó su prima—. ¿Has creído tú auténtico ese testamento tan imbécil? En realidad, yo te dejaba a ti La Escollera, y todo lo demás a Frica. A todo esto se había acercado a la Rice y estaba a su lado cuando... ocurrió el hecho. Vinieron de la ventana el fogonazo y el silbido de un disparo, seguidos al punto de otro disparo. Oyóse luego un gemido y la pesada caída de un cuerpo... Frica Rice se levantó de un salto. Un ligero chorrito de sangre le bajaba a lo largo del brazo. CAPÍTULO VEINTE J. La escena había sido fulminante. Ninguno se percató de pronto de lo que era. Poirot fue el primero en reponerse y salió a todo correr, gritando. Detrás de él fue el comandante; un momento después reaparecieron trayendo entre los dos el cuerpo inerte de un hombre. Mientras le tendían con grandes cuidados en una ancha butaca de cuero, vi el rostro que me arrancó de la boca estas palabras: —¡El hombre asomado a la ventana! En verdad, era el que había visto el día anterior a través de los cristales de nuestro saloncito. Le reconocí en el acto; pero comprendí también en el acto que Poirot había tenido razón en tacharme de exagerado al definirlo yo como un ser apenas humano. No es que fuese del todo injustificada mi primera impresión, pues era el rostro de un extraviado, de un ser distinto de la humanidad normal. Aquella faz blanca y depravada parecía una careta, un despojo abandonado del espíritu animador. En aquel momento lo regaba un chorro de sangre. Frica se había levantado y estaba ya junto a la butaca, y Poirot se interpuso y dijo suavemente: —¿Está usted herida, señora? —Un rasguño de bala, no será nada... Y dicho esto, la Rice apartó gentilmente a Poirot y se inclinó mirando. El hombre abrió los ojos y balbució con una mueca feroz: —Esta vez te he alcanzado. Luego, mudando de acento y con voz gimiente, temblorosa, añadió: —Frica, ¡oh Frica!... No quería matarte... No sé... Frica, Frica... ¡Siempre has sido tan buena!... —No te preocupes... Se inclinó junto al moribundo. —No sé por qué. No quería... La lamentación quedó interrumpida y el hombre inclinó la cabeza contra el pecho. Frica miró a Poirot. —Sí, señora —dijo éste con una caricia en la voz—; está muerto. La Rice se levantó y le contempló largo rato. Le puso una mano sobre la frente, con un movimiento que me pareció de piedad. Luego, con un suspiro, se volvió a todos nosotros, diciendo quedamente: —Era mi marido. Yo murmuré: —J. Y Poirot, que cogió al vuelo ese sonido, aprobó de pronto, añadiendo: —Siempre presentí que debía de haber un J. ¿No se lo dije desde un principio? —Era mi marido —replicó la Rice con voz terriblemente fatigada. Cayó en la silla que le había acercado Lazarus. —Y ahora mismo... voy detalladamente a contárselo a ustedes todo... Era un hombre totalmente depravado: un morfinómano. Me había arrastrado al vicio. Luego intenté curarme cuando lo dejé. Y supongo que hoy... estoy ya casi curada... Pero ha sido difícil... Muy difícil. Nadie puede comprender lo difícil que es... Nunca había conseguido librarme de él... De cuando en cuando se presentaba a pedirme dinero..., intentando atemorizarme; si le hubiese negado yo cuanto me pedía, se hubiera matado. Ésa era su continua amenaza. Era un irresponsable. Estaba loco. Supongo que habrá sido él el asesino de Maggie Buckleys... No porque lo desease, desde luego, sino porque la haya confundido conmigo. Tal vez hubiera debido yo decirlo; pero en medio de todo, no estaba segura. Además, todos los casos extraños ocurridos a Esa me inducían a pensar que tal vez fuese otro el asesino. Puede haber sido otro... Hace dos días vi unas palabras escritas sobre una mesa en el saloncito de monsieur Poirot. Formaban parte de una carta que yo había roto. Entonces comprendí que monsieur Poirot estaba sobre la pista..., que en adelante era cuestión de días o de horas. Pero lo de los bombones envenenados, aquello no; no acierto a comprenderlo. Mi marido no pudo haber querido envenenar a Esa, no comprendo cómo pudo intervenir él en tan feo asunto. Lo he estudiado de mil modos, y no consigo hallar la relación. Se tapó el rostro con las manos... Poco después las retiró, y añadió con patética sencillez: —Ya lo he dicho todo. CAPÍTULO VEINTIUNO K. Lazarus, que había estado constantemente a su lado, murmuró: —Querida..., querida... Poirot se llegó hasta el aparador y llenó de vino un vaso. Se lo entregó a Frica y estuvo a su lado hasta que lo hubo vaciado. Después de darle las gracias con una sonrisa, le dijo la Rice: —Ya me he recobrado... ¿Qué es lo mejor que puedo hacer ahora? Miró a Japp, pero el inspector movió la cabeza: —Yo estoy de vacaciones, mistress Rice. Me encuentro aquí por complacer a un amigo de mucho tiempo. No por otra cosa. La Policía de Saint Loo es la que se cuida de las indagaciones. Entonces levantó Frica los ojos hacia Poirot. —¿Colabora usted con la Policía local? —Nunca. Soy un humilde consejero. —Monsieur Poirot —dijo vivamente Esa—, ¿no se podría guardar todo esto en silencio? —¿Es esto lo que usted quisiera? —Sí. Después de todo, yo soy la más interesada en estos sucesos. Ya no habrá más atentados contra mi persona. —No, es verdad. No habrá más atentados contra su persona... ahora. —Usted piensa en Maggie, monsieur Poirot. Pero nada podría devolverle la vida. Además, al descubrir las escenas de esta noche, se haría recaer un cúmulo de desdichas sobre Frica, que no se lo merece. —¿No se lo merece? ¿Está usted segura de ello? —Segurísima. Ya se lo dije antes que Frica tenía un marido pérfido, y esta noche ha podido usted verlo por sí mismo... Ahora ya ha muerto. Sea esa muerte el fin de tan tormentosa historia... Dejemos que la Policía busque al asesino de Maggie. No lo encontrará, y nada más. —¿Así, pues, su idea es precisamente dejar todo en silencio? —Sí, sí, por favor, se lo ruego, querido monsieur Poirot. Hércules miró lentamente en torno suyo, preguntando: —¿Qué dicen ustedes? Cada cual habló a su vez. —Acepto —fui yo el primero en decir, respondiendo a su muda pregunta. —Yo también —añadió al momento Lazarus. —Es lo mejor que se puede hacer —afirmó Challenger. Y Croft exclamó con voz bien decidida: —Olvidemos cuanto ha ocurrido aquí esta noche. Mistress Croft, volviéndose a Esa, suplicó: —No sea severa conmigo, querida. Ésa la miró de arriba abajo, desdeñosa, fría, sin añadir una palabra. —¿Y usted, Helen? —Ni yo ni William diremos nada, puede usted estar tranquilo, señor; en boca cerrada no entran moscas. —¿Y usted, míster Vyse? —Éstas no son cosas que se puedan callar —repuso el abogado—. Al contrario, han de denunciarse a la autoridad judicial. —¡Charles! —exclamó Esa. —Me desagrada, prima, pero yo considero los hechos en su aspecto legal. Poirot rompió a reír, y dijo: —Son, pues, siete contra uno. El bueno de Japp se mantiene neutral. —Yo estoy de vacaciones —dijo Japp sonriendo—. Yo no cuento. —Siete contra uno. Sólo el abogado Vyse se ha puesto de parte de la ley, del orden... Vyse, es usted un hombre de carácter. Vyse se encogió de hombros y replicó: —La situación es clara. No cabe duda acerca de lo que ha de hacerse. —Sí. Es verdad. Usted es un hombre honrado... Pues bien: también yo quiero estar con la minoría. Opto también por la verdad. —¡Monsieur Poirot! —exclamó Esa. —Señorita, usted fue la que me arrastró a esta aventura. Usted, quien me indujo a cuidarme de ella. Ahora no puede obligarme a callar. Levantó el índice con un movimiento de amenaza que le conocía muy bien. —Siéntense todos y les diré... la verdad. Obedientes a la orden dada, sentáronse todos, mirándole. —Escuchen ustedes. He aquí una lista: la de las personas relacionadas con el delito. La había señalado con las letras del alfabeto, desde la A hasta la J. Ésta era el símbolo de un desconocido relacionado indirectamente con el hecho por alguna conexión con los demás. Hasta esta noche no supe quién era, pero estaba seguro de su existencia. Los acontecimientos de esta noche me han probado que tenía razón. Luego, esta mañana, comprendí de pronto que había una grave omisión y añadí otra letra a la lista: una K. —¿Otro desconocido? —preguntó Vyse. —No precisamente. La J simboliza un desconocido. Otro desconocido hubiera sido representado simplemente por una segunda J. La K tiene un significado distinto. Indica una persona que hubiera debido ser incluida en la lista original y que por un descuido mío se había quedado fuera. Se inclinó hacia mistress Rice: —Tranquilícese, señora. Su marido no cometió ningún crimen. Quien dio muerte a miss Maggie es la persona simbolizada con la letra K. La Rice tuvo un sobresalto y preguntó: —¿Y quién es K? Poirot hizo una ligera seña a Japp. Y entonces éste se levantó, y con la clara y pausada voz que varias veces le había oído yo en las salas de la Audiencia, refirió pausadamente: —De conformidad con las instrucciones recibidas, he llegado a La Escollera a primera hora de la noche. Monsieur Poirot me introdujo aquí, a escondidas, y me ordenó que me ocultase detrás de una cortina, en el salón de recepciones. Cuando la comitiva estuvo aquí por completo entró una joven en el saloncito, encendió la luz, llegóse a la chimenea y, me parece que apretando un muelle, abrió un pequeño escondrijo disimulado en la pared. Del nicho sacó una pistola y con esa arma en la mano salió del cuarto. Yo la seguí, y apenas cerrada la puerta, pude observar desde un tragaluz todos sus movimientos. Los que han venido aquí han dejado sus capas y abrigos a la entrada. La joven quitó cuidadosamente el polvo de la pistola con el pañuelo y la metió en el bolsillo de un abrigo gris, el de mistress Rice. Esa profirió un grito, diciendo: —¡No es verdad! ¡Es una sarta de mentiras! Pero Poirot, señalándola con el índice, exclamó: —He aquí la K de mi lista: miss Esa es la que mató a su prima. —Pero ¿están ustedes locos? ¿Por qué iba yo a matar a Maggie? —Para apropiarse de la fortuna que le había dejado a ella Michael Seton. También su prima era una Magdalena Buckleys, y el aviador era el prometido de esa Magdalena, no de usted. —Usted..., usted... Esa temblaba como una hoja y no conseguía articular una palabra. Poirot se volvió de nuevo a Japp y le preguntó brevemente: —¿Ha telefoneado a la Policía? —Sí; esperan ahí, en la entrada. Ya traen el auto de prisión. —¡Están todos ustedes locos! —gritó la cada vez más enfurecida Esa, antes de acercarse corriendo a mistress Rice. —Frica, dame tu reloj de pulsera como recuerdo. Lentamente mistress Rice se quitó del brazo el reloj y se lo entregó a su amiga. —¡Gracias!... Veremos... ¡Por fin acabará esta ridícula comedia!... —Usted la ha querido, la ha ideado, la ha representado... —tronó mi amigo—. Pero ha hecho usted mal en confiar la parte principal a Hércules Poirot. Se ha equivocado usted de medio a medio. ¡Ahí ha estado, señorita, su grave error, enorme, descomunal! CAPÍTULO VEINTIDÓS CÓMO SE LLEVÓ TODO A CABO —¿Quieren ustedes que se lo explique? Para dirigirnos esa pregunta, Poirot había esperado a que nos trasladásemos al salón de recepciones. Aquí, sin siquiera decirlo, todos estábamos de acuerdo en considerar insoportable la macabra compañía de un muerto. Al pasar de una habitación a otra, se había reducido el grupo. Los Wilson se habían retirado discretamente. Los Croft tuvieron que dejarse conducir por la Policía. Así que solamente quedaron cinco alrededor de Poirot, es decir, mistress Rice, Lazarus, Challenger, Vyse y yo. —He de confesar —empezó diciendo Hércules— que me he dejado engañar, engatusar como un necio. La joven Esa me ha hecho andar de cabeza, a su capricho. ¡Ah, señora, cuánta razón tiene usted al decir que su amiga es una simuladora muy astuta! —Esa siempre ha dicho mentiras —aseguró con mucha calma mistress Rice—. Y por eso no podía yo creer que fuesen verdad aquellos peligros de que tan maravillosamente se había librado. —i Y yo, imbécil de mí, que lo he creído todo!... —¿No eran ciertos? —exclamé, casi atontado de estupor. —Fueron inventados, bastante ingeniosamente, para crear cierta impresión. La impresión de que miss Esa tenía su vida seriamente amenazada. Pero volvamos más atrás. Les explicaré la historia tal como la he reconstruido, y no como he tenido que ir adivinándola poco a poco. Al principio de los accidentes teníamos una muchacha joven, bella, desprovista de escrúpulos, apasionada y fanáticamente apegada a su propia casa. Charles Vyse exclamó: —Ya se lo había dicho yo. —Y decía usted bien. Ésa estaba enamorada de La Escollera. Pero no tenía dinero, la casa estaba hipotecada, la necesidad de dinero era urgente y no tenía a quién acudir. En Le Touquet encontró al joven Seton y lo conquistó. Ella sabía que, según toda probabilidad, el aviador heredaría la fortuna de un tío millonario. Bien; empieza a aparecer su estrella. Se puede permitir toda esperanza. Pero él no siente por ella un profundo amor; le agrada, la juzga divertida, pero no está enamorado de veras. Encontrándola otra vez en Scarborough, se la lleva de excursión en aeroplano, y al regreso de esa excursión... ocurre la catástrofe. Seton conoce a Maggie Buckleys y al momento se enamora de ella perdidamente. Esa queda asombrada. ¡Su prima, que a ella ni siquiera le parece guapa! Pero a los ojos de Seton es «distinta». Es la esperada, la soñada, la única... Los dos jóvenes se prometen secretamente y una sola persona, por la fuerza de las cosas, sabe que están prometidos: Esa. La pobre Maggie está muy contenta de tener alguien con quien confiarse. Indudablemente lee a su prima parte de las cartas del novio. Y así, se entera Esa del testamento del aviador. De momento, no da gran importancia a la cosa, pero no la olvida... Y en esto acaece la imprevista muerte de sir Mateo, precisamente en los días en que empezaban a surgir temores acerca de la suerte de su heroico sobrino. Entonces se forma en la mente de miss Esa un plan criminal. Seton no podía saber que su verdadero nombre es Magdalena, pues él la conocía sólo por Esa. El testamento es sencillísimo; nada más que la mención de un nombre. Y ese nombre ha sido ya unido por la gente al suyo. Si llegase Esa a proclamarse prometida del aviador, a nadie asombraría; pero para llevar a cabo el plan es preciso quitar de en medio a la prima. El tiempo apremia. Esa invita a Maggie a pasar unos días en La Escollera, y mientras se prepara para recibirla, se libra de varios peligros mortales: el cuadro cuya cuerda de sostén corta ella..., el freno averiado, el pedrusco que rueda... Esto tal vez no surgiera de ella y se limitara Esa a inventar haber pasado por el sendero en el instante del desprendimiento. Luego ve mi nombre en un periódico (bien lo decía yo, Hastings, que el nombre de Hércules Poirot es conocido de todos) y tiene la audacia de hacerme cómplice suyo. La bala que atraviesa el sombrero y viene a parar a mis pies. ¡Ingeniosa comedia! ¡Y yo caigo! ¡Y yo creo en el peligro que la amenaza! ¡Y ella tiene ya de su parte un testimonio autorizado!... Y yo me presto ingenuamente a su juego, insistiendo para que llame a una amiga a su lado. Aprovecha la ocasión al vuelo y suplica a Maggie que anticipe un día su llegada. Qué fácil es el delito a partir de ese momento. Al final de una cena, el lunes pasado, nos deja para ir a enterarse por la radio de la muerte de Seton y, por consiguiente, para ultimar los preparativos del golpe. Sabe que tiene tiempo de apoderarse de las cartas escritas por Seton a su prima. Las lee. Escoge las que responden mejor a su objeto y las guarda en su cuarto, destruyendo las otras... Por la noche, ella y su prima se apartan del espectáculo de los fuegos para volver juntas a la casa. Esa induce a su compañera a que se ponga su mantón. Luego la deja salir y, siguiéndola de cerca, le larga tres tiros. Entra inmediatamente en casa, oculta la pistola en el escondrijo, cuyo secreto cree ella ser la única en conocer, y va arriba, a su cuarto. Espera en el primer piso, hasta que oye unas voces... Se ha descubierto el cadáver... Todo ha salido con arreglo a sus previsiones. Baja corriendo y sale por la puertavidriera... ¡Qué bien recita su papel! ¡Admirable! La criada dice que en esta casa se respira una influencia malsana. Me siento inclinado a darle la razón y a decir que en su casa se ha inspirado Esa para hacer lo que ha hecho. —¿Y los bombones envenenados? —preguntó Rice. —Entraban en el plan que había de desenvolverse. Un nuevo atentado contra su vida, producido después de la muerte de la prima, había de suministrar una prueba palpable de que a aquélla la mataron por equivocación. Cuando creyó llegado el momento oportuno, llamó por teléfono a mistress Rice y le pidió que le comprase una caja de bombones. —¿Era de veras su voz? —Sí. ¡Cuan a menudo la verdadera explicación es también la más clara! A su voz dio ella ciertas inflexiones un poco insólitas para que usted, si fuese interrogada acerca de ello, no pudiera responder con mucha certeza sobre ese punto. »Y cuando llegó la caja de bombones al sanatorio, ¡qué fácil era también entonces la línea de conducta que había de seguirse! Llenó de cocaína tres bombones. Miss Esa llevaba encima, muy bien escondida, una buena dosis de la droga. Tomó uno de los bombones envenenados, de modo que pudiera enfermar, pero no mucho. Sabía exactamente la cantidad que podía absorber y la serie de síntomas que exagerar. En cuanto a la tarjeta... ¡Qué cosa más fácil! Adoptó la que acompañaba mi canastilla de flores... Es sencillo, ¿verdad? Pero había que pensar en ello. Hubo una pausa, tras la cual preguntó la Rice: —¿Y por qué habrá puesto la pistola en mi abrigo? —Me esperaba su pregunta, señora. Es muy natural que se le ocurriera. Dígame... ¿No ha advertido usted un cambio en los sentimientos de miss Esa con respecto a usted? ¿No ha sospechado nunca que la amistad de otro tiempo se hubiese convertido en... en odio? —Es difícil decirlo —repuso lentamente Frica—. Nuestra vida era sincera. En un tiempo me quería mucho. —Y dígame usted, míster Lazarus... Comprenderá que éste no es momento para falsas modestias: ¿ha habido alguna vez cierta ternura entre usted y miss Esa? Lazarus negó moviendo la cabeza y comentando luego: —Durante cierto tiempo me pareció atractiva; luego, no sé por qué, ya no me gustaba. —¡Ah! —exclamó Poirot—. Su trágica suerte ha dependido precisamente de eso: de que atraía a la gente y luego ya no gustaba. Usted, en vez de encontrarla cada vez más simpática, se enamoró de su amiga. Y Esa, al verse apartada, empezó a detestar a la señora... que tenía a su lado un amigo rico. Aún la quería el invierno pasado, en la época en que hizo el testamento; pero después variaron sus sentimientos. Se acordó de aquel testamento. No sabía que los Croft lo habían retenido y que, por tanto, nunca había llegado a su destino. Mistress Rice, así hubiera razonado la gente, tenía ahora un motivo para desear la muerte de Esa. Así, pues, decidió pedir por teléfono a esta señora la caja de bombones... Esta noche tenía que leerse el testamento que la nombraba su segunda heredera. Luego hubieran encontrado un revólver en el bolsillo de su abrigo, precisamente el revólver que dio muerte a Maggie Buckleys. La señora, al notar que llevaba un arma encima, se hubiera traicionado por el acto mismo con que hubiese intentado librarse de ella. —Debe de haberme odiado —murmuró Frica. —Sí, señora. Porque usted posee lo que ha sido negado a su supuesta amiga: el arte de hacerse amar y de mantener constante el amor. —Seré muy estúpido —dijo, al llegar a esto, el comandante—; pero aún no he comprendido con certeza lo del testamento. —No, pues eso es una cosa distinta. Distinta y muy sencilla. Los Croft están aquí, retirados, para eludir las investigaciones de la Policía. Esa ha de sufrir una operación... Nunca ha pensado en hacer testamento. Los Croft, comprendiendo inmediatamente la posibilidad de un buen golpe, la convencen para que redacte uno y se encargan ellos de echarlo al correo. Meditan que si sucede una desgracia, es decir, si muere miss Esa, pueden presentar un testamento apócrifo que, después de una alusión a Philip Buckleys y a Australia, instituya heredera universal a mistress Croft. Pero como la testadora repone su salud, la falsificación ya no tenía razón de ser..., al menos de momento. De pronto, empiezan los atentados contra la vida de Esa. Los Croft vuelven a cobrar esperanzas, y finalmente, cuando yo anuncio la muerte de miss Esa, se apresuran a disfrutar la espléndida oportunidad. El documento falsificado es enviado inmediatamente al abogado Vyse. Claro está que, lo primero de todo, los Croft creen que miss Esa es mucho más rica de lo que en realidad era. Ellos no saben nada de la hipoteca... —Lo que yo quisiera saber —preguntó Lazarus— es cómo se ha arreglado usted para desenredar toda esa maraña. ¿Cuando empezó usted a sospechar? —¡Ah! Me da vergüenza confesarlo. He empezado tarde, muy tarde. De algunas cosas estaba yo muy convencido. Otras me chocaban... Advertí ciertas contradicciones en las afirmaciones de miss Esa y de otras personas; por desgracia, creía yo en las palabras de Esa. Luego, de repente, tuve una revelación. Miss Esa cometió un grave error. Por querer ser demasiado astuta, se dejó llevar a hacer más de lo necesario. Cuando yo le recomendé que llamase a una amiga suya para que le hiciese compañía, no me dijo que ya había invitado directamente a su prima. Por lo visto, al proceder así, creería eludir mejor las sospechas, pero se equivocó. Porque Maggie Buckleys, apenas llegada a Saint Loo, escribió a los suyos, y en su sencilla cartita puso una frase que al momento me pareció extraña: «Pero no comprendo por qué ha telegrafiado de ese modo, pues hubiera sido lo mismo que llegase yo el martes.» La alusión al martes llegaba inesperada y sólo podía explicarse suponiendo que miss Maggie había recibido ya una invitación para aquel día. Entonces, por primera vez, empecé a juzgar a Esa desde otro punto de vista bien distinto. Examiné sus afirmaciones, en vez de creerlas indiscutibles; me decía a mí mismo: «Supongamos que esto o aquello sea infundado. ¿A qué resultado se podría llegar aceptando como verdadero no lo que dice ella, sino lo que se afirma distintamente de lo que ella dice?» Después de examinar bien todas las contradicciones, pensé: «Vamos a lo esencial. ¿Qué ha sucedido realmente?» Y entonces vi claro que la única cosa realmente sucedida era el asesinato de la joven Buckleys. Eso y nada más. ¿Y quién podía haber deseado matarla? Me acordé entonces de que el verdadero nombre de Maggie era Magdalena, pues me lo había dicho la misma Esa, al comunicarme que era un nombre muy usado en su familia, que había dos Magdalenas Buckleys... Repasé mentalmente todo lo que había leído de la correspondencia de Seton... Si podía ser... En las cartas del aviador había una alusión de Scarborough. Pero allí Maggie había estado con Esa, me lo había dicho su madre... De ese modo venía a aclararme ya un punto oscuro: me habían llamado la atención las pocas cartas guardadas... Cuando una joven guarda las cartas del novio, las guarda todas... ¿Por qué, pues, eran aquéllas tan pocas? ¿Qué tenían de común todas ellas? A fuerza de reflexionar, recordé que en ninguna de aquellas cartas estaba escrito el nombre de la destinataria. Empezaban todas de distinto modo, todas con un adjetivo cariñoso, pero en ninguna se leía la palabra «Esa». Además, otra circunstancia extraña que hubiera debido advertir al momento y que proclamaba muy alta la verdad... —¿Cuál era? —pregunté yo ansioso. —El hecho de que habiendo sido Esa operada del apéndice el veintisiete de febrero, una carta de Seton fechada el dos de marzo no revela el menor indicio de ansiedad ni contiene ninguna alusión a la enfermedad, lo cual parece extraño... Eso hubiera debido darme a entender desde el primer instante que las cartas no iban dirigidas a ella... Entonces volví a examinar, a la luz de la nueva idea, toda una serie de preguntas ya meditadas mucho tiempo. En todas o en casi todas el resultado del examen fue simple y convincente. Además, encontré la verdadera solución de una adivinanza embarazosa. Cuando me pregunté por qué se había comprado un vestido negro miss Esa, no pensaba yo en modo alguno que su vestido tenía que ser del mismo color del de su prima y que la única diferencia entre las dos había de consistir en el mantón de Manila encarnado. Pero la primera respuesta imaginada nunca me satisfizo plenamente; porque, después de todo, es difícil creer que una muchacha se vista de luto cuando aún no está segura de la muerte de su novio. Por todo lo cual, me decidí yo a representar también mi pequeño drama, y se ha efectuado la circunstancia por mí prevista. Esa había negado obstinadamente la existencia del nicho secreto. Ahora bien: si existía, y no veo por qué lo hubiera podido afirmar en falso la criada, miss Esa lo conocía seguramente. ¿Por qué lo había negado con tanta vehemencia? Es posible que en aquel hueco se escondiera la pistola y que se escondiera allí con la recóndita intención de hacer recaer las sospechas en algún otro personaje. Le di a entender que sobre mistress Rice pesaban los más graves indicios. Eso era conforme a sus propósitos. Como yo preví, no supo resistir a la tentación de añadir una prueba más contra su amiga, una prueba suprema, aplastante. Además, era cosa más segura para ella. El escondrijo secreto podría llegar a ser descubierto por la criada y con la pistola dentro. Y hace un rato, cuando todos estábamos reunidos ahí, ha querido ella aprovechar el momento para sacar la pistola del nicho y meterla en el abrigo de la señora... Y así es cómo, por fin, se ha descubierto ella misma. —Sin embargo, no puedo arrepentirme de haberle cedido mi reloj... —Sí, señora. La Rice exclamó casi gritando: —¿Sabe usted también eso? En aquel momento interrumpí yo para preguntar. —¿Y Helen sabía o sospechaba algo? —No. La he interrogado. Me ha dicho que se decidió a quedarse en casa aquella noche porque, repitiéndolo con sus propias palabras, sentía «que había algo en el aire». Supongo que Esa insistiría demasiado para decidirla a ir a ver los fuegos... Y ella había comprendido la antipatía de su ama por mistress Rice. Me ha dicho que «sentía en los huesos» que aquella noche había de suceder algo..., pero que creía que había de sucederle a Frica... Conocía el carácter de su ama, que, según ella, siempre había sido «una chiquilla extraña». —Sí —murmuró Frica—. Eso pensamos de ella. Una chiquilla extraña. Una pobre criatura que no conseguía dominarse... Yo, por lo menos, quiero creerla así. Poirot le tomó la mano y se inclinó gentilmente a besarla. Charles Vyse se movió penosamente: —Será un mal asunto... Sea como fuere, deberíamos unirnos para defenderla. —No creo que sea necesario —repitió pausadamente Hércules Poirot—; cuando menos, si es verdad lo que sospecho. Y volviéndose de pronto a Challenger —¿No es usted el que introduce la droga en los relojitos de pulsera? —Yo... Yo —balbució el marino muy sorprendido. —No intente echárselas de bonachón para engañarnos... Usted habrá engañado al amigo Hastings, pero no a mí... Sacan ustedes pingües ganancias, usted y el tío de Harley Street, con el comercio de drogas estupefacientes. —¡Monsieur Poirot! Challenger se había puesto en pie de pronto. Hércules le envolvió en una plácida mirada. —Usted es el útil «solterón». Niéguelo si quiere. Pero si no quiere que intervenga la Policía en sus actos, le aconsejo que se vaya. Y con gran sorpresa mía, Challenger se fue. Salió de la casa corriendo. Yo miraba la escena con la boca abierta. Poirot reía: —Ya se lo he dicho, querido: sus instintos siguen siempre pistas falsas. Es una asombrosa especialidad suya. —¿Había cocaína en el reloj de pulsera? —Sí; y así es cómo miss Esa pudo tenerla en el sanatorio consigo. Y como su provisión se acabó con los bombones de chocolate, ha pedido el reloj de la señora, porque sabía que estaba lleno. —Según usted, ¿no puede prescindir ella de la cocaína? —No, no; Esa no es cocainómana; alguna vez de cuando en cuando..., por extravagancia, nada más. Pero esta noche necesitará la droga por otro motivo. Esta vez la dosis era completa... —¿Quiere usted decir...? —no pude llegar a terminar la frase. —Sí, es el mejor camino que puede seguir... Siempre es preferible eso a la cuerda del verdugo, pero silencio. No debemos hablar en presencia del abogado Vyse, columna del orden y de la ley. Oficialmente yo no sé nada. El contenido del reloj de pulsera es simple suposición mía. —Sus suposiciones son siempre exactas —dijo tristemente la Rice. —Tengo que irme —declaró Charles Vyse abrumado, bajo su fría apariencia, sabe Dios por qué dolorosos pensamientos. Apenas hubo desaparecido el abogado, Poirot miró uno después de otro a Frica Rice y a Lazarus. —¿Se casarán ustedes ahora? —Lo antes posible —respondió el joven. —En realidad, monsieur Poirot —añadió ella—, no soy tan viciosa como usted cree. Me he curado casi completamente, y ahora con la felicidad en perspectiva... creo que ya no necesitaré reloj de pulsera. —Le deseo que sea muy feliz, señora —dijo cordialmente Poirot—; usted ha padecido mucho, y a pesar de todas las penas sufridas, sigue siendo misericordiosa... —Yo la cuidaré mucho —declaró con ímpetu Jim Lazarus—. Mis negocios no van muy bien, mas espero salir adelante... Y aunque todo continuase mal..., Frica se resignaría a ser pobre..., como yo. Mistress Rice levantó la cabeza sonriendo. —Es tarde —dijo Poirot después de mirar el reloj. Nos levantamos los cuatro. —Hemos pasado una extraña velada en esta extraña casa. Helen tiene razón en llamarla casa de mal agüero. Alzó los ojos en aquel momento hacia el retrato de aquel «demonio». Y con uno de sus originales arrebatos, preguntó a quemarropa: —Perdóneme, míster Lazarus. Sírvase darme respuesta a un problema que no he resuelto. ¿Por qué ofreció usted cincuenta libras por ese cuadro? Me gustaría saberlo. Lazarus le miró muy serio por un momento. Luego se decidió a sonreír y a explican —Verá usted, monsieur Poirot. Yo soy comerciante. —Ya. —Este cuadro no puede valer arriba de veinte libras esterlinas. Sabía que al ofrecerle cincuenta, a Esa se le hubiera metido en la cabeza que valía muchas más y hubiese mandado tasarlo... Hubiera tenido que convencerse de que el premio por mí ofrecido era superior en mucho al verdadero valor del cuadro. Si por segunda vez le hubiese yo propuesto la compra, ya se cuidaría de mandar tasar de nuevo el cuadro para cedérmelo. —Ya... ¿Y qué? —Ese cuadro vale lo menos cinco mil libras esterlinas —replicó lentamente Lazarus. —¡Ah! —exclamó Poirot con un gran suspiro de descanso. Y luego añadió, radiante—: Ahora ya lo sé todo. FIN