soledad, aunque su autor revele en ellas cierta voluntad de experimentación. Vargas Llosa no saca consecuencias, pero el lector no puede dejar de preguntarse si el colombiano será capaz de emprender mi nuevo rumbo en su anunciada novela. Drama, tensión y confianza llenan esta expectativa. — LUIS SAINZ DE MEDRANO ARCE (Lérida, yo, MADRID). Obras completas. Española, Madrid, 1971. MANUEL HALCÓN: Tomo I, 981 pp., Editorial Prensa Pródiga siempre o casi siempre en poetas de primera línea, por lo que toca a la narrativa sólo ahora puede adjudicarse a Andalucía cierta represenxatividad en las letras españolas. Desde hace quince o veinte años, la presencia de otros tantos y considerables narradores andaluces, novelistas y cuentistas, cae fuera de dudas; no entraremos aquí en la cuestión de si puede o no hablarse de un bum de la narrativa andaluza actual, tema bastante debatido hoy en diarios y revistas, incluso sin que sus términos—y ni siquiera los de la palabreja—hayan sido aún fijados' con la precisión que es del caso. Lo que sí resulta evidente es la existencia de un florecimiento sureño del género narrativo o, al menos, de todo un haz de buenos cultivadores andaluces del mismo. Pero tampoco entrarán estas notas en apresuradas—es decir, irresponsables—-relaciones de nombres. Se trata únicamente de dar cuenta del ingreso, en el terminante y comprometido terreno de las «obras completas», del novelista sevillano Manuel Halcón, y de dejar sugeridas, de paso, algunas señalizaciones conducentes a una pesquisa más detenida de su mayor o menor significación en los albores del informe, variopinto y disperso, pero no imaginario, movimiento de la narrativa andaluza contemporánea. E n esta primera entrega de sus Obras completas, integrada por los Recuerdos de Fernando Vülalón, Aventuras de Juan Lucas, La gran borrachera, Los Dueñas y Monólogo de una mujer pía, quedan de manifiesto todas las coordenadas de la labor novelística de Halcón, así como los elementos ambientales, humanos y literarios de que viene sirviéndose para realizarla. Nos referimos en primer lugar a dos características bastante orientadoras y que, entre otras muchas, hace notar Paulina Crusat en su prólogo de ochenta y cuatro apretadas páginas: en cuanto al desarrollo y a los procedimientos narrativos de Halcón, su fluidez y su prescin375 déncia de reiteraciones; en cuanto al mundo social, su singular e invariable enfoque, desde la perspectiva del autor, «como terrateniente en el campo andalu2 y miembro, en Sevilla, de una sociedad cuya intimidad siempre se ha dicho cerrada» (p. 14). Según la prologuista, este último factor es el que produce, básicamente, el «mundo propio» de Manuel Halcón, al depararle paisajes, gentes y atmósferas que, pese a su relevante llamatividad, «no habían sido aún explotados literariamente». Exacto o no tal juicio, son palmarias la continuidad y voluminosidad de la novelística halconiana en cuanto a ese punto concreto. Si otros narradores tocaron anteriormente las claves de ese mundo a que la Crusat se refiere, es evidente que ninguno lo había hecho antes' tan desde dentro ni tan por largo como el autor que nos ocupa. No de modo total, como en un Galsworthy o en un Faulkner, pero sí parcialmente, las novelas de Manuel Halcón tienden además a componer un amplio retablo general de determinadas tierras y núcleos humanos; su obra en bloque comporta una cierta intención de «novela-río», ya que reaparecen a lo largo de ella personajes, se dan continuidades familiares, sociales y geográficas en el tiempo y en el espacio, y es permanente el perspectivismo, la mirada desde arriba con que, en cualquier caso, están vistas por el autor sus criaturas y su escenografía narrativas1. Ejemplo bien significativo, desde las primeras páginas de este primer tomo de sus completas y concretamente en los Recuerdos de Fernando Villalón —poeta y ocasional adlátere de la generación del 27, labrador y ganadero, conde de Miraflores de los Angeles y tío del novelista—, son los capítulos dedicados al «Pernales», el último bandido andaluz a caballo, a quien Villalón conoció —también el narrador, en la niñez— y a quien, en su carácter de héroe popular, profesó el poeta ciertas admiración, protección y afecto. O he aquí por otra parte, en la misma biografía villaloniana, unas líneas del capítulo «Don Andrés y doña Ana)), padres del protagonista: La plaza de toros estaba llena y el palco, de la Maestranza mostraba su personal al pueblo, que entonces no odiaba a la aristocracia porque se limitaba a verla como en escaparate, sin intervención de la clase media, tal y como la clase media de hoy contempla a las figuras, del cinema, a quienes copia los ademanes, los trajes y los b«sos; sin mezclar a su admiración la envidia, por lo lejos que se encuentra de los buenos estudios cinematográficos (pp. 112-113). Sin un tono —ni un contenido implícito o explícito— de superioridad y de distancia, sin una actitud incomprensiva, que resultarían funestos en cualquier sentido; antes bien, con un espíritu permeable a las motivaciones del pueblo, muy sagaz en abundantes momentos "y aun cor376 dial, hacia los económica y socialmente débiles, la perspectiva de Manuel Halcón funciona desde arriba según ya indicamos1. Ciertamente, y como en el caso del mismo Galdsworthy, e igual que también pudiera decirse de Proust, ese contexto clasista nada quita o pone en la tarea novelística de Halcón como tal mecanismo literario—conviene dejarlo bien sentado—: la condiciona en parte, pero también la encauza y centra, constituyendo, desde luego, un punto muy interesante para su estudio. ¿Por qué escribo? •—se ha preguntado Manuel Halcón. Y se contesta—: Dejando de lado la escoria de la presunción y las destructoras o estimulantes rivalidades, más allá de la impúdica tendencia a comunicar la intimidad o la peripecia observada con exceso, está la ambición de crear, no un hijo de la mente, sino un segundo yo, lo más físico y andante posible, que nos alivie la pesadumbre de no haber sido tal cual creemos que era necesario para mantener en sosiego la conciencia, para darle cuerpo a la figura creada en proximidad máxima. Palabras que, de un modo u otro, parece conveniente tener en cuenta a la hora de ampliar y desmenuzar nuestras reflexiones inmediatamente anteriores, cuando se trate de llevar a efecto un panorama sociológico de la novelística del autor, y que también andan conectadas, por lo menos en parte, al comentario de Paulina Crusat referido a que, aunque Halcón evita las formas de la novela-río propiamente dicha, torna a los enlaces narrativos de un Balzac, «origen principal de la novela de complejidad y paso del tiempo». Y agrega a seguido la pro* loguista: La originalidad de Halcón consistió en emplear el procedimiento en tono menor y en trasplantar, a su manera rápida, un género que parecía reservado a la prolijidad. A su manera rápida. Toca ahí de lleno Paulina Crusat una tercera y señalada característica de las1 novelas de Manuel Halcón, que cuentan—al margen también de sus valores específicos—con una facilidad de lectura y una consiguiente capacidad de captación tan agradecibles, en los tiempos que corren, como —por citar cuatro polos diversísimos, coincidentes sólo en esa virtud—las de Pío Baroja, Gabriel García Márquez, el Luis Berenguer de El mundo de Juan Lobón o el Emilio Díaz Valcárcel de Figuraciones en el mes de marzo. Tampoco entraremos en la vigencia y el peso que tales factores de amenidad y sencillez puedan suponer en cuanto a los necesarios carácter, evolución y complejización de la novela de hoy; nos hemos limitado a señalar otro rasgo de la novelística halconiana. Desde luego, un estudio medianamente satisfac377 torio de la obra narrativa de Manuel Halcón presentaría múltiples facetas, líneas y despliegues, que estos párrafos, de elemental marcación, no han aspirado a indicar.—FERNANDO QUIÑONES (María Auxiliadora, 5, MADRID). LECTURA DE POESÍA VENEZOLANA N o sé si porque ha habido dos o tres figuras capitales, monstruos sagrados que han acaparado con toda justicia la mayor atención de críticos y lectores; no sé si es porque la narrativa ha sabido encontrar las claves para llegar a ese más allá necesario o simplemente porque ha sido difundida con más entusiasmo y mejor promocionada; pero la verdad es que la poesía hispanoamericana es la gran desconocida en España. Salvados los nombres' cimeros de un Asunción Silva, José Martí, Darío, Gabriela Mistral, Borges, Neruda, Vallejo, Octavio Paz..., la poesía en Hispanoamérica era un ente casi, casi de ficción para los lectores castellanos de esta parte del Atlántico. Era, desde luego, una actividad lejana e ignorada (y en parte lo sigue siendo todavía hoy). ¿Por qué? Aventurar respuestas siempre es peligroso; pero yo me atrevería a argüir que en la poesía de los países de la América de habla hispana ha habido mayor mimetismo con respecto a la poesía europea, menos originalidad, menos toma de contacto con los problemas verdaderos y con las verdaderas fuentes creadoras de cada sitio, lo que no ha sucedido con la prosa. Así ha podido decir un escritor venezolano: . . . n o supimos, ni pudimos, ni concebimos la realidad nacional afincada en personajes de más tardía aparición como Pedro Páramo o lugares como Macondo. Ese fue nuestro talón de Aquiles. Estábamos más cerca de la técnica del Ulysses, que nos seducía, que del palpitar de nuestra gente, de nuestro pueblo (1). De ahí que los poetas cubanos de la pre y posrevolución castrista fuesen referencia casi obligada al hablar de la más reciente poesía de Hispanoamérica. La historia es más larga; las causas, desde luego, bien merecen sereno y detenido estudio; pero basten estas líneas y estos ejemplos aducidos para que tomemos contacto con un fenómeno, el de la poesía, que, como en el caso de España, ha quedado oculto (1) HÉCTOR M U G I C A : «Contrapunto: lo que hicimos y lo que ya no podemos hacer», ínsula, 272-273. Madrid 1969. 378