34 LA VANGUARDIA S O C I E D A D LUNES, 9 OCTUBRE 2006 “Cristo en el limbo”, obra de Jacopo Bellini (siglo XV), del museo cívico de Padua. La pintura evoca el descenso de Jesús a los infiernos para liberar a los justos El limbo avanza hacia el cierre Teólogos católicos proponen al Papa actualizar la doctrina sobre el destino de los niños fallecidos sin bautizar MARÍA-PAZ LÓPEZ Roma. Corresponsal l destino de los bebés fallecidos sin recibir el bautismo, que la doctrina católica situaba hasta hace poco en el limbo –una suerte de sala de espera sin pena ni gloria hasta el juicio final–, cambiará para mejor si cuajan en un documento, que firmará el Papa, las conclusiones de la Comisión Teológica Internacional reunida la semana pasada en el Vaticano por convocatoria papal. Treinta teólogos de varios países, entre ellos laicos y mujeres, analizaron esta cuestión, planteada por Juan Pablo II hace dos años, y recogida por Benedicto XVI, y concluyeron que la idea del limbo “no es esencial ni necesaria, y puede ser abandonada sin problemas de fe”. El documento que debería cerrar las puertas de ese ámbito ultraterreno se espera para finales del 2007, a pesar de que el limbo no ha sido nunca dogma de fe, y de que ya ahora los niños muertos sin bautizar son confiados “a la misericordia de Dios”, como decía el catecismo de 1992, publicado por Juan Pablo II. El asunto, que podría contemplarse como una disquisición teológica de aroma medieval, precisa urgente solución para los católicos por motivos bien actuales, según declaró el arzobispo estadounidense William J. Levada, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que presidió los trabajos de la comisión. “Está aumentando el número de bebés no bautizados en las sociedades occidentales, marcadas por el relativismo cultural y el pluralismo religioso”, alertó Le- E Juan Pablo II confía los bebés fallecidos “a la misericordia de Dios” en el catecismo de 1992 vada. En caso de fallecer, el destino de estos niños a quienes sus padres eligen no bautizar, y mientras no se fije definitivamente la doctrina al respecto, sería ir al limbo. Allí irían también los bebés muertos en el parto, o al poco de nacer, pero en puridad también los fetos abortados voluntaria o espontáneamente, los embriones, y los óvulos fecundados, a quienes la Iglesia católica considera seres humanos con alma. “El limbo no ha sido nunca una verdad de fe. Yo dejaría caer este concepto, que siempre ha sido sólo una hipótesis teológica”, afirmó en 1984 Joseph Ratzinger, entonces cardenal prefecto de la Doctrina de la Fe, en el libro entrevista Informe sobre la fe, del periodista italiano Vittorio Messori. La noción del limbo surgió de un dilema que inquietaba a la Iglesia católica al abordar la salvación: ¿qué sucede con los niños muertos sin bautizar, inocentes sin culpas propias para ser condenados al infierno, pero portadores del pecado original generado por Adán y Eva –pecado sólo liquidable con el bautismo–, y que por tanto no pueden ir al cielo? Se hablaba del asunto hacía siglos, tras las dudas suscitadas por san Agustín, pero la teología no incorporó la palabra limbo hasta el siglo XII, por obra del teólogo Pietro Lombardo. Junto a ese limbo infantil, se perfiló un limbo de los justos, también llamado “de los padres”, o “seno de Abraham”, donde fueron ubicados los hombres y mujeres justos que habían vivido y muerto antes de Jesucristo y que, por motivos obviamente distintos a los de los bebés, tampoco habían recibido el bautismo. Allí se hallaban los profe- tas y patriarcas de Israel, e incluso los sabios de la antigüedad griega y latina, pues la imagen agradó mucho a los poetas. En el siglo XIII, Dante Alighieri ubicó en ese limbo, donde moraba el poeta Virgilio, uno de los episodios de su descenso a los infiernos en La divina comedia: “Sentí en el corazón una gran pena, puesto que gentes de mucho va- En la visión católica, al limbo van los bebés muertos al nacer, pero también los fetos y los embriones lor vi, que en el limbo estaba suspendidas”. Durante siglos, el temor de los fieles a que sus hijos, muertos durante el parto o antes de nacer, acabaran en el limbo, propició bautizos a toda prisa, e incluso cesáreas a madres fallecidas para bautizar al bebé y ahorrarle ese compás de espera. “Sabemos que durante muchos siglos se pensaba que estos niños iban al limbo, donde gozaban de una felicidad natural, pero no tenían la visión de Dios –explicó a Radio Vaticano el jesuita mallorquín Luis Ladaria, secretario general de la Comisión Teológica Internacional–. A causa de los recientes desarrollos no sólo teológicos, sino también del magisterio, esta creencia hoy está en crisis.” En su día, la “hipótesis teológica” de que hablaba Joseph Ratzinger logró introducirse en la tradición, y adquirió tal solidez y predicamento que llegó a figurar en el catecismo de Pío X, publicado en 1904 y utilizado durante casi todo el siglo XX: “Los niños muertos sin bautizar van al limbo, donde no gozan de Dios pero no sufren, porque teniendo el pecado original, y sólo ese, no merecen el cielo, pero tampoco el infierno o el purgatorio.” A la Iglesia católica de los tiempos modernos le duele no enviar a esos niños directamente al cielo, pero el pecado original y el bautismo no son para los teólogos asuntos baladíes. En el caso de los inocentes bebés, afirmó el obispo Bruno Forte, también miembro de la comisión, “parece que el poder salvífico de Cristo debería prevalecer sobre el poder del pecado”.c LA GEOGRAFÍA DEL MÁS ALLÁ Juan Pablo II dibujó al final de su pontificado una “geografía del más allá” más acorde al lenguaje contemporáneo, concibiéndola como varios “estados”, no lugares físicos. La división de ese espacio reservado a las almas de los difuntos se había consolidado en cinco ámbitos a partir de santo Tomás de Aquino: cielo, infierno, purgatoCIELO. El catecismo define el cielo como un “estado de felicidad suprema y definitiva”, al que acceden quienes mueren en la gracia de Dios y no necesitan purificación suplementaria. El arte de todos los tiempos lo ha plasmado en forma aérea y azul, entre nubes y ángeles vestidos de blanco, o en forma de paraíso. La Biblia lo ubica en el jardín del Edén, del que Adán y Eva fueron expulsados por saltarse la prohibición divina de comer la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal, y manchar así a la humanidad con el pecado original. Según la Iglesia católica, dicho pecado se elimina sólo con el bautismo. INFIERNO. Del latín infernus (que está debajo), el infierno consiste en la “condenación eterna de quienes mueren en pecado mortal por libre elección”, y la pena principal que conlleva es “la separación eterna de Dios” (pena de daño), único modo en que, según la doctrina católica, el ser humano alcanza la felicidad a la que aspira. En los Evangelios, Jesús menciona “el fuego rio, y limbo, dividido en el limbo de los justos y el de los niños. El nuevo catecismo, firmado por Benedicto XVI en el 2005, menciona sólo los tres primeros ámbitos, y en cierto sentido alude sin citarlo al limbo de los justos. El limbo de los niños ya había desaparecido del catecismo anterior, publicado por Juan Pablo II en 1992. eterno” al que serán castigados estos pecadores, por lo que la iconografía ha visto siempre el infierno como un lugar de suplicio en llamas, atizadas por Satanás y sus secuaces. De hecho, aparte de la pena de daño, está también prevista la pena de sentido, es decir, sufrimiento físico. PURGATORIO. Pueblan el purgatorio las ánimas de quienes mueren “en la amistad de Dios” y, “aunque seguros de su salvación eterna”, precisan todavía un plus de purificación antes de poder entrar en el paraíso celeste. El catecismo recuerda que ayudarles está en manos de los vivos; los fieles pueden rezar por ellos, y ofrecer misas, limosnas, indulgencias, y hacer penitencia. La Biblia no cita el purgatorio, pero algunos pasajes sugieren su existencia. Definirlo costó gran debate en la edad media, y quedó fijado como tal en el concilio de Florencia de 1439. LIMBO DE LOS NIÑOS. De latín limbus (borde, orilla), el limbo ha sido visto tradicionalmente como una especie de antesala del juicio final, sin dolor ni gozo, en la que moran los niños muertos sin haber recibido el bautismo, que carecen de culpas, pero que cargan con el pecado original. La noción del limbo de los niños se desarrolló a partir del siglo XII, con tal fortuna que llegó a figurar en el catecismo de Pío X, publicado en 1904: los niños están allí “porque teniendo el pecado original, y sólo ese, no merecen el cielo, pero tampoco el infierno o el purgatorio”. LIMBO DE LOS JUSTOS. El catecismo habla de “los infiernos” (en plural, no confundir con el infierno), a los que descendió Jesús después de su muerte y antes de su resurrección, como el estado en que se hallaban todos los que habían muerto antes que Jesús, tanto justos como pecadores. A pesar de esta mezcla de buenos y malos, cuajó la noción de un limbo de los justos, en el que moraban los profetas y patriarcas de Israel, e incluso algunos sabios de la antigüedad. Según el Nuevo Testamento, con el descenso de Jesús a esos “infiernos”, los justos fueron liberados, con lo cual su limbo, en pura lógica, lleva siglos vacío.