PRÓLOGO DEL PROFESOR BALDO KRESALJA Debe quedar claro desde el preciso momento en el que usted lector posa sus ojos en la primera palabra de la página primera de este libro: su autor, el distinguido profesor Gunther Gonzales Barrón, está convencido que toda construcción jurídica se cimenta en la inalienable dignidad del ser humano y en la protección de los derechos propios de esa condición. Es probable que muchos compartan esta premisa, pero son pocos los que llevan las conclusiones que de ello se derivan hasta sus últimas consecuencias en el análisis y expresión de un derecho que muchos consideran incuestionable en su actual formulación civilista: la propiedad. Esa convicción lleva aparejada otra: el poder estatal en nuestro mundo globalizado está mediatizado por el reconocimiento de la tolerancia y la internacionalización de los derechos humanos, cuyo respeto es hoy una obligación moral, política y jurídica. Gonzales Barrón afirma que busca superar los dogmas del Derecho Civil tradicional y exponer la esencia de la propiedad desde una perspectiva superadora del individualismo y ajustada al sistema internacional de los derechos humanos. Para tal efecto se apoya en la más moderna doctrina internacional, fundamentalmente europea; en el estudio de nuestro Código Civil y del sistema internacional de los derechos humanos; el análisis del contenido de la propiedad y la relevancia que da a la posesión; su manifestación en temas concretos como el derecho humano a una vivienda adecuada y a la tierra; los diversos enfoques para el estudio de la expropiación; la reiterada y pertinente cita de sentencias de tribunales internacionales y nacionales; el manejo eficaz de una amplia bibliografía; y una exposición que pone de relieve el acometimiento entusiasta y vital que es fruto de una convicción que considera verdadera. Un prefacio y seis capítulos es el espacio acotado ordenada y lógicamente. Al abordar el tema de los derechos humanos y la conexión entre moral y derecho, acepta implícitamente que existen normas morales que engendran “derechos morales” y que no son producto de un orden jurídico positivo, pues lo preceden. El problema, como se sabe, siempre ha residido en saber cuál de esas normas obtendrá sanción jurídica. Y es hoy de pacífica aceptación que los derechos humanos constituyen el primero de los contenidos “morales” obligados para cualquier sistema jurídico, poniendo de manifiesto la falaz, por radical, separación entre derecho y moral. Por tal motivo los derechos humanos se han calificado en varias ocasiones como “derechos morales universales”, esto es, exigibles incluso en sistemas jurídicos que no los reconozcan, pero que deberían hacerlo. Así, cuando esos derechos humanos se encuentran fundamentados en la dignidad humana se reconocen como inalienables, por lo que resulta imposible la distinción que busca hacer el positivismo jurídico entre derecho y moral.1 1 Prieto Alvarez, Tomás. La dignidad de la persona, Thomson Civitas, Navarra, 2005, pág. 115-116. Gonzales Barrón no cree, y me parece bien, que la ciencia del Derecho deba ser una sucursal de la economía ni un simple instrumento para dar, sobre otros valores, seguridad a los principales agentes del mercado. Al afirmar que los pobres y las mayorías tienen un rol protagónico, pone en evidencia la profunda eticidad de su discurso, pues la dignidad de la persona –que nuestra Constitución reconoce en su artículo 1º- ocupa el primer plano, estando lo patrimonial en un nivel inferior. La importancia de la justicia vuelve entonces a ocupar el lugar que le corresponde. Gonzales reivindica la formulación compleja y antidogmática del Estado Social y Democrático de Derecho, cuando dice: “la igualdad abstracta sin que los sujetos cuenten con un nivel simétrico de oportunidades no tiene valor, y se pierde en el puro formulism. Se excluye, entonces, que pueda haber igualdad sin justicia social; o libertad sin justicia; o paz sin justicia”. Es contundente y feliz su defensa de los fines honestos y razonables en el negocio jurídico y la tutela del contratante débil, el rol del juez como último garante de los derechos fundamentales, y la importancia creciente de los derechos económicos y sociales, todo lo cual es cubierto en el capítulo primero. La defensa y protección del proyecto de vida y el derecho al bienestar, incorporado por primera vez en la Constitución de 1993, la centralidad ontológica de los derechos de la persona y la “funcionalización” de las situaciones patrimoniales, como la propiedad y la empresa, constituyen el marco teórico sobre el que se analiza en los Capítulos II a VI el derecho de propiedad. Después de hacer un breve recorrido sobre lo que los Códigos Civiles tradicionalmente entienden por derecho de propiedad puntualiza, para evitar equívocos, que si bien la propiedad es un derecho sobre la cosa genera una relación con otras personas, razón por la cual los derechos reales tienen carácter instrumental. De ello se derivarán varias alternativas conceptuales no siempre aceptadas en nuestro medio. La constitucionalización expresa o referencial de los derechos humanos, opina Gonzales Barrón, ha producido un “estallido” en la codificación, pues en la realidad se presentan diferentes vías de solución para los casos difíciles o limítrofes, pues ya no sólo se hace referencia a la norma codificada sino también a principios elásticos incorporados en las Cartas fundamentales, así como en tratados o recomendaciones de organismos ad-hoc. Las fuentes del derecho, nos explica, se han expandido y la certeza ya no es siempre tal cual era. La codificación es entonces, dice Gonzales Barrón, una técnica incompatible con el actual modo de ser del derecho, pero ello no significa necesariamente el debilitamiento del Derecho Civil, pues éste debe redimensionarse incorporando los antes mencionados “principios elásticos”. Lo anterior nos lleva al centro de la propuesta: la definición civil de la propiedad fundada en el absolutismo del propietario y de su voluntad ha quedado desfasada. Hoy la propiedad está obligada a cumplir una misión social destinada a satisfacer las necesidades del ser humano. Estamos entonces frente a un “derecho-función”; esto es, la propiedad está condicionada al cumplimiento de deberes sociales, a promover la riqueza general. Y para esta afirmación se apoya en fallos recientes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y del Tribunal Constitucional del Perú. Ahora bien, ello revitaliza la importancia de la posesión y de la usucapión. Del derecho de propiedad del Estado liberal que, en opinión de Gonzales Barrón, es un elemento de legitimación de la desigualdad, es necesario pasar a abordar el derecho a la propiedad auspiciado por la Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU) de 1948, con el objeto que todas las personas puedan alcanzar condiciones materiales mínimas, propósito esencial del Estado Social y Democrático de Derecho, tal como ha sido ya reconocido por el Tribunal Constitucional peruano. No se trata de una propuesta programática sino de un derecho con valor normativo concreto no derogable, aunque su cumplimiento deba estar necesariamente vinculado al desarrollo y crecimiento económico del país. No está de más recordar que una de las mayores claves identificativas del liberalismo ha sido la expresa defensa del derecho de propiedad, pero que hoy debe inscribirse en un marco social donde imperen nociones de justicia social políticamente acordadas. Afirmado lo anterior, Gonzales Barrón da el siguiente paso en su exposición: el derecho de propiedad tiene una función social que cumplir y en consecuencia puede ser limitado o restringido, pues debe procurar el bienestar colectivo. El poder omnímodo del propietario y la libertad absoluta no conquistan el bienestar: la historia, dice, lo pone en evidencia. El mundo de las relaciones privadas no puede quedar siempre sujeto al arbitrio individual, pues ello hace que triunfe el más fuerte y que el poder se concentre dinamitando el valor de la igualdad. Considera que el derecho de propiedad está afecto a un “gravamen social”; así está además previsto a nivel constitucional al reconocer su función social, que nuestro Tribunal Constitucional la hace coincidir con la idea de “bien común”, que como bien señala Gonzales Barrón engloba el “interés social”, poniendo de relieve la inconsistencia de aquellos civilistas que consideran la existencia de una incongruencia entre el artículo 70º de la Carta en cuanto señala que la propiedad “se ejerce en armonía con el bien común” y el artículo 923º del Código Civil en cuanto establece que la propiedad “debe ejercerse en armonía con el interés social”. Resulta del mayor interés el apreciar cómo esa concepción del derecho de propiedad como “derecho-función” es analizada por Gonzales Barrón en dos escenarios concretos de actualidad: la necesaria limitación de la extensión de la propiedad agrícola, lo que no ha sido legislativamente abordado a pesar de la expresa viabilidad que le reconoce el artículo 88º de la Constitución; y el acuciante y poco enfrentado problema de la urbanización y derecho al suelo, que da lugar a continuas invasiones en terrenos eriazos y que resulta consecuencia ineludible de la parálisis, omisión o defensa de intereses privados realizados por décadas por el gobierno peruano, dando lugar a la situación indigna e intolerable en que viven precariamente millones de compatriotas. La posición de Gonzales Barrón es sólida y acertada porque su planteamiento doctrinario se complementa al no aceptar el abuso gubernamental o burocrático, y reconoce que ningún propietario puede ser privado de un bien si no es en determinadas condiciones y siguiendo el procedimiento pertinente, defendiéndolo de intromisiones extrañas, lo que es también de aplicación a las irrazonables adquisiciones a non dominio. Este planteamiento lleva a cuestionar radicalmente el concepto de “fe pública registral”, pues en casos concretos puede derogar el derecho del verdadero propietario bajo la apariencia de brindar seguridad jurídica, ya que se trata de un mecanismo instrumental que no puede acotar toda la realidad humana y jurídica. Por tanto, el Registro debe actuar con justicia, pues de lo contrario puede perjudicar a los verdaderos propietarios, ya que nadie puede ser despojado arbitrariamente de su patrimonio. No está de más recordar aquí algunas notas del debate filosófico sobre el rol de la propiedad y de la posesión en el campo del liberalismo. Afirman que la propiedad es lo que nos pertenece, siendo la más propia la de nuestro cuerpo; que comienza en la más íntima de las intimidades y desde allí se desplaza, en configuraciones que son cada vez menos íntimas, a un espacio mayor compuesto por la propiedad común, colectiva o social. La posesión, en cambio, es el desplazamiento hacia otro espacio del cual se apropia, lícita o ilícitamente. El antídoto contra el exceso de posesión es la propiedad, que limita el deseo de poseer, porque la propiedad es un derecho y, como tal, debe ser acordado, llevado a ese espacio que muchos consideran inapelable, que es el de la ley. Se dice también que la posesión es una noción premoderna mientras que propiedad es una noción inserta en el corazón mismo de la modernidad, una condición para el desarrollo del individuo. Esto es al menos lo que cree y defiende el liberalismo clásico. Pero la crisis de la democracia actual ha llevado a pensar que nuestras sociedades no son lo suficientemente democráticas. Y entonces, liberales recientes como Dahrendorf o Rawls, buscan asegurar el derecho de propiedad en contra de actos de posesión, y para tal efecto lo analizan al interior del concepto de justicia social, en contra –dicen- de la obsesión neoliberal del “nuevo capitalismo” que promueve actos de posesión, buscando deslindar a la propiedad de sus elementos posesivos.2 Desde una perspectiva distinta pero quizá con preocupación o intención similar, para Gonzales Barrón la propiedad se justifica gracias a la posesión, pues el título que otorga el Registro es sólo un medio para el disfrute y aprovechamiento de los bienes, esto es, para poseer, que tiene primacía sobre la propiedad. En otras palabras, nuestro autor no niega el importante rol que juega el Registro y la inscripción para darle seguridad al tráfico ordenado, pero recuerda que no se puede cerrar los ojos a la realidad extraregistral, más aún en un país de las características sociológicas, geográficas y humanas del Perú. En sus palabras: “la protección al adquiriente de buena fe no puede realizarse sin que el verus dominos cuente con unas garantías institucionales que hagan reducir casi hasta el límite del absurdo las posibilidades de error o despojo de su derecho”. Recusa por tanto “el derecho registral extremista” que pretende cerrarse en la inscripción y 2 Mires, Fernando, “Civilidad”, Editorial Trotta, Madrid, 2001, pág. 24. que ideológicamente se inclina a favor de los poderosos; no puede, pues, darse protección absoluta al adquiriente sobre el titular real, tal como bien lo explica en el Capítulo IV, incidiendo ejemplarmente en los casos de falsificación de instrumentos públicos. La preocupación por los nuevos ámbitos de la propiedad se refleja en el estudio de la propiedad de los pueblos indígenas y de los convenios internacionales sobre esta materia, de tanta importancia en el Perú de hoy. El Convenio Nº 169 de la Organización Internacional de Trabajo sobre pueblos indígenas tiene entre nosotros rango constitucional y fuerza normativa inmediata y directa, esto es, no se encuentra supeditada a normas de carácter reglamentario. Posteriormente una Declaración de las Naciones Unidas (2007), que no es un Tratado, proclama en forma genérica que esos pueblos tienen derecho a las tierras, territorios y recursos que tradicionalmente han poseído en forma permanente y continua; sin duda, está hablando de posesión de hecho, no de propiedad, la que hace presumir una “posesión de derecho”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos se ha manifestado claramente sobre esta problemática. Ni qué decir sobre el derecho de consulta, que exige el consentimiento libre, previo e informado de los pueblos indígenas sobre el uso de los recursos naturales ubicados en su territorio, y que el gobierno de Alan García actualmente en el poder ha denegado vergonzosamente. La interferencia viene, en nuestro caso, no sólo de acciones privadas sino de medidas inconsultas del propio Estado. Ha hecho bien Gonzales Barrón en referirse a esta materia, así como al derecho humano a una vivienda adecuada, problema central en nuestra economía y en la vida en común en las crecientes ciudades, prácticamente invadidas y tomadas por un urbanismo asfixiante e insolidario, frente al cual el Estado siempre ha sido silencioso. Recuerda en qué importante medida esta materia está vinculada a los tratados de Derechos Humanos de los que el Perú es parte, habida cuenta que la Constitución vigente – a diferencia de la de 1979- eliminó toda referencia a la materia. En su Capítulo VI final, Gonzales Barrón trata de la expropiación en el contexto de los derechos humanos, recordando que nuestro Tribunal Constitucional ha reconocido a la propiedad como un derecho irrevocable, protegido frente a intervenciones estatales que no cumplen con determinado procedimiento y condiciones. Es dentro de este marco que aparece la expropiación como una interferencia válida que el Estado retiene, en virtud de la cual el propietario pierde el derecho a cambio de un valor económico, lo que revela la primacía del interés general respecto del individual, siempre dentro de un proceso que exige una reserva de ley, causas justificativas e indemnización justipreciada. Gonzales Barrón estudia cada una de estas exigencias, así como el caso específico de la expropiación minera, explayándose en las causas de expropiación. Pero es en el estudio de las causas que hacen posible la expropiación donde Gonzales Barrón afirma que no sólo puede hacerse por causa de seguridad nacional y necesidad pública, dándole amplitud a este último criterio, sino también por interés social, sea por interpretación del concepto de función social de la propiedad establecido en nuestra Constitución o por la Convención Americana de Derechos Humanos, cuestionando la opinión expresada por parte de la doctrina nacional en el sentido que la sola mención de las causales de expropiación por necesidad pública y seguridad nacional conllevan una reducción de las hipótesis expropiatorias, especialmente por la eliminación del “interés social”. Trata además del significado actual de indemnización justipreciada, del objeto de la expropiación, de su procedimiento y de un tema de gran actualidad por la celebración de acuerdos de libre comercio con otros países, que es el de la expropiación indirecta. En este sentido me parece muy apropiada su advertencia a que disposiciones referentes a la expropiación indirecta puedan servir para que el capital extranjero obtenga una protección mayor que cualquier otro ciudadano peruano. Finalmente, analiza otro tema de gran actualidad entre nosotros, referente a la expropiación para fines de titulación de posesiones informales. Una lectura atenta de este libro, que es un bello empeño, nos revela que para Gonzales Barrón lo justo es lo socialmente exigible, estimando lo valioso en el otro, en una tradición de reconocimiento recíproco, pues es un deber no eludir los lugares donde se encuentran los pobres a quienes falta lo necesario, sino buscarlos (E. Kant, “La metafísica de las costumbres”, citado por A. Cortina); en otras palabras, nadie debe ser sacrificado en los consensos fácticos en un mundo domesticado y servil a los poderosos. Si Gonzales Barrón continúa con su empeño deberá enfrentar a aquellos que aceptan que se pueden afectar los derechos fundamentales por una decisión tomada por consenso sin escuchar y sin evaluar las consecuencias, porque la justicia debe siempre primar. Y ello es así porque por primera vez en la historia contamos con una conciencia mundial de lo que es justo, de lo que corresponde a cada persona por el hecho de serlo; ello se concreta en lo que llamamos derechos humanos. Y la dignidad del hombre no es sino el reconocimiento de la capacidad de exigir un derecho. Pues una sociedad no puede tener sus normas por justas si no se esfuerza por dotar a sus ciudadanos de los medios materiales y culturales indispensables para poder dialogar sobre la justicia de las normas que los afectan.3 Este libro es un intento legítimo y valiente en tal sentido, y esperamos que otros y el propio autor continúen en tal empeño. Lima, febrero de 2011 Baldo Kresalja R. Profesor Principal Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica del Perú 3 Cortina, Adela, Justicia Cordial, Mínima Trotta, Madrid, 2010, pág. 103.