TEMA XVI. LOS REINOS CRISTIANOS ORIENTALES DESDE 1035: DEL IMPERIO DE SANCHO EL MAYOR A LA CORONA DE ARAGÓN. • INTRODUCCIÓN: NAVARRA, ARAGÓN Y CATALUÑA ENTRE LOS SIGLOS XI−XIII. Las uniones y separaciones, alianzas y enfrentamientos que jalonan la historia de al−Andalus y de los reinos cristianos occidentales tienen su equivalente en la zona oriental durante este período que se inicia con la división de los dominios de Sancho el Mayor entre navarros y aragoneses (1035), que se unen en 1076 para separarse definitivamente a la muerte de Alfonso el Batallador en 1134. Tres años más tarde, Aragón se une al condado de Barcelona con el que se mantendrá unido durante toda la Edad Media aunque cada Estado conserve su propia organización, intereses políticos, Cortes... Teóricamente, Navarra forma parte de la Corona de Aragón y así lo da a entender Roma al incluir los territorios navarros bajo la metrópoli de Tarragona, pro en la práctica los navarros mantienen su independencia gracias a una hábil política de equilibrio y contrapeso entre Aragón y Castilla a pesar de los diversos pactos firmados entre ambas Coronas para ocupar y repartirse el reino. La proximidad a los territorios franceses y la necesidad, en ocasiones, de buscar apoyo político y militar frente a Castilla o Aragón llevará a los reyes navarros a una alianza primero con miembros de la nobleza francesa, con los condes de Champagne, y en la segunda mitad del siglo XIII con la casa real francesa cuyos herederos serán al mismo tiempo reyes de Navarra. Navarros, aragoneses y catalanes −dirigidos éstos por los condes de Barcelona− se enfrentan y colaboran en el cobro de parias y control de los reinos de taifas a lo largo de este período durante el cual a Navarra y Aragón se une el reino de Zaragoza, conquistado por Alfonso el Batallador, y más tarde incorporado a Aragón, que corta de este modo la expansión de los navarros hacia el sur, hacia tierras musulmanas, hecho que agudiza la orientación navarra hacia el norte de los Pirineos. También Aragón y Cataluña llevan a cabo una importante penetración política en el sur de Francia al mismo tiempo que se extienden por tierras musulmanas al ocupar y repoblar la tierra de Teruel (Aragón), Tortosa (Barcelona) y Lérida, reino cuyas fronteras catalano−aragonesas permanecerán indefinidas hasta el siglo XIII. La repoblación del campo de Tarragona y restauración de la sede arzobispal se relaciona, por un lado, con la conquista de Toledo y conversión de su sede en primada de España, y sirve de otra parte como símbolo de la unidad político−eclesiástica entre Cataluña−Aragón y el separado reino de Navarra. Al igual que ocurre en los reinos occidentales, la repoblación de las tierras ocupadas exige conceder a quienes se trasladen a ellas privilegios que compensen el evidente riesgo que supone habitar en zonas expuestas a las correrías de los musulmanes o de los reinos vecinos, y en todos los reinos surgieron tierras nuevas en tanto que sus pobladores tenían una condición nueva, diferente a la de los habitantes del norte: la libertad individual y la unión entre los pobladores de cada aldea, villa o ciudad será la característica esencial de la población asentada en la Cataluña Nueva (comarcas de Tarragona, Lérida y Tortosa), en la Tierra Nueva de Teruel y en el Reino de Zaragoza, en los municipios de Castilla la Nueva y en los concejos leoneses y portugueses de Extremadura, en todos los cuales se atrae a los pobladores mediante la concesión de fueros, cartas de población o cartas de franquicia en las que junto a los privilegios concedidos a los repobladores se fijan las normas de convivencia entre los vecinos de las nuevas poblaciones. Dentro de la Cataluña Nueva destaca desde fecha temprana la ciudad de Barcelona, que recibe su carta de población en 1025 y donde surge un importante núcleo de artesanos y mercaderes cuya actividad se ve favorecida por la proximidad del Mediterráneo. La importancia de los artesanos y mercaderes de las zonas costeras diferencia a las ciudades catalanas de las aragonesas, navarras, castellanas o portuguesas del interior, donde predomina la actividad agrícola hasta tiempos muy posteriores. El auge de este comercio explica la importancia adquirida por Cataluña, que se convierte en el motor de la Corona de Aragón y orienta su política exterior hacia el Mediterráneo, hacia el control de las actividades comerciales. • NAVARROS Y ARAGONESES ENTRE LA UNIÓN Y LA SEPARACIÓN. 1 La hegemonía navarra sobre los príncipes cristianos desaparece con Sancho el Mayor. La división de los dominios entre sus hijos y la falta de cohesión entre las tierras incorporadas por Sancho pusieron fin a la obra unificadora emprendida por el monarca navarro. La monarquía pamplonesa queda relegada a un lugar secundario mientras sobresale en Occidente el nuevo reino de Castilla unido al leonés y en Oriente el condado de Barcelona desde el momento en que Ramón Berenguer I consigue imponerse a sus nobles. Frente al declive navarro, los dos últimos tercios del siglo XI conocen la formación y el fortalecimiento del reino de Aragón. Sancho no dividió el reino entre sus hijos: se limitó a confiar el gobierno de Castilla, Aragón y Sobrarbe−Ribagorza a sus hijos Fernando, Ramiro y Gonzalo que, jurídicamente, dependerían del único rey, García de Navarra. La decisión real de repartir el territorio, es decir, el poder, manteniendo una cierta unidad de autoridad en la persona del primogénito y rey de Navarra, no es fruto de la improvisación ni de la simple aplicación del derecho pirenaico tradicional, sino la manifestación del respeto a la diferenciación nobiliar existente y como búsqueda de unos espacios controlables por cada monarca, con unas áreas de expansión propias para evitar los enfrentamientos entre sí, todo ello, claro está, apoyado en la solidaridad y ayuda debida por los pactos firmados entre ellos, como el de Ramiro de Aragón y García de Navarra, por el que taxativamente aquél se obligaba a ayudarle con todo su poder si alguien intentase actuar violentamente o resistir al rey de Pamplona. En la práctica, los hijos de Sancho actuaron como reyes independientes y se opusieron a las pretensiones de García. Las nuevas monarquías de Castilla y Aragón, pujantes y expansivas, chocarán con la patrimonial navarra, cuyo rey, al perder el poder sobre los principados de su entorno, pierde también gran parte de su capacidad militar y su propio patrimonio se convierte en tierra de conquista por ellos. Así, a pesar de la inicial colaboración de los tres hermanos en la toma de Calahorra (1045), en 1043 se subleva Ramiro, quien, tras la victoria de Tafalla se apodera de las tierras de Sobrarbe y Ribagorza al morir Gonzalo; en 1054 lo hace Fernando, derrotando y dando muerte en Atapuerca al monarca navarro, lo que le permite apoderarse de diversas tierras en Alava, Vizcaya, Santander y Burgos. La situación jurídica se invierte a partir de entonces: el nuevo rey Sancho IV de Navarra (1054−1076) se reconoció vasallo de Fernando I de Castilla. La avenencia no fue mayor entre castellanos y aragoneses. En este caso no hay fronteras comunes en disputa, pero sí aspiraciones castellanas a establecer su dominio sobre el Ebro medio que se hacen más insistentes a medida que se incrementa la presión política y militar sobre La Rioja. Estos objetivos políticos castellano−leoneses se materializan en el compromiso por parte de León de proteger al rey musulmán de Zaragoza a cambio de la entrega de parias. Ello implicaba, en definitiva, un freno a la expansión del reino aragonés, y obligaron al monarca Ramiro I a enfrentarse a al−Muqtadir de Zaragoza y a las tropas castellanas de apoyo en Graus (1063), donde murió. El reino, que en estos momentos limita al este con el condado de Urgel, al oeste con el reino de Pamplona y al sur con el reino taifa musulmán de Zaragoza, pasa entonces a su hijo Sancho Ramírez (1063−1094). Poco más tarde, cuando Sancho II de Castilla inicie una nueva guerra fronteriza con Sancho IV de Navarra, Sancho Ramírez acudirá en ayuda del navarro que, sin embargo, no podrá impedir la ocupación castellana de los montes de Oca, de la Bureba y del castillo de Pancorbo (1067). La penetración masiva de los cluniacenses en Aragón, iniciada en tiempos de Sancho el Mayor, aumenta la influencia de Roma, que comienza a ser vista como garantía de estabilidad, como poder supremo de Occidente. A Roma se dirigen los monjes y condes catalanes cuando quieren ver legalizadas y protegidas sus adquisiciones, y a Roma acudirá Sancho Ramírez de Aragón para legalizar sus derechos al trono discutidos por la ilegitimidad del nacimiento de su padre. Pero no se trata sólo de legitimar una situación personal, sino ante todo de obtener la protección pontificia frente a navarros, urgelitanos y castellanos, y para ello nada mejor que utilizar las fórmulas feudales y declararse vasallo de la Santa Sede, a la que encomienda el reino para obtener el reconocimiento del papa como rey de Aragón. Cincuenta años más tarde, Alfonso Enríquez de Portugal recurrirá al mismo sistema para librarse de la tutela castellano−leonesa y afirmar la independencia del antiguo condado transformado en reino. La atracción ejercida por Roma sobre Aragón no es sólo de tipo espiritual. Los cluniacenses son los agentes 2 de esta intervención que lleva a Sancho Ramírez a suprimir el rito mozárabe, pero ya antes, en 1064, Roma había intervenido de modo directo en Aragón al pedir a la cristiandad que colaborara en la cruzada contra los musulmanes peninsulares y al conseguir Alejandro II organizar una expedición contra la plaza fuerte de Barbastro en la frontera con el reino de Lérida. En la campaña militar participan caballeros italianos, franceses y catalanes, dirigidos éstos por el obispo de Vic y por el conde de Urgel, que compartirá con Sancho el control de la plaza, reconquistada en 1065 por el rey musulmán de Zaragoza. La competencia entre urgelitanos y aragoneses se extiende al cobro de las parias zaragozanas, cuya importancia, así como los excesos de los cruzados, explica que en 1069 el rey navarro y el conde de Urgel se comprometieran a no apoyar a los francos que pretendían atacar Zaragoza y a mantener la paz y la seguridad de los caminos a cambio del pago de parias por Zaragoza; y contra Sancho Ramírez de Aragón apoyará el monarca navarro a al−Muqtadir de Zaragoza en 1073. En 1076, al morir asesinado Sancho Garcés, el reino de Navarra se une al de Aragón en la persona de Sancho Ramírez, aceptado como rey único atendiendo a sus derechos y, también, al interés de los barones de uno y otro reino que esperan obtener, actuando unidos, nuevos beneficios en el cobro de parias cuya cuantía se incrementa desde la unión así como las tierras ocupadas a los musulmanes aprovechando las dificultades del rey de Zaragoza tras la invasión almorávide. Sancho I Ramírez (Sancho V de Navarra) introdujo el rito romano, construyó la catedral de Jaca e impulsó el avance aragonés hacia el sur, conquistando Graus (1083) y Arguedas (1084), pero fracasando en el intento de conquistar Tudela (1087). Más tarde tomó Monzón (1089), Albalate de Cinca, Zaidín y Almenar y construyó el castillo de Montearagón (1088) y la fortaleza del Castellar (1091). Tras la conquista de Luna puso sitio a Huesca, en cuyo asedio murió en 1096. Su hijo Pedro (1096−1104) ocupará la ciudad y cuatro años más tarde incorporará a sus dominios la fortaleza de Barbastro. En apenas unas décadas Aragón había conseguido duplicar su extensión territorial, al ganar la denominada Tierra Nueva, ubicada en el Prepirineo. Allí permaneció una parte de su antigua población musulmana, pero también llegaron repobladores durante el reinado de Alfonso el Batallador (1104−1134), básicamente procedentes de las zonas montañosas del norte. Aunque apenas llegado al trono Alfonso I el Batallador inició la ofensiva militar contra los musulmanes, conquistando las plazas de Ejea (1105) y de Litera (1107), su matrimonio con Urraca de Castilla y la intervención en las guerras por la sucesión de Alfonso VI interrumpieron la expansión aragonesa, que sólo será reemprendida en 1117 al desentenderse el rey navarro−aragonés de los asuntos castellanos. El Batallador, muy influido por las órdenes militares del Temple y del Hospital, proyecta ahora una magna cruzada peninsular que sería el preludio de su marcha como cruzado a Jerusalén. La cruzada contra Zaragoza, en la que participaron numerosos francos dirigidos por Gastón de Bearne, fue un éxito total; tras la ciudad, los ejércitos aragoneses ocuparon Tudela, Tarazona y toda la comarca próxima al Moncayo (1119) y se aprestaron a llevar sus armas hasta Lérida, Tortosa y Valencia. Las metas están marcadas en la carta fundacional de la cofradía de Belchite, precedente claro de las Ordenes Militares hispánicas: los cofrades (1122) se comprometen a luchar contra los musulmanes hasta abrir la ruta desde Zaragoza al mar para desde aquí llegar a Jerusalén, y de cuanto ganen a los musulmanes nada habrán de dar al rey; éste cede a la cofradía ciudades, castillos y botín, y exime de todo tipo de impuestos a dos mercaderes que negocien en nombre de la cofradía para aumentar sus recursos y facilitar la misión militar. Guerreros, los cofrades tienen los beneficios eclesiásticos reservados a los clérigos... Con la ayuda de estas cofradías y de los auxiliares francos, entre 1120 y 1133 Alfonso se apoderó de todas las posesiones zaragozanas situadas en las cuencas del Jalón y del Jiloca, penetró en la serranía de Cuenca, asedió Valencia y llevó a cabo una expedición militar por Andalucía (1125), recorriendo la vega de Granada y llegando hasta Motril. De esa expedición regresó con varios miles de mozárabes, dispuestos a asentarse en las zonas de la reciente repoblación aragonesa. Asimismo inició Alfonso I la penetración en la zona de los montes de Teruel, avanzando hasta la localidad de Torre la Cárcel. En cambio, la ocupación del bajo valle del Ebro, Lérida y Tortosa, fracasó: Alfonso I sólo pudo conquistar Mequinenza, posteriormente reconquistada por los musulmanes, y se estrelló ante Fraga unos meses antes de morir, en 1134. Este fracaso se debió ante todo a la 3 oposición del conde de Barcelona, familiar del Temple, que no podía tolerar que se le privara de las parias ni que sus tierras fueran rodeadas por los dominios aragoneses y se cerrara la expansión de su condado hacia el sur como en la práctica se había cerrado la posibilidad de expansión del reino navarro al reunir las nuevas tierras en un reino independiente, el de Zaragoza. Esta situación explica que cuando Alfonso redacte un testamento por el que cede sus reinos a las Ordenes Militares, la disposición no sea aceptada ni por la nobleza navarra ni por la aragonesa, que decidieron ignorar el testamento y elegir su propio rey; la iniciativa partió de los navarros a los que la unión realizada en 1076 no había producido los beneficios deseados. El territorio incorporado al reino de Aragón, de gran amplitud, fue objeto de inmediata repoblación. Permanecieron en él buena parte de sus antiguos ocupantes musulmanes, aunque en el caso de la ciudad de Zaragoza se les expulsó del casco urbano, obligándoles a residir en un arrabal. Los repobladores eran de diverso origen: nativos de las comarcas pirenaicas y francos, aparte de los ya citados mozárabes. En el medio rural apenas se produjeron cambios, salvo que los castillos y la jurisdicción fueron otorgados a personas de la nobleza, en tanto que, como cultivadores de la tierra, permanecieron básicamente los mudéjares, a los que se conocerá en adelante por el nombre de exaricos. En la zona sur del reino, la que marcaba la línea que unía a las villas de Calatayud, Daroca y Belchite, la repoblación recordaba a la puesta en marcha en las Extremaduras de Castilla y León, pues el papel protagonista lo ostentaban los caballeros, que organizaban expediciones sobre el territorio enemigo; sin embargo, los problemas derivados de la existencia de ciudades de gran entidad y de una importante masa de población rural, así como las soluciones adoptadas, asemejan más esta repoblación a la repoblación del reino de Toledo. En el orden religioso, por otra parte, se restauraron las diócesis de Zaragoza y Tarazona. • EL CONDADO DE BARCELONA. CATALUÑA Y LOS INICIOS DE LA POLÍTICA ULTRAPIRENAICA Y MEDITERRÁNEA. El saqueo y destrucción de Barcelona por Almanzor el año 985 tuvo la virtud de obligar a los condes de Barcelona por un lado a romper los lazos con la monarquía francesa, cuyos derechos feudales pierden fuerza al desaparecer la dinastía carolingia (987), y el conde de Barcelona convertido de hecho en la cabeza de los condes y territorios catalanes toma la iniciativa en las relaciones con los musulmanes al tiempo que intenta consolidar su poder feudal en el interior de los condados que reconocen su autoridad. La expedición a Córdoba como aliado de los eslavos fue un éxito político−psicológico y económico para el conde Ramón Borrell: el botín logrado permitió una mayor circulación monetaria y la reactivación del comercio; hizo posible la reconstrucción de los castillos destruidos y la repoblación de las tierras abandonadas y, sobre todo, sirvió para afianzar la autoridad del conde de Barcelona frente a sus vasallos. Tras la desaparición del califato, los condes siguen una política similar a la de los demás reinos hispánicos y se centran en el cobro de parias más que en la ocupación de tierras: SALRACH ha afirmado que entre 1000 y 1046 los avances se reducen a 10 kms. en la zona condal barcelonesa, a 20 en la de Vic y a apenas 25 en la de Urgel y Pallars. La dirección barcelonesa se manifiesta también en este aspecto, en la firma de acuerdos con los condes de Urgel o de Cerdaña para, juntos, conseguir y distribuirse las parias. Pero este predominio en el terreno militar y económico del condado de Barcelona se resiente de los mismos problemas que se suscitan en los restantes Estados peninsulares: la tendencia del conde a dividir el condado entre los sucesores, que se ven obligados a dedicar una parte de sus energías a la unificación de los dominios paternos, para dividirlos a su vez. Al morir Ramón Borrell (1018), deja sus dominios a su esposa Ermesinda y al hijo de ambos, Berenguer Ramón I (1018−1035), menor de edad. La falta de autoridad del conde se tradujo en la independencia de los nobles, interesados y al mismo tiempo obligados a actuar por cuenta propia ante la incapacidad condal. La desastrosa actuación de Berenguer culminó con la ruptura de la unidad Barcelona−Gerona−Vic mantenida desde la época de Vifredo. Ramón Berenguer I el Viejo (1035−1076), bajo cuya obediencia se encuentra teóricamente su hermano, recibe el condado de Gerona y el de Barcelona compartido con su hermano Sancho, mientras que el hermanastro de 4 ambos, Guillermo, recibe el condado de Ausona (Vic); sobre los tres herederos, menores de edad, actúa la condesa Ermesinda, que mantiene desde 1018 el condominio de todos y cada uno de los condados. La gran obra de Ramón Berenguer I consistió en reunir de nuevo la herencia paterna, evitando la disgregación que en el mismo año (1035) y por idénticas causas se había producido en los dominios de Sancho el Mayor de Navarra. La tutela de Ermesinda mantuvo la unión teórica de los condados hasta la mayoría de edad de Ramón Berenguer I, pero no pudo evitar que los magnates actuaran en sus dominios con entera libertad. Al llegar a su mayoría (1041) Ramón Berenguer I tuvo que hacer frente por un lado a los intentos de independencia del noble Mir Geribert, y por otra parte a las pretensiones de Ermesinda que se negaba a renunciar al gobierno y se apoderó del condado de Gerona. Al mismo tiempo, el conde de Cerdaña intervendría activamente en el condado de Urgel y aspiraba a suplantar a los condes de Barcelona y Urgel en la protección y en el cobro de las parias de Zaragoza. Ramón Berenguer I supo maniobrar hábilmente y, con la ayuda del abad Oliba, logró un acuerdo con Ermesinda y con los rebeldes del condado barcelonés (1044). Cinco años más tarde lograba la renuncia de Sancho a sus derechos sobre el condado y emprendía la lucha contra Mir Geribert, señor de Olérdola, descendiente de uno de los jefes de la expedición cordobesa cuyo botín le permitió la compra de numerosas tierras situadas al sur del Llobregat en las que actuó Mir Geribert como verdadero soberano durante la minoría de Ramón y Sancho. Una sentencia dictada por las altas jerarquías eclesiásticas del condado pondría fin en 1052 a los afanes independentistas de Mir Geribert, aunque en la práctica el conde barcelonés se vio obligado a firmar un pacto o convención feudal para poner fin a la rebeldía del señor de Olérdola (1059). Según JOSE MARIA MINGUEZ, en estos pactos feudales, materializados en documentos escritos, las convenientiae, la nobleza especifica las condiciones de su sometimiento; por su parte el conde exige al noble en cuestión, para recibirle en el círculo de sus fieles, la prestación del juramento de fidelidad, juramento que debería ser renovado cuantas veces le fuese exigido por el conde, su señor; también se impone al vasallo el reconocimiento de los derechos eminentes del conde sobre los castillos que detenta el vasallo; pero éste no pierde el pleno control sobre ellos ya que se mantiene al frente de los mismos con la única condición de ponerlos a disposición del conde cuando éste lo requiera. A través de estas convenientiae entre la alta nobleza y el conde, convenientiae que se hacen extensivas a las relaciones entre esta nobleza y la nobleza inferior, va consumándose en el condado de Barcelona la implantación de la estructura política feudal. Poco antes de la sumisión de Mir Geribert, Ramón Berenguer I conseguía la renuncia de Guillermo al condado de Vic (1054) y obtenía de su abuela Ermesinda la venta de sus derechos sobre los condados (1057). Resueltos los problemas internos, el conde barcelonés se hallaba en condiciones de intervenir en los asuntos musulmanes, lo que le permitiría obtener botín y parias y, simultáneamente, mantener ocupados a los nobles y evitar las continuas sublevaciones. Ramón Berenguer I inició los ataques contra los musulmanes de Lérida y Zaragoza como respuesta a las campañas realizadas por éstos contra el condado de Urgel en 1050; la intervención del conde le permitió cobrar parias de ambos reinos, actuar, años después, como protector del rey leridano frente al de Zaragoza (1058) y ampliar considerablemente las fronteras de los condados de Barcelona y Urgel. El dinero de las parias procedente de los reyezuelos musulmanes de Tortosa, Lérida y Zaragoza sirvió a Ramón Berenguer I para comprar los derechos de Ermesinda, pagar a sus fieles sin necesidad de enajenar el patrimonio condal, llegar a soluciones de compromiso con la nobleza feudal yasegurar la hegemonía del condado de Barcelona; otra parte importante de las parias sería destinada a la compra de condados y tierras que Ramón Berenguer I consideraba importantes para legarlos en herencia a los hijos habidos en su segundo matrimonio. Estas compras (algunos derechos sobre el condado de Razés y la ciudad de Carcasona) han servido a algunos historiadores para hablar de un Imperio occitano−catalán, de la aspiración del conde a crear un gran Estado que englobase las tierras situadas al norte y al sur de los Pirineos. Pero recientemente ABADAL ha demostrado que el imperio pirenaico es una creación de los historiadores y no del conde, que se 5 limitó a comprar algunos bienes para dotar a sus hijos Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, ya que los condados recibidos de su padre pertenecían por derecho a Pedro Ramón, hijo del primer matrimonio −con Isabel de Béziers− del conde barcelonés. Sí es cierto, en cambio, que la superioridad del conde de Barcelona va a trascender pronto los límites del condado para imponerse sobre el resto de los condes de la antigua Marca Hispánica. Superioridad que muy pronto va a sancionarse institucionalmente, como recuerda MINGUEZ. De la misma manera que la victoria de Ramón Berenguer I sobre la nobleza no sólo impidió la expansión del feudalismo, sino que aceleró la construcción en el condado de una estructura política basada en relaciones personales que e anudan mediante el pacto feudal u homenaje y que configuran una jerarquía política de nuevo carácter que consolida la posición del conde sobre la nobleza de vizcondes, vicarios y vasallos de éstos. Y esta hegemonía en el interior del condado de Barcelona se va a ampliar muy pronto a todo el ámbito de la antigua Marca Hispánica: uno tras otro, los distintos condes del territorio van a ir prestando homenaje al conde de Barcelona y entrando en su dependencia. El primero en hacerlo es Armengol I de Urgel, que de esta forma sanciona institucionalmente la óptima relación política y familiar que siempre había existido entre el condado de Urgel y el de Barcelona. Asimismo entre 1060 y 1076, año de la muerte de Ramón Berenguer I, el ejemplo del conde de Urgel será seguido por los condes de Besalú, Cerdaña, Pallars, Ampurias y Rosellón. Pero no se puede hablar todavía de una vertebración política de todos los condados catalanes bajo la hegemonía de Barcelona; las convenientiae que regulan las relaciones entre estos condes y Ramón Berenguer I tienen aún un fuerte componente de alianza militar entre formaciones iguales en el orden político, aunque todos reconozcan la superioridad militar y económica del conde de Barcelona. El proyecto de mantener unidos los condados en manos de Pedro Ramón no llegó a realizarse debido al asesinato de la segunda mujer de Ramón Berenguer I, la condesa Almodis (1071) por el heredero, que se vio obligado a huir y halló refugio en al−Andalus. Una vez más, el conde de Barcelona repartió los condados entre sus dos hijos: Ramón Berenguer II (1076−1082) y Berenguer Ramón II (1076−1097), pero sin dividirlos, ya que ambos condes debían actuar mancomunadamente bajo la dirección teórica del primero. Ramón Berenguer II Cap d´estopes inició su gobierno con una intervención activa a favor de al−Mutamid de Sevilla en la guerra árabo−beréber, aunque con dudosos resultados militares y económicos, ya que las tropas catalanas no lograron levantar el asedio de Murcia y al−Mutamid pagó los servicios del conde con moneda de baja ley. Pese a las disposiciones testamentarias de Ramón Berenguer I y a diversos acuerdos −como el de 1079 auspiciado por el Papa Gregorio VII− entre los hermanos, no se llegó a una solución satisfactoria en el reparto de los bienes y derechos condales y Berenguer Ramón II hizo asesinar a su hermano en 1082. Frente al conde, acusado abiertamente del asesinato de su hermano, se alza una parte de la nobleza catalana que confía la tutela de Ramón Berenguer III, hijo del conde asesinado, a Guillén Ramón de Cerdaña, quien actuaría en adelante como verdadero conde de Barcelona firmando acuerdos con los nobles y comprometiéndose a dirigirlos hasta haber hecho justicia. Poco más tarde, Berenguer Ramón II llegaba a un acuerdo con sus oponentes (1086) y se hacía nombrar tutor de su sobrino. La pacificación interior permitió a Berenguer Ramón II intervenir de nuevo en las querellas musulmanas en apoyo del reyezuelo de Tortosa−Lérida contra Valencia, donde Alfonso VI de Castilla había logrado imponer al destronado rey de Toledo. Atacado el rey de Lérida simultáneamente por las tropas castellanas de Valencia y por las musulmanas de Zaragoza dirigidas por el Cid, nada pudieron hacer los aliados del leridano. Valencia siguió en manos de Alfonso VI, que confió su defensa al Cid, contra el que se estrellarían todos los intentos de Berenguer Ramón II, al que los castellanos harían nuevamente prisionero en la batalla de Tévar (1090). Los fracasos militares de Berenguer Ramón II y la infeudación del condado a la Santa Sede le suscitaron numerosos enemigos que aprovecharon la mayoría de edad de Ramón Berenguer III para obligar al conde a someterse a juicio ante Alfonso VI de Castilla −al que ya en 1082 se había ofrecido la tutela de Ramón y el señorío sobre los condados− para responder del asesinato de su hermano. Vencido en el duelo fue declarado 6 homicida y tuvo que renunciar al condado (1097) y exiliarse a Tierra Santa, donde murió poco después. Es entonces cuando Ramón Berenguer III el Grande (1097−1131) accede al poder. Las líneas de actuación política que van a prevalecer durante los treinta y cinco años de su gobierno son la consolidación de la hegemonía del condado de Barcelona en todo el noreste peninsular y la expansión hacia los territorios del sur y sudeste francés −la Occitania. Ambas líneas de actuación responden a directrices políticas heredadas de la etapa anterior y tienen que ver con el cierre de las vías de expansión del condado barcelonés hacia el sur peninsular, en un momento en que los leoneses están firmemente asentados en Valencia y en que los almorávides están iniciando la gran ofensiva que terminará con la ocupación de Valencia y Zaragoza. Frente a los ataques almorávides, el conde intensificó la repoblación de la comarca de Tarragona, abandonada por los musulmanes durante las guerras de fines del siglo XI y ocupada por grupos aislados de repobladores cuya presencia permitió restaurar la sede arzobispal de Tarragona (1089−1091), aunque fijando provisionalmente la residencia del metropolitano en el obispado de Vic. La repoblación definitiva de la zona fue encomendada al normando Roberto Bordet, uno de los cruzados llegados a la Península en ayuda de Alfonso el Batallador. La colaboración con el mundo europeo y cruzado tiene otras manifestaciones no menos importantes para la futura orientación política de Cataluña: en 1114−1115 Ramón Berenguer colabora con una flota pisana llegada a Sant Feliu de Guixols y emprende la conquista de Mallorca de acuerdo con los señores de Narbona y Montpellier, bajo la dirección del legado pontificio que representa los derechos del Papa sobre las islas, incluidas como toda la Península en el legado hecho por el emperador Constantino el Grande al Pontífice. La intervención pisana tenía como finalidad poner fin a la piratería de los mallorquines y para conseguirlo no bastaba tomar militarmente las islas sino que era preciso establecer una población permanente; los intentos de conseguir que los catalanes permanecieran en las islas fracasaron porque ni éstos se hallaban interesados en otra cosa que el botín ni disponían de hombres ni de medios para mantener el control de Mallorca, y la isla sería rápidamente ocupada por la flota almorávide. Esta actuación coincidió con un ataque desde Zaragoza sobre las tierras catalanas, cuya defensa era más importante para el conde de Barcelona que la ocupación de Mallorca. El contacto con los cruzados pisanos hizo concebir a Ramón Berenguer la posibilidad de utilizar la cruzada contra los musulmanes de Tortosa y con esta idea se dirigió a Roma en 1116 al tiempo que renovaba la infeudación del condado a la Santa Sede, a la que convertía en protectora no sólo de las tierras catalanas sino también de Provenza, disputada por el emperador alemán y por el conde de Toulouse. La cruzada tortosina fue abandonada ante el mayor interés que para los nobles francos y para Roma ofrecían las campañas de Alfonso el Batallador contra Zaragoza. La afirmación de la hegemonía barcelonesa en el marco de los territorios de la antigua Marca Hispánica era una realidad de hecho desde la época de Vifredo. Lo que se produce ahora es la sanción formal de esta realidad. Pero una sanción cargada de transcendencia en la medida en que la consolidación de esta hegemonía constituye, en frase de J.M.SALRACH y M. AVENTIN, un momento culminante en el proceso hacia la vertebración de Cataluña en una única unidad política bajo la hegemonía de Barcelona, hegemonía que se traduce en la configuración, según estos mismos autores, de un auténtico principado feudal al que el resto de los condes del entorno prestan vasallaje. La intervención catalana en el sur de Francia se explica, pues, tanto como una acción complementaria al fortalecimiento interior, como por la imposibilidad de expandirse hacia el sur a la que antes se ha hecho referencia. En 1082, al ser asesinado Ramón Berenguer II, se habían perdido Carcasona y el condado de Razés, comprados por Ramón Berenguer I. El conde de Barcelona sólo vio reconocidos sus derechos sobre Carcasona en 1107 al producirse una sublevación de los ciudadanos contra su señor Roger. Pero el reconocimiento teórico careció de efectividad ante la falta de ayuda de Ramón Berenguer III, ocupado en la defensa de su territorio contra los almorávides. Sólo en 1112, al casarse con Dulce de Provenza, se preocupó el conde barcelonés de hacer efectivos sus derechos sobre Carcasona, que serviría de punto de enlace entre Provenza y Barcelona. Bernanrdo Atón, señor de Carcasona, reconoció la soberanía del conde catalán y se declaró su vasallo. Los territorios pirenaicos 7 fueron ampliados con la incorporación de Besalú (1111) y Cerdaña (1118), por muerte sin herederos de sus condes. Por sus posesiones pirenaicas y provenzales, Ramón Berenguer entraba en conflicto con los condes de Toulouse con los que logró en 1025 un acuerdo por el que Provenza sería dividida entre Barcelona −la Provenza marítima− y Toulouse −el marquesado de Provenza o Provenza interior. A pesar de la fragilidad del acuerdo −apenas lograba mantener un equilibrio precario entre las tendencias expansivas de los dos grandes condados de la zona− éste suponía una consolidación del poderío del condado de Barcelona, que de esta forma compensaba la escasa actividad conquistadora desarrollada hasta el momento en la Península. El condado de Barcelona no sólo había incrementado considerablemente su extensión territorial, sino que había ampliado enormemente el radio y el peso de su influencia política. Sin llegar a alcanzar el poderío militar y la influencia política que tenía en la Península el reino castellano−leonés, el condado de Barcelona había dejado de ser un pequeño reducto encerrado en un rincón peninsular. En este sentido, cuando a la muerte de Alfonso I el Batallador estalle la crisis sucesoria en Aragón, el condado de Barcelona se presentará ante la nobleza aragonesa como una formación política con suficiente entidad como para asumir y desarrollar las directrices políticas y militares del reino de Aragón, pero sin que esa entidad amenazase con anular la identidad específica aragonesa; peligro que era más que potencial en el caso de la unificación con Castilla. Así pues, los desarrollos aparentemente divergentes en el orden militar y político del reino de Aragón y del condado de Barcelona habían preparado las condiciones objetivas para un proceso de unificación política de gran transcendencia del que emergería la Corona de Aragón como una nueva potencia política con una doble vocación: continental y marítima. • LA CORONA DE ARAGÓN: REYES DE ARAGÓN, CONDES DE BARCELONA. IV.l. La sucesión de Alfonso el Batallador y la unificación catalano−aragonesa. Dos testamentos señalan el inicio y marcan el condado de Ramón Berenguer IV: el de su padre y el de Alfonso el Batallador; en el primero, tras una serie de mandas piadosas finalizadas con la entrega a las Ordenes militares del Sepulcro, el Temple y el Hospital de un manso en Llagostera, un caballo y un manso en Vilamajor..., se nombra a Ramón Berenguer IV heredero del condado barcelonés, del condado de Tarragona, Osona, Besalú, Cerdaña, Carcasona, Razés... El segundo de los hijos del conde, Berenguer Ramón, recibiría Provenza así como las posesiones paternas en Rodez, Cavaldá y Carlat, y ninguno de los hermanos podría enajenar los honores recibidos hasta llegar a la edad de 25 años; Ramón y Berenguer quedaban bajo el patrocinio de Roma, a cuyos pontífices estaban infeudados los dominios de Ramón Berenguer III. La posibilidad de reunir los dominios paternos está prevista al disponer que si alguno de los hermanos muriera sin descendencia legítima el otro sería heredero universal, pero la tendencia a mantenerlos divididos es clara: si ambos mueren sin descendencia, heredera de Ramón sería Berenguela, mujer de Alfonso VII de Castilla, y herederas de Berenguer de Provenza, sus otras hermanas. Del mismo año (1131) que el testamento de Ramón Berenguer III es el de Alfonso el Batallador, redactado mientras se preparaba para atacar Fraga, Lérida y Tortosa, ciudades desde las que los almorávides podían lanzar ataques contra el reino zaragozano ocupado por Alfonso entre 1118 y 1120. El rey navarro−aragonés, preocupado ante todo por la guerra contra los musulmanes, deja como herederos de sus dominios a las Ordenes militares del Temple, el Hospital y el Sepulcro, y cede Tortosa, si llegara a conquistarla, a la Orden del Hospital. Las Ordenes recibirían igualmente las tierras y señoríos cedidos a los nobles, aunque éstos podrían conservarlos mientras vivieran. Tres años más tarde moría Alfonso y su testamento era discutido y rechazado por navarros, aragoneses, zaragozanos, castellanos y catalanes. La disposición testamentaria de Alfonso era en parte ilegal, por cuanto si el rey podía ceder a las Ordenes las tierras por él conquistadas, no podía disponer libremente de las recibidas de sus antepasados, es decir, de Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Pamplona y la Tierra Nueva de Huesca, que pertenecían legalmente no a la persona del rey sino a la dinastía. En estas tierras, los herederos legítimos eran García Ramírez −en Navarra− y en Aragón Ramiro II el Monje, que además contaban con el apoyo de la 8 nobleza laica y la jerarquía eclesiástica, que no compartían la admiración de Alfonso por las Ordenes militares y se negaban a entregarles sus señoríos, prefiriendo elegir a un rey que reconozca, como precio de su elección, el carácter hereditario de los mismos; pero ni las Ordenes militares ni, en su nombre, Roma, podían aceptar la pérdida de sus derechos, mucho menos en las tierras ocupadas por el Batallador; sin acuerdo con Roma y con las Ordenes no habría solución pacífica al problema. Tampoco Alfonso VII de Castilla reconoció el testamento del rey aragonés y aprovechando la confusión y la debilidad aragonesa ocupó La Rioja, retenida por Alfonso I tras la ruptura del matrimonio con Urraca, y entró en Zaragoza donde fue reconocido por la nobleza aragonesa. La ocupación de la ciudad conllevaba el dominio del Regnum Caesaragustanun, es decir, de la totalidad de los territorios del Ebro conquistados por Alfonso I; con ello Alfonso VII conseguía hacer efectiva la vieja reivindicación leonesa sobre los territorios de la antigua taifa de Zaragoza. En nombre del rey castellano se hizo cargo del reino de Zaragoza García Ramírez de Navarra, vasallo de Alfonso VII y en quien en un primer momento la nobleza aragonesa había pensado para gobernar el reino, dado que según el derecho aragonés un clérigo −como era Ramiro II− o una mujer transmiten sus derechos al trono pero no los ejercen plenamente sino por medio de un bajulus equiparado normalmente al marido o tutor; en este caso especial se había querido recurrir a un pacto de filiación: Ramiro sería el padre y los derechos reales los ejercería en su nombre su hijo García, fórmula que permitía mantener unidas Navarra y Aragón. Fracasada esta solución, los aragoneses aceptaron como rey a Ramiro, que contrajo matrimonio para dar un heredero al reino, y el nacimiento de Petronila obligó a buscar un marido al que los nobles pudiesen obedecer sin desdoro. Al nacer Petronila, Alfonso VII aceptó como rey de Zaragoza a Ramiro de Aragón quien, una vez reconocidos sus derechos, se apresuró a devolver el reino al monarca castellano mientras viviera éste, según unas fuentes, o mientras vivieran Alfonso y sus hijos, el primero de los cuales, Sancho III, sería ofrecido como marido de Petronila. Pero la posibilidad de unir los reinos de Castilla y Aragón no fue aceptada ni por la nobleza aragonesa ni por Roma; la nobleza temía perder su independencia, ser absorbida por Castilla; Roma, que por un lado animaba la unión de los cristianos, por otro no estaba dispuesta a consentir el despojo de las Ordenes militares, máxime cuando, desde que el rey Sancho Ramírez prestara homenaje al Papa, seguía considerando a los reyes aragoneses feudatarios suyos. Enfrentados a esta realidad, los aragoneses buscaron a Petronila un marido conveniente para ellos y aceptable por Roma; el elegido fue el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, familiar de la Orden del Temple y cuyas posesiones, unidas a las aragonesas, podían servir de eficaz contrapeso a la potencia castellana. Esta elección era enteramente favorable a la nobleza aragonesa: la relativa debilidad del poder barcelonés garantizaba a los barones el mantenimiento de sus prerrogativas y les haría creer que ellos serían los dirigentes no sólo de Aragón sino también de los condados catalanes, del mismo modo que en años anteriores habían utilizado en su beneficio la unión con Navarra. Además, como ha demostrado PIERRE BONNASIE, mientras Alfonso el Batallador consideraba vitalicios los señoríos y exigía su devolución a las Ordenes una vez fallecido el titular, en Barcelona los señoríos eran hereditarios desde el siglo XI. Así pues, concertados los esponsales de la niña Petronila con el conde de Barcelona, Ramiro II entrega a éste la potestad sobre el reino de Aragón y vuelve a su retiro monástico. A Ramón Berenguer IV le correspondía ultimar las negociaciones con las partes que podían sentirse de alguna forma agraviadas por la solución adoptada: Alfonso VII de León y García Ramírez de Navarra, que habían sido desplazados de la sucesión; y las Ordenes militares, con las que debería ultimar los flecos del acuerdo. Ramón Berenguer IV se apresuró a regularizar la relación con Alfonso VII de León: nada más asumir la potestad sobre el reino de Aragón, se entrevistó en Carrión con el rey leonés −ya emperador desde 1135− y le prestó vasallaje por el Regnum Caesaragustanum. Por lo que respecta a las Ordenes militares, éstas cederán a Ramón Berenguer IV los derechos que les correspondían sobre el reino de Aragón, recibiendo en compensación diversos castillos, tierras y diezmos; Roma aceptó los acuerdos en 1158, con veinte años de retraso. Por otro lado, Ramón Berenguer IV se comprometió a respetar el derecho tradicional aragonés y a mantener los privilegios de los barones. 9 La situación del conde barcelonés en el reino de Aragón era ambigua: por un lado, debía su nombramiento a la elección de los aragoneses o, lo que es lo mismo, a su matrimonio con Petronila (1137); por otro, sus derechos se derivaban de la cesión hecha por las Ordenes. Por el primer concepto y de acuerdo con el derecho aragonés, Ramón Berenguer IV recibía las tierras y los derechos patrimoniales de la dinastía, pero sólo en usufructo, del mismo modo que el vasallo recibe sus feudos del señor; tierras y derechos correspondían legalmente a los hijos varones de Petronila, y, mientras éstos no existieran, a Ramiro II, único que podía utilizar el título de rey. Para los que creen que este origen de la autoridad de Ramón Berenguer IV es el que prevalece, considerándole un simple bajulus de Petronila o hijo de Ramiro II, lo que en definitiva reduciría considerablemente sus derechos, la prueba se halla en el testamento de Petronila redactado en 1151 antes de dar a luz: se considera reina única y nombra heredero, si falleciera durante el parto, al hijo que naciera si fuese varón; Ramón Berenguer sólo sería rey, por decisión de Petronila, si el hijo falleciera sin descendencia masculina o si el nacido fuera una niña. Además, no hay que olvidar que Ramón Berenguer nunca se tituló rey de Aragón, sino princeps o dominator. Las limitaciones impuestas a Ramón Berenguer IV y el papel de dirigentes que a sí mismos se reservaban los aragoneses dentro de la nueva confederación aparecen de manifiesto en el cambio de nombre impuesto al primogénito del matrimonio; bautizado con el nombre catalán de Ramón, los aragoneses impusieron el aragonés de Alfonso, con el que indicaban que el nuevo rey heredaba directamente de Alfonso el Batallador sus poderes, ya que Ramiro y Petronila, por su condición de eclesiástico el primero y de mujer la segunda, se limitaban a transmitir estos derechos. Por el contrario, a favor de la tesis de que el origen de la autoridad de Ramón Berenguer procede de las Ordenes militares están los acuerdos firmados con Castilla, en los que el conde no requiere la intervención de Petronila ni de Ramiro II. El predominio de Aragón se contrarresta con la hegemonía eclesiástica que desde Tarragona ejerce Cataluña. De la misma forma que la ocupación de las tierras catalanas por Carlomagno fue acompañada de la vinculación o dependencia de la Iglesia catalana al arzobispado de Narbona, la independencia política de los condes fue seguida de la creación de sedes episcopales en cada uno de los condados, y la tendencia a unificarlos al margen del mundo carolingio se manifiesta en el intento de unirlos eclesiásticamente mediante la restauración de la antigua metrópoli tarraconense, que permitirá romper la dependencia respecto a Narbona y, también, de Toledo, donde desde 1086 hay un primado de Hispania. Al mismo tiempo, al conseguir que Roma incluya bajo la órbita tarraconense la Iglesia navarra, los condes de Barcelona−reyes de Aragón recuerdan sus derechos sobre el reino, derechos que intentan hacer efectivos política y militarmente desde los primeros momentos, aunque para ello sea preciso negociar con Castilla la división de Navarra, como luego se verá. IV.2. Las tierras nuevas de Aragón y Cataluña. Las obligaciones feudales de Ramón Berenguer IV incluyen la ayuda militar a su señor, Alfonso VII, con el que colabora en la campaña emprendida contra Almería (1147), en la que intervino igualmente en virtud del vasallaje el navarro García Ramírez. Alfonso VII contó, además, con el apoyo naval de Génova y Pisa, interesadas en el control del Mediterráneo occidental. Con esta campaña se trata de anular la competencia comercial de Almería, en este momento el principal puerto comercial de al−Andalus, y de eliminar el peligro que los piratas, que tienen en este puerto y en las Baleares su principal refugio, suponían para la navegación comercial de estas ciudades. Militarmente la conquista de Almería no constituía para Alfonso VII un objetivo de interés inmediato, ocupado como estaba en el control de las zonas centrales de Andalucía, pero no debía inhibirse de la dirección de una campaña en la que colaboraban sus principales vasallos −Ramón Berenguer IV, García Ramírez de Navarra, Guillermo de Montpellier− y que por su envergadura reforzaría el prestigio imperial en un momento en que con los almohades desembarcaba en la Península un nuevo peligro. Los contingentes castellano−leoneses, navarros, aragoneses y catalanes avanzan por tierra mientras que por mar una flota compuesta por naves catalanas, genovesas y pisanas bloquean el puerto. El 17 de octubre de 1147 Almería se rinde al emperador leonés. Es entonces cuando Ramón Berenguer IV se plantea la conquista inmediata de Tortosa. Era la cuarta vez que 10 un conde de Barcelona intentaba la conquista de la plaza, que militarmente constituía la llave para la dominación de toda la ribera derecha del bajo Ebro y del camino hacia el reino de Valencia. Pero no es menor su interés comercial como puerto marítimo y fluvial y como escala en una potencial y previsible cadena de bases comerciales en la costa mediterránea. De hecho en el año 1092 los genoveses ya habían colaborado con Berenguer Ramón II de forma similar a como lo harían en Almería cuarenta y cinco años después. Los intereses que habían movilizado las campañas anteriores contra Tortosa siguen en juego, y son ellos los que fuerzan la prioridad de una nueva acción contra la ciudad del Ebro a pesar de que los aragoneses, de acuerdo con la trayectoria reciente, debían tener mayor interés por Lérida; primera llamada de atención que insinúa los conflictos posteriores entre la nobleza, sobre todo la nobleza aragonesa interesada en ampliar sus señoríos territoriales, y la burguesía de las ciudades catalanas con importantes intereses en la expansión mediterránea y que debido a su mayor capacidad financiera logrará con frecuencia imponer sus intereses sobre los intereses de la nobleza aragonesa. El ataque a Tortosa siguió el mismo esquema que el de Almería y que el empleado en la fracasada campaña de 1092. Ramón Berenguer IV coordinó una compleja operación en la que intervinieron numerosos contingentes catalanes y occitanos, aparte de los marinos genoveses −significativamente los aragoneses parecen inhibirse. Tortosa quedó pronto aislada por mar y por tierra y hubo de capitular el 30 de diciembre de 1148 en condiciones similares a las que se habían ofrecido a Zaragoza treinta años antes: respeto a la población musulmana, a su religión y costumbres, y a todos sus bienes con excepción de sus residencias urbanas, que deberían abandonar en el plazo de un año y trasladarse a vivir fuera del recinto amurallado. Al año siguiente se emprende la conquista de Lérida. Entre 1141 y 1147 los aragoneses habían ido recuperando parte de los territorios perdidos tras la derrota de Fraga de 1134 al norte de esta ciudad: Alcolea de Cinca y Ontiñena. Por su parte, Armengol VI de Urgel desde 1147 había venido ocupando una serie de plazas en las comarcas de Noguera y de Segriá, en la ribera baja del Segre al norte de Lérida, coincidiendo con los ataques a Lérida, con el objeto de estrechar el cerco y restringir la capacidad de abastecimiento de la ciudad. En marzo de 1149 se inicia al mismo tiempo el asedio de las tres grandes plazas de la zona: los contingentes catalanes y urgeleses se sitúan frente a Lérida, mientras que los aragoneses sitian las plazas de Fraga y Mequinenza. Con ello se quebraba toda posibilidad de intercomunicación y ayuda entre las tres ciudades, que van a capitular también simultáneamente: Lérida y Fraga el 24 de octubre de 1149, y muy pocos días después cae también Mequinenza, que constituía el eslabón más importante entre Zaragoza y Tortosa para el control del bajo Ebro y de su cuenca. Conquistadas las plazas estratégicas, se posibilitaba el control progresivo de todo el territorio a lo largo de las décadas siguientes. En años posteriores caerán en poder de los catalanes fortalezas como Siurana y Miravent (1153) y en la zona aragonesa se ocupa Teruel (1170), ya en época de Alfonso II Ramón el Casto (1162−1196) y se realizan diversos ataques contra las tierras musulmanas de Valencia aunque como en otras ocasiones se prefiere la alianza, y las parias, con el Rey Lobo que sirve de barrera contra las incursiones almohades. Además, los reyes aragoneses, en particular Pedro II el Católico (1196−1213), tienen que volcar su atención al norte de los Pirineos donde, con el pretexto de erradicar la herejía albigense, las tropas de cruzados bendecidos por Inocencio III y dirigidos por Simón de Montfort están amenazando el dominio catalano−aragonés sobre los territorios de la Occitania. De hecho Pedro II, que el año 1212 había intervenido en la batalla de Las Navas de Tolosa al lado de Alfonso VIII de Castilla, morirá combatiendo contra los cruzados en la batalla de Muret en 1213. La conquista de Valencia quedará reservada para su hijo Jaime I, que accede al trono siendo menor de edad. En la ocupación de estas plazas intervienen conjuntamente aragoneses, urgelitanos y barceloneses sin que por ello desaparezcan las tensiones que habían impedido su conquista en años anteriores. Para evitar recelos, ni Tortosa ni Lérida serán incorporadas al condado de Barcelona sino convertidas en marquesados. La conquista de estas zonas no equivale a su incorporación directa pues, con frecuencia, el conde−rey se ve obligado a pagar los servicios prestados o que espera recibir con la entrega de la totalidad de sus derechos sobre las ciudades, incluso antes de ocuparlas, como en los casos de Tortosa y Lérida. Por el contrario, JOSE MARIA MINGUEZ considera razonable admitir que Ramón Berenguer IV convirtió a 11 estos territorios en marcas fronterizas, bajo el dominio directo del conde y sus sucesores pero fuera de la entidad política estricta del condado de Barcelona, precisamente como medio de preservarlos de una feudalización similar a la que se estaba desarrollando en la Cataluña Vieja −con la consiguiente pérdida de control político e incremento del poder nobiliario−, ya que su conversión en marquesados permitía al conde controlar con mayor facilidad y efectividad la implantación de la nobleza en los territorios recién integrados y filtrar, mediante una política restrictiva de concesiones, la formación de señoríos nobiliarios. Desde esta óptica se aprecia en su verdadera dimensión la intencionalidad de las disposiciones de las Cartas de Franquicia, que someten a los habitantes de estas ciudades exclusivamente a la justicia condal. Bien es cierto que, a pesar de ello, parece que con el tiempo las necesidades de una colonización rápida −los almohades ya habían realizado su primer desembarco en la Península en el año 1146− y la presión nobiliaria −sobre todo cuando en la segunda mitad del siglo XII y primeras décadas del siglo XIII la ayuda de la nobleza se hizo necesaria para mantener el control político sobre los territorios occitanos− desbordaron la capacidad condal para la repoblación de estos territorios. Las Ordenes militares que habían colaborado en la conquista, el arzobispado de Tarragona recién restaurado, el obispado de Barcelona, los monasterios de reciente creación como Poblet y Santes Creus, o de antigua implantación como Sant Cugat, y algunos linajes nobiliarios tuvieron una participación destacada en la colonización al beneficiarse de donaciones de tierras o de concesiones de honores sobre amplios espacios −el senescal Guillén Ramón de Montcada en Tortosa, Armengol de Urgel en Lérida... Además, la justicia condal ya no es aquella vieja justicia pública basada en la Lex gothica; ahora la justicia condal es una justicia muy modificada, en coherencia con la nueva estructura política de carácter privado propia de la sociedad feudal barcelonesa y que tiene su máxima expresión en los Usatici Barchinone −Usatges−, recopilación del derecho feudal que en esos momentos se hallaba en proceso de elaboración. IV.3. Los primeros reyes−condes y la política occitana. La unificación de dos formaciones políticas sólo puede ser operativa cuando la nueva formación unificada asume en su conjunto los objetivos y las directrices políticas de cada una de las entidades que la han constituido. Y así sucede en el caso de la unificación catalano−aragonesa en lo que respecta a la expansión frente al Islam. La unificación era uno de los factores que más poderosamente habían impulsado una acción decisiva en el bajo Ebro y en la Extremadura aragonesa. La conquista de Tortosa, Lérida, Fraga y Mequinenza realizada por Ramón Berenguer IV tendrá continuación en las acciones de sus sucesores, Alfonso (II de Aragón y I de Cataluña) el Casto (1152−1196) y Pedro II el Católico (1196−1213), que continúan la expansión por la cuenca del Jiloca y por los territorios al sur del Ebro y oeste de Tortosa. Las conquistas de Valderrobles en 1169 y de Teruel en 1170 consolidaban el dominio de la Extremadura aragonesa y de la ruta continental hacia el reino de Valencia, que ya aparecía como el objetivo más inmediato de la conquista. La coincidencia de intereses aragoneses y catalanes imprimía una alta eficacia a las operaciones y permitía enfrentarse con posibilidades de éxito a las amenazas hegemónicas de Castilla. Alfonso II participó en las campañas de Castilla contra Cuenca (1177) y consiguió atraer a su influencia el señorío de Albarracín, a pesar de los intentos castellanos de mantener bajo su control estas tierras; buscó igualmente una salida a la relación vasallática con Castilla por el reino de Zaragoza y a la independencia de Navarra, problemas que fueron abordados al firmar el tratado de Cazola (1179) por el que castellanos y aragoneses se repartían Navarra y se ponía fin al vasallaje aragonés a cambio de la renuncia de Alfonso el Casto al reino de Murcia que, según el tratado de Tudillén, correspondía a la Corona de Aragón. El reparto de Navarra no tuvo resultados prácticos y durante su reinado Alfonso llegaría a formar un bloque aragonés−navarro−leonés−portugués contra Castilla, cuya política expansiva era un peligro para todos los reinos peninsulares. Pero aparte del interés intrínseco de la expansión peninsular, el condado de Barcelona se había comprometido desde la época de Ramón Berenguer I, y con especial énfasis a partir de Ramón Berenguer III, que consigue unir a su condado los de Besalú, Cerdaña, Carcasona, Razés y Provenza, este último por su matrimonio con Dulce de Provenza en 1112. Aunque en su testamento el conde deja Provenza al segundo de sus hijos, la presencia barcelonesa es continua y se reafirma en 1144 al hacerse cargo Ramón Berenguer IV de la tutela de su sobrino provenzal y recibir el vasallaje de numerosos señores del condado. Este proceso de afirmación 12 política al norte de los Pirineos y en Provenza es asumido por los reyes aragoneses en su calidad de condes de Barcelona, y los reyes tienden a arrastrar tras de sí a la sociedad y nobleza aragonesas que de esta forma pueden verse involucradas en conflictos a los que hasta ese momento habían sido ajenas o de los que habían tenido que ocuparse sólo tangencial y esporádicamente. Conflictos que van a repercutir gravemente en el conjunto de la Corona de Aragón. La intervención ultrapirenaica de Alfonso II estuvo motivada por la muerte sin herederos de Ramón Berenguer III de Provenza en 1166; los intentos de ocupar el condado enfrentaron al monarca y al conde de Toulouse con el que se firmaron paces y treguas y al que Alfonso terminaría pagando por la renuncia de Provenza en 1176. Pero todos los acuerdos fueron inútiles porque tras el conflicto Provenza−Toulouse lo que se debatía era el predominio de Francia o de Inglaterra en el sur de Francia: Felipe II Augusto apoyaba a Ramón V de Toulouse, y Enrique II de Inglaterra, a Alfonso de Aragón. Este juego de alianzas se complicó cuando Toulouse cedió la Provenza marítima a Génova y obligó a los aragoneses a buscar el apoyo de los enemigos comerciales de Génova, de los pisanos. La unión de los problemas continentales europeos y de los mediterráneos será una de las constantes de la historia de la Corona a lo largo de la Edad Media. Al final de su reinado, Alfonso controlaba Provenza con el título de marqués por medio de sus hermanos Ramón Berenguer y Sancho, a los que dio el título de condes de Provenza. En su testamento, siguiendo la costumbre iniciada por Ramón Berenguer I, separó estos territorios de los peninsulares; los primeros fueron cedidos al primogénito Pedro y el marquesado de Provenza a su segundo hijo Alfonso. Pedro el Católico consiguió poner fin a las luchas con los condes de Toulouse cuando Inocencio III, elegido Papa en 1198, inició la lucha contra los albigenses y contra su protector el conde tolosano. El monarca francés había conseguido por estos años debilitar el poder de Inglaterra y no tenía el menor interés en mantener a su aliado tolosano, contra el que se organizaría la cruzada. Ramón VI de Toulouse se vio obligado entonces, para evitar tener que combatir en dos frentes, a buscar la amistad del rey aragonés, que se convirtió en el protector y señor feudal de la mayor parte del sur de Francia, especialmente a partir de su matrimonio con María, que llevaría como dote la ciudad de Montpellier. Ante el problema albigense tanto el conde de Tolosa como Pedro II de Aragón adoptaron una actitud inicial indecisa, debido a la buena acogida que tenía la herejía incluso entre los miembros de la nobleza dependiente de ellos. Pedro el Católico intentó conjugar los intereses de sus vasallos y aliados con sus deberes hacia el pontífice; con esta finalidad el rey acudió a Roma (1204) y se hizo coronar por el Papa, al que renovó su vasallaje, en virtud del cual Inocencio III le apremió a combatir a los herejes. Tras realizar algunas campañas que le sirvieran de justificación ante el Papa, Pedro abandonó el sur de Francia y llegó a un acuerdo con el castellano Alfonso VIII para dividir entre ambos, una vez más, el reino de Navarra. Mientras el castellano conseguía recuperar Alava y Guipúzcoa ocupadas por los navarros durante su minoría, Pedro se veía obligado a renunciar a las campañas militares para las que no disponía de medios económicos y firmaba la paz con Sancho VII de Navarra a cambio de un préstamo de veinte mil florines. En 1212 el rey de Aragón colaboró en la cruzada castellana contra los almohades e intervino activamente en la victoria de Las Navas de Tolosa. Un año más tarde moría en Muret al intentar defender a sus aliados y vasallos contra los cruzados de Simón de Monfort, es decir, contra Francia. La derrota comprometió gravemente la política de influencia aragonesa en el sur de Francia. El fracaso de los reyes aragoneses por mantener la vinculación de estos territorios a la Corona de Aragón se sancionó formal y definitivamente en el tratado de Corbeil de 1258 entre Jaime I y Luis IX de Francia. Para JOSE MARIA MINGUEZ, la derrota de Muret y el consiguiente hundimiento de la política occitana es la manifestación y la consecuencia dramática de una grave inadecuación de las directrices políticas mantenidas por la monarquía catalano−aragonesa y quizás por la nobleza o por un sector nobiliario catalán, por cuanto la tendencia que ahora se abría con más posibilidades era la preconizada por la burguesía catalana ante las enormes posibilidades comerciales que se le ofrecían en el norte de Africa y en el Mediterráneo occidental. La unificación política del reino de Aragón y del condado de Barcelona, la conquista del bajo Ebro 13 y de la Extremadura aragonesa y la expansión occitana otorgaban a Ramón Berenguer IV y a sus sucesores los condes−reyes una autoridad y un prestigio internos que facilitaron un avance importante en la configuración de Cataluña como entidad política superadora de las antiguas unidades condales. A ello contribuyó decisivamente la incorporación al condado de Barcelona de los condados del Rosellón y del Bajo Pallars durante el reinado de Alfonso II. El peso específico de la nueva entidad política de Cataluña hará que tanto la política exterior como la interior de la Corona de Aragón se supedite a ella. En el marco de los nuevos planteamientos en política exterior, ahora identificada con los intereses del patriciado urbano catalán, cobra pleno sentido la intervención de los reyes catalano−aragoneses en el Mediterráneo, un ámbito totalmente ajeno a las tendencias expansivas del antiguo reino de Aragón pero que va a constituir el centro de atención de Jaime I. La posterior identificación de la monarquía con las líneas políticas diseñadas desde el ángulo de los intereses del patriciado urbano catalán provocará la reacción de la nobleza aragonesa cuyos intereses han quedado relegados a un segundo plano, cuando no totalmente marginados, prácticamente desde el momento de la unificación. Contradicción tanto más aguda cuanto que el reino de Aragón y la fuerza militar que él aportaba constituirán un pilar esencial para la ejecución de la política impuesta por la burguesía. • NAVARRA, ALBARRACÍN Y URGEL ENTRE ARAGÓN Y CASTILLA. V.1. El reino de Navarra. Privada de la posibilidad de expandirse por tierras musulmanas al separarse de Aragón y con él de las zonas fronterizas con el Islam, Navarra mantiene a partir de 1134 los límites de años anteriores mientras que sus poderosos vecinos aumentan continuamente, mediante campañas contra los musulmanes, la extensión de sus dominios desde los que amenazan la supervivencia del reino navarro. Ya desde 1140 se conciertan los primeros pactos para el reparto del reino: en dicho año el emperador Alfonso y el conde−príncipe Ramón Berenguer IV, reunidos en Carrión, acuerdan dividirse la tierra que tiene García, rey de los pamploneses de modo que Castilla recobre las tierras que había poseído Alfonso VI en la orilla derecha del Ebro y el cónsul barcelonés recupere cuantas tierras habían pertenecido a Aragón en tiempos de los reyes Sancho IV y Pedro I, vasallos que habían sido de Alfonso VI; el resto de los dominios pamploneses sería dividido entre Alfonso y Ramón en la proporción de dos partes para Aragón y una para Castilla, que basa sus derechos en el homenaje de fidelidad prestado a Alfonso VI por Sancho y Pedro, homenaje que renovaría Ramón Berenguer al entrar en posesión de su parte. Once años más tarde, al morir García Ramírez, se procede a un nuevo reparto en Tudillén, por mitad entre Aragón y Castilla. En este tratado no sólo se procede a la división de Navarra, sino que también se fijan las zonas de influencia y de futura conquista de las tierras musulmanas. El conde −no se cita para nada su título aragonés− recibiría la ciudad de Valencia con toda la tierra desde el Júcar hasta el término del reino de Tortosa, así como la ciudad de Denia, con la condición de tener tales tierras en nombre del emperador y de prestarle homenaje semejante al que los reyes Sancho y Pedro de Aragón prestaban a Alfonso VI por Pamplona; también corresponderían al barcelonés el reino y ciudad de Murcia, excepto las plazas fuertes de Lorca y Vera que serían para el emperador tanto si colabora en la conquista como si se abstiene de intervenir. No obstante, en 1177 se suprime el vasallaje del conde−rey Alfonso II de Aragón respecto del monarca castellano Alfonso VIII a cambio de que el primero renuncie a la conquista de Murcia; dos años más tarde, reunidos en Cazola, ambos monarcas se prestan homenaje mutuo y renuevan el pacto contra Navarra. El reparto del reino navarro nunca fue efectivo porque primero García Ramírez y después su sucesor Sancho VI el Sabio (1150−1194) mantienen una difícil política de equilibrio que les lleva tanto a reafirmar la dependencia feudal respecto a Castilla como a colaborar con el rey−conde aragonés para recuperar las tierras de La Rioja y dividirse los dominios del Rey Lobo de Murcia; la inestabilidad del equilibrio entre Castilla y Aragón lleva a los monarcas a buscar contrapesos al norte de los Pirineos mediante alianzas matrimoniales con Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, y con Teobaldo de Champaña, cuyos descendientes se convertirán en el siglo XIII en reyes de Navarra. Sancho VI destacó sobre todo como protector de las artes y cambió la vieja denominación de reyes de Pamplona por la de reyes de Navarra. Realizó una importante labor 14 legislativa, concediendo fueros a muchas poblaciones navarras y efectuó reformas administrativas de gran eficacia. Sancho VII (1194−1234) inició su reinado en alianza con Castilla, que pronto fue sustituida por un acuerdo entre leoneses y navarros contra los castellanos. Solucionados estos problemas, Sancho ofreció sus servicios militares a los almohades, a cuyo lado combatió en el norte de Africa hacia el 1200. Durante su ausencia, el monarca castellano, que por su matrimonio con Leonor −hija de Enrique II de Inglaterra− se consideraba con derechos sobre Aquitania, intentó unir los dominios castellanos con los de su esposa y para ello ocupó Alava y Guipúzcoa, a pesar de lo cual tropas navarras colaboraron con las castellanas en Las Navas de Tolosa. La agitada sucesión de Alfonso VIII en Castilla y la minoría de Jaime I en Aragón permitieron a los navarros un respiro durante el cual Sancho organizó sus dominios, dio fuero a algunas poblaciones, fortificó la frontera con Castilla y consiguió el vasallaje de algunos nobles ultrapirenaicos. En 1230, unificados de nuevo León y Castilla por Fernando III, las presiones castellanas obligaron al monarca navarro a buscar un acuerdo con Jaime I, con el que firmó un año más tarde un pacto de prohijamiento mutuo que no fue respetado por los navarros, que ofrecieron la Corona en 1234 al sobrino del rey, Teobaldo de Champaña, con el que se inician las dinastías francesas en Navarra. V.2. El señorío de Albarracín. Las circunstancias por las que atravesaron los reinos cristianos de la Península desde 1150 hicieron posible el nacimiento de diversos señoríos independientes creados por caudillos cristianos en las fronteras musulmanas. Ejemplos típicos de estos señoríos son los fundados por Geraldo Sempavor, el Cid portugués, en la Extremadura española; por Fernando Rodríguez el Castellano en Trujillo, y por Pedro Ruiz de Azagra, uno de los colaboradores del Rey Lobo de Murcia, en Albarracín. El más hábil de todos fue sin duda el señor de Albarracín, quien, oscilando entre Aragón y Castilla y con el apoyo de Navarra, logró no sólo mantener su independencia sino también aumentar sus dominios, obtener concesiones en Castilla y en Aragón y transmitir sus derechos a su hermano Fernando. Fernando Ruiz mantuvo esta política de equilibrio aunque los honores recibidos en Aragón le obligaron a inclinarse más hacia el monarca aragonés del que era vasallo y en cuyo nombre poseía extensos territorios en la comarca turolense; pero la influencia aragonesa fue contrarrestada mediante una estrecha alianza con la Orden de Santiago, a la que nombró su heredera en Albarracín en julio de 1190. La alianza de Fernando con Aragón y con Navarra era garantía de que estos reyes no intentarían ocupar Albarracín; y la donación a la Orden de Santiago, así como la vinculación de la sede episcopal de Santa María de Albarracín a la archidiócesis toledana, evitaban la intervención de Alfonso VIII de Castilla que no combatiría a los santiaguistas, a los que había confiado extensos territorios en las fronteras de su reino con los musulmanes. Aunque el testamento inicial de Fernando fue modificado en diversas ocasiones y Albarracín pasó a los hijos de Fernando, la Orden de Santiago se convirtió en garantizadora frente a Castilla de la independencia del señorío, cuya posición geográfica llevó a los señores a una vinculación cada vez más estrecha con la monarquía aragonesa, a la que sería incorporado el señorío a finales del siglo XIII. V.3. El condado de Urgel. La presión de los condes de Barcelona sobre los territorios catalanes no pone fin a la relativa independencia de Urgel, un dominio cercado por sus vecinos cuyos condes mantienen, al igual que Navarra y Albarracín, una política de equilibrio entre esas potencias vecinas, política que lleva, por ejemplo, al conde Armengol IV a disponer en su testamento (1086) que si sus hijos muriesen antes que él el condado pasaría al infante Pedro de Aragón y si éste muriera sin descendencia, el heredero sería el conde de Barcelona. En el caso de que a la muerte del conde urgelitano su hijo fuera menor de edad, gobernarían el condado Berenguer Ramón II de 15 Barcelona y Sancho Ramírez de Aragón, pero ninguno tendría la tutela del heredero, que sería confiado al castellano Alfonso VI. En virtud del testamento condal, Urgel inició en 1092 una mayor aproximación a Castilla. Los condes se relacionaron con la familia de Pedro Ansúrez, uno de los fieles de Alfonso VI, y adquirieron importantes dominios en la comarca de Valladolid; en 1102 el condado sería regido por Pedro Ansúrez como tutor de Armengol VI llamado el de Castilla, título que podría cambiarse por el de León al referirse a Armengol VII. Tras haber participado junto al Rey Lobo de Murcia en las campañas contra los almohades, Armengol VII acudió al servicio de Fernando II de León en Extremadura, Galicia, Asturias, Salamanca, León... desde 1166 hasta 1184, año en que murió en un ataque de los musulmanes a Valencia. El alejamiento de los condes urgelitanos permitió el ascenso social de algunos nobles del condado que pretendieron sustituir a la dinastía condal al morir Armengol VIII sin hijos varones y quedar el condado en manos de su hija Aurembiaix de Urgel, monja de la Orden de Santiago y residente en León. Pedro el Católico tuvo que intervenir para defender los derechos de Aurembiaix, pero los problemas continuarían durante el reinado de Jaime I, que incorporaría definitivamente el condado al de Barcelona en el año 1231. En realidad, Ramiro I nunca llegó a titularse rey, sino que siguió denominándose quasi pro rege u otras fórmulas similares. 16