La nación catalana (25-08-2005)

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La Nación Catalana (II)
El artículo 1 del Proyecto de Estatuto catalán dice lo siguiente:
“Cataluña es una nación que ejerce su autogobierno mediante
instituciones propias...”. Semejante redacción ha dado lugar a una
considerable polémica, que ha reabierto el falso consenso al que se llegó
en el artículo 2 de la Constitución (“La Constitución se fundamenta en
la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible
de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía
de la nacionalidades y regiones...”). Digo falso consenso, porque entre
las muchas voces que hemos oído estos días, se han pronunciado seis
de los siete ponentes del texto constitucional y, de ellos, tres entienden
que la definición como nación de una Comunidad Autónoma es
perfectamente acorde con el artículo 2 (España es una “nación de
naciones”, afirman Peces Barba, Herrero de Miñón y Roca) y otros tres
entienden que tal afirmación del futuro Estatuto catalán entra en
contradicción absoluta con la Constitución (la única nación reconocida
en la Constitución es la española, España es una nación plural, pero no
plurinacional, dicen Fraga, Pérez-Llorca y Cisneros). ¿En qué consistió
el consenso?. No es menor la confusión en el seno del Gobierno.
Montilla dice una cosa y Bono otra; Zapatero, en un programa de radio
avaló a Maragall y acepta que Cataluña se defina como nación, pero
Blanco le manda un aviso. Por su parte, Alfonso Guerra (Presidente de
la Comisión Constitucional, en la que ese texto deberá discutirse) y
Manuel Chaves (Presidente del PSOE) dicen que esto supone romper el
pacto constitucional y abrir la vía a un futuro incierto. Las opiniones
encontradas se prodigan también entre miembros de altos órganos del
Estado (Consejo de Estado, Tribunal Constitucional, Consejo General
del Poder Judicial). En fin, un caos.
No es este un tema teórico, ni una cuestión semántica, sino que
tiene innumerables consecuencias jurídicas y políticas; por ello, hay
que tratar de poner un poco de orden en las palabras. Sin entrar ahora
en largas disquisiciones, digamos que la nación es una Comunidad
espiritual, forjada a través de la historia y con unidad de destino, como
empresa común, en lo porvenir. A la nación –a la totalidad de ella y no a
cada una de sus partes- pertenece la soberanía, que es el poder
supremo, originario e incondicionado que ostenta toda Comunidad
política plena; justamente porque ésta es una (única e indisoluble) la
soberanía se considera indivisible. El Estado es la personificación de la
nación y sus poderes son ejercidos por sus representantes, en los
distintos niveles territoriales. Jurídicamente, esto se plasma en la
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Constitución que la nación se da a sí misma y que, como ésta, es una y
única. Ningún otro poder, en el interior de una nación, tiene ni puede
tener un origen distinto, pues ninguna parte de ella puede esgrimir
títulos de poder originarios frente a ella. Esta fue la esencial
transformación de la estructura del Estado, frente a los antiguos reinos
y la pluralidad de jurisdicciones, que tuvo lugar en España con la
Constitución de 1812. Con ella se asienta definitivamente entre
nosotros el principio de la soberanía nacional y la unidad
constitucional. Esta idea de Nación (unitaria) de Estado (nacional) y de
la soberanía (una e indivisible) es la que se consagra con toda claridad
en los artículos 1, 22, 66 y otros de nuestra Constitución. Es evidente
que este concepto de nación sólo puede referirse a España en su
conjunto. Una nación de naciones es, política y jurídicamente, un
imposible (también en los Estados federales la nación es única) y la
llamada soberanía foral no existe.
Pero ocurre que no es éste el único sentido posible del concepto
“nación” (o nacionalidad). Una nación es, antes que realidad política,
una comunidad espiritual, de territorio y de sangre, de lengua, de
cultura, de tradiciones y costumbres, de historia y sentimientos;
elementos todos ellos en los que la gente percibe una realidad con la
que se siente identificada. La identidad es un problema de creencias y
de vivencias, no de argumentos ni de teorías constitucionales. El
hombre, como ser social, tiene esa necesidad de estirpe, de comunidad,
en la que insertarse y con la que identificarse. Cuando ésta se proyecta
largamente en la historia tiende a constituirse en Estado, pero la unión
de ambas no es de esencia. Ha habido naciones que han estado
repartidas entre varios Estados (como lo fue Polonia durante bastantes
años) o incluso repartidas por el mundo sin formar un Estado (como ha
sido el caso de la nación judía, hasta 1948). Y viceversa ha habido y hay
Estados que engloban varias “naciones” (como fue el caso del imperio
austro-húngaro, el caso de Yugoslavia o la Unión Soviética).
Pues bien, es claro para mí que la Constitución española reconoce
en su artículo 2 la existencia en España de una pluralidad de
“nacionalidades” (esto es, comunidades sociales y culturales,
claramente diferenciadas, con voluntad de autogobierno) y que una de
ellas –nación o nacionalidad, como se le quiera llamar- es Cataluña, que
tiene una clara identidad, conciencia de sí misma y voluntad de ser, que
no tienen otras regiones españolas. Ello para nada afecta a la
soberanía, ni a la arquitectura del poder político en España, definida en
la Constitución. Podrá afectar al desarrollo que el autogobierno alcance
en aquellos territorios españoles que por su historia y sus
características (tamaño, lengua, población, ubicación geográfica y otras)
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pueden sentirse llamados a asumir un mayor protagonismo (lo cual no
es mejor ni peor). Resultaría, a mi juicio, inconstitucional que alguna de
estas nacionalidades pretendiera atribuirse los atributos propios de la
soberanía nacional, pero resultaría igualmente erróneo prohibir a estas
Comunidades la expresión en cualquiera de sus formas de esa
identidad nacional que se les ha reconocido (lengua, himno, bandera,
presencia en competiciones deportivas, ciertas formas de representación
exterior y otras).
Cataluña es una región española excepcional: una larga historia,
una cultura floreciente, una economía equilibrada, una población
trabajadora en un territorio suficiente, lengua, tradiciones y
costumbres, una pléyade de artistas y científicos en todo tiempo, y
sobre todo una voluntad de ser que en Madrid pone a las gentes muy
nerviosas. Pero no es menos cierto que a los catalanes no les sale fácil
ese sentido de solidaridad afectiva hacia Castilla, de la que han hecho
un tirano que nunca existió. Su amor a Cataluña, tan legítimo y tan
admirable, parece como si debilitara su amor a España, lo que es triste.
Madrid, 25 de agostos de 2005
Gaspar Ariño Ortiz
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