La Nación Catalana (II) El artículo 1 del Proyecto de Estatuto catalán dice lo siguiente: “Cataluña es una nación que ejerce su autogobierno mediante instituciones propias...”. Semejante redacción ha dado lugar a una considerable polémica, que ha reabierto el falso consenso al que se llegó en el artículo 2 de la Constitución (“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de la nacionalidades y regiones...”). Digo falso consenso, porque entre las muchas voces que hemos oído estos días, se han pronunciado seis de los siete ponentes del texto constitucional y, de ellos, tres entienden que la definición como nación de una Comunidad Autónoma es perfectamente acorde con el artículo 2 (España es una “nación de naciones”, afirman Peces Barba, Herrero de Miñón y Roca) y otros tres entienden que tal afirmación del futuro Estatuto catalán entra en contradicción absoluta con la Constitución (la única nación reconocida en la Constitución es la española, España es una nación plural, pero no plurinacional, dicen Fraga, Pérez-Llorca y Cisneros). ¿En qué consistió el consenso?. No es menor la confusión en el seno del Gobierno. Montilla dice una cosa y Bono otra; Zapatero, en un programa de radio avaló a Maragall y acepta que Cataluña se defina como nación, pero Blanco le manda un aviso. Por su parte, Alfonso Guerra (Presidente de la Comisión Constitucional, en la que ese texto deberá discutirse) y Manuel Chaves (Presidente del PSOE) dicen que esto supone romper el pacto constitucional y abrir la vía a un futuro incierto. Las opiniones encontradas se prodigan también entre miembros de altos órganos del Estado (Consejo de Estado, Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial). En fin, un caos. No es este un tema teórico, ni una cuestión semántica, sino que tiene innumerables consecuencias jurídicas y políticas; por ello, hay que tratar de poner un poco de orden en las palabras. Sin entrar ahora en largas disquisiciones, digamos que la nación es una Comunidad espiritual, forjada a través de la historia y con unidad de destino, como empresa común, en lo porvenir. A la nación –a la totalidad de ella y no a cada una de sus partes- pertenece la soberanía, que es el poder supremo, originario e incondicionado que ostenta toda Comunidad política plena; justamente porque ésta es una (única e indisoluble) la soberanía se considera indivisible. El Estado es la personificación de la nación y sus poderes son ejercidos por sus representantes, en los distintos niveles territoriales. Jurídicamente, esto se plasma en la 1 Constitución que la nación se da a sí misma y que, como ésta, es una y única. Ningún otro poder, en el interior de una nación, tiene ni puede tener un origen distinto, pues ninguna parte de ella puede esgrimir títulos de poder originarios frente a ella. Esta fue la esencial transformación de la estructura del Estado, frente a los antiguos reinos y la pluralidad de jurisdicciones, que tuvo lugar en España con la Constitución de 1812. Con ella se asienta definitivamente entre nosotros el principio de la soberanía nacional y la unidad constitucional. Esta idea de Nación (unitaria) de Estado (nacional) y de la soberanía (una e indivisible) es la que se consagra con toda claridad en los artículos 1, 22, 66 y otros de nuestra Constitución. Es evidente que este concepto de nación sólo puede referirse a España en su conjunto. Una nación de naciones es, política y jurídicamente, un imposible (también en los Estados federales la nación es única) y la llamada soberanía foral no existe. Pero ocurre que no es éste el único sentido posible del concepto “nación” (o nacionalidad). Una nación es, antes que realidad política, una comunidad espiritual, de territorio y de sangre, de lengua, de cultura, de tradiciones y costumbres, de historia y sentimientos; elementos todos ellos en los que la gente percibe una realidad con la que se siente identificada. La identidad es un problema de creencias y de vivencias, no de argumentos ni de teorías constitucionales. El hombre, como ser social, tiene esa necesidad de estirpe, de comunidad, en la que insertarse y con la que identificarse. Cuando ésta se proyecta largamente en la historia tiende a constituirse en Estado, pero la unión de ambas no es de esencia. Ha habido naciones que han estado repartidas entre varios Estados (como lo fue Polonia durante bastantes años) o incluso repartidas por el mundo sin formar un Estado (como ha sido el caso de la nación judía, hasta 1948). Y viceversa ha habido y hay Estados que engloban varias “naciones” (como fue el caso del imperio austro-húngaro, el caso de Yugoslavia o la Unión Soviética). Pues bien, es claro para mí que la Constitución española reconoce en su artículo 2 la existencia en España de una pluralidad de “nacionalidades” (esto es, comunidades sociales y culturales, claramente diferenciadas, con voluntad de autogobierno) y que una de ellas –nación o nacionalidad, como se le quiera llamar- es Cataluña, que tiene una clara identidad, conciencia de sí misma y voluntad de ser, que no tienen otras regiones españolas. Ello para nada afecta a la soberanía, ni a la arquitectura del poder político en España, definida en la Constitución. Podrá afectar al desarrollo que el autogobierno alcance en aquellos territorios españoles que por su historia y sus características (tamaño, lengua, población, ubicación geográfica y otras) 2 pueden sentirse llamados a asumir un mayor protagonismo (lo cual no es mejor ni peor). Resultaría, a mi juicio, inconstitucional que alguna de estas nacionalidades pretendiera atribuirse los atributos propios de la soberanía nacional, pero resultaría igualmente erróneo prohibir a estas Comunidades la expresión en cualquiera de sus formas de esa identidad nacional que se les ha reconocido (lengua, himno, bandera, presencia en competiciones deportivas, ciertas formas de representación exterior y otras). Cataluña es una región española excepcional: una larga historia, una cultura floreciente, una economía equilibrada, una población trabajadora en un territorio suficiente, lengua, tradiciones y costumbres, una pléyade de artistas y científicos en todo tiempo, y sobre todo una voluntad de ser que en Madrid pone a las gentes muy nerviosas. Pero no es menos cierto que a los catalanes no les sale fácil ese sentido de solidaridad afectiva hacia Castilla, de la que han hecho un tirano que nunca existió. Su amor a Cataluña, tan legítimo y tan admirable, parece como si debilitara su amor a España, lo que es triste. Madrid, 25 de agostos de 2005 Gaspar Ariño Ortiz 3