CARITAS IN VERITATE El desarrollo, una cuestión antropológica Antes de entrar en el contenido de la encíclica, vale la pena destacar el hecho de su publicación. ¿Por qué el Papa publica una encíclica? Si los procesos sociales se riegieran por leyes inexorables, si las leyes del mercado actuaran con la necesidad de la ley de gravedad, la publicación de una encíclica social no tendría ningú sentido, porque no habría anda que hacer sino conteplar como observadores. Por ello, el mismo hecho de escribir una encíclica ya contiene la fundamental afirmación de que no somos víctimas, sino actores de la sociedad en que vivimos y, por tanto, somos responsables de la historia. La razón de la caridad Una de las insistencias centrales del magisterio de Benedicto XVI es su llamado a iluminar la fe y la vida humana con la razón. Por ello, al leer la encíclica nos preguntamos cuál es el lógos de la caridad. Si la caridad fuera sólo un impulso de la emotividad, no podría ser propuesta como alma de las relaciones humanas, no sólo individuales, sino sociales. Pero, precisamente, porque ella no es un simple sentimiento, sino que tiene un fundamento en la estructura del hombre, ella tiene alcance universal. Entonces, nos preguntamos ¿dónde radica su fundamento? Antropología y cuestión social En el número 75 de su nueva encíclica, el Papa Benedico, declara: «Hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica» (CIV, 75). Tal vez, se pueda decir que esta afirmación encierra el corazón de la encíclica, precisamente porque el fundamento de todo proyecto de desarrollo humano es una idea acerca del hombre. Si se quiere beneficiar al hombre de modo auténtico, se debe saber qué es el hombre. De este modo, la misma búsqueda del auténtico desarrollo humano, cuando se hace responsablemente, implica una pregunta anterior acerca de qué es este ser humano al que se quiere beneficiar. No cualquier tipo de crecimiento es, por ello mismo, un verdadero desarrollo. No basta producir más y consumir más. La historia se ha encargado de demostrarlo. Cada idea de desarrollo implica, entonces, una idea de hombre, es decir, una antropología. Y, por lo tanto, cualquier visión reductivista del hombre inspirará un proyecto, también reductivo, de desarrollo. En esto, nadie puede alegar neutralidad, porque no es posible proponer un proyecto de desarrollo para el hombre sin tener, al menos implícita, una idea de qué es el hombre. Desgraciadamente, estas cuestiones fundamentales muchas veces ni siquiera se discuten. Se dan por supuestas, o simplemente no se reflexionan, porque se consideran poco prácticas, y la urgencia de los problemas exige soluciones rápidas. Pero, de este modo, se producen, en el mejor de los casos, severos desacuerdos y malos entendidos, y, en el peor, resultados contrarios a los buscados que, en definitiva, en vez de liberar al hombre, lo atan. El desarrollo es auténtico sólo cuando corresponde a la verdad del hombre, a la verdadera estatura del hombre. Por ello, en un documento como este, el Santo Padre, por fidelidad al ser humano sostiene que no cualquier tipo de desarrollo está a la altura del hombre (cf. CIV, 9). De hecho, la cuestión del desarrollo se ha vuelto «radicalmente una cuestión antropológica». Por ello la Doctrina Social de la Iglesia no ofrece soluciones técnicas a los problemas sociales, sino que proclama, y muchas veces defiende, la riqueza y la amplitud del ser humano, siempre susceptible de ser reducida unilateralmente sólo a algunos de sus aspectos. Una visión del hombre que no logra integrar armónicamente las diversas riquezas del hombre no es capaz de inspirar un modelo de desarrollo que beneficie al ser humano en su integridad. Si no se tiene en cuenta al hombre completo, no se beneficia a todo el hombre. Si un aspecto del hombre es valorizado en desmedro de los demás, el desarrollo no logra responder a la verdad del hombre. Por ejemplo, cada vez que la lógica del mercado, que es tan útil para comprender y regular cierto tipo de relaciones, se la utiliza como modelo de comprensión total de la realidad, entonces se vuelve ideología. «La actividad económica —afirma el Papa— no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil» (CIV, 36). El mercado no puede producir lo que está fuera de su alcance (cf. CIV, 35). Por otra parte, la convicción de la unidad del ser humano implica que las diversas dimensiones humanas no pueden ser abordadas sin tener en cuenta las demás. La naturaleza del hombre es indivisible, y, por ello, cada dimensión debe ser abordada en íntima conexión con las demás: la vida, las relaciones sociales, la sexualidad, el cuidado de medio ambiente, la economía, las relaciones laborales, la familia, etc., como actividades humanas forman una unidad armónica que debe ser custodiada en su integridad. Por ello, en la cuestión social, no basta la caridad si ella no está iluminada por la verdad. Sólo un amor que responde a la verdad del hombre es capaz de beneficiar de modo auténtico y eficaz. Sin la verdad, la caridad puede quedar encerrada en los límites de una emotividad que selecciona de modo arbitrario qué es lo que se considera digno de respeto; sin la verdad, la caridad pierde su sentido universal y queda reducida al ámbito privado (cf. CIV, 3; 75). Así se comprende que Caritas in veritate es un modo de decir desarrollo auténtico, en que la caritas impulsa el desarrollo y la veritas asegura que este desarrollo sea auténtico. El amor es eficaz en la medida que corresponde a la auténtica naturaleza del hombre. ¿Cuál es, entonces, el aporte específico de la Iglesia en la cuestión social? La teología trinitaria como fundamento de la moral social La fe cristiana tiene un aporte específico a la cuestión social, porque ilumina la verdad del hombre. El ser humano reconoce que él mismo no es su propio autor y se experimenta a sí mismo como un don. Un don que supone un Bien anterior a sí mismo. Esta experiencia humana es ampliada a la luz de la teología trinitaria. La revelación cristiana afirma que el hombre es imagen de Dios, y proclama una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los seres humanos. Por eso Jesús reza al Padre: «Que todos sean uno, como tú y yo» (Jn 17,11). Es decir, hay una semejanza entre el modo como el Padre y el Hijo son uno, y la unidad de los discípulos. Esta verdad revelada, abre una perspectiva inaccesible a la sola razón humana, e ilumina la vida no sólo de los creyentes, sino de todo hombre. ¡Esta es la convicción cristiana! La fe amplia la razón y permite comprender de modo más profundo la realidad. La revelación del Dios uno y trino nos enseña que las tres personas divinas, en su unidad, «son relacionalidad pura» (CIV, 54), es decir, que no se definen en sí mismas sino en sus relaciones con las demás: el Padre es aquel que es, no referido a sí mismo, sino en relación a su Hijo. Esta verdad, aplicada analógicamente al hombre, nos señala que la relación, para la persona humana, no es algo accidental. La relacionalidad es un elemento constitutivo de la naturaleza humana (cf. CIV, 55). Lo más auténticamente humano es el «yo» volcado a los demás; por el contrario, el «yo» encerrado en sí mismo es una perversión de lo humano. En sus años de profesor de teología, Joseph Ratzinger enseñaba que ser hombre significa «ser desde alguien y hacia alguien. [...]. El hombre, cuanto más capaz es de ir más allá de sí mismo, cuanto más está en y con el otro, tanto más está en y consigo mismo» (Presona en teología). La total referencia al otro no suprime ni anula al hombre, sino que lo lleva a su máxima posibilidad de ser. San Alberto Hurtado, en un contexto bien diverso decía en 1947, algo muy semejante: «el que se da, crece». Es decir, el verdadero desarrollo se recibe en el don de sí mismo. El hombre experimenta su vida como un don y, por lo tanto, está hecho para darse: encuentra su propia plenitud «en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS, 24). Lo más auténticamente humano no es ver al otro como un adversario o como un competidor, sino como aquel desde el cual y hacia el cual yo soy. De este modo, lo más genuino en el hombre es la generosidad, la apertura, la donación, en definitiva, la caridad. Por ello, porque pertenece a la estructura del ser humano, la caridad no sólo es principio de micro-relaciones, sino que está llamada a configurar las relaciones sociales. Si la caridad forma parte de la estructura del hombre, debe estar presente también en la estructura social. Pero este carácter relacional del ser humano no se agota en la sola dimensión horizontal. El que experimenta su vida como un don, presiente un Bien que lo ha precedido y que le abre una perspectiva trascendente. Es la referencia última que le otorga valor definitivo a la existencia humana, pues, sin una referencia al Absoluto y a la vida eterna, el mismo desarrollo humano se queda sin aliento (cf. CIV, 11). Por ello es necesario insistir en que la referencia a Dios forma parte de la verdad del hombre. Sin esta referencia al Absoluto, todo lo humano se vuelve negociable. Si en siglos anteriores la razón y la fe se oponían, hoy como aliadas luchan para liberar al hombre de yugo del sentimentalismo, el fundamentalismo o la simple lógica del poder. Sin una referencia al Absoluto, el hombre queda a merced de la arbitrariedad. No se puede esperar respeto absoluto a los derechos del hombre si no hay una verdad del hombre con referencia al Absoluto. Si reconocemos la existencia como un don, y no el resultado de una autogeneración, entonces la verdad del ser humano ya no está a merced de nuestro capricho. Hay un auténtico bien para el hombre que no es sujeto de la arbitrariedad (cf. CIV, 68). La cristología como fundamento de la universalidad de la moral cristiana Pablo, en su carta a los romanos, declara que Adán 'era figura del que había de venir' (cf. 5,14). La afirmación nos sorprende, dado que la manifestación de Jesucristo es posterior a la de Adán. Estamos habituados a pensar que Cristo se hizo semejante a Adán, y que, por tanto, Cristo es copia del primer hombre. Pero la realidad es otra: el Adán original es Cristo, y una copia de él es el Adán que pecó. Estas reflexiones, que podrían parecer tan teóricas, encierran un contenido de una gran trascendencia, aún en ámbito práctico. Lo que está detrás de la teología del Apóstol es que la verdadera humanidad se encuenta en Cristo y que en Adán encontramos la humanidad, pero la humanidad deformada por el pecado. Esta convicción fue espléndidamente expresada por el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes 22: «Tan sólo en el misterio del Verbo Encarnado se aclara verdaderamente el misterio del hombre... Cristo, el nuevo Adán... manifiesta plenamente el hombre al hombre». De este modo, la cumbre de la vida humana se alcanza en Cristo. De acuerdo a lo anterior, la auténtica humanidad no se encuentra en el pecador sino en Cristo. Asemejarse a Cristo no significa renunciar a ser humano, para transformarse en algo como un ángel o en alguna cosa parecida. No, asemejarse a Cristo significa humanizarse; asemejarse a Cristo provoca un crecimiento en humanidad. En definitiva, somo verdaderamente hombres en la medida en que estamos en comunión con Cristo. Por lo tanto, no hay contradicción entre Cristo y el ser humano. Dios no es adversario del hombre, sino su modelo primordial y su meta definitiva. Cristo es el único camino para la auténtica realización humana. Y, por ello, no es necesario rechazar nada humano para ser santo. Al contrario, es el pecado lo que nos obliga a negar nuestra verdadera humanidad; el pecado deshumaniza, la santidad humaniza. Por ello, Cristo es más hombre que el Adán herido por el pecado. Conclusión «Sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es» (CIV, 78). «Para conocer al hombre, el hombre verdadero, el hombre integral, hay que conocer a Dios», afirmaba Juan Pablo II en la Centesimus annus, citando a Pablo VI (CA, 55). La referencia a Dios no disminuye al hombre, no lo empequeñece, sino que lo manifiesta en su verdad. Por ello, el Papa Benedicto recuerda, tal como Pablo VI, que la evangelización es un factor de desarrollo humano. Si por amor al hombre se quiere ser fiel a la verdad del hombre, entonces, hay que reconocer toda la amplitud del ser humano y buscar un modelo de desarrollo que tome en cuenta al hombre completo, una tarea muy propia de una universidad católica. Comprendida así, la Doctrina Social de la Iglesia no es un conjunto de normas restrictivas que amenazan con entorpecer el desarrollo, sino una luz clara acerca de la verdad del hombre, que orienta el verdadero desarrollo. Y así, la enseñanza social de la Iglesia es una buena noticia, es decir, un evangelio. El desarrollo no es el resultado de nuestro esfuerzo, sino un don, por lo cual, el desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración. Y, por ello, el Papa concluye la encíclica rezando a María que nos obtenga por su intercesión la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres».