el aprendizaje del bien y el mal moral en la obra de

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Eduinnova
ISSN 1989-1520
Nº 24 – SEPTIEMBRE 2010
EL APRENDIZAJE DEL BIEN Y EL MAL
MORAL EN LA OBRA DE ITALO CALVINO
“EL VIZCONDE DEMEDIADO”.
AUTORA: Amparo Páramo Carmona. DNI: 24291695 S
ESPECIALIDAD: FILOSOFÍA
A menudo se nos plantea el problema de juzgar lo que está bien o mal y con qué
criterios llevar a cabo dicho juicio, pero esto se convierte en una tarea de otro tipo si de
lo que se trata es de enseñar a adolescentes dónde están las fronteras de la moral,
dónde debemos situar los límites de nuestra acción y qué es lo que está permitido o
prohibido y en qué circunstancias. A veces el pensamiento abstracto necesita el apoyo
de la novela y esto es precisamente lo que hemos tratado de hacer con el estudio de la
obra de Italo Calvino “El Vizconde demediado”.
Trabajamos con adolescentes y queremos hacer honor a las palabras que el
autor de la novela en cuestión pone en boca del narrador: “…la primera juventud; la
edad en que los sentimientos se mezclan todos en un confuso impulso, indistintos aún
entre el bien y el mal”. Veamos cómo se explica todo esto y cómo se imbrican la
novela y el estudio de la moral.
Durante el proceso que contra él se siguió en Atenas por impiedad y corrupción
de las buenas costumbres, Sócrates afirmó que hay algo aún peor para un hombre que
la muerte: elegir la maldad. De hecho, afirma que incluso prefiere morir antes que
hacer tal elección. Y efectivamente, elegir la maldad es negar la dignidad humana y
nosotros, además de preservar nuestra integridad física, frágil de por sí, también
debemos preservar nuestra integridad moral, más frágil aún.
Sin embargo esto, elegir el mal, es lo que hace una de las dos mitades del
protagonista de la novela de Calvino, el vizconde Medardo de Terralba, quien en la
guerra de los cristianos contra los turcos, en una llanura de Bohemia, resulta herido
por un cañonazo que le da de lleno y que lo divide en dos mitades, cada una de las
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cuales hace una elección diferente, la elección del bien y la del mal, prosiguiendo su
vida por separado, lo que representa una pérdida de la armonía y de la aspiración
humana a la plenitud, en definitiva, a la moral. Esto quiere decir que sólo podemos
llamar “moral” al hecho de ponernos a salvo de la maldad, al compromiso de no poner
en venta nuestra dignidad. Y esto no se cumple con nuestro personaje.
La moral es, tanto en nuestras intenciones como en nuestras acciones, el
esfuerzo por hacer las cosas bien. De hecho, alabamos a quienes intentan y a veces
consiguen actuar conforme a la moral, a quienes hacen no sólo lo que pueden, sino lo
que deben hacer, y censuramos a quienes se conducen mal en la vida. Parece pues
que en materia de moral no sólo hablamos de lo que es, sino de lo que debe ser, eso
que los escolásticos llamaron “falacia naturalista”, y que se nutre de un conjunto de
reglas de actuación que en general son propias de todos los miembros del grupo al
que pertenecemos.
Bueno y malo, bien y mal, prohibido y permitido. La elección de una cosa o la
otra tiene gravísimas implicaciones tanto para el juicio como para la acción. Así por
ejemplo, elogiar o censurar en su momento, tener buena conciencia o remordimientos,
requiere de la capacidad de discernir entre el bien y el mal. Pero ¿cómo llevar a cabo
la acción? ¿cómo llegamos al conocimiento de lo correcto? Hay quienes opinan que lo
único que se precisa es la intuición personal, la convicción íntima, aunque esto supone
afirmar que todos estamos en posesión de un cierto sentido moral, de una capacidad
innata para distinguir el bien del mal. Pero lo único que estamos haciendo es
multiplicar el problema, pues debemos entonces ponernos a hablar acerca de si
existen realmente las capacidades innatas o de si por el contrario todo cuanto
hacemos es producto del aprendizaje.
Además, corremos el riesgo de creer que existe una verdad absoluta en
posesión de la cual estamos y que sirve de “medida” universalmente, ya que emana de
una tradición colectiva y que esa verdad da a nuestra idea de la moral permanencia y
autoridad. Nos olvidamos, por una parte, de que “tradición” no es sinónimo de “bien” y
de que existen multitud de tradiciones morales, diferentes y divergentes, y por otra
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parte también nos olvidamos de que hay costumbres corruptas. Es cierto que sabemos
lo que significa, en matemáticas o en física, un pensamiento universal, esto es, el
conocimiento de teoremas o leyes de la naturaleza, pero ¿y en moral?¿estaríamos
hablando de lo mismo?
Lo primero que nos sugiere el término “moral” es el de sinónimo de un sistema
de costumbres y, de hecho, hablamos de “buenas costumbres” o de “malas
costumbres”, porque en efecto la vida humana se desarrolla bajo reglas, más o menos
explícitas, que se corresponden con los usos comunes a un grupo social. Así por
ejemplo, educamos a los niños en la higiene y en las buenas maneras como formas
de vida consideradas normales y válidas en nuestra sociedad y aunque pueda parecer
superficial, la práctica de estos hábitos nos asegura aceptación por parte del grupo al
tiempo que se convierten en obligaciones.
Considerada desde este punto de vista, la moral puede ser entendida como un
hecho observable, inscrito en la historia y que se explica desde la sociología, es decir,
las costumbres, tanto si son buenas como si son malas, se transforman con el curso
del tiempo y también con los cambios sociales. La propia estructura de la vida social
requiere la puesta en valor de cierto número de buenas conductas, así como la
represión de otras.
¿Hace esto el personaje de Calvino? En absoluto: su primera pasión manifiesta
es hacer el mal, es decir, no reprimir en absoluto las conductas contrarias a la norma.
Antes bien, procura fomentarlas, encuentra placer en hacer el mal.
El descubrimiento de la amplísima variedad de costumbres humanas es una de las
aportaciones tradicionales del viaje y la exploración: en tanto que no se sale del
entorno propio –la familia, el barrio, el pueblo, el país- se tiene tendencia a imaginar
que todos los hombres viven como uno mismo. Pero es suficiente con salir fuera
aunque sea por poco tiempo para darse cuenta de que las otras personas viven al
ritmo de costumbres muy diferentes, incluso puede ser que chocantes. Un espíritu
abierto no se conforma con hacer una “colección” de hechos asombrosos, sino que
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compara, intenta ampliar lo conocido y relativiza su propia concepción del mundo.
Preguntas, dudas, incluso juicios de valor acerca del fundamento mismo de la moral se
añaden a las descripciones y explicaciones.
Sin embargo, no parece que esa “amplitud de miras” que proporciona viajar se
produzca siempre. De hecho, la vuelta de la guerra de la mitad del vizconde Medardo,
malvada en términos absolutos, nos pone en presencia de una cosmovisión
rechazable, incluso repugnante a veces, pues nuestro protagonista demuestra una
frialdad ante el mal ajeno, incluida la muerte, que resulta imposible compartir. Su
intento de ayudar al doctor Trelawney (“…le prometo que mañana mismo me ocuparé
de ayudarle en todo lo posible”) asegurándole que el cementerio en el que éste quiere
observar fuegos fatuos pronto estará lleno y mandando matar, de hecho, a una decena
de campesinos, da fe de una conducta aberrante, incalificable moralmente.
La relativización de la propia cosmovisión de la que hablábamos es liberadora y por
eso las tradiciones restrictivas pierden la autoridad que poseyeron y que estaba
encaminada a un monopolio del que fueron beneficiarias. Sin embargo, relativizar tiene
también sus inconvenientes, tanto en el terreno de lo teórico como en el de lo práctico
pues el problema pasa a ser tratar de discernir qué es lo que nos autoriza a juzgar
ciertas costumbres como buenas y otras como malas (o menos buenas). Y además,
hay que averiguar también si tenemos la seguridad de que no estamos siendo
arbitrarios.
¿Pero y la relación inmediata con los otros: la familia, los sirvientes, los hugonotes, la
amada? La aparición de la mitad mala de Medardo de Terralba supone, a juicio del
narrador, un niño emparentado con la familia, la implantación del reinado del terror
(“me volviera hacia donde me volviera Trelawney, Pietrochiodo, los hugonotes, los
leprosos, todos estábamos bajo el signo del hombre demediado, era él el amo al que
servíamos y del que no lograríamos librarnos”).
La contemplación de la pastorcilla Pamela hace exclamar a Medardo de Terralba:
“Entre mis más agudos sentimientos no tengo nada que corresponda a lo que los
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enteros llaman amor. Y si para ellos un sentimiento tan bobo tiene tanta importancia, lo
que para mí podrá corresponder a él será desde luego magnífico y terrible”. Y decidió
enamorarse de ella para desesperación de quien a partir de ese momento se convierte
en una víctima, pero no sólo la víctima de la mitad mala de Medardo, pues en este
punto aparece la mitad buena, que también comete desafueros, pues al ser el
contrapunto de su mitad, encarna el bien de forma absoluta, algo que tampoco parece
que sea lo mejor para todos, ya que aunque se conmueve con el relato que los
habitantes del pueblo hacen de la maldad de su mitad, su actitud impregnada de
buenas intenciones no toma en consideración que la gente no siempre necesita ser
salvada y que quizá a veces sea mejor ignorar lo que ocurre a los que están a nuestro
alrededor, pues el exceso de compasión puede humillar a quien recibe nuestros
cuidados.
Los gestos más sencillos de nuestra vida cotidiana se corresponden a menudo con
elecciones vitales. Hay quien desea una vida activa, otros prefieren buscar la
sabiduría; hay quien busca los placeres, o los honores, o la riqueza. Quiere esto decir
que nuestra práctica vital expresa claramente qué es lo que tenemos por bueno o por
malo, entendiéndose por ello el despliegue de nuestra existencia misma.
En su obra “Ética a Nicómaco”, Aristóteles propone distinguir entre los fines
secundarios y el fin principal de nuestras acciones, lo que él llama el “soberano bien” y
que identifica con la felicidad, concebida ésta como la finalidad de toda vida humana.
Pero aquí se nos plantea una nueva pregunta de muy difícil respuesta: ¿es un principio
universal de la ética considerar que la consecución de la felicidad es el fin último de
toda vida humana? ¿es legítimo moverse en estos términos?
La orientación hacia lo que se considera una “vida buena” es muy compleja y el
término “bien” muy equívoco, pues se nos presentan mezcladas aspiraciones que
podríamos considerar naturales (por ejemplo, la salud es un bien) con otras que están
en relación con la vida profesional (el éxito en nuestro trabajo, la consideración de
nuestros compañeros) o con exigencias vinculadas con las calidad moral de nuestras
intenciones o nuestras acciones.
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En esta novela, sin embargo, lo que encontramos es un reflejo de lo que es el ser
humano: un personaje que es a la vez bueno y malo, un personaje dual y del que ni
amamos ni rechazamos completamente a cada una de las partes.
Y para hacer mayor el grado de dificultad, una nueva afirmación: la vida es siempre
vida con otro, para otro, vida en sociedad.
En este punto volvemos a encontrarnos con la obra ética aristotélica en tanto que
reflexión no sólo sobre la felicidad y la virtud, sino sobre la amistad, entendida ésta
como relación interpersonal pero también como vínculo con la sociedad. Y la felicidad,
así como las otras virtudes de las que habla el Filósofo, sólo es posible desde la
perspectiva humana, del humano completo, el que acierta y se equivoca, el que ama y
odia. En fin, el hombre.
La vida de todos mejora al unirse las dos mitades de Medardo, después de un duelo
en el que ambos se asestan un terrible sablazo. El doctor Trelawney hace su trabajo y
el vizconde se salva, pero ya un solo vizconde, “un hombre entero, ni bueno ni malo,
una mezcla de bondad y maldad”.
Se nos plantea en este punto una última pregunta: ¿Podemos hablar de una verdadera
moral si ésta depende en gran medida de las orientaciones sociales y políticas de cada
época? La búsqueda de una definición universal del bien y del mal ha sido el centro de
interés de muchos sistemas éticos, tanto en el caso de las éticas materiales como de
las éticas formales. Esta distinción kantiana remite al intento de diferenciar la
consideración de que es tarea de la ética dar contenidos morales (éticas materiales) o
bien mostrar qué forma ha de tener una norma para que la reconozcamos (éticas
formales). Ejemplo de las primeras sería el sistema ético aristotélico, para el que el fin
de la ética es la búsqueda de la felicidad. En lo que respecta a las segundas, el
paradigma será el propio Kant, para quien el único motivo de actuación moral es la
buena voluntad, aquella que obra por mandato del imperativo categórico.
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Pero quizá sea cierto que todo depende de fluctuaciones tales como las orientaciones
sociales y políticas en que los sistemas éticos están inscritos. En una aristocracia
militar, por ejemplo Esparta en la antigüedad, la excelencia (la areté) se concibe como
excelencia militar o, en todo caso, se determina por relación a ella, mientras que en el
caso de una sociedad que estuviera dominada por la religión, la excelencia se
identificaría con la piedad o con la devoción.
La particularidad de las costumbres no puede desvincularse de las normas, pues
correríamos el riesgo de tomar por una definición universal lo que no es más que una
determinación muy particular de los valores. Ésta es, además, una de las
originalidades de la búsqueda socrática de un “universal”: La pregunta “qué es la
virtud” no puede quedar aprisionada en la relatividad de una tradición particular, sino
que tiene valor en sí misma.
Si la capacidad para determinar los motivos o el móvil de nuestra actuación con el fin
de discernir qué es lo que debemos hacer es racional, no podemos estar hablando
sólo de una razón instrumental, de un simple medio para conseguir un fin. Por eso, si
estuviéramos, tratándose del bien o del mal moral, en una situación que nos impidiera
tomar decisiones, sería inútil hablar de errores o juicios contrarios a la norma, es decir,
sólo somos morales desde el conocimiento y desde la libertad. En fin, desde la
completud humana.
Para terminar, utilicemos las palabras del narrador de la novela, las palabras de Italo
Calvino: “A veces uno se cree incompleto y es solamente joven”. De esto podríamos
concluir que todo requiere aprendizaje y naturalmente también el conocimiento de la
moral.
BIBLIOGRAFÍA
- ARISTÓTELES: Ética a Nicómaco. Biblioteca de la Universidad Central de
Venezuela. Caracas 1982.
- CALVINO, Italo: El vizconde demediado. Editorial Siruela. Madrid, 1989.
- PLATÓN: Teeteto. Gredos. Madrid 1983.
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