BEETHOVEN VIDA

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BEETHOVEN
VIDA
Beethoven nació en la corte provincial de la ciudad de Bonn, Alemania, probablemente el 16 de Diciembre de
1770. su abuelo, también Ludwig, y su padre, Johann, fueron los dos músicos al servico de, sucesivamente,
los electores del príncipe Max Friedrich y Max Franz. Beethoven poseía un talento tal que a la edad de 12 ya
era asistente al organista Christian Gottlob Neefe, con quién estudió . Los intentos para establecerlo como un
niño prodigio al modelo de Mozart tuvieron poco éxito, sin embargo, en 1787 Beethoven fué enviado a Viena,
Ludwig se sintió feliz con la propuesta que no se resistió a la posibilidad de viajar. Era el 7 de abril de 1787 y
llevaba consigo una carta de recomendación de Maximilian Franz para su hermano el emperador José II.
Cuando Ludwig arribó a Viena, en la primavera de 1787, Wolfgang Amadeus Mozart tenía treinta y un años y
se hallaba en su plena juventud artística.
El joven de diecisiete años, un poco desgarbado y mal vestido, debió no obstante, atraer la atención del
maestro he impresionarle bastante, si es cierto que cuando le propuso que improvisase un tema, el muchacho
lo desarrolló con perfecta autoridad.
Por su parte Beethoven mantuvo siempre una cierta reserva hacia el autor de Don Giovanni. Años después, se
le requirió su opinión acerca del cuál, entre sus maestros no vivos, consideraba el mayor; él respondió, que
había considerado a Mozart como tal, antes de haber conocido la música de Händel. Beethoven se vio
comprometido a experimentar irritantes y continuas comparaciones con tan gran predecesor. pero su madre
cayó enferma, y tuvo que volver a Bonn casi inmediatamente. Ella murió unos meses después, y en 1789 el
mismo Beethoven pidió que su padre alcohólico se retirara, un hecho que lo dejó responsable por sus
hermanos menores Caspar Carl y Nikolaus Johann. Beethoven dejó Bonn por Viena por segunda vez en
Noviembre de 1792, para poder estudiar con Franz Joseph Haydn.
En 1794 fuerzas francesas tomaron Renania; consecuentemente los nexos con y el soporte de la corte de Bonn
llegaron a su fin. Su padre había muerto un mes después de su salida de Bonn, en 1794, y en 1795 sus dos
hermanos se juntaron con él en Viena. Permaneció ahí por el resto de su vida, saliendo sólo por celebraciones
de verano largas alrededor de las fronteras del país, y en sus primeros años, para conciertos ocasionales en
ciudades cercanas. Sus únicos viajes extensos fueron a Praga, Dresden y Berlín en 1796.
Beethoven nunca mantuvo una posición oficial en Viena. Se mantenía a sí mismo dando conciertos,
enseñando piano, incrementadamente a través de las ventas de sus composiciones. Los miebros de la
aristocracia Vienesa fueron sus patrones seguros, y en 1809 tres de ellos−−−El Príncipe Kinsky, el Príncipoe
Lobkowitz, y el Archiduque Rodolfo−−le llegaron a garantizar un ingreso anual con la única condición de que
se quedara en Viena.
CARRERA VIENESA
Los últimos 30 años de la vida de Beethoven estuvieron matizados por una serie de crisis personales, la
primera de las cuales fue el desarrollo de su sordera. Los primeros síntomas, notables para el compositor ya
antes de 1800, lo afectaron socialmente mas que musicalmente. Sus reacciones −−−desesperación, resignación
y despecho−−− están plasmados en sus cartas a dos amigos en 1801 y en un documento −−−media carta y
medio llena−−− dirigida a sus hermanos hacia finales de 1802 y ahora conocido como el "Heiligenstadt
Testament". Resuelta finalmente como "comprensión del hado por la garganta", emergió de las crisis con unas
series de trabajos triunfante que marcaron el comienzo de un nuevo período en su desarrollo estilístico.
Una segunda crisis una década después fue el rompimiento de una relación con una mujer anónima
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(probablemente Antonie brentano, la esposa de un amigo) conocido para nosotros como "La Amada Inmortal"
tal como Beethoven se dirigía a ella en una serie de cartas en el mes de Julio de 1812. Ésta fué aparentemente
la mas serie de muchísimas de esas relaciones con mujeres quiénes en donde algún día estuvieron fuera de su
alcance, y sus conclusiones traumáticas fueron seguidas por un largo período de resignacion y actividad
musical reducida.
Durante éste tiempo la sordera de Beethoven avanzó a tal grado que ya no podía ejecutar públicamente, y
requería una tabla o pequeños cuadernos (ahora conocidos como "libros de conversación) para comunicarse
con los visitantes. La muerte de su hermano Caspar Carl en 1815 dió lugar a un pleito legal de 5 años por la
custodia de hijo de Caspar, Karl, entonces de 9 años, en el cual Beethoven vio una última oportunidad para la
vida doméstica que de alguna otra manera lo habría eludido. Su posesión de Karl provoco una crisis final en el
verano de 1826, cuando el pequeño hombre intentó suicidarse. Cortamente después, la salud de Beethoven
comenzó a fallar, y murió el 26 de Marzo de 1827 en Viena.
OBRA
Lo que Mozart −en el momento heroico de la ruptura con el ambiente salzburgués− había querido y no pudo
ser, lo fue Beethoven: el primer hombre libre de la música. Un problema que, en cambio, no existía para
Haydn ni para todos los compositores de su tiempo, de los que él fue prototipo en cuanto a costumbre
profesional. Pero la libertad, intelectual y moral, es una de aquellas primacías que se pagan caras.
Beethoven pagó personalmente haber nacido en la primera generación romántica, exactamente la del
goethiano, infelicísmo 'Joven Werther" : y hasta el fondo vivió y sufrió la consigna de la nueva vida y del arte
nuevo: "tempestad y furia" (Sturm und Drang).
Nunca hasta entonces vida y arte habían estado tan íntimamente unidos. El rostro del mundo parecía
cambiado. El término de una era, el fin de un orden social que se había sostenido durante siglos, aunque
subterráneamente preparados hacia tanto tiempo, tenían el aspecto catastrófico de un alud repentino.
Se necesitaban realmente personalidades heroicas que dominaran la desolación e instauraran una confianza
nueva.
Ahora, los héroes de la historia −militar y política− son más fácilmente corruptibles de lo que puedan serlo
−por lo menos en períodos como éste, capaces de dar suelta a formidables cargas ideales− los héroes del arte.
Beethoven concibió y dedicó inicialmente su Tercera Sinfonía a Bonaparte: hecho nuevo en la historia de la
música. Había de ser el homenaje personal de un hombre, de un artista, de un compositor que cree en los
ideales que la Revolución francesa hiciera estallar y cuyo campeón en el mundo se mostraba el Primer Cónsul.
Pero Beethoven es también el que, cuando sabe que Napoleón se ha coronado emperador, encaminado ya por
el sendero de la tiranía, desgarra la generosa dedicatoria, precisamente por fidelidad a los ideales de libertad
que la habían inspirado, y la modifica tristemente: "A la memoria de un gran hombre".
Con todo, la Tercera Sinfonía beethoveniana es heroica en sí misma independientemente de cualquier
circunstancia ocasional. Es expresión de un nuevo concepto de la vida: la vida como duelo con la
adversidad, con el dolor, según un impulso agonístico que es común a los grandes poetas de aquella
crisis, profetas y protagonistas de la nueva espiritualidad: Goethe y Schiller, Byron y Victor Hugo,
Foscolo y el joven Leopardi.
Beethoven no es todavía el compositor que piensa dar un apoyo literario a su arte; no escribe de filosofía (ni
de estética ni de ética) musical −corno hará, en cambio, el más apasionadamente atormentado de sus
sucesores, Robert Schumann− pero ya es un músico que piensa en su arte partiendo de ideas, como mensaje a
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los hombres (aun que no con contenidos específicos), como moralidad.
Con él la música, recogiendo los dispersos y a veces punzantes presagios setecentistas, pero potenciándolos
con una grandiosa carga humana, se hace confesión. Mejor dicho, profesión de vida: no crónica
autobiográfica, ni de diario íntimo y sentimental.
Escuchar las oberturas −por hablar de páginas musicales que se acercan directamente a temas próximos a la
poesía− dedicadas a héroes antiguos (Coriolano) o modernos (Egmont, para la tragedia de Goethe), significa
sorprender la sustancia íntima del joven Romanticismo con una evidencia que ninguna historia de la Literatura
o de la Filosofía podrá ofrecer jamás. Significa también comprender qué quería decir la lectura de Plutarco
para un hombre de la generación entre los siglos XVIII y XIX y hasta qué punto fantasmas de antigua
grandeza podían encarnar en experiencia viva y personal: es decir, lo que Beethoven tenía en su corazón
cuando decía: "Plutarco me ha enseñado la resignación".
Por más que Beethoven sea un músico−músico, sin la menor infiltración de orden literario, sin embargo, el
haber alineado la música con las expresiones más avanzadas de la cultura y de la poesía de su propio tiempo,
es señal de una fuerza de choque y de impulso sin comparación posible. Obra tanto más meritoria cuanto que
no fue acción programática, mediata, "política− por principio, puesto que, por el contrario, había madurado
toda ella en el aislamiento individualista más exasperado.
Y la música, por sus peculiares necesidades de vida que habían determinado un uso cristalizado a lo largo de
siglos, avalando una actitud constantemente desempeñada de concretos "contenidos", especialmente fácil para
el carácter abstracto del propio lenguaje, era la más reacia de las artes a salir de la sombra dorada de las cortes
a afrontar directamente el mundo, a hacerse testigo de la historia (fuera y contra la mera función ornamental,
de aparato adulador de la grandeza de los príncipes). Era la menos preparada para hacerse portavoz de ideas:
de aquellas que contribuyen a hacer la historia.
Por lo demás, la forma varía con más lentitud que la sustancia; y Beethoven, el joven Beethoven, es en todo
caso el compositor y el pianista que "hace música" (música de cámara) en los salones aristocráticos de Viena.
¡Pero en qué nueva relación con sus protectores y con su auditorio!
Entre tanto, aunque nos limitemos a mirarla desde fuera, su música sinfónica aumenta su propia trascendencia
rápidamente: postula verdaderos y grandes públicos y ejecutantes mucho más numerosos para sonoridades
bastante más altas y plenas que en el pasado.
En estos nuevos horizontes, el corpus beethovenianoaparece como el más vigorosamente monumental que
haya erigido hasta entonces un compositor; y cuantitativamente es mucho más escueto que el de sus
predecesores. En particular: sólo nueve −fatídicamente nueve− son sus Sinfonías.
Pero en lo vivo de la grandeza musical de Beethoven no se entra hasta que se llegue a sentir que el cúmulo de
sus pensamientos y de sus experiencias, y el eco de los grandes clamores de la historia de su tiempo, con la
vibración de la catástrofe ocurrida entonces, han pasado el filtro de la soledad de una vida apartada y casi
inmóvil externamente.
Al revés que Mozart, Beethoven no necesitó viajar para aprender. La suma de toda la música del siglo estaba
allí, al alcance de la mano.
Naturalmente, fue Viena donde se estableció a los veintidós años, procedente de su ciudad natal, Bonn (allí
había visto la luz el 16 de diciembre de 1770). Hacía apenas un año que había muerto Mozart que,
precisamente en Bonn, habla tenido ocasión de escuchar al jovencito Beethoven al piano, émulo suyo como
niño prodigio (así, por lo menos, en la intención de su padre).
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Se trataba, en todo caso, de la Viena de Haydn. El viejo maestro murió cuando ya la ciudad había conocido,
de Beethoven, la Sexta Sinfonía.
De Viena y de su alegre comarca no se apartó hasta su muerte, que lo sorprendió a los cincuenta y seis años, el
26 de marzo de 1827. Una grande y tumultuosa trayectoria humana, consumada toda ella en la interioridad.
Los testimonios de su juventud nos cuentan cómo llegó a Viena −físico vigoroso de luchador, con la
expresión huraña de los tímidos dispuesto a gozar de la vida. Pero sus mismos amores, breves e intensos,
dirigidos a jovencitas que por pertenecer a los más altos estratos sociales eran inalcanzables para él −amores
más soñados que vividos− revelan la tendencia que siempre tuvo Beethoven a idealizar todo movimiento del
corazón, lo que hace ya de él un "romántico" .
Además, muy pronto esa tendencia se reveló absoluta necesidad, única condición para sobrevivir al dolor: a
aquel destino de desventura que había hecho de él un hombre penosamente señalado en su misma persona
física.
Entre los veintiséis y veintisiete años advirtió los síntomas de una sordera que se hizo definitiva hacía los
cuarenta: un secreto angustioso, mientras pudo quedar en secreto; después, un aislamiento áspero −escasas e
infelices eran sus relaciones familiares− un apartamiento rabioso, que los amigos intentaban mitigar con su
devota admiración.
Reliquias impresionantes, las cornetas acústicas, los
cuadernos de conversación, están ahí para contarnos la atrocidad de tal silencio, del que llega a nosotros la
imagen de un misántropo dominado por una huraña rareza de carácter, y sin embargo capaz de colmar el
abismo del silencio dando salida a cantos de amor a los hombres, a Dios, a la vida, a la alegría.
Así, en la trayectoria de su vida, también Beethoven realiza la recomposición de los afectos ya tumultuosos,
que se verifica también a lo largo de la vida y del arte de otros grandes de la época.
Y la serena pacificación alcanzada por la vejez olímpica de Goethe es en Beethoven una paz paradisíaca,
musical y secreta, que no se expresa a través de la recuperación de una antigua y clásica (o neoclásica) medida
formal −como en Goethe, por quedarnos con el mayor de los contemporáneos de Beethoven, el que, en la
nostalgia de la pureza mozartiana, no pudo entender su grandeza− sino a través de la superación más
espontáneamente despreocupada de aquellos afectos, la más arriesgadamente alta.
Partiendo exactamente del punto al que habían llegado Haydn y Mozart, avanzó en un viaje musical
vertiginoso. Hasta cierta altura puede ser seguido por la generación más joven, sensible a la atracción
vigorosa; pero después, el suyo se presenta como un "vuelo demente", solitario e incomprensible.
Sólo en épocas recientes, las últimas conquistas de la música beethoveniana han podido ser acogidas y
valoradas por la historia y por la crítica.
Según esa línea, se ha formado la distinción del Beethoven de la primera, la segunda y la tercera manera: un
esquema abstracto pero no arbitrario, y sustancialmente útil para colocar una producción objetivamente vasta
(138 obras las publicadas y numeradas) y, más que vasta (con respecto al corpus mozartiano y haydniano,
como hemos visto), extremadamente ardua y desplegada según una hiperbólica línea evolutiva.
La primera manera beethoveniana significa la asimilación de la herencia de la tradición vienesa setecentista.
Sobre tal lenguaje contemplado con atenta fidelidad y caracterizado por un plasticismo nuevo que tiende a
acentuar los trazos y a oscurecer más el delicado claroscuro simplificar el ornato, Beethoven ahonda un
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trabajo que por una parte es consolidación de las formas clásicas y por otra es su progresivo
desmantelamiento, en un impulso expresivo que hasta cierto punto da fuerza a las estructuras arquitectónicas y
a veces desborda de ellas, cancelándolas en diversa medida.
Sobre todo en la más desvinculada producción camerística es donde se verifican, precoces, las escaramuzas de
ese desmantelamiento: la Sonata para piano op. 26 (de 1802) no presenta ni en el primero ni en ningún otro
movimiento la forma sonata. Trepidante en su sugestión nocturna, el movimiento inicial de la Sonata op. 27,
n. 2 induce a Beethoven a una indicación ("Sonata casi una fantasía−−−) que puede verse como precedente
importantísimo de toda una concepción musical próxima a afirmarse, justificando en el fondo el título
descriptivo Al claro de luna que se dará a esa sonata.
Pero las grandes consecuencias de esta tendencia antiformalista tardarán en manifestarse, mientras urge el
triunfo propio de la forma sonata, ardiente señal de la fase central beethoveniana, de su segunda manera, la
que se ha considerado demasiado comúnmente la más típica de las suyas: desde luego, la más decisiva con
respecto a las influencias inmediatas, constituyendo el punto de arranque del titanismo protorromántico.
La forma sonata, en efecto, en este Beethoven de la joven madurez, imponiéndose sobre todo en los primeros
movimientos de sus varias composiciones (sonatas, conciertos, cuartetos, sinfonías), lleva la contraposición de
los dos temas a una evidencia de choque y de colisión sin precedentes. Relevados en su contrastante
intensidad melódica, dan lugar a un desarrollo de amplísimas dimensiones, que fatalmente inducía a los
oyentes del siglo XIX a la tentación de describir, incluso novelescamente, las fases de la lucha o los episodios
del drama, hasta el epílogo en gloria.
Pero la fuerza del tema beethoveniano se despliega incluso fuera de laforma sonata. Ya incisivo al máximo en
su primera aparición, inmediatamente "inolvidable", cumple después toda su potencialidad expresiva, el
sondeo completo de los propios recursos, en el desarrollo de las variaciones en las que, permaneciendo
íntimamente uno, se transforma continuamente en el ritmo, en las armonías, en los timbres en el vario
enriquecimiento de florituras decorativas, en la nobilísima relación con otros incisos.
De aisladas variaciones sobre un tema está constelada toda la producción pianística beethoveniana; pero
también son variaciones muchos movimientos de sus cuartetos y de sus sinfonías.
En las composiciones cuatripartitas (como las sonatas, los cuartetos, las sinfonías) se registra además una
sintomática modificación formal: en ellas, el tercer movimiento, que anteriormente quedaba fijado en el ritmo
suntuoso del minueto (dispuesto en su interior con un alargamiento en el éxtasis contemplativo del trío), se
convierte muy pronto en Scherzo. Entre las sinfonías, ya en la Segunda ha ocurrido tal sustitución. Y después,
sólo la Octava, con un significado de precisa intención, volverá a recoger un minueto. Y después de
Beethoven, en cada sinfonía del siglo XIX el Scherzo constituirá el clásico tercer movimiento. El que había
sido residuo de las antiguas suites de danzas se ha convertido definitivamente en momento explosivo de la
invención rítmica y tímbrica, de la más impetuosa libertad de fantasía.
Pero también en los conciertos, que siguen fieles a la división mozartiana Allegro−AdagioAllegro (Rondó)
−los cinco Conciertos para piano y orquesta, de 1795 a 1809, y el Concierto para violín, de 1806− es el peso
expresivo lo que aumenta, ampliándose el dramatismo temático (de laforma sonata del primer movimiento, a
la variada aunque siempre fervorosísima articulación melódica de los demás) en la posibilidad de
contraposiciones dialécticas entre solista y orquesta.
Y lo mísmo ocurre en las sonatas para violín y piano: un "cuerpo a cuerpo" ha sido llamado el primer
movimiento de la más famosa, la Sonata a Kreutzer (del nombre de la persona a quien fue dedicada, con tan
pocos méritos como había sido, en el caso de los conciertos bachianos el Margrave de Brandeburgo; ahora se
trata de un gran virtuoso del arco, Rodolphe Kreutzer, francés, demasiado a la moda para entender aquella
composición).
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Transmitiéndose de un género de composiciones a otro, las innovaciones maduran, se aclaran, se desarrollan,
adunando en un paso contínuo de intuiciones y resoluciones todas las obras de la producción beethoveniana.
Entre las sonatas para piano, un ímpetu ascensional conduce de la Patética de 1799, Op. 13 (por una vez, el
apelativo es beethoveniano), a la Op. 53 de 1804 (Aurora), hasta la cima de la Op. 57 de 1806 (Appassionata),
por citar las tres sonatas más famosas (con esta advertencia: que para el Beethoven de la segunda manera, el
más agonísticamente romántico, las composiciones "más famosas" e incluso más populares son las que
revelan los elementos del propio estilo en un grado de evidencia particularísimo y, por lo tanto, ejemplar).
En cuanto a los cuartetos, el paso de los seis de la Op. 18 (1798−99) a los tres de la Op. 58 (son los Cuartetos
Rasumowsky, de 1806) hasta el breve e intensísimo, aislado Cuarteto op. 95 (de 1810), es un itinerario que
conduce de los "cumplimientos" galantes de una conversación setecentista a una complejidad de tramas que
no pocas veces rebasa la trascendencia camerística hacia una plena potencialidad sinfónica.
En el macrocosmos de las sinfonías se reúnen naturalmente los resultados más tersos además de la inquietud
experimental: tan excepcional voluntad expresiva realiza en ellas sus proyectos más vastos.
Después de la Primera Sinfonía (1800), de proporciones todavía modestas, y después de la airosa expansión
de la Segunda (1802), Beethoven inicia con plena conciencia "otro camino" con la Tercera que, más allá de la
allure fatal que. la rodea, es la primera sinfonía revolucionaria y "moderna".
En ese camino se sitúa en este momento el único melodrama beethoveniano, el Fidelio: más exactamente un
Singspiel con sus partes recitadas y partes cantadas, según la norma del final feliz, pero de un dramatismo tan
profundamente rico en valores humanos e ideales que supera los frágiles límites del convencionalismo
popular.
Compuesto laboriosísimamente entre 1804 y 1805, el Fidelio sigue la línea altamente indicada por La flauta
mágica, teniendo presente además la nobleza de otras nuevas expresiones del teatro musical europeo, tal como
podían llegar a Viena con la misma fluencia napoleónica (especialmente las experiencias de Cherubini), para
concretar en figuras humanas la heroica visión agonística de la vida. Y las fuerzas positivas se acumulan todas
ellas en Leonora ("Fidelio", emblemáticamente, en su disfraz masculino), Alceste moderna que vive no sólo
por su amor de esposa, sino por un aliento de libertad que viene a coincidir, por fortuna novelesca, con aquel
amor. Las fuerzas negativas se concentran en el tirano, Don Pizarro, mientras en el centro de la disputa está
Florestano, la víctima, cuya elegía por la perdida libertad se amplifica indefinidamente en el coro doloroso de
los demás prisioneros.
Con sus profundas bellezas, el Fidelio no desmiente la vocación sinfónica de Beethoven; y al mismo tiempo
es la más alta patente de dignidad moral e ideal que el teatro de ópera pueda exhibir.
Las tres oberturas compuestas para esta ópera −prueba, entre otras, del intenso esfuerzo de adaptación al
teatro− y después separadas de ella (Las tres Leonora), abren el grupo de las más vigorosas oberturas
beethovenianas.
Si volvernos a las sinfonías y observamos cómo el ímpetu agonístico que fluye en la Tercera se apacigua en el
sereno reposo de la Cuarta (con su admirable Adagio), se sorprende aquel principio de alternancia entre
tensiones heroicas y alientos pastoriles que, según una originaria exigencia de complementariedad, tiende a
emparejar las sinfonías hasta la Octava, en plena correspondencia con sus cronologías: la Quinta y la Sexta
son de 1809, la Séptima y la Octava, de 1812.
La Quinta Sinfonía, señalada ex abrupto por los golpes arcanos e imperiosos (una cima de evidencia temática,
de esencialidad) contínuamente repetidos en manera cíclica aun en los movimientos sucesivos −cosa
novísima− aparte la inmensa literatura que sobre ella se ha acumulado, sigue siendo la mayor afirmación del
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titanismo romántico, el supremo acto de fe en la dignidad humana, alimentado por el dolor y agudizado por
las sombras de la desesperación.
Frente a ella, la Sexta Sinfonía (Pastoral) es el poema de la Naturaleza: no ya un idilio campestre, sino alcance
de las raíces profundas y simples de la vida y después exultación (el Scherzo) y elevada plegaria propiciatoria
(el Final).
El Scherzo de la Pastoral parece dilatarse en la Séptima Sinfonía hasta hacer de ella casi un atrevido único
movimiento (no hay un verdadero Adagio entre sus cuatro tiempos), en la variada continuidad de un
inagotable fervor rítmico.
Después del afectuoso recogimiento de la Octava Sinfonía, irrepetible en su disposición a la sonrisa, hay una
decidida rarefacción en el ritmo creador de Beethoven: una cesura separa las últimas composiciones.
Reemergiendo de ese silencio (cuyo carácter trágico nos expone la biografía del maestro) para componer ya
más para sí mismo que para atender a encargos, Beethoven es ahora un músico diferente.
Se trata de algo muy diverso de una simple pérdida de coherencia; por el contrario, ahora posee la fuerza de
una libertad nueva, que no fluye del tormento ni del dominio del tormento, sino de una intima e indómita
seguridad; tiene la fuerza que poseen ciertos grandísimos ancianos (Beethoven, que no llegó a serlo, había
quemado su propio tiempo, había multiplicado su valor), la fuerza de ser elementales y complicados, doctos e
ingenuos, de abandonarse a recuerdos lejanos y de cogerse a pormenores eruditos, de derribar los esquemas
comunes y de cerrarse en los más rigurosos teoremas formales, de infringir toda regla con la tranquilidad de
quien, pasando a través de las mismas (y no eludiéndolas), mira desde lo alto de una soberana autonomía las
razones de todas las reglas.
Sin pensar en poder seguir a Beethoven hasta donde él llega −siempre solitario− puede, empero,
comprenderse cómo esa libertad ¡limitada que al ignorante parece condición innata de un arte como la música,
es decir, su más espontáneo punto de partida, es en cambio su meta más difícil.
La gran Sonata para piano op. 106 de 1818, imponiéndose en la vastedad de sus dimensiones, en el nuevo
orden de los movimientos −Allegro−Scherzo−Adagio−Allegro− en la singular fuga que la cierra, abre
prodigiosamente el nuevo horizonte.
El mismo orden de movimientos de la Op. 106 regula el fluir de la Novena, última sinfonía (1823); en ella, a
la inmensidad del tiempo inicial, a la profundidad vertiginosa del Adagio, siguen las voces humanas: el coro y
los solistas.
Beethoven había empeñado las voces, poco antes, en las amplias arquitecturas polifónicas de la Missa
Solemnis, una de las más problemáticas de sus creaciones, por lo menos hasta que se derrama en la última y
temblorosa plegaria "para obtener la paz en nosotros y fuera de nosotros".
Más allá de la paz, en el final de la Novena Sinfonía, Beethoven eleva a la Alegría su himno ceñido, con las
palabras de Friederich Schiller.
El sentimiento de la plegaria, de la alabanza y de la acción de gracias a Dios (aun por la salud recuperada,
como en el Cuarteto op. 132, en el que Beethoven adopta incluso un antiguo modo eclesiástico) está
contínuamente presente desde ahora en la música beethoveniana.
Fluyendo imprevisibles con el tono de una enigmática improvisación, todos los atrevimientos, que se
escalonarán como "etapas" en la historia de la música durante más de un siglo, están ya en estas últimas
sonatas y en estos cuartetos postreros.
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El carácter cíclico (ya en acto en la Quinta Sinfonía), como circulación de un tema de movimiento en
movimiento, capaz de alta fuerza unificadora; la idea de la música de programa, que sin embargo en
Beethoven nunca es descriptivismo u onomatopeya, sino sucesión de puros
momentos musicales que se desarrollan al impulso de un pensamiento−guía. Más aún, la variedad integral en
el orden y en el número de los movimientos: la última sonata, la Treinta y dos, op. 111, elevada al umbral de
lo inefable, sólo tiene dos movimientos. Cinco son los del Cuarteto op. 130. Por último, la superación de la
división entre movimiento y movimiento: los siete tiempos del Cuarteto op. 131, no admiten solución de
continuidad.
Añadamos a todo ello las síncopas rítmicas; abismos de distancia entre líneas altas y líneas bajas del tejido
sonoro (las manos divergen hasta los extremos del teclado; los arcos, análogamente, extienden hasta los
límites los hilos del discurso cristalino de los cuartetos).
No debe extrañarnos que los contemporáneos de Beethoven los consideraran procedimientos gratuitos,
locuras. Hasta hace poco no ha sido posible reconocer en esos elementos los indicios de una necesidad, de una
lógica y de una unidad. Y es posible descubrir su garantía una vez por todas en el culto beethoveniano por el
tema.
El tema triunfa ahora sea en el flujo de variaciones cada vez más libres (desde las temblorosas sobre la arietta
de la Sonata 111 a las otras, translúcidas y asombrosas sobre el Vals de Diabelli, op. 120), sea −−de nuevo
una antítesis totalmente beethoveniana− en el rigor de complejas estructuras polifónicas, en el arcaico recurso
a la Fuga; aislada la grandiosa de la Op. 135, nacida como final del Cuarteto op. 130 y sustituida después por
un Allegro: las últimas notas surgidas de la pluma de Beethoven, que nos desarman con su simplicidad casi
setecentista. Donde los extremos se encuentran.
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