La actividad solar, captada en el UV extremo por el satélite SDO. (NASA/GSFC) El enigmático ciclo de actividad del Sol jorge sanz forcada El Sol muestra un ciclo de actividad de once años difícil de encajar con la teoría. Repasaremos su influencia en la Tierra, y cómo otras estrellas nos ayudan a entender a la nuestra. A los aficionados a la astronomía nos apasiona el cielo nocturno. Pero la observación del Sol también presenta sus atractivos. Del Astro Rey nos interesan sobre todo las manchas, protuberancias, o fulguraciones, todos ellos fenómenos asociados a la actividad solar. Durante un eclipse total de Sol podemos observar su corona, con esa tenue luz blanca que se produce por el rápido movimiento de los electrones en sus campos magnéticos. Pero más allá de los atractivos visuales del Sol hay una enorme cantidad de información para los físicos, mucha aún sin desentrañar. A lo largo de este artículo hablaré de los ciclos de actividad del Sol, un enigmático fenómeno que tiene algunas consecuencias en la vida en la Tierra nada despreciables. Cuando Galileo apuntó su telescopio al Sol observó que este tenía manchas en su superficie. Decir esto le costó algún disgusto con la forma de pensar de su tiempo, ya que según el pensamiento aristotélico el Sol debía ser perfecto. Pero hoy en día sabemos que las manchas en el Sol son un fenómeno común, aunque no siempre han estado ahí. Este fue uno de los grandes descubrimientos de Galileo1 . Tras él siguieron otros que se dedicaron a observar esas curiosas manchas, y a contarlas. Así hasta que el astrónomo Henrich Schwabe, en 1843, descubrió que el número de manchas seguía un ciclo de unos diez años (realmente varía entre siete y quince años, con una media de 11,1 años). El ciclo ha seguido apareciendo regularmente desde que se empezaron a observar las manchas (hacia 1610), excepto en una época conocida como «mínimo de Maunder» (Figura 1). Y aquí es donde empieza la sospecha de que el ciclo solar tiene una influencia en el clima en la Tierra. Maunder y Spörer, en la década de 1890 se afanaron en mirar los registros históricos de manchas y contabilizarlos con la fórmula de Wolf, que es la que se sigue usando hoy en día. Así notaron que entre 1645 y 1715 casi no había manchas. Durante un periodo de treinta y dos años no hubo ni una sola mancha observada en el hemisferio norte del Sol. Durante el mínimo de Maunder también disminuyó mucho la frecuencia de las auroras polares, otro de los efectos de la actividad solar. También la corona del Sol pareció desaparecer durante los eclipses. Aunque lo que ve- la temperatura promedio realmente no bajó mucho, sí que se vio que el frío era más persistente, con heladas y nieves habituales en zonas que típicamente eran más cálidas. Por ejemplo el Támesis en Londres se congelaba regularmente. Otro ejemplo son los puertos bálticos: estos se congelan cuando llega el frío, cesando la actividad comercial; durante el mínimo de Maunder los puertos tuvieron que cerrar antes de lo habitual porque se helaban anticipadamente. Si analizamos los datos todo apunta a que no fue solo la falta de actividad solar la responsable de estos fenómenos. Parece que la actividad volcánica también aumentó en esa época: un ma- Algunos científicos han estado recogiendo datos climáticos de las últimas décadas y comparándolos con el ciclo solar. Hay muchas evidencias de la influencia del ciclo solar en el clima terrestre mos en el eclipse es en su mayoría la corona, también hay una componente de luz zodiacal. Durante el mínimo de Maunder parece que solo se veía la luz zodiacal. Está claro que durante este periodo bajó mucho el nivel de actividad del Sol y esto se dejó sentir en todas sus manifestaciones visibles. Pero el misterio de la desaparición de las manchas se perdió en el olvido hasta que el astrónomo estadounidense Eddy lo rescató en 1976, dándole el nombre de mínimo de Maunder. Entonces se empezaron a atar cabos con el clima terrestre. El mínimo de Maunder coincide con la etapa más fría de la conocida como «pequeña Edad de Hielo» en Europa, una época particularmente fría entre los siglos XV y XVII. Aunque yor número de erupciones envía más partículas de polvo a la atmósfera, y al pasar menos luz se produciría una disminución de la temperatura. El aumento de la actividad volcánica debió afectar durante toda la pequeña edad de hielo, pero en torno al mínimo de Maunder además se sumó la falta de actividad del Sol, lo que se tradujo en un periodo aún más frío. [Nota de la Redacción: en el artículo de las páginas siguientes, Un año sin verano, se amplía y complementa esta información.] Los efectos de los ciclos solares en el clima no acaban en el mínimo de Maunder. Algunos científicos han estado recogiendo datos climáticos de las últimas décadas y comparándolos con el ciclo solar. Hay muchas evidencias de la influencia del ciclo solar en | octubre 2013 | nº172 | 31 artículo | El enigmático ciclo de actividad del Sol 1 figura 1 Evolución del ciclo solar de 1610 a 2010, medido en la fotosfera a través del número de manchas (NASA/ MSFC) figura 2 Auroras boreales observadas desde Finlandia, imagen cortesía Lluís Romero. el clima terrestre. Por ejemplo, cuando se promedian los datos de observatorios meteorológicos del hemisferio norte con igual latitud se observa que durante el máximo de actividad solar parece desplazarse la lluvia de las latitudes 60°-70° al rango 70°-80°. Otra pista nos la da el número de rayos que impactan en estaciones eléctricas: en Reino Unido se comprobó cómo había más rayos (y, por tanto, más tormentas eléctricas) cerca del máximo solar. Otros ejemplos no parecen seguir el ciclo de once años sino el de veintidós. Me explico: el ciclo solar de once años nos revela el número de manchas. Pero si miramos un poco mejor estas manchas se observa que tienen una determinada polaridad que cambia de un ciclo al siguiente. Si consideramos la polaridad magnética de las manchas el ciclo de actividad no es de once años sino de veintidós. Un ejemplo de efectos climáticos del ciclo de veintidós años se encontraría en el Medio Oeste americano: aunque las sequías son habituales en la zona, se observa un aumento de la extensión afectada por esta sequía unos dos o tres años después del ciclo solar de veintidós años. Otro ejemplo que se ha observado es que el crecimiento de los árboles en algunas zonas es menor durante el mínimo solar; esto es fácil de 32 | nº172 | octubre 2013 | comprobar observando la distancia entre anillos. A pesar de este aluvión de evidencias, estas son coincidencias estadísticas que por sí solas no bastan para demostrar la influencia del ciclo solar en el clima terrestre. Nos preguntamos entonces si hay algún motivo para que el ciclo solar influya en el clima terrestre. Aunque es difícil de cuantificar, sí que lo hay. De forma intuitiva la respuesta es clara: si nuestra principal fuente de energía, el Sol, no influye en el clima terrestre ¿qué lo hace? Así es. Se ha observado que el aumento de la radiación UV que se produce durante el máximo solar influye en la atmósfera terrestre. La luz UV se absorbe en la termosfera, a una altura superior a los 100 km. Su temperatura se dobla (hasta los 1500 K) durante el máximo con respecto al mínimo de actividad. Además la luz UV también afecta a la producción de ozono (O3) a partir de oxígeno (O2). El contenido de ozono en la troposfera puede afectar a la corriente de chorro, que regula el clima en el hemisferio norte. El nivel de la tropopausa, que regula el tamaño de la troposfera, también parece estar regulado por la radiación que le llega del Sol. La tropopausa cambia tanto con la distancia Tierra-Sol como con el ciclo solar. Por tanto, cabe pensar que el ciclo solar sí que puede afectar al clima terrestre. Aquí no acaba la posible influencia de la actividad solar en la Tierra. El efecto más llamativo de la actividad solar sin lugar a dudas son las auroras (Figura 2). El cielo se cubre de bellos colores que parecen describir el movimiento de unas tenues cortinas de seda en el cielo. Aunque suene menos romántico, esto es un efecto de las partículas cargadas del Sol que penetran en la Tierra a través de los polos magnéticos. Estas partículas se producen principalmente durante fulguraciones y eyecciones de masa coronal. Estos son fenómenos que se originan en la corona del Sol, y cuya frecuencia aumenta hacia el máximo solar. Si el lector tiene la oportunidad de viajar a altas latitudes, de cualquiera de los dos hemisferios, no debe olvidar el levantar la vista al cielo cuando esté oscuro, por si aparece una bonita aurora. Algunas tormentas solares son tan fuertes que producen auroras que son visibles en bajas latitudes. En 1859 se observó una aurora muy brillante en Norteamérica, que llegó a verse en Panamá. Los mineros en Colorado se levantaron de madrugada pensando que el fuerte color rojo del cielo, iluminado por la aurora, les indicaba la hora del amanecer. Las auroras son la cara amable de las tormentas solares. Pero también tienen sus efectos perniciosos. En el mundo actual tenemos una fuerte dependencia de la tecnología. Hace algunos años una tormenta solar provocó un apagón en buena parte de Canadá, y los satélites artificiales pueden verse dañados por las partículas energéticas que proceden de las eyecciones de masa coronal. Actualmente las agencias espaciales controlan el conocido como «clima espacial» (space weather), para asegurarse de poder reaccionar a tiempo 2 Nosotros no podemos coger el Sol y girarlo más deprisa, hacerlo más pequeño, o aumentar su temperatura. Así que recurrimos a observar otras estrellas, con la esperanza de que nos digan algo sobre cómo es nuestro Sol antes de que una tormenta solar dañe los instrumentos que hay en los satélites y telescopios espaciales. Otro efecto interesante son las tormentas geomagnéticas producidas por las fulguraciones, que como hemos dicho aumentan su frecuencia durante el máximo solar. Las brújulas, que usan el magnetismo de la Tierra para guiarse, pueden volverse caóticas durante estas tormentas magnéticas. Hasta ahora hemos hablado de la influencia de los ciclos de actividad en la Tierra. Pero hemos dicho poco sobre su origen, la física que lo rodea, y cómo son en otras estrellas. Primero de todo voy a explicar en qué consiste. Si uno observa el Sol en un año como este, lejos del mínimo del ciclo, con un telescopio óptico (con filtro, claro está) observará la presencia de manchas (Figura 3). Podemos ver algunas manchas aisladas, y otras en grupos. El número de Wolf es una fórmula que combina el número de manchas aisladas con el número de grupos de manchas. Si hacemos una gráfica observando la evolución temporal de este número se ve muy claramente la presencia de picos cada once años aproximadamente. La intensidad de estos picos varía de un ciclo al otro, y hay algún caso en que un ciclo tiene dos picos. De hecho, se está especulando con que el ciclo actual podría tener dos picos. Otro fenómeno curioso es que el ciclo de manchas no siempre es igual en los dos hemisferios del Sol. Las pocas manchas que aparecieron durante el mínimo de Maunder lo hicieron en el hemisferio Sur del Sol. La actividad no solo se manifiesta en las manchas, zonas ligeramente más frías (1000 K menos) que el resto de la fotosfera, sino que se deja ver en otras capas. Las capas exteriores del Sol son, de adentro hacia afuera: fotosfera (la que vemos en el óptico), cromosfera (se ve principalmente en UV), y corona (se observa en rayos X), con una delgada región de transición entre cromosfera y corona. La temperatura va ascen- diendo con la altura, un misterio difícil de explicar pero que dejaremos para otra ocasión. Así la corona tiene temperaturas superiores al millón de grados, mientras la fotosfera ronda los 5800 K. Cuando se observa una mancha en la fotosfera, encima hay una región brillante en la cromosfera, y una serie de bucles en la corona. Los fenómenos de actividad son mucho más evidentes en la corona, pero para observarlos necesitamos telescopios de rayos X, que no estaban disponibles hasta hace algunas décadas. Así mientras el brillo total de la fotosfera apenas varía un pequeño porcentaje, la luz solar en rayos X aumenta un orden de magnitud en el máximo del ciclo. Es decir, su luz se multiplica por diez cuando se acerca al máximo, si la comparamos con el mínimo. La Figura 4 nos da una idea. Las regiones brillantes que se observan en la corona del Sol son en realidad acumulaciones de bucles a muy alta temperatura, controlados por fuertes campos magnéticos. Duran| octubre 2013 | nº172 | 33 artículo | El enigmático ciclo de actividad del sol 3 Cuanto más rápido rota una estrella, más corto es su ciclo de actividad. Como las estrellas van frenando su rotación con la edad, esto equivale a decir que las estrellas más jóvenes tienen ciclos más cortos, y conforme pasan los años sus ciclos se van alargando te las fulguraciones pueden aparecer bucles de diez millones de grados, en lugar del millón de grados habitual. En algunas ocasiones los bucles se rompen, produciéndose lo que se conoce como una eyección de masa coronal: el Sol expulsa jirones de material cargado a muy alta temperatura, que unas horas después llegará a la Tierra si está en su camino. Al acercarse a la Tierra su campo magnético desvía muchas de estas partículas, pero algunas penetran por los polos, 34 | nº172 | octubre 2013 | produciéndose las auroras polares. Esto es lo que ocurre cuando hay manchas, pero volviendo a nuestro tema central... ¿por qué el número de manchas sigue un ciclo más o menos regular? Responder a esa pregunta no es fácil. Los astrónomos no somos como otros científicos, que se meten en un laboratorio y hacen experimentos cambiando los distintos parámetros del problema. Nosotros no podemos coger el Sol y girarlo más deprisa, hacerlo más pequeño, o aumentar su temperatura. Así que recurrimos a observar otras estrellas, con la esperanza de que nos digan algo sobre cómo es nuestro Sol. Para saber si otras estrellas tienen ciclos se requiere mucha paciencia, y tener telescopios dedicados a ello con cierta exclusividad. En la década de 1960 se inició un programa en el Observatorio de Monte Wilson, en Estados Unidos, para observar ciclos de actividad en otras estrellas. Para ello se estudió un doblete de Ca II que se for- figura 3 Imágenes de las capas exteriores del Sol tomadas por el satélite SDO. Se observa la coincidencia «geográfica» de las manchas fotosféricas (derecha), las regiones activas cromosféricas (izquierda), y los bucles coronales más calientes (centro). (NASA/GSFC) figura 4 Cambios coronales (línea de 284 Å de Fe XV) durante el Ciclo 23 de actividad solar. La luz varía en más de un factor diez en este rango. (ESA/ NASA) figura 5 Doble comportamiento de los ciclos de actividad. Las líneas discontinuas indican el mejor ajuste al comportamiento bimodal que se observa. En ambos casos se ve que la duración del ciclo aumenta cuando se ralentiza la rotación de la estrella. La letra «A» representa la rama «activa», donde se ve la dependencia para las estrellas de rotación más rápida, y, por tanto, más jóvenes. La rama «I» muestra otra dependencia, más típica en estrellas de rotación más lenta (más viejas). Algunas estrellas muestran dos ciclos, uno en cada rama. El Sol parece estar en una situación intermedia entre las dos ramas. (Crédito: Bohm-Vitense 2007, ApJ 657, 468; y Lorente & Montesinos 2005, ApJ 632, 1104) ma en la cromosfera y que se observa en el extremo azul del espectro (las líneas H y K de Ca II). Estas líneas se forman en la cromosfera y nos evita tener que usar costosos telescopios UV para estudiarlas. Se confeccionó una lista de estrellas «frías», es decir, con temperaturas similares al Sol o más frías, y se dedicaron a observar sus cromosferas regularmente durante muchos años. El proyecto fue un éxito y sigue en marcha hoy en día. En 1978 se publicaron los primeros ciclos de actividad en otras estrellas. Actualmente hay un buen número de ciclos cromosféricos observados en otras estrellas, con una duración entre dos y veinte años, y se pueden sacar algunas conclusiones interesantes. Lo primero es que las estrellas «viejas», o más bien «maduras», como el Sol, muestran ciclos bastante regulares y bien marcados, mientras que las jóvenes (menos de mil-dos mil millones de años) tienden a tener ciclos menos regulares. Además muchas estrellas jóvenes tienen no uno, sino dos periodos de actividad actuando de forma conjunta. Es decir, un ciclo de tres años de actividad suele estar modulado por 4 5 otro más largo de diez años de duración. Otra dependencia parece clara: cuanto más rápido rota una estrella, más corto es su ciclo de actividad. Como las estrellas van frenando su rotación con la edad, esto es equivalente a decir que las estrellas más jó- venes tienen ciclos más cortos, y conforme pasan los años sus ciclos se van alargando. La Figura 5 nos muestra los ciclos de actividad en una muestra de estrellas. Podemos ver que se agrupan en dos líneas: la rama de las estrellas «activas» y las de estrellas «in| octubre 2013 | nº172 | 35 artículo | El enigmático ciclo de actividad del Sol 6 7 figura 6 Aumento de brillo durante el máximo del ciclo solar en la fotosfera (abajo) y cromosfera (arriba). En estrellas como el Sol el brillo aumenta durante el máximo en fotosfera, cromosfera y corona. En estrellas activas disminuye el brillo de la fotosfera mientras aumenta el de cromosfera y corona. (Crédito: Judge, 2012 –IAU S286, 15–) figura 7 La estrella iota Hor posee el ciclo de actividad más corto que se conoce, de tan solo 1,6 años. (Digital Sky Survey/VirGO) activas», dependiendo de que tengan periodos de rotación más lentos (las primeras) o más rápidos (las segundas). Curiosamente algunas estrellas tienen ciclos en las dos ramas. El Sol es un caso extraño aquí, parece como si se tratara de un objeto de transición, algo muy interesante en astronomía. Es decir, el Sol parece estar pasando de un régimen en que las estrellas todavía tienen dos ciclos, a otro en que pasan a tener solo el ciclo de la rama «inactiva». ¿Y qué dice la teoría de todo esto? Pues por el momento está bastante atascada. Precisamente uno de los modelos que mejor funcionan lo hicieron hace unos años R. Lorente y B. Montesinos, dos astrónomos españoles compañeros de la ESA y el Centro de Astrobiología, respectivamente. Ese modelo ajusta muy bien la rama «inactiva» de los ciclos que se ven en la Figura 5. Pero no tiene respuesta para la otra rama. En líneas generales estos modelos se puede decir que asemejan el Sol a una dinamo, como las de las bicicletas, que aumenta o disminuye su actividad de 36 | nº172 | octubre 2013 | forma cíclica. Pero los modelos teóricos tienen muchos problemas todavía. Sobre todo no consiguen encajar en la teoría la presencia de un mínimo de Maunder, un intervalo largo de tiempo en que los ciclos desaparezcan. Y como hemos dicho tampoco pueden explicar el que haya una rama «activa» de los ciclos. Aquí aún queda mucho camino que recorrer, pero se está avanzando. Antes hemos dicho que donde se ve mejor el ciclo es en la corona. Quizás les haya surgido la pregunta de por qué empeñarse en usar telescopios ópticos si ya tenemos telescopios de rayos X. El principal motivo es que los segundos son muy caros de fabricar, así que los pocos que hay tienen que repartir su labor entre muchas disciplinas de la astrofísica. Por otra parte se ha visto que la observación de las líneas cromosféricas de calcio ya es suficiente para detectar los ciclos. Pero entonces ¿estamos seguros de que los ciclos de otras estrellas también se ven en fotosfera y corona? Antes he mencionado cómo se ven las manchas en las distintas capas del Sol, pero no cómo se ve el Sol en su conjunto durante el ciclo. Al compararlo con otras estrellas lo que se ve es lo siguiente: › Si la estrella es poco activa, el caso del Sol: sus ciclos son regulares, de más larga duración, y cuando estamos en el máximo de actividad (cuando es más brillante la cromosfera) se observa que la estrella es más brillante en la fotosfera, a pesar de tener manchas en su superficie (Figura 6). Ocurre porque mientras la mancha es oscura, los bordes de la misma son más brillantes, y en su conjunto este efecto es el dominante. En cuanto a la corona, es más brillante durante el máximo, como se ve en la Figura 4. › Si la estrella es activa, como las estrellas jóvenes, los ciclos son más irregulares, de menos duración, y la fotosfera es más tenue cuando aumenta la actividad. Aunque no siempre ocurre, parece que las manchas tienden a ser tan abundantes, o grandes, que terminen por ser el efecto dominante en la fotosfera de la estrella. ¿Y la corona? Es más brillante, pero eso lo sabemos solo desde hace unos meses. El estudio de ciclos en la corona es más complicado, debido principalmente a no poder disponer de telescopios dedicados en exclusiva a ello. Pero también debido a que las estrellas son muy variables en rayos X, sobre todo si son activas, y eso confunde más su interpretación. Hasta hace poco solo se conocían tres estrellas, aparte del Sol, con ciclos coronales. Todas ellas son estrellas de una edad parecida al Sol, y por ello tienen ciclos de similar duración. La amplitud (diferencia entre mínimo y máximo) del ciclo es más pequeña que en el caso solar, pero por lo demás no se ven casi diferencias. Este año pudimos publicar un cuarto caso, la primera estrella activa para la que se ha visto un ciclo coronal. Se trata de iota Hor, una estrella no visible desde España, pero sí en parte de Iberoamérica (Figura 7). Esta estrella tiene el que hasta ahora es el ciclo de actividad más corto que se conoce, de tan solo 1,6 años. El ciclo coronal coincide con el cromosférico, pero se han visto algunos detalles muy curiosos: el ciclo de 1,6 años se ve condicionado por otro de más larga duración, quizá siete años, y sufre aparentes «interrupciones», momentos en que el comportamiento se vuelve caótico durante un par de meses para volver a organizarse como un ciclo. Este comportamiento pensamos que se debe a un efecto geométrico. Creemos que los dos hemisferios tienen ciclos desacompasados, y al ver la estrella un poco inclinada desde nuestro ángulo, podría producir este efecto. En conclusión, el ciclo de iota Hor todavía tiene algunas irregularidades, pero responde igual en cromosfera y corona. Ahora les voy a dar un punto de vista «astrobiológico» del problema. Iota Hor nos interesa especialmente porque tiene una masa parecida al Sol, y una edad (700 millones de años) muy similar a la que tenía el Sol cuando apareció la vida en la Tierra. Esta estrella nos brinda una oportunidad única para saber cómo eran los ciclos del Sol en aquel momento, que además es la edad a la que aparecen los primeros ciclos de actividad conocidos. Llegados a este punto espero que les haya convencido de que los ciclos solares tienen alguna influencia en el clima de la Tierra. Pues bien, si esta influencia existe es sobre todo debido a la emisión de rayos X y UV. En el caso de iota Hor hemos observado que aunque la emisión en rayos X es muy superior a la solar, varía mucho menos (solo un factor dos) que en nuestra estrella. Así que es muy improbable que el ciclo tuviera algo que ver con la aparición o la evolución de la vida en la Tierra. A modo de resumen podemos dar esta visión más general de los ciclos de actividad: las estrellas más jóvenes tienen tal nivel de actividad que esta no decrece y no permite observar ciclos. Cuando la rotación se va frenando empieza a calmarse la actividad, y la disminución de regiones activas ya permite observar ciclos, al variar la superficie estelar cubierta por manchas. Conforme sigue frenándose la rotación la estrella llega a tener momentos en que no se ven manchas, por lo que sus ciclos de actividad tienen fuertes variaciones, como ocurre con el Sol. En esta etapa de la vida de una estrella, la diferente radiación que se emite según varía el ciclo puede influir en la atmósfera de los planetas de su entorno, produciéndose variaciones climáticas. Algún día lograremos entender bien la física que explica estos ciclos, y su influencia en el clima terrestre. Quizás hasta podamos predecir con antelación las cosechas que se esperan en las diferentes regiones de la Tierra en función del ciclo solar. ( ) 1 Para ser veraces, antes de inventarse el telescopio ya se observaban manchas solares a ojo desnudo, sobre todo en Oriente (Corea, Japón y China). Hay registros desde el 28 a.C. Jorge Sanz Forcada es investigador titular del INTA en el Centro de Astrobiología (Madrid). | octubre 2013 | nº172 | 37