¿Niños violentos o niños violentados ? Introducción La problemática infantil es un campo de trabajo en el que intervengo desde hace muchos años, realizando abordajes terapéuticos y periciales con niños y sus familias, en diferentes ámbitos públicos y privados. Es ese ejercicio cotidiano el que me permite asegurar que la interacción permanente con niños requiere de los operadores un sistemático entrenamiento teórico-práctico, y a la vez y fundamentalmente capacidad empática y sensibilidad suficientes para captar, descifrar y comprender lo que a través de sus comportamientos nos transmiten y nos demandan desde su lugar de niños. De este modo descentrarnos de nuestro rol de adulto y podemos intervenir eficazmente. Este compromiso es ineludible frente a niños notoriamente desprotegidos, maltratados y/o con privaciones múltiples. En el recorrido por el terreno de la infancia, y en nombre del bienestar y los derechos de los niños, es mucho lo que se ha dicho, escrito y debatido, pero no siempre los análisis en este sentido resultan fiables, considero que aún resta mucho por hacer, por andar y revisar lo andado. En esta línea de indagación, creo que resulta develador y transformador, seguir pensando y operando sobre lo que aparece como obvio, ya dicho o superado, en cuestiones de la niñez. Reforzó esta idea de retomar el debate, mi participación en un programa radial, en el que se planteó el tema de la “violencia infantil”, sus posibles causas, y su recrudecimiento en diferentes espacios y ámbitos institucionales. Los disparadores fueron algunos artículos técnicos de aparición reciente en diferentes medios gráficos reconocidos. Incluir aquí esas reflexiones, tiene la finalidad de compartirlas para repensar y resignificar lo que se ha dado en llamar “violencia infantil”, o “niños violentos”, y tratar de desocultar los orígenes y las posibles consecuencias y riesgos que tales presupuestos teóricos y correspondientes prácticas conllevan. Esta problemática últimamente ocupa importantes espacios en los medios de comunicación. Pero lo que sorprende y hasta alarma en que en muchos de esos postulados desde “saberes autorizados” , se genera la sospecha sobre las intencionalidades infantiles consideradas perversas y se brindan explicaciones o interpretaciones psicologistas, que hablan de “los niños” desde una óptica que, al ser tan abarcativa deviene abstracta. Suelen ser análisis muy parciales y recortados del contexto y de la situación en la que se presentan, lo que implica graves riesgos no sólo conceptuales. La niñez es una etapa evolutiva que requiere de una profunda y permanente indagación, los niños son cada niño, personas que sienten, piensan y hacen, son seres concretos que se desarrollan en circunstancias específicas, con una historia particular. Con ellos convivimos cotidianamente en diferentes espacios y sobre ellos ejercemos desde una relación asimétrica, gran Poder. Se supone que en su beneficio, pero la realidad muestra que no siempre es tan así. Y aquí es preciso relacionar dos grandes fuerzas, la violencia y el poder y, al hablar de una se incluye a la otra. Aunque estas afirmaciones parezcan irrelevantes, verdades de Perogrullo, ante la aparición y permanencia de ciertas prácticas y conceptualizaciones profesionales, legales, sanitarias, educativas entre otras, considero que no es redundante sino totalmente justificado reiterarlas, realizar nuevos análisis, abrirlas al debate y estar dispuestos a la polémica. Había una vez … violencia a partir de ella más violencia Se hace necesario partir del concepto de violencia, que como todo concepto es relativo, pues depende del contexto en el que se enmarque. Al respecto Cecile Rousseau y la psicóloga argentina Elena de la Aldea, plantean que “la violencia es un producto social y psicológico ligado estrechamente a la manera de vivir, de ver el mundo, a la cultura y a la organización de cada sociedad”, sostienen que se la puede entender “como la imposición por la fuerza … la acción impuesta de una persona o grupo, sobre otro/s que tienen menos poder…” Desde esta lectura de la realidad, es pertinente decir que vivimos y padecemos un orden violento. Otra investigadora y psicóloga argentina, Graciela Zadúa en un trabajo reciente se refiere a este acontecer y lo define como “el conjunto de representaciones y formas de relaciones interhumanas y sociales dominantemente pautadas por la violencia, que se manifiesta mediante la penetración en todos los escenarios de la vida social, en todos los grupos de edad, en las relaciones de género, en las formas de dirimir conflictos, las diferencias, en las luchas de Poder, en las relaciones familiares, interpersonales, interinstitucionales, en la vida cotidiana, en el imaginario colectivo, en las representaciones culturales, en la escala valorativa. En la actualidad ese orden violento se impone a través de situaciones sociales de injusticia, como el desempleo, la marginación, pobreza, inseguridad, fragmentación y deterioro del tejido social, pérdida de referentes, gran incertidumbre, desentendimiento de los derechos humanos, produciendo por su efecto devastador, mayor fragilidad en los sujetos. De este modo el circuito de la violencia y la destrucción se pone en marcha y se va reproduciendo en diferentes espacios y modalidades. La psicóloga social Ana Quiroga expresa: “actualmente en Argentina asistimos a una nueva forma de malestar en la cultura, signada por la tendencia a la significación negativa del otro, y en tanto fuente de peligro, un rival”. Siguiendo esta línea de pensamiento es pertinente afirmar que los efectos de un orden violento, son múltiples y deterioran profundamente la vida cotidiana en todos los planos, institucional, grupal, familiar y personal. Esta combinación de factores que otros autores denominan “ecología violenta”, provoca sin lugar a dudas disfuncionalidad en los vínculos, facilita y favorece la aparición de interacciones destructivas en todas las relaciones humanas. Ese atravesamiento de la violencia en el terreno intrafamiliar, en ese privilegiado “lugar refugio” por ser pensado como “seguro e incondicional”, produce en su trama vincular situaciones de alto riesgo para sus miembros, que en sus extremos se presenta como negligencia, maltrato, abandono, abuso, los niños quedan como “chivos expiatorios”, por ser éstos los eslabones más débiles e indefensos del conjunto social. Analizando este fenómeno en cada familia en particular (no se excluye ninguna clase social), se observa que el impacto de un orden de esta naturaleza sobre los sujetos, produce empobrecimiento personal, desbordes emocionales, nuevas patologías mentales y hace que las funciones parentales de asistencia, cuidados, protección, afecto, (es decir lo que atañe a lo esencial de los aspectos normativos y nutritivos, que todo ser humano y en especial el niño necesita para vivir), estén empobrecidos, o directamente no estén garantizados, lo que convierte al propio hogar en un espacio peligroso. Es previsible que si ese grupo primario padece significativas privaciones, carece de oportunidades, de sostenes y proyectos y de los elementos esenciales para la subsistencia, los efectos de la violencia serán más desestructurantes y se verán incrementados. Considero necesario insistir con este análisis, para no perder de vista que, desde esta perspectiva son los niños los más expuestos física, psíquica y socialmente por su extrema vulnerabilidad, desamparo y dependencia. Parto de la concepción pichoniana (1) que establece que los sujetos son seres complejos y sostiene la esencia social del psiquismo, en tanto que entiende que entre el orden social e histórico y la subjetividad existe una relación dialéctica y fundante. Es desde esta perspectiva que planteo que es más clarificador y ajustado hablar de niños violentados en lugar de niños violentos, pues apunta al posicionamiento de éstos como producto y víctimas de un orden violento destructivo, que por su naturaleza va dañando tempranamente su psiquismo en formación, con las secuelas y efectos señalados al inicio de este artículo. El hilo casi siempre se corta… No resulta fácilmente tolerable la idea y la realidad de que sean niños los “protagonistas” de violencia, de comportamientos crueles hacia sus pares, como los ocurridos hace algunos meses en Pcia. de Buenos Aires, y en establecimientos escolares de otros puntos del país. Se trata de algo extremadamente preocupante como síntoma social. Todo hecho de esta naturaleza, nos impacta, nos conmueve especialmente por sus características, crudeza y temprana aparición. El estilo sensacionalista con el que lo presentan algunos medios de comunicación, contribuye a su magnificación. Resulta necesario desde todas nuestras intervenciones, atender a la gravedad de estos hechos, pero sin perder de vista el eje de la cuestión. La línea directriz al operar, pues son de mayor riesgo aùn, por sus efectos y lo que instalan en el imaginario social, aquellas explicaciones técnicas, argumentos, estrategias profesionales, actitudes de adultos que culpabilizan a quienes en realidad también son víctimas indefensas de un contexto social de desigualdad y violencia. Desde esas concepciones y sustentando falsas creencias, muchas prácticas suelen ser generadores y promotores de medidas o respuestas institucionales y comunitarias de gran fuerza condenatoria respecto de los “pequeños delincuentes”. Paradójicamente condenan la violencia y a la vez la legitiman como modo de “resolver” situaciones o conflictos de esta naturaleza. Estas posturas con afán preventivista, correctivo y proteccionista, por el contrario, desembocan generalmente en accionares expulsivos, punitivos, reproduciendo finalmente mandatos sociales de un de un orden abusivo y autoritario. Se trata muchas veces de accionares alienados, acríticos, repetidores de un modelo autoritario, en los que subyacen encubiertos: la intolerancia, la segregación, el castigo, la exclusión, la psicopatologización de los comportamientos de los niños implicados en hechos de violencia. Visualizarlos de este modo y desarticularlos suele ser dificultoso, pues desde lo explícito el mensaje se ofrece como beneficioso y “rehabilitador” para dichos niños y para la sociedad toda. Ejemplo de lo anterior, suelen ser este tipo de recomendaciones: “cambiar al niño agresor del establecimiento para evitar represalias”, o “trasladarlo a un medio más acorde a sus necesidades culturales”, “retirarlo un tiempo de la institución hasta que cambie”, “institucionalizarlo”. Otra modalidad quizá la más difundida y que opera como distractora de las reales y determinantes causas de hechos violentos con participación de niños, son las depositaciones masivas que se hacen en el supuesto poder destructivo que tienen sobre las “mentes infantiles”, los personajes televisivos, los videojuegos y las películas de terror. Recordemos que no hace tantos años corrieron igual suerte los cuentos tradicionales infantiles, analizados y condenados. Posicionamiento éste que fue luego revisado y superado. Desde estas argumentaciones simplistas y lineales, los objetos cobran vida, poderes infinitos e inimaginables, adjudicándoles primacía como motivadores de conductas descontroladas y agresivas en los niños. Planteos de este tipo suelen minimizar, parcializar y hasta desconocer la correlación de factores y la incidencia determinante que tienen sobre la subjetividad, especialmente infantil, todos los modelos y sucesos de la realidad, los aconteceres de la vida cotidiana, la interacción con sujetos concretos, en diversas situaciones en un tipo de organización y contexto social, en un momento histórico particular. El otorgamiento de “superpoderes” a los aparatos y a ciertos personajes de la ficción como “deformantes” del psiquismo infantil, implica un análisis reduccionista, cierta negación de la realidad, y la ilusión de quedar exentos de la responsabilidad que nos cabe como adultos formadores, críticos y transformadores. La TV, los videojuegos, son sofisticados objetos, instrumentos cuyo uso cotidiano, sobre todo con los niños, debe adecuarse frente a presiones consumistas, como otros objetos, sean éstos juguetes, comida, vestimenta, golosinas, dinero, a las posibilidades, pautas culturales de convivencia y normativa familiar, para que su uso adecuado, resulte placentero, satisfactorio, en definitiva saludable. Todas las escenas sangrientas, apasionadas, de acción, ridículas, agresivas, insólitas, violentas, y todas las imaginables entre personajes, héroes y villanos de los dibujos animados, y de los video juegos, transcurren en una pantalla, en el terreno de la fantasía, en un espacio virtual. Ingenuo sería pensar que su presencia es inocua, o que sus mensajes no poseen intencionalidad. No obstante, si el pequeño espectador lo desea, o si el adulto responsable lo sugiere o lo impone, esas imágenes pueden desaparecer instantánea casi mágicamente de su vista, con sólo pulsar un botón, un sencillo comando. En cambio no es posible, sin el riesgo de psicotizarse, desactivar tan sencillamente, “el botón” que conecta con la realidad. Ese mundo inmediato, para muchísimos niños, y frente a las injusticias de nuestro tiempo, se presenta cada día más frustrante, amenazante, doloroso, descarnadamente cruel. Son los “personajes” de la realidad quienes desde un vínculo más próximo o bien desde ámbitos institucionales, haciendo abuso de Poder los oprimen, maltratan, ignoran, abandonan, humillan, no defienden sus derechos, los marginan o les transmiten modelos identificatorios de transgresión, corrupción e impunidad que luego castigan cuando los niños imitan y reproducen. El desarrollo del psiquismo y las conductas infantiles son un proceso y un producto complejo, en el que la identificación con seres y quehaceres de la vida cotidiana concretos, y todo lo vivido en lo que resulta determinante. Si el niño llegara a “transformarse” y actuar como el personaje siniestro, las causas del terrorífico accionar deberán rastrearse dentro del contexto en el que vive, crece, los modelos y los seres reales que internaliza a partir de la trama vincular social que comparte en lo micro y macrosocial. En consecuencia, los niños sufren, padecen y se violentan desde sus posibilidades y vivencias particulares, por las mismas circunstancias que nos golpean con todo tipo de privaciones y desigualdades sociales a los adultos, con la diferencia que su vulnerabilidad e indefensión es mayor, y en la escala jerárquica de poder y decisión, son los menos privilegiados. Desde esta perspectiva psicosocial son las relaciones sociales las que tienen directa producción sobre los procesos psíquicos y en consecuencia en los comportamientos humanos. Es en un contexto específico a través de procesos sociales con características de un orden violento como el actual, en el que se va construyendo a través de sucesivas internalizaciones e indentificaciones, subjetividad del niño con éstas y otras particularidades. Nuestra historia reciente de terrorismo de estado, con desapariciones, tortura y muerte, y un mensaje de desprecio por la vida, aún produce efectos en el colectivo social. Son entonces las características frustrantes de una crítica realidad las que se convierten en deteriorantes de la salud y en consecuencia productoras de patología y profundos daños sobre todo en los niños. Son esas relaciones y condicionamientos sociales trasladados a la vida cotidiana los que producen fenómenos como los ejemplificados por el aporte de la Lic. Graciela Zaldúa y recogidos en la Provincia de Bs. As., a través de la línea telefónica “Cuida niños”, dice allí: “durante el año 1997, 4299 casos de chicos fueron victimas de delitos o en situaciones de riesgo, 1992 denunciaron malos tratos, 527 fueron abusados sexualmente, 452 abandonados, 235 viven en la calle y 137 eran adictos”. En nuestro medio, la presencia de problemáticas como las antes descriptas, también va en aumento, y con hechos de mayor crudeza cada día. Mi experiencia terapéutica con niños durante años, (en los que han surgido y desaparecido centenares de extraños y siniestros personajes televisivos y fílmicos), me permite confirmar que ningún niño a causa de ellos llega a enfermarse, dañar su psiquismo, morir o matar por causa exclusiva y directa de la televisión o los video juegos. En este sentido, comparto desde mi quehacer profesional, lo que el psicoanalista infantil Claudio Boyé refiere en un párrafo de su artículo aparecido en Página/12 recientemente: “en mi práctica he podido observar niños que son síntomas de los conflictos de sus padres, pero jamás he visto una psicosis infantil causada por Jugar con Hugo, el síndrome de Rambo, como causa de los niños de la calle o de la violencia patotera”. Y este no es un cuento:¿Qué niños había alguna vez? Los niños, como ya se ha dicho, son personas en desarrollo que por su indefensión y dependencia, requieren para sobrevivir de los cuidados, el sostén de adultos protectores, “suficientemente buenos”, aplicando el concepto de Winnicot (2). Esto genera en consecuencia, la existencia de asimetría en esta relación adulto-niño, ocupando los mayores un lugar jerárquico de poder sobre estos últimos. Se da en consecuencia una distribución de poder desigual en la relación, es el adulto quien en interacción con otros y en un contexto determinado (sabemos que es un sujeto a la vez emergente de procesos sociales, institucionales y vinculares de un orden socioeconómico concreto) organiza y normaliza este mundo compartido. Actualmente, y en el marco social que vivimos, aparecen cada vez con mayor frecuencia, situaciones con niños que están sometidos a diferentes tipos de violencia, por abuso de poder de los adultos. Esto es algo que preocupa especialmente y sobre lo que se está trabajando y produciendo mucho en los últimos tiempos desde diferentes disciplinas. Resulta interesante entonces hacer un recorrido retrospectivo y también actual, para que el recuerdo evite la repetición de prácticas violentadoras y abusos respecto fundamentalmente de los niños. La concepción sobre los niños como personas totalmente vulnerables e indefensas y la consecuente preocupación adulta por extremar los cuidados, darles bienestar, espacio social, atender a sus necesidades y potencialidades, es bastante contemporánea. Para el historiador francés Philippe Ariés el concepto de “infancia” surge con la modernidad, y también en ese momento muchos padecimientos para los niños en “la familia moderna”, por la imposición de límites, su organización particular y la falta de libertad. Postula que en la antigüedad los niños vivían en una especie de paraíso, casi ignorados pero libres. En su trabajo de investigación y rastreo histórico (con grandes diferencias con el trabajo del autor anterior), Lloyd De Mause desde una fundamentación psicoanalítica, da cuenta de las diferentes modalidades y rasgos que ha tomado a lo largo de la historia hasta nuestros días, las relaciones de los adultos respecto de los niños, más específicamente entre padres e hijos. Referiré en una breve síntesis, datos de su texto sobre la historia infantil, (manteniendo reserva sobre sus generalizaciones y universalizaciones respecto a algunos fenómenos), con la finalidad de destacar los abusos cometidos contra los niños desde tiempos remotos. En su trabajo se remite al infanticidio practicado en la antigüedad, reemplazado más tarde por el abandono que demuestran el no reconocimiento del status humano de los niños, pasando luego a formas menos aberrantes pero todavía crueles y severas a través de prácticas “correctivas” de extrema manipulación, impidiendo incluso los movimientos, propinando fuertes castigos, con finalidad de subordinación y control. Según este historiador en esta etapa los niños eran depositarios de desprecio y acusados de poseer características propias de seres endemoniados y peligrosos. Más cercano en el tiempo, durante el s.XVIII aún persisten las prácticas de control pero más centradas sobre la “mente” infantil. Desde esta perspectiva, aquellas demostraciones de necesidades y comportamientos considerados “inaceptables”, como caprichos, deseos, eran castigados con aislamiento, encierros a veces muy prolongados y en lugares totalmente oscuros. Recién desde el s.XIX y mediados del s.XX según De Mause, los niños empezaron a interesar como seres no tanto a dominar sino a socializar, educar, formar. En este momento histórico tienen incidencia algunas teorías psicológicas que acompañan con replanteos y se abocan, con una mirada más crítica, a investigar sobre el tema. Los primeros trabajos sobre maltrato infantil son un ejemplo de esto,. Y así se llega a los tiempos actuales, con algunos avances sobre las reivindicaciones de los niños, y cuestionamientos importantes sobre algunos excesos contra ellos. Si bien para algunos el s.XX es considerado el siglo del niño, aún con lo anterior coexisten resabios, reactualizaciones de muchas concepciones y prácticas abusivas respecto de la infancia. Es necesaria la revisión de esas “antiguas” concepciones y comportamientos porque resurgen a partir de modelos de ideologías autoritarias, se reiteran y se hacen vigentes, cotidianos en prácticas y contacto con niños, cualquiera sea el ámbito de intervención con ellos. Su aparición y su permanencia deben inquietarnos y motivar cuestionamientos, para evitar quehaceres acríticos, alienantes y en consecuencia que el modelo violentador se naturalice. Al respecto Piera Aulagnier citada por Cordón y Edelman, dice: “en la alineación existe un discurso que es impuesto al sujeto desde el exterior. El sujeto asume como propio ese discurso y se convierte a su vez en portavoz … proceso por el cual un sujeto atribuye un valor certeza al discurso de la fuerza alienante. La realidad sería entonces tal como ese otro la define, y el sujeto es conforme a la definición que ese otro despótico da”. Nuestra historia reciente de dictaduras militares con aberrantes accionares, no sólo contra adultos sino contra niños, y recién nacidos (secuestros, tortura, asesinatos, desapariciones), hablan de la necesidad de estar atentos y favorecer una conciencia crítica, cuestionar y cuestionarnos ante los mensajes explícitos o encubiertos que parten de un orden injusto y violento. Y como la vida no es cuento, propongo un final abierto Haciendo una recapitulación sobre el tema inicial, puede decirse que posicionamientos que se embanderen detrás de posturas rígidas, inflexibles, de inocente apariencia pero más punitivas que normativas, avasalladoras frente a los niños que transgreden, son también y sin lugar a dudas, síntomas del mismo fenómeno de un orden violento, fruto de nuestro tiempo que para mantener vigencia y subsistir necesita ocultar para no dejar ver, camuflar para Poder engañar, prohibir y generar miedo, para paralizar y desarticular todo intento de cuestionamiento y cambio. Resulta clarificador retomar los conceptos vertidos sobre el Poder por las psiquiatras argentinas Lucila Edelman y Diana Cordón: “el poder necesita siempre para sostenerse la creación de consenso como instrumento de control social … y a su vez tiende activamente a generar convicciones vividas como naturales por los miembros del cuerpo social, … se trata de construir un discurso eficaz para incidir en la subjetividad, para lo cual es necesario que sea desde el seno mismo de la sociedad que surjan ciertas ideas como lógicas, naturales e inevitables” Desde la propuesta de este trabajo considero que el remitirnos a las situaciones de la infancia planteadas al inicio, debemos hablar de niños producto de un orden violento, niños avasallados en sus necesidades y derechos, sometidos por su fragilidad, es decir, niños violentados. Referirse a niños violentados, no pretende en este marco convertirse en una cuestión semántica, sino en un planteo y un posicionamiento frente a la infancia. El quehacer con niños en cualquier ámbito nos demanda a todos, pero especialmente a aquellos operadores que tomamos parte de decisiones o determinaciones con relación a su cotidianeidad, una posición comprometida. Considero que esto exige en nuestras intervenciones no mantenernos ajenos, escépticos, insensibles, desesperanzados frente a sus padecimientos, los que se nos aparecen y se nos imponen a través de sus miradas, el repliegue, la explosión, la necesidad, la ternura, la simpleza, el dolor, la rabia, el silencio, el llanto, la espontaneidad, un pedido, la sobreadaptación, la palabra, un cuerpo dañado, la impotencia, el sufrimiento, la inocencia arrancada, la nobleza. Esa grandeza y a la vez fragilidad que les otorga ser pequeños, ser niños. Esto exige revisar permanentemente nuestros presupuestos teórico-técnicos y nuestras prácticas, para no dar espacio a creencias o ideologías abusivas que legitimen castigos, exclusión, o más violentación sobre los niños. Es imprescindible estar alertas para no quedar desinstrumentados o impotentizarnos ante mandatos de un orden violento, de un discurso hegemónico que nos induzca a adoptar medidas o estrategias con finalidad exclusivamente penalizadora de conductas infantiles de tipo violento o transgresor. Como operadores, como sujetos no estamos excluidos del atravesamiento y el impacto sobre nuestra subjetividad del orden social amenazante al que pertenecemos, que nos genera a veces parálisis, sentimientos de desestructuración y susceptibilidad. Frente a ello y en tiempos de fragmentación social y tendencia al individualismo, se hace necesario rescatar y defender los espacios y las tramas grupales para reflexionar con otros sobre nuestras premisas y nuestra praxis, para reestablecer lazos solidarios, para potenciar en conjunto nuestros aspectos creativos frente a las crisis, para posibilitar nuevas formas de conciencia que promuevan y favorezcan nuestra capacidad transformadora y el desafío por un mejor vivir presente y futuro especialmente para los niños. Estos temas merecen el debate y el intercambio permanente, haciendo hincapié en que a nosotros los adultos y especialmente quienes trabajamos con y para la infancia debe guiarnos una premisa básica, a modo de imperativo ético. Este debe ser el de proteger a los niños, fundamentalmente, de la segregación, el desamparo, las injusticias, el maltrato, los abusos, defendiendo sus derechos como personas, como sujetos, como seres humanos, merecedores de un sano y armonioso desarrollo, de una vida digna. Notas 1.- Remite al Dr. Enrique Pichon-Riviere. Psiquiatra argentino (1907-1977). Fundador de la Primera Escuela de Psicología Social Argentina. 2.- Donald W. Winnicott. Médico Psicoanalista ingles (1896-1971). “Madre suficientemente buena”, lo bastante buena como para que el bebé pueda acomodarse con ella sin daño para su salud psíquica. BIBLIOGRAFIA Quiroga Ana: Crisis, procesos sociales. Sujeto y grupo. Ediciones Cinco. 1998 Zaldúa, Graciela: Enfoques sobre violentación y de privación. Cuadernos de Prevención crítica. Psicología Preventiva. 1998. De Mause Lloyd: Historia de la infancia. Alianza 1991. Barudy; Jorge: El dolor invisible de la infancia. Paidós. 1998. Intebi, Irene: Abuso Sexual infantil en las mejores familias. Granica. 1998. Volnovich, Juan Carlos: El niño del Siglo del niño. Lumen 1999. D. Cordón, l.Edelman, D.Lagos, D.Kesner. La impunidad. Una perspectiva psicosocial y clínica. Sudamericana. 1995. De la Aldea Elena, Rousseau, Cecile: “Violencia y salud mental: intervención y prevención”. Documento para la OMS. 1994. VOLVER SUBIR