Tres textos muy diferentes con un cierto aire de

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T R E S T E X TO S M U Y D I F E R E N T E S
C O N U N C I E R TO
A I R E D E FA M I L I A
Flor de Otoño, José María Rodríguez Méndez
Rey loco, Lourdes Ortiz
Les gavines, Josep Pere Peyró
Los tres textos que ahora se presentan han sido escritos por tres dramaturgos pertenecientes a tres generaciones distintas. Esta circunstancia, más
allá de la constatación de un dato, puede entenderse como la expresión de
una escritura teatral en la que conviven, más o menos pacíficamente, generaciones, estilos, puntos de vista y percepciones personales muy diferentes
entre sí, lo que proporciona al conjunto de nuestra escena una riqueza notable. La variedad es la nota que caracteriza al conjunto heterogéneo de escritores para el teatro, consecuencia de una Historia reciente en la que los cambios sociales, políticos, económicos, morales y estéticos han sido vertiginosos
en España, y su asimilación o las respuestas que han suscitado ha convertido
la imagen antagónica y casi maniquea que dibujaba el teatro de los sesenta,
por ejemplo, en un mosaico de formas y colores en el que los dibujos podrán
gustar más o menos, pero en el que es innegable la complejidad variopinta de
su conjunto.
Una muestra de ello la ofrecen Flor de Otoño, de José María Rodríguez
Méndez, El rey loco, de Lourdes Ortiz, y Les gavines de Josep Pere Peyró, que
ahora se presentan. La primera de ellas fue escrita en 1972 y la publicó inicialmente la revista Primer acto en 1974. Corrían los últimos años de la interminable dictadura fascista y el teatro español echaba sobre sus espaldas la
tarea de combatirla y de mostrar a los ciudadanos que era posible otra sociedad, una sociedad de libertades y opciones personales y públicas muy distintas. Las dificultades con la censura no arredraban a los dramaturgos, que buscaban resquicios o se servían de alusiones, metáforas y complicidades para
expresar ideas que la dictadura difícilmente toleraría si se expusieran con
desnudez o con crudeza. Flor de Otoño, la pieza más brillante que ha compuesto Rodríguez Méndez, situaba la acción en la Cataluña de otra dictadura,
la de Primo de Rivera, en unos ambientes en los que se entrecruzaban las
acciones de los anarquistas, los temores y prejuicios de la sociedad bienpensante y el ambiente de los cabarés del Paralelo. La influencia estética valleinclaniana se percibía en las distorsión de lenguajes y personajes, pero también
en la atractiva mezcla de referentes históricos y culturales reconocibles por el
espectador con la imaginación fecunda del dramaturgo, que convertía aquellos materiales en una denuncia de la represión política y moral y en una crítica de la hipocresía de una sociedad que fingía no ver lo que tenía ante sus
ojos, creyendo que negar la realidad circundante servía como conjuro frente a
lo que de ella le disgustaba. El poliédrico y complejo personaje de Lluiset, la
combinación del catalán y el castellano en los diálogos, la riqueza de los
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materiales lingüísticos y los siempre sugestivos juegos metateatrales aportaban algunos de los elementos más interesantes de Flor de Otoño.
Lourdes Ortiz pertenece a una generación formada en los sórdidos años
de la dictadura. Su entrada en la madurez coincidió con el tímido estreno de
la democracia en España y con la necesidad de intervenir en el nuevo marco
de convivencia que ésta proporcionaba, por medio de la escritura, lo que
requería reformular la noción de compromiso y adoptar nuevos lenguajes y
perspectivas diferentes, acordes con la nueva realidad política y humana que
iba abriéndose paso, no sin dificultades o sobresaltos. Como antes Rodríguez
Méndez, pero desde premisas parcialmente distintas, Lourdes Ortiz ha recurrido con frecuencia a la Historia y no sólo como consecuencia de su formación universitaria en esa disciplina, sino como opción estética e intelectual
decidida y preferente, aunque no exclusiva. Su erudición en tantos territorios
históricos se vierte mediante un lenguaje dominantemente narrativo, pulcro y
esmerado, brillante casi siempre, incisivo y crítico. La autora no renuncia a
un discurso político que ya no limita —o al menos no de forma abierta— la
censura oficial, pero que se hace necesario, o incluso urgente, por cuanto una
perversa e hipócrita ideología reaccionaria y paralizadora pretende convencernos de que el pensamiento político resulta hoy superfluo. El rey loco (Las
últimas horas de Luis de Baviera), fue publicada en 2001 por la Muestra de
teatro español de autores contemporáneos. Su protagonista, es, evidentemente, un personaje histórico, como lo son otros que cruzan las páginas del texto,
entre ellos, nada menos que Richard Wagner. Pero a la dramaturga no parecen
interesarle en cuanto tales personajes históricos, a pesar de la abundante y
rigurosa información que ofrece sobre ellos, sino en cuanto que proponen
modos de abordar la existencia. La trayectoria del protagonista sugiere a un
tiempo la imposibilidad de ser felices —rasgo recurrente entre los escritores
de la generación de Ortiz— y la consumación de una vida estúpidamente
malbaratada que ha arrastrado a otros al dolor y al fracaso personal. Y, a su
alrededor, la razón de Estado muestra ya su infinita capacidad de barbarie, su
profundo desprecio al ser humano individual y colectivo en beneficio de abstrusos ideales y de obscenos intereses.
Josep Pere Peyró pertenece a una generación cuya juventud transcurre
ya en los años de la transición democrática. Su manera de ver la realidad circundante es también crítica, pero se va impregnando de un cierto escepticismo, de un desasosiego profundo que se resuelve en ironía y en una actitud
distanciada y displicente, que, poco a poco se torna incisiva y lúcida, no
exenta de sarcasmo y hasta de cinismo. Peyró, como algunos otros dramaturgos de su generación, sobre todo aquellos que escriben en lengua catalana,
parece arrojar a la sociedad los abundantes y malolientes desperdicios que
ella misma genera. Y lo hacen sin rubores ni miramientos, con desenfado y
con descaro. El humor se vuelve corrosivo mediante un ejercicio de depuración de los viejos géneros vinculados a la comedia tradicional, desde el sainete al vodevil o desde la sátira al apropósito, a los que somete a una vuelta de
tuerca que los violenta y los dota de un nuevo sentido, mucho menos inocente. A ellos se suman en esta Les gavines, de Peyró, la recreación de La gaviota
de Chejov y, además, diversos juegos metateatrales, alusiones a la realidad o
la presencia desprejuiciada de las diversas facetas del negocio del sexo: cine
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pornográfico, sección de contactos, prostitución, etc. Si esta generación ha
potenciado un subgénero que cabría denominar comedia perversa o comedia
cínica, que se caracteriza por una relativa e irónica amoralidad deliberada,
por una violencia psicológica o física, por un desprecio de normas y sensibilidades, por una intriga dislocada y por un predominio del juego astuto e ingenioso sin más límites que la búsqueda despiadada del triunfo personal, la Les
gavines de Peyró parece ir más allá y adentrarse en una suerte de «comedia
canalla» o hasta de comedia pornográfica, siempre que ésta se entienda precisamente como un gesto de desdén ante determinados modelos y conductas
sociales y como una audaz manifestación satírica. Pero si la ironía de Peyró
afronta sin remilgos la explotación comercial del sexo, es sobre todo la profesión teatral y cinematográfica la que se cuestiona despiadada pero humorísticamente. La metateatralidad se convierte aquí en irreverencia y en burla, a las
que, por otro lado, no les falta un resabio de amabilidad o hasta de ternura,
en agudo contraste con el desdén aparente. Personajes, mitos y motivos de la
historia de la tragedia y del drama se entrecruzan en una dislocada y enloquecida amalgama de tratamientos, en una especie de postmoderno puzzle
que de todo se burla, acaso para poner de manifiesto la futilidad y la pedantería de unos profesionales del cine y del teatro que han banalizado su arte
hasta prostituirlo. Eso sí, con un lenguaje teatral irresistiblemente divertido.
E DUARDO P ÉREZ -RASILLA
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