El casamiento engañoso

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Miguel de
Cervantes
Novelas ejemplares III
El casamiento engañoso
Coloquio de los perros
NOVELAS EJEMPLARES III
El casamiento engañoso
Coloquio de los perros
Autor: Miguel de Cervantes Saavedra
Primera publicación en papel: 1613
Colección Clásicos Universales
Diseño y composición: Manuel Rodríguez
© de esta edición electrónica: 2009, liberbooks.com
info@liberbooks.com / www.liberbooks.com
NOVELAS EJEMPLARES III
El casamiento engañoso
Coloquio de los perros
Licencia
del rey
P
or cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos
fue fecha relación que habíades compuesto un libro
intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entreteni­
miento, donde se mostraba la alteza y fecundidad de la
lengua castellana, que os había costado mucho trabajo el
componerle, y nos suplicastes os mandásemos dar licencia
y facultad para le poder imprimir, y privilegio por el tiem­
po que fuésemos servido, o como la nuestra merced fuese;
lo cual, visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en
el dicho libro se hizo la diligencia que la pragmática por
nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos
mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos
tuvímoslo por bien. Por la cual vos damos licencia y fa­
cultad para que, por tiempo y espacio de diez años cum­
plidos primeros siguientes, que corran y se cuenten desde
el día de la fecha desta nuestra cédula en adelante, vos,
o la persona que para ello vuestro poder hubiere, y no
otra alguna, podáis imprimir y vender el dicho libro, que
desuso se hace mención. Y por la presente damos licen­
cia y facultad a cualquier impresor destos nuestros reinos
7
Miguel de Cervantes
que nombráredes, para que durante el dicho tiempo lo
pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo
se vio, que va rubricado, y firmado al fin, de Antonio de
Olmedo, nuestro Escribano de Cámara, y uno de los que
en el nuestro Consejo residen, con que antes que se venda
le traigáis ante ellos, juntamente con el dicho original,
para que se vea si la dicha impresión está conforme a él,
o traigáis fe en pública forma, como por corrector por nos
nombrado se vio y corrigió la dicha impresión por el dicho
original. Y mandamos al impresor que ansí imprimiere el
dicho libro, no imprima el principio y primer pliego dél,
ni entregue más de un solo libro con el original al autor y
persona a cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para
efecto de la dicha corrección y tasa, hasta que, antes y
primero, el dicho libro esté corregido y tasado por los del
nuestro Consejo. Y estando hecho, y no de otra manera,
pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el
cual, inmediatamente, se ponga esta nuestra licencia, y
la aprobación, tasa y erratas; ni lo podáis vender ni ven­
dáis vos, ni otra persona alguna, hasta que esté el dicho
libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir
en las penas contenidas en la dicha pragmática y leyes
de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y mandamos
que durante el dicho tiempo persona alguna, sin vuestra
licencia, no lo pueda imprimir ni vender, so pena que, el
que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda cua­
lesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más
incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez
que lo contrario hiciere. De la cual dicha pena sea la tercia
parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el
juez que lo sentenciare, y la otra tercia parte para el que
8
Novelas ejemplares
lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo,
presidente y oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes,
alguaciles de la nuestra Casa y Corte y Chancillerías, y
otras cualesquier justicias de todas las ciudades, villas y
lugares destos nuestros reinos y señoríos, y a cada uno de­
llos, ansí a los que agora son como a los que serán de aquí
adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula
y merced, que ansí vos hacemos, y contra ella no vayan,
ni pasen, ni consientan ir, ni pasar en manera alguna, so
pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la
nuestra Cámara. Fecha en Madrid, a veinte y dos días del
mes de noviembre de mil y seiscientos y doce años.
Yo, el rey.
Por mandado del rey nuestro señor:
Jorge de Tovar
9
Prólogo
al lector
Q
uisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, ex­
cusarme de escribir este prólogo, porque no me fue
tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase
con gana de segundar con éste. Desto tiene la culpa algún
amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he
granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el
cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, gra­
barme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues
le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáurigui, y con
esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos
que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve
a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los
ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato:
Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello casta­
ño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz
corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata,
que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes gran­
des, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos,
porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y
peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos
11
Miguel de Cervantes
con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande,
ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo
cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que
es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de
la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación
del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan
por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño.
Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue
soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde
aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en
la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un ar­
cabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por
hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta
ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los
venideros, militando debajo de las vencedoras banderas
del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice me­
moria.
Y cuando a la deste amigo, de quien me quejo, no ocu­
rrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me
levantara a mí mismo dos docenas de testimonios, y se los
dijera en secreto, con que extendiera mi nombre y acredi­
tara mi ingenio. Porque pensar que dicen puntualmente la
verdad los tales elogios es disparate, por no tener punto
preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios.
En fin, pues ya esta ocasión se pasó, y yo he quedado
en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico,
que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades,
que, dichas por señas, suelen ser entendidas. Y así, te digo
otra vez, lector amable, que destas novelas que te ofrezco,
en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tie­
nen pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca;
12
Novelas ejemplares
quiero decir que los requiebros amorosos que en algunas
hallarás, son tan honestos, y tan medidos con la razón y
discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamien­
to al descuidado o cuidadoso que las leyere.
Heles dado nombre de ejemplares, y si bien lo miras,
no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo
provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá
te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar,
así de todas juntas como de cada una de por sí. Mi intento
ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa
de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse,
sin daño de barras; digo, sin daño del alma ni del cuerpo,
porque los ejercicios honestos y agradables antes aprove­
chan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se
ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios,
por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde
el afligido espíritu descanse. Para este efecto se plantan las
alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se
cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré
a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección
destas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún
mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con
que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya
para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de
los años gano por nueve más y por la mano.
A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi in­
clinación, y más, que me doy a entender, y es así, que yo
soy el primero que he novelado en lengua castellana, que
las muchas novelas que en ella andan impresas todas son
traducidas de lenguas estranjeras, y éstas son mías pro­
13
Miguel de Cervantes
pias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró,
y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la
estampa. Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los
Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con
Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en
la cabeza; y primero verás, y con brevedad dilatadas, las
hazañas de don Quijote y donaires de Sancho Panza, y
luego las Semanas del jardín. Mucho prometo con fuerzas
tan pocas como las mías, pero ¿quién pondrá rienda a los
deseos? Sólo esto quiero que consideres: que, pues yo he
tenido osadía de dirigir estas novelas al gran Conde de
Lemos, algún misterio tienen escondido que las levanta.
No más, sino que Dios te guarde y a mí me dé pacien­
cia para llevar bien el mal que han de decir de mí más de
cuatro sotiles y almidonados. Vale.
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Índice
El casamiento engañoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Coloquio de los perros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
El casamiento engañoso
S
alía del Hospital de la Resurrección, que está en Valla­
dolid, fuera de la Puerta del Campo, un soldado que,
por servirle su espada de báculo y por la flaqueza de sus
piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que,
aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber
sudado en veinte días todo el humor que quizá granjeó
en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés, como
convaleciente; y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio
que hacia él venía un su amigo, a quien no había visto en
más de seis meses; el cual, santiguándose como si viera
alguna mala visión, llegándose a él, le dijo:
—¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible
que está vuesa merced en esta tierra? ¡Como quien soy
que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica que
arrastrando aquí la espada! ¿Qué color, qué flaqueza es
ésa?
A lo cual respondió Campuzano:
—A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Pe­
ralta, el verme en ella le responde; a las demás preguntas
no tengo qué decir, sino que salgo de aquel hospital de
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Miguel de Cervantes
sudar catorce cargas de bubas que me echó a cuestas una
mujer que escogí por mía, que non debiera.
—¿Luego casóse vuesa merced? —replicó Peralta.
—Sí, señor —respondió Campuzano.
—Sería por amores —dijo Peralta—, y tales casamientos
traen consigo aparejada la ejecución del arrepentimiento.
—No sabré decir si fue por amores —respondió el alfé­
rez—, aunque sabré afirmar que fue por dolores, pues de
mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el cuerpo
y en el alma, que los del cuerpo, para entretenerlos, me
cuestan cuarenta sudores, y los del alma no hallo reme­
dio para aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy para
tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me perdone;
que otro día con más comodidad le daré cuenta de mis
sucesos, que son los más nuevos y peregrinos que vuesa
merced habrá oído en todos los días de su vida.
—No ha de ser así —dijo el licenciado—, sino que quiero
que venga conmigo a mi posada, y allí haremos peniten­
cia juntos; que la olla es muy de enfermo, y, aunque está
tasada para dos, un pastel suplirá con mi criado; y si la
convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamón de Rute nos
harán la salva, y, sobre todo, la buena voluntad con que lo
ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa merced
quisiere.
Agradecióselo Campuzano y aceptó el convite y los
ofrecimientos.
Fueron a San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su
casa, diole lo prometido y ofrecióselo de nuevo, y pidióle,
en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le
había encarecido. No se hizo de rogar Campuzano; antes,
comenzó a decir desta manera:
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El casamiento engañoso
—«Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado
Peralta, como yo hacía en esta ciudad camarada con el
capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.»
—Bien me acuerdo —respondió Peralta.
—«Pues un día —prosiguió Campuzano— que acabába­
mos de comer en aquella posada de la Solana, donde vi­
víamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos
criadas: la una se puso a hablar con el capitán en pie,
arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla
junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar
ver el rostro más de aquello que concedía la raridad del
manto; y, aunque le supliqué que por cortesía me hicie­
se merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con
ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y, para
acrecentarle más, o ya fuese de industria acaso, sacó la
señora una muy blanca mano con muy buenas sortijas.
Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena
que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero con
plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado,
y tan gallardo, a los ojos de mi locura, que me daba a
entender que las podía matar en el aire. Con todo esto,
le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió:
“No seáis importuno: casa tengo, haced a un paje que
me siga; que, aunque yo soy más honrada de lo que pro­
mete esta respuesta, todavía, a trueco de ver si responde
vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me
veáis”. Beséle las manos por la grande merced que me
hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó
el capitán su plática; ellas se fueron, siguiólas un criado
mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era
que le llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que
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Miguel de Cervantes
decía ser su primo, aunque él sabía que no era sino su
galán.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había
visto, y muerto por el rostro que deseaba ver; y así, otro
día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé
una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta
años, a quien conocí por las manos. No era hermosa en
extremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comu­
nicada, porque tenía un tono de habla tan suave que se
entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y
amorosos coloquios, blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí
y hice todas las demostraciones que me pareció ser nece­
sarias para hacerme bienquisto con ella. Pero, como ella
estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos y
razones, parecía que les daba atento oído antes que cré­
dito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores
cuatro días que continué en visitarla, sin que llegase a
coger el fruto que deseaba.
»En el tiempo que la visité, siempre hallé la casa des­
embarazada, sin que viese visiones en ella de parientes
fingidos ni de amigos verdaderos; servíala una moza más
taimada que simple. Finalmente, tratando mis amores
como soldado que está en víspera de mudar, apuré a mi
señora doña Estefanía de Caicedo (que éste es el nom­
bre de la que así me tiene) y respondíome: “Señor alférez
Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme a
vuesa merced por santa: pecadora he sido, y aún ahora
lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren
ni los apartados me noten. Ni de mis padres ni de otro
pariente heredé hacienda alguna, y con todo esto vale el
menaje de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos es­
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El casamiento engañoso
cudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda, lo que
se tardare en ponerlas se tardará en convertirse en dine­
ros. Con esta hacienda busco marido a quien entregarme
y a quien tener obediencia; a quien, juntamente con la
enmienda de mi vida, le entregaré una increíble solicitud
de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero
más goloso ni que mejor sepa dar el punto a los guisados
que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero
poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina
y señora en la sala; en efecto, sé mandar y sé hacer que
me obedezcan. No desperdicio nada y allego mucho; mi
real no vale menos, sino mucho más cuando se gasta por
mi orden. La ropa blanca que tengo, que es mucha y muy
buena, no se sacó de tiendas ni lenceros; estos pulgares y
los de mis criadas la hilaron; y si pudiera tejerse en casa,
se tejiera. Digo estas alabanzas mías porque no acarrean
vituperio cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Final­
mente, quiero decir que yo busco marido que me ampare,
me mande y me honre, y no galán que me sirva y me vi­
tupere. Si vuesa merced gustare de aceptar la prenda que
se le ofrece, aquí estoy moliente y corriente, sujeta a todo
aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta,
que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no
hay ninguno tan bueno para concertar el todo como las
mismas partes”.
»Yo, que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino
en los calcañares, haciéndoseme el deleite en aquel punto
mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofre­
ciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que
ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros
discursos de aquellos a que daba lugar el gusto, que me
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Miguel de Cervantes
tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era
el venturoso y bien afortunado en haberme dado el cielo,
casi por milagro, tal compañera, para hacerla señora de
mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poca que no
valiese, con aquella cadena que traía al cuello y con otras
joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas
galas de soldado, más de dos mil ducados, que juntos con
los dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para
retirarnos a vivir a una aldea de donde yo era natural y
adonde tenía algunas raíces; hacienda tal que, sobrelleva­
da con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos
podía dar una vida alegre y descansada.
»En resolución, aquella vez se concertó nuestro despo­
sorio, y se dio traza cómo los dos hiciésemos información
de solteros, y en los tres días de fiesta que vinieron luego
juntos en una Pascua se hicieron las amonestaciones, y al
cuarto día nos desposamos, hallándose presentes al des­
posorio dos amigos míos y un mancebo que ella dijo ser
primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente con pala­
bras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas
las que hasta entonces a mi nueva esposa había dado,
con intención tan torcida y traidora que la quiero callar;
porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades
de confesión, que no pueden dejar de decirse.
»Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi
mujer; encerré en él, delante della, mi magnífica cadena;
mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor
hechura, con otros tres o cuatro cintillos de diversas suer­
tes; hícele patentes mis galas y mis plumas, y entreguéle
para el gasto de casa hasta cuatrocientos reales que tenía.
Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome en casa
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El casamiento engañoso
como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alfom­
bras, ahajé sábanas de holanda, alumbréme con cande­
leros de plata; almorzaba en la cama, levantábame a las
once, comía a las doce y a las dos sesteaba en el estrado;
bailábanme doña Estefanía y la moza el agua delante. Mi
mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo, se
había vuelto un corzo. El rato que doña Estefanía faltaba
de mi lado, la habían de hallar en la cocina, toda solícita
en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me
avivasen el apetito. Mis camisas, cuellos y pañuelos eran
un nuevo Aranjuez de flores, según olían, bañados en la
agua de ángeles y de azahar que sobre ellos se derramaba.
»Pasáronse estos días volando, como se pasan los años,
que están debajo de la jurisdicción del tiempo; en los cua­
les días, por verme tan regalado y tan bien servido, iba
mudando en buena la mala intención con que aquel nego­
cio había comenzado. Al cabo de los cuales, una mañana,
que aún estaba con doña Estefanía en la cama, llamaron
con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomóse la
moza a la ventana y, quitándose al momento, dijo: “¡Oh,
que sea ella la bien venida! ¿Han visto, y cómo ha venido
más presto de lo que escribió el otro día?” “¿Quién es la
que ha venido, moza?”, le pregunté. “¿Quién?”, respon­
dió ella. “Es mi señora doña Clementa Bueso, y viene
con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez, con
otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó consi­
go”. “¡Corre, moza, bien haya yo, y ábrelos!”, dijo a este
punto doña Estefanía; “y vos, señor, por mi amor que no
os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que
contra mí oyéredes”. “Pues ¿quién ha de deciros cosa que
os ofenda, y más estando yo delante? Decidme: ¿qué gente
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