Sabiduría popular - Juventud Rebelde

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Sabiduría popular
DOMINGO
18 DE SEPTIEMBRE DE 2016
OPINIÓN
05
De turistas y sietemesinos
por ALINA PERERA ROBBIO
digital@juventudrebelde.cu
por GRAZIELLA POGOLOTTI
digital@juventudrebelde.cu
SHERLOCK Holmes, el célebre detective,
tenía un interlocutor idiota. El pobre Watson
existió solamente para poner de relieve la
brillantez monologante del protagonista
investigador. Pocos son los lectores de la
obra maestra de Miguel de Cervantes, pero
los perfiles de Don Quijote y Sancho escaparon de las páginas del libro para convertirse en referentes culturales.
Manco en la batalla de Lepanto, víctima
de galeras y prisiones, poco afortunado en
amores, incapaz de hacer carrera en el
entorno de los pudientes, Cervantes representó en vida al gran perdedor. Desde su
aparición primera, su obra empezó a recorrer el mundo. El contrabando la trajo a
nuestras tierras de América. Una clave
esencial de la obra reside en el diálogo permanente entre el caballero y su escudero.
El universo de Don Quijote se ha construido en el entorno de su biblioteca. Iletrado, Sancho Panza es portador de la sabiduría popular que se expresa en el extensísimo refranero incorporado a la memoria viva
de nuestra lengua y cimentada en el sólido
sentido común. De esa manera, puede impartir justicia verdadera durante su efímero
gobierno en la ínsula Barataria. En el plano
humano, es uno más entre los suyos. Puede, entonces, llevar los principios abstractos a las circunstancias de la realidad concreta. El rústico comete errores al hablar.
Pero su discurso es elocuente, eficaz, persuasivo, equiparable en su cualidad verbal
al docto saber del caballero. Uno y otro se
intercambian y contaminan. Por eso, el escudero de otrora se transforma para el Quijote en “Sancho amigo”.
Conozco apenas una treintena de palabras de ruso. Con ellas, en el ahora mismo,
no moriré de hambre y sed. No puedo expresar una idea. Tampoco estoy en condiciones de referirme al ayer y al mañana. Los
tiempos han cambiado mucho desde la
época de Cervantes, cuando la imprenta era
todavía un invento reciente. Ahora, el audiovisual nos invade. A escala universal, la palabra se empobrece a un ritmo vertiginoso.
Mucho nos preocupa, con razón, el problema de la comunicación. La academia produce comunicólogos. Olvidamos, sin embargo, la interrelación entre pensamiento y
lenguaje. Mi mínimo vocabulario ruso alcanza apenas para la supervivencia elemental.
Pudiera quizás redactar un correo electrónico reclamando agua, carne y pan porque
manejo el alfabeto cirílico.
En nuestro contexto, el empobrecimiento
de la lengua es ostensible. Las consonantes están a punto de desaparecer del habla. La limitación del léxico y el disparate
sintáctico son causas de muchos fracasos
estudiantiles y profesionales.
El perfeccionamiento de la educación cubana incluye el necesario énfasis en el estudio de la historia entendida como proceso
integrador de economía, sociedad y cultura.
Debe constituir la incorporación de una gran
narrativa incluyente de las luchas por la independencia, el papel de los protagonistas,
la participación activa de las masas. Ese
aprendizaje ajeno a enfoques memorísticos
exige la adquisición del dominio de la lengua materna por vía de la lectura oral y
silenciosa, ambas asentadas en sólidas
bases literarias. La recuperación de esos
hábitos conduce a entender en profundidad
el texto. Es frecuente escuchar a escolares
que recitan versos en actos públicos. La
declamación ignora signos de puntuación,
las pausas necesarias y el encabalgamiento de los versos, todo lo cual conduce a la
perdida de sentido.
Mi defensa de la literatura no responde
a mi afición por ella. Fuente de enriquecimiento espiritual para cualquier ser humano, aguza la sensibilidad, despierta la imaginación, desarrolla mecanismos de asociación y constituye un modo específico de
acceso al conocimiento del mundo y de la
naturaleza humana. Nos acerca a la comprensión de la verdad, reconocible tan solo
en los matices, nunca en el contraste primario entre el blanco y el negro.
Bizantinas me parecen las discusiones
acerca del soporte en que habría de sobrevivir el libro. Por el momento, muchos expertos afirman que, aún entre muchos jóvenes,
persiste el disfrute del objeto que acariciamos con las manos, tan oloroso cuando
recién salido de la imprenta. El combate
central se basa en la necesidad de preservar el hábito de la lectura de textos literarios, científicos, históricos o de pensamiento social con el propósito de rehuir lo elemental, de inscribir en contexto la información efímera y de no dejarnos seducir por el
chismorreo banal de la cultura del espectáculo.
El desafío es planetario, pero mal de
muchos, consuelos de tontos. Mantenemos viva la devoción martiana. Si nos quitáramos las máscaras y afrontáramos la
verdad de lo que somos, cuántos podrían
afirmar, sosteniendo de frente la mirada clara, que han llegado al hondón de su pensamiento, más allá de algunos axiomas convertidos en lugares comunes.
En esta hora difícil, más que nunca, el
rescate del hábito de la lectura es asunto
que concierne al conjunto de la sociedad.
Implica al sistema de educación, a la llamada extensión universitaria, a la red de
bibliotecas y a la acción que desde ellas
realizan sus trabajadores para revitalizar su
vínculo en la escuela y con la comunidad.
Requiere la popularización del perfil de
nuestras editoriales e imprimir creatividad
al quehacer de promotores y libreros. Papel
fundamental corresponde a los medios de
comunicación, carentes de reseñas pertinentes despojadas de narcisismo autoral,
comprometidos con el deber de llamar la
atención sobre lo más valioso. El combate
por la lectura analítica y reflexiva constituye,
ahora mismo, el fundamento de una cultura
de resistencia frente a la invasión del escapismo y la frivolidad. Serán silenciadas las
voces de Don Quijote y la sabiduría popular
de Sancho.
ESTA es la historia real de cómo un grupo
de turistas pasó por la Isla y posiblemente
se haya llevado de esta más interrogantes
que respuestas, más prejuicios que entendimientos apegados a una realidad ya de
por sí compleja para quienes la construimos y la vivimos.
Los vi hace unos días en el mercado agropecuario y supermercado de 17 y K, en el
Vedado capitalino. Iban, para mi alegría, como
suelen ir muchos que pueden ser avistados
últimamente en cualquier esquina de Cuba:
mochila y cámara en ristre, desenfadados,
seguros con la paz en derredor y siempre con
ese ademán distante del forastero que tiene
poco tiempo para beber, lo mismo de la arquitectura, que de nuestra gestualidad.
Lo interesante eran sus rostros marcados por la curiosidad y el asombro, en un
escenario que a nosotros los cubanos nos
obliga a estar bien despiertos y no pocas
veces nos pone los pelos de punta. En
aquel mercado los turistas, obturador listo, intentaban atrapar toda imagen que les
ofreciera pistas sobre quiénes somos.
Aquel grupo de personas casi todas muy
jóvenes, no dejaba de posar sus miradas en
las tarimas inmemoriales, en las «tablillas» de
precios, en los trozos de jamón y carne de cerdo acechados por la impertinencia de las moscas, en el vestuario de quienes conformábamos eso que llamamos cola —y que no es
precisamente la de una salamandra o la de un
gato—, y hasta en las chancleta de mil batallas de una cubana ataviada de bolsos, de
jabas, y de la incomparable paciencia de una
gladiadora invencible.
En un rápido ejercicio de imaginación
intenté dibujarme lo que estaba quedando
atrapado en la memoria de los visitantes,
incluso el ángulo que tal vez podría conformar después la exposición fotográfica de
alguien en un país donde no se habla español. La expedición avanzaba sin que nadie
pudiera explicarles lo que ocurría ante sus
ojos. El guía, cubano que iba con ellos, no
articulaba palabras, más bien llevaba cara
de resignación, diría que hasta de actitud
vergonzante; los dejaba caminar como si
fueran la excursión conmiserativa en medio
del espectáculo de la pobreza.
Fui tomada por una mezcla de indignación y tristeza, porque más allá de ausencias materiales, deficiencias y fealdades
de una realidad ante la cual somos los primeros en rebelarnos, todos los patriotas
tenemos el compromiso moral de explicar
a quien se nos acerca desde otras latitudes del mundo los porqué de ángulos
mustios, de una escasez que está ahí, a
un primer golpe de vista y que incluso
atraviesa las conductas, pero cuyas raíces se hunden en lo más profundo de un
devenir histórico donde sería imperdonable olvidar esa guerra que todavía hoy nos
niega el agua y la sal por querer llevar
derrotero propio.
Es justamente en esos episodios cuando debemos intentar que el turismo no se
quede en la «cáscara», no se retire entre el
espanto y la piedad, llevándose consigo
algunas postalitas y hasta el consolador
recuerdo de una propina dada.
El turismo lo hacemos desde todo y
entre todos, como dice mi amigo José Alejandro. Aquí el visitante no se parapeta en
habitaciones-burbuja, sino que sale a nuestro encuentro; y aquí, cuando hablamos de
realidad compleja, eso significa que, entre
otras cosas, la humildad palpable se entreteje con los logros más encumbrados, capaces de competir con los más grandes a
nivel internacional.
Como escribiera Martí en el imprescindible ensayo Nuestra América, las armas del
juicio vencen a las otras. Hacer silencio
cuando nos toque explicar o ayudar a desentrañar circunstancias sería asumir la
actitud de esos hombres de siete meses
que describió en ese mismo texto nuestro
Apóstol: «A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra
son hombres de siete meses».
Las mercancías tendrán que estar
envueltas en celofán, sus expendedores
deberán contar con guantes asépticos listos para despacharlas, los precios algún día
serán otros, más alcanzables. Pero hay una
dimensión «intangible» y sagrada, que no se
importa ni contabiliza: allí donde habitan la
autoestima, el valor, la humildad, la dignidad, el amor a lo propio.
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