www.rojas.uba.ar/programacion/zat-soc-txt/11fou.doc Viernes 16 de abril de 2004 | 17 hs Entre la utopía y la eu-topía Las dos dimensiones de la utopía Horacio Tarcus El concepto de utopía está desagarrado por una contradicción que recorre la larga historia de pensamiento utópico, desde la mítica “Edad de Oro” de los pueblos primitivos, pasando por la República de Platón, las utopías del Renacimiento y el socialismo utópico del siglo XIX hasta las (anti)utopías contemporáneas. Dicha contradicción está presente en la construcción misma del término “utopía”. Acuñado por el inglés Tomás Moro en el siglo XVI, el vocablo Utopía que da título a su libro juega con un doble sentido. Por un lado, U-topía puede entenderse, como lo traduce Quevedo: “no hay tal lugar”. Pero por otro puede significar, asimismo, el lugar perfecto: la Eu-topía (en lengua griega, u es una partícula negativa, mientras eu se traduce como “mejor”). Acaso Moro quiso poner en juego este doble sentido: la eu-topía (el mejor lugar) es una u-topía (no está en ningún lugar, no existe). Aunque también puede leerse, como de algún modo lo hizo Ernest Bloch, como crítica de la realidad dada, puesto que que la u-topía, lo que no existe, es la eu-topía, el mejor lugar... Este doble sentido originario nos remite a la doble dimensión del concepto de utopía. La utopía como eu-topía, entendida como “el lugar perfecto”, aspira a constituirse en modelo inmutable y absoluto, en ideal acabado que sólo espera los ejecutores que la lleven a la práctica. Esta dimensión, que podría llamarse utópico-positiva, entiende a la utopía como un lugar a alcanzar. Proyección ideal de las carencias del presente, se propone a sí misma como otra instancia, distinta del presente y radicalmente separada de él. Mediante una Armonía universal estática y sin conflicto, resuelve imaginariamente las contradicciones actuales en un futuro consolador que nos salva de un presente angustiante. La utopía como u-topía, entendida como “lugar inexistente”, deja de lado la búsqueda de un modelo ideal que subsane la carencia, para hacer de este vacío motor de transformación. Esta dimensión, que llamaremos utópico-crítica, entiende la utopía como fuerza negativa que cuestiona los poderes existentes. Rehúsa saltearse el presente en nombre de un hipotético futuro, para encontrar sus hilos invisibles en el primero. No aspira a la armonía, sino a dar cuenta de la contradicción y su movimiento. No localiza su resolución, ni ordena su cauce. No es un dogma a realizar, sino una praxis, el viejo topo de Hegel que cavando silenciosa y subterráneamente, abre los caminos de la historia. No es el lugar de la saciedad, sino la dimensión del deseo. Ahora bien, todas las utopías clásicas están atravesadas por esta doble dimensión. Describen una ciudad, una pequeña isla, una federación mundial de comunas, planificadas en forma minuciosa hasta la obsesión, donde se encuentran resueltos imaginariamente los conflictos de la ciudad real, del mundo histórico, temporal. Todas ellas apuntaron a sacudir y conmover a sus lectores a través del contraste entre la ciudad ideal y la ciudad real, entre la miseria de lo real y las potencialidades maravillosas de lo imaginario. Todas ellas llevaron implícito un juicio crítico, adverso, sobre el mundo real, y en ese sentido es que contribuyeron a su transformación. Pero al mismo tiempo, en la medida en que albergaron la esperanza positiva de realización de su ideal, se vieron atrapadas en las redes de su propio imaginario. De ese modo, terminaron creyendo que su propio modelo de anticipación constituiría por sí una fuerza que, por lo atractivo de su diseño, sería más eficaz que el poder de su crítica. Aunque hijas del afán libertario y audaces impugnadoras de las instituciones vigentes, las utopías clásicas plasmaron una atmósfera artificial en la cual individuos uniformes, con idénticas necesidades y reacciones, debían vivir regidos por códigos constituidos a priori. Como en la imaginación infantil de la canción de Chico Buarque, “la gente era obligada a ser feliz”. El utopista osciló entre el rol de fiscal implacable de su tiempo y el de Demiurgo e incluso Papa de su propia utopía. Así, Campanella se veía como el Gran Metafísico de su Ciudad del Sol, Bacon como el Padre de la Casa de Salomón, Cabet como el legislador de su Icaria. Aunque sin duda hay que considerar una cierta autoironía en el texto, Tomás Moro le escribía a su amigo Erasmo: “cuánto ha aumentado mi estatura y cuán alta llevo la cabeza cuando me figuro en el papel de soberano de Utopía”. Fourier: nuevo mundo industrial y nuevo mundo amoroso Si esta distinción vale para el discurso utópico en general, tanto más para el del ensayista francés Charles Fourier (Besançon, 1772 – París, 1837), en quien la elaboración minuciosa, obsesiva, de la vida futura en los falansterios de Armonía ––un número matemáticamente calculado de miembros de cada uno; un equilibrio exacto de proporciones entre el aporte de capital, trabajo o talento; una distribución compensada de las pasiones, un cronograma horario estricto para cada día– aparece inextricable unida en su discurso a una crítica radical del orden patriarcal y burgués, de sus prácticas, sus instituciones y sus valores, que no se limita al orden político-estatal o al laboral/industrial, sino que penetra con agudeza en órdenes como la educación, el arte, el matrimonio, el ocio, la sexualidad, la crianza de los hijos, la vida cotidiana, etc. Esta doble dimensión de la utopía aparece, pues, bajo la forma de una extraordinaria tensión en el discurso de Fourier, tensión entre la crítica libertaria que todo lo pone en cuestión –valores, creencias, instituciones– en nombre de la emancipación de las pasiones, por un lado, y por otro, el megadelirio obsesivo de pretender haber encontrado el secreto del orden humano que le permitiría (re)ordenarlo todo como debía ser. Nos mueven a risa sus pretensiones de inventor, de nuevo Newton que habría descubierto una nueva ley de atracción universal, ahora humana: la de las pasiones; sus pretensiones de navegante, de descubridor, de nuevo Colón que explora los confines del viejo mundo para llegar al Nuevo Mundo Societario y Amoroso; sus imágenes oníricas de visionario, sus anuncios mesiánicos de Profeta... Nos hace reír el heteróclito listado de personajes a los que envía su proyecto falansteriano: el dictador Francia en el Paraguay, Rufus King en los EEUU, el Duque Devonshire en Inglaterra, un príncipe ruso, el presidente de Santo Domingo, Simón Bolívar, Lady Byron, Chateaubriand, George Sand... En total, cuatro mil envíos de libros y proyectos buscando un “socio fundador” que aportase el territorio y los medios materiales para comenzar. En cuatro años, calculaba Fourier con exactitud matemática, en cuatro años un solo germen del experimento falansteriano se habrá extendido por todo el mundo, llevando a hombres y mujeres a abandonar la Civilización para elegir libremente vivir en Armonía. Nadie respondía. Fourier, solo, rodeado de apenas unos discípulos entusiastas, ensayaba una consolación estadística: “Deduzcamos de este cuadro que se encontrará fácilmente un fundador, puesto que de 4000 candidatos, bastará con encontrar uno solo” (1822). Y como en sus cartas citaba al interesado en su propia casa en horas del mediodía, desde 1826 se impuso como regla interrumpir su trabajo a las 12 hs y dirigirse a su casa para esperar (en vano, claro) al candidato de la fundación falansteriana. Y si nos provoca una risa compasiva la imagen keatoniana de este hombre enjuto, de rostro serio, que viste una levita negra y espera, por otra parte su descripción de la jornada en un falansterio de Armonía nos resulta abrumadora: Jornada del rico en verano 3.30 hs Levantarse, aseo. 4 hs Ocupación en las cuadras (en grupos, siempre) 7 hs Ocupación en jardinería. 7.30 hs Desayuno. 9.30 hs Siega. 11 hs Cultivo de legumbres, bajo techado. 13 hs A la serie de los establos. 14 hs Comida. 16 hs A la serie de la agricultura. 18 hs A un grupo de manufactura. 20 hs Al riego 20.30 hs A la bolsa 21 hs Cena 22 hs Reunión agradable. 22.30 hs Acostarse 3.30 hs Levantarse, aseo... Fuente: Carlos Fourier, El Falansterio, Buenos Aires, Intermundo, 1946, pp. 108-109. Como habrán notado, en el Falansterio apenas se dedican unas pocas horas al sueño. Pues bien, el propio Fourier lo aclara: “Los armónicos dormirán muy poco: la higiene refinada unida a la variedad de ocupaciones les habituarán a no fatigarse en sus trabajos; los cuerpos no se agobiarán en la jornada y no tendrán necesidad sino de corto sueño, habituándose a ello desde la infancia” (op. cit., p. 109). Más graciosas nos resultan aún las descripciones de las orgías imaginarias en El Nuevo Mundo Amoroso, celebradas públicamente, institucionalizadas incluso, con sus rituales y ceremonias, y sus roles preestablecidos para garantizar el equilibrio de las pasiones diversamente combinadas: santos y santas, héroes y heroínas, los vestales y las vestales, sacerdotes y sacerdotisas, los jueces y las juezas de los tribunales del amor para dirimir los litigios, etc. Alguno se preguntará cómo sostener tanto ajetreo con semejante jornada de trabajo... Nos reímos de Fourier, de sus elucubraciones y sus manías, pero me pregunto si Fourier no se ríe también de nosotros, de sus lectores: cada vez que lo leo y lo releo, vuelvo a preguntarme si efectivamente cree en la viabilidad de sus alucinaciones, hasta dónde cree o queda atrapado en sus propias construcciones, o bien su utopía falansteriana es el vehículo que encontró y consideró más eficaz para llamarnos la atención, para ejercer su crítica, a la manera de un Moro. De cualquier modo, a través de estas construcciones delirantes, no es difícil descubrir una de las críticas más agudas y radicales de la modernidad, que lo convierte en heredero de una tradición que remonta a Diderot y a Sade, así como en padre fundador de un linaje tan heterodoxo que remite a figuras como Karl Marx y Sigmund Freud, André Breton y Georges Bataille, Walter Benjamin y Herbert Marcuse, Pierre Klossovsky y los situacionistas, por citar algunos hitos. En efecto, como queda dicho, su obra es una crítica del orden laboral/industrial en nombre del trabajo atractivo; una crítica de la familia, el matrimonio y la sexualidad tradicionales en nombre de este nuevo mundo amoroso. Pero en la base de todo está la crítica del carácter instrumental de la razón ilustrada, la crítica de una concepción según la cual la razón y el trabajo deben disciplinar cuerpos y deseos. Como ha señalado Eduardo Subirats: “el pensamiento y la cultura que desde la Ilustración celebró el culto de la razón instrumental, exaltó fáusticamente el reino y la gloria del trabajo e idolatró el progreso de la historia. Pues si bien Fourier define a su nuevo mundo como un nuevo orden industrial, ni la economía, ni la política, ni las artes industriales pueden revelar el secreto de una verdadera edad dorada. Las llaves de estas puertas las guarda más bien el deseo, la multiplicidad irreductible de las pasiones, aun aquellas que se dicen antisociales. A lo económico le opone Fourier lo pasional, lo libidinal; al trabajo le inyecta la voluptuosidad... El deseo es siempre la clave del universo fourieriano: constituye el agente, el factor productivo de la nueva riqueza pasional y del nuevo orden societario...” (Subirats, p. 14). “Socialismo utópico” y “socialismo científico” Sin embargo, esta dimensión subversiva de una política del deseo, apenas apareció en la segunda mitad del siglo XIX y a lo largo del siglo XX en algunas iluminaciones, en los autores mencionados, pero fue radicalmente ajena a las prácticas políticas del socialismo moderno, en todas sus variantes. Marx es, en muchos aspectos, un heredero de Fourier, en tanto llevó hasta sus últimas consecuencias su crítica del capital como fetiche autonomizado de los designios de los propios productores, sometidos crecientemente a un régimen de trabajo alienado. En deuda directa con Fourier, imaginaba en La Ideología Alemana un hombre comunista que podía pescar por la mañana, cazar por la tarde y dedicarse a la crítica por la noche..., una sociedad sin Estado, sin dinero, sin propiedad privada, sin familia... Pero, simultáneamente, su crítica del “socialismo crítico-utópico” tuvo una extraordinaria eficacia y marcó un antes y un después en la historia del socialismo moderno. El énfasis de Marx y de Engels puesto en la crítica de las prefiguraciones utópicas, en nombre del estudio crítico y científico de las condiciones reales/materiales del modo de producción capitalista, fue una pesada hipoteca que dejaron sobre el movimiento socialista que los sucedió. Sus críticas al “socialismo utópico” podrían resumirse así: a. a diferencia de los utopistas que se proponen “anticipar dogmáticamente el mundo”, Marx se propone “encontrar un mundo nuevo mediante la crítica del antiguo”; b. el comunismo no es para Marx “ni un Estado que deba ser instaurado ni un ideal que deba obedecer a la realidad. Llamamos comunismo al movimiento real que suprime el orden actual”. Las condiciones de ese movimiento resultan de las circunstancias existentes en la actualidad; c. dado que las teorías de los utopistas surgían en un período de “débil desarrollo del proletariado” y en “ausencia de las condiciones materiales para su emancipación”, no ven en la clase trabajadora el sujeto de la transformación revolucionaria, sino a “la clase que más sufre”; d. mientras los utopistas “repudian toda acción política”, recurriendo a la prédica de su evangelio que se extendería por medio del ejemplo y de los pequeños experimentos comunales, Marx se orienta a “tomar partido por una política, participando en las luchas reales e identificándonos con ellas. No nos presentamos con ello ante el mundo como doctrinarios armados de un nuevo principio: ¡Esta es la verdad, arrodíllate ante ella!”. Federico Engels resumirá el tránsito de un momento a otro del socialismo moderno en términos de pasaje del “socialismo utópico” al socialismo científico. Esta asimilación del marxismo a pura ciencia y la reducción de la política a una “aplicación” del diagnóstico correcto elaborado con las “bases científicas del marxismo” fue la contracara de la miseria de la utopía imperante en toda la diversidad de los socialismos modernos. E. P. Thompson lo planteó en términos categóricos a propósito de su recuperación de William Morris, criticando “la subordinación de las facultades imaginativas y utópicas en la tradición marxista tardía: su falta de autoconciencia moral e incluso de una terminología del deseo, su incapacidad para proyectar imágenes del futuro e incluso su tendencia a recurrir, en lugar de éstas, al paraíso terrenal del utilitarismo: la maximización del crecimiento económico” (1977). Digámoslo claramente: la URSS y los países del Este, ese paraíso terrenal del utilitarismo, fueron la tumba de la utopía, la antiutopía realmente existente. El siglo XX no sólo excluyó la utopía del socialismo. También en el terreno de la literatura, del cine, del comic, produjo sobre todo antiutopías, que se nutrieron no sólo de la mecanización y burocratización de la vida en el orden capitalista sino también de los socialismos reales. No es casual que en la gran antiutopía del siglo XX –1984 de George Orwell– se confundan la crítica proyectiva del socialismo burocratizado con la de un capitalismo también deshumanizado y burocratizado. El propio discurso de Marx, con toda su pretensión científica, asfixiaba su dimensión crítico-utópica, cuando –como señaló Maximilian Rubel hace medio siglo– era una utopía en todo lo que tenía de innovador y subversivo... A la luz de los ostensibles fracasos, al menos como beneficio de inventario, deberíamos reconocer todo lo que de utópico conservó (y conserva) el socialismo que se llamó “científico”, así como todo lo que de crítico y anticipatorio tenía (y tiene) el socialismo llamado “utópico”. ¿Es posible una política de la utopía? La experiencia de los socialismos reales obliga a revisar, aunque no anula, toda la potencia de la crítica de Marx a las utopías. Por ejemplo, su punto de partida materialista acerca de las condiciones sociales (esto es, materiales, en el lenguaje marxiano) para evaluar la viabilidad de experiencias como la de las comunas rurales precapitalistas, o las de comunidades que intentan vivir aisladas del capitalismo, no anula el interés que pueden despertar desde el punto de vista del intento de construcción de otras subjetividades. Sin embargo, establece un claro límite material para la realización de “utopías positivas”, porque al vivir a merced del “reino de la necesidad”, los valores societarios tienden a ceder o directamente a estrellarse contra las presiones “objetivas” que imponen la división del trabajo, la apropiación privada y la mercantilización. Asimismo, mantiene una indudable vigencia la crítica marxiana al humanismo ingenuo de los utopistas, que interpelaban por igual a todos los sujetos sociales, sobre todo a los poderosos. Desde Marx sabemos que la emancipación social, si ha de existir, será obra de la lucha y la resistencia de los propios sujetos que sufren la opresión, y no de almas caritativas que se apiaden de ellos. Pero, al mismo tiempo, podemos volver a Fourier contra Marx y el marxismo, en tanto estos quedaron atrapados en las redes de la razón productivista e instrumental, rescatando la dimensión crítico-imaginaria de la utopía, el deseo subjetivo de emancipación “aquí y ahora” y no para “después de la Revolución”, la centralidad de la autotransformación subjetiva en forma simultánea y no “derivada” de las transformaciones “objetivas” del orden social. La crítica, en suma, no sólo del capitalismo como orden productivo en lo económico, sino también como productor de sujetos unidimensionales; la crítica radical que no se detiene en la subordinación económico-social, sino que corroe con sus armas otras formas de subordinación y sujeción, como la patriarcal, la racial, la imperial o la nacional. En suma, para la refundación de una izquierda radical no podremos prescindir de Marx, pero tampoco podemos volver a pagar el precio de olvidarnos a Fourier. Ahora bien, para concluir, ¿es posible conciliar a Marx y Fourier, política y deseo, emancipación del trabajo y emancipación del deseo? ¿Es posible marxistizar a Fourier y, al mismo tiempo, fourierizar a Marx? El problema es que, salvo las invocaciones del socialismo utópico, del romanticismo (Rimbaud), de ciertas vanguardias del siglo XX, como la del surrealismo o el situacionismo llamando a revolucionar la vida, en verdad en las prácticas políticas de las izquierdas se ha mantenido vigente el dualismo entre vida cotidiana y revolución, deseo y política; la subjetividad y los asuntos públicos han corrido por carriles separados. La utopía ha sido erradicada de la política, aunque reaparece vivificada en esos momentos del pensamiento de avanzada, o en esos momentos de efervescencia y rebelión social que –como Mayo de 1968 en Francia o Argentina de diciembre de 2001– cuestionan de hecho las concepciones instrumentales de la política, rompen los diques entre el arriba y el abajo, el representante y el representado, la Gran Política y las Micropolíticas, y buscan inventar otra política, una política como prefiguración de las relaciones y los valores del mundo que se quiere construir. Pero, vuelvo a preguntar (y a preguntarme, sin encontrar una respuesta),¿es posible una política emancipatoria más allá de estas iluminaciones geniales y estos momentos extraordinarios de ruptura? No lo sé. Sólo me atrevería a conjeturar que si los magnates yanquis, los tiranos latinoamericanos o los boyardos rusos no acudirán a la cita de Fourier el próximo mediodía, a quienes estemos interesados en cambiar el mundo y cambiar la vida, él seguramente todavía nos estará esperando. Referencias bibliográficas Alexandrian, Sarane, El socialismo romántico, Barcelona, Laia, 1983. Armand, F. Y R. Maublanc, Fourier, México, FCE, 1940. Cepeda, Alfredo [seud. de Rodolfo Puiggrós], Los utopistas, Buenos Aires, Hemisferio, 1950. Desanti, Dominique, Los socialistas utópicos, Barcelona, Anagrama, 1973. Fourier, Charles, El falansterio, Buenos Aires, Intermundo, 1946. ———El nuevo mundo amoroso, México, Siglo XXI, 1972. ———Crítica de la civilización y de las ideologías, Buenos Aires, Alonso,1973. ———Teoría de los cuatro movimientos, Barcelona, Barral, 1974. Lefebvre, Henri (dir.), Actualidad de Fourier, Caracas, Monte Ávila, 1980 (Actas del Coloquio Fourier de Arc-en-Senans de 1972). Rubel, Maximilien, Páginas escogidas de Marx para una ética socialista, Buenos Aires, Amorrortu, 1974, 2 vols. Segovia, Tomás, Michel Butor, Pierre Klossowski, Carlos Montemayor y Octavio Paz, Aproximación al pensamiento de Fourier, Madrid, Castellote, 1973. Subirats, Eduardo, “Fourier o el mundo como voluptuosidad”, en Utopía y subversión, Barcelona, Anagrama, 1975. Thompson, E. P., William Morris, de romántico a revolucionario, Valencia, Alfons El Magnanim, 1988