EL BASTÓN DE MANDO Y EL BASTÓN CURVADO: LA FIGURA

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EL BASTÓN DE MANDO Y EL BASTÓN CURVADO:
LA FIGURA TRADICIONAL DEL VIEJO EN EL TEATRO
J. Luis Gómez Toré
PRÓSPERO:
Ahora magia no me queda,
y sólo tengo mis fuerzas,
que son pocas.
(W. Shakespeare, La tempestad).
Como memoria de la comunidad o como resto ridículo de una sociedad muerta, como sabio o como brutal representante de un poder caduco, el personaje del viejo resulta casi imprescindible en buena parte de
los subgéneros dramáticos tradicionales. El anciano o simplemente el hombre, la mujer madura, que
empiezan a acercarse a los umbrales de la vejez a menudo parecen ser tan sólo personajes secundarios. Sin
embargo, los personajes secundarios son, con harta frecuencia, imprescindibles para sostener el andamiaje de una obra dramática y pueden revelarse como fuerzas centrales en el plano simbólico.
En las formas tradicionales de la comedia, ya en Grecia y en Roma, el viejo se impone como una presencia casi ineludible. La obra de Plauto, por ejemplo, encuentra en el senex una pieza clave de la comedia. Aunque algunos ancianos de Plauto se muestran compasivos y tolerantes con los más jóvenes, es
mucho más frecuente el viejo cuya severidad excesiva suele convertirse en objeto de burla. No faltan
tampoco las piezas cómicas que nos presentan a viejos libidinosos que pretenden, sin conseguirlo, rivalizar con sus hijos jóvenes persiguiendo a hermosas muchachas. Este último modelo del viejo enamorado tendrá una larga descendencia. Por citar unos pocos ejemplos, podríamos recordar un texto anónimo castellano del siglo XV, Diálogo del viejo, el Amor y la hermosa (refundición dramática del siglo XV
del Diálogo entre el amor y un viejo de Rodrigo Cota), el Pantalone de la commedia dell’arte o El sí de las
niñas de Moratín.
En la comedia, sin embargo, no suele criticarse al anciano como tal, sino su pretensión de parar la rueda
del tiempo, de impedir que la sociedad se renueve con sangre joven. La irrisión que suscita su actitud
tiene un fondo absolutamente serio: el absurdo que recae sobre él nos alerta del peligro que subyace a su
desmesura (esa hybris que ya los griegos consideraron uno de los motores fundamentales del conflicto
dramático). La desmesura puede consistir, en el caso del personaje demasiado severo, en llevar más allá
de lo razonable el ejercicio de su autoridad. En el caso del viejo enamorado, dicho exceso consiste en
empeñarse en representar un papel que corresponde al joven. En ambos casos, se trata de una actitud que
pone en peligro el equilibrio entre la tradición y el cambio, ya que si el poder no respeta unos límites,
si pierde su legitimidad simbólica, la tentación de un cambio radical puede hacerse imperiosa.
Quizás quien ha sabido ver con mayor claridad esta situación ha sido Northrop Frye, quien vincula la
comedia con el mito de la primavera, del combate de la Primavera con el Invierno:
El movimiento de la comedia es, por lo común, el movimiento que va de una clase de sociedad a
otra. Al comienzo de la obra, los personajes obstructores tienen a su cargo la sociedad en escena y
el público reconoce en ellos a los usurpadores. Al final de la obra, el recurso de la trama que reúne
al héroe y a la heroína hace que una nueva sociedad se cristalice en torno al héroe [...]1
El bastón de mando y el bastón curvado: la figura tradicional del viejo en el teatro
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La pereza intelectual nos puede llevar a hablar de tópico literario, de un esquema tradicional de la
comedia. Pero ¿qué es un tópico literario o una constante artística? ¿Sólo la inercia o el peso de la tradición teatral explica que una determinada fórmula tenga éxito? Creo que no. Únicamente un academicismo estéril puede llevarnos a concebir los esquemas tradicionales como un polvoriento repertorio
de argumentos y temas. Si estos temas, si estos argumentos, si estos personajes se repiten, es porque
cumplen alguna función. Si bien hay un momento de inercia, en que dichos esquemas han perdido ya
su significado y se reiteran como un ritual muerto, lo cierto es que antes de esa muerte, estuvieron
vivos. En el teatro encontramos una respuesta a una preocupación real de la sociedad. Como en un rito
de pasaje, el teatro nos obliga a enfrentarnos al cambio generacional, con todo lo que tiene de esperanzador pero también con toda la crueldad de una ley que exige que alguien se eche a un lado para que
otro, otros ocupen su lugar.
La comedia parece querer decirnos que la sociedad, por férreos que puedan parecer sus principios, no
escapa a las leyes del tiempo. Algo tiene que morir para que la sociedad siga viviendo. La comedia, en
sus formas tradicionales, no deja de reflejar una mentalidad predominantemente conservadora.
Aparentemente el joven triunfa sobre el viejo. En el final feliz de la comedia, el padre deja de ser un
obstáculo y se convierte incluso en aliado de la joven pareja de enamorados. El matrimonio con que
suelen acabar la mayoría de las comedias (que despierta, por ejemplo, la irónica crítica de Cervantes en
La entretenida) es algo más que un esquema repetitivo: simboliza, para una sociedad patriarcal, la seguridad de que la comunidad sigue perpetuándose, no sólo biológicamente, sino también en los mitos y
relatos que sustentan la colectividad. Los jóvenes triunfan pero triunfan precisamente a través de su
integración en la sociedad vieja. Lejos de destruirla, fortalecen su perpetuación con un amor sancionado y normalizado por el matrimonio. El casamiento se convierte así en un elemento estructural y simbólico de la comedia al ofrecer un cauce institucionalizado para la pasión erótica. El espectador olvida,
quizás conscientemente, que, mucho tiempo después del happy end de la pieza cómica, los jóvenes enamorados acabarán convirtiéndose en ancianos venerables. Cuando ese tiempo llegue, ellos, que habían
simbolizado la pasión y el desafío a las normas, también se resistirán, como sus padres y abuelos, a
abandonar el mando de una sociedad que ya será vieja.
No obstante, podría achacársenos también cierta pereza intelectual al fijarnos sólo en el elemento ideológico más conservador. Desde luego, éste es evidente: de hecho, si no fuera evidente, difícilmente
hubiera sido aceptada por el poder. Si la comedia ha pervivido durante tanto tiempo, no en las catacumbas de lo prohibido, sino en los escenarios públicos, ello sólo ha sido posible porque no cuestionaba frontalmente el poder establecido. Podemos estar tentados de recordar, con Lampedusa, que todo
debe cambiar para que todo siga igual. Sin embargo, es preciso ir más allá.
Malinterpretaremos el gesto burlón de la comedia si sólo vemos en ella un pacto con las convenciones,
una sibilina fidelidad a lo viejo. No hay que olvidar que las sociedades tradicionales suelen mostrar un
miedo ancestral al cambio. El teatro ayuda a la sociedad a mirar de frente dicho cambio, a contar con
él. Hay una verdad en la comedia que va más allá de los límites estrechos de la ideología tradicional,
de cualquier ideología. Cualquier cambio, incluso un cambio revolucionario, no puede erigirse sobre
la destrucción total del pasado. La comedia, con el gesto autoritario y severo del viejo despótico pero
también con la sabiduría venerable del anciano, nos avisa sobre la necesidad de hacer balance de lo antiguo y de lo nuevo. Nos conmina a no olvidar que la primavera se nutre también del invierno, de lo que
ha dejado atrás. Ni siquiera las revoluciones pueden erigirse sobre un campo arrasado.
Por otra parte, la comedia, sobre todo cuando se adentra por los senderos más irreverentes de la farsa,
oculta en sí un germen mucho más corrosivo, que ni siquiera el tranquilizador final feliz puede ocultar. Con frecuencia, hay una subversión latente en la comedia. La pasión juvenil introduce una distorsión en la sociedad vieja. Como bien sabía Bajtin2, a través del erotismo, de lo grotesco, incluso de lo
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escatológico, la comedia ofrece una efímera saturnal en la vida del espectador, un paréntesis utópico
que, como el Carnaval, lanza un breve desafío a las convenciones. Por mucho que esa pasión vuelva al
redil, los derechos de la risa y del cuerpo han dejado escuchar su voz en el escenario. Se deja sospechar
al espectador que existe otro lado, una breve utopía que el teatro se ha atrevido apenas a insinuar.
Dionisos, el viejo dios del teatro, asoma su lado más irreverente y juvenil en el territorio de la farsa (en
la tragedia, tampoco conviene dejarle de lado; si no, ahí está como aviso Las bacantes de Eurípides, obra
en la que Penteo adopta el paradójico papel de un joven viejo, de un joven que representa el horror a
lo que viene de fuera, a lo nuevo, a esa pasión que desafía los límites establecidos).
No obstante, la subversión potencial de la comedia acaba diluyéndose hasta prácticamente desaparecer
cuando se impone el didactismo moralizante. Cuanto más didáctica se muestra la comedia, menos espacio queda para el reinado de lo utópico. Un ejemplo muy revelador es la comedia ilustrada de Leandro
Fernández de Moratín. En El sí de las niñas, como René Andioc ha demostrado3, el conflicto entre los
jóvenes y los mayores se resuelve en un compromiso, que en el fondo refuerza la autoridad paterna:
«Este es el sentido fundamental de El sí de las niñas: prevenir las graves consecuencias que pueda tener
para la autoridad el mismo abuso de ella».4 Don Diego, el tío de don Carlos, empieza siendo el viejo
enamorado de la comedia, un personaje risible, para acabar revelándose como un hombre maduro cuyo
saber y cuya experiencia merecen todo el respeto de los jóvenes. Como hace el déspota ilustrado con el
pueblo, los mayores deben ejercer su poder sobre los más jóvenes con sensatez, sin dejarse arrastrar por
un rigor excesivo. Al ceder la mano de la niña a su sobrino, don Diego no hace sino reforzar su benévola autoridad, que él mismo ha puesto en peligro al intentar ocupar el puesto que no le pertenece. El
didactismo de este tipo de comedias deja bien claro que el joven ocupa el lugar del viejo a costa de
acceder a formar parte de la sociedad del segundo, a cambio de integrarse en sus valores y principios.
La comedia gana en claridad didáctica lo que pierde en ambigüedad y potencial crítico.
Si nos fijamos brevemente en el teatro contemporáneo, nos encontramos con un ejemplo de gran interés en la obra de Federico García Lorca. El poeta granadino reelabora el tema del viejo enamorado en
farsas como el Retablillo de don Cristobal, La zapatera prodigiosa o Amor de don Perlimplín con Belisa en su
jardín. En esta última obra, nos asomamos al ejemplo más acabado de diálogo con un tema de tan larga
tradición.
A través de Perlimplín, Lorca da muestras una vez más de su visión del amor como una fuerza que no
conoce límites y que, por ello, puede ser liberadora pero también estar llena de peligros. El dramaturgo comienza por establecer una distancia irónica con su protagonista. Finalmente, sin embargo, lo que
se impone es una cercanía, una mirada llena de piedad que convierte a Perlimplín en un héroe que
lucha por una pasión imposible. Perlimplín es, sin duda alguna, el viejo ridículo de la tradición pero
al mismo tiempo y sobre todo, es una persona que ama. A través de ese amor, Perlimplín experimenta los límites de una realidad que se resiste a amoldarse a nuestros deseos. Su drama es rozar la posibilidad de ser amado pero no desde su identidad real sino bajo un disfraz, el del joven de la capa roja.
Lorca descubre en el amor no sólo una fuerza que cuestiona cualquier orden social, sino incluso cualquier supuesto orden natural. Y sin embargo, podemos preguntarnos hasta qué punto Perlimplín no
es el joven de la capa roja, pues él y sólo él ha dado vida a ese personaje. Quizá esa máscara oculte una
verdad de sí mismo, una verdad que parece contradecir su propio cuerpo, su rostro envejecido.
La comedia tiende a mostrarnos sólo el lado ridículo del personaje a costa de ocultarnos su pequeño
drama personal: lo grotesco oculta el dolor de quien se sabe lejos de su juventud y cerca de la muerte.
Si echamos una mirada a la tradición hispánica nos encontramos un personaje donde precisamente se
dan cita lo grotesco y lo dramático. Me refiero a la alcahueta Celestina, que en principio se presenta
como la antítesis de la dignidad del anciano. No es éste lugar para discutir hasta qué punto el texto de
Fernando de Rojas es teatro y hasta qué punto no lo es. Sea cual sea nuestra opinión al respecto, lo que
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no se puede negar es que la tragicomedia de Calixto y Melibea, aunque se nutre de otros géneros, no
deja de alimentarse de temas y estructuras que provienen del teatro. La Celestina nos ofrece, por otra
parte, la oportunidad de acercarnos a un representante femenino de la vejez. La anciana, aunque no está
en absoluto ausente en la comedia, suele ser un personaje más prescindible quizás porque no representa directamente la autoridad, el poder que una sociedad patriarcal deposita en el anciano varón.
Celestina, la vieja prostituta, no ha dicho un adiós definitivo al sexo, aunque el erotismo sólo puede ya
experimentarlo a través de otros, desde la mirada del voyeur. Su deseo erótico es visto con rechazo, y
hasta con asco, por otros personajes. Sin pretenderlo, Fernando de Rojas refleja una sociedad, la suya,
que tiende a denigrar el cuerpo de la mujer anciana. Es una presencia que molesta, un cuerpo ya no
puede engendrar hijos para el varón y que ha dejado de ser objeto del deseo erótico de éste. Si el erotismo de la mujer joven está bajo sospecha, en el caso de la vieja no puede ni siquiera plantearse. El
deseo sexual del viejo puede ser ridículo, pero rara vez suscita tanta aversión: el erotismo de Celestina
pone demasiado en evidencia los fantasmas ideológicos que rodean y velan el cuerpo femenino.
A través de la mirada, Celestina se empeña en revivir la intensidad que su cuerpo envejecido le niega.
Pero Celestina es un personaje que no se pliega a ningún esquematismo. Difícilmente podemos reducir su poderosa presencia a un arquetipo negativo. Ella es algo más que un símbolo de la ambición, de
la lujuria (femenina) o de una inteligencia amoral y calculadora. Celestina es un ser humano. La «puta
vieja», codiciosa y manipuladora, cruel y lúbrica, sabe muy bien de lo que habla cuando nombra los
males que arrastra la vejez. Sin atisbo de comicidad, Celestina nos retrata la edad última del ser humano:
Que a la mi fe, la vegez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de renzillas, congoxa continua, llaga incurable, manzilla de lo passado, pena de lo presente, cuydado
triste de lo porvenir, vezina de la muerte, choça sin rama que se llueve por cada parte, cayado de
mimbre que con poca carga se doblega.
Por otra parte, el parlamento final de Pleberio nos ofrece otra perspectiva de la vejez. La de alguien que
vive la muerte de su hija como una alteración de las leyes de la naturaleza. Melibea, que debía enterrar
a sus padres, ha emprendido antes que ellos el último camino. Si buena parte de la comedia parece
señalar una armonía entre el orden natural y el orden social, ambos renovados cíclicamente a través de
las generaciones humanas, Pleberio asiste consternado al desmoronamiento de dicho orden. La evidencia del cadáver de Melibea se impone sobre cualquier ilusión de armonía cósmica. Como Lear ante el
cuerpo muerto de Cordelia, Pleberio se pregunta por el sentido de un mundo, cuyo orden, si es que ha
existido alguna vez, ha sido quebrado por la locura humana.
El bastón de mando del viejo es también el bastón que se acaba curvando bajo el peso de un cuerpo
enfermo, envejecido (esto es evidente en nuestra contemporaneidad, que con harta frecuencia relega a
sus ancianos a un papel marginal: el bastón es cada vez más un símbolo del desvalimiento y cada vez
menos símbolo del poder). Desde la perspectiva de la sociedad, es imprescindible que los mayores dejen
paso a las nuevas generaciones. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente individual, el
anciano que fue joven no tiene por qué aceptar su desaparición con resignada serenidad. La tragedia
puede revelar ese otro lado de la vejez que la comedia trata de hurtarnos. Quizá el ejemplo más hermoso, y al mismo tiempo, más complejo lo encontramos en El rey Lear.
Lear parece encarnar al principio un personaje muy cercano al viejo ridículo de la comedia: al querer
ceder sólo parte de su autoridad a sus descendientes, el monarca se ve superado por las circunstancias.
El juego simbólico de retener parcialmente el poder a través una guardia personal va a ser desautorizado por sus dos hijas rebeldes. Lear es un personaje casi irrisorio como representante de una autoridad
que no sabe encontrar ni el momento oportuno ni el modo más adecuado de transmitir el poder. Sin
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embargo, como ser humano, como un simple anciano, acaba siendo para nosotros un personaje digno
de compasión y de respeto.
Como un espejo invertido de la piedad filial de Cordelia, la ingratitud de sus hermanas nos sitúa de
manera dramática ante el desvalimiento del anciano que ya no puede confiar en su propio vigor y necesita el apoyo de los suyos para afrontar los pocos años que le restan de vida. El propio Lear considera
antinatural la actitud de Regan y Goneril. La naturaleza parecería sancionar el amor de los hijos con
sus ancianos padres. Sin embargo, dicha invocación a las fuerzas naturales resulta muy peligrosa en la
genial ambigüedad que el concepto de naturaleza alcanza en la obra. En efecto, ¿es el amor hacia los
padres la ley natural o, por el contrario, tiene razón Edmund? Desde el punto de vista de este personaje, la naturaleza se presenta como una fuerza ciega e implacable, como el triunfo del más fuerte sobre
el débil. Para Edmund, lo natural es que el vigor juvenil se imponga sobre la decrepitud del anciano.
Si la naturaleza es un reflejo de la armonía celeste, entonces la actitud de las hijas merece el apelativo
de antinatural. Pero si no sucede así, entonces queda patente la crueldad o mejor, la indiferencia, de
una naturaleza que, después de echar mano de los individuos para perpetuarse, los aparta de su lado
cuando pierden sus débiles fuerzas.
Pero el viejo no sólo está unido a otros por lazos de sangre. Hay otros vínculos. En el caso de Lear, un
monarca, esto es evidente. Pero más allá de ello, cualquier anciano sabe que su pasado no es sólo suyo,
en cierto modo es de todos. A lo largo de la tragedia, la dignidad de Lear como rey y como anciano
venerable parece desmoronarse para mostrarnos sólo la desnuda dignidad de un ser humano. Con todo,
el enigmático final de la obra parece volver a otorgar un aura de prestigio a la vejez, sobre todo cuando esa vejez arrastra tras de sí el recuerdo insistente de una vida marcada por el sufrimiento:
El más anciano es el que más ha soportado; nosotros, los jóvenes
jamás veremos tanto ni viviremos tanto tiempo.5
La ambigüedad de estas palabras, como ha señalado Peter Brook6, no ofrecen sin embargo una visión
simplista de la ancianidad. Shakespeare parece insinuar que (si se me permite el juego de palabras) aunque muchos lleguen a viejos, no todos se convierten en ancianos. No toda experiencia parecería ser
merecedora de convertirse en memoria de la comunidad. La edad, por sí sola, no conlleva sabiduría y
sin embargo, resulta intolerable la ceguera de los jóvenes que renuncian a ver a través de los ojos de sus
mayores. Lear no sólo ejemplifica las figuras contrapuestas del bastón del poder y del bastón del desvalido. También en él se encarnan, oponiéndose, una vejez que no es de por sí digna ni sabia, aunque
pretenda ser ambas cosas, y una vejez que debe ser escuchada porque guarda la imprescindible y dolorosa memoria de la colectividad.
Como Lear, Próspero, en La tempestad, es un hombre que tiene más pasado que presente. La fantasía y
el tono juguetón de esta comedia no pueden borrar una sombra de amargura (de serena amargura) sobre
todo al final de la pieza. Cuando Próspero abandona la magia, es consciente de que su tiempo como
protagonista ha acabado. Su actitud resulta tan conmovedora porque es él mismo quien toma esta decisión. Los poderes sobrenaturales del mago han creado en la isla una utopía fuera del espacio y el tiempo. Sin embargo, finalmente Próspero vuelve a formar parte de esa corriente temporal que nos arrastra
a todos. Por propia iniciativa, el viejo Duque de Milán ingresa en el curso de la historia y vuelve a formar parte del mundo de los hombres, que están hechos de la misma sustancia efímera de los sueños.
Hay un deje de melancolía en el final de La tempestad: Shakespeare, en su última obra, en este testamento escrito cinco años antes de su muerte, acierta a mostrar la necesidad del cambio, la nueva vida
encarnada en los jóvenes cuyo amor parece borrar las rencillas y violencias del pasado. Sin embargo, ay,
sin embargo, la consagración de la Primavera no deja de exigir sus víctimas. Los mayores sospechan
que ellos ya no podrán formar parte del nuevo mundo que han contribuido a crear. El matrimonio de
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los jóvenes permitirá dejar atrás las rencillas del pasado, pero para Próspero ya no queda sino la aceptación serena del final de su vida:
[...] Por la mañana
os llevaré a vuestro navío, y después,
a Nápoles, donde espero ver celebradas
las bodas de nuestros amados hijos;
de allí pienso retirarme a Milán, donde
una de cada tres veces pensaré en mi tumba.
1 Anatomía de la crítica (traducción de Edison Simons). Caracas, Monte Ávila, 1991, pp. 216-217.
2 Véase Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (traducción de Julio Forcat y César Conroy). Barcelona,
Barral, 1974.
3 Véase su edición de esta comedia (Madrid, Castalia, 1991).
4 Op. cit., p. 154.
5 Cito por la traducción de José María Valverde (Barcelona, Planeta, 1987). Los versos de La tempestad citados a continuación aparecen
en la versión de Angel Luis Pujante (Madrid, Espasa-Calpe, 1997).
6 Véase El espacio vacío (traducción de Ramón Gil Novales). La Habana, Pueblo y Educación, 1987, pp. 65-67.
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