Cuidar al hombre y su subsistencia

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Abran las puertas de la Iglesia para que entren. Y salgamos a anunciar el evangelio
Catequesis Iglesia 2. PP Francisco, 12. 6. 13
Hoy voy a referirme brevemente a otro de los términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia,
aquel de "Pueblo de Dios" (cf. Const. dogm. Lumen Gentium, 9; Catecismo de la Iglesia Católica, 782). Y lo hago
con una serie de preguntas, sobre las que cada uno podrá reflexionar.
1. ¿Qué quiere decir ser "Pueblo de Dios"? En primer lugar, significa que Dios no pertenece solamente a un pueblo;
porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a ser parte de su pueblo, y esta invitación es abierta a todos,
sin distinción, porque la misericordia de Dios "quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim. 2,4). Jesús no le
dice a los apóstoles y a nosotros para formar un grupo exclusivo, un grupo de elite. Jesús dice: Vayan y hagan
discípulos a todas las naciones (cf. Mt. 28,19). San Pablo dice que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, "no hay judio
ni griego... porque todos son uno en Cristo Jesús" (Gal. 3,28). Me gustaría decirle incluso a aquellos que se sienten
lejos de Dios y de la Iglesia, a quienes tienen miedo o son indiferentes, a los que piensan que ya no pueden
cambiar: ¡el Señor también te está llamando a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor! Él nos
invita a ser parte de este pueblo, el pueblo de Dios.
2. ¿Cómo se convierte uno en miembro de este pueblo? No es a través del nacimiento físico, sino por un nuevo
nacimiento. En el evangelio, Jesús le dice a Nicodemo que hay que nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para
entrar en el Reino de Dios (cf. Jn. 3,3-5). Y es por el bautismo que somos incorporados a este pueblo, a través de la
fe en Cristo, don de Dios que hay que cuidar y cultivar durante toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago
crecer la fe que he recibido en mi bautismo? ¿Cómo puedo hacer crecer esa fe que he recibido y que el pueblo de
Dios conserva?
3. La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo, según el
mandamiento nuevo que el Señor nos ha dejado (cf. Jn 13,34). Un amor, pero que no es un sentimentalismo estéril
o algo vago, sino que es el reconocimiento de Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, el aceptar al
otro como un verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van
de la mano. ¡Cuánto camino nos falta recorrer para vivir de manera concreta esta nueva ley, la del Espíritu Santo
que actúa en nosotros, la de la caridad, del amor! Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras
entre cristianos, ¿cómo puede suceder esto? En el interior del pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! En los barrios, en
los lugares de trabajo,¡cuántas guerras a causa de la envidia y de los celos! Incluso en la misma familia, ¡cuántas
guerras internas! Debemos pedirle al Señor que nos ayude a comprender esta ley del amor. ¡Qué hermoso es
amarnos unos a otros como verdaderos hermanos¡ Hagamos algo hoy. Tal vez todos tenemos gustos y pocas
simpatías; tal vez muchos de nosotros estamos un poco enojados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor,
estoy enojado con este o esta; te pido por él y por ella. Orar por aquellos con los que estamos enojados es un buen
paso en esta ley de amor. ¿Lo hacemos? ¡Vamos a hacerlo hoy mismo!
4. ¿Qué misión tiene este pueblo? Aquella de traer al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser un signo del
amor de Dios que nos llama a todos a una amistad con Él; ser la levadura que hace fermentar toda la masa, la sal
que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. A nuestro alrededor, basta abrir un periódico -lo
dije-y vemos que existe la presencia del mal, el Diablo actúa. Pero quiero decirlo en voz alta: ¡Dios es más fuerte!
¿Ustedes creen en esto, que Dios es más fuerte? Entonces lo decimos juntos, lo decimos todos juntos: ¡Dios es más
fuerte! ¿Y saben por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor, el único Señor. Y yo añadiría que la realidad a veces
sombría, marcada por el mal, se puede cambiar, si nosotros somos los primeros que llevamos la luz del evangelio,
sobre todo con nuestras vidas. Si en un estadio --pensemos en el Olímpico aquí de Roma, o el de San Lorenzo en
Buenos Aires--, en una noche oscura, una persona enciende una luz, apenas se puede ver.., pero si los más de
setenta mil espectadores encienden cada uno su propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una
luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del evangelio a todas las realidades.
5. ¿Cuál es el fin de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, que se inició en la tierra por Dios mismo, y que debe
ampliarse hasta el cumplimiento, cuando se manifestará Cristo, nuestra vida (cf. Lumen Gentium, 9). El objetivo es,
pues, la plena comunión con el Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su misma vida divina, donde
viviremos la alegría de su amor sin medida, una alegría completa.
Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre,
quiere decir ser el fermento de Dios en nuestra humanidad, quiere decir proclamar y llevar la salvación de Dios en
este nuestro mundo, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, dando
nueva fuerza en el camino.
Que la Iglesia sea el lugar de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde todo el mundo pueda sentirse
acogido, amado, perdonado, animado a vivir la vida buena del evangelio. Y para que el otro se sienta acogido,
amado, perdonado, alentado, la Iglesia debe estar con las puertas abiertas, para que todos puedan entrar. Y nosotros
tenemos que salir de aquellas puertas y anunciar el evangelio.
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