Hollywood censurado analiza cómo cientos de películas, desde las comedias de Mae West hasta los dramas serios —pasando por los filmes de critica social—, fueron mutiladas bien en su significado bien por la supresión de algunas imágenes. El libro reconstruye el proceso histórico en el que se fue elaborando un código oficial para dirigir la producción de películas. Will Hays, contratado por los magnates de Hollywood y apoyándose en la Iglesia Católica, organizó una verdadera máquina censora que reclamaba el control sobre la sexualidad, la moral, las conductas sociales y ejercía su poder sobre los guiones, los personajes y los diálogos, entre otros elementos de la creación cinematográfica. En su descripción de una de las eras más fascinantes de Hollywood, Hollywood censurado es una obra basada en el exhaustivo estudio de los documentos originales de los estudios así como de los archivos de las películas censuradas y los de la Legión de la Decencia. Gregory D. Black Hollywood censurado ePub r1.0 minicaja 14.11.14 Título original: Hollywood Censored: Morality Codes, Catholics and the Movies Gregory D. Black, 1994 Traducción: Isabel Ferrer Editor digital: minicaja ePub base r1.2 Para Gaylord Marr, profesor Agradecimientos Son pocos los libros que se han escrito en la soledad del estudio de un autor; desde luego, éste no lo ha sido, y quisiera dar las gracias a aquellos que participaron en su creación. En primer lugar, doy las gracias al Consejo de Investigación de la Universidad de Missouri por financiar el estudio, lo que me permitió desplazarme a archivos lejanos, y también por el tiempo que me concedió para escribir este libro. Los historiadores no podríamos trabajar sin los archiveros, cuya misión es conservar los documentos escritos a partir de los cuales interpretamos el pasado. Estoy particularmente en deuda con las siguientes personas: Sam Gill y el personal de la Biblioteca Maigaret Herrick de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, en Beverly Hills (California), por su ayuda con los Archivos de la Production Code Administration. Ned Constock, de la Biblioteca Dohney de la Universidad de Carolina del Sur, por su ayuda con los Archivos del Departamento de Producción de la MGM; Jerry Gibson y el personal de la Biblioteca del Congreso, sección cinematográfica; Mons. Francis J. Weber, de los Archivos de la Archidiócesis de Los Ángeles; el personal de los Archivos de la Provincia Jesuíta de Missouri, St. Louis (Missouri); Don Buske, archivero de la Archidiócesis de Cincinnati; H. Warren Willis, archivero de la United Catholic Conference, en Washington, D.C.; Nicholas B. Scheetz, bibliotecario de manuscritos de la Universidad de Georgetown; y Mary Corliss y Terry Geesken, del Museo de Arte Moderno. Mi ayudante en la investigación, Siew Ang, pasó innumerables horas en la biblioteca rastreando oscuros artículos, leyendo microfilms, organizando la información y ayudándome a pensar en este proyecto. Le doy las gracias por toda su ayuda y apoyo. Dos amigos, Chuck Bishop y Doug Schlosser, también supusieron una importante contribución para llegar al producto final. Varias personas leyeron el manuscrito en diversas fases y de ese modo me evitaron cometer graves errores. Doy las gracias a Ted Wilson, Garth Jowett, Kenneth Short, Tom Poe y Clayton Koppes por el ánimo y el apoyo que me prestaron, así como a mi editora, Beatrice Rehl, y al jefe de producción, Michael Gnat, de Cambridge University Press. Mi amigo y colega Richard McKinzie, con quien pasé horas hablando del libro, fue de gran ayuda, pues me hizo tener en cuenta puntos de vista que a menudo ignoraba. Además, leyó el manuscrito en diversas fases e influyó profundamente en mi manera de enfocar la obra. Trágicamente, Dick murió cuando el libro estaba en su última fase. Ha sido una gran pérdida para mí, para la UMKC, para su esposa Eileen y su hijo Robbie, y para los historiadores en general. Otro colega que desempeñó un papel importante en la redacción de este libro es Gaylord Marr, comisario de los Archivos Marr Sound y profesor de estudios de la comunicación en la Universidad de Missouri-Kansas City, y una de las personas que mejor conoce la cultura popular norteamericana. Dick McKinzie, Gaylord y yo pasamos más de una tarde tomando copas y hablando de cine y de cultura popular. Gaylord nos proporcionó a Dick y a mí innumerables grabaciones de su colección privada, tanto para nuestra investigación como para nuestras clases. Fue Dick el que me animó a dedicarle este libro a Gaylord por sus años de apoyo y paciencia, y lo hago con placer. Por último, quiero dar las gracias a mi mujer, Carol, y a mi hijo, Jason. Carol ha visto y leído sobre las viejas películas más de lo que habría deseado. Es una correctora y una crítica excelente, y le doy las gracias por su comprensión y paciencia. La revisión técnica de esta edición, las notas al pie de página y la recopilación filmográfica, fueron hechas en Montevideo (Uruguay). Es de justicia resaltar el aporte de la Biblioteca de la Cinemateca Uruguaya, cuyo responsable, Eduardo Correa, se esforzó en procurar soluciones técnicas para facilitar este trabajo. Para los títulos de exhibición en castellano, fue fundamental contar con el permanente apoyo del investigador Nelson Pita. Ambas personas merecen el más profundo reconocimiento [N del E]. Introducción En febrero de 1992 el cardenal de Los Ángeles, Roger Mahoney, declaró ante la Coalición contra la Pornografía de Hollywood que la industria cinematográfica representaba una «agresión a los valores de la mayor parte de la sociedad norteamericana», la industria cinematográfica, sostuvo, no podía seguir «escondiéndose tras un grito erróneo que pide libertad de expresión». Para poner coto al exceso de sexo y violencia en las películas actuales, Mahoney pidió que se restituyera el Código de Producción de Hollywood, que había dominado la industria cinematográfica norteamericana desde su adopción en 1930 hasta que fue sustituido en 1966 por el actual sistema de clasificación. Los representantes de la industria expresaron su consternación ante una petición tendente al restablecimiento de la censura cinematográfica. La llamada del cardenal Mahoney para emprender una cruzada moderna contra el cine no sorprendió a Hollywood. En 1930, otro sacerdote católico, el padre Daniel Lord, S.J., también creía que las películas corrompían los valores morales norteamericanos. Para contrarrestar la influencia de las películas inmorales, redactó un código cinematográfico que prohibía las películas que glorificaban a los criminales, a los gangsters, a los adúlteros y a las prostitutas. El Código de Lord, que pronto se convirtió en la Biblia de la producción cinematográfica, censuraba los desnudos, el exceso de violencia, la trata de blancas, las drogas ilegales, el mestizaje, los besos lujuriosos, las posturas provocativas y la blasfemia. Sin embargo, Lord consiguió algo más que prohibir escenas; su código también sostenía que las películas debían promocionar las instituciones del matrimonio y la familia, defender la integridad del Gobierno y tratar las instituciones religiosas con respeto. Según una premisa básica del Código, las películas no gozaban de la misma libertad de expresión que la palabra impresa o las representaciones teatrales. El nuevo arte, tan democrático, debía ser regulado, afirmó Lord, porque el cine traspasaba todas las barreras sociales, económicas, políticas y educativas, y atraía a sus salas a millones de espectadores cada semana. Para protegerá la masa de la influencia malévola de las películas, éstas debían someterse a la censura. Will Hays, presidente de la asociación cinematográfica, la Motion Picture Producers and Distributors of America (MPPDA) —popularmente conocida como la Oficina Hays—, pensaba lo mismo; fue él quien patrocinó el Código de Lord, adoptado por la industria en 1930. No obstante, la Iglesia católica y otras organizaciones religiosas no quedaron satisfechas con la manera en que la industria aplicaba el Código. En 1934, los católicos lanzaron una campaña de la Legión de la Decencia; millones de personas firmaron una declaración en la que se comprometían a boicotear las películas consideradas inmorales por las autoridades eclesiásticas. Con el fin de pacificar a las organizaciones religiosas, sobre todo a la Iglesia católica, en 1934 Hays creó una nueva oficina de censura de la MPPDA en Hollywood —la Production Code Administration (PCA)— y le cedió el control absoluto del contenido de las películas. Para ello, nombró director a un católico seglar, Joseph I. Breen, y éste y su equipo analizaron cada guión en busca de inconveniencias, ya fueran sexuales o políticas, antes de aprobarlo estampándole el sello de la PCA A partir de 1934, en las salas norteamericanas más importantes no se pudo proyectar ni una sola película que no llevara el sello de la PCA. La Legión Nacional Católica de la Decencia, con sede en la ciudad de Nueva York, presionaba a Breen para que no abandonara la vigilancia. La Legión estudió y clasificó todas las películas producidas por Hollywood y distribuyó su clasificación por todas las iglesias católicas de Estados Unidos, dispuesta a desaprobar cualquier película que considerara inmoral o peligrosa. Además, los católicos tenían prohibido asistir a la proyección de cualquier película condenada por la Iglesia. Dicho sistema de «autorregulación» dominó a la industria cinematográfica durante la era dorada de los estudios en Hollywood. El impacto de esta censura en el contenido, sabor, ambiente y en la imagen de las películas de Hollywood no se ha entendido ni valorado en su justa medida. Este libro, basado en material de archivo de los estudios cinematográficos, de la Oficina Hays y la Iglesia católica, describe el modo en que las fuerzas conjuntas de dicha autorregulación —en manos de la Oficina Hays, con su brazo censor, la PCA, y la Legión Nacional Católica de la Decencia— lucharon contra los estudios de Hollywood para controlar el contenido de las películas durante los años treinta. Al final de la década, la guerra había terminado y la PCA se había convertido en una especie de tribunal supremo a la vez que la Legión Católica de la Decencia aterrorizaba a todos los productores de Hollywood. No se podía rodar ni proyectar película alguna que no tuviera la aprobación de la PCA, y Hollywood tampoco se atrevía a enfrentarse a las autoridades católicas. Con su petición, el cardenal Mahoney intenta volver a esos días oscuros en que los prelados y censores, que pretendían hablar en nombre del pueblo norteamericano, controlaban lo que la gente veía y oía en las películas. 1. Restricciones en los espectáculos: la censura cinematográfica Las películas son escuelas de vicio y crimen… que ofrecen viajes al infierno a cambio de una moneda de cinco centavos. Rev. Wilbur Crafts Hollywood. El nombre era mágico, el atractivo irresistible. Generaciones de norteamericanos pasaron innumerables horas en las oscuras salas cautivados por un mundo mágico lleno de fantasía. Las jóvenes se derretían por el último ídolo de Hollywood mientras los jóvenes soñaban con una vida de aventuras y gloria. Al igual que sus antepasados pioneros, miles de personas marcharon hacia el este; su meta era Hollywood. La mayoría fue rechazada por ese reino mágico, pero unos pocos afortunados fueron «descubiertos» y se convirtieron en «estrellas», la realeza norteamericana del siglo veinte. El atractivo de Hollywood fue mucho más allá de los sueños de la inocente juventud. Artistas de todas clases peregrinaron a la capital del cine mundial. Desde Nueva York, Londres, Viena, Roma, Moscú, e incluso París, llegaron los famosos, gente con talento, con esperanza, las antiguas glorias y los desesperados, confiados en que esa meca del espectáculo los bendeciría a todos, otorgándoles fama, riqueza y poder. En la primavera de 1925 un joven escritor se hallaba a punto de vivir ese sueño moderno. Ben Hecht, periodista, novelista y dramaturgo, se encontraba en apuros. A pesar de haber publicado una novela muy bien acogida (Erik Dom, 1921), y de haber sido el jefe de redacción y director del Chicago Literary Times, Hecht estaba arruinado. Acababa de emigrar a Nueva York y llevaba dos meses de retraso en el pago del alquiler cuando recibió un telegrama de Hollywood. «Paramount Pictures te ofrece trescientos dólares por semana. Todos los gastos pagados. Trescientos dólares es una miseria. Aquí se pueden ganar millones y tus únicos competidores son unos idiotas»[1]. El telegrama de su amigo, el escritor Herman Mankiewicz, le cambió la vida. Hecht partió enseguida a Hollywood, y al cabo de dos semanas la Paramount le premió con una bonificación de diez mil dólares por un esbozo de dieciocho páginas de una película de gangsters: Underworld (1927). Hecht era un escritor de gran talento, uno de esos pocos hombres capaces de escribir con rapidez y eficacia para la pantalla. Se dijo que era el «escritorzuelo más veloz» del Oeste. Su carrera en Hollywood duró cuatro décadas e incluyó guiones originales, adaptaciones y una enorme cantidad de trabajo como «médico de guiones»[*] [2] en los que no figura su nombre. Según sus propios cálculos escribió más de sesenta guiones. Por su incursión en Hollywood le pagaron espléndidamente: desde cincuenta mil hasta 125.000 dólares por un trabajo que le llevaba entre dos y ocho semanas. En una ocasión le pidió a Howard Hughes que le pagara mil dólares cada día a las seis en punto, y los recibió. David O. Selznick lo contrató por una tarifa ligeramente inferior a tres mil dólares por semana para escribir a toda prisa los diálogos de Gone with the wind. A pesar de su éxito económico, Hecht siempre guardó las distancias con Hollywood. Al igual que muchos escritores, no consideraba que su trabajo fuera verdadero arte; más bien era un medio de engordar su cuenta bancaria. Cuando su trabajo había terminado, se retiraba a Nueva York[3]. Lo que más desencantó a Hecht fue la falta de honradez en la industria. Al llegar a Hollywood en 1925, Mankiewicz le explicó la fórmula para tener éxito como guionista: «Quiero advertirte […] que en una novela un héroe puede acostarse con diez chicas y al final casarse con una virgen. En una película eso no es posible. El héroe, al igual que la heroína, tiene que ser virgen. El villano puede acostarse con quien le dé la gana, divertirse todo lo que quiera estafando y robando, enriquecerse y azotar a los criados, pero al final tienes que matarlo. Cuando cae con una bala en la cabeza, te aconsejo que se agarre al tapiz gobelino colgado de la pared de la biblioteca, y que al caer, el tapiz le tape la cara como si fuera una mortaja simbólica»[4]. Siguiendo estos sabios consejos, Hecht escribió para la Paramount el argumento de Underworld, un film sin héroes, sólo con villanos. A principios de 1951 Hecht regresó a Hollywood. Cuando Mankiewicz lo había llamado para que acudiera al Oeste veinte años antes, Hollywood era una ciudad en pleno auge; ahora se parecía más a una ciudad fantasma. Hollywood había cambiado. La edad de oro de las producciones de estudio se había acabado. La guerra, la disolución del monopolio de las productoras por parte del Gobierno federal y el reto que supuso una nueva tecnología, la televisión, estaban alterando la industria. Al final de una larga noche, Hecht y David O. Selznick, productor y amigo desde hacía más de veinte años, se pasearon por las calles desiertas de la capital del cine. Quizá deprimido por el exceso de alcohol, Selznick recordó la «edad de oro» del cine. No veía nada, le dijo a Hecht, salvo un «montón de bobadas», «de diez mil películas ni siquiera había diez» que valiera la pena recordar. Lo que pudo haber sido una forma artística en «el centro de una nueva expresión humana» resultó ser una «industria-basura». Cuando Hecht le dijo a Selznick que tenía problemas para decidir lo que iba a decir en sus memorias sobre su larga carrera en Hollywood, el productor se volvió hacia él y le dijo: «Escribe la verdad»[5]. En su libro —uno de los retratos más reveladores de la ciudad del oropel — Hecht afirma que el cine «ha introducido en la mente de los norteamericanos más información falsa en una noche que toda la Edad Media en una década. Todos los días, en las quince mil salas, siempre se veía la misma trama: el triunfo de la virtud y la derrota de la maldad». En las películas, escribió Hecht, cualquier hombre que infringe la ley, ya sea humana o divina, debe morir, o ir a la cárcel, o hacerse monje, o devolver el dinero que robó antes de perderse en el desierto». En las películas, «al que no creía en Dios […] se le demostraba que estaba equivocado haciéndole ver un ángel o mostrándole que uno de los personajes podía levitar unos centímetros»; en las películas, «los villanos más poderosos y brillantes se vuelven indefensos ante los niños, los párrocos y las jóvenes vírgenes con grandes tetas»; y en las películas no hay «problemas laborales, políticos, domésticos ni anomalías sexuales» que no puedan «resolverse felizmente con una sencilla frase cristiana o una buena máxima norteamericana»[6]. ¿Por qué el cine no consiguió convertirse en un nuevo centro de expresión humana? ¿Por qué no era honrado? ¿Por qué la virtud siempre triunfaba sobre la maldad y los problemas sociales se resolvían mediante simplistas actos piadosos? Por supuesto, parte de la respuesta estriba en el «sistema de estudios» propio de Hollywood. Las películas eran el producto de una gran empresa corporativa que trabajaba en colaboración. El coste de la producción y distribución era enorme. El objetivo de los estudios, y de las empresas que los controlaban, no era el arte, sino obtener beneficios. Temerosos de perder el menor sector de su público, los estudios evitaban al máximo los temas controvertidos o los presentaban dentro de una estructura muy rígida que eludía los puntos más importantes. Sin embargo, como ya sabían Mankiewicz, Selznick y Hecht, gran parte de la culpa del fracaso de las películas en describir la vida con más franqueza y honradez recaía en la rígida censura impuesta a la industria. Las ciudades, los estados, los gobiernos extranjeros y, sobre todo, la misma industria habían prescrito rígidas restricciones al contenido de las películas durante la edad de oro de las producciones de estudio. Este tipo de censura, que la industria cinematográfica no sólo aceptó, sino que también adoptó, alentó y reforzó, fue la principal causa de que Hollywood no creara películas que fueran más allá de la etiqueta de «espectáculo inofensivo» que se le impuso con firmeza. La censura es un ingrediente clave para comprender cómo se hicieron las películas durante la era de los estudios, y es esencial en cualquier análisis de su contenido o estructura, Desde principios de los años treinta hasta mediados de los sesenta, cada historia que se juzgaba, cada guión que se escribía y cada película que se producía se sometían a una minuciosa depuración por parte de los censores antes de llegar a la pantalla. La censura anterior al rodaje, aplicada por la MPPDA, formaba parte integral del sistema de producción de los estudios, y muy especialmente en los años treinta, cuando se creó el sistema de «autorregulación» industrial. Empeñada en que las películas de Hollywood se introdujeran en los mercados internacionales, y contraria a imponer a su producto cualquier tipo de restricción en función de la edad del espectador, la Oficina Hays adoptó un sistema de censura previa a la producción, cuya finalidad era impedir que llegaran a la pantalla contenidos dudosos, tanto desde el punto de vista moral como político. El Código de la Oficina Hays —elaborado por un sacerdote católico, el padre Daniel Lord, S.J., y finalmente aplicado por un católico seglar, Joseph Breen— se fundamentaba en la idea de que el cine no gozaba de la misma libertad que los libros, las obras de teatro, las revistas y los periódicos a la hora de presentar al gran público puntos de vista alternativos sobre temas controvertidos. En las principales salas no se exhibía ninguna película, extranjera o nacional, sin recibir la aprobación de los censores de la industria, que recurrían al Código de Lord para decidir si el contenido era aceptable. Además de este sistema de censores de la industria, existían los Consejos de Censura municipales y estatales y, a partir de 1934, la Legión Católica de la Decencia, que estaba dispuesta a abalanzarse sobre cualquier película que considerara ofensiva. Los principales estudios de Hollywood —MGM, Warner Bros., Universal, United Artists, Paramount, RKO, Columbia y Twentieth CenturyFox— lucharon con vehemencia contra el sistema de censura que les impedía producir películas más realistas y honestas. Pese a que la mayoría de ellos se interesaba más por los éxitos de taquilla que por el arte, lo cierto es que los estudios intentaron llevar a la pantalla dramas realistas e impactantes, pero se vieron frustrados por los censores de la industria. Por ejemplo, a partir de mediados de la década de 1930, fue imposible filmar una adaptación razonablemente fiel de Nana, de Émile Zola, de Anna Karenina, de Lev Tolstoi, o de The Grapes of Wrath, de John Steinbeck, novelas todas demasiado sinceras en su manera de abordar el adulterio, la corrupción y la injusticia; de ahí que se alteraran las versiones cinematográficas para adaptarlas al conservador sistema de valores morales, políticos y económicos que dominaba el Código de la censura cinematográfica. Nacido en las ciudades norteamericanas a principios de este siglo, el cine como espectáculo sobrepasó rápidamente los límites étnicos, sociales, religiosos y políticos para convertirse en la principal institución de cultura popular. Es preciso recordar que en 1907 se había producido una revolución en la industria del espectáculo. Las salas de cine de la ciudad de Nueva York registraban una asistencia diaria de más de doscientas mil personas, cifra que se duplicaba los domingos, cuando las familias de la clase trabajadora acudían a las salas en manada[7]. A escala nacional, unos tres mil nickelodeon[8] atraían a más de dos millones de espectadores cada día. En 1910 llegó a haber diez mil salas de cine en Estados Unidos. La nación, según el Harper’s Weekly, sufría el «delirio del cine»[9]. En general, estos nickelodeons eran salas situadas en la planta baja de un edificio —mal iluminadas, lúgubres y sin ventilación—, abarrotadas por un público compuesto de hombres, muchachas obreras solas, hordas de niños también solos y familias enteras. Los cines funcionaban sin parar desde muy temprano por la mañana hasta última hora de la noche. Al no haber un horario, la gente entraba y salía en cualquier momento: después de hacer las compras, a la salida del trabajo, los domingos; en fin, siempre que dispusieran de quince o veinte minutos y les sobrara un nickel, o moneda de cinco centavos. Según un antiguo estudio realizado en la ciudad siderúrgica de Homestead (Pennsylvania), «a la salida del trabajo los hombres se detienen unos minutos para ver algo distinto de la fábrica de acero y sus hogares; la mujer que va de compras descansa mientras disfruta de la música […] y los niños siempre están pidiendo cinco centavos para ir al nickelodeon»[10]. Las películas eran populares porque eran baratas y estaban al alcance de todos, pero, sobre todo, porque eran muy entretenidas. Según el mito popular, las películas mudas no eran más que una escena de una persecución interminable —como en las de los «Keystone Cops»—, una historia de villanos lascivos o un desfile absurdo de astracanadas. Casi todo el mundo tiende a creer que las primeras películas mudas ofrecían un espectáculo vulgar a un público sin discernimiento que no sabía inglés —o casi nada— y que estaba más fascinado por la novedad técnica que por el valor artístico. Como ocurre con casi todas las creencias populares, en este caso algo hay de cierto, pero sólo un poco. Casi desde el principio, los productores recurrieron a la literatura popular, al teatro y a temas de actualidad para crear el argumento de las películas. Los historiadores Kay Solan y Kevin Brownlow han demostrado que el contenido de las películas mudas era actual, variado y realista. Brownlow describe un cine mudo que enseñaba «la corrupción en la política municipal, el escándalo de la trata de blancas y la explotación de los inmigrantes», valiéndose de gangsters, chulos, usureros y drogadictos que compartían la pantalla con Mary Pickford[11]. Solan comentó que «el cine defendía la causa de los obreros, presionaba a los “caciques” políticos, y a menudo otorgaba dignidad a la lucha de los pobres de las grandes ciudades»[12]. Estos primeros intentos solían burlarse de las sufragistas militantes, defendían o atacaban los valores de la moral victoriana y «ridiculizaban a sindicatos y a [famosos] magnates»[13]. Las primeras películas, como Capital vs. Labor, The Molly Maguires or Labor Wars in the Coal Mines, Cocaine Traffic, The Drug Traffic, Suffragettes’ Revenge, The Candidate, The Govemor’s Boss, Votes for Women y The Reform Candidate, revelan que la gente que acudía en masa al cine recibía algo más que una comedia a cambio de su moneda de cinco centavos[14]. Según el historiador del cine Lary May, algunas de estas primeras películas se deleitaban ridiculizando los «valores Victorianos»[15]. Estos films, que procuraron placer a millones de personas, molestaron profundamente a otros. El cine nació cuando el movimiento del reformismo progresista estaba en pleno auge en Estados Unidos. Los progresistas denunciaron la corrupción en el Gobierno, y escandalizaron al público norteamericano con escabrosas descripciones de la explotación de menores, de las condiciones de vida en las ciudades, la prostitución y el alcoholismo. Para remediar estos males, propusieron una legislación que regulara la contratación de menores, recurrieron al poder que tenía el Estado para conceder licencias con el fin de imponer normas sanitarias y de seguridad, aprobaron leyes de educación obligatoria, regularon la industria de los productos de consumo con leyes sobre comida y medicamentos puros» y reformaron el procedimiento electoral a nivel local, estatal y federal. Todo este movimiento reformador fue responsable de los miles de cambios destinados a conseguir que las ciudades norteamericanas fueran más habitables, a inculcar a los inmigrantes los valores norteamericanos, a proteger a la población de la explotación por parte de las grandes industrias y a responsabilizar al Gobierno del bienestar general de los ciudadanos. Los progresistas también se preocuparon por el impacto que la modernización y el estilo de vida urbano podían tener en la moralidad de la nación. Afirmaban que los bares, las salas de baile y los prostíbulos atentaban contra la vida familiar tradicional, querían que el Gobierno creara un ambiente más habitable y reafirmara los valores morales tradicionales Victorianos mediante una legislación «protectora». También eran perfectamente conscientes de que, al defender una jornada laboral de diez u ocho horas para los adultos y eliminar el trabajo infantil, estaban creando «tiempo libre», a la vez que esperaban que dicho tiempo se aprovechara para «restaurar los ideales norteamericanos en su forma más pura»[16]. Por tanto, había que proteger al público de entretenimientos capaces de corromper este proceso «edificante». Con fervor religioso, los progresistas atacaron los bares, las salas de baile, los prostíbulos, así como los igualmente dañinos libros, revistas, periódicos y obras de teatro «inmorales», y, por supuesto, las películas. Para contrarrestar estos entretenimientos «inmorales», los progresistas propusieron crear una «zona verde» dentro de la jungla de asfalto de las ciudades norteamericanas. Como dijo un líder del movimiento a favor de los campos de juego: «Cualquiera que observe a los niños con atención en una ciudad […] entre la hora de la salida de la escuela y la de cenar, verá que un elevado porcentaje no hace nada que valga la pena»[17]. Los progresistas afirmaban que las ciudades tenían la obligación de construir parques y campos de juegos en los que los niños y los adultos pudieran pasar su tiempo libre en un clima moralmente aceptable. Unos buenos campos de juego, dijo un reformador, podían inspirar «en sólo una semana un sentido de la ética y un civismo mayores […] que el que pueden inculcar los profesores de catequesis […] en toda una década»[18]. En particular, durante la primera década del siglo una oleada de construcción de parques invadió todo Estados Unidos. En Chicago se gastaron en menos de una década más de quince millones de dólares en parques y en centros recreativos. Para los reformadores progresistas, el cine era un medio de recreación especialmente problemático. El entorno en sí ya era inadecuado: en lugar de un espacio abierto, con aire puro y ejercicio, las salas a las que acudían los niños eran sucias y lúgubres. Sentados de un modo pasivo en la oscuridad, sus jóvenes mentes se dejaban corromper por películas perniciosas, mientras el aire viciado les contaminaba los pulmones. «Las horas de asueto determinan la moralidad de la nación», entonó Joseph R. Fulk, el delegado de educación de Nebraska[19]. Al ver los millones de ciudadanos que acudían a las salas cada día, los reformadores progresistas temieron que la nueva generación de niños aprendiera la moral en el cine. Jane Addams, la tenaz reformadora social cuya Hull House en Chicago le valió el reconocimiento internacional, escribió en 1909 que el cine era una «verdadera casa de sueños» para los niños norteamericanos. Addams estaba convencida, al igual que tantos de su época, de que el cine ejercía en la mente de los niños una influencia más poderosa que cualquier otro medio de comunicación o educación. Para ella, todo lo que veían en la pantalla se transformaba directa e inmediatamente en acción. Si los niños veían películas de crímenes, se volverían criminales; si veían películas que trataran de temas «inmorales», adoptarían esos valores y rechazarían los esfuerzos realizados en su casa, escuela e iglesia para inculcarles los valores tradicionales de la clase media. Addams escribió que le parecía «increíble que una ciudad permita que miles de jóvenes llenen sus influenciables mentes con las absurdidades [de las películas], las cuales sin duda se convertirán en los cimientos de sus códigos morales»[20]. Sin embargo, Addams y los progresistas reconocían que si, por el contrario, las películas predicaban valores positivos, tendrían un valor ilimitado para educar y para desempeñar un papel positivo en la socialización de los ciudadanos. Convencida de que las películas estaban «formando la mente de nuestra población urbana», Addams opinaba que el cine debía predicar el civismo, la superioridad de los ideales anglosajones y el valor del trabajo. Si se utilizaba el cine para dar lecciones de moralidad a los obreros, podría convertirse en un aliado en la lucha de los progresistas por proteger a las masas de la acción conjunta de la pobreza, la corrupción y la injusticia[21]. Los ministros, los trabajadores sociales, los reformadores de los derechos civiles, la policía, los políticos, los clubes de mujeres y las organizaciones ciudadanas se unieron al movimiento, acusando al cine de incitar a los jóvenes al crimen porque glorificaba a los criminales y de corromper a las jóvenes porque idealizaba aventuras amorosas «ilícitas». Estos guardianes de la moral» —una imprecisa confederación de reformadores formada por críticos reflexivos y perspicaces como Jane Addams o por reaccionarios religiosos como el canónigo William Shaefe Chase, rector de la Iglesia de Cristo, en Brooklyn— afirmaban que el cine estaba cambiando los valores tradicionales en lugar de reflejarlos, y exigieron al Gobierno que utilizara su poder para conceder licencias y legislar a fin de censurar este nuevo espectáculo. Sin embargo, a los productores les interesaba obtener beneficios, no predicar. Los progresistas y los guardianes de la moral, incapaces de controlar el contenido de las películas, se fueron convenciendo cada vez más de que las películas eran responsables de muchos de los males de la sociedad y acabaron considerándolas una gran lacra social. Según los reformadores, la nueva industria exigía una regulación comparable a la aplicada a la fabricación de carne artificalmente coloreada. Como declaró un dirigente de la JMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes): A menos que intervenga la ley y haga con las películas lo mismo que ha hecho con la inspección de la carne y los alimentos, el cine seguirá inyectando en nuestro orden social un elemento de degradación. La única manera de proteger a la gente, y sobre todo a los niños, de la influencia de películas perniciosas es mediante una estricta regulación de los lugares en que se exhiben[22]. En una conferencia sobre la protección de la infancia pronunciada en 1909, Edward H. Chandler describió el cine como «una nueva y curiosa enfermedad [que] apareció en nuestras ciudades y que eligió como víctimas especiales únicamente a los niños y las niñas de entre diez y catorce años»[23]. El ministro de la Iglesia Evangélica del Calvario, de Filadelfia, dijo que las películas eran «escuelas para degenerados y criminales»[24]. Otro ministro, el reverendo Wilbur F. Crafts, afirmó que las películas eran «escuelas de vicio y crimen […] que ofrecen viajes al infierno a cambio de [una] moneda de cinco centavos»[25]. Un profesor de filosofía de la Universidad de Kansas advirtió a la nación que: (…) las películas son más degradantes que las novelas rosa porque presentan a personajes de carne y hueso y dan lecciones morales directamente a través de los sentidos. La novela rosa no puede llevar al niño más allá de lo que le permite su limitada imaginación, pero la película le impone a su visión cosas que le son nuevas, lo somete a una experiencia directa[26]. El canónigo Chase, cuya campaña contra el cine duró tres décadas, dijo que las películas eran «el mayor enemigo de la civilización»[27]. Los autodesignados «guardianes de la moral pública» iniciaron una lucha para que la legislación regulara este nuevo «vicio». La Comisión del Vicio de Chicago recomendó primero que la ciudad supervisara «las salas de baile, las heladerías» y exigió que las películas se proyectaran únicamente en «salas bien iluminadas»[28]. Cuando esta sugerencia tan poco práctica fue rechazada, los miembros de la Comisión replicaron exigiendo que se prohibieran «los vodeviles, las máquinas de mirar películas [y] las salas de cine»[29]. Y cuando esta propuesta fracasó, Chicago recurrió a su poder de otorgar licencias para imponer en Estados Unidos la primera ordenanza que permitió a los censores regular el contenido de las películas. Aprobada en noviembre de 1907, la ordenanza exigía a los exhibidores un permiso concedido por el comisario de policía para proyectar las películas al público. Esta «censura previa» permitía prohibir una película si los censores policiales la consideraban inmoral u obscena, o [si] retrata la depravación, la criminalidad o la falta de virtud de los ciudadanos de cualquier raza, color, credo o religión y los expone al desprecio, a la burla o al oprobio, o tiende a alterar la paz o a causar disturbios, o pretende representar una ejecución en la horca o en la hoguera o el linchamiento de cualquier ser humano[30]. La labor censora fue asignada al Departamento de Policía de Chicago. Aunque su misión era supuestamente moral, la policía cayó casi de inmediato en la trampa que caracterizaría a la censura cinematográfica durante las siguientes décadas. Una de las primeras películas censuradas fue una versión de Macbeth, de Shakespeare. El teniente Joel A. Smith, que recortó la película, declaró a los periodistas que no tenía nada en contra de Shakespeare, pero «los del cine cogen a un montón de holgazanes de Broadway para que representen e interpreten a Shakespeare, y cuando llega a la pantalla es peor que el melodrama más sangriento»[31]. No está claro cuánto sabía Smith de Shakespeare, lo que sí es evidente es que se sintió libre para censurar tanto las películas que no le gustaban como las que le parecían inmorales. Su sucesor, el sargento Charles O’Donnell, se comprometió a aprobar sólo las películas que considerara «adecuadas para ser vistas por mujeres y niños»[32]. Las actitudes y preocupaciones expresadas por Smith y O’Donnell serían imitadas por los censores durante los siguientes cincuenta años. Cuando Chicago se negó a conceder permisos a dos fieles relatos sobre los forajidos del oeste, James Boys in Missouri y Night Riders, la industria cinematográfica cuestionó en los tribunales la legalidad de la censura. En el caso Block contra Chicago (1909), la industria argumentó que la ley era discriminatoria porque sólo se aplicaba a las películas y no a las producciones teatrales, y que, al imponerse la censura antes de la proyección, la prohibición privaba al exhibidor de su propiedad sin un debido juicio. Según indica el historiador del cine Garth Jowett en su estudio sobre las consecuencias jurídicas de la censura, «todos estos argumentos fueron desechados»[33]. El tribunal sostuvo que el Estado tenía el derecho constitucional de proteger al público de producciones «inmorales» y «obscenas». Además, afirmó no violar la Constitución porque nadie tenía derecho a beneficiarse de materiales inmorales u obscenos. Pese a que el tribunal consideró que James Boys y Night Riders estaban basadas en hechos históricos, sostuvo que, en su recreación de las vidas violentas de los forajidos, las películas «necesariamente retrataron el crimen» y, al hacerlo, «no presentaron otra cosa que la malicia». Exhibirlas, afirmó el tribunal, «tendría necesariamente efectos nocivos para los espectadores jóvenes»; por tanto, la ciudad de Chicago tenía el derecho legal de impedir que esas películas se exhibieran aun cuando estuvieran basadas en personajes y acontecimientos históricos. Las películas eran inmorales porque los hechos y las personas que presentaban eran inmorales, y porque corrompían a los niños que las veían[34]. Pese a que a primera vista esta regulación podría parecer absurda, los tribunales estatales y federales fallarían sistemáticamente a favor de la censura por razones similares hasta mediados de siglo. La campaña en contra del cine y a favor de la censura fue ganando terreno a medida que aumentaba la popularidad del cine. El Pittsburgh Post declaró que muchas películas «no eran aptas para adultos decentes» y pidió a la ciudad que aprobara «regulaciones más rigurosas»[35]. En Cincinnati, el TimesStar acusó a las películas de «presentar situaciones inaceptables en un escenario»; según el editorial, suponían una «perversión de […] la moral pública»[36]. El News, de Chicago, lamentó que «un invento que ofrece tantas posibilidades y que podría ser un entretenimiento sano se convierta en un medio para explotar el crimen, los robos y las tragedias»[37]. En Kansas City, después de la detención del propietario de un cine local por exhibir «películas inmorales», el Instituto Franklin le encargó a Beebe Thompson, una prominente miembro del Ayuntamiento, que realizara un estudio sobre dicha sala. Al cabo de un año, Kansas City había creado un Consejo de Censura municipal para proteger a los niños de la influencia corruptora de las películas[38]. Por supuesto, el cine tenía sus defensores. En vista de los millones de adultos y niños que disfrutaban con las películas, estos defensores replicaron que era inverosímil que fueran tan viles, inmorales, ofensivas y corruptoras como los guardianes de la moral pretendían hacer creer a la gente. El Globe Democrat, de Saint Louis, dijo a sus lectores que el argumento de que los niños empezarían a robar y se convertirían en criminales era claramente estúpido; era como proponer que la sociedad debía prohibir los helados porque a los niños les encantaban y podían robar unas monedas para comprárselos. En Somerset (Nueva Jersey), el Record aseguró a sus lectores que «los niños no sacan más que entretenimiento» de las películas[39]. W. Stephen Bush, director del periódico especializado Moving Picture World, no veía nada «lascivo, sugerente ni desmoralizador; al contrario, cada [película] incluía una importante moraleja y la transmitía de un modo contundente». «A que nadie puede», retó, «enseñarme una película que sea objetable por su inmoralidad o perversidad»[40]. De un modo todavía más claro, el alcalde de Topeka (Kansas), que se oponía a la censura, dijo a los críticos de cine que «el que tenga un niño capaz de ser corrompido por una película común y corriente, ya puede matarlo y así se ahorrará problemas»[41]. La polémica sobre la censura cinematográfica atrajo la atención de todo el país cuando el 24 de diciembre de 1908 el alcalde de Nueva York, George B. McClellan, dio repentinamente la orden de cerrar todas las salas de cine de la ciudad. Más de un año antes, el jefe de bomberos de Nueva York había denunciado que las salas de cine no reunían las condiciones de seguridad contra incendios y suponían «una amenaza a la vida»; por su parte, el jefe de policía había recomendado a McClellan que cerrara todas las salas, nada menos que en una ciudad que era el centro de la industria cinematográfica y con más de quinientos cines, muchos de los cuales abrían los domingos[42]. Mientras que la policía y el cuerpo de bomberos de Nueva York se preocupaban fundamentalmente por las condiciones materiales en las que se exhibían las películas, una coalición de ministros de Nueva York, dirigida por el canónigo William Sheafe Chase, exigió al alcalde que protegiera al público de su contenido y que prohibiera su exhibición los domingos. Chase, que hizo campaña contra las películas y los males de «las carreras de caballos, el boxeo, el baile moderno [popular], cualquier tipo de juego, los timos de todos los tamaños, tonos y colores, e incluso el pelo a la garçon y las faldas cortas», le dijo al alcalde que tenía «la obligación» de restringir las películas, porque los productores y propietarios de las salas de cine no tenían «absolutamente ningún escrúpulo»[43]. Al verse presionado, a finales de diciembre de 1908 el alcalde McClellan convocó una sesión pública para celebrar un debate abierto sobre el cine. Una bulliciosa multitud acudió al ayuntamiento. Frank Moss, director de la Comisión para la Eliminación del Vicio, condenó el cine porque corrompía a los niños. Una veintena de ministros lanzaron acusaciones similares. El reverendo J.M. Foster gritó: «¿Acaso un hombre es libre de enriquecerse con la moral de la gente? ¿Es posible que se beneficie corrompiendo la mente de los niños?»[44]. Otro ministro preguntó por qué la ciudad gastaba millones de dólares en educación y después permitía que las películas «contaminaran y corrompieran a la juventud» de la ciudad[45]. Cuando Charles Sprague Smith, director y fundador del People’s Institute, una organización reformadora de Nueva York, replicó que en la ciudad había muchas cosas bastante peores que el cine, el numeroso público lo aclamó. El alcalde les dirigió una «severa reprimenda» y amenazó con suspender la sesión[46]. J. Stuart Blackton (de los estudios Vitagraph), representante de los productores, abrió una puerta para poder llegar a un acuerdo. Citó la ley de Chicago y propuso que un grupo independiente «censurara las películas antes de su exhibición» a cambio de sesiones continuas los domingos[47]. Para satisfacción de los pastores y consternación de los millones de neoyorquinos, McClellan sencillamente revocó las licencias de todos los cines de la ciudad. El día de Navidad de 1908, las luces se apagaron en todas las salas de Nueva York. La reacción de la industria no se hizo esperar: recurrió la decisión en los tribunales y enseguida obtuvo un mandamiento judicial que sostenía que la acción de McClellan había sido «arbitraria, tiránica e insensata»[48]. La mayoría de las salas de cine abrieron al cabo de pocos días, pero el mensaje dirigido a la industria estaba claro: a menos que hiciera algo para lavar su imagen, que mejorara el estado de las salas y, sobre todo, que respondiera a la preocupación de sus detractores en el sentido de que el cine ejercía una influencia perniciosa en los niños y los adultos, no cejarían los continuos ataques de los guardianes de la moral, que seguirían presionando para conseguir una legislación restrictiva. Ninguna de las dos cosas era buena para el negocio, y el negocio estaba en pleno auge. Charles Sprague Smith y el People’s Institute propusieron una solución a la industria cinematográfica. En 1908 el Institute, una de las pocas organizaciones reformadoras que no consideraba que el cine fuera una lacra social, se unió a la Liga Municipal de Mujeres de Nueva York para realizar un estudio sobre el cine de la época. El estudio condenó las condiciones en las que se exhibían las películas, pero las alabó porque aportaban «un entretenimiento sano e incluso didáctico»[49]. Tras defender a la industria en la sesión pública organizada por el alcalde, Smith y John Collier, secretario ejecutivo del People’s Institute, seleccionaron diez organizaciones ciudadanas, incluidas la Federación de Iglesias, la Asociación de Educación Pública, la Liga Municipal de Mujeres y la Sociedad para la Prevención del Crimen, con la intención de formar un Consejo de Censura Cinematográfica de Nueva York, más tarde llamado el National Board of Review[50]. Collier propuso que este Consejo de voluntarios civiles visionara las películas antes de su exhibición, que señalara el material ofensivo y «sugiriera» los recortes. Si la industria estaba dispuesta a someter las películas «de un modo voluntario» al Consejo para que fueran «autorreguladas», Collier creía que disminuirían gran parte de las críticas contra el cine y desaparecería también la amenaza de una censura por parte del Gobierno. Los productores no tardaron en aceptar la propuesta. Al igual que otros sectores, los cineastas de la era progresista buscaban para su producto una normativa nacional uniforme que permitiera que las películas circularan libremente por todo Estados Unidos. La proliferación de Consejos de Censura estatales, cada uno con reglas diferentes, prácticamente impediría que las películas fueran asequibles al enorme y variado público norteamericano. Según el editorial del Moving Picture World: «La función de un Consejo de Censura es guiar y estimular a los productores para que sus películas atraigan a la inteligencia más elevada del mayor público posible»[51]. En otras palabras, la autocensura no era más que un buen negocio. La Motion Picture Patent Company (MPPC), una federación formada por las nueve productoras más importantes y encabezada por Thomas Edison, aceptó someter sus películas al nuevo Consejo de Censura de la comunidad y se comprometió a eliminar el material ofensivo así como a exhibir únicamente las películas que recibieran el sello de aprobación del Consejo. La MPPC también propuso mostrar todas las películas a los voluntarios y pagar una «cuota de censura» para financiar el coste de la operación. Pronto le siguieron otras productoras, y, en marzo de 1909, el National Board of Review empezó a revisar las películas. Frederick C. Howe, un reformador social de Nueva York y Cleveland (y, a partir de 1914, comisario de inmigración en la isla Ellis, puerta marítima de entrada a la ciudad de Nueva York), fue nombrado presidente del Consejo de Censura. John Collier dirigió el comité subsidiario, compuesto por más de cien voluntarios, responsables de censurar las películas. En principio, tanto Howe como Collier eran contrarios a la censura y consideraban que las películas tenían el derecho de reflejar sin tapujos los problemas sociales. Howe consideraba que la función del nuevo Consejo, más que censurar, era ejercer una «coerción moral»[52]. Se oponía a la censura estatal porque creía que violaba la Primera Enmienda[53] y que reprimía «[…] la libertad de la industria para ser un espejo de la vida cotidiana, de las esperanzas y de las aspiraciones de la gente». El cine, al igual que «el teatro de la democracia», era una parte importante del libre intercambio de ideas, insistió Howe[54]. Collier coincidía con él e instó a los voluntarios a que no fueran «demasiado críticos» con las películas[55]. Los principios adoptados por el National Board of Review reflejaron las ideas de Howe y Collier. El Consejo rechazaría una película o solicitaría cortes si contenía escenas obscenas, vulgares, indecentes, blasfemas (todo ello sin definir), crímenes brutales o morbosos, escenas detalladas de crímenes que pudieran enseñar al público cómo cometerlos, cualquier material ofensivo capaz de herir la sensibilidad de los espectadores o escenas que tendieran «a deteriorar la moralidad o los principios sociales básicos»[56]. Sin embargo, no rechazaría una película ni solicitaría cortes sólo porque contuviera una escena de un crimen o material poco apto para niños. El National Board of Review intentó juzgar «el verdadero efecto de cada película sobre el variado público [norteamericano]»[57]. Una película seria aprobada siempre y cuando no ofendiera «la moralidad fundamental». El Consejo declaró que no censuraría las películas «para un público determinado», y que tampoco asumiría el papel de árbitro del «buen gusto» ni el de protector de «niños o de mujeres delicadas»[58]. Al cabo de un año, el Consejo revisaba ya más del 80% de las películas exhibidas en Estados Unidos. Todos los días, escribió Robert Sklar, «respetables mujeres tocadas con floreados sombreros de ala ancha se sentaban junto a señores adustos para mirar las siete u ocho últimas creaciones de los productores»[59]. Aunque Sklar da a entender que el Consejo era estricto, sus puntos de vista liberales fueron atacados por los guardianes de la moral: al autorizar películas que abordaban la prostitución, la corrupción y otros vicios tan comunes en la sociedad norteamericana, el National Board se mostraba demasiado indulgente y, sobre todo, no estaba protegiendo a los niños. Pennsylvania declaró que el National Board of Review no era eficaz, y en 1911 aprobó una ley para crear su propio Consejo, que se encargaría de revisar las películas antes de exhibirlas en el Estado. Kansas y Ohio siguieron su ejemplo en 191. En 1915 se crearon unos veinte Consejos de Censura municipales y estatales con el fin de imponer los principios morales de cada comunidad. A decir verdad, dichos Consejos eran bastante heterógeneos: el de Pennsylvania era el más estricto, negándose, por ejemplo, a autorizar escenas en las que aparecieran mujeres embarazadas o incluso futuras madres haciendo ropa de bebé; Kansas era el más gazmoño, y limitaba las escenas de besos a unos pocos segundos y prohibía aquellas en las que se fumaba o bebía. El denominador común de todos estos Consejos de Censura era su compromiso a eliminar las descripciones de los principios morales cambiantes, limitando las escenas de crímenes (a las que responsabilizaban del aumento de la delincuencia juvenil) y evitando en lo posible cualquier descripción de conflictos sociales, de enfrentamientos entre los obreros y la patronal o de injusticias y corrupción en el Gobierno. La pantalla, afirmaban los guardianes de la moral, no era un foro adecuado para abordar asuntos sexuales delicados o para hacer comentarios de índole social o política[60]. El reto constitucional a la censura cinematográfica se lanzó en Ohio, donde el Consejo estatal fue especialmente restrictivo al sostener que «sólo las películas que a juicio y criterio del Consejo de Censores posean un valor moral y pedagógico, o que sean entretenidas e inofensivas» recibirían la aprobación previa necesaria[61]. El Consejo de Censura de Ohio, al igual que la mayoría, cobraba una cuota a los distribuidores cinematográficos para autorizar mediante una licencia la exhibición de las películas. La Mutual Film Corporation, de Harry E. Aitken, una firma cinematográfica interestatal, quizá demasiado confiada en que los tribunales aplicarían al cine los mismos derechos de libertad de expresión que los que gozaba la prensa, solicitó un mandamiento judicial en contra del Estado. La ley de Ohio, afirmó la Mutual, obstruía el comercio al obligarla a pagar una licencia por cada película que se exhibía; además, el cuerpo legislativo delegaba sus poderes de un modo erróneo, porque los principios para aprobar una película eran vagos y poco claros. La Mutual también sostuvo que la ley violaba claramente las disposiciones de la Constitución federal y de la de Ohio relativas a la libertad de expresión. Cuando el tribunal de distrito rechazó el mandamiento judicial, la Mutual recurrió al Tribunal Supremo. Como más tarde se vería, fue una decisión desastrosa[62]. Ante el Tribunal Supremo, William B. Saunders, el abogado de la Mutual, dijo que la ley de Ohio era discriminatoria para las películas, que era imprecisa debido a la falta de definiciones específicas sobre lo que era aceptable, que obstaculizaba el comercio interestatal al exigir una cuota para conceder las licencias y que ponía trabas a la industria cinematográfica al prohibir la exhibición de las películas hasta que los censores de Ohio no hubieran aprobado el producto. No obstante, se pasó la mayor parte del tiempo intentando presentar las películas dentro de los límites protectores de la libertad de expresión[63]. Según él, las películas eran «dramatizaciones de novelas clásicas», descripciones de «temas de interés científico», recreaciones de «acontecimientos históricos y actuales, los mismos acontecimientos que se describen con palabras y fotografías en periódicos, semanarios, revistas y otras publicaciones». Saunders defendió que el cine no se diferenciaba de otros medios de comunicación protegidos por las disposiciones relativas a la libertad de expresión; por tanto, las películas formaban «parte de la prensa» y cobraban «cada vez mayor importancia […] en la difusión del conocimiento y la formación de la opinión pública sobre todos los asuntos políticos, educativos, religiosos, económicos y sociales». En otras palabras, resumió Saunders, las películas eran «publicaciones» y debían considerarse libros filmados. Las centrales cinematográficas, afirmó, proporcionaban películas a las salas y deberían ser consideradas «bibliotecas circulantes»; por tanto, el Estado no tenía derecho a imponer cuotas ni a restringir el contenido de las películas antes de su exhibición[64]. El Tribunal Supremo —que incluía a Oliver Wendell Holmes Jr. y a Charles Evan Hughes[65]— sorprendió a todos al rechazar por unamimidad los argumentos de Saunders. El juez Joseph McKenna redactó el dictamen, un documento que no deja de ser curioso. McKenna aceptó sin duda que las películas fueran instrumentos de opinión, pero añadió: «Consideramos que el argumento es erróneo o forzado cuando hace extensivas las garantías de la libertad de expresión y opinión» al teatro, al circo o al cine, unos medios que «pueden ser utilizados con fines perniciosos». Hay, prosiguió, «cosas que no deberían representarse mediante imágenes en lugares públicos». Las comunidades locales, que incluían a los Estados, han ejercido tradicionalmente poderes policiales «adjudicándose la facultad de conceder o denegar licencias a espectáculos teatrales como un medio para regularlos»[66]. El Tribunal declaró que el cine era «lisa y llanamente un negocio», y que «la Constitución de Ohio, a nuestro parecer, no considera que forme parte de la prensa […] ni que sea un órgano de opinión pública»[67]. Como escribió Garth Jowett, a pesar de que el Tribunal reconoció que el cine transmitía ideas, no estaba dispuesto a «que el gran público estuviera desprotegido ante lo que para ellos era una fuerza social poderosa y descontrolada»[68]. En los casos de Chicago (1907) y del Tribunal Supremo (1915), los juristas definieron las películas como «perniciosas». A los guardianes de la moral todo esto les sonaba a música celestial. En ambos casos, los jueces reconocieron que las películas eran más efectivas y seductoras que cualquier otro medio de comunicación o educación. Además, las ideas que difundían —que un criminal podía ser un héroe; que el adulterio no siempre estaba mal; que la policía, los jueces, los políticos y los hombres de negocios a veces eran personas corruptas; que el sistema de libre empresa podía ser brutal; que los sindicatos eran buenos y que las mujeres debían votar— eran potencialmente «perniciosas». Esta lógica, por muy extraña que parezca hoy, no desentonaba con la corriente imperante en los medios jurídicos de Estados Unidos. Al ratificar la ley de Ohio, el Tribunal confirmó el poder de las comunidades locales para protegerse del «mal» exterior mediante la concesión de licencias. Dicho poder incluía la concesión de licencias a las salas de cine y al contenido del producto ofrecido al público. La industria se quedó atónita ante el fallo. «¿Acaso somos forajidos?», preguntó Moving Picture World[69]. John Collier arremetió contra la decisión alegando que se basaba en la «mayor ignorancia»[70]. Sin embargo, la industria cinematográfica no debería haberse extrañado. Pese a que seguía siendo muy competitiva, no tenía ningún portavoz capaz de reunir fuerzas para emprender una lucha abierta ante la opinión pública y exigir la libertad de expresión para el cine, o para construir poco a poco una base jurídica que propiciara una decisión favorable antes de acudir de un modo apresurado al Tribunal Supremo. Al no haber hecho nada o casi nada para obtener un fallo más favorable, el cine sufrió una derrota jurídica aplastante. Collier, no obstante, señaló el verdadero significado del fallo cuando declaró que el fundamento de la decisión era más de índole social que jurídica. Según él, «el Tribunal actuó influido por sus propias ideas acerca de la opinión y la necesidad pública; […] los motivos de su decisión eran psicológicos, no sólo jurídicos, y se debieron a su falta de experiencia directa con el cine»[71]. Frederick Howe fue más claro. Para él, la cuestión principal era el «efecto “fundamental” de que el Estado asuma el derecho a regular este importante medio de expresión [el cine]. ¿Debería el Estado aprobar la conveniencia de retratar las cuestiones laborales del socialismo o de los Obreros Industriales del Mundo[72] y otros temas candentes que aparecen en primera plana?». Howe argumentó que la censura legal sometería a los productores cinematográficos «al temor de los cortes, de modo que sólo se producirá la película segura y sana, la puramente convencional»[73]. Howe dio directamente en el blanco. Por muy injusta o infundada que fuera la decisión de la Mutual, la realidad es que ése fue el criterio que imperó durante las siguientes cuatro décadas. La censura estatal previa a la exhibición era legal. Lo que la industria más temía —una explosión de leyes municipales y estatales, todas discrepantes— ahora parecía posible. Si los productores de cine hubiesen estado dispuestos a producir películas para públicos especializados (sólo para adultos, familias, niños), el impacto de la decisión del Tribunal Supremo habría sido menor; pero los responsables de la industria cinematográfica querían o necesitaban abarcar el mayor mercado posible. La posibilidad de que se crearan Consejos de Censura en todo Estados Unidos daba miedo. Lo único que podían hacer los dirigentes de la industria para evitarlo era censurar sus propios productos. Como predijo Howe, las películas se volverían seguras, sanas y puramente convencionales. 2. La Oficina Hays y el Código moral para las películas Will Hays es mi pastor, nada he de desear; Él me hizo yacer en posturas decentes[1]. Gene Fowler «En los años veinte Estados Unidos estaba salpicado de mil Xanadús»[2], escribió el historiador del cine Ben Hall[3]. El nickelodeon había sido sustituido por enormes palacios que tenían cabida para miles de personas. Ir al cine era casi como ir al teatro o a la ópera. Los espectadores se encontraban con grandes vestíbulos ornamentados, a menudo decorados con obras de arte importadas y dotados de acomodadores y acomodadoras corteses, eficaces y uniformados que los acompañaban a sus butacas. Se podía comprar tentempiés recién hechos y poco costosos, y muchas de las nuevas salas disponían de guarderías con personal cualificado para que los padres pudieran disfrutar del espectáculo sin el coste adicional de una niñera. Samuel Lionel «Roxy» Rothapfel fue el principal responsable de la creación de este ambiente teatral para el cine. «Roxy», primero en el Regent Theatre, de Nueva York, y después en Broadway, con el deslumbrante Strand, de 3.500 localidades, diseñado por el arquitecto Thomas Lamb, combinó un entorno suntuoso, un acompañamiento orquestal, actuaciones musicales y, casi como por casualidad, una película por quince centavos en el anfiteatro o por cincuenta en platea. El mismo «Roxy» declaró a los periodistas: «Les doy una buena película, una hora y cuarto de entretenimiento y, además, una orquesta de primera, y todo por el mismo precio»[4]. Los críticos coincidieron con él. «Anoche ir al nuevo Strand Theatre fue muy parecido a ir a una recepción presidencial, a un estreno en la ópera o a la inauguración de un concurso hípico», escribió Victor Watson, crítico teatral del New York Times[5]. Watson reconoció que «si alguien me hubiera dicho hace dos años que llegaría un día en que las personas más elegantes de la ciudad irían a la sala más grande y nueva de Broadway para ver una película, lo habría mandado al pabellón psiquiátrico del hospital Bellevue»[6]. A principios de los años veinte, la fórmula de «Roxy» se había extendido por todo el país en un frenesí de construcción de «palacios del cine». Los arquitectos de las salas, como Thomas Lamb, cuya firma llegó a ser un clásico, Rapp y Rapp de Chicago (conocidos por su «estilo Rey Sol») y John Eberson, cuyas salas «atmosféricas» se caracterizaban por sus techos con nubes y estrellas, construyeron 55 salas de entre 1.000 y 5.000 localidades en menos de una década. Otros estudios de arquitectura construyeron varios centenares más. Las salas exóticas, como la Egipcia y la China de Sidney Grauman en Los Ángeles, la Azteca en San Antonio y la Fisher en Detroit, que parecía un templo maya, llevaron a multitudes de espectadores a un mundo de fantasía que de lo contrario no habrían conocido. El Midland Theatre, de Loew, en Kansas City, que tenía cabida para 4.000 personas, presumía de tener una sala para mujeres fumadoras construida con el material rescatado de la mansión de William Vanderbilt en Nueva York. ¡Por quince centavos las mujeres de Kansas City podían ver una película y fumarse un cigarrillo en la Sala Oriental de Vanderbilt![7]. Esta orgía de construcción de salas llegó a su apogeo con The Roxy, la «catedral» del cine en Nueva York, con 6.200 localidades. La sala disponía de una rotonda de cinco pisos lo suficientemente grande como para dar cabida a 4.000 personas, un motivo arquitectónico que incluía «detalles renacentistas sobre formas góticas, combinados con fantasiosos toques moriscos», acomodadores cuyo jefe era un antiguo infante de marina, una biblioteca de música, un carillón de 4.500 kilos, cuatro pianos «Steinway» esparcidos en la sala, una planta eléctrica capaz de servir a una ciudad de 25.000 habitantes y servicios de aseo para 10.000 personas[8]. Y, además, una película. A principios de los años veinte, la industria había cambiado de un modo casi tan drástico como las salas. El cine se trasladó al Oeste. En 1910 ya se había empezado a producir películas en California, pero el centro de la producción cinematográfica se hallaba en Nueva York. Cuando Vitagraph, el gigante de la industria, se trasladó a Los Angeles en 1913, sus competidores no tardaron en seguirle. Buscaban, escribió Kevin Brownlow, «sol, espacio y somnolencia». Sin embargo, el clima laboral de California, sin sindícalos, fue tan importante como el sol[9]. En esos años también nacieron los estudios cinematográficos modernos. La MGM, la joya de la corona de Hollywood, inició su historia empresarial con el vodevil. Marcus Loew, de Nueva York, poseía un pequeño grupo de teatros en los que se representaban espectáculos de variedades y se proyectaban películas de un rollo[10]. Frustrado porque no podía asegurar un suministro constante de películas para sus salas, Loew compró en 1919 la Metro Pictures Corporation, una productora y distribuidora en la que trabajaban Mae Murray, John Gilbert y Lon Chaney. En 1924, Loew fusionó su Metro Pictures con el productor independiente Louis B. Mayer y con la Goldwyn Pictures, para formar la Metro- Goldwyn-Mayer, subsidiaria de Loew’s Incorporated. Mayer, que hizo fortuna como distribuidor y exhibidor en la zona de Boston, fue nombrado director de los estudios de la MGM en Culver City (construidos por Thomas Ince), y Marcus Loew se quedó en Nueva York para supervisar su emporio de exhibición y distribución cinematográfica. Bajo la dirección de Mayer, la MGM llegó a ser sinónimo de glamour y de películas de calidad. Mayer y su jefe de producción, Irving Thalberg, trajeron a la MGM un increíble despliegue de talento. En los años treinta, el estudio tenía contratados a Wallace Beery, Clark Gable, Jean Harlow, Jeanette MacDonald, William Powell, Mickey Rooney, James Stewart, Spencer Tracy y Judy Garland. Es importante recordar, sin embargo, que el estudio de Hollywood sólo era una división de Loew’s, Inc., de Nueva York: era Marcus Loew, y no Louis B. Mayer, el que tenía el verdadero poder de la empresa. Mayer, que al principio de los años treinta se convertiría en el hombre más poderoso de Hollywood, recibía órdenes de Marcus Loew y, tras la muerte de éste en 1927, de Nicholas Schenck. La historia de la Paramount también se inició en las calles de Nueva York. Adolph Zukor, un inmigrante húngaro, compró su primer nickelodeon en 1904. En 1912, Zukor ya tenía una pequeña cadena de salas y creó una productora subsidiaria, Famous Players Film Company, para proveer sus salas con películas de calidad. Al cabo de cuatro años, Zukor se fusionó con Jesse Lasky y los socios de éste (Samuel Goldwyn y Cecil B. DeMille) para crear lo que más tarde se convertiría en la Paramount. Zukor tenía una gran capacidad de organización. Fue él quien perfeccionó el concepto de monopolio vertical en la industria —producción-distribuciónexhibición—, que permitió a las compañías cinematográficas controlar su producto desde el principio hasta la presentación final. Zukor también comprendió, quizá más que cualquiera de los demás magnates, que las estrellas «vendían». Contrató a la estrella de los westerns William S. Hart, al cómico Fatty Arbuckle, a la «Novia de América» Mary Pickford, y a Douglas Fairbanks. Cuando Pickford y Fairbanks se marcharon, Zukor presentó al público norteamericano a Gloria Swanson, Rodolfo Valentino, Pola Negri, Clara Bow, W.C. Fields, Harold Lloyd, Claudette Colbert, Mae West y Gary Cooper. Zukor utilizó el enorme poder de atracción de una Pickford o de un Fairbanks, y más tarde de Valentino o de Mae West, para obligar a los propietarios de las salas de cine a comprar en bloque toda la producción de la Paramount a cambio de asegurarles que recibirían las películas de las estrellas en las fechas deseadas. Las «contrataciones en bloque» se convirtieron en el ingrediente principal de las prácticas de marketing. También se atribuye a Zukor la imposición a los exhibidores de las «reservas a ciegas», una práctica que permitía vender las películas de antemano con poco más que la promesa de que se realizarían en algún momento. Si los exhibidores querían a Pickford, Fairbanks, Swanson, Valentino o a Mae West, tenían que comprar todo lo que producía la Paramount[11]. La venta en bloque y las reservas a ciegas se convirtieron en el blanco principal de la batalla contra el contenido de las películas. Los grupos reformistas sostenían que las prácticas de venta al por mayor adoptadas por las compañías cinematográficas obligaban a los exhibidores de las ciudades pequeñas a proyectar películas «inmorales» porque tenían que pagarlas aunque no quisieran exhibirlas. El Gobierno federal también atacó este sistema de venta al considerarlo una práctica comercial desleal. En 1927 se dictó una orden que obligaba al abandono de dichas actividades, pero la industria pudo postergar su cumplimiento mediante una serie de apelaciones; hasta 1947, el Gobierno federal no pudo despojar a las compañías cinematográficas del monopolio vertical ni acabar con las reservas en bloque. El control de las salas de cine era un elemento clave tanto para la MGM como para la Paramount. En 1919, Zukor reunió diez millones de dólares y se dispuso a comprar salas. Al final de la década, la Paramount poseía novecientas salas, entre las que había varios grandes cines de estreno. En 1926, la empresa inauguró un gran estudio en Marathon Street (Los Angeles), y llegó a producir más de cien películas al año para abastecer su enorme imperio de cines. El árbol genealógico de la Twentieth Century-Fox tiene sus raíces en los nickelodeon de Nueva York. William Fox, hijo de judíos emigrados de Hungría, invirtió los ahorros de toda su vida en un penny arcade[12] que incluía un pequeño nickelodeon. A partir de unos inicios tan humildes, Fox se expandió y creó una pequeña cadena de salas de cine. Con el fin de suministrar películas a sus salas, abrió su propia distribuidora, y cuando la Motion Picture Patents Company de Edison amenazó con hacerle el vacío, creó su propio estudio de producción. Fue uno de los primeros en entender el poder de atracción de las «estrellas de cine», razón por la que contrató a la legendaria «vampiresa» Theda Bara y al heroico vaquero Tom Mix. En 1917, la Fox se trasladó a Los Angeles, donde abrió un nuevo estudio. Fox, único propietario, se endeudó enormemente para adquirir una cadena de salas de cine que le permitiría competir con la MGM y la Paramount. En 1929 ya controlaba más de quinientas salas, incluidas la sala insignia, San Francisco Fox, cuyos «foyers […] vestíbulos y auditorios eran una orgía de detalles dorados franceses», y el Roxy de Nueva York[13]. En 1929, un accidente de automóvil y el crack de la Bolsa devastaron el imperio cinematográfico de Fox, que en 1930 se vio obligado a dejar la empresa; cinco años después, la Fox Film Corporation se fusionó con Twentieth Century Productions, de Darryl F. Zanuck, convirtiéndose en Twentieth CenturyFox. Los cuatro hermanos Warner se introdujeron en el negocio cinematográfico cuando en 1904 compraron una pequeña sala en Youngstown (Ohio). Los hermanos Albert, Harry, Jack y Sam trabajaron duro hasta que en 1918 reunieron el dinero necesario para comprar los derechos cinematográficos de My Four Years in Germany, de James W. Gerard, que convirtieron en una película popular del género «abajo los hunos»[14]. Con los beneficios obtenidos se trasladaron a California en 1919 y abrieron su primer estudio en Sunset Boulevard[15]. La primera estrella de Warner Bros, fue un perro, Rin-Tin-Tin, cuyas películas eran tan amenas como rentables. En 1925, los hermanos obtuvieron gran prestigio con la compra de Vitagraph, y dejaron su huella en la historia del cine con la película semi- parlante The Jazz Singer, de Al Jolson, en 1927. Los beneficios obtenidos los invirtieron en la expansión del negocio. La adquisición de una cadena de cines y de la First National Pictures con su estudio en Burbank convirtió esta empresa familiar en un gigante de la industria, con un estudio de primera categoría y un imperio de más de quinientas salas, de las cuales treinta eran suntuosos cines de estreno. Tras su primera estrella canina, el estudio contrató a Joan Blondell, Edward G. Robinson, James Cagney, Barbara Stanwyck, Bette Davis, Paul Muni, Dick Powell, Humphrey Bogart y, por supuesto, a Ronald Reagan. Universal Pictures fue fundada por el pequeño Carl Laemmle, que en 1906 había abierto un nickelodeon en Chicago. Frustrado por la falta de películas de calidad, se dedicó a la producción con el fin de proporcionar un producto digno a sus salas. Su primer film fue un melodrama de un rollo, en 1909. En 1915, Laemmle adquirió un rancho de cien hectáreas en el valle de San Fernando y construyó Universal City, un enorme estudio con múltiples ambientes de filmación, un hospital, dos restaurantes, talleres de construcción y su propio embalse. Laemmle mantuvo sus oficinas en Nueva York, y su primer jefe de producción fue su secretario particular, Irving Thalberg, que más tarde se fue a la MGM. Al igual que sus competidores, la Universal combinó los elementos básicos de produccióndistribución-exhibición. La RKO (Radio-Keith-Orpheum), se creó con la finalidad de distribuir películas sonoras. En 1926, David Sarnoff, de la RCA, se unió a Joseph P. Kennedy, que poseía una pequeña productora, la Film Booking Office of America (FBO). Ambos se fusionaron después con la cadena de cines KeithAlbee-Orpheum, convirtiéndose en RKO Radio Pictures, con estudios en Gower Street (Hollywood)[16]. En 1931, David O. Selznick fue contratado como jefe de producción, pero la dirección de la empresa se hallaba en Nueva York. El estudio que llevó a la pantalla King Kong (1933) y Citizen Kane (1940), de Orson Welles, sería finalmente adquirido por Howard Hughes. La Columbia Pictures, de Harry y Jack Cohn, se creó en 1924. Fue un estudio del «ala pobre» de Hollywood; su mayor estrella fue el director Frank Capra, cuyas producciones mantuvieron el estudio a flote en los años treinta. Harry Cohn dirigía las operaciones en Hollywood; contrató a Jean Arthur, Ralph Bellamy y Glenn Ford, y, además, para redondear su plantilla de estrellas, se llevó a Melvyn Douglas de la RKO, a Cary Grant de la Paramount, a Irene Dunne de la Universal y a Rita Hayworth de la Fox. Jack estaba al mando de las oficinas de la empresa, que incluía una importante distribuidora, en Nueva York. El caso de la United Artists fue ligeramente diferente. Creada en 1919 por Charles Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y D.W. Griffith, la UA era sobre todo una distribuidora de películas. «Los locos se han apoderado del manicomio», bromeó Richard A. Rowland, de la Metro[17]. En 1926, el presidente de la UA, Joseph Schenck, adquirió un circuito de salas y de ese modo se aseguró el estreno de las películas que distribuía. Además de las estrellas originales, la UA distribuyó films de productores individuales como Walt Disney, Darryl F. Zanuck, Alexander Korda, Walter Wanger, Hal Roach y Samuel Goldwyn. A estos ocho estudios mayores hay que añadir Republic, Monogram y PRC (Producer’s Releasing Corporation), que se especializaron en westerns de bajo presupuesto, seriales y películas de serie «B». Los «menores» cooperaban en todo con los mayores, o dependían por completo de ellos para acceder a las salas urbanas y al sistema de distribución nacional que los mayores controlaban. Al final de los años veinte, la MGM, la Paramount, la RKO, la Universal, la Fox, la Columbia y la Warner Bros eran reflejos unas de las otras: monopolios verticales a gran escala, dirigidos con mano de hierro, que producían, distribuían y exhibían películas. Éstas, producidas en California, se enviaban a las oficinas centrales de Nueva York para su duplicación y distribución. Las empresas poseían grandes cadenas de salas y obligaban a los demás exhibidores a comprar sus productos «en bloque» o «a ciegas». La popularidad de las películas llegó a su auge en una década de marcados contrastes en la sociedad norteamericana. El idealismo de preguerra del presidente Woodrow Wilson y su «Cruzada para la democracia», fue sustituido por el sentimiento de alienación de la postguerra. Warren Harding, un republicano de Ohio, fue elegido presidente en 1920 con la promesa electoral de devolver el país a la normalidad. En el plano político, la nación se volvió conservadora y se volcó sobre sí misma. Estados Unidos se negó a formar parte de la Sociedad de Naciones, y la diplomacia norteamericana tenía como consigna practicar el aislacionismo. El miedo histérico a las ideas «radicales» y extranjeras, provocado por la revolución bolchevique rusa de 1917, dio lugar al «Susto Rojo». El fiscal general Mitchell Palmer, nombrado por Wilson en 1919, persiguió a los inmigrantes, los empresarios disolvieron los sindicatos y se llevó a cabo una purga de los liberales de todas las tendencias con el pretexto de preservar al 100% la pureza del norteamericanismo. Popularmente conocidos como la «era del jazz», los años veinte también presenciaron el resurgimiento del Ku Klux Klan y su breve, aunque violento, reino de terror. El ascendente fundamentalismo religioso culpó a la educación moderna, sobre todo a la enseñanza de la teoría de Charles Darwin sobre la evolución, de destruir las creencias tradicionales. Los norteamericanos subieron los aranceles aduaneros y aprobaron leyes para limitar la inmigración. Brindaron por su país con una última copa de champagne y votaron en 1919 la «prohibición»[18], creando así un nuevo héroe popular nacional: el gangster norteamericano. La década también se caracterizó por el nacimiento de la «nueva mujer» y una «nueva moralidad». La joven ideal de los años veinte ya no era la virginal «chica de la casa de al lado», sino la flapper. Llevaba faldas cortas, se aplanaba los pechos, se ponía colorete en las mejillas, bailaba el charlestón y fumaba en público. Su música era hot, y su gurú Sigmund Freud o H.L. Mencken. Sus gustos en literatura (si es que leía) iban de William Dean Howells o Gene Stratton-Porter a los mordaces ataques a la cultura y los valores norteamericanos de F. Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Ernest Hemingway, William Faulkner o Eugene O’Neill[19]. Pese a que no todas las mujeres, ni siquiera todas las jóvenes, eran flappers, la era resultó una experiencia liberadora para ellas. La tecnología liberó a millones de mujeres de la esclavitud del trabajo doméstico. El país les concedió el derecho a votar, Margaret Sanger llevó a cabo una tenaz campaña para legalizar el control de la natalidad, el Partido Nacional de Mujeres exigió una enmienda constitucional que estableciera la igualdad de derechos, y fueron muchas las mujeres que abandonaron sus hogares para introducirse en el mundo laboral. La mujer ideal había dejado de ser la esposa, madre y ama de casa. Por suerte o desgracia para Hollywood, el cine fue un intérprete importante de estos acontecimientos, y las películas a favor de los valores de la moralidad victoriana no llenarían las salas norteamericanas. La flapper, el gangster, el bar clandestino, la nueva mujer, las actitudes liberales hacia el sexo, el matrimonio y el divorcio se convirtieron en temas habituales en la industria cinematográfica. Las nuevas estrellas de la década eran Gloria Swanson, Clara Bow, Greta Garbo, Pola Negri y Norma Talmadge, y todas ellas hacían gala de una actitud abierta y franca hacia el sexo que habría sido inaceptable antes de la guerra. Las estrellas masculinas emanaban la misma atracción sexual. Douglas Fairbanks fue un héroe romántico en The Mark of Zorro, Robin Hood y The Thief of Bagdad, mientras que la estrella masculina de la década fue Rodolfo Valentino, un antiguo bailarín de cabaret, guapo y moreno, que gracias a una serie de películas de gran éxito se convirtió en un símbolo sexual en todo el mundo. En The Four Horsemen of the Apocalypse, The Sheik, Blood and Sand, Monsieur Beaucaire y The Son of the Sheik, Valentino literalmente volvió locas a las mujeres con su gracia, estilo y exotismo. Fue «un símbolo de erotismo misterioso y prohibido, la realización indirecta de los sueños de amores ilícitos y pasiones desinhibidas»; las mujeres se desmayaban al verlo aparecer en la pantalla, y de ese modo desafiaban el concepto Victoriano de la mujer como miembro pasivo de la pareja y no interesada en el sexo. Todo ello era motivo suficiente para que a los indignados moralistas les hirviera la sangre[20]. Los europeos aportaron la pasión exótica a la pantalla. Erich von Stroheim transformó al sádico huno de sus roles durante la Primera Guerra Mundial en el aristócrata europeo refinado, disoluto y seductor de las mujeres norteamericanas en Blind Husbands y Foolish Wives. El director Ernst Lubitsch abandonó Alemania para ir a Hollywood en 1923, y realizar una larga y exitosa carrera. En grandes éxitos como The Marriage Circle, Forbidden Paradise y Kiss Me Again satirizó con ingenio el sexo, presentándolo como un juego frívolo y sofisticado de los ricos ociosos[21]. Sin embargo, fue el hijo de un clérigo episcopaliano quien mejor personificó el nuevo Hollywood. Cecil B. DeMille había dirigido a Mary Pickford en The Little American (1917), pero su estudio lo retó a que realizara películas modernas con «un contenido actual y mucho vestuario, decorados suntuosos y acción». DeMille respondió con una serie de atractivas películas: Old Wives for New (1918), Don’t Change Your Husband (1919), Male and Female (1919), Why Change Your Wife? (1920) y Manslaughter (1922), y todas ellas revolucionaron la idea tradicional de que el matrimonio era una relación desapasionada. El placer sexual, insinuaban, era indispensable para la felicidad moderna; no obstante, el matrimonio a menudo convertía a las mujeres en matronas adustas y a los hombres en pelmazos colosales. En Why Change Your Wife? Gloria Swanson es una mujer tan gruñona que lanza a su marido a los brazos de otra mujer que lo estaba esperando. Swanson aprende la lección. Se arregla para estar seductora, se vuelve «moderna» y recupera a su marido[22]. En 1919, DeMille adaptó para la pantalla la obra teatral de James M. Barrie The Admirable Crichton con el atractivo título Male and Female; el mismo DeMille explicó que cambió el título porque temió que el público esperara ver una película de ambiente naval[23]. La obra, estrenada en Londres en 1902, era un escaparate popular que se burlaba con desenfado de la rigidez del sistema de clases sociales en Inglaterra. En su versión cinematográfica, el mensaje de DeMille era que el sexo podía vencer las barreras sociales. Gloria Swanson encarna a una Lady Mary rica, la estirada hija de Lord Loam, perteneciente a la flor y nata de la sociedad. Su arrogante mayordomo, William Crichton (Thomas Meighan), dirige la mansión de los Loam con rigurosa eficacia y acepta su papel de mayordomo de la clase privilegiada. La cámara de DeMille se detiene en el tocador y el cuarto de baño de Lady Mary. «Nunca se había visto antes» nada parecido a los aposentos de Lady Mary, escribió Photoplay, con «la gloriosa Gloria [Swanson] casi literalmente expuesta a la vista de todos»[24]. Cuando Lady Mary se traslada de la cama al cuarto de baño, DeMille sigue todos sus pasos en una de sus típicas «escenas de bañera», lujosamente hecha, con «la Swanson aparentemente desnuda»[25]. Cuando Lady Mary, su pretendiente y el mayordomo hacen un romántico crucero por los mares del Sur en el yate de la familia, estalla la tragedia. Un naufragio lleva a los supervivientes a una isla desierta (el rodaje tuvo lugar en la isla Santa Cruz, California). De pronto los papeles se invierten: Crichton es el único capaz de cazar, cocinar y proteger a sus patrones de sangre azul. Al revelarse como el macho dominante, el mayordomo conquista el amor de Lady Mary, a quien dice: «Yo era un rey en Babilonia y tú una esclava cristiana». De repente, DeMille convierte la película en una magnífica fantasía babilónica. El mayordomo es el rey y Lady Mary una joven esclava cristiana, «engalanada con un tocado, perlas y poco más»[26]. El rey le exige que abandone su religión y se convierta en su amante o la arrojará a los leones. Cuando ella se niega, el rey ordena que la encierren en la jaula de un león. Esta fantástica escena de pronto se interrumpe, los náufragos son rescatados, y Lady Mary y Crichton vuelven a asumir sus correspondientes papeles de ingleses. El historiador de cine y crítico Lewis Jacobs dijo de esta película que era «más atrevida en su contenido que cualquier otra producida por Hollywood». El productor Adolph Zukor reconoció que la película «seguramente no habría sido aceptada por el público de antes de la guerra»[27]. En Manslaughter, DeMille parte de una ambientación contemporánea para retroceder a una época más libertina. La sencilla trama de la película se centra alrededor de una joven flapper acusada de cometer un homicido después de un paseo en coche que acabó en tragedia. En el juicio, el fiscal del distrito le dice al juez que el actual colapso de los valores morales es el mismo que provocó la caída de la antigua Roma. Antes de que el público pueda reaccionar, una escena de orgía romana invade la pantalla: Una escalera conduce al trono en el cual se sienta una patricia romana […] Lydia [Leatrice Joy], magníficamente ataviada. Abajo, sus invitados, sentados a una mesa muy larga, festejan. Unos esclavos negros desnudos sirven el vino mientras unas cuantas bailarinas dan vueltas alrededor de la mesa. Varios jóvenes nobles [muy borrachos] cogen a las guapas bailarinas, las sientan en sus rodillas, las echan hacia atrás y las invitan a beber. Los invitados al festejo se inclinan hacia delante con entusiasmo para observar a la primera bailarina, que, al danzar, va perdiendo el largo pañuelo que envuelve su cuerpo, hasta llegar al trono totalmente desnuda[28]. Eran escenas clásicas de DeMille. A pesar de que los trajes solían ser diminutos, las superproducciones con un vestuario espectacular llenaron las pantallas a principios de los años veinte, como comentó Betty Blythe sobre su papel principal en The Queen of Sheba (1921): «Llevo veintiocho trajes y aunque me los pusiera todos a la vez, no tendría calor»[29]. El New York Times coincidió con ella: en The Queen of Sheba «la impresión de que han pedido prestada la Ziegfeld Frolic[30] para la producción»[31]. Pese a que DeMille siempre acababa defendiendo el código moral Victoriano con vigor —los maridos y las mujeres se reconciliaban, las flappers salvajes se volvían castas—, la impresión general que daban estas películas era que «atacaban la tradición gentil, que exhibían sexo, defendían las nuevas costumbres, condenaban las relaciones ilícitas, presentaban ideales nuevos, imponían un nuevo estilo de vida y echaban abajo las distinciones de antes de la guerra al poner ahora el acento en el dinero, el lujo [y] el éxito material»[32]. Los guardianes de la moral se enfurecieron al ver esta nueva tendencia en las películas norteamericanas. Pese a que millones de personas acudían a ver la última superproducción de DeMille, no disminuyeron las críticas que responsabilizaban directamente al cine del cambio de valores morales en Norteamérica. La reputación del National Board of Review —acusado de no «censurar» estas nuevas películas— recibió un duro golpe cuando la Federación General de Mujeres no sólo rompió relaciones con él en 1918, sino que inició una campaña nacional pidiendo una mayor censura estatal. La Federación General realizó estudios de las películas proyectadas en diversos estados y municipalidades. En Michigan, las mujeres acusaron al National Board of Review de ser «una farsa» y condenaron las películas porque eran «viles y atroces»[33]. La Federación de Mujeres de Chicago declaró que sólo un veinte por ciento de las 1.700 películas vistas por sus miembros se consideraron aptas. En su reunión nacional celebrada en Hot Springs (Arkansas), la señora de Guy Blanchard resumió los diversos estudios realizados por la Federación: el veinte por ciento de las películas fueron declaradas «inmorales», el cuarenta por ciento «no valía la pena», y un tercio «contenía conductas dudosas». Al principio de los años veinte, las resoluciones que condenaban las películas porque eran perniciosas fueron aprobadas clamorosamente por las convenciones baptista, episcopaliana, metodista y presbiteriana[34]. En 1921, el apoyo al National Board of Review prácticamente había desaparecido. El golpe definitivo al prestigio del NBR lo asestó la prensa, con una serie de artículos en el Brooklyn Eagle que revelaron el apoyo financiero que la industria prestaba al NBR e insinuaron que, a cambio, los miembros del NBR desviaban las películas «polémicas» hacia «las comisiones de estudio compuestas de voluntarios más indulgentes»[35]. Semejante revelación renovó el interés por aumentar el número de Consejos de Censura estatales y federales. Los problemas de la industria se agudizaron cuando en 1921 los órganos legislativos estatales aprobaron más de cien proyectos de ley contra el cine. El caso más importante y potencialmente más perjudicial fue el de Nueva York. La ciudad de Nueva York, con sus grandiosos cines de Broadway, era el centro cultural de Norteamérica, y también el centro de la industria; la mayoría de las películas se estrenaban con funciones de gala en Broadway, tras lo cual se hacían las copias para su distribución nacional. Por tanto, los productores temían que un Consejo de Censura en Nueva York impusiera criterios nacionales. Decidida a defenderse, la industria manejó todas sus fuerzas en Albany para protestar contra el proyecto de ley. El portavoz de la industria era William Brady, empresario y productor de Broadway, y, desde 1916, director de la nueva National Association of the Motion Picture Industry (NAMPI), una elástica confederación de productoras[36]. Brady llevó a Albany a un buen número de testigos, incluido D.W. Griffith, para que defendieran la libertad de expresión, y expuso allí los nuevos «Trece Puntos» de la industria, un acuerdo en el que se pedía a los productores que evitaran resaltar el sexo, la trata de blancas, los amores ilícitos, los desnudos, el crimen, el juego, el abuso de alcohol y no ridiculizaran al clero ni a los funcionarios públicos. Brady pidió a los legisladores un periodo de gracia de un año en el cual se comprometía a «sanear la industria», pero nadie atendió a sus ruegos y el proyecto de ley de censura fue aprobado. Tras firmarlo, el gobernador Nathan Miller declaró a los periodistas que «era la única manera de poner remedio a algo que, en opinión de todos, se había convertido en un gran mal»[37]. Miller despreció el compromiso de la industria a autocensurarse: «La gente del cine dice que se portará bien, pero ya hemos oído esa cantinela otras veces»[38]. En abril de 1921, los censores neoyorquinos pusieron manos a la obra[39]. La exigencia de hacer algo contra el cine se agudizó cuando una serie de escándalos relativos a la vida privada de las estrellas sacudieron la industria. El más notorio giró en torno al voluminoso cómico Roscoe «Fatty» Arbuckle. Cuando Arbuckle ocupaba el segundo lugar en popularidad después de Charles Chaplin y se hallaba en la cima de su carrera, una actriz, Virginia Rappe, murió tras una salvaje fiesta hollywoodiense ofrecida por «Fatty» en el hotel St. Francis, de San Francisco, en setiembre de 1921. La prensa hizo su agosto con Arbuckle, insinuando que la combinación de su peso con sus perversos apetitos sexuales había matado a la mujer[40]. Pese a que en ninguno de los tres juicios pudo probarse su culpabilidad, la opinión pública lo consideró culpable[41]. Los escándalos tampoco se acabaron con Arbuckle. Cuando el director William Desmond Taylor fue encontrado asesinado en febrero de 1922, una serie de artículos en primera plana revelaron una vida plagada de drogas y sexo. Norteamérica se quedó atónita cuando el ídolo Wallace Reid murió en enero de 1923 por culpa de las drogas. Incluso la «Novia de América», Mary Pickford, se vio atrapada por las redes del indecoro sexual: su repentino divorcio del actor Owen Moore y su matrimonio con Douglas Fairbanks (velozmente tramitados ambos en marzo de 1920), sorprendieron al país. La conducta de las estrellas y el contenido de las películas confirmaron la opinión de sus detractores: Hollywood era una Babilonia moderna[42]. Los magnates, en pie de guerra, despidieron a William Brady tras su inepta actuación como portavoz, disolvieron la NAMPI y aunaron fuerzas para crear, en enero de 1922, una asociación gremial, la Motion Picture Producers and Distributors of America (MPPDA). En opinión de los grandes de la industria, el cine tenía que lavar su imagen y para ello necesitaban a un político astuto capaz de organizar campañas eficaces a nivel estatal y federal contra los proyectos de ley de censura. El elegido fue William Harrison (Will) Hays, director general de Correos en el gabinete del presidente Warren Harding, y presidente del Comité Nacional Republicano. Hays fue una elección acertada. Procedía del Medio Oeste, era republicano, conservador y protestante. Abstemio, miembro del consejo de la Iglesia Presbiteriana y de las asociaciones benéficas Elk y Moose, rotario y masón, Hays llevó la respetabilidad del promedio dominante de Norteamérica a una industria cinematográfica dominada por judíos. Símbolo del puritano en Babilonia, Hays, como dijo alguien ingenioso, era «el signo visible de la Gracia invisible»[43]. Hays actuó de pararrayos ante las quejas del público. Promocionado por los agentes de prensa como el «zar» del cine, en realidad no era más que un empleado de los magnates que rápidamente logró imponer una sensación de orden en la industria. Con el debido alboroto, incluyó una «cláusula de moralidad» en los contratos de Hollywood, instó a los estudios a que pusieran freno al extravagante estilo de vida de los actores y creó la Central Casting Corporation, una organización empresarial encargada de la contratación de extras y de negociar los contratos con los sindicatos. Como relaciones públicas su éxito fue absoluto; en cambio, fracasó como censor o «regulador» del contenido de las películas en los años veinte. Desde sus oficinas en Nueva York, Hays tenía poco contacto con los estudios de Los Angeles y controlaba aún menos el contenido de las películas. Los magnates habían contratado a un portavoz y a un cabildero; no deseaban que Hays entorpeciera la labor de sus productores en Hollywood. Hays buscó la manera de acceder al control del contenido de las películas y de reducir la ruidosa oposición al cine sin dejar de atraer al mayor público posible. Hays inauguró su oficina en la MPPDA en marzo de 1922. Esa misma primavera se aprobaron cien proyectos de ley de censura cinematográfica en treinta y siete Estados. En Massachusetts se aprobó un proyecto de ley de censura que tenía que someterse a un referéndum estatal para convertirse en ley. Con la censura sólidamente establecida en Pennsylvania, Ohio, Florida, Nueva York, Maryland, Kansas y Virginia, Hays estaba decidido a impedir que se crearan Consejos de Censura en más Estados. Massachusetts se convirtió en un referéndum sobre el cine. Los defensores del proyecto de ley utilizaron los clásicos argumentos de que el cine corrompía a los niños, de que en general era inmoral y vil y que un proyecto de ley para conceder licencias a las películas protegería al Estado de las influencias del exterior. El obispo William Lawrence de Boston se mostró a favor de la nueva ley porque el Consejo vería «las películas no después de que se exhiban en público y hayan hecho daño a los niños, sino antes». Sólo se darían licencias a las películas consideradas aptas para ser vistas por el público. B. Preston Clark, un bostoniano al mando de la coalición que defendía la censura cinematográfica, esgrimió el argumento de que la censura sólo servía para proteger al público de influencias dañinas. «Cuando comen pescado o carne, o cuando ven que sus hijas están bebiendo un vaso de leche, ¿verdad que es tranquilizador saber que esos productos han sido censurados, que alimentan y que no envenenan?», preguntó a los votantes. Si se eliminaban «las manchas» de las películas, no se atentaba contra la libertad individual: «Esta astucia de la censura es un absurdo», afirmó Preston[44]. Hays envió a Boston a Charles C. Pettijohn, su experto en asuntos legislativos, y allí los dos organizaron una campaña política en contra de la censura. Con unos fondos de 300.000 dólares, remacharon la idea de que la censura era antinorteamericana. «La censura», escribió Hays en un artículo en el Boston Globe, condujo a los «peregrinos a Plymouth Rock[45] […] llevó a los milicianos de la Guerra de la Independencia a Concord Bridge[46] […] y provocó el Boston Tea Party»[47]. Los norteamericanos, prosiguió Hays, estaban «en contra de la censura en la prensa, en contra de la censura en el púlpito y en contra de la censura en el cine». La industria cinematográfica no se oponía a la censura porque quisiera hacer «películas sucias», sino porque «el cine es un negocio norteamericano»[48]. Ya fuera porque se creyeran o no los votantes de Massachusetts esta lógica tortuosa, el caso es que rechazaron el proyecto de ley con una mayoría de tres a uno. Para Hays supuso una gran victoria, y nunca se cansó de proclamar que ésa fue la única vez que el público tuvo la oportunidad de votar a favor o en contra de la censura. El referéndum de Massachusetts frenó el movimiento hacia una censura cinematográfica impuesta por el Gobierno. No deja de ser interesante que tras el referéndum de Bay State, ningún otro Estado aprobara un proyecto de ley de censura; pese a los innumerables proyectos presentados en el Congreso, ninguno se convirtió en ley. Al parecer, si las películas tenían que ser reguladas por un solo órgano, ese órgano sería Will Hays. La primera vez que Hays intentó imponer la autorregulación en la MPPDA fue en 1924, cuando presentó «la Fórmula» al consejo de dirección. En ella, solicitaba a cada estudio que presentara a la Oficina Hays una sinopsis de cada obra, novela o historia que se estuviera estudiando para hacer una película, y la Comisión decidiría si era apta para la pantalla. Gran parte de este proyecto fracasó. Durante los siguientes seis años, la Oficina Hays rechazó 125 propuestas. Presumiblemente, cada una de ellas, de haberse realizado, habría intensificado los alaridos del lobby contrario a las películas. Aun así, «la Fórmula» no consiguió acallar las protestas: a Hays le preocupaba más la posibilidad de que el Gobierno federal emprendiera una acción en contra de los monopolios de la industria, que la imposición de una censura federal. Con el fin de que la connivencia entre los productores no llamara la atención, cada vez que se rechazaba conjuntamente un libro, una obra teatral o un guión, Hays no permitía que esa decisión trascendiera al público. De este modo, perdió la oportunidad de defenderse de las protestas de los adversarios, que afirmaban que la Comisión no era eficaz[49]. En un intento de controlar a los estudios y el contenido de las películas, Hays creó un Departamento de Relaciones con los Estudios (SRD) y nombró como director a Jason S. Joy[50]. Instalado en Los Ángeles, Joy colaboró estrechamente con los estudios para intentar suprimir todo lo que pudiera ofender a los censores. El departamento de Joy elaboró un código basado en las exigencias más frecuentes de los Consejos de Censura municipales y estatales. Este documento, conocido como «Los No y los Tenga cuidado», prohibía, entre otras cosas, los insultos, la escenificación de desnudos y los asuntos relacionados con el tráfico de drogas y la trata de blancas; asimismo, instaba a los productores a que abordaran con buen gusto los temas «adultos», como la delincuencia, las relaciones sexuales y la violencia. Incluso así, cada estudio interpretó estas directrices según sus propias inclinaciones. Mientras tanto, el lobby favorable a la censura seguía creciendo y despotricando y se volvía cada vez más amenazador. Dicho lobby estaba compuesto sobre todo de protestantes distanciados entre sí. La Asociación de Mujeres Cristianas para la Templanza (WCTU), el Consejo de Investigación Cinematográfica, del reverendo William H. Short, y el Consejo Federal de Cine, del canónigo William Shaefe Chase, habían ejercido una gran presión en el Congreso para que actuara a nivel federal. La culminación de los esfuerzos para controlar el cine se produjo en 1926, cuando Chase y Short condujeron una delegación de más de 200 ministros y representantes de clubes de mujeres a Washington, D.C., para exigir una regulación de carácter federal. El libro Catechism on Motion Pictures, publicado por Chase en 1921, defendía la regulación federal a la vez que afirmaba que los propietarios y productores «hebreos» de la industria eran viles corruptores de la moral norteamericana[51]. Al testificar ante la Comisión de Educación del Congreso, Chase definió el cine como una «amenaza para la civilización mundial». Denunció la contratación en bloque impuesta por la industria, que obligaba a los propietarios de las salas a alquilar películas en bloque y no individualmente, una práctica que, según afirmó Chase, obligaba a los propietarios de los cines locales a proyectar películas inaceptables para sus comunidades y que hacía ineficaz el control local. Sólo el Gobierno federal, dijo Chase, era lo suficientemente poderoso como para controlar Hollywood. Los miembros de la Comisión instaron a los activistas a que citaran ejemplos de películas corruptoras u ofensivas; muy pocos supieron nombrar títulos concretos. Pese a que los pastores y las organizaciones de mujeres se consideraban «expertos» en obscenidad, no fueron capaces de definirla; sin embargo, la reconocían cuando la veían. Por tanto, todo lo que desde la pantalla ofendía su sentido de la propiedad, ya fuera de índole social, política o moral, se definía como obsceno y debía prohibirse. Si bien Chase y sus partidarios culpaban al cine de los males sociales que asolaban el país, también pedían que se aplicara la censura en la prensa. Una mujer, procurando dar una imagen de sobria erudición, dijo ante la Comisión de Educación que le gustaría que el Congreso adoptara para el cine el mismo sistema de derechos de reproducción que el aplicado a los libros. Para obtener los derechos de reproducción, dijo, los autores tenían que presentar sus libros al Gobierno y pedir su aprobación; el Gobierno federal debía hacer lo mismo con las películas. Cuando los miembros de la Comisión le explicaron con paciencia que no se ejercía ningún tipo de censura al conceder a un libro los derechos de reproducción, la mujer se horrorizó y les soltó un discurso sobre la necesidad de controlar la literatura obscena. Su testimonio, al igual que el de otras personas, dio la impresión de que la coalición estaba formada por unos fanáticos estrechos de miras. No consiguieron convencer al Congreso[52]. Si estos guardianes de la moral estaban disgustados con el cine mudo, se enfurecieron aún más con la llegada del sonoro. El sonido aportó nuevas posibilidades dramáticas, y el cine fue más popular que nunca. Ahora las sensuales starlets podían racionalizar su comportamiento inmoral; los criminales, utilizando un argot moderno, podían alardear de cómo violaban la ley y el orden y los políticos podían hablar de sobornos y corrupción. Los diálogos en las películas podían desafiar las normas convencionales y de hecho lo hicieron. En 1928, el Consejo del Estado de Nueva York censuró más de 4.000 escenas en más de 600 películas, y los censores de Chicago cortaron más de 600 escenas. En 1929, un pequeño grupo de católicos (no de protestantes) ofreció a Hays y a la industria cinematográfica una fórmula para controlar el cine. Hasta entonces, la Iglesia católica no había intervenido oficialmente en la polémica. A lo largo de los años veinte, cuando se intensificó la campaña protestante contra la industria, los dirigentes de la Iglesia y los activistas laicos se habían negado a apoyar los intentos de imponer una censura federal o una legislación para regular las contrataciones en bloque. Esto no significaba que los católicos fueran más liberales que los protestantes ni que se opusieran por principio a la censura. Todo lo contrario: desde hacía siglos, la Iglesia católica tenía una lista de libros prohibidos. Los católicos condenaban la tendencia de la literatura moderna hacia el realismo, e incluso una revista liberal como Commonweal se negó a mencionar o a hacer reseñas de James Joyce, D.H. Lawrence, F. Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway[53]. El objetivo de la literatura, escribió el padre Francis X. Talbot, S.J., en la publicación jesuita America, era dar una lección moral[54]. Robert Broderick, crítico literario de Ave Maria, manifestó que «un escritor […] podía escribir sobre el mal y el fracaso siempre y cuando enseñara que el bien tiene que vencer al mal»[55]. El padre Robert Parsons, S.J., que trabajó con Talbot en America, consideraba que los católicos norteamericanos eran «irremediablemente Victorianos»[56] y advirtió que los jóvenes estudiantes católicos se negaban a leer a escritores católicos debido al «sermoneo» que impregnaba sus historias de ficción[57]. Una corriente importante de la Iglesia sostenía que la simple lectura «de casi toda la literatura moderna […] podía conducir a la condena eterna»[58]. En general, la jerarquía católica anhelaba el regreso de la represión victoriana. Durante los años veinte, el cine no había sido una prioridad en la agenda de la Iglesia. Pese a que es posible que algunos sacerdotes criticaran que la gente fuera a ver lo que ellos consideraban una película «inmoral», la Iglesia había aceptado el espectáculo como una característica de la vida moderna. Los católicos no castigaban a los fieles que iban al cine ni les impedían que acudieran los domingos. Sin embargo, en 1929, un reducido grupo de laicos y sacerdotes católicos empezaron a sentirse molestos por lo que consideraban una disminución de la calidad moral de las películas. Martin Quigley, un acérrimo católico laico, propietario y director de la revista especializada Exhibitors Herald-World, publicada en Chicago, dio los primeros pasos para organizar la involucración de los católicos. A la vez que defendía a los propietarios de las salas de cine, Quigley se oponía a la censura federal por considerarla ineficaz A título de ejemplo, citó a su ciudad, Chicago, cuyo Consejo Censor tenía la reputación de ser estricto en todo lo referente al sexo y a la violencia. En los últimos años, los censores de Chicago habían prohibido The Red Kimono, Underworld, Camille, The Alibi y The Trial of Mary Dugan; sin embargo, todas estas películas se proyectaron en las salas de cine de Chicago porque, según Quigley, la industria «manipulaba» a los políticos locales, que concedían permisos pese a las objeciones de los censores[59]. Para Quigley, la manera de controlar el contenido de las películas no era mediante la censura política ni la eliminación de la contratación en bloque, que, argumentó, interesaba económicamente a los pequeños propietarios de las salas de cine porque reducía el precio total que pagaban por el alquiler de cada película; antes bien, había que encontrar un método infalible capaz de asegurar que se hicieran películas sin un contenido censurable. Si, argumentó Quigley, se pudiera eliminar el contenido reprobable durante la producción, los Consejos de Censura no serían necesarios. De este modo, también se debilitarían las exigencias del lobby protestante para que se eliminara la contratación en bloque. Quigley defendió una autorregulación más estricta impuesta por la propia industria como un modo de reducir las críticas y de garantizar la continuidad de la popularidad del cine. Aunque se oponía a los métodos de los protestantes, Quigley compartía con ellos la idea de que el cine era cada vez más inmoral. Además, estaba convencido de que las películas no debían abordar temas sociales, políticos ni económicos. Para él, el cine debía entretener y no hacer comentarios sociales. En el verano de 1929, empezó a redactar un nuevo Código de conducta para la industria cinematográfica, un Código que obligaría a los productores a tener en cuenta tanto la moralidad como la capacidad de entretener de sus productos. En aquella época, Will Hays también estaba pensando en una mayor autorregulación debido a los frecuentes ataques dirigidos por las organizaciones religiosas y la mayor severidad de los Consejos de Censura de todo el país. En agosto de 1929, Hays envió a Chicago a su principal consejero jurídico, Charles C. Pettijohn, para intentar «derogar la censura oficial»[60]. En el Consejo de Censura de Chicago se hallaba el padre Fitz George Dinneen, S.J., de la parroquia de San Ignacio en Chicago, amigo íntimo de Quigley y confidente de uno de los católicos más poderosos del país, el cardenal George W. Mundelein, de Chicago. Dinneen era un sacerdote activista que a menudo condenaba las películas «inmorales» proyectadas en su parroquia. Tras organizar una serie de boicots a las películas locales, captó la atención de Mundelein, que en 1918 lo recomendó para que lo representara en el Consejo de Censura de Chicago. Dinneen protestó enérgicamente contra la afirmación de Pettijohn de que la industria cinematográfica no necesitaba una censura local. Cuando después Pettijohn sugirió que la Iglesia se hiciera cargo de la censura, el cardenal Mundelein se opuso. Entonces Quigley y Dinneen hicieron una contrapropuesta: la industria cinematográfica, utilizando un Código católico, se aseguraría de que las películas se hicieran correctamente a fin de eliminar la necesidad de censurarlas[61]. La idea agradó a Pettijohn y a Hays. El padre Dinneen organizó un encuentro privado entre Martin Quigley y el cardenal Mundelein para hablar del citado Código católico. Mundelein siempre había querido una censura policial para el nuevo medio. Quigley argumentó que un código de conducta redactado por los católicos y apoyado por la jerarquía eclesiástica eliminaría la necesidad de una censura policial o política, y añadió que un código moral impuesto con severidad podía convertir el cine en una poderosa lección de moral para las masas. En lugar de minar las enseñanzas básicas de la Iglesia, este medio de entretenimiento popular podía convertirse en un aliado. Quigley también intentó explicarle al cardenal los problemas financieros de la industria. Al depender del flujo constante y cuantioso del dinero recaudado en las taquillas para financiar los enormes estudios de producción, para comprar y construir salas de cine, para adaptarse al sonoro y vender sus productos a un público internacional, Hollywood era claramente vulnerable a los boicots económicos. La industria no podía permitirse el menor desbarajuste en los ingresos de taquilla. Pese a que los estudios siempre habían solicitado préstamos para financiar sus operaciones, la reciente llegada del cine sonoro había introducido a Wall Street en las juntas directivas de Hollywood. La Iglesia católica, con sus veinte millones de fieles, se concentraba sobre todo en los centros urbanos y contaba con su propia prensa nacional y más de seis millones de lectores por semana, razón por la que ocupaba una posición única para ejercer su influencia en la industria. Al estar más centralizada que el protestantismo, la simple amenaza de una acción católica unificada, argumentó Quigley, obligaría a la industria a reformarse. También sabía que el banco del cardenal Mundelein, Halsey Stuart and Company, era un inversor importante en dicha industria. ¿El cardenal estaría dispuesto a convencer a Halsey Stuart and Company de que la moralización de las películas iba a suponer un buen negocio?[62]. El cardenal Mundelein aceptó el razonamiento de Quigley, a pesar de que obviamente en 1930 no tenía la menor intención de organizar una protesta católica contra la industria [63] cinematográfica . Decidido a mantenerse al margen, Mundelein no estaba dispuesto a arriesgar su reputación o la de la Iglesia en una «campaña de reforma de las películas». Sin embargo, le agradó la idea de Quigley de que la Iglesia elaborara un código moral para el cine. Cuando el padre Dinneen sugirió que el padre Daniel Lord, S.J., redactara el documento, el cardenal le dio su bendición[64]. Lord, lejos de llevar una vida monacal, era profesor de teatro en la Universidad de Saint Louis y director de la popular revista The Queen’s Work, que predicaba la moralidad y la ética entre la juventud católica. Lord, al igual que tantos intelectuales católicos, deploraba la tendencia imperante en el teatro y la literatura, que abordaban las ideas modernas y los problemas sociales de un modo cada vez más realista; advirtió a sus jóvenes lectores que recelaran de las ideas modernas y de los profesores que las defendían[65]. En 1915 había iniciado una prolífica carrera en el campo editorial con un ataque a George Bernard Shaw en Catholic World, En artículos editoriales de Queen’s Work, en panfletos, periódicos y revistas católicas, Lord atacó la excesiva complejidad de la vida moderna reflejada en la literatura y el teatro. Otros temas como el darwinismo, el control de natalidad, el aborto, la educación laica y la expansión del comunismo también provocaron su ira. Como recordó Lord más adelante, él y Dinneen «a menudo gemían juntos por las cosas tan horribles que se filmaban en Hollywood»[66]. Pese a que en su infancia Lord a menudo había ido al cine con su madre, ambos habían terminado avergonzándose cada vez más ante lo que veían: Lo más habitual era que la inocente heroína, creyendo que estaba a solas (si excluimos al director, al cámara, al equipo del plato, a los demás actores que estaban por allí y a un público potencial de varios millones), se detenía a la orilla de un lago en medio del bosque, se quitaba la ropa y se zambullía desnuda en el agua[67]. Lord se había educado en una época en que «la virtud era virtud y el vicio, vicio», y no había nadie entre el público que tuviera la menor duda sobre cuándo tenía que aplaudir y cuándo tenía que abuchear[68]. De joven, The Birth of a Nation, de D.W. Griffith, le abrumó, y se marchó de la sala convencido de que el nuevo medio de comunicación era lo suficientemente poderoso como para «cambiar por completo nuestra actitud hacia la vida, la civilización y las costumbres establecidas»[69]. Había conservado esa opinión hasta la madurez y, a principios de los años veinte, se convenció de que el verdadero problema del cine era que hacía llegar la literatura de los «ultra-sofisticados» hasta la ciudad más pequeña del país. En su juventud, había sido elegido para trabajar como asesor técnico en la producción de Cecil B. DeMille The King of Kings (1926-27). Si bien DeMille y él habían forjado una profunda amistad, la primera experiencia directa de Lord en Hollywood había confirmado su idea de que el cine necesitaba una orientación espiritual[70]. Sus impresiones se vieron confirmadas en una proyección matinal de The Very Idea, que Lord vio en una sala de cine local de Saint Louis. El cine estaba abarrotado de niños. Cuando un grupo sentado junto al sacerdote murmuró: «Esto es verdaderamente sucio», Lord se escandalizó. Le dijo a Quigley que esa película era una prueba de que «el contenido sofisticado, que a lo mejor resulta entretenido en Broadway, asusta, sorprende e incomoda al público menos sutil». Lord acusó principalmente a los guionistas, de quienes dijo que pertenecían a «la casta más baja», más que a los magnates de la industria, a quienes llamó «planchadores de pantalones y [71] vendedores de guantes» . Joseph I. Breen fue otra figura clave en este pequeño grupo de acalorados católicos. Se trataba de un irlandés católico practicante, licenciado por el St. Joseph’s College de Filadelfia, que se había iniciado como periodista trabajando para el North American, de Filadelfia. Tras cuatro años en el servicio consular de Estados Unidos, se había trasladado a Washington, D.C., para ocupar el cargo de comisario de ultramar para la Conferencia Nacional Católica del Bienestar. Todavía participaba en actividades católicas cuando fue nombrado jefe de prensa para el Congreso Eucarístico celebrado en 1926, en Chicago, donde también desempeñaba el cargo de director de relaciones públicas de la compañía minera Peabody Coal Company[72]. Breen, que combinaba el conservadurismo político con una profunda convicción religiosa, acusaba a «la enseñanza radical en los colleges y las universidades» de debilitar a la juventud norteamericana. Con el seudónimo de Eugene Ware, escribió para la publicación jesuita America una serie de artículos sobre la amenaza del comunismo en Estados Unidos. A finales de 1929, cuando Peabody Coal sufrió una serie de huelgas, Breen calificó el asunto de «iniciativa comunista»[73]. Se oponía claramente a las discusiones en público sobre cuestiones morales como el divorcio, el control de la natalidad y el abono, sobre todo en el cine, porque Breen creía que el público medio estaba compuesto de «jóvenes entre 16 y 26 años», la mayoría de los cuales eran «bobos, papanatas e imbéciles»[74]. En tanto antisemita radical, Breen culpaba a los magnates judíos de la decadencia moral del cine. Breen y Quigley se conocieron a través de sus conexiones católicas. Desde el principio, Breen se vio a sí mismo como un censor potencial. Su primera sugerencia fue la de encargarse de dirigir un «consejo de inspección» en Chicago para censurar los guiones antes del rodaje. Pese a que esta propuesta fue rechazada, Breen llegó a ser director de la Production Code Administration (PCA) en 1934 [75]. Durante varios meses, Quigley, Breen, Lord, el padre Dinneen y el padre Wilfrid Parsons, director de la publicación católica America, discutieron acerca de la elaboración de un nuevo Código de conducta cinematográfico más riguroso. Todos coincidían en que la censura gubernamental no garantizaría la producción de películas «morales», y creían que la única manera de realizar películas moral y políticamente aceptables era ejerciendo su influencia durante la producción y, así —si las películas se hacían como era debido—, no haría falta censurarlas. Tras estudiar diversos Códigos estatales y municipales, el texto de «Los No y los Tenga cuidado» redactado por Hays y las objeciones de los reformistas protestantes, Daniel Lord elaboró un Código católico. El resultado fue una magnífica combinación de teología católica, ideología política conservadora y psicología popular, una amalgama que controlaría el contenido de las películas de Hollywood durante tres décadas[76] (Véase el Apéndice A para el contenido de este documento). Aunque a menudo se considera que este Código, además de prohibir los desnudos y exigir que los matrimonios durmieran en camas separadas, arruinó la carrera cinematográfica de la insolente Mae West, sus autores pretendieron utilizarlo para controlar muchas más cosas. Lord y sus colegas compartían un objetivo en común con los reformistas protestantes: todos querían que las películas de entretenimiento resaltaran que la Iglesia, el Gobierno y la familia eran las piedras angulares de una sociedad pacífica y que el éxito y la felicidad se obtenían mediante el respeto y el trabajo. Para ellos, las películas de entretenimiento debían reforzar los preceptos religiosos y la idea de que toda conducta desviada, ya fuera de índole criminal o sexual, significaría la pérdida del amor, de las comodidades del hogar, de la intimidad de la familia y del consuelo de la religión y de la protección de la ley. El cine debía ser una escuela de moral del siglo veinte y enseñar a las masas cuáles eran las conductas más correctas. Como explicó Lord, las películas de Hollywood eran ante todo «un entretenimiento para la multitud» y, como tal, tenían «una responsabilidad moral especial» que no se le exigía a ningún otro medio de entretenimiento o de comunicación. Debido a su popularidad universal, que trascendía las clases económicas, sociales y políticas y penetraba en las comunidades locales, desde las más sofisticadas hasta las más remotas, no se podía conceder a los productores de cine la misma libertad de expresión que a los productores de teatro, a los autores de libros e, incluso, a los directores de periódicos[77]. Las películas tenían que estar sometidas a un mayor control, creía Lord, porque eran persuasivas e indiscrimidamente seductoras. Mientras que el público lector de libros y periódicos, igual que el público teatral, era autoselectivo, el cine ejercía un atractivo que no conocía fronteras. Las películas de Hollywood, las grandiosas salas y las hermosas y glamourosas estrellas se combinaban para crear una fantasía irresistible. Al final de los años veinte, cuando el sonido aumentó el impacto de las imágenes, la sensación fue tal que, según Lord, el cine iba camino de convertirse en algo irresistible para las mentes impresionables de los niños, los ignorantes, los inmaduros y los incultos. Estos grupos, creía Lord, incluían a una gran parte del público nacional. Debido a que este amplio público era incapaz de distinguir entre la fantasía y la realidad —o al menos así opinaban Lord y los reformistas del cine—, era necesario imponer una autorregulación o un control. Por tanto, la premisa básica que se ocultaba tras el Código era que «ninguna película debía rebajar los principios morales de los que la ven». Reconociendo que el mal y el pecado eran componentes legítimos de las obras dramáticas, el Código hacía hincapié en que ninguna película debía «simpatizar» con el criminal, el adúltero, el inmoral o el corruptor. Ninguna película debía estar estructurada de un modo en el que cupiera «la menor duda acerca de la distinción entre el bien y el mal». Las películas debían defender, y no cuestionar o desafiar, los valores fundamentales de la sociedad, y poner de manifiesto la inviolabilidad del hogar y el matrimonio; por otra parte, el concepto de la ley fundamental no debía ser «denigrado ni ridiculizado». Los tribunales debían ser justos y ecuánimes, la policía, honrada y eficaz, y el Gobierno, protector de todos. Si la corrupción era un elemento necesario en una trama, tenía que ser restringida: un juez podía ser corrupto, pero no el sistema judicial; un policía podía ser brutal, pero no el cuerpo de policía. No deja de ser interesante que el Código de Lord afirmara que «el crimen no siempre tiene que ser castigado, siempre y cuando se le muestre al público lo que está mal». Lo que pretendía Lord era que las películas enseñaran al público con claridad que el «mal es malo» y que «el bien es bueno»[78]. «Esta mañana he recibido la versión definitiva de nuestro Código», escribió Quigley a Lord en noviembre de 1929. A Quigley le encantó la mezcla realizada por Lord de la actitud católica hacia el entretenimiento con los temas tabú propios del cine. La estrategia de Quigley se basó en combinar la amenaza económica con la presión moral. El cardenal Mundelein era un personaje clave en el plan de Quigley; éste pretendía que la industria se comprometiera con el cardenal a defender lo estipulado por el Código[79]. Respaldado por el poder de la Iglesia, Quigley enseñó a Hays la versión de Lord y dio los primeros pasos para que la industria lo aceptara. Según Hays, «casi se me salieron los ojos de las órbitas cuando lo leí. Era exactamente lo que buscaba»[80]. Pettijohn coincidió en que el documento de Lord era un «plan justo, sincero y muy constructivo de lo que debería ser el cine», pero advirtió a Quigley que dudaba de que las películas fueran capaces de ser tan inocentes como pretendía Lord[81]. Cuando tan sólo habían transcurrido unas semanas desde el trágico crack de la Bolsa, y con los directivos de las productoras cinematográficas muy nerviosos en Nueva York, Hays los convenció de que el Código podía ser un buen asunto: serviría para silenciar las exigencias de una censura federal y para debilitar la campaña encaminada a eliminar la contratación en bloque. Hays se opuso a un compromiso directo con Mundelein y señaló que el Código sería inútil si no contaba con el apoyo de los estudios de Hollywood. Sólo faltaba que Hays convenciera a los productores de Hollywood de que el Código tenía sentido tanto desde el punto de vista de entretenimiento como económico. Contando con el apoyo de las oficinas de Nueva York y con el respaldo del cardenal Mundelein en Chicago, Hays y Quigley partieron hacia Los Angeles con la intención de «colocar un guión» que rigiera la conducta del cine[82]. Como era de suponer, Hays encontró a los productores muy poco entusiasmados con el tono y el contenido del Código de Lord. De hecho, el Código, como escribió un experto en catolicismo moderno, no sintonizaba «para nada con la mentalidad creativa y artística del siglo veinte». El documento de Lord, que habría tenido sentido para diversas «mentes literarias del siglo diecinueve, como George Bancroft, James Lowell, Ralph Waldo Emerson y William Dean Howells», tenía poco sentido como directriz para el cine. Si se interpretaba literalmente, prohibía que las películas ni siquiera cuestionaran la veracidad de los principios morales y sociales contemporáneos[83]. Un pequeño grupo de productores — Irving Thalberg, jefe de producción de la MGM; Jack Warner, jefe de estudios de Warner Bros.; B.P. Schulberg, jefe de producción de la Paramount, y Sol Wurtzel, de la Fox— presentó una contrapropuesta[84]. En ella, rechazaban la opinión central de Lord, para quien la presentación del contenido del cine tenía que someterse a mayores restricciones que otras formas artísticas. Estos productores sostenían que las películas sólo eran «un mero reflejo de cada una de las imágenes del flujo de la vida contemporánea». En opinión del citado grupo, el público apoyaba las películas que le gustaba, y se mantenía alejado de las que le desagradaban, por lo que ellos no necesitaban más directrices para establecer lo que el público estaba dispuesto a aceptar. Asimismo afirmaron que la llegada del sonoro aportó una perspectiva más amplia, y no más restrictiva, de temas aptos para el cine. Con la incorporación de los diálogos, los actores y las actrices podían «hablar con elegancia y exactitud» sobre temas delicados que el cine mudo no había podido reflejar. Por tanto, replicaron los productores, las películas sonoras debían utilizar «cualquier libro, obra o título que hubiera captado la atención de un amplio público»[85]. Los productores no vieron ninguna razón para adoptar el Código ético de Lord. En cambio, se comprometieron a hacer las películas con «buen gusto» y prometieron esforzarse por incluir «valores morales compensatorios». También permitieron que al representante de Hays en Hollywood, Jason Joy, «se le otorgue el poder de detener la distribución de cualquier película que a su entender viole la letra o el espíritu» de su Oficina[86]. Los dos documentos no podían haber sido más dispares. Desde el punto de vista de los productores, el Código de Lord, que representaba a los reformistas de todas las tendencias, les pedía que dieran una visión utópica de la vida, una visión que negaba la realidad y que, en definitiva, carecía del poder de atraer al público a las taquillas. No obstante, Daniel Lord, convencido de que el cine estaba minando las enseñanzas de la Iglesia y destruyendo la vida familiar, quería crear entre la industria cinematográfica, la Iglesia y el Estado una alianza que defendiera una sociedad justa, moral y disciplinada. Lord reconoció que las imperfecciones del mundo eran un ingrediente importante en las buenas obras dramáticas, pero no entendía por qué las películas no podían dar soluciones sencillas y directas a problemas morales, políticos, económicos y filosóficos. Los productores replicaron que el cine no se diferenciaba de cualquier otro medio de entretenimiento y en consecuencia no requería ninguna restricción especial. Los norteamericanos, argumentaron, eran los verdaderos censores, y la taquilla era su urna. Hays y Quigley, temerosos de que los productores rechazaran el nuevo Código, le pidieron a Lord que fuera a presentarlo a Los Angeles. El 10 de febrero de 1930, Lord, Quigley y Jason Joy se reunieron con los magnates Jesse Lasky, Irving Thalberg y Jack Warner y con los representantes de los estudios, B.P. Schulberg, de la Paramount y Sol Wurtzel, de la Fox, para llegar a un acuerdo. Lord dedicó varias horas a explicar el Código y enumerar las quejas más frecuentes de los reformistas del cine. Fue, como Lord después diría a Mundelein, «una oportunidad excelente para presentar nuestras razones morales y éticas a la industria [87] cinematográfica» . Al día siguiente, los productores aceptaron el Código de Lord. Lo más increíble de este conflicto fue que la posición de Lord, respaldada por Hays y la Iglesia católica, fue aceptada casi sin una queja. El motivo por el que los productores aceptaron un código que, si se interpretaba literalmente, suprimía la inclusión de importantes temas sociales, políticos y económicos en las películas y convertía a la industria en una defensora del statu quo, sigue siendo un misterio. ¿Por qué la industria, en un momento en que disfrutaba de unos ingresos sin precedentes de cien millones por semana, aceptó unas restricciones tan severas sobre el contenido y la forma? Hay varias posibilidades. Una de ellas es que Will Hays quisiera extender su influencia desde Nueva York hasta Hollywood. Desde su nombramiento en 1922, el poder de Hays sobre los estudios de Hollywood había sido muy limitado. Esta falta de control le había ocasionado continuos problemas con los reformistas. Cuando Quigley abordó por primera vez a Hays con el Código, éste lo apoyó, pues enseguida se dio cuenta de que el plan católico no requería la intervención federal, no exigía una censura exterior y tampoco atacaba la piedra angular de la industria: la contratación en bloque. El Código de Lord dejaba la regulación de las películas directamente en manos de la Oficina Hays, el lugar exacto en el que Will Hays siempre había creído que debía estar. Además, el hecho de que la industria aceptara el Código incluso podía debilitar a los diversos grupos reformistas religiosos. Con el Código católico, Hays evitaba —al menos temporalmente— la formación de una coalición católico-protestante contraria al cine. La adopción del Código también suponía ventajas económicas. Pese a los éxitos de taquilla, la estructura financiera de la industria no dejaba de ser frágil. Cualquier interrupción en el flujo de dinero procedente de las taquillas o de los bancos podía significar la ruina. Asimismo, la industria necesitaba constantes préstamos para financiar sus más de quinientos estrenos anuales. Las amenazas de los católicos en el sentido de presionar a los banqueros, combinadas con la insinuación de ejercer presión en las taquillas, no pasaron desapercibidas para Hays ni para los miembros de las sedes corporativas de Nueva York. Desde el punto de vista de los productores, los cineastas habían convivido y prosperado con códigos» desde 1911. Los diversos Consejos de Censura municipales y estatales habían sido molestos, pero no destructivos. Además, hay que decir que algunos productores, como Louis B. Mayer, creían que, en líneas generales, Lord tenía razón. Quizá en las películas hubiera demasiado sexo, demasiados crímenes, demasiada bebida, corrupción, violencia y muy poco buen gusto. Por otro lado, pocas personas en Hollywood creían que el Código significara exactamente lo que decía. Pero aun así, los productores insistieron en una única concesión por la cual ellos, y no Hays, tenían la última palabra a la hora de decidir sobre el contenido. En caso de que una productora considerara que la Oficina Hays se equivocaba al interpretar el Código, un «jurado» de productores, que no debían ser miembros de la MPPDA, decidiría si la escena ofensiva debía censurarse. Con esa cláusula, los productores de Hollywood aceptaron el Código. Sin embargo, la aceptación no se formalizó hasta la siguiente junta de directivos celebrada en Nueva York a finales de marzo de 1930. Por tanto, todas las partes acordaron mantener el nuevo Código en secreto hasta su anuncio oficial, y decidieron también ocultar la participación católica[88]. Pese a que a primera vista parecía reinar la armonía, es evidente que desde el principio hubo un malentendido básico sobre lo acordado en Los Angeles. Lord, por ejemplo, informó a Mundelein de que Jason Joy, que iba a ser el encargado por Hays de hacer cumplir el Código, tenía autoridad para rechazar guiones, lo que en la práctica significaba que «la película no se rodara». Lord también dijo que las películas rechazadas o cuestionadas por Joy se presentarían ante un comité o jurado de productores capacitado para impedir su proyección. Lord abandonó Los Ángeles con la impresión de que Joy iba a aplicar el Código con severidad y de que los productores estaban todos de acuerdo. No podía haber estado más equivocado. Como se verá más adelante, los productores se enfrentaron a Joy desde el principio, pues para ellos el Código era, en el mejor de los casos, una directriz moral para producir las películas. Quigley se sintió satisfecho con lo logrado en Hollywood, pero siguió recelando de Hays y los productores. Como director de una importante revista especializada, deseaba «adelantarse» a su rival, Variety, con la noticia del Código y adjudicarse así el papel principal, mientras que Lord, Breen y Hays tendrían papeles secundarios. Sin embargo, antes de que Quigley pudiera anunciar su triunfo moral, Variety lanzó uno de sus irreverentes titulares: «Calentando a las Cenicientas del cine». El 19 de febrero, la biblia de la industria del espectáculo publicó el texto íntegro del Código y pronosticó que los Consejos de Censura de todo el país iban a tener que cerrar[89]. «Hays es un gusano», gritó Quigley, quien, según sus propias palabras, le hizo a Hays una «declaración de guerra» porque lo había traicionado, dándole a Variety una historia importante que lo situaba «en una posición en la que se lleva todos los laureles». Por supuesto, Hays negó haber filtrado la noticia y se mostró molesto por todo lo ocurrido[90]. Quigley no se apaciguó fácilmente. «Ocultará todas las huellas con un millón de palabras, gestos y referencias a lo que dijo el presidente Fulano en la casa de su padre en Indiana», pero al final serán «las mismas bobadas típicas de Hays», le dijo a Lord[91]. Quigley dedicó los siguientes treinta años a intentar atribuirse el mérito por el Código y su relación con Hays nunca se restableció del todo[92]. El cardenal Mundelein también se quedó desconcertado ante la noticia publicada por Variety, que no mencionó su contribución. Se enfadó por la falta de publicidad y no volvió a participar activamente en la lucha por la censura cinematográfica hasta la crisis de la Legión de la Decencia en 1934. Lo que este incidente puso claramente de manifiesto fue el profundo resentimiento de los estudios hacia las restricciones impuestas por el Código. Es probable que un productor, quizá Thalberg, filtrara la noticia a Variety, y que esta revista no fuera elegida por casualidad, ya que era a todas luces contraria a la censura y no perdía oportunidad para calificar a los reformistas de fanáticos y estrechos de miras. Era evidente que los estudios no tenían intenciones de ceder a las exigencias de los reformistas morales sin librar una batalla, tanto pública como privada. Hays intentó recuperar el control desesperadamente. Con una efusividad muy rara en él, proclamó que el Código señalaba «el mayor paso de la industria hacia un autogobierno», y aseguró que el «buen gusto» y el respeto por la sensibilidad del público «constituirían el principio rector de las películas». El cine ya no iba a ser tolerante con el crimen y, además, defendería la inviolabilidad del matrimonio[93]. La élite intelectual del país acogió el anuncio del Código con burla, cuando no con claro desprecio. «La virtud en lata», se burló la revista Nation. Will Hays, el «Moisés del cine», acaba de descender del número 469 de la Quinta Avenida «con no menos de 21 mandamientos dirigidos a los Hijos de Hollywood». Hays y la industria eran tan «transparentemente ingenuos» en su intento de utilizar la «virtud con fines comerciales», que apenas merecen comentarios, acusó la revista. De qué otro modo se pueden explicar semejantes condiciones como: «los crímenes contra la ley no deben provocar sentimientos de simpatía hacia el crimen». Literalmente, eso significaba que se suponía que «la ley y la justicia» eran lo mismo, lo cual descartaría cualquier futura película sobre el «Boston Tea Party». Si todos los pastores tenían que ser «buenos», ya no se podía abordar la «hipocresía». Pese a que el Código exigía que la historia, las instituciones, las personas prominentes y la ciudadanía de otras naciones debían presentarse con imparcialidad, la revista Nation recordó a sus lectores que, dado que las películas norteamericanas no llegaban a Rusia, los «bolcheviques no necesitaban ser considerados personas». Y, en caso de que estallara una guerra, «todos los ciudadanos del país enemigo se convertirían automáticamente en villanos y sádicos». La industria había descubierto hacía tiempo, observó Nation, que el público exigía películas lo más «morbosas, lascivas y escabrosas» posibles. Por consiguiente, la fórmula de Hollywood consistía en ofrecer al público cinco rollos de transgresión seguidos de uno de castigo». Siempre según Nation, una receta más adecuada para el cine era producir alguna que otra película que «justificara el adulterio», o bien que reconociera que a veces los niños nacían fuera del matrimonio, y quizá semejante honestidad eliminaría la aparente necesidad de casi todas las películas de «presentar una historia de seducción que se interrumpe en la cama»[94]. La publicación Outlook and Independent estaba de acuerdo. Tras señalar las similitudes entre «Los No y los Tenga cuidado» de 1927 y la versión de 1930, los editores opinaron que el aficionado al cine «se indignará o se partirá de risa ante la idea» de que el nuevo Código será eficaz. La solución no se hallaba en una «hipocresía moral codificada», sino en la esperanza de que las películas sonoras empezaran a obtener beneficios sin necesidad de «recurrir a sugerencias sórdidas»[95]. Durante tres décadas, el cine había entretenido y enfurecido a los norteamericanos. Muchas películas eran vulgares, groseras y ordinarias; pero lo vulgar, lo grosero y lo ordinario podía ser entretenido, y el cine gozó de una popularidad sin parangón. En menos de tres décadas, esta nueva industria se había convertido en el principal entretenimiento para millones de personas de todo el mundo, a las que les hablaba de un modo jamás logrado por ningún otro espectáculo popular y venciendo todas las barreras culturales, económicas, políticas y sociales. Precisamente ése era el motivo por el que tanta gente exigía que se aplicase la censura. El Código adoptado por la industria en 1930 fue un intento de las fuerzas conservadoras de definir los límites tolerables. Los siguientes cuatro años presenciarían la batalla entre Hays y los estudios para definir si el Código era una directriz general y flexible o una prescripción literal. 3. Sexo, sexo y más sexo La basura muda había sido mala. La basura hablada hizo clamar venganza a los censores. Daniel Lord: Played By Ear Varios meses después de la adopción del Código, Will Hays nombró a Jason Joy guardián de la moralidad del reino cinematográfico. Una de sus primeras obligaciones fue la de juzgar la compatibilidad entre el Código moral de Lord y Der Blaue Engel, de Josef von Sternberg (1930). La película presentó a Marlene Dietrich al público norteamericano en el papel de Lola, una sensual cantante de cabaret, quizá un tanto vulgar, que seduce a un respetable profesor de bachillerato, tímido y retraído (Emil Jannings), y lo arrastra a la cama, al altar y, por último, a la humillación y la ruina. La Lola de la Dietrich emanaba desde la pantalla una sexualidad irresistible en cada instante; el refinado intelecto de Jannings no podía competir con ella. Sin duda, la película atentaba tanto contra algunas disposiciones concretas como contra el espíritu del Código; no obstante, cuando Joy fue invitado a la Paramount para ver la película, le pareció «magnífica»[1]. No vio nada censurable en ese film serio e inteligente sobre un hombre mayor que se enamora perdidamente de una hermosa joven. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con C.W. Cowan, censor de Pasadena (California). Cowan se indignó ante la descarada sexualidad de la película y dio orden de prohibirla en la ciudad. Cuando el propietario del cine local le rogó que le permitiera exhibirla, el censor cedió y se puso manos a la obra con las tijeras. Tras cortar las escenas ofensivas, concedió una licencia a Der Blaue Engel y le estampó orgullosamente el sello que daba fe de su aprobación. Cuando Der Blaue Engel se estrenó en el Colorado Theater, el público acogió el sello del censor «con tal jarana» que el cine tuvo que retirar la frase que decía que la película había sido censurada[2]. Pasadena no era precisamente un hervidero de liberalismo en California. Era, y sigue siendo, una comunidad conservadora. Sin duda, la película original habría ofendido a mucha gente; no obstante, los que la vieron lamentaron profundamente que el censor la hubiera recortado por todas partes. Este episodio simboliza la persistencia del debate sobre la censura cinematográfica. Donde algunos veían arte e inteligencia, otros veían sexualidad que debía ser reprimida. El público de Pasadena deseaba juzgar por sí mismo. Pese a que la industria adoptó el Código de Lord, no quedó claro cómo debía ser aplicado por Joy, ni cuál era su significado exacto. Joy no tuvo ningún problema con Der Blaue Engel. Aunque no nos conste la reacción de Lord, debe de haber estado más próxima a la opinión de Cowan que a la de Joy. El que una película fuera buena o mala, arte o puro comercio, seria o excitante, inteligente o subversiva, dependía del espectador. Joy disponía de un equipo muy reducido para imponer el Código y no tenía ninguna autoridad para obligar a los productores a aceptar sus opiniones. Sin embargo, se esperaba que su oficina asegurara que las más de 500 películas producidas al año por los estudios acataran el Código, lo cual habría sido posible si todo el mundo en la industria —Hays, los directores de las compañías, los jefes de los estudios, los productores, los directores y los guionista— hubieran estado de acuerdo sobre la necesidad del Código y, lo que era más importante, sobre los límites de la libertad de expresión en el cine. No hubo tal acuerdo. Los estudios opinaban que tenían todo el derecho del mundo a hacer películas que atrajeran al público contemporáneo. Durante el debate sobre el Código, Irving Thalberg había defendido para el cine una libertad de expresión sin límites. La adopción del Código fue para él una derrota, pero desde el principio quedó claro que la filosofía que se ocultaba tras el Código —que el cine tenía que ser más restrictivo que otros medios de entretenimiento porque atraía a un público más amplio— conducía a la Oficina Hays y a los productores a un choque frontal con los estudios y los guardianes de la moral. Era imposible que la comunidad creativa y artística de Hollywood hiciera películas sin violar una o dos disposiciones del Código. Los estudios, pese a que podían estar de acuerdo con algunas disposiciones, resistirían cualquier interpretación literal o cualquier imposición, mientras que Lord y los demás críticos sólo se conformarían con una interpretación literal. Los jefes de los estudios de Hollywood y los productores, como Louis B. Mayer e Irving Thalberg, de la MGM; B.P. Schulberg, de la Paramount; y Darryl F. Zanuck, de Warner Bros., desafiaron la idea de los censores de que el cine incitaba al crimen o alteraba los valores morales fundamentales. Creían que el público norteamericano era mucho más receptivo a las películas que cuestionaban las ideas morales tradicionales. Las taquillas demostraban que un poco de sexo y violencia atraía a los espectadores. Joy y el doctor James Wingate, que le sucedió en 1932 en el cargo de director del Departamento de Relaciones con los Estudios (SRD), se vieron atrapados en medio del conflicto. Si aplicaban el Código con laxitud, utilizando quizá un toque de sentido común —reconociendo que la popularidad de Hollywood se basaba precisamente en la cultura popular que, al igual que el país, tendía a ser vulgar, basta, directa e irreverente con la autoridad y la tradición—, provocaban de un modo inevitable la ira de los censores, que exigían que las películas fueran inofensivas. Pero si Joy o Wingate intentaban imponer las restricciones laberínticas exigidas por Lord, los estudios se rebelaban. Las relaciones entre Will Hays y los estudios complicaban las cosas todavía más. Hays trabajaba en Nueva York y había sido contratado para lavarle la imagen a la industria, pero no necesariamente para inmiscuirse en su aspecto creativo, situado en Hollywood. Los directivos de Nueva York se resistían a obligar a los jefes de los estudios y a los productores a cambiar las fórmulas básicas que habían convertido el cine en el medio de entretenimiento más popular jamás conocido. En 1930, Hays no tenía suficiente autoridad como para ordenar a un estudio que suprimiera escenas de una película. Podía rogar y suplicar a los representantes de la industria, o discutir con ellos, pero no prohibir determinadas películas ni exigir que se eliminaran determinadas escenas. El conflicto entre las diversas partes fue evidente desde el principio. El cine, desde sus comienzos, había desafiado la tradición y ofendido a personas como Daniel Lord. De pronto, gracias a la posibilidad técnica de incorporar el sonido, se le pedía que se abstuviera de hacer comentarios, ya fuera con seriedad o con humor, sobre temas de índole social o política. Para Hays, Joy, Wingate y, por último, para Joe Breen, que tomó el relevo en el cargo de censor en 1934, la cuestión era la siguiente: ¿cómo hay que interpretar y aplicar el Código? Una cuestión básica era saber si Lord realmente quiso decir lo que había escrito. En lo relativo a la moralidad, por ejemplo, el Código afirmaba claramente y sin dejar lugar a dudas que el adulterio nunca debía presentarse como algo seductor y atractivo; pero, ¿de qué otro modo podía presentarlo Hollywood? El cine es un medio visual. La mujer hermosa y seductora formaba parte integrante del producto, al igual que las actrices de Hollywood. ¿Se suponía que con el Código los papeles de las mujeres seductoras tenían que ser interpretados por actrices adustas y feas? ¿Lord dijo en serio que en ninguna circunstancia el público podía mostrarse a favor del pecado, o mínimamente comprensivo con él? ¿Qué quiso decir cuando escribió que el adulterio «nunca sería un tema adecuado para una comedia», o que las alcobas no debían utilizarse con fines cómicos? ¿Acaso eso eliminaba todas las comedias de alcoba del repertorio de Hollywood? ¿Se prohibían las farsas sexuales? ¿El público compartía los temores de Lord por lo que ocurría en las alcobas? ¿A qué se refería el sacerdote con expresiones como «besos lujuriosos» o «poses y gestos provocativos»? ¿La definición de «lujurioso» dada por Lord era aceptada por todos? ¿Cuánta gente, por ejemplo, estaría de acuerdo con el sacerdote cuando escribió que la pasión sexual era «subversiva para el interés de la sociedad, y un peligro para la raza humana»? ¿Significaba eso que Hollywood tenía que prohibir las historias de amor, que tenía que limitar su presentación de la moral y de las costumbres norteamericanas a lo que un sacerdote católico consideraba aceptable? Estas preguntas, que al parecer no se tuvieron en cuenta en las reuniones organizadas por Lord, preocupaban a los productores. Por otro lado, conocían a Jason Joy y confiaban en él, y nada hacía pensar que éste fuera a exigir el cine estéril y puro que al parecer pedía el Código. Joy no era ningún mojigato y, a diferencia de muchos que pedían un cambio, le gustaba el cine y consideraba que su función era aconsejar a los productores más que censurar las películas. Quería apartar a los estudios de los temas que levantarían polémicas. Su conocimiento de los diversos Consejos de Censura de todo el país ya lo había sensibilizado a determinadas restricciones aplicadas a nivel local; no obstante, también creía firmemente que Hollywood tenía todo el derecho a hacer películas sobre temas polémicos. Ambas posturas no eran necesariamente contradictorias: Joy quería alejar a los productores de los desnudos más atrevidos o de las escenas picantes gratuitas, pero creía que la industria tenía derecho a tratar con inteligencia temas como el adulterio, la prostitución, el divorcio, el crimen o la corrupción política. El problema era cómo debían presentarse esos temas. Muchas películas consideradas inmorales por el clero y otros guardianes de la moral eran para Joy y Wingate un buen entretenimiento, una sátira, una comedia o un comentario legítimo sobre problemas contemporáneos de raíz social, moral o política. Sin dejar de ver el Código como una directriz general, Joy procuró conciliar su espíritu con las exigencias de un espectáculo popular. No era una tarea fácil, y a la larga no satisfaría a ninguna de las partes implicadas en esa continua batalla. Estos problemas complejos se agudizaron tras el colapso repentino y espectacular de las taquillas provocado por la Depresión. La conversión del «cine mudo» al cine sonoro» había atraído una avalancha de aficionados a las salas de cine. En 1926, el último año del cine totalmente mudo, la industria vendió 500.000 entradas semanales. En 1930, el primer año en el que el sonido dominó la pantalla, se vendió una media de noventa millones de entradas semanales, una cifra increíble para un país de 120 millones de habitantes. Hollywood vio que el cine se había convertido en una obsesión nacional, y los magnates pronosticaron con gran seguridad en sí mismos que la suya sería la única industria que demostraría «ser inmune a la Depresión». Los norteamericanos necesitaban su «dosis» de celuloide semanal. Por supuesto, estos comentarios no eran más que simples paparruchas hollywoodenses. A mediados de 1930, poco después de la adopción del Código en marzo, la industria empezó a sufrir un importante descenso en las taquillas y, a finales de 1931, la asistencia semanal se redujo drásticamente a unos sesenta millones de espectadores. Sesenta millones de entradas semanales no dejaba de ser una cifra importante teniendo en cuenta la gravedad de la Depresión, y si la industria no se hubiera endeudado tanto a finales de los años veinte para financiar su expansión y la conversión al sonoro, habría podido capear el temporal económico que la sacudió. Pero los estudios estaban muy endeudados, y los plazos de devolución de los préstamos, así como las enormes nóminas semanales, los pusieron en un grave apuro financiero. La industria sufrió el típico problema de liquidez. Toda la estructura financiera y la producción de Hollywood se basaban en captar al público internacional. Los estudios, con sus técnicas de producción en cadena de montaje, con la enorme cantidad de personal técnico y los equipos creativos compuestos de productores, directores, guionistas y actores y actrices contratados, sólo podían obtener beneficios si producían películas como salchichas, capaces de atraer a las masas y no sólo a un público especializado. El dinero de las taquillas permitía a los estudios seguir rodando; cualquier interrupción en el flujo de dólares auguraba una crisis financiera. A cambio, las salas de cine pedían un suministro constante de películas nuevas capaces de atraer a los clientes. La Depresión puso a Hollywood en una situación difícil: los estudios no podían cerrar debido al elevado número de empleados contratados que cobraban aunque no trabajaran, y reducir la producción habría repercutido directamente en la recaudación. En un intento desesperado por recuperar a los espectadores, la industria bajó drásticamente el precio de las entradas. La MGM, por ejemplo, redujo los precios en sus cines de estreno a quince centavos en la primera sesión y a veinticinco centavos en las demás sesiones. En 1933, el precio medio de las entradas había bajado a veintitrés centavos. Pese a esta rebaja y otros trucos como programas dobles, regalos en metálico y de objetos o espectáculos en vivo, los ingresos seguían disminuyendo. Mientras que en 1930 Hollywood había gozado de una recaudación de 730 millones de dólares, en 1932 las cifras habían bajado en picado a 527 millones. Los gráficos de las recaudaciones se parecían a las acciones de Wall Street: bajaban y bajaban y bajaban. «La fábrica de sueños —escribió Andrew Bergman—, cayó junto con la fábrica de acero»[3]. Los estudios que antes habían alardeado de beneficios históricos empezaron a sufrir grandes pérdidas en 1931 y 1932. La Warner Bros., que había liderado la conversión al sonoro, fue un caso típico: a finales de los años veinte, el estudio había contraído grandes deudas con las empresas inversoras de Wall Street, no sólo para financiar la conversión al sonoro, sino también para comprar unas 700 salas de cine (y todas debían adaptarse a la nueva técnica) con el fin de exhibir sus productos. Cuando la novedad del sonido atrajo a multitudes de espectadores a las salas, la solicitud de préstamos para expandirse pareció una sabia decisión financiera que remataba un brillante golpe tecnológico. En 1929, el estudio obtuvo unos beneficios de 17 millones de dólares, y en 1930 registró la respetable cifra de siete millones; sin embargo, en 1931 el descenso de la recaudación dio lugar a una pérdida de 8 millones de dólares y, al cabo de un año, cuando se hizo sentir todo el impacto de la Depresión, Warner registró un déficit de 14 millones de dólares[4]. Los magnates, unos hombres que habían partido de la nada, ferozmente independientes, de pronto se enfrentaron a la bancarrota. Ningún estudio estaba a salvo. El ejemplo más famoso fue el de William Fox. Como se mencionó en el capítulo 2, Fox, hijo de inmigrantes, se había introducido en la industria del espectáculo en 1904 con la compra de una sala de juegos. Después se expandió con una pequeña cadena de salas de cine, se diversificó hacia la producción cinematográfica y a principios de los años veinte ya dirigía su propio estudio, que producía más de cincuenta películas al año. Fox, sin embargo, era demasiado ambicioso como para conformarse con ser uno más entre los grandes: a mediados de los años veinte, poseía más de 500 salas por todo el país y, en 1929, pidió prestados 36 millones de dólares para financiar la construcción de un estudio de mayor tamaño y para construir todavía más estudios. Ese mismo año, Fox pidió otro préstamo de 50 millones de dólares a Halsey, Stuart and Company para comprar una participación mayoritaria en Loew’s, e invertir en una cadena de salas de cine británica. Cuando se produjo el crack en octubre de 1929, nadie cayó tanto ni tan rápido como William Fox. Los banqueros invadieron las oficinas de la Fox. Destinos similares resonaron por toda la industria. La Paramount perdió 21 millones de dólares y tuvo que reorganizar su estructura financiera. La RKO se declaró en suspensión de pagos antes de caer en la bancarrota. United Artists y Columbia apenas se mantuvieron a flote. Sólo la MGM, bajo la dirección de Louis B. Mayer e Irving Thalberg, sacó beneficios. Hasta 1934, la industria no inició una recuperación firme, aunque lenta, en las taquillas. Ese mismo año recuperó 70 millones de espectadores semanales y se estabilizó con una media de 85 millones de entradas semanales en la última mitad de la década. Justo cuando Hays convenció a los líderes de que el nuevo Código moral sería beneficioso para la industria, las taquillas se colapsaron. Si la situación económica se hubiera mantenido estable, Hays y su agente, Jason Joy, habrían podido convencer poco a poco a los estudios de que, a la larga, las películas menos sensacionalistas beneficiarían los intereses económicos de Hollywood. Es poco probable que un alejamiento gradual del sensacionalismo más exagerado hubiera satisfecho a los críticos más feroces. Sin embargo, cuando los ingresos de taquilla comenzaron a caer para finalmente colapsarse, obligando a los estudios a vender sus activos, incluidas las salas, para hacer frente a los pagos de las nóminas y de los intereses, los magnates no estaban de humor para obedecer un Código moral restrictivo que no sólo les impedía tratar temas morales polémicos como el divorcio, el control de la natalidad, el aborto y las relaciones prematrimoniales, sino que también exigía que el cine ignorara la cruda realidad de la Depresión. En 1930, el drama humano provocado por el desempleo, las colas ante las ollas populares, los inútiles programas de ayuda, las «Hoovervilles»[5] y la falta de respuesta y preocupación por parte de los gobiernos a nivel federal, estatal y municipal no eran ficticios; se trataba de una realidad a la que millones de norteamericanos se enfrentaban cada día. No obstante, los reformadores mantenían que estos temas, aunque no eran «inmorales», tampoco eran adecuados para un espectáculo de masas. Las películas que abordaban la discriminación racial, los linchamientos y la oleada de problemas sociales y políticos que asolaban a Estados Unidos a principios de los años treinta fueron calificadas de «propaganda». No se debía exhibir nada que pudiera definirse de sórdido, vulgar, obsceno, sensacionalista, por no decir desagradable. Las películas, sostenían los reformadores, no debían abordar temas que no pudieran tratarse entre «gente educada». El debate durante los siguientes cuatro años —al igual que todo el debate sobre la censura cinematográfica desde principios de siglo— se centró en los temas que Hollywood podía abordar. Es un error, a mi parecer, considerarlo como una discusión entre lo «moral» y lo «inmoral» o creer que Hollywood sólo pretendía producir películas escabrosas e «inmorales» mientras los reformadores abogaban por películas «morales» y puras. El debate, en un sentido más amplio, no era sobre el exceso de desnudos o semidesnudos en la pantalla, o sobre si se bebía o fumaba demasiado, o sobre si se exhibía una moralidad deficiente; antes bien, lo que se discutía era si Hollywood podía hacer películas que desafiaran las ideas políticas y morales tradicionales defendidas por una minoría poderosa que quería hacerse oír. Más exactamente, Hollywood, que se negaba a limitar ciertas películas a un público adulto y cuyos productos penetraban en todos los barrios del país, ¿podía rodar comedias de alcoba? ¿Podía producir astracanadas basadas en un humor de alcoba y de cuarto de baño? ¿Podía hacer una película razonablemente fiel a una novela clásica como Anna Karenina, de Tolstoi, con su carga de seducción, corrupción e hijos ilegítimos? ¿O los clásicos eran demasiado sórdidos para la juventud norteamericana? ¿Y las obras modernas, como An American Tragedy, de Theodore Dreiser; Design for Living de Noël Coward; AFarewell to Arms, de Ernest Hemingway; Ann Vickers, de Sinclair Lewis; Sanctuary, de William Faulkner, y un sinfín de novelas y relatos leídos por millones de norteamericanos? ¿Es que una parte de la literatura, clásica o no, era sencillamente demasiado atrevida, demasiado arriesgada, demasiado directa, sórdida y vulgar para la pantalla si no se transformaba de un modo radical?[6]. En cuanto a la política, ¿hasta dónde podía llegar Hollywood al describir los elementos desagradables de la industria y del Gobierno norteamericanos? ¿Podía la pantalla escenificar la rápida ascensión del gangster y la corrupción política que la acompañó? ¿Se podía retratar el lado oscuro y sórdido de la vida norteamericana? ¿Podía el cine analizar de un modo profundo la discriminación racial contra los negros o los judíos? ¿Podía analizar la distribución de la riqueza en el país, o era un tema demasiado explosivo? Y a Hollywood, ¿le interesaba hacer películas sobre estos temas? En los capítulos 4 y 5 —el primero trata del sexo y la moralidad, el segundo del crimen y la política en el cine— se abordará en detalle estas cuestiones. Es indudable que las primeras películas sonoras eran más francas, directas, modernas y abiertas que las mudas por lo que respecta al tratamiento de las relaciones sexuales. No es que las mudas ignoraran este tema, pero la incorporación de los diálogos proporcionó una nueva dimensión a la manera de presentarlo. Los personajes podían hablar de sus sentimientos y deseos, podían decir que se sentían atrapados por un matrimonio insatisfactorio, podían hablar en serio o bromear sobre el sexo. Maude Aldrich, presidenta de la Asociación de Mujeres Cristianas para la Templanza (WCTU), tenía razón cuando, ante los delegados en una reunión de la WCTU celebrada en 1929, en Filadelfia, se quejó de que las películas glorificaban a la muchacha «frívola de la era del jazz» y de ese modo hacían que «tanto los hombres buenos como los malos» ignoraran a la «muchacha educada y algo anticuada»[7]. El cine no pregonaba la moralidad puritana de las muchachas anticuadas. Hollywood estaba decidido a vender sexo, glamour y entretenimiento, y nadie lo hacía mejor que Cecil B. DeMille. Cuando DeMille envió el guión de Madam Satan a la oficina de Joy, había cierta preocupación a su alrededor. DeMille era una leyenda en Hollywood que se había especializado en películas bíblicas espectaculares y «triángulos sociorrománticos sazonados con una pizca de sexo y neutralizados por una moralidad victoriana decimonónica»[8]. Madam Satan era una película típica de DeMille. Volviendo al tema que había popularizado a principios de los años veinte con películas como Don’t Change Your Husband y Why Change Your Wife?, DeMille exploró la conocida trama en que los hombres se veían obligados a tener aventuras porque, tras el matrimonio, las mujeres se convertían en madres y matronas asexuadas. En Madam Satan, variación sonora de las anteriores, Bob Brooks (interpretado por Reginald Denny) es un playboy rico, borrachín y claramente mimado. Angela Brooks (Kay Johnson) es la sufrida esposa que sospecha que su marido tiene una aventura, lo cual se confirma cuando ve un titular en la columna de cotilleos del periódico de la mañana: «Bob Brooks y “su esposa" han sido detenidos por conducir en estado de embriaguez». La consternada Angela le dice a su criada: «¡Pero si anoche la señora Brooks estaba en casa, sola y en su cama!». El escaso argumento se centra en los esfuerzos de Angela por recuperar el afecto de su marido. Cuando se enfrenta con él, Bob reconoce abiertamente que tiene una aventura. La culpa es de ella, afirma, porque se ha convertido en una «maestra de escuela», no en una amante. La amante, Trixie, se queda impasible cuando Angela le pide que deje a su marido en paz. Incluso esgrime un arma secreta: un camisón muy escueto. Angela se escandaliza: «Pero si es totalmente transparente». «¿Y por qué no?», replica Trixie, y añade: «No tengo nada que ocultar». Angela decide vencer a Trixie en su propio campo. La oportunidad le llega cuando recibe una invitación para un baile de disfraces exóticos. Los invitados deben ir disfrazados «o sin nada de ropa» y Angela decide ir de «Madam Satan». El guión requería que su disfraz le tapara la cara para ocultar su identidad; el resto del cuerpo tenía que estar «medio desnudo», al igual que el de las demás mujeres. Eva se «vestía» con una simple hoja de parra, la Mujer Araña con una telaraña transparente, mientras que otra invitada sólo iba a llevar unos diamantes colocados estratégicamente. Se suponía que la fiesta tenía que ser una orgía salvaje de alcohol y baile que acababa de manera previsible, con la feliz reconciliación entre Bob y Angela. DeMille, con su característica eficacia, había conseguido reunir casi todas las objeciones de los reformadores en un solo guión. El guión ridiculizaba la virtud, justificaba el adulterio y enseñaba mujeres hermosas que exponían su cuerpo desvergonzadamente para el placer del sexo opuesto. El adulterio sólo era un juego para los ricos sofisticados. Todo este despliegue se justifica, sin embargo, cuando el héroe regresa con su mujer y a una vida respetable. Cuando Joy leyó el guión, se dio cuenta de que la película no iba más allá de una comedia de alcoba desenfadada, pero temió que Madam Satan tropezara con problemas de censura. Durante este primer periodo de aplicación del Código, Joy no tenía autoridad para obligar a DeMille a modificar el guión. En cambio, le advirtió que la película iba a enfrentarse a la oposición de los censores estatales ya que, en su opinión, éstos iban a querer «proteger a las jóvenes del país de la idea de que deben recurrir a “la pasión y el engaño” para ser felices con sus maridos»[9]. DeMille, que ya había tenido problemas con la censura, estaba dispuesto a colaborar con Joy. Los dos hombres llegaron a un acuerdo. Decidieron que en el baile de disfraces las chicas se pondrían trajes menos atrevidos. Unas mallas, unas hojas de parra más grandes y unas redes de pesca traslúcidas resolvieron el problema de los desnudos. El vestido de «Madam Satan» enseñaba una espalda al aire y nada más. Se atenuaron las escenas en las que se bebía y el «camisón» de Trixie desapareció por completo, así como su conversación con Angela. En la película, la señora Brooks le dice a su criada que va a convertirse en «Madam Satan» para demostrarle a su marido lo tonto que ha sido[10]. Joy se quedó encantado con el resultado de su colaboración con DeMille. Al ver la película acabada en septiembre de 1930, le dijo al director que «admiraba el buen gusto» de la producción. Reconoció que «algunos censores y grupos públicos» no iban a entender la «moraleja» de la historia, pero aseguró a DeMille que no estaba «demasiado preocupado». Cuando el Consejo de Censura de Ohio aprobó la película sin ningún corte, DeMille no se lo pudo creer: «Un hurra por usted y por los censores de Ohio. Que den vía libre a Joy»[11], proclamó[12]. Los primeros tres años de la década de 1930 se caracterizaron por una proliferación de películas que abordaban el divorcio, el adulterio, la prostitución y la promiscuidad. Así como Madam Satan se burlaba de la frivolidad de la flor y nata de la sociedad, otras películas se fijaron en la oscura realidad de la Depresión, que conducía a hombres y mujeres a situaciones en las que las decisiones morales y éticas no siempre eran obvias. En Blonde Venus, Marlene Dietrich se acuesta abiertamente con un jugador de cartas para poder pagar la operación de su marido agonizante, Herbert Marshall. Cuando éste condena semejante acto de amor, ella inicia una «travesía épica por la miseria»[13]. No obstante, es evidente que quien «peca» no es Dietrich, sino Marshall, y pocas personas abandonaron la sala sin compadecerse de la difícil situación de una mujer indefensa que amaba a su marido lo suficiente como para actuar de un modo desesperado con tal de salvarle la vida. En Faithless, Tallulah Bankhead también hace la calle para salvar a un marido agonizante. «No hay nada que no esté dispuesta a hacer», dice. Su comprensiva casera le dice con simpatía: «Es increíble lo que las mujeres somos capaces de hacer por nuestros maridos». Call Her Savage, con Clara Bow, plantea un tema similar. En este caso, la Bow es la hija de un rico ranchero, que se casa con un pobre. Abandonada por su marido y rechazada por su padre, la Bow se encuentra sin dinero y con un hijo enfermo y, en contra de su voluntad, se ve obligada a prostituirse para comprar medicamentos para su hijo. Su tragedia no acaba ahí: al volver a casa, descubre que su hijo ha muerto. Caben pocas dudas acerca de con quién se solidarizó el público. 1. Kay Johnson y Reginald Denny en Madam Satan. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Cuando las mujeres no eran prostitutas, vivían con sus novios o eran amantes de hombres casados. Aunque Joy defendió a DeMille, y aunque también entendía que la situación económica de la época obligaba a la gente a tomar decisiones morales difíciles, empezó a preocuparse cuando vio que los estudios recurrían a temas cada vez más escabrosos para atraer a los espectadores. Le dijo a Hays que «debido al descenso de la recaudación y a la agresividad de los métodos empleados para que los estudios ganaran más dinero, era inevitable que recurrieran […] al sexo» como tema general[14]. En 1931, Joy se vio atosigado con guiones que juzgó dudosos. Private Lives, con Norma Shearer en el papel de la esposa engañada, disgustó a Joy. Escribió a Hays que le «desagradó desde el principio, di razones en contra, propuse cambiar la trama e hice todo lo que pude». No obstante, el estudio estrenó la película sin incorporar ninguna de las ideas de Joy. Con Safe in Hell ocurrió algo parecido. El estudio no presentó el guión y sencillamente se negó a aceptar las sugerencias de Joy, quien le dijo a Hays que la película era «sórdida». Love Affair y Shopworn, de Columbia, fueron alteradas de un modo considerable por Joy durante la producción, pero, incluso así, los Consejos las «censuraron seriamente», como admitiría Joy más tarde a Hays[15]. Como era de esperar, a Joy le costó convencer a Irving Thalberg, de la MGM, sobre la necesidad de respetar más estrictamente el Código. Los dos hombres se enfrentaron con motivo de Possessed, de la MGM, película protagonizada por Clark Gable y Joan Crawford. Basada en la obra teatral The Mirage, de Edgar Selwyn, no era más que otro drama sobre una «mujer mantenida». Preocupado de que la película violara el Código al presentar el adulterio como algo positivo, Joy le pidió a Irving Thalberg que abandonara el proyecto. Thalberg se negó, diciéndole al censor que en su opinión el adulterio, como tema, no violaba el Código. No habría ningún desnudo y aseguró a Joy que la relación entre los dos amantes sería presentada con «buen gusto». La única concesión que Thalberg estaba dispuesto a hacer era introducir en el diálogo algunas líneas en que Crawford dijera que para ella el matrimonio era importante[16]. Es obvio que Thalberg se negó a aceptar la idea de Lord de que el adulterio nunca debía presentarse como algo «atractivo» ni «digno de comprensión». Frustrado por la falta de cooperación de Thalberg, Joy le pidió a Hays que interviniera desde Nueva York. Aunque Joy podía insistir en que se presentara la película ante un jurado compuesto por productores de Hollywood, tanto él como su asistente, Lamar Trotti, llegaron a la conclusión de que no tenían «ni una posibilidad entre mil» de ganar. Temiendo que un aumento del número de películas sobre «mujeres mantenidas» levantara más protestas entre los reformadores, Hays acudió directamente al jefe de la MGM en Nueva York, Nicholas Schenck, a quien dijo que veía «un posible peligro en el tema» de Possessed, por lo que le pidió que lo hablara con Thalberg en California. Cortés, pero firme, Schenck se negó a intervenir en la disputa[17]. La película se produjo tal y como quiso Thalberg. La Crawford hacía el papel de una hermosa muchacha que, aburrida de su trabajo en una fábrica de una pequeña ciudad, se marcha en busca de emociones a Nueva York. Allí conoce a Clark Gable, un elegante y exitoso abogado que es infeliz en su matrimonio. Los dos se enamoran perdidamente, y Gable le pone a Crawford un nido de amor privado. Todo va bien hasta que a él le da por la política. Se presenta como candidato a gobernador y, cuando parece que va a ganar, su adversario denuncia su aventura amorosa. En la última escena, mientras Gable pronuncia un importante discurso político, unos provocadores mezclados entre el público empiezan a preguntarle por su relación con Crawford. Él se muestra claramente incómodo, pero ella, que se halla entre el público, se levanta de un salto para defender a su amante. «Su único crimen es que nos enamoramos. ¿Acaso eso es tan horrible?», pregunta. Acto seguido, Crawford renuncia a la aventura. El público se vuelve, no contra Gable para exigirle una respuesta, sino contra los alborotadores que callan humillados. ¿Hacia quiénes se dirigía la simpatía del público? En Atlanta (Georgia), se decantó claramente hacia Crawford y Gable. La señora de Alonzo Richardson era miembro del Board of Review de Atlanta, que había aprobado la película pese a sus protestas; vio la película en un cine abarrotado de chicas adolescentes. La señora Richardson oyó a una muchacha —una de las primeras mujeres de Atlanta, pero de ningún modo la última, en quedarse prendada de Clark Gable— cuando murmuraba a su amiga: «Yo también viviría con él, como fuera». La señora Richardson se escandalizó y le dijo a Will Hays que, a su parecer, la película atentaba claramente contra la «santidad del matrimonio». «¿Éste es el modelo de los “principios correctos de vida” que Hollywood ofrece a la juventud?», preguntó[18]. Creighton Peet, crítico de cine para Outlook and Independent, compartía al menos algunas de las preocupaciones de Richardson. Señaló que Joan Crawford y Norma Shearer, al encarnar a «mujeres mantenidas», se hallaban entre los productos «más elegantes, más atractivos, mejor vestidos y más brillantes» de Hollywood. Para una gran parte de la juventud norteamericana, «representan la cumbre del pensamiento moderno en lo relativo a la moralidad y al matrimonio». Pese a que Peet no tenía nada que objetar al cine cuando presentaba a mujeres y hombres solteros que vivían juntos, sí que se oponía a las «emociones baratas, falsas y sórdidas que motivan a los personajes, su insidiosa sofisticación y la historia mezquina y facilona en la que se ven inmersos». Peet predijo que «las colegialas y las criadas pagarán a la Metro cientos de miles de dólares para ver esta película, y para después soñar durante varios días». Tenía razón, y eso fue lo que horrorizó a la señora Richardson, escandalizó al padre Lord y ocasionó a Will Hays más de una noche de insomnio[19]. Aun así, Possessed se exhibió por todo el país sin grandes protestas. Pese a la indignación de la señora Richardson, el Consejo de Censura de su comunidad aprobó la película, al igual que casi todos los demás. No obstante, cabe señalar que este tipo de película acarreó a la industria no pocos problemas. A la señora Alice Winter, representante en Hollywood de la Federación de Clubes de Mujeres, también le preocupaban las películas protagonizadas por hermosas mujeres de moralidad dudosa. Winter le envió a Hays la siguiente valoración de las películas exhibidas en 1931: Men Call It Love era «desmoralizadora por su manera de abordar el matrimonio»; Born to Love y Unfaithful eran «malsanas»; Three Girls Lost mostraba valores morales confusos porque el «cazafortunas» ganaba y la chica buena perdía, Iron Man, de Jean Harlow, provocó la ira de Winter por la falta de «vestuario» de la protagonista y la «ingestión innecesaria de bebidas alcohólicas»; Bachelor Apartment era simplemente «vulgar». Pese a que todas se produjeron de conformidad con el Código, y pese a que la mayoría se ajustaba a los detalles, para la señora Winter y los grupos de mujeres a los que representaba, las películas eran objetables porque, según dijo a Hays, «dejan mal sabor de boca y sugieren principios de vida ordinarios y mezquinos»[20]. Dicho de un modo más suave, desaprobaba las películas. Debido al creciente número de protestas que afluían a su oficina, en la primavera de 1931 Will Hays invitó al padre Daniel Lord a que evaluara la gestión de Joy durante el primer año de aplicación del Código, así como los proyectos de los estudios para el año siguiente. Lord, que había recibido regularmente de Joy valoraciones de los guiones mientras vigilaba la industria desde Saint Louis, se sorprendió de los cambios que advirtió en Hollywood[21]. En un largo informe dirigido a Hays, Lord juzgó los intentos de Joy de censurar las películas. «El público — dijo a Hays—, no conoce las críticas a las que se han sometido los guiones, como tampoco el número de obras teatrales y libros que se han prohibido, los miles de metros de película que se han cortado ni los cientos de miles de dólares que las compañías han estado dispuestas a gastar para realizar cambios que se atuvieran al Código». Salvo algunas películas que no aprobaba, Lord se quedó impresionado con la labor realizada por Joy y apremió a Hays para que hiciera públicos los buenos resultados obtenidos[22]. Hays, sin embargo, prefirió no dar a conocer la labor de autocensura de la industria. Lo que alarmó a Lord no fueron las películas de 1931, sino los proyectos para 1932. Le inquietaba profundamente, dijo a Hays, ver que la industria se interesaba tanto por los problemas sociales. Lord opinaba que la mayoría de las películas del año anterior podían arreglarse eliminando una o dos escenas. Pero ahora el problema era la idea que se ocultaba detrás de las películas, ya que éstas reflejaban una «filosofía de vida». Guión tras guión, encontró debates sobre «la moralidad, el divorcio, el amor libre, niños no nacidos, relaciones extramatrimoniales, leyes aplicables a unos y no a otros, la relación del sexo con la religión y también el matrimonio y sus efectos en la libertad de la mujer». Igualmente peligrosas eran las películas en las que «se desafiaba la ley» y se reflejaba la rebelión juvenil contra la autoridad. Lord volvió a culpar a las obras teatrales de Broadway y a la literatura moderna de corromper el cine. Aunque en cierto modo sus objeciones era predecibles, los profesionales se sorprendieron cuando Lord declaró que «por muy delicado y limpio que sea el trato que se les dé, estos temas son fundamentalmente peligrosos» y poco adecuados para el cine[23]. A Lord, a la señora Winter, a la señora Richardson, al canónigo Chase, al doctor Eastman, de Christian Century, y a otros autoproclamados guardianes de la moral no les importaba la manera en que Hollywood presentaba determinados temas, pues creían que los valores morales cambiantes sencillamente no tenían cabida en un espectáculo de masas[24]. La solución propuesta por Lord fue que la industria prohibiera los argumentos que tuvieran que ver con gangsters, «degenerados, libertinos, prostitutas y esposas o maridos infieles». Lord quería películas «sanas y limpias» sobre héroes nacionales norteamericanos como «Charles Lindbergh, Bobby Jones, Knute Rockne, Babe Ruth e incluso Al Smith»[25], y le instó a Hays a que apartara a los estudios de los guiones basados en «best-sellers complejos» y en obras teatrales de Broadway, pues consideraba que ninguno de ellos había sido «escrito para Norteamérica». Le insistió también en que presionara a los productores para que hicieran más películas sobre los héroes norteamericanos —magnates del mundo de los negocios y de la industria, estrellas del deporte— así como dramas occidentales y películas religiosas que promocionaran los valores norteamericanos. Lord incluso llegó a escribir el guión de una película sobre un jugador de hockey, e intentó en vano venderlo a un estudio. Más tarde achacó el descenso de las recaudaciones de 1931 al «exceso de sexo»[26]. Los productores de Hollywood lo interpretaron exactamente al revés. Cada vez resultaba más evidente que si la industria cinematográfica quería satisfacer a los reformadores no sólo tenía que depurar, sino también renunciar a las películas que abordaran temas sociales y morales. Esta postura, reiterada una y otra vez por Daniel Lord y otros, rara vez se tiene en cuenta en los análisis sobre la censura cinematográfica. Will Hays e Irving Thalberg la entendieron demasiado bien. Al verse presionados, los reformadores tendrían que reconocer que no pedían «buen gusto», sino que exigían la prohibición de todo debate sobre los valores morales cambiantes. Las personas que culpaban al cine de crear problemas sociales no se darían por satisfechas con ningún grado de autolimpieza. Hays lo sabía, pero confiaba en que si incrementaba poco a poco la severidad del Código, el lobby contrario a las películas quedaría como una «pandilla de lunáticos». La fórmula de Lord aporta una visión útil de la mentalidad colectiva de los reformadores. La mayoría de ellos no sabía expresarse, pero sí reconocer lo que no les gustaba cuando lo vetan; Lord se limitó a transmitir lo que esa gente sentía. Pese a que nadie poseía una prueba irrefutable de que el cine era perjudicial, mucha gente creía que podía modificar las conductas. Joy tenía una visión del mundo más abierta y reconocía la existencia de una complejidad que Lord y los demás no querían ver reflejada en la pantalla. No defendía las películas baratas, y estaba dispuesto a censurar una película cuyo contenido ofendiera de un modo innecesario, pero no rechazaba directamente, como pretendía Lord, las películas que abordaban temas controvertidos con inteligencia. Como veremos en el capítulo 4, Joy estaba a favor de las películas de gangsters: eran dramas morales, y para él prohibirlas era «mezquino, estrecho [y] tonto»[27]. A Joy tampoco le preocupaban demasiado las comedias como No Man of Her Own (1932), protagonizada por Clark Gable y Carole Lombard, en la que Gable da vida a un tahúr que se dedica a timar a hombres de negocios. Al verse presionado por la policía, abandona la ciudad a la espera de que se calmen las cosas y se refugia en una pequeña ciudad. Allí se encapricha con la bibliotecaria local (Lombard), a la que persigue sin tregua. Para impresionar a Lombard, Gable se hace pasar por un brillante hombre de negocios de la gran ciudad. Lombard, deseosa de escapar de la monotonía de su pequeña ciudad, se muestra receptiva a las insinuaciones de Gable, aunque no demasiado. Éste se siente frustrado, y cuando Lombard sugiere echarlo a cara o cruz —si sale cara, a la cama, si sale cruz, al altar—, él acepta. Como es evidente, se casan y se van a la ciudad. Lombard, que cree que su marido es un hombre de negocios, le insiste en que se levante temprano por la mañana para ir a trabajar y que se acueste pronto, pero no tarda en descubrir su verdadera profesión y le exige que se busque un empleo honrado. Al final, Gable se entrega a la policía, va a la cárcel para pagar las deudas contraídas con la sociedad y después regresa con su esposa. Todo esto forma parte del argumento de una comedia ligera basada en el tema ancestral de la mujer que regenera al hombre bueno que se ha vuelto malo. No obstante, cuando el padre Lord vio la película en una sala de cine de Saint Louis, «sintió vergüenza» durante toda la función. La película, creía Lord, contenía temas «fundamentalmente malos». «Irrumpí en mi oficina […] y quemé la máquina de escribir», escribió más tarde. No Man of Her Own, le dijo a Hays, era «sucia» y «violaba cada uno de los artículos» del Código al glorificar a un hombre que era «un sinvergüenza, un jugador y un granuja redomado», que vive de las mujeres, las abandona sin piedad y «acosa a la inocencia». La película contiene escenas de seducción y de alcoba «con todo lujo de detalles», las mujeres «tenían que desvestirse» y ducharse «evidentemente para el público masculino», y por el vestuario, añadió Lord con sarcasmo, parecía que todos los productores poseían un montón de acciones en «empresas de lencería». En su opinión, la película fomentaba activamente el pecado y daba una imagen distorsionada de la «rutina de una pequeña ciudad» y de la vida de una joven trabajadora, al presentarlas «como algo tedioso, feo y aburrido». La película entera «era un pecado». La reacción de Lord fue todavía más exagerada porque vio la película un domingo por la tarde, y el público, según él mismo reconoció, «parecía estar pasándoselo en grande»[28]. A Hays y Joy les sorprendió la vehemencia con la que Lord atacó a la película. En efecto, Gable, el héroe, era un canalla. Utilizaba a las mujeres y pretendía utilizar a Lombard, pero el verdadero mensaje era que Lombard vencía al no ceder a sus insinuaciones. La pureza derrotaba a la lujuria. En unas cuantas escenas Lombard y Dorothy Mackaill, que «trabajaba» con Gable, aparecían en ropa interior y, si bien es posible que estas escenas avergonzaran a Lord, es difícil que hayan ofendido a muchas personas. En la película, Lombard y Gable se duchan, pero separados, no juntos. La cámara muestra a Gable hasta la cintura, a Lombard sólo hasta el hombro, ¡y con un gorro de ducha! Quizá lo que disgustó a Lord fue el retrato de una pequeña ciudad norteamericana —con sus trabajos sin futuro, ningún lugar para ir y nada que hacer— en comparación con la vida de las grandes cuidades, con sus chisteras y fracs, clubes nocturnos, champagne y dinero. Pocos la encontraron «sucia». Variety dijo que la película era «entretenida». Según Film Daily, tenía todo lo que «busca el aficionado al cine: dramatismo, romanticismo, comedia […] e interés humano». Desde la gran ciudad, el New York Times definió la película como una visión del «lado más suave de la profesión de jugador»[29]. Nadie comentó las duchas, las seducciones o la ropa interior de seda. Incluso Harrison’s Reports, siempre dispuesta a condenar «las películas inmorales», dijo a los exhibidores que la película era «bastante entretenida» y «provocaba muchas risas»[30]. Pese a la afirmación de Lord de que esta clase de películas era inaceptable en cualquier lugar que no fuera Nueva York o Los Ángeles, las fuentes del sector informaron de que la película «iba muy bien» en Lincoln, Nebraska, y en Saint Louis, donde se dijo que «Gable está arrasando como siempre», y también en Chicago, donde recaudó más de 38.000 dólares en una semana y las localidades costaban entre 35 y 75 centavos[31]. La película reportó unos beneficios muy esperados a las arcas de Hollywood, y eran pocas las personas sensatas que pretendían que la industria dejara de producir este tipo de cine. Joy, que intentaba equilibrar lo que para él era el espíritu del Código con las necesidades prácticas de los productores, a menudo descubría que no podía agradar a ninguno de los dos bandos. El público quería que Lombard y Gable fueran amantes: para eso iban al cine. También iban a ver un espectáculo, y para eso nadie mejor que el viejo amigo de Lord, Cecil B. DeMille. Tras The Ten Commandments (1923), DeMille estrenó The King of Kings (1927), en la que Lord colaboró como asesor técnico. Ambas fueron grandes éxitos. Al finalizar un periodo de producciones independientes, DeMille regresó a la Paramount y a tal fin escogió un tema que sabía que sería un éxito de taquilla: los paganos contra los cristianos, en el que podía combinar «sexo, desnudos, incendios provocados, homosexualidad, lesbianismo, asesinatos masivos y orgías»[32]. La espectacular producción de DeMille The Sign of the Cross abrió un nuevo debate sobre lo que era un espectáculo «moral» o «inmoral». The Sign of the Cross estaba basada en una obra teatral de Wilson Barrett y fue adaptada para la pantalla por Waldemar Young y Sidney Buchman. El reparto contaba con Claudette Colbert en el papel de la sensual y seductora emperatriz Popea, esposa de Nerón, que ansiaba acostarse con Marco Superbo, prefecto de Roma; con Charles Laughton en el papel de Nerón, más interesado por incendiar Roma y asesinar a cristianos que por los escarceos sexuales de su mujer, y con Fredric March como Marco Superbo, que se negaba a acostarse con la emperatriz, no por lealtad al emperador, sino porque estaba encaprichado con una cristiana virgen y devota, Mercia (Elissa Landi). En la película se escenificaba una salvaje orgía romana aderezada con una «danza lesbiana de la tentación», además de una matanza de cientos de gladiadores y cristianos desvalidos para entretener a los romanos sedientos de sangre. The Sign of the Cross era tan violenta que en su estreno en Nueva York algunas mujeres se desmayaron. No obstante, esta combinación de espectáculo, sexo y sadismo fue una mina de oro para DeMille y la Paramount. Como era de prever, arrancó gritos de ira e indignación en los púlpitos de todo el país. DeMille supo visualizar magníficamente el esplendor y la decadencia de Roma. Con un presupuesto de 650.000 dólares, contrató a cuatro mil extras e hizo construir una maqueta en miniatura de Roma, que quemó hasta reducirla a cenizas. El director hizo construir también un enorme anfiteatro para los gladiadores, vació los zoológicos locales de animales salvajes, incluidos leones, tigres y elefantes, encargados de devorar y pisotear a los cristianos, y dio una batida a Hollywood en busca de forzudos, enanos y todo tipo de «monstruos humanos». Por suerte, la ciudad de Los Ángeles disponía de una buena cantidad de estos ejemplares. Ninguna película de DeMille estaba completa sin una hermosa mujer tomando un baño, y The Sign of the Cross no fue una excepción. DeMille empleó mucho tiempo y energía para construir una enorme bañera inspirada en los modelos romanos, la llenó de leche de verdad y durante cuatro días filmó a Claudette Colbert rodeada de un grupo de hermosas siervas en medio de un lujoso decorado. Por desgracia para la actriz y el equipo, el calor de los reflectores convirtió la leche en queso; pero Claudette Colbert era una veterana e hizo que el apestoso baño pareciera «sorprendentemente erótico»[33]. El vestuario, diseñado por Mitchell Leisen, era hermoso, sencillo y modesto y exudaba erotismo. DeMille y Leisen recurrieron a la moda para ilustrar la diferencia entre los valores cristianos y paganos. El padre Lord, que había colaborado con DeMille en The King of Kings, ya se lo temía. Cuando se enteró del proyecto, escribió al director para rogarle que no «convirtiera a los paganos en seres despabilados, atractivos y de sangre caliente y a los cristianos en santos de yeso»[34]. DeMille no le hizo caso. Claudette Colbert y las mujeres imperiales de Roma eran increíblemente guapas y no les daba vergüenza lucir túnicas transparentes que les dejaban la espalda al aire, con escotes hasta la cintura por delante y con una raja hasta el muslo por los lados. Al moverse, los vestidos se abrían y la cámara se detenía amorosamente en las piernas y los senos de las actrices. Por el contrario, las mujeres cristianas llevaban vestidos sencillos que las tapaban desde la cabeza hasta los pies. Como explicó DeMille, el vestuario simbolizaba «el bien frente al mal». Sus críticos repusieron que era pura hipocresía ideada para enseñar el máximo de carne posible. El sexo en abundancia y las matanzas de cristianos parecían ser el pan de cada día en la vida cotidiana de Roma. La trama en sí puede resumirse más o menos como sigue: Claudette Colbert quiere seducir a Marco. Coquetea con él y a la menor oportunidad se le echa encima. Marco, valiente guerrero y excelente amante, rechaza sus avances pues en realidad desea a una hermosa cristiana virgen, Mercia. El rechazo de ésta lo deja consternado. Criado en la Roma pagana, Marco nunca había sido rechazado por una mujer. Con el ego masculino por los suelos, descubre que lo que le da fuerzas a Mercia para resistirse es su religión. Con tal de hacerla renegar de sus creencias y llevarla a la cama, Marco organiza una orgía; pero ni siquiera este ambiente de frenesí y libertinaje (que DeMille preparó con gran detalle), en el que mujeres y hombres borrachos y medio desnudos se tambalean y caen unos encima de otros, consigue tentar a Mercia. En un último intento desesperado de someterla, Marco recurre a Ancaria (Joyzelle Joyner), la más hermosa lesbiana de Roma, para que la seduzca bailando su infame danza de la «luna desnuda», pero Mercia se muestra indiferente ante las piruetas de la hermosa seductora. Su fe le permite seguir siendo pura. Marco toma conciencia entonces de la tremenda fuerza de la nueva religión y el deseo que sentía por Mercia se convierte en respeto y amor. Cuando descubre que centenares de cristianos, incluida Mercia, serán utilizados como cebo para una gran batalla de gladiadores, le ruega a Nerón que perdone a su amada. Nerón está a punto de acceder, pero Popea, viendo una última oportunidad para quedarse con Marco, convence a su marido de que no lo haga. En la arena donde se ha iniciado la matanza, en medio de un frenesí de sangre, la multitud vitorea enloquecida mientras los leones devoran y los elefantes pisotean a los cristianos. Hermosas amazonas ejecutan a pigmeos. Se ve a una muchacha cristiana prácticamente desnuda encadenada a un poste: es el juguete de un enorme gorila. La emperatriz Popea está encantada con el espectáculo; muy excitada —ha tramado que Mercia sea la última cristiana en ser sacrificada—, cree que así Marco se olvidará de la muchacha y se arrojará a sus brazos. Pero éste, sin que Popea lo sepa, ha decidido unirse a su amada en la muerte. En la última escena, la joven y el prefecto de Roma entran en la arena cogidos de la mano. Popea es derrotada. La cristiandad, la virtud, la moral y la humildad han vuelto a triunfar sobre las tentaciones de la carne. Ese era el punto de vista de DeMille. 2. Fredric March y Claudette Colbert en The Sign of the Cross, de Cecil B. DeMille. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Variety publicó que la película era el «intento más atrevido de poner cebos a los censores» y predijo con razón que iba a «marear a los elementos religiosos antes de decidir qué postura adoptaban»[35]. «Nauseabunda», gritó Commonweal. «Intolerable», dijo el padre Lord[36]. «Altamente ofensiva», acusó un representante de B’nai B’rith, y un eminente pastor protestante de Nueva York consideró que la película era «repelente y nauseabunda», así como «barata, […] asquerosa, atrevida e inmunda». La Paramount recibió una avalancha de protestas de los Caballeros de San Juan de Lorain, en Ohio, de las Hijas de Isabella de Owensboro, en Kentucky, y de otras organizaciones religiosas y femeninas[37]. Martin Quigley condenó la película en su Motion Picture Herald [38]. La publicación jesuíta America calificó la danza de la «luna desnuda» como «la secuencia más desagradable jamás aprobada por los censores de Hollywood»[39]. Southern Messenger pidió a los católicos que boicotearan la película y dijo que era «una absoluta inmundicia»[40]. Muchos clérigos católicos de todo el país coincidieron con el obispo de Cleveland, Joseph Schrembs, que eligió una misa de Noche Vieja para atacar la película, a la que calificó de «hipocresía condenable»[41]. En vista de semejante reacción, resulta extraño que el guión no provocara tanto escándalo cuando fue enviado a Joy para su inspección. El censor de Hollywood no tuvo nada que objetar a las escenas en la bañera, la orgía, la danza lesbiana o la matanza de cristianos. No obstante, expresó cierta preocupación por la escena de la «chica desnuda» atada al poste y a punto de ser violada por un gorila[42]. Al aplicar el Código, Joy consideró que el mensaje general de la película era moralmente aceptable; por tanto, le dio a DeMille cierta libertad de acción para mostrar las tentaciones utilizadas para apartar a los cristianos de su fe. Por ejemplo, le dijo a la Paramount que no se oponía a la danza en la orgía porque la interpretaba como un intento fallido de «tentar» a la muchacha cristiana; sin embargo, advirtió al estudio que a lo mejor los Consejos de Censura estatales no estarían de acuerdo con él[43]. Joy informó a Hays de que, pese a que la película iba a levantar polémicas, DeMille se había «abstenido […] de excederse con las orgías romanas»[44]. DeMille escribió en su autobiografía que Will Hays se puso en contacto con él durante la polémica por la danza de la «luna desnuda». Según DeMille, Hays, que estaba de acuerdo con Martin Quigley, quería saber qué pensaba hacer con esa escena. «Will —le dijo el director—, escucha mis palabras con atención porque es posible que quieras citarlas. Absolutamente nada»[45]. Quizá lo dijo; quizá no. Con los directivos de la Paramount DeMille fue más cauto: a George J. Schaefer le dijo que se oponía a cualquier corte; le recordó que la gente que quería cortes era la misma que se había opuesto a The Ten Commandments y a The King of Kings. «¿Cuántas personas no irían al cine hoy en día por culpa de una danza sensacionalista?», preguntó. No obstante, DeMille era, por encima de todo, un práctico hombre de negocios. Le dio permiso a Schaefer para que realizara todos los cortes que creyera necesarios si, en su opinión, la cinta original podía «perjudicar la recaudación»[46]. No toda la opinión pública estuvo en contra de DeMille y la Paramount. Del mismo modo que el público discutía sobre los gangsters del celuloide, también manifestaba puntos de vista opuestos sobre las lecciones morales que debían desprenderse al ver el libertinaje de los paganos en la pantalla. Preocupada por la opinión de los católicos, la Paramount buscó activamente un apoyo religioso a The Sign of the Cross. El padre Louis Emmerth, del Colegio Marista del norte del Estado de Nueva York, aprobó la película, ¡y la vio cuatro veces! El padre Joseph Dufort, de Ironwood (Michigan), llevó a sus monaguillos a verla porque le pareció que era una fuente de «instrucción religiosa». El padre McGabe, de Portland (Oregon), instó a todos su parroquianos a que fueran a ver la película, que también fue aprobada por los católicos de la Archidiócesis de Nueva Orleans[47]. Los Consejos de Censura estatales tuvieron pocos motivos para protestar. Kansas y Pennsylvania aprobaron la película sin cortes, y en los demás Estados sólo sufrió pequeños cambios (se suprimieron la escena de la bañera y la de la chica con el gorila). Mordaunt Hall, del New York Times, alabó la película porque era «un espectáculo visual sorprendente»[48]. Harrison’s Reports, que normalmente arremetía contra las películas «inmorales», dijo a los exhibidores que «nadie podía dejar de ver» The Sign of the Cross, donde las orgías eran escenificadas «con delicadeza»; por otra parte, la publicación creía que muy pocos comprenderían la «danza lesbiana». La violencia, proseguía la reseña, «al igual que la violencia en I Am a Fugitive From a Chain Gang, en Frankenstein y Dracula», no debía «perjudicar a las taquillas»[49]. The Sign of the Cross no fue una excepción. Pese a que se estrenó en 1932, en plena Depresión, el público pagó un dólar y medio para verla. El día del estreno era feriado bancario en todo el país, y hubo un lleno total; las salas se vieron obligadas a aceptar pagarés de los clientes que no pudieron sacar dinero del banco. Al parecer, nadie se sintió defraudado. The Sign of the Cross llevó millones de dólares a las arcas de la Paramount en un momento en el que el estudio se enfrentaba a la bancarrota. DeMille volvió a consolidarse como un director taquillera con su espectáculo bíblico. En el verano de 1932, Joy llevaba cinco años trabajando con los productores y los Consejos de Censura estatales. Frustrado por su situación sin salida, le dijo a Hays que dimitía y que aceptaba un cargo ejecutivo en la Fox, aunque permanecería en la Comisión hasta que Hays nombrara a un sucesor[50]. La dimisión de Joy dio pie a un aumento de las críticas que acusaban a la industria de no imponer su propio Código. Quigley advirtió a Hays, en un hiriente editorial del Motion Picture Herald, que la situación en aquel momento era un «portento de peligro». La industria iba a perder su posición de fabricante de entretenimiento masivo si seguía ofreciendo un producto «que repugna a los ideales [51] norteamericanos» . Cuando Hays le respondió pidiéndole que le recomendara a alguien para sustituir a Joy, el director del Herald volvió a arremeter contra él por negarse a aplicar el Código. «A mi entender —escribió Quigley—, el proyecto del Código se ha convertido en un desastre» y la culpa «[…] es sólo suya». Quigley advirtió a Hays que, si no obligaba a los productores a tomarse el Código en serio, «millones de espectadores y miles de personas de importantes instituciones religiosas, sociales y educativas le atribuirían la responsabilidad»[52]. Joe Breen, ayudante de relaciones públicas de Hays en Los Angeles y asistente ocasional de Joy, estaba de acuerdo con Quigley. Se quejó al padre Wilfrid Parsons de que «aquí a nadie le importa el Código ni ninguna de sus disposiciones». Dando rienda suelta a su frustración, Breen afirmó que Hays les había dado a todos «gato por liebre cuando nos presentó el Código». Pero Breen también culpaba a los judíos de Hollywood; admitía que Hays hubiera realmente creído que «esos malditos judíos iban a obedecer las disposiciones del Código, pero si lo hizo, entonces tendrían que censurarlo a él por su absoluto desconocimiento de esa raza». Breen acusó a los judíos de no conocer siquiera el significado de la palabra moralidad: Sólo son una pandilla de malvados que no respetan nada que no sea ganar dinero […] Aquí [en Hollywood] prolifera el paganismo en su forma más virulenta. Las borracheras y las orgías son cosa de cada día. Hay una perversión sexual galopante […] está plagado de directores y estrellas pervertidos […] Estos judíos parece que sólo piensan en el dinero y en la indulgencia sexual. Aquí el pecado más vil es la indulgencia para todos, y los hombres y las mujeres que se meten en este negocio son los mismos que deciden cómo tiene que ser el cine de este país. Ellos y sólo ellos toman la decisión. El noventa y cinco por ciento de estas personas son judíos inmigrantes de la Europa oriental. Son, con toda probabilidad, la escoria de la tierra[53]. La vehemencia de estos comentarios dirigidos a un sacerdote católico es sorprendente; no obstante, la corriente larvada de antisemitismo y la acusación a los judíos de ser los responsables de las películas «inmorales» eran una característica destacada de la campaña a favor de la censura. El canónigo Chase fustigó al «elemento judío» en sus ataques a la industria. Breen salpicaba sus cartas de comentarios antisemitas, y los documentos disponibles no revelan que los destinatarios sintieran rechazo por tales observaciones. Eso no significa que compartieran los puntos de vista de Breen; sólo demuestra que no se oponían lo suficiente como para protestar (en el capítulo 6 se abordan más ampliamente las relaciones entre el antisemitismo y la censura cinematográfica). La primera persona elegida por Hays para sustituir a Joy fue Carl Milliken, su asistente ejecutivo. Milliken rechazó la oferta, diciéndole a Hays que su temperamento «tendería hacia una combatividad demasiado grande y a hacer pocas concesiones en cuestiones de interpretación […] y eso puede ser especialmente grave durante los próximos meses, cuando la necesidad económica tentará de un modo inevitable a los productores a hacer películas sensacionalistas y taquilleras». Lo más probable es que Milliken fuera consciente de la naturaleza de callejón sin salida del cargo. Sugirió a Hays que permitiera que los asistentes de Joy, Lamar Trotti y Joe Breen, dirigieran la Comisión, y que Hays se dedicara más al trabajo de cada día[54]. Hays finalmente resolvió el problema cuando anunció que el doctor James Wingate, censor jefe del Departamento Estatal de Educación en Nueva York, había aceptado el cargo. Licenciado en el Union College, Wingate había participado en la censura cinematográfica de Nueva York desde 1927. Se oponía con firmeza a las películas de gangsters, pero había trabajado con eficacia junto a la MPPDA para conseguir que las películas fueran aprobadas para el lucrativo mercado neoyorquino. Hays confiaba en que la experiencia de Wingate como censor estatal le permitiera colaborar con los estudios de un modo eficaz. Como una señal ominosa para Hays y la industria cinematográfica, el descontento católico con Hollywood empezó a aflorar por todo el país. Pese a que católicos como Lord y Quigley habían intentado colaborar con Hays, la jerarquía eclesiástica siempre había guardado las distancias; esta situación empezó a cambiar en 1931-32. La publicación nacional de los Caballeros de Colón, Columbia, preguntó: «¿Alguien sabe lo que ha pasado con el Código?»[55]. Catholic Action dijo a los lectores que las películas seguían siendo tan moralmente «subversivas y destructoras de los principios cristianos» como antes[56]. El Consejo Nacional de Hombres Católicos protestó por «el claro llamamiento [de Hollywood] a la lujuria sexual» y la manera de ridiculizar «los principios sagrados que han hecho que el padre y la madre, el hogar y los hijos, la modestia, la integridad personal, la disciplina y la probidad sean palabras de honor entre nosotros»[57]. Las Hijas Católicas de América condenaron las películas por perniciosas[58]. Ave Maria pidió a los católicos que expresaran su desaprobación boicoteando las películas inmorales[59]. El nombramiento de Wingate provocó la respuesta inmediata de America, la prestigiosa publicación jesuíta dirigida por el padre Wilfrid Parsons. En una «Carta abierta al Dr. Wingate», America le exigió a éste que elevara el tono moral de las películas. «Hace cuatro o cinco años el cine exaltaba a la virgen; hoy glorifica a la libertina». Citó Possessed como un ejemplo del tipo de película que, al parecer de America, corrompía la moralidad norteamericana. Pese a que en Possessed no había ni una sola frase o escena objetable, condenó la trama entera porque la «unión culpable» entre Gable y Crawford se presentaba como algo «tierno, profundo, hermoso, magníficamente leal» y como una relación colmada «de felicidad». El resultado era que el público «se veía inducido a simpatizar con los pecadores y a aprobar sin reservas su amor». America concluía su ruego a Wingate esperando que 1933 trajera consigo un cambio notable en el contenido de las películas. Al cabo de poco menos de un año, la revista jesuíta pediría la sustitución de Wingate y la Iglesia católica lanzaría su campaña de la Legión de la Decencia, que obligaría a Hollywood a imponer una severa censura a su producto[60] (véase al respecto el capítulo 6). Wingate, que asumió la responsabilidad de interpretar el Código a finales de octubre de 1932, no hubiese podido acceder al cargo en un momento más difícil. Apenas se había instalado en su despacho cuando los estudios de la Paramount le consultaron acerca de la posibilidad de rodar una película basada en la obra teatral de Mae West, Diamond Lil. En 1933, Mae West apareció en Hollywood como la mujer que mejor personificaba la revolución sexual de la década anterior. A West no la mantenía ningún hombre, no necesitaba salir desnuda para sugerir sexualidad, y entusiasmaba a la vez que enfurecía a los espectadores por su manera de desafiar la tradición. Si había una artista en Estados Unidos que personificara lo que los reformadores del cine y del Código no querían, ésa era Mae West. Reina de los dobles sentidos, West había deleitado y escandalizado al público teatral durante años con su humor procaz. Tras una larga carrera en el vodevil, West escribió y protagonizó Sex, estrenada en Broadway en 1926. Pese a que la prensa local se negó a anunciar la producción, se representaron 375 funciones antes de que las autoridades de Nueva York llegaran a la conclusión de que la obra estaba «corrompiendo la moralidad de la juventud». West fue detenida, le pusieron una multa de 500 dólares y la condenaron a diez días de cárcel. Sin dejarse intimidar por lo que ella consideraba una actitud malsana hacia el sexo, escribió The Drag, una visión seria de la homosexualidad, que se representó con éxito en Nueva Jersey pero fue prohibida en Broadway[61]. Pese a que Sex y The Drag le proporcionaron fama, fue Diamond Lil y su interpretación de una artista de lupanar de finales del siglo lo que le procuró el respeto y la admiración del público y de la crítica de Nueva York. En el papel de Bowery Jezebel, West es la amante de un matón de Nueva York cuyo club nocturno es una tapadera para la trata de blancas. En la obra, ella mata accidentalmente a una mujer perteneciente a la banda, seduce a un capitán del Ejército de Salvación que resulta ser un policía secreto, ¡y al final se va a vivir con él y acaba felizmente! West deleitó al público con sus números musicales agresivamente sensuales, como «Frankie and Johnny», «Easy Rider» y «A Guy What Takes His Time». Un crítico juzgó la obra como «bastante necia», pero vio que West estaba tan «viva en el escenario como cualquier persona en la vida real; brilla, sorprende —escandaliza, si lo prefieren — compromete y confunde». Diamond Lil, escribió New Republic, era una «broma del teatro popular sobre nuestro teatro culto»[62]. Ése fue el punto fuerte de Mae, y también la causa de su caída. Se burlaba de la sociedad, sobre todo de la gente que deseaba reprimir cualquier discusión sobre la sexualidad. Al convertirse en agresora, en la mujer que iniciaba la seducción, desafió la idea tradicional de la mujer como miembro pasivo de la pareja y desinteresada por el sexo. El papel que West se creó para sí misma era el de una mujer que disfrutaba con el sexo, que dominaba a los hombres, no a través de su cuerpo sino a través de su cerebro: simplemente se burlaba de ellos. A las mujeres les encantaba, y la adoraban. Su humor mordaz hacía que las relaciones entre ios hombres y las mujeres les resultaran divertidas, y los hombres quedaban como unos tontos y débiles. En una cultura que desarrollaba y perfeccionaba la imagen de la «rubia boba», Mae West asumía un papel de contrapeso de la cultura popular y deleitaba a la mayoría del público, a la vez que indignaba a los reformadores. Si bien, como han sugerido algunos historiadores, no fue responsable de la creación de la Production Code Administration, de Joseph Breen, ni de la Legión Católica de la Decencia, contribuyó, al igual que DeMille, a definir los límites de la expresión cinematográfica. Una artista tan popular y polémica como la West ejercía una atracción natural hacia la industria cinematográfica. Su talento, no obstante, no se había adaptado con facilidad a la pantalla en la era del cine mudo. Fue la introducción del sonido lo que hizo que Mae West resultara atractiva para Hollywood. En 1930, la Paramount pidió permiso a la Oficina Hays para llevar a Mae West y su producción Diamond Lil a la pantalla. El estudio recibió la noticia de que la Oficina Hays había prohibido la obra por «las situaciones dramáticas vulgares y los diálogos altamente censurables», que darían lugar a una película «inaceptable»[63]. Debido al éxito de taquilla en 1930, el estudio había aceptado la autoridad de Hays; pero en 1932 la situación había cambiado por completo[64]. En vista de la crisis económica, no se podía pasar por alto a una personalidad potencialmente taquillera como Mae West. La Paramount tenía que hacer frente a los pagos de una deuda superior a cien millones de dólares, y en 1932 sufrió unas pérdidas de 21 millones de dólares. El estudio estaba desesperado por sacar más éxitos como The Sign of the Cross, de DeMille. Pese a su plantilla de estrellas, que incluía a Marlene Dietrich, Carole Lombard, Claudette Colbert, Kay Francis, George Kaft, Gary Cooper, Fredric March y Cary Grant, las películas de la Paramount iban a la zaga en las taquillas. La crisis económica también provocó una reorganización interna: el jefe de producción B.P. Schulberg fue despedido; a Jesse Lasky, uno de los fundadores de la industria, se le facilitó la jubilación; y Emanuel Cohen fue contratado para que diera sabor a los productos de la Paramount[65]. Ni Cohen ni West sentían un gran respeto hacia las fórmulas de Hays. Una de las primeras decisiones que tomó Cohen como jefe de producción fue la de traer a Mae West a Hollywood. Cuando se bajó del tren en Los Angeles, la West declaró a los sorprendidos periodistas: «No soy una niña pequeña de una ciudad pequeña que viene a triunfar en una gran ciudad. Soy una niña grande de una ciudad grande que viene a triunfar en una ciudad pequeña». Debutó en el cine con Night After Night (1932), donde se le asignó un papel pequeño, el cuarto del elenco, pero nadie fue capaz de eclipsarla. Se deslizó por la película con su inolvidable movimiento de caderas, sus ocurrencias graciosas y, como admitió el protagonista George Raft, «lo robó todo menos la cámara». Animado por el entusiasmo que despertó West y todavía más por los ingresos de taquilla, Cohén le ofreció 100.000 dólares para rodar otra película. Ella aceptó, pero insistió en que la película fuera Diamond Lil. West ya se había enfrentado a la censura de Nueva York y no temía a Hollywood. Había hecho algo por el teatro que jamás se les había pasado por la cabeza ni siquiera a los magnates hollywoodenses más liberales: había ido a la cárcel[66]. Técnicamente, la Paramount no podía producir una versión cinematográfica de Diamond Lil mientras ésta estuviera en la lista de prohibiciones de la MPPDA; pero 1932 fue un año nefasto para millones de personas, incluidos los ejecutivos de la Paramount, que siguieron adelante con los planes de producción sin contar con la aprobación de Hays ni de los censores de Los Angeles. Incluso pese a que Hays le recordó a Adolph Zukor que el estudio estaba violando las directrices de la MPPDA, el 21 de noviembre de 1932 la Paramount inició la producción del guión escrito por West y John Bright. Wingate se negó a leer los guiones presentados por la Paramount hasta que el estudio no hubiera recibido la autorización de la MPPDA; la Paramount se negó a solicitarla y siguió adelante con la producción. Este atolladero se resolvió cuando en una junta especial, la Oficina Hays aprobó Diamond Lil oficialmente con la condición de que no se usara el mismo título, que no se retratara a West como una «mantenida», que no se identificara al joven misionero como miembro del Ejército de Salvación y que se evitara el tema de la «trata de blancas»[67]. Wingate colaboró con el estudio durante la producción para suavizar la película eliminando referencias al pasado de Lady Lou (Mae West), sustituyendo la trata de blancas por falsificaciones y recomendando que la película se presentara como una «comedia» en lugar de un drama serio. Como es obvio, la Paramount y la West no tuvieron ningún problema con el último requerimiento. She Done Him Wrong se rodó en sólo dieciocho días y con un coste de 200.000 dólares, de los cuales West cobró la mitad. La película se hizo tan deprisa que Wingate tuvo pocas oportunidades para reaccionar frente el guión o las letras de las diversas canciones interpretadas por West para realzar su actuación. En cambio, insistió en que se cortaran unos versos de «A Guy What Takes His Time»[68], pero, como advirtió Variety en el caso de West la letra de una canción era lo de menos porque era incapaz de cantar una «nana sin que resultara sexy»[69]. Wingate se dio cuenta de ello cuando asistió al estreno en febrero de 1933. El escenario era «el indecente barrio de Bowery en los alegres años noventa». Mae West es la hermosa Lady Lou, cantante del club de Gus Jordán (Noah Beery, sr.). Lou es oficialmente la chica de Jordán, si bien todos los que la conocen se enamoran de ella de inmediato. Jordán, sin que Lou lo sepa, dirige un negocio ilegal utilizando el club como tapadera. Pese a que nunca se dice claramente, es obvio que Jordan y la rusa Rita (Rafaella Otiano), junto con su amante Serge Stanieff (Gilbert Roland), se dedican a la trata de blancas, además de a la falsificación, un crimen más aceptable para el cine. Cuando una joven intenta suicidarse en el local, Lou la ayuda inocentemente y la pone en manos de Rita, que le pregunta con lascivia si alguna vez ha oído hablar de «la Costa Bárbara». A pesar de que las intenciones de Rita son evidentes para el público, la escena también demuestra que Lou desconoce las actividades criminales que se llevan a cabo en el club. Sólo es una cantante que llena la sala todas las noches. Y sus canciones son de lo más provocadoras: ante un público compuesto de hombres canta «A Guy What Takes His Time»; la letra (de Ralph Rainger) era evidente, clara —al igual que la del moderno éxito de las Pointer Sisters «Slow Hands»—, y aún más interpretada por West. Mae, como siempre, se burla de la libido y el ego masculinos: mientras canta, un grupo de hermosas jóvenes recorre la habitación robando las billeteras a los hombres. Estos no sospechan nada mientras Mae gime: A guy what takes his time I’ll go for any time. A hasty job really spoils the master’s touch I don’t like a big commotion. I’m a demon for slow motion or such Why should I deny That I would die To know a guy what takes his time? There isn’t any fun In gettin’ somethin’ done If you’re rushed when you have to make the grade. I can spot an amateur Appreciate a connoisseur at his trade Who would qualify No alibi To be a guy what takes his time. A un tío que se toma su tiempo lo elegiré siempre. Un trabajo rápido estropea el toque del maestro. No me gustan las grandes conmociones. Soy un demonio para el movimiento lento. ¿Por qué habría de negar que me moriría por conocer a un tío que se toma su tiempo? No es nada divertido hacer algo si te dan prisas para lograr lo que te propones. Sé detectar a un aficionado y apreciar a un experto en el oficio que le permite ser sin excusas un tío que se toma su tiempo. Mientras Mae canta, en la calle corre el rumor de que ha llegado a la ciudad un nuevo policía, el «Halcón» (Cary Grant), que persigue a Jordan y su banda. El «Halcón» se disfraza de joven misionero: ahora es el capitán Cummings, y finge dirigir una misión (pero no del Ejército de Salvación) al lado del club de Jordan. La seriedad de Grant es perfecta para la agresiva West. Cuando se conocen, ella le susurra: «¿Por qué no vienes a verme un día de estos? Estoy en casa todas las noches». Él finge desinterés y West replica: «Tú sí que eres fácil». Más tarde, Cummings la toma por una bromista; cuando le pregunta si alguna vez ha conocido a un hombre capaz de hacerla feliz, West responde: «Claro, muchas veces». Desde luego, no es una coqueta tímida y gazmoña. La escasa trama avanza rápidamente. El capitán Cummings está loco por Lou. Cuando ésta va a visitar a su antiguo novio en la cárcel, es como si estuviera en su casa: todos la conocen. Es una mujer de mundo. Un nuevo conflicto amoroso surge cuando Serge Stanieff, el amante de Rita, le declara su amor a Lou y le regala una joya de aquélla. Al enterarse, Rita se enfurece y le saca un cuchillo a Lou. Las dos mujeres se pelean y Rita muere. Cuando Lou y su guardaespaldas se deshacen del cuerpo, ella dice (se supone que al público): «Estoy haciendo algo que nunca había hecho». De ese modo, la muerte de Rita queda como un accidente, no como un asesinato a sangre fría. El gran final llega cuando la policía toma declaración a algunas de las muchachas que han sido víctimas de Jordan y de la difunta. El «Halcón» aparece en el bar, ordena una redada, detiene a la banda y se acerca a Lou con unas esposas. «¿Crees que realmente son necesarias? —pregunta ella—. ¿Sabes?, yo no he nacido con esposas». Sacudiendo la cabeza, Cummings responde: «No. De haber sido así, muchos hombres habrían estado más seguros». Con una sonrisa y la mano en alto, Lady Lou replica: «No lo sé. Las manos no lo son todo». Mientras los dos se alejan en un carruaje, quizá a la cárcel, quizá a un hotel, el «Halcón» le enseña a Lou un anillo de diamantes. Ella lo acepta y él dice: «Serás mi prisionera y yo tu carcelero durante mucho, mucho tiempo, niña mala». Por supuesto, Lou tiene que soltar la última frase. Sonríe con malicia y dice: «Ya te enterarás». «Salvo el título, no hay grandes cambios, pero no se lo dígan a Will Hays», se burló Variety[70]. El censor Wingate estaba preocupado. Conocía, por supuesto, la presión a la que la Paramount había sometido a Hays, y también era consciente de los problemas económicos del estudio. Aun así, advirtió al estudio que la película «se exponía a desagradar a […] los Consejos de Censura y a personas con cargos públicos». La protagonista «queda como una persona que primero comete un asesinato y después colabora para ocultar el cadáver». En flagrante violación del Código, ninguno de los dos crímenes es castigado. Asimismo, Wingate advirtió al estudio que se preparara para eliminar la canción «A Guy What Takes His Time»[71]. En un telegrama le dijo a Hays que no estaba convencido de que «ese tipo de películas le haga bien a la industria», pero también reconoció que cuando vio la película en una sala de Los Angeles el público no cesaba de reír y parecía pasárselo en grande con Mae West[72]. 3. Cary Grant y Mae West en She Done Him Wrong. Wingate tenía razón en dos aspectos: los Consejos de Censura se enfurecieron y los admiradores de West colapsaron las taquillas en todo el mundo. Cuando sus antiguos colegas del Consejo de Censura de Nueva York oyeron a la West cantando «A Guy What Takes His Time», mandaron un telegrama a su amigo: «¿Has analizado la letra de la canción?». Wingate repuso tímidamente que ya se lo había advertido a la Paramount[73]. En cuanto Nueva York, Ohio, Maryland, Massachusetts y Pennsylvania retiraron la canción de las copias exhibidas en esos Estados, Hays intervino en la refriega y colaboró en privado en Nueva York con Adolph Zukor, de la Paramount, para reducir la canción a «la aparición de Mae West, el verso inicial y el último»; Hays esperaba que así se acabaría la mayor parte de la irritación[74]. Pese a la depuración, el público de Ohio y Pennsylvania se perdió la mayoría de las frases ingeniosas de West: los censores las habían suprimido. La película fue prohibida en Atlanta y rechazada por Australia, Austria y Finlandia[75]. Pero la verdadera historia de She Done Him Wrong no reside en que se hayan eliminado unas cuantas frases, ni en que haya sido prohibida en algunos lugares, sino en su sorprendente popularidad. West se convirtió en una figura de culto a escala internacional. Pese a que los pastores, los clubes de mujeres y los censores locales y estatales la condenaron por inmoral, la policía de Nueva York, que había detenido a West por sus representaciones teatrales, tuvo que controlar a las multitudes que intentaban comprar las entradas para ver la película, que recaudó más de dos millones de dólares en menos de tres meses. Al cabo de seis meses se habían representado más de seis mil funciones y se habían batido los records de taquilla en todas partes. La gente estaba tan desesperada por ver a la West que Night After Night fue relanzada con más de cinco mil programaciones. El éxito no se limitó a los Estados Unidos, fue también internacional, universal. Los espectadores de Londres y París invadieron las salas para comprar entradas, y gozó de igual popularidad en las pequeñas ciudades de Estados Unidos y en los centros internacionales europeos. Desde Kasson (Minnesota), el propietario de una sala de cine declaró que la película «agradaba a casi todo el mundo», y que había sido la que más dinero había recaudado en todo el año. Desde Adair (Iowa), el propietario de la sala advirtió que cuando la West soltaba sus famosos «ven a verme un día de estos» y «tú sí que eres fácil», «la sala se venía abajo». «A uno le entran ganas de ronronear», se decía en Rob Wagner’s Scripts[76]. Pese a su prohibición en Atlanta, Frank Daniel, crítico de cine del Atlanta Journal, «recomendó encarecidamente» la película y escribió unos comentarios feroces sobre el Consejo de Censura, que según él había «perdido la dignidad para convertirse en una entidad molesta, entrometida, vengadora y mezquina»[77]. La mayoría de los habitantes de Atlanta coincidieron con él: una pequeña sala justo en las afueras de la ciudad hizo el negocio de su vida con She Done Him Wrong. En el verano de 1933, la West había batido todos los records de taquilla establecidos por Garbo y Dietrich. Ambas estrellas, de vacaciones en Europa, regresaron de inmediato a Hollywood[78]. Como era de esperar, después de ver She Done Him Wrong, el padre Lord dirigió una nueva protesta a Hays en la que se quejaba de que la película violaba su Código en todos los sentidos. Hays se mostró comprensivo y reconoció que la película «ilustra prácticamente todos y cada uno de nuestros problemas». Tras explicar sus infructuosos intentos de apartar Diamond Lil de la pantalla, le pidió a Lord que entendiera que los problemas económicos de la Paramount eran tan graves que el estudio fue autorizado a arriesgarse con Mae West. Hays también le recordó que los críticos habían «aclamado unánimemente» la película como una «comedia espléndida» y, lo que era más importante, estaba «batiendo los records de taquilla»[79]. West era demasiado famosa como para que en 1933 pudiera frenarla un Código. El estudio se lanzó a producir otra película, I’m No Angel, para satisfacer a sus millones de admiradores. Wingate miró el guión por encima y, tras declarar que «no contenía ninguna escena de sexo objetable», no pidió cambios. Tuvo pocos contactos con el estudio durante la producción y, salvo unas cuantas modificaciones en las letras de las canciones, el guión no se modificó. Cuando Wingate fue invitado a ver el producto final, informó a los directivos de la Paramount de que «disfrutó con la película», que cumplía su función de entretener; por lo demás, le pareció que acataba el Código. A Hays le dijo que había que «felicitar» al estudio porque el film no contenía ninguna escena «dudosa»[80]. Aprovechando la imagen de niña mala de la actriz, I’m No Angel —algo que todo el mundo ya sabía de West— llegó a las pantallas en otoño de 1933. Esta vez el escenario es una carpa de circo. West encarna a Tira, una artista en una feria ambulante, una especie de bailarina y presentadora en la sórdida atracción ambulante de Big Bill Barton. Como actividad suplementaria, ella, junto con su compinche, atraca a los tontos incapaces de resistir sus encantos, pero se le acaba la suerte cuando uno de los tontos, después de recibir un golpe en la cabeza, se recupera y acude a la policía. Cuando se ve a merced de su jefe (Edward Arnold), que la ayuda a huir de la policía, Tira accede a actuar de domadora de leones. El circo se presenta en Nueva York y, cuando Tira entra en la jaula y hace restallar el látigo, toda la ciudad enloquece. Como siempre, los hombres se pelean por sus favores, y ni siquiera los leones pueden con ella. Cuando entra en la jaula, las bestias salvajes actúan igual que los humanos: pasan por el aro en cuanto ella se lo ordena. El toque romántico lo proporciona Jack Clayton (Cary Grant), un joven y afable millonario que se enamora de Tira. Los dobles sentidos son picantes y contundentes: «Cuando soy buena, soy muy buena, pero cuando soy mala, soy mejor», alardea. Cuando se le acusa de «conocer» a muchos hombres, Tira, en lugar de protestar, replica: «No se trata de los hombres en mi vida, sino de la vida en mis hombres». Y así sucesivamente. Era la West en toda su pureza, sin censura, obscena para los principios de la época, pero siempre genial y, aunque no fuera del todo decente, divertida. Al público le encantó, algunos críticos la alabaron y otros la pusieron por los suelos. Mordaunt Hall, en un artículo para el New York Times, alabó a West por su «destacado ingenio», y la película por ser «un espectáculo rápido como el fuego, con un humor desvergonzado pero totalmente contagioso». Martin Quigley debió de palidecer cuando los periodistas de su Motion Picture Herald recomendaron a los propietarios de las salas de cine que «iluminaran el nombre de la estrella en la marquesina». Variety criticó el argumento, pero advirtió a los propietarios de las salas que se prepararan para la avalancha de admiradores. El Tribune, de Nueva Orleans, vio a West como una actriz que «le ha cogido el truco a satirizar a las extravagantes criaturas que representa. Y eso sólo pone en peligro la moralidad de los que carecen de sentido del humor». El New Republic declaró que West era la mejor actriz de Hollywood junto a Charlie Chaplin. «Su sentido del tiempo no tiene igual», escribió Stark Young. ¿Era obscena?, se preguntó. No, concluyó, porque su poder se basaba en su ingenio, no en el «egotismo indecente» que marcaba tantas películas norteamericanas. Young comentó además que el público se ponía a reír anticipándose a las ocurrencias de West. Sus admiradores veían las películas una y otra vez, y se podía adivinar el placer en los rostros de los espectadores cuando preveían un chiste de West. Al concluir su artículo, Young escribió: «Pensar en I’m No Angel te hace sonreir»[81]. Sin embargo, no provocó ninguna sonrisa en las labios del clero de Haverhill (Massachusetts), que la condenó por «desmoralizadora, indignante, provocadora e indecente». Tonterías, repusieron el alcalde de Haverhill y el Ayuntamiento cuando rechazaron una moción presentada por los pastores para prohibir la película. Los miembros del Ayuntamiento coincidieron con Wingate, y no vieron nada «dañino u objetable» en I’m No Angel. En Plymouth, cerca de allí, el reverendo Paul G. Macy calificó la película como la peor que había visto en su vida. El Christian of Kansas City, no obstante, demostró que no todos los cristianos carecían de sentido del humor, ni todos los del Medio Oeste eran fundamentalistas agitando biblias. Un artículo de Jack Moffit comenta el fenómeno West: Mae West les hace más gracia a las mujeres que a los hombres, porque es la imagen de la mujer triunfante, despiadada y sin escrúpulos, frente a los pobres, tontos y torpes hombres. (…) Y matronas perfectamente respetables, que se rebelarían ante cualquier otro tipo de vampiresa, aceptan el modelo vulgar, divertido y alegre que representa Mae West, y están todas encantadas con ella. Entre estas matronas respetables, hay muy pocas que imitarían sus tácticas, pero les gusta verlas[82]. A finales de 1933, más de 46 millones de espectadores —incluyendo, sin duda, a muchas de las matronas descritas por Jack Moffit— habían visto las dos películas, y West ocupaba el octavo puesto en la clasificación de las estrellas más taquilleras de Hollywood. Su enorme popularidad reportó millones de dólares a las tan necesitadas arcas de la Paramount. Nadie se sintió más agradecido que su presidente, Adolph Zukor: «Debo rendirle homenaje a otra gran profesional, Mae West, por el poderoso impulso que nos dio para salir del fango de la Depresión». Sin embargo, al cabo de siete meses, tanto She Done Him Wrong como I’m No Angel fueron retiradas de la circulación. Pese a su tremenda popularidad, o quizá debido a ella, West se convirtió en una de las primeras víctimas del esfuerzo de los estudios por respetar el Código de un modo más estricto[83]. Los demás estudios no podían hacer caso omiso del «fenómeno» Mae West. Cuando Harry Warner se enteró de que la estrella había recibido el visto bueno de Hays y que la MGM planeaba llevar The Painted Veil a la pantalla, le dijo a Hays: «A partir de ahora quiero saber cómo dirigir este negocio», y amenazó con producir películas más atrevidas[84]. Al cabo de unas semanas, Warner Bros. empezó a rodar Baby Face. Un ejecutivo del estudio de la MGM, Sidney Kent, fue más directo: le dijo a Hays que She Done Him Wrong era la «peor película que había visto» y que no «entendía cómo su gente de la Costa había aprobado algo así». Kent predijo que la película abriría las esclusas de Hollywood[85]. La Paramount, que no necesitaba que la animaran, compró los derechos para rodar Sanctuary, de William Faulkner, una historia de violación, asesinato y perversión, y A Farewell to Arms, de Ernest Hemingway, una historia de amor sobre una «unión culpable» en el marco de la Primera Guerra Mundial. La RKO anunció su intención de rodar Ann Vickers, una novela de Sinclair Lewis cuya heroína es una exitosa asistenta social que sufre un aborto, tiene varios amantes y un hijo ilegítimo y, a pesar de eso, acaba bien. Los intentos de Hollywood por llevar a la pantalla estas novelas tan polémicas enfurecieron a los guardianes de la moral, incluso más que Mae West. 4. El cine y la literatura moderna Dentro de este grupo se situarían [libros censurables como] «Ann Vickers», de Sinclair Lewis, y las obras de Hemingway, Faulkner y de otra gente de esa calaña. Estas novelas son profundamente viciosas… Padre Francis America Talbot: Las quejas por el contenido sexual de las películas no sólo se dirigían contra los pasionales «dramones» como No Man of Her Own o las comedias procaces de una Mae West, sino también contra obras de reconocido valor literario. Según una premisa básica del Código, Hollywood no gozaba de la misma libertad para producir obras artísticas que la atribuida a los novelistas y a los dramaturgos de Broadway. Los reformistas temían que la exhibición del «modernismo» que impregnaba la literatura contemporánea fuera mucho más nociva para el gran público cinematográfico que para los «lectores». Tal y como Lord le insistió a Hays, el cine debía prescindir de los best-sellers supuestamente cultos y dedicarse a los dramas religiosos edificantes y a homenajes patrióticos a líderes de los negocios y estrellas del deporte. La tendencia de los escritores norteamericanos del siglo XX a analizar con ojo crítico la moral y las costumbres de su país indignó a los defensores de los valores culturales tradicionales. El decano de la literatura norteamericana de finales del siglo XIX, William Dean Howells, creía que los escritores debían «preocuparse por los aspectos más risueños de la vida, que son los más norteamericanos»; exactamente lo que había hecho hasta ese momento la mayoría de los escritores norteamericanos. Sin embargo, a lo largo de las primeras dos décadas de nuestro siglo había surgido una nueva generación de escritores, los llamados «naturalistas». Estos escritores parecían más del Medio Oeste que del Este, de clase obrera o media más que de clase alta, y desafiaban a las figuras consagradas del mundo literario al escribir sobre gente con vidas a menudo marcadas por sentimientos innobles, por la pobreza, la tragedia, la pasión y la desesperación. Esta nueva generación de escritores (y de artistas e intelectuales) vieron una Norteamérica distinta de la de sus homólogos del siglo XIX. En su rechazo al puritanismo norteamericano y a la moralidad victoriana, y en su ataque al capitalismo, al que consideraban un enemigo del pueblo, cuestionaron principios y valores establecidos en todos los ámbitos de la vida norteamericana. Sister Carne (1900), de Theodore Dreiser, la historia de una joven que convive abierta y voluntariamente con hombres en su búsqueda de una vida mejor, escandalizó a una generación acostumbrada a la literatura pacata. La pobreza y la opresión de la Norteamérica industrial fue descrita con gran realismo por Upton Sinclair en The jungle (1906). Frank Norris escribió sobre las injusticias vividas por los granjeros en The Octopus (1901), y los autores que se dedicaron a la denuncia social como Lincoln Steffens e Ida Tarbell, indagaron en los problemas de una nación dominada por la corrupción política y la codicia industrial. La experiencia de la Primera Guerra Mundial, con su absurda destrucción de vidas humanas y la caída del idealismo wilsoniano, incrementó la sensación de desencanto que artistas de todo tipo tenían respecto de la civilización moderna. John Dos Passos, en su trilogía U.S.A. —integrada por las novelas The 42th Parallel (1930), 1919 (1932) y The Big Money (1936)—, introdujo un tema muy popular en los años veinte y treinta: la cultura norteamericana —de hecho, el propio país— era banal e hipócrita. Escritores como F. Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Ernest Hemingway, Eugene O’Neill y William Faulkner crearon retratos muy poco halagadores de su país. Nadie representaba esta tendencia más o mejor que Sinclair Lewis, nacido y educado en Sauk Center (Minnesota). Su descripción de la mezquindad y monotonía de la vida en las pequeñas ciudades del país, empezando por Main Street, escrita en 1920, y siguiendo en la línea de su mordaz desenmascaramiento del oportunismo en el clásico Babbitt (1922), le creó la reputación de ser un importante observador del país. Poco después escribió Arrowsmith (1924), Elmer Gantry (1927) y Dodsworth (1929). El reconocimiento le llegó con el premio Pulitzer por Arrowsmith, que rechazó, y el premio Nobel de literatura en 1930, que decidió aceptar. Cuando en una noche fría y oscura de diciembre de 1930, Lewis subió al estrado en Estocolmo para dirigirse al distinguido público, nadie sabía qué iba a decir. Tenía fama de tener una lengua tan afilada como su pluma, y no defraudó: pese a que la ocasión podía haber requerido más tacto, Lewis optó por arremeter contra la ultraconservadora Academia norteamericana, todavía anclada en la tradición de Howells, por su negativa a reconocer a una nueva generación de escritores; Lewis también reprendió a los lectores y a los escritores norteamericanos por negarse a apoyar y a crear una literatura realmente importante: En Estados Unidos, la mayoría de nosotros […] seguimos temiendo cualquier literatura que no sea una glorificación […] de nuestras faltas así como de nuestras virtudes. Seguimos reverenciando al escritor de la revista popular que [presenta] un coro entusiasta y edificante que canta que el país con una población de 120 millones de habitantes sigue siendo igual de simple, igual de bucólico que cuando tenía sólo 40 millones; […] que […] Estados Unidos ha experimentado un cambio revolucionario al pasar de ser una colonia de campesinos a un imperio mundial, sin que la simplicidad bucólica y puritana del tío Sam se alterara en lo más mínimo[1]. En sus comentarios sobre las opiniones imperantes en la literatura contemporánea, Lewis también vilipendió la actitud ante el cine del lobby favorable a la censura y su función en la sociedad y se burló de la idea de una literatura concebida como mera «animadora» cultural, precisamente el papel que Lord y los guardianes de la moral pretendían adjudicarle al cine. La Iglesia católica, para la que los libros, sobre todo las novelas, representaban una amenaza potencial para su enseñanza, publicaba desde hacía varios siglos el «Index Librorum Prohibitorum», una lista de textos prohibidos, conocida popularmente como el índice Católico. A los católicos, en un momento u otro, les habían prohibido leer, por ejemplo, La divina comedia (1320), de Dante; Don Juan (1665), de Molière; The History of Tom Jones (1748), de Henry Fielding; The Scarlet Letter (1850), de Nathaniel Hawthorne; Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, y Les Misérables (1862), de Victor Hugo. La lista era muy variada y reunía a filósofos y políticos considerados peligrosos para la mentalidad católica: Confucio, Vladimir Lenin, John Locke, John Stuart Mill, Thomas Paine, Jean-Jacques Rousseau, León Trotsky y Voltaire. La lista de los volúmenes prohibidos era un compendio de las grandes ideas seminales en filosofía, economía y teoría social; por su parte, la de los novelistas contemporáneos incluía, entre otros, a John Dos Passos, Theodore Dreiser, William Faulkner, Ernest Hemingway y Sinclair Lewis[2]. A principios de los años treinta, la Iglesia empezó a intensificar sus ataques a la literatura peligrosa y «obscena». En la reunión anual de obispos católicos celebrada en Washington en 1932, justo un año antes de que se iniciara la campaña de la Legión de la Decencia contra el cine, la jerarquía aprobó una resolución que deploraba la ausencia de literatura «edificante» y pedía a los católicos que rehuyeran la lectura de los libros «inmorales»[3]. El padre Lord se unió a la polémica y, en un discurso ante el capítulo de Nueva York de la Federación Internacional de Antiguos Alumnos Católicos, se quejó de que hubiera tan pocos católicos entre los novelistas, poetas y dramaturgos más distinguidos, y condenó las obras de autores como Theodore Dreiser, James Joyce y Eugene O’Neill, porque estaban llenas de las «cosas sórdidas de la vida»[4]. Es poco probable que Lord o cualquier miembro del público viera una relación entre la actitud de los católicos hacia la literatura y la escasez de escritores católicos que apoyaban la política eclesiástica. Más típico fue el reverendo Francis X. Talbot, S.J., que por radio y en las páginas de America exigió la promulgación de una censura federal para las novelas con «pretensiones literarias» que, según él, se acogían a la Primera Enmienda. Talbot calificó a Sinclair Lewis, William Faulkner y Ernest Hemingway de «sabandijas rastreras»[5]. Más adelante Talbot desempeñaría un importante papel en la Legión de la Decencia. No es de extrañar, pues, que Hollywood intentara llevar a la pantalla las obras de los escritores norteamericanos más populares. Si bien los best-sellers aportaban un nombre conocido y se sabía que atraían al público, filmarlos provocaba un choque cultural. Los guardianes de la moral creían que los libros eran obscenos o, en el mejor de los casos, vulgares, y estaban empeñados en alejarlos de la pantalla. Hollywood, por su lado, estaba igualmente decidido a producir versiones cinematográficas de las obras de Faulkner, Hemingway y Lewis. El proceso de adaptación cinematográfica de las novelas y el intento de atenerse a las restricciones del Código ponen de manifiesto una vez más los problemas a los que se enfrentó Hollywood a principios de los años treinta. Will Hays, que no estaba a favor de las versiones cinematográficas de obras modernas que desafiaran los valores tradicionales, declaró en 1931 que el mayor de todos los censores, el público, había votado «en contra del realismo duro en la literatura». La Norteamérica de la postguerra, afirmó, había dado fin a su «preocupación por la morbosidad» y a la «orgía de autorrevelación» que marcaba a una «gran parte de los escritores modernos»[6]. Sin embargo, Hays se estaba haciendo ilusiones, ya que Hollywood y el público deseaban versiones cinematográficas de las obras de los escritores modernos. Como advirtió el Washington Post, era absurdo pensar que la versión cinematográfica de un libro podía ser más corruptora que el propio libro[7]. Hasta dónde se permitiría llegar a Hollywood en su adaptación de dichas obras era otro frente de la batalla por controlar el cine. El problema de la adaptación se puso de manifiesto cuando la Paramount intentó filmar la gran novela antibélica de Hemingway A Farewell to Arms. El autor, que había servido en el frente italiano como conductor de ambulancias de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, se había sentido profundamente decepcionado, al igual que millones de norteamericanos durante esa década, por la participación de Estados Unidos en la guerra. En 1929 publicó la sencilla, aunque trágica, historia de una enfermera inglesa y un joven conductor de ambulancias norteamericano, y, a través de la vida de estos personajes, Hemingway transmitió el horror, la brutalidad y la absoluta estupidez de la guerra. La historia se desarrolla en el norte de Italia, donde Catherine Barkley, una enfermera cuyo novio murió en Francia, y Frederic Henry, un voluntario norteamericano en la división médica, se enamoran y tienen un breve romance. Cuando Frederic resulta herido en un ataque de artillería, lo envían a Milán para recuperarse y a la señorita Barkley la trasladan al mismo hospital. Los amantes son felices en Milán, y Catherine se ofrece a hacer los turnos de noche para poder hacer el amor con Frederic. Al descubrir que está embarazada, ni ella ni Frederic se desesperan. Seguros de su amor, sencillamente siguen con su vida buscando ser lo más felices posible y, cuando Frederic regresa al frente, ambos lo aceptan sin dramatismo, como algo propio de la guerra. No obstante, tras el regreso de Frederic al frente, sus vidas empiezan a deshacerse. En lugar de la jovial camaradería que reinaba en el frente antes de caer herido, Frederic descubre que su unidad está sumida en el cinismo y la depresión. Su mejor amigo, el doctor Rinaldi, ha dejado de ser un hábil cirujano de día y un despreocupado oficial de noche: las interminables matanzas de la guerra lo han convertido en un alcohólico deprimido y aquejado de sífilis. Cuando el ejército austriaco atraviesa el frente italiano en Caporetto, la unidad del hospital se ve atrapada en una retirada masiva que se desmorona y se hunde en el caos. En un intento desesperado por recuperar el control, la policía militar italiana arresta y ejecuta no sólo a oficiales, sino también a cualquier sospechoso de ser un espía alemán. Frederic es detenido, pero huye milagrosamente antes de la ejecución. A partir de entonces sólo piensa en encontrar a Catherine y, sin querer, deserta del ejército italiano, se reúne con Catherine, y ambos huyen a Suiza, donde encuentran la felicidad y planean casarse mientras esperan el nacimiento de su hijo. Sin embargo, esa felicidad es una ilusión. Los dos amantes no pueden huir de la tragedia de la guerra como tampoco pueden hacerlo millones de víctimas inocentes. La huida a la idílica Suiza no es más que un remanso temporal. Catherine tiene un parto largo y doloroso, y el niño nace muerto. Frederic, que es el narrador de gran parte de la novela, se da cuenta de que: Ahora Catherine se va a morir. Eso es lo que hiciste. Te moriste […] No sabías de qué se trataba. Nunca tuviste tiempo de aprender. Te metieron ahí y te dijeron las reglas, y la primera vez que te cogieron desprevenido te mataron […] O te contagiaron la sífilis como a Rinaldi. Pero al final te mataron. Podías contar con ello. Quédate por allí y te matarán[8]. En Estados Unidos la novela se vendió muy bien e incluso se adaptó al teatro, con gran éxito en Broadway; pero pese a la popularidad del libro, la producción de una versión cinematográfica fiel a la novela provocaría graves problemas de censura. Desde el punto de vísta moral, A Farewell to Arms describía un «amor ilícito», feliz y desvergonzado que acababa con un embarazo. Una enfermera se acuesta abiertamente con un paciente, y la mayoría de sus amigos aprueban la relación, mientras la deserción de Frederic queda como un acto justificado. Desde el punto de vista de la industria, la descripción del ejército italiano como un ejército ineficaz, inhumano y corrupto es todavía más delicada. ¿El Gobierno italiano iba a permitir que se exhibiera semejante película? ¿Se podía realizar una versión fiel de A Farewell to Arms que se atuviera a las restricciones del Código, teniendo a la vez en cuenta la exigencia de Hollywood de abarcar un mercado internacional? Incluso antes de que los estudios mostraran su interés por el libro, Lamar Trotti, de la SRD, lo leyó y le advirtió a Joy que contenía «blasfemias, un amor ilícito, un nacimiento ilegítimo, una deserción del ejército y una imagen no muy halagadora de Italia durante la guerra». Cuando la Warner Bros, expresó su interés por la novela, la Oficina Hays advirtió que el libro era «antiitaliano» y que Nobile Giacomo de Martino, el embajador de Italia en Washington, ya «se había quejado» a Hays e insinuado que cualquier versión cinematográfica sería prohibida en el mercado italiano. La perspectiva de perder un mercado tan lucrativo, y quizá también el de otros países, obligó a la Warner Bros. a renunciar al proyecto[9]. La Paramount no se desanimó tan fácilmente. En el verano de 1932 se rodaban The Sign of the Cross, de DeMille y She Done Him Wrong de Mae West, en los platos de esta compañía. El estudio, empeñado en superar la Depresión, adquirió los derechos cinematográficos de la novela de Hemingway y se precipitó a producirla. Nombró a Frank Borzage como director, y asignó el papel de Catherine a Helen Hayes, el de Frederic a Gary Cooper y el del elegante y hasta libertino comandante Rinaldi a Adolphe Menjou. La Paramount no deseaba perder el mercado italiano e informó a Joy de que los guionistas, Benjamin Glazer y Oliver H.P. Garrett, iban a trabajar junto con el cónsul italiano en Los Ángeles para resolver cualquier problema de censura que la película pudiera ocasionar. Borzage y los guionistas reconocieron que probablemente las organizaciones religiosas y los censores iban a protestar porque la relación amorosa entre Catherine y Frederic era demasiado explícita para un público masivo. También eran conscientes de que quizá debían atenuar el tono antibélico de la novela, tanto por los problemas que podía acarrear con la censura como porque no les constaba que ese rasgo fuera atractivo para el público. Asimismo, la historia acababa trágicamente con la muerte de Catherine y el público norteamericano prefería los «finales felices». Sin duda, a la Paramount le interesaba menos lanzar una película antibélica que una historia de amor entre Helen Hayes y Gary Cooper. El estudio propuso una serie de compromisos. Para evitar, o al menos reducir el número de objeciones morales, intentaron hacer ver que Catherine y Frederic se casaban. En una escena creada para aplacar las protestas religiosas, un sacerdote (Jack La Rué) parece celebrar en el hospital una ceremonia de boda «informal» con Catherine y Frederic. Mientras los dos amantes se cogen de la mano, el sacerdote les da la espalda y susurra una oración. ¿Se habían casado? La Paramount esperaba que el público aceptara esa escena como señal de que Catherine y Frederic habían recibido la bendición de un sacerdote, si no la de la Iglesia. En el guión también se modificó el papel de la mejor amiga de Catherine, la enfermera Ferguson. En la película, «Fergie» (Mary Phillips) condena continuamente la relación, es «la voz de la moralidad», una defensora de los valores tradicionales, que supuestamente se dirigía tanto al público como a los personajes de la película. En cuanto a la trágica muerte de Catherine, Borzage rodó dos finales: uno en el que Catherine sobrevivía, el otro con su muerte, y las salas podían escoger entre el «final feliz» (que era el recomendado por Variety) y el «final triste»[10]. Tras incorporar estas modificaciones a la novela de Hemingway, el estudio creyó que el desarrollo de la relación amorosa podía enseñarse con mayor franqueza. Los problemas políticos más importantes giraban en torno a la deserción de Frederic y a la escenificación de la retirada italiana en Caporetto. La Embajada italiana había advertido al estudio que «si las escenas se rodaban tal y como aparecían descritas en el libro, muy probablemente» su país prohibiría la película[11]. Hemingway había narrado con todo lujo de detalles las circunstancias que provocaron la derrota en Caporetto y el posterior caos: no es que Frederic deserte al verse enfrentado al enemigo, sino que más bien huye de la estupidez, la brutalidad y el absurdo. En la película, todo eso cambia: Frederic no abandona su puesto a causa del colapso en el frente italiano y porque le ordenan batirse en retirada, sino porque sus cartas a Catherine no reciben respuesta y porque está tan desesperado por verla que huye para encontrarla. Se trata de una decisión estrictamente personal. En su búsqueda de Catherine, Frederic se ve atrapado en una de las escenas más memorables de la historia del cine norteamericano. Filmada con un montaje surrealista por Charles Lang (que ganó un Oscar a la mejor fotografía por esta película), la búsqueda de Frederic está intercalada con tomas de movimientos de tropas, bombardeos aéreos, fuego de artillería, civiles que huyen y numerosas imágenes de cruces y crucifixiones. La escena, que refleja el horror de la guerra, no condena abiertamente al ejército italiano, y la película acaba, al contrario de la novela, anunciando una gran victoria italiana. El estudio presentó el guión y la película al cónsul para su aprobación, y también ofreció un pase privado al doctor A.H. Giannini, presidente del Bank of America y destacado norteamericano de ascendencia italiana[12]. Cuando todos aprobaron la película, la Paramount pensó que se habían acabado los problemas con la censura[13]. Sin embargo, a Joy y a Trotti les preocupaba que una versión cinematográfica de A Farewell to Arms fuera dinamita en potencia, ya que, según ellos, la película estaba plagada de cuestiones de índole moral. El romance entre Catherine y Frederic era demasiado explícito, al igual que las escenas del parto, que, además, estaban prohibidas específicamente por el Código. Los censores también dudaron sobre la oportunidad de la escena de la boda. «¿Qué opina —preguntó Trotti— sobre eso de que parezca que el sacerdote esté casando a la pareja? ¿Se supone que es una boda de verdad o se trata de un representante de la Iglesia que aprueba una relación?»[14]. Durante el verano y el otoño de 1932, el estudio siguió adelante con el rodaje. Cuando éste acabó, Joy ya trabajaba en la Fox y el doctor James Wingate lo había sustituido como principal censor cinematográfico. Tras ver la película en noviembre, Wingate se negó a aprobarla porque presentaba una relación «ilícita» con una luz favorable y contenía escenas de un parto. Como es lógico, la Paramount se enfureció; tras negarse en redondo a hacer más cortes, le comunicó a Hays que ya se habían realizado todos los cambios de índole política exigidos por el cónsul italiano y que, a fin de convertir la película en una historia moralmente aceptable, se había alterado el personaje de Ferguson para que desaprobara abiertamente la conducta de Catherine[15]. No obstante, Wingate se mantuvo firme en su convicción de que la película justificaba las relaciones sexuales entre una pareja soltera y disculpaba a una mujer que quedaba embarazada y a una pareja que convivía sin que nadie se opusiera a su conducta. El hecho de que Catherine muriera en el parto a Wingate le pareció irrelevante, ya que, para él, esa escena ni siquiera debía aparecer en la película. En consecuencia, le pidió a Hays que convocara un jurado de productores de Hollywood para decidir si A Farewell to Arms era o no una película moral. Cuando el jurado, constituido por Joseph Schenck en representación de United Artists; Carl Laemmle, Jr., de la Universal (productora de All Quiet on the Western Front); y Sol Wurtzel de la Fox, se sentaron en la sala de proyección de la Paramount, eran conscientes de que el estudio atravesaba una grave crisis financiera y de que había invertido una importante suma en A Farewell to Arms. Helen Hayes, que acababa de recibir un Oscar por su actuación en The Sin of Madelon Claudet (1931), era una de las mejores actrices norteamericanas, y sin duda sería un gran señuelo en las taquillas; Adolphe Menjou era otra gran estrella de Hollywood, y Gary Cooper empezaba a serlo. Como era de suponer, el jurado falló a favor de la Paramount y, aunque admitieron que el Código prohibía las escenas de partos y que la relación «ilícita» se presentaba de un modo atractivo, sus miembros opinaron que el estudio no había pretendido filmar una historia de amor barata y escabrosa, sino dramatizar una [16] novela . En cambio, Ernest Hemingway no estaba tan convencido. Cuando la Paramount le invitó a una exhibición privada para que les diera su aprobación, el autor se negó a ir. Además de creer que la premisa para la deserción de Frederic era «absurda», Hemingway se molestó enormemente por los cambios realizados para contentar a Italia y a los censores, y además estaba «indignado» con el truco de los dos finales ideado por Borzage. En Chicago, el padre Fitz George Dinneen también se enfureció; él sí sabía cómo interpretar la escena del sacerdote en la sala del hospital. Dinneen le dijo al padre Wilfrid Parsons que la Paramount había efectuado todos los cambios exigidos por el Gobierno italiano por motivos de taquilla; sin embargo, habría que comparar su preocupación por el «poder laico» con la que mostraban hacia la Iglesia. «Cuando se trató de religión, metieron a un capellán para disimular la moral podrida y celebrar una boda falsa. Aquí en Chicago hemos suprimido esa escena. Pero la película ha recorrido el país con ella». Dinneen enseguida captó el mensaje: para influir en el contenido de las películas había que tener cierta influencia en las taquillas. Se trataba de una lección que los católicos empezaban a aprender y que no tardarían en aplicar con saña[17]. La historia de las dificultades surgidas durante la producción de A Farewell to Arms proporciona un claro ejemplo de los problemas que los productores hollywoodenses tuvieron que afrontar al adaptar novelas populares a la pantalla. La mayoría de los críticos coincidieron con Nation, que definió la novela como un «libro sorprendentemente hermoso»[18]. No obstante, a los censores y guardianes de la moral les daba igual si la película era una frivolidad, como Madam Satan, o una comedia escandalosa, como She Done Him Wrong, o una obra literaria seria, como A Farewell to Arms. El cine, insistían, no podía reflejar problemas morales, sociales o políticos, a menos que se enmarcaran de modo tal que reforzaran los valores morales tradicionales de los espectadores. Desde el nombramiento de Wingate en octubre de 1932 hasta la primera mitad de 1933, el futuro de la industria se veía muy sombrío. El único barómetro utilizado por la industria — las taquillas— seguía bajando y no disminuían las críticas que señalaban que el colapso se debía a las películas cada vez más francas. La situación política era tan inestable como el clima económico: Will Hays había predicho con gran confianza que Herbert Hoover derrotaría fácilmente a Franklin D. Roosevelt; sin embargo, el país rechazó de un modo rotundo la continuación del liderazgo republicano. Los empresarios de la industria temieron que Hays no fuera eficaz con el nuevo Gobierno del Partido Demócrata. En marzo de 1933, el país parecía estar al borde de la bancarrota, y cuando Roosevelt declaró el 5 de marzo día festivo para la banca, cundió aún más el pánico. A principios de marzo, las ventas de entradas descendieron hasta alcanzar los 28 millones de localidades por semana, menos de una cuarta parte de lo necesario para mantener la industria a flote[19]. Hays estaba arrinconado. A principios de marzo recibió un informe confidencial de Joe Breen desde Los Ángeles: Martin Quigley había dado una vuelta por Hollywood y se había marchado convencido de que el Código había «fracasado por completo […] debido a la predisposición de los productores a ignorarlo»[20]. Quigley, al parecer, estaba preparando una nueva invectiva contra la industria. Harrison’s Reports ya había declarado la guerra con su artículo editorial del 4 de marzo: «¿Acaso el sexo es el único tema para un buen espectáculo?»[21]. El 6 de marzo de 1933 —sólo dos días después de la investidura de Roosevelt y en medio de una crisis bancaria nacional— Hays convocó una reunión urgente de la junta de directivos de la MPPDA. La sesión —en la que participaron el presidente de la MGM, Nicholas Schenk; Carl Laemmle y R.H. Cochrane, de la Universal; Jack Cohn, de la Columbia; Albert y Harry Warner; Adolph Zukor, de la Paramount; el presidente de la RKO, M.H. Aylesworth, y el presidente de la Fox Film Corporation, S.R. Kent— duró toda la noche y, según Raymond Moley, fue «una de las reuniones más intensas de la historia de la Oficina Hays»[22]. Teniendo en cuenta la grave situación financiera, Hays hizo hincapié en lo que él consideraba la verdadera crisis a la que se enfrentaba la industria: la negativa de los estudios a atenerse al Código. Dicha negativa se veía exacerbada, según él, por el rechazo de la junta a apoyarlo tanto a él como a Wingate. Hays exigió ese apoyo y, tras citar determinadas películas que se estaban produciendo en aquel momento en Hollywood, predijo que perjudicarían a la industria a menos que se suavizaran algunas escenas. Baby Face era «desmoralizadora», dijo a los Warner; Red Dust, de la MGM, era «sórdida»; The Story of Temple Drake, recién acabada pero todavía sin estrenar, era «horrorosa»[23]. A Gabriel Over the White House, de la MGM (véase el capítulo 5), la calificó de peligrosa. La junta decidió apoyar a Hays. En una declaración oficial hecha pública el 7 de marzo, la industria reafirmó su compromiso de atenerse al Código y prometió «elevar los valores morales, artísticos y educativos de la producción cinematográfica, a la vez que defender el principio norteamericano de la iniciativa, la creatividad y la realización individuales»[24]. En un intento de apremiarlos a colaborar, Hays envió a todos los estudios de Hollywood el documento en el que la junta declaraba su apoyo, junto con una carta en la que informaba a los directores de que Hays y Wingate iban a insistir en que se revisaran las «películas objetables». Hays les comunicó además que, si se negaban a cooperar, acudiría directamente a los «directivos de Nueva York». Si los estudios seguían negándose a cooperar, Hays les informó de que se podría en contacto directo con los banqueros que financiaban las producciones para advertirles que «las películas sucias hacían peligrar sus inversiones». Si las tres medidas fracasaban, Hays amenazó con acudir directamente al público para que no apoyara la película en cuestión[25]. En abril de 1933, Hays fue a Los Ángeles, donde entregó el mensaje personalmente. «Hays impone la ley», publicó el Motion Picture Herald, aunque señaló que los productores de la MGM acogieron el mensaje de Hays «en silencio y con cierta sorpresa». Hizo falta una enérgica intervención de Nicholas Schenk desde Nueva York para que los productores de la MGM accedieran a colaborar. Hays recibió una acogida similar en los demás estudios. En Hollywood, los productores negaron que el descenso de la recaudación se debiera a las películas «inmorales». Mientras Hays instaba a los productores a que eliminaran las escenas de sexo, The Sign of the Cross llenaba las salas. Hays incluso aportó pruebas reales para hacer frente a la acusación de que las películas de Hollywood ofendían a la mayoría de los norteamericanos. A nivel nacional, de las 438 películas estrenadas en 1931, la friolera de un 77% fueron calificadas de «recomendadas» por una o más de las siguientes organizaciones: la Federación General de Clubes de Mujeres, la Federación Internacional de Antiguos Alumnos Católicos, las Hijas de la Revolución Norteamericana, el Club Universitario de Mujeres de Los Angeles y la Asociación de Jóvenes Cristianos. Se trataba de un público difícil y, desde luego, menos tolerante con el sexo que el público norteamericano en general. A nivel local, la industria también marchaba bien: un estudio realizado en veintiuna ciudades puso de manifiesto un número significativo de películas aprobadas. En Beilot (Wisconsin), los grupos comunitarios locales aprobaron el 98% de las películas exhibidas en 1931; Memphis (Tennessee), aprobó un 85%; Wichita (Kansas), un 77%; Lansing (Michigan), un 76%, y Richmond (Indiana), un 74%. Sólo Saint Louis, en Missouri, la tierra del padre Lord, consideró que la mayoría de las películas era inaceptable y sólo aprobó un 40% en 1931. En Hackensack (Nueva Jersey), el periódico local alabó a la Oficina Hays por la «enorme» mejora de las películas estrenadas en 1932 y se mofó de los «autodenominados guardianes» que las condenaban: «El principal problema de los críticos es que se empeñan en ver el cine como una importante fuerza social y nada más. La verdad de la cuestión es que el cine es un espectáculo» y «el público está recibiendo el tipo de cine que desea»[26]. El Philadelphia Inquirer coincidió cuando publicó que en 1932 varios críticos habían seleccionado 150 producciones hollywoodenses al confeccionar diversas listas de «las diez mejores películas» en todo el país[27]. Los productores conocían muy bien el nivel de apoyo que el país prestaba al cine y afirmaban que era la Depresión, y no el contenido de las películas, lo que hacía que la gente se quedara en casa. Tampoco era evidente que Hays pudiera o quisiera cumplir su amenaza. Aunque tenía poder para exigir que algunas de las películas más atrevidas fueran devueltas a los estudios, no había ningún indicio en el anterior comportamiento de Hays que señalara su disposición a actuar al margen de la industria. Mientras Hays buscaba una fórmula que aumentara su poder sobre los estudios, Hollywood siguió produciendo películas provocadoras tanto para él como para los guardianes de la moral. Dos de los films que Hays citó como peligrosos —The Story of Temple Drake, basado en Sanctuary, de William Faulkner, y Ann Vickers, basada en la novela homónima de Sinclair Lewis— desafiaron su habilidad para controlar la producción cinematográfica. Pese al compromiso de la junta de apoyar a Hays y Wingate, los directivos de Nueva York no interfirieron en las decisiones tomadas en Los Ángeles, y Hays tampoco cumplió su amenaza de poner a los banqueros y a la opinión pública de su lado. En 1929, William Faulkner, arruinado como siempre, decidió escribir «el cuento más horrible» que podía imaginar para ganar dinero. Al cabo de tres semanas había escrito Sanctuary, una morbosa historia sobre una violación, asesinatos, impotencia sexual y perversión que acaba con dos hombres acusados de unos asesinatos que no cometieron. El libro fue un best- seller en 1931. Los Boy Scouts de Estados Unidos consideraron que la novela era tan sórdida que destituyeron a Faulkner como líder local. La Paramount vio la novela desde un punto de vista diferente: pagó a Faulkner seis mil dólares por los derechos cinematográficos[28]. Ambientada en los años veinte, la novela narra el derrumbe moral de Temple Drake, la hermosa hija de un juez de la comunidad. Sanctuary empieza cuando Temple Drake y su novio, Gowan Stevens, un borracho inútil pese a su elevada posición social, se dirigen a presenciar un partido de fútbol universitario. Gowan, empeñado en conseguir alcohol ilegal, se desvía por el campo para ir a una destilería camuflada en una granja, pero durante el trayecto el coche sufre una avería y él y Temple se ven obligados a seguir a pie. El dueño, Lee Goodwin, que vive con su concubina Ruby y un bebé, es un hombre desconfiado, pero no peligroso. Por desgracia para Temple, Popeye, un matón de Memphis, también está allí. Cuando a Gowan se le pasa la borrachera, se marcha sin Temple, obligándola a pasar la noche en la granja. Ruby, temiendo que alguno de los hombres intente violar a Temple, la esconde en el granero y le ordena a su ayudante Tommy, un disminuido psíquico, que la vigile; pero Popeye descubre el escondite de Temple, mata a Tommy cuando éste intenta intervenir y viola a aquélla con una mazorca de maíz, porque es impotente. Temple se queda atónita al ver lo que ocurre, pero, en lugar de resistirse a Popeye, le fascina su maldad y lo acompaña a Memphis, donde se alojan en un prostíbulo. La perversión continúa cuando Temple accede a hacer el amor delante de Popeye con «Red», otro matón del lugar, pero el ménage á trois se viene abajo cuando Popeye descubre que «Red» y Temple se ven a solas; se enfurece tanto ante semejante acto de deslealtad que asesina a «Red». Mientras tanto, la policía detiene a Lee Goodwin por el asesinato de Tommy. El abogado de Goodwin, Horace Benbow, localiza a Temple e intenta convencerla de que cuente la verdad para salvar a Goodwin, pero Temple se niega y en cambio testifica que Goodwin fue quien asesinó a Tommy y la violó. De un típico modo sureño, una multitud enfurecida, decidida a proteger el honor de las mujeres, irrumpe en la cárcel y mata al inocente Goodwin. El padre de Temple la envía a Europa para que olvide todo lo ocurrido, y Popeye, tras librarse de una acusación de asesinato, decide marcharse a Florida; de camino lo detienen por error, lo condenan y lo ejecutan por un crimen que no cometió. La idea de llevar a la pantalla Sanctuary, de William Faulkner, horrorizó a un amplio público. Harrison’s Reports dijo que la decisión de la Paramount de adaptar la novela era una prueba más de que la industria requería un control federal. El propietario y director de la publicación, P.S. Harrison, le dijo a Adolph Zukor que el libro era «sucio y vil» y que si la Paramount seguía adelante con el proyecto, «le hará a la industria cinematográfica el mayor daño de toda su historia»[29]. Maurice Kann, al escribir en el Motion Picture Daily, definió la novela como «uno de los relatos más repugnantes de la literatura moderna». Lamar Trotti estaba de acuerdo, y dijo a los directivos de la MPPDA que Sanctuary era la «novela más asquerosa jamás escrita en este país […]. Es impensable hacer una película con ella». Hays ordenó su prohibición. En otoño de 1932, mientras los ejecutivos de la Paramount negociaban con Hays para llevar Diamond Lil, de Mae West, a la pantalla, adquirieron sigilosamente los derechos de Sanctuary y anunciaron que la producirían con el título de The Story of Temple Drake. Hays se enfureció y le ordenó a Wingate que le mantuviera informado sobre el progreso del guión, del cual exigió que debía desarrollarse bajo «la supervisión más estricta». En general, Hays no intervenía directamente en las actividades de censura, pero estaba tan preocupado por este proyecto que ordenó a Wingate que no autorizara nada en la película que implicara la más mínima violación del Código. «Sencillamente no debemos autorizar una película que ofenderá a todas las personas bienpensantes que la vean». Hays deseaba que Joe Breen, que supervisaba para él la publicidad de los estudios, colaborara con Wingate en este proyecto y que vigilara de cerca la campaña publicitaria de la película, pues le preocupaba que la Paramount intentara promocionarla basándose en el tema de la violación y de la perversión. Hays le instó a Wingate a que exigiera el fallo de un jurado si el estudio no colaboraba y, si el jurado fallaba en su contra, Hays tenía previsto acudir a la junta de directivos de la MPPDA de Nueva York, que anularía su veredicto[30]. Wingate rogó a la Paramount que convirtiera The Story of Temple Drake en «un cuento de escuela dominical». Al ver el guión, experimentó un gran alivio y le dijo a Hays que se había eliminado la mayor parte del contenido ofensivo[31]. La versión de Hollywood iba a centrarse en Temple y el abogado, Benbow. Cuando Benbow, un hombre atractivo pero bastante aburrido, le pide a la joven y hermosa Temple que se case con él, a ella le sobreviene un «ataque de locura». También en la película la violan en un granero, pero esta vez Popeye (Trigger en la pantalla) no necesita ningún artefacto para consumar el malvado acto. Tras la violación, Temple sigue alegremente a Trigger, y los dos montan un nido de amor en el prostíbulo de Memphis. En la adaptación no aparecen ni la impotencia de Popeye ni «Red», ni el ménage á trois. En cambio, sí se describe el desmoronamiento de Temple, aunque se evitan los aspectos más sórdidos de su progresiva degradación[32]. En la película, Benbow encuentra a Temple viviendo con Trigger en el prostíbulo, y cuando le pide que testifique para salvar a un hombre inocente, ella se niega porque el testimonio arruinaría su reputación, y porque en realidad quiere a Benbow y teme que Trigger lo mate si ella sube al estrado. Cuando el abogado se marcha, Temple y Trigger se pelean y ella lo mata. Ya se han sentado las bases para el juicio. En el estrado, el dramático y exaltado testimonio pone de manifiesto la inocencia de Goodwin (y demuestra claramente la complicidad de Temple con Trigger y el posterior asesinato). Tras la crisis emocional, Temple se desmaya; su novio la coge en brazos mientras le dice a todo el mundo que está muy orgulloso de ella por su valentía. Desde luego, este hombre sí que es comprensivo, dispuesto a volver con una muchacha que había huido y convivido con un criminal, que había presenciado un asesinato y cometido otro. El final hace suponer que la pareja reconciliada seguirá su vida como si no hubiera pasado nada. En marzo de 1933, Joseph Breen y James Wingate fueron invitados por la Paramount a ver la película; Breen, un irlandés católico mojigato, se horrorizó cuando vio lo que Wingate más o menos había aprobado. Sus comentarios merecen especial interés porque, en poco menos de un año, sustituiría a Wingate como censor de Hollywood. Breen reconoció que la película era un «cuento de escuela dominical» en comparación con la novela; sin embargo, le pareció «sórdida, vil y muy desagradable». Breen le dijo a Wingate que ya era bastante malo presenciar la «conducta alocada» de Temple que la conduce a su violación; pero ver «la satisfacción con la que convive con Trigger y con la que después lo asesina […) es altamente ofensivo». Lo que a Breen más le preocupó fue la ausencia de «cualquier remordimiento» por parte de Temple. Más tarde Breen insistiría en que el cine desarrollara una conciencia moral, pero en aquel momento carecía de poder para imponer este objetivo con carácter de exigencia. Consideró la película «altamente desagradable» y advirtió a Hays que The Story of Temple Drake era exactamente el tipo de película que haría recaer sobre la industria «la enfurecida condena de todas las personas decentes». Hays conocía la relación íntima que Breen tenía con Martin Quigley y con la Iglesia católica, y se mostró decidido a retar a la Paramount[33]. 4. Jack La Rué, William Gargan y Miriam Hopkins en The Story of Temple Drake. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. En Los Ángeles, Wingate, obedeciendo órdenes de Hays, se negó a aprobar la película y le comunicó al estudio que la escena de la violación era demasiado explícita y que las mazorcas de maíz desparramadas por el suelo debían retirarse porque el público conocía el contexto de la novela; además, la Oficina Hays consideraba que la película mejoraría mucho si Trigger se llevaba a Temple por la fuerza. Desde Nueva York, Hays acosó a Adolph Zukor para que presionara al estudio y revisara la película. La combinación funcionó cuando Emanuel Cohen, jerarca del estudio, aseguró a Hays que la Paramount realizaría todos los cortes necesarios para su aprobación, pero pidió que Temple no tuviera que decir que era «prisionera» de Trigger, argumentando que si ella seguía a Trigger voluntariamente, «no se violaba el Código»; alterar ese aspecto de la película «destruiría el valor dramático de su confesión y […] haría que la película perdiese toda la fuerza moral que le otorga la redención de la muchacha»[34]. Pese a las garantías de Cohen, no se hizo nada paca incorporar los cambios sugeridos por Wingate. El estudio siguió adelante con los planes de estrenar la película en Nueva York y la presentó a los censores del Estado. Irwin Esmond, director del Consejo de Censura, sorprendió al estudio cuando la rechazó de plano[35]. La Paramount y Hays se enfrentaron a un grave problema: el estudio había invertido una importante suma en el proyecto y en la primavera de 1933 todavía no había superado la crisis financiera. A pesar de que a Hays no le gustaba la película, no deseaba que la Paramount se hundiera en mayores dificultades financieras si se prohibía su exhibición en las lucrativas salas neoyorquinas. También era posible, debido a los aspectos sensacionalistas de la novela, que una prohibición en Nueva York desencadenara fallos similares en los demás Consejos de Censura. Para evitar semejante desastre, la Paramount, Hays y el Consejo de Nueva York se reunieron para decidir los cortes con los cuales depurarían The Story of Temple Drake. Esta vez, Hays ya no actuó como censor, sino como defensor de la película. Al fin y al cabo, su función, como presidente de la asociación de la industria, era ampliar el mercado cinematográfico incluso cuando las películas no le gustaban, un papel que desempeñaría cada vez con mayor frecuencia a lo largo de los siguientes años. Al verse enfrentado a la pérdida del mercado nacional más importante, Cohen accedió a realizar todos los cambios necesarios para recibir la aprobación de Nueva York. Hays le rogó a Esmond que comprendiera los problemas financieros a los que se enfrentaba la industria, y le señaló que a esas alturas la Paramount no podía permitirse el lujo de perder el mercado neoyorquino. Esmond por fin accedió a que se exhibiera en el Estado de Nueva York si todas las escenas de sexo y violencia se reducían al mínimo. Justo cuando Nueva York se mostró satisfecha, Ohio también amenazó con prohibirla. Hays intervino para aplacar a los censores de Ohio, pero éstos le respondieron que el Consejo estaba «harto» de tener que exigir grandes cortes en películas que ni siquiera se tenían que haber filmado. El Consejo insistió en que se eliminara de la versión exhibida en su Estado la escena en la que una «lavandera negra plancha la ropa interior de Temple», mientras dice que si el padre de ésta le lavara la ropa interior a su hija, estaría mucho más al corriente de su vida sexual[36]. La crítica arremetió contra la película por considerarla «inmoral», mientras que, por otro lado, alabó a Hollywood por llevar a la pantalla un drama adulto. Según Time, Miriam Hopkins hizo «una actuación brillante en el papel de Temple», y la misma revista calificó el film de «sombrío y violento» y «más explícito sobre el aspecto macabro del sexo que cualquier otro» producto hollywoodense[37]. George Raft, que en un principio fue elegido para el papel de Trigger, se negó a aceptarlo porque consideró que perjudicaría su carrera; finalmente el papel lo obtuvo Jack La Rue, un «joven italiano de gruesas pestañas», «eficazmente siniestro»[38]. El director Stephen Roberts recibió grandes alabanzas por «haber exprimido hasta la última gota de horror» al magnífico guión escrito por Oliver H.P. Garrett[39]. El Times, de Washington, dijo que era «impetuosa». La crítica del Tribune, de Chicago, escribió que al ver la película se sintió como si estuviera «investigando en una cloaca». El American, de Nueva York, la calificó de «chapuza absolutamente desagradable, […] una obra barata, plagada de sexo»[40]. En el Syracuse, el crítico de cine rebautizó la película «The Shame (la vergüenza) of Temple Drake»[41]. Harrison’s Reports advirtió a los propietarios de las salas que «jamás se había descrito el sexo de un modo tan atrevido y escabroso. Ningún exhibidor puede proyectar esta película a personas decentes»[42]. No obstante, al igual que con tantas otras, la opinión estaba dividida. William Troy, en su reseña para Nation, la calificó de «verdaderamente extraordinaria», porque supo captar la «cualidad esencial» de la novela de Faulkner, a saber, el «poder destructivo del mal», y advirtió a sus lectores que quizá no les «agradara esa cualidad» cuya existencia, empero, nadie podía negar. Sin embargo, precisamente eso era lo que deseaban los censores y los reformistas morales[43]. Richard Watts, Jr., del New York Herald Tribune, declaró que era «fascinante» y que, pese a la polémica, era «un defensor de la película». En Filadelfia, el Inquirer recomendó a sus lectores: «no se la pierdan». Desde el Medio Oeste, el Star, de Kansas City, dijo que The Story of Temple Drake era «mejor que el promedio»[44]. No obstante, no hay duda de que el impacto global de la película fue negativo para la industria: los que la vieron y no se escandalizaron, no lo dijeron en voz muy alta; los que la consideraron «vil», como P.S. Harrison, arreciaron en sus exigencias de reformar al cine. Muy parecida fue la reacción ante la versión cinematográfica de la novela de Sinclair Lewis, Ann Vickers. Cuando Daniel Lord le insistió a Will Hays para que hiciera películas sobre héroes norteamericanos, ni Lord ni ninguno de los demás censores y reformistas tenían en mente películas sobre una heroína moderna como la Vickers de Lewis. Publicada en 1933, Ann Vickers fue una novela muy popular, ocupando el primer puesto en las listas de los libros más vendidos (más de cien mil ejemplares). Ann Vickers es la historia de una joven típica de clase media. Su formación intelectual se inicia cuando asiste a una importante facultad de humanidades; después, se deja arrastrar por el movimiento sufragista. Pero su verdadera educación empieza cuando descubre que el movimiento está atestado de incompetencia y prejuicios y lo abandona, aunque está decidida a seguir luchando por las causas justas. Se traslada a Nueva York, donde consigue un empleo de asistenta social. La víspera de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial conoce a un atractivo oficial del ejército con el que tiene una aventura y se queda embarazada. Al descubrir que él no la ama, aborta. En pleno choque emocional por la decepción amorosa y el aborto, Ann se casa con un hombre amable, aunque aburrido. Su matrimonio se viene abajo debido a la fama que adquiere Ann como reformista y a la atracción que siente por un distinguido juez de Nueva York. Como asistenta social, está a favor del control de la natalidad, la mejora de la vivienda y un mayor bienestar social; su fama aumenta cuando escribe un bestseller sobre las prisiones norteamericanas, en el que refleja la corrupción del sistema penitenciario: las cárceles son brutales y los carceleros, matones inhumanos; proliferan la droga y el sexo y no existe la ética. Ann intenta hacer frente a esta situación convirtiéndose en directora de una cárcel modelo. A nivel público, Ann es un paradigma de virtud y respetabilidad; en privado, sigue desafiando las normas convencionales. Se enamora de Barney Dolphin, un juez de Tammany, con el que tiene una apasionada aventura amorosa mientras sigue viviendo con su marido. Cuando la junta de la cárcel se entera, intenta echarla, pero Ann lucha por sus derechos como profesional y gana; sin embargo, la tragedia se desencadena cuando Dolphin es enviado a la cárcel por corrupción y Ann se queda embarazada otra vez. Decide abandonar a su marido y tener el hijo de Dolphin. Cuando éste sale de la cárcel, los amantes vuelven a encontrarse y, ante la rabiosa condena moral de la sociedad, siguen adelante con sus vidas. La idea central de la novela, dijo Lewis, era que «las mujeres casi han alcanzado a los hombres» en cuanto seres humanos que tienen «ideas, razones, ambiciones […] que tienen virtudes y defectos»[45]. Las críticas de la novela fueron muy dispares. «Hermosa […] compasiva y auténtica», escribió Books[46]. El Boston Transcript la recibió como el «triunfo de la mujer sobre las costumbres de un mundo más anticuado»[47]. «Encantadora», dijo el Saturday Review of Literature[48]. «Escrita con brillantez», coincidió el Spectator, de Londres[49]. William Soskin, en un artículo publicado en el New York Evening Post, calificó el libro de «excelente acusación al sistema penitenciario del país y una hiriente sátira de los diversos movimientos reformistas» de la década anterior[50]. El New York Times la encontró aburrida[51]. El Catholic World acusó a Lewis de deleitarse en examinar «los desechos, la basura, los vertederos, los pozos negros de la vida», y aconsejó a los lectores que se mantuvieran «alejados del libro»[52]. La publicación jesuíta America calificó Ann Vickers de obscena[53]. Un lector de Michigan coincidió y llamó a Lewis «gusano asqueroso y obsceno», y a Ann Vickers, una historia «apestosa y sucia»[54]. Como era de esperar, la Iglesia prohibió que los católicos norteamericanos leyeran Ann Vickers. La novela era potencialmente idónea para ser adaptada a la pantalla, pese a los evidentes conflictos con el Código. Mostraba a una heroína fuerte y, en el fondo, se trataba de una historia de amor. Dado su enorme éxito, cabían pocas dudas de que Hollywood se adueñaría de la señorita Vickers y, en mayo de 1933, la RKO compró los derechos cinematográficos e inició el rodaje. La historia de la producción de Ann Vickers aporta un nuevo ejemplo del enorme abismo existente entre los estudios y la Oficina Hays en lo relativo a lo que era y no era permisible según el Código. Tras luchar con los productores por A Farewell to Arms y The Story of Temple Drake, Wingate y su asistente Joe Breen no estaban de humor para transigir. En Hollywood, Breen estaba adquiriendo un papel cada vez más importante en la evaluación de los guiones y, cuando la RKO presentó Ann Vickers a la Comisión de Relaciones con los Estudios en mayo de 1933, Wingate le pidió su opinión. «Este guión sencillamente no podrá ser», exclamó Breen, y le dijo a Wingate que hacía años que no «leía nada tan vulgar y tan ofensivo». Pese a la conducta inmoral de Ann Vickers, el guión era un «claro intento de inspirar simpatía hacia el personaje principal» e infringía la cláusula sobre la «inviolabilidad del matrimonio», institución que Breen consideraba la «verdadera base de la sociedad». Aun reconociendo que el libro era un éxito de ventas, Breen reiteró las ideas católicas imperantes cuando le dijo a Wingate que se trataba de una novela «conocida por su vileza e irreverencia». Si no se rechazaba el guión de inmediato, predijo Breen, la industria iba a tener «graves problemas»[55]. Wingate se mostró totalmente de acuerdo con Breen e informó a la RKO de que el guión era inaceptable porque la heroína mostraba una «indiferencia absoluta hacia las convenciones sociales». El censor sostuvo que el guión violaba el Código al presentar a Ann Vickers como una asistenta social inteligente, atractiva y culta, que no se arrepiente en ningún momento de sus acciones sin que exista «un personaje principal que se lo señale». ¿Dónde está la «lección moral»?, preguntó Wingate. ¿Por qué ella no sufre un «conflicto moral»? Sin una «condena a semejante violación de las normas convencionales», era inevitable que la simpatía del público recayera sobre Ann Vickers; por tanto, la «opinión unánime de la Comisión es que el planteamiento actual viola el espíritu y la letra del Código»[56]. La valoración que hizo Wingate del guión enfureció a la RKO. Merian C. Cooper, vicepresidente encargado de producción, que venía de reproducir y codirigir King Kong, replicó con gran irritación que el guión estaba basado en una novela de éxito escrita por un premio Nobel y que la RKO había presentado una historia clara, franca y digna sobre una joven que desea algo más de la vida que sólo casarse y tener hijos. Pese a que reconocía que el contenido de la historia era polémico, la película «no se complace con el sexo barato ni con emociones gratuitas y vulgares»[57]. El estudio pretendía que la película fuera una gran producción, y Cooper aseguró a Wingate que la historia de Ann Vickers daría prestigio a la industria cinematográfica[58]. Wingate se negó a ceder, y la RKO se opuso rotundamente a tener en cuenta la mayoría de sus exigencias, a pesar de que accedió a atenuar la «aprobación del adulterio». Aunque no se resolvió la disputa, el estudio siguió adelante con la producción. Irene Dunne fue elegida para encarnar el papel de Ann Vickers, y Walter Huston el del juez Barney Dolphin, con Bruce Cabot y Conrad Nagel en los papeles secundarios; Jane Murfin adaptó el ofensivo guión y la dirección corrió a cargo de John Cromwell. Las batallas continuaron entre bastidores. Wingate se quejó de que los estudios no lo tomaban en serio. El jerarca B.B. Kahane se dirigió a Hays para protestar, porque la actitud de Wingate hacia el proyecto le resultaba «muy desalentadora y molesta». La RKO reconocía, según escribió Kahane, que no se podía presentar el adulterio de un modo atractivo; de hecho, el estudio había modificado enormemente la historia original, pues reconocía que una versión cinematográfica fiel podía ofender a mucha gente. Vickers, le dijo a Hays, no estaría casada cuando tuviera la aventura, y sufriría las consecuencias al ser despedida de su trabajo debido al escándalo. Para resaltar esa idea, Ann Vickers se hundiría en la pobreza y sería rechazada por su amigos. A Kahane eso le parecía suficiente castigo, pero ahora Wingate insistía en que en todas las películas que trataran del adulterio tenía que incluirse una «denuncia clara y afirmativa», pronunciada por un «portavoz de la moralidad convencional». (Lo más probable es que fuera Breen el que reinvindicara este cambio, ya que la cuestión de la «voz de la moralidad» se convirtió en un elemento clave durante su administración). Kahane dijo a Hays que para ellos eso no era lo que decía el Código[59]. Asimismo, la RKO repetía una historia muy manida: el estudio ya había invertido más de 300.000 dólares en el proyecto y contratado a actores importantes como Dunne, Huston, Nagel y Cabot. Por otro lado, contaba con que la película recaudara mucho dinero, y «teniendo en cuenta la situación económica no podemos arriesgar tanto dinero si cabe la posibilidad de que, al acabar la producción, el doctor Wingate reanude sus objeciones o se le ocurran otras nuevas». Kahane estaba dispuesto a cooperar y dijo que el estudio se había pasado tres semanas intentando redactar un nuevo guión que fuera del agrado de Wingate, pero «francamente dudaba de que [Wingate] tuviera una visión lo suficientemente amplia del Código de Producción». Por último, de un modo totalmente inverso al habitual, Kahane le pidió a Hays que convocara un jurado para que juzgara el guión[60]. Hays se quedó atónito al leer la carta de Kahane, ya que ésta desafiaba su autoridad. A pesar de que Hays había retado a los estudios en marzo y le había ordenado a Wingate que convocara un jurado, en mayo había dado marcha atrás para evitar un enfrentamiento directo con la RKO. En esta ocasión, le repuso a Kahane que no veía ningún motivo para recurrir a un jurado si el estudio iba a modificar la historia original como había sugerido. El problema más importante era que la película no debía inspirar sentimientos de simpatía hacia Ann Vickers. El Código lo expresaba muy claramente: «es necesario […] dejar bien claro en la mente del público que el adulterio está mal, que es injustificable e indefendible», escribió Hays[61]. Si Hays pensó que una carta apaciguadora iba a aplacar a la RKO, se equivocó. Kahane repuso enfadado, diciéndole a Hays que estaba yendo más allá del Código al exigir que en las películas «se establezca claramente […] que el adulterio está mal y es injustificable», y al insinuar que el estudio tenía que realizar todos los cambios «sugeridos» por el doctor Wingate. La RKO, dijo, no interpretaba el Código de ese modo, ni tampoco la autoridad de la Comisión de Relaciones con los Estudios. El estudio estaba dispuesto a tener en cuenta las ideas de Hays y de Wingate, pero Kahane no se consideraba obligado a realizar los cambios que no le parecían oportunos[62]. La RKO se había rebelado abiertamente y Hays se vio arrinconado. Lo único que pudo hacer fue escribir otra carta a los estudios en la que repitió las acusaciones que ya había hecho antes: las películas que tratan de «relaciones sexuales ilícitas» nunca «se justifican», por muy bien que se presenten. Hays le dijo a la RKO que consideraba que Of Human Bondage y Ann Vickers suponían un «peligro muy grande» para la industria; la MGM fue reprendida por Bombshell, de Jean Harlow, y Dancing Lady, de Joan Crawford; la Paramount recibió una advertencia por Design for Living, de Noël Coward, y por la sátira política de los hermanos Marx, Duck Soup. Hays volvió a amenazar con que si estas películas no se atenían al Código, se vería obligado a intervenir personalmente[63]. La RKO aceptó suprimir unas cuantas escenas en Ann Vickers, lo cual apaciguó a Wingate, que le dijo a Hays que «el tema se ha manejado de la manera más segura posible»[64]. De ese modo, la inversión de la RKO quedó a salvo y la película se estrenó en otoño, poco después de que los católicos iniciaran la cruzada de la Legión de la Decencia. Pese a los alaridos de los reformistas, la versión aséptica de Ann Vickers sufrió pocos cortes en los Consejos de Censura estatales y municipales; no obstante, sería incluida en la lista de películas condenadas por la Legión Católica de la Decencia, junto con She Done Him Wrong l’m No Angel, A Farewell to Arms, Of Human Bondage y The Story of Temple Drake. En julio de 1934, Breen exigiría que todas estas películas fueran retiradas de la circulación. Es evidente que entre los años 1930 y 1933, Joy, Wingate y Hays trabajaron duro para que las películas se atuvieran a las directrices del Código. También es evidente que había un desacuerdo general sobre el verdadero significado de éste. Mientras ocupó el cargo de censor de la industria, Jason Joy intentó aplicar el Código de un modo constructivo y evitar los riesgos de una censura «estrecha de miras» (Dicha actitud se abordará con mayor detalle en el capítulo 5, en el que se describe el rechazo de Joy a censurar las películas de gangsters). Cuando Wingate se trasladó de Nueva York a Hollywood, intentó imponer el Código de un modo parecido, y la primera prueba que tuvo que superar fue con Mae West. Pese a que él, al igual que los grupos de censura, detectó unos cuantos problemas, también entendió que West era la actriz por antonomasia de comedias y sátiras. No fue una casualidad que las mejores películas de West, She Done Him Wrong y I’m No Angel, se produjeran durante ese periodo. Cuando en la primera mitad de 1933 se incrementó la presión para que el cine se sometiera a las restricciones de un modo más estricto, Wingate se vio atrapado entre los estudios, que exigían una mayor libertad, y el coro de quejas cada vez más fuertes procedentes de los grupos religiosos, las organizaciones femeninas y la prensa especializada, como Harrison’s Reports o el Motion Picture Herald de Quigley. En Nueva York, los directivos de las productoras se mostraban reacios a intervenir, y pese a que se habían comprometido a apoyar a Hays, no obligaban a los productores de Hollywood a aceptar la asesoría de Wingate o de Hays. Fue durante este periodo que la Iglesia católica empezó a manifestar su descontento, y los artículos, editoriales y sermones empezaron a denunciar el cine. En Los Angeles, los estudios siguieron negándose a reconocer una premisa importante del Código: el cine tenía la obligación de defender la moral tradicional. En su opinión, las adaptaciones cinematográficas de novelas populares escritas por los autores más destacados del país no eran inmorales. Cuando se adoptó el Código en 1930, los productores habían desafiado esa premisa, afirmando que el sonido les brindaba la oportunidad de llevar nuevos temas a la pantalla; y eso fue lo que hicieron. Los productores veían el movimiento a favor de la censura como el esfuerzo de una minoría, no como el de la mayoría de los aficionados al cine. Los estudios consideraban que la SRD tenía la función de asesorarlos, y que los Consejos de Censura estatales y los seudo-censores eran poco representativos de la corriente imperante en el país. Desde su punto de vista, las películas capaces de agradar al canónigo Chase, a la WCTU o al padre Lord arruinarían a la industria. En muchos aspectos, tenían razón. Los aficionados al cine no se escandalizaron con A Farewell to Arms y disfrutaron con Ann Vickers. En junio de 1933, el frente de batalla estaba bien definido: los estudios estaban decididos a seguir adelante y Hays buscaba una fórmula que le permitiera conservar el poder sobre la industria mediante la «autorregulación». Quigley y Lord, que ya no deseaban cooperar con Hays, buscaron su propia fórmula. Sin embargo, la sexualidad en el cine era sólo uno de los motivos de queja cuando se afirmaba que las películas estaban alterando la conducta de los norteamericanos. Los líderes de los grupos de ciudadanos, los jueces y la policía, los guardianes de la moral y los censores cinematográficos acusaban a los gangsters que salían en las películas de crear una nueva clase de criminales norteamericanos. Según esta coalición de preocupados ciudadanos, había que purificar el cine, no sólo eliminando a las prostitutas y el sexo ilícito, sino también a los criminales y a los políticos corruptos. 5. Cerveza, sangre y política Muchos presidiarios me han dicho que las películas de crímenes inspiraron sus acciones. Lewis E. Lawes, director de la cárcel de Sing Sing Los reformadores se indignaron cuando la MGM anunció que en 1930 planeaba rodar una película sobre Billy el Niño, un pistolero adolescente y psicópata que había adquirido la categoría de personaje folklórico en las populares películas del Oeste. Elmer T. Peterson, director de Better Homes and Gardens, le dijo a Will Hays que sería una equivocación hacer una película sobre la violenta vida del asesino si lo presentaban como un «héroe», ya que incitaría a los niños a infringir la ley y provocaría un aumento de la delincuencia juvenil. Hays remitió la carta de Peterson a Joy, y éste se puso a colaborar de inmediato con los guionistas de la MGM para reformar al pistolero y convertirlo en un «escocés religioso», «perseguido y acosado por un rufián». Joy le aseguró a Peterson que en la película el joven Billy «actúa inspirado por el amor de una buena muchacha» y que está «del lado de la ley y del orden mientras lucha por sanear el territorio». Según Joy, lo único que quedó de la «verdadera historia de Billy el Niño es el nombre»[1]. Pese a que Joy consiguió domesticar al psicópata adolescente del Oeste, las versiones cinematográficas de los modernos asesinos psicópatas que hacia 1925 merodeaban por el sur de Chicago, en la frontera con el Oeste, levantarían polémicas bastante más serias. La Prohibición, el «experimento noble», generó un desagradable efecto secundario que pocos habían sabido predecir. Con los millones de dólares procedentes de la venta ilegal de alcohol, las bandas urbanas se convirtieron en las principales suministradoras de cerveza y whisky de contrabando. Las guerras entre las bandas invadieron las calles de las ciudades, y en Chicago, en un periodo de cinco años, murieron 480 gangsters asesinados bien por sus colegas, bien por la policía. Mientras volaban las balas y corría la cerveza, la prensa trataba a los gangsters con artículos sensacionalistas, presentándolos como asesinos salvajes o como modernos Robin Hoods. Personajes pintorescos como «Cara Cortada» Al Capone, o sus rivales de Chicago —Dion O’Bannion y Bugs Moran— y muchísimos más criminales, ocupaban día tras día las primeras planas de los periódicos. Las sangrientas guerras entre las bandas y su ostentoso y deslumbrante estilo de vida escandalizaron y fascinaron a la nación. No obstante, pese a que casi todo el mundo estaba familiarizado con las hazañas de los gangsters, los guardianes de la moral sostenían que las películas que trataran de sus vidas serían nocivas para los niños norteamericanos y, según ellos, había que prohibirlas. El Código cinematográfico especificaba: «No se ridiculizará la ley, natural o humana, ni su violación despertará la simpatía del público». Asimismo, exigía que las películas no inspiraran un sentimiento de «simpatía hacia los criminales». ¿Acaso estas disposiciones prohibían a los cineastas filmar historias sobre jueces corruptos o sobre un sistema judicial ineficaz? ¿Acaso la industria no podía producir ningún drama sobre la injusticia en la sociedad? ¿También se proscribían las comedias y las sátiras políticas porque podían burlarse de la policía o los políticos? ¿Significaba el Código que todas las películas de crímenes debían presentar a los criminales como personas desviadas, carentes de cualidades humanas? ¿No podía aparecer en la pantalla un Robin Hood moderno, o criminales de buen corazón? ¿Podía Hollywood, por ejemplo, hacer una película que presentara a criminales que se beneficiaban de la incompetencia de la policía y que se libraban de una condena gracias a un juez corrupto? ¿Significaba el Código, al disponer que el Gobierno debía ser presentado bajo una luz favorable, que Hollywood no podía hacer una película sobre la corrupción política? ¿Acaso el Código le prohibía a la industria abordar problemas sociales, políticos y económicos? ¿Acaso Lord, Quigley y el movimiento reformador se habrían opuesto a películas que no eran «inmorales» en el sentido tradicional de la palabra, pero que abordaban importantes problemas políticos y sociales de un modo que podía considerarse polémico? ¿Acaso esas películas habrían violado el Código? En Hollywood nadie creía que la intención del Código de 1930 fuera impedir que se hicieran películas sobre temas contemporáneos. Pese a que la industria nunca destacó por su compromiso con el realismo, algunos productores deseaban rodar películas que combinaran un buen espectáculo con un comentario social y político. Para Hays, las películas de gangsters, los retratos realistas de la vida en las cárceles norteamericanas y los films que reflejaban la cruda realidad de la Depresión eran peligrosos, y la autocensura alejaría a los productores de este tipo de película. Naturalmente, la industria cinematográfica quiso llevar a la pantalla a los gangsters, unos hombres pintorescos y violentos, cuyas actividades cotidianas eran seguidas por millones de norteamericanos. Sin embargo, las películas de gangsters ocasionaron a Hays, Joy y Wingate más problemas que cualquier otro género a la hora de reconciliar el Código con el cine, puesto que llegaban hasta la misma esencia de lo que se consideraba aceptable. Basándose en que las películas sobre las actividades de los criminales provocaban un incremento del crimen y de la delincuencia juvenil, los reformadores acusaban a la industria de incitar a la influenciable juventud a una vida criminal. El canónigo William Chase, en una de sus típicas hipérboles, afirmó que «durante los últimos veinticinco años el cine ha sido una escuela del crimen»[2]. El doctor Fred Eastman, otro crítico acérrimo, escribió en Christian Century que «el cine estaba tan ocupado con el crimen y el sexo, y saturando tanto la mente de los niños de todo el mundo con inmundicias sociales, que se ha convertido en una amenaza para la vida mental y moral de la próxima generación»[3]. Como dijo un moderno Huck Finn[4] a Alice Miller Mitchell en un estudio que ésta realizó en 1929 sobre el efecto del cine en los niños de Chicago: El cine como que te seduce. ¿Sabes?, ves que en las películas hacen cosas, y parece tan fácil. En el cine consiguen la pasta como si nada, atracando, robando, y si se equivocan los cogen. Piensas que si lo intentas no te equivocarás. Yo creí que podría conseguir la pasta, dejarla en un banco durante mucho tiempo y después pulírmela[5]. Al parecer, este inversor bancario en ciernes confirmó lo que creía mucha gente: las películas de crímenes incitaban al crimen. En este caso, a los tradicionales denunciantes del cine se sumaron policías, jueces, abogados, alcaldes, periódicos y organizaciones de ciudadanos en su condena de los efectos nocivos del género. Incluso la Oficina Hays reconoció que las protestas por las películas de gangsters procedían de «un sector de la opinión pública cada vez mayor» y ajeno al lobby contrario al cine. El muy respetado director de la cárcel de Sing Sing, el reformador social Lewis E. Lawes[6], alarmó a la nación cuando afirmó que «muchos presidiarios me han dicho que las películas de crímenes inspiraron sus acciones». El director de seguridad ciudadana de Filadelfia atribuyó una oleada de crímenes en la ciudad al «meticuloso cuidado que tienen los cineastas en instruir con exactitud a la juventud de la nación sobre cómo cometer crímenes». Su homologo de Newark coincidió con él: «La causa directa de la delincuencia juvenil es el cine»[7]. Muchos periódicos y revistas de gran tirada se unieron al coro de quejas. El habitualmente conservador Christian Science Monitor deploró el empeño de Hollywood en despertar «admiración por el criminal como personaje dramático», y en Houston el Chronicle arremetió contra la industria por infectar al público con una plaga de «historias de alcoba, alcohol, gangsters y criminales». El Ledger, de Newark (Nueva Jersey), coincidió al afirmar que las películas de gangsters estaban «envenando las mentes de la juventud del país», y en la vecina ciudad de Summit, el Herald se declaró asqueado de los «sinvergüenzas y las mujeres mancilladas que sacan sus trapos sucios» en el cine. Commonweal definió el cine como «un medio social que actúa como un buen parvulario del crimen». El Kansas City Times observó con menos histeria que, aunque las películas no perjudicaban a los adultos, resultaban «engañosas, contaminadoras y a menudo desalentadoras para los niños y los jóvenes»[8]. Mientras se multiplicaban las películas de crímenes, los Consejos de Censura estatales y locales se dedicaron a cortar con saña escenas, con el fin de poner freno a la violencia y a la desobediencia a la ley y el orden. En Chicago, una ciudad que, hay que reconocerlo, era especialmente sensible a este género, casi la mitad de las escenas suprimidas entre 1930 y 1931 glorificaban a los criminales o presentaban a una policía ineficaz. Como dijo tan acertadamente Variety: «Los censores de Chicago anteponen las pistolas al sexo en su lista de tabús»[9]. En Nueva York, los censores suprimieron más de 2.200 escenas de crímenes entre 1930 y 1932. El Estado de Virginia envió una carta oficial de protesta a Hays por el aumento de la violencia en el cine. El Christian Century lamentó con sarcasmo que en 1931, otro año de películas «depuradas por Hays», se hubieran exhibido 260 asesinatos en la pantalla[10]. Pese a que esta cifra podría parecer baja si se compara con la violencia en los medios de difusión actuales, los denunciantes del cine y muchos miembros de la policía y del sistema judicial la consideraron excesiva. La avalancha de protestas a principios de los años treinta se debió a una oleada de películas sobre ostentosos gangsters. Los peligrosos pero también fascinantes bajos fondos urbanos representaban una vida al límite: en el cine, los gangsters utilizaban un argot pintoresco, las pistolas imponían su ley y los coches chirriaban por las esquinas a una velocidad vertiginosa. En plena Depresión, sus recompensas eran el dinero, los coches veloces, las admiradoras, la ropa elegante y las mujeres todavía más elegantes. Estos matones del hampa desacataban abiertamente tradiciones como el trabajo, el sacrificio y el respeto por la autoridad; según los críticos, el hecho de que al final de la película perdieran todo lo ganado, ya fuera con la muerte o con la cárcel, no reparaba el daño causado a los influenciares espectadores. A principios de los años treinta, las películas de gangsters invadieron las pantallas. The Doorway to Hell (1930), según Variety, era una «fantástica […] ópera del gatillo» que «liquida a montones de muchachos», con James Cagney en el papel de duro[11]. Pocos meses después, ya en 1931, se estrenaron The Finger Points, City Streets, The Secret Six, The Vice Squad, Quick Millions y Star Witness, películas que presentaban a hombres duros y excitantes dispuestos a matar, a policías aburridos e incompetentes y a mujeres hermosas y sensuales. Star Witness se basó en una matanza entre bandas ocurrida en Harlem y en la que murieron varios niños. Variety reconoció que el tema era «horrendo», pero calificó la película de «propaganda en contra de las bandas»[12]. The Secret Six, basada en un escuadrón parapolicial de vigilancia de Chicago, trataba de la violencia criminal y la corrupción política. Blondie Johnson (1933) presentaba una variante del tema en la que Joan Blondell sustituye el negligé por un traje más conservador de jefa de la mafia; arrastrada a una vida criminal por problemas económicos, Blondie enseña a los hombres a ganar grandes sumas de dinero mediante el crimen organizado. En 1930 se estrenaron nueve películas de gangsters; en 1931, veintiséis; en 1932, veintiocho y en 1933, quince[13]. Estas últimas películas fueron posteriores al enorme éxito de otras tres estrenadas en 1931 y 1932, que cautivaron al público norteamericano a la vez que enfurecieron a los representantes de la ley, a los reformadores y a los censores: Little Caesar, en la que Edward G. Robinson encarna a Rico Bandello; Public Enemy, con James Cagney en el papel de Tom Powers, y Scarface, protagonizada por Paul Muni. Robinson, Cagney y Muni se adueñaron de sus respectivas películas y, pese a que al final todos mueren, los reformadores consideraron que las tres violaban el Código porque inspiraban «simpatía» hacia el criminal y enseñaban a la influenciable juventud a cometer un crimen perfecto. Cuando se estrenó Little Caesar en enero de 1931, en el Strand Theater, de la Warner Bros., situado en la esquina de Broadway con la calle 47, en la ciudad de Nueva York, la policía se vio obligada a intervenir, no porque hubiera protestas, sino porque una multitud de unas 3.000 personas «se precipitó hacia las dos taquillas» y destrozó dos puertas de cristal cuando intentó entrar en manada a la sala para ver la increíble actuación de Edward G. Robinson en su encarnación de Al Capone, presentado como un asesino sádico, amoral y de sangre fría. Little Caesar atrajo la atención del país hacia las películas de gangsters y suscitó la pregunta: ¿en qué consistía un entretenimiento apropiado? En junio de 1929, Dial Press había publicado una novela sensacional, Little Caesar, de W.R. Burnett. A mediados de los años veinte, Burnett se había trasladado de Columbus (Ohio), a Chicago, donde entabló amistad con unos matones de la ciudad. Burnett, que representaba todos los valores de la clase media de las pequeñas ciudades norteamericanas, se había horrorizado al conocer Chicago y a los matones que controlaban la ciudad[14]. Pronto descubrió que para sus amigos, unos criminales sin escrúpulos ni remordimientos, los valores que él representaba eran una «gran bobada». Tras presenciar el periodo posterior a la Matanza de San Valentín —«Fue un matadero; las paredes estaban cubiertas de sangre y había tripas por el suelo»—, escribió Little Caesar. Burnett, que no tenía ninguna formación literaria, sustituyó el estilo por el argot callejero característico del gangster, lo que escandalizó a los críticos y deleitó a los lectores. Pero quizá más que el estilo lo que destacó en Little Caesar fue el punto de vista, ya que Burnett había escrito desde la perspectiva del gangster: «Los traté como a seres humanos»[15]. Little Caesar era ideal para la Warner Bros. El estudio había cosechado grandes éxitos con películas de bajo presupuesto y mucho ritmo, cuyos héroes eran las víctimas y los perdedores de la sociedad norteamericana contemporánea. El director de producción de la Warner, Darryl F. Zanuck, había llegado al estudio en 1924 como guionista, y en 1929 lo habían ascendido a jefe de producción. Bajo la dirección de Zanuck, el estudio «hizo hincapié en las películas de acción masculinas» y en la cruda y dura realidad[16]. El género de los gangsters era idóneo, y la historia de Burnett sobre un asesino patológico fascinó al jefe del estudio, Jack Warner, que tras pagar 15.000 dólares por los derechos cinematográficos, inició enseguida la producción. Dirigida por Mervyn Le Roy, Little Caesar presentaba a Robinson en el papel de Cesare Enrico Bandello, el «pequeño César»; a Douglas Fairbanks, Jr., en el de Joe Massara, el compañero de Rico, y a Thomas Jackson en el del teniente Flaherty, el resuelto «poli» que vence a Rico en su propio campo. La película empieza con un primer plano de la portada de la novela de Burnett que se funde con una cita bíblica: «Todos los que empuñen la espada, a espada perecerán». En el siguiente plano, un coche entra en una gasolinera a medianoche; del coche desciende una figura oscura que recorre la gasolinera en silencio. Se apagan las luces. Suenan dos disparos. Un hombre camina lentamente hacia el coche, se sube y el automóvil se aleja por la carretera. Cesare Enrico Bandello acaba de dar un golpe. Más tarde, en un humilde restaurante de carretera, Rico y su amigo Joe reflexionan acerca del último crimen, y Rico coge un periódico olvidado con un titular: «Los bajos fondos presentan sus respetos a Diamond Pete Montana». Rico se siente mal porque es un matón de segunda fila; anhela el estrellato, así como el respeto y la admiración que eso suele conllevar. Rehuye la parafernalia del poder —no bebe ni tiene una chica —, pero ansia el poder en sí, y se da cuenta de que su pistola es la garantía de que lo respeten. Al igual que los gangsters amigos de Burnett, cuando Rico mata no siente remordimientos: «Si me encuentro en un apuro, lo resuelvo a base de disparos. Como esta noche […] Claro, primero disparas, después discutes. Si no lo haces, el otro te pilla a ti. Éste no es un juego para blandengues». Rico está en camino del estrellato[17]. En la gran ciudad, el jefe de una banda, Sam Vettori (Stanley Fields), acoge a Rico y le advierte que los tiroteos están prohibidos. En la ciudad hay un nuevo comisario del crimen, McClure, que los matones saben que es incorruptible: ni siquiera puede sobornarlo «Big Boy», un respetable miembro de la sociedad que manda en secreto a todas las bandas, un comentario que insinúa que las bandas actúan con toda libertad gracias a la protección de miembros «respetables» de la sociedad. Rico reacciona ante la advertencia de Sam con cierta repugnancia y se da cuenta de que la banda y sus jefes se han ablandado: están a punto de caramelo. Mientras Rico escala los peldaños del éxito en los bajos fondos, su amigo Joe abandona la vida criminal y se pone a trabajar de bailarín en el Bronze Peacock, el cuartel general del jefe de una banda rival, Little Arnie Lorch (Stanley Black). Cuando se enamora de su hermosa compañera de baile, Olga (Glenda Farrell), decide huir de las garras de Rico y de su pasado de criminal. Mientras tanto, Rico, a espaldas de su jefe, ha planeado un audaz robo en el Bronze Peacock la noche del 31 de diciembre, y obliga a Joe a participar en el golpe. El plan de Rico es perfecto, salvo por un imprevisto: el comisario McClure celebra el fin de año en el club nocturno. Cuando se entera de que el propietario del Bronze Peacock es un gangster, McClure abandona la sala en señal de protesta justo en medio del robo. Tontamente, hace ademán de coger la pistola y Rico lo acribilla a balazos. La ciudad se indigna ante esta flagrante exhibición de violencia criminal. La cosa está que arde. Las bandas reciben orden de no actuar. Pese a que el teniente Flaherty sabe que Rico mató al comisario, carece de pruebas y observa impotente la ascensión de Rico, que se deshace del pusilánime Sam con facilidad y se convierte en el jefe de la banda. En una ocasión, cuando a un miembro de la banda le remuerde la conciencia su participación en un asesinato y acude a un sacerdote para confesarse, Rico se lo carga en la escalinata de la iglesia y después explica a sus hombres: «Soy tan religioso como vosotros. Pero un tío que habla con un cura hablará con más gente». Cuando un rival, Arnie Loach, intenta en vano asesinarlo, Rico lo expulsa de la ciudad. 5. Edward G. Robinson en Little Caesar. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Rico se ha convertido en el jefe de las bandas y su ascensión se ve confirmada cuando «Big Boy» lo invita a cenar y le pregunta si le gustaría hacerse cargo de todas las operaciones. ¡Cómo no! En cuanto Rico asume el mando, se da cuenta de que necesita a alguien en quien confiar, pero en su escalada ha apuñalado a tanta gente por la espalda que decide acudir a la única persona de la que se fía: su antiguo amigo Joe Massara. Sin embargo, Joe le tiene pavor y, cuando intenta disuadirlo, Rico se enfurece y amenaza con matar a Olga, la novia de Joe, si éste no regresa a la banda. Joe le ruega a Olga que huya con él, pero ella se niega y le explica — se supone que se dirige al público— que la única manera de estar a salvo de las personas como Rico es acudiendo al detective Flaherty. La solución está en acogerse a la protección de la policía, le dice a su asustado amante. Dicho y hecho: Olga llama a la policía y le dice a Flaherty que Joe está dispuesto a testificar. De pronto, Rico y otro pistolero irrumpen en la habitación con la intención de matar a Olga y a Joe, pero incluso Rico tiene un punto débil: su afecto por Joe es más fuerte que su afán de poder. Cuando el otro pistolero apunta, Rico le golpea el brazo y Joe resulta herido. En cuanto empiezan a oírse las sirenas de la policía, Rico huye mientras murmura: «Esto es lo que recibo por querer demasiado a un tío». Finalmente, Joe y Olga cuentan todo lo que saben sobre la banda, y de súbito la policía —que hasta ese momento no había podido actuar— entra en acción: tras una redada mete a toda la banda en la cárcel, pero Rico consigue escapar. La siguiente escena transcurre en un albergue para vagabundos, varios meses más tarde; tres vagabundos están leyendo un artículo de un periódico, publicado por mediación de Flaherty, en el que se acusa a Rico de cobarde. «Por muy meteórica que haya sido su ascensión desde las cloacas, era inevitable que regresara a ellas». La cámara enfoca otra cama, y, efectivamente, Rico se halla en las cloacas: está sin afeitar y sucio, bebiendo de una botella de alcohol barato, envuelta en una bolsa de papel marrón. Mientras escucha a los hombres que leen el relato sobre su ascensión y caída, su arrogancia y orgullo vuelven a aflorar, tal y como esperaba Flaherty. Furioso al verse acusado de cobarde, se marcha del albergue y desafía a Flaherty a que lo mate. En la última escena, la policía lo acribilla a balazos y él murmura: «Virgen Santa, ¿éste es el final de Rico?». El Pequeño César ha muerto, la oleada de crímenes se ha acabado. Según como se mire la película, puede tratarse de una condena sensacionalista del criminal o de una descripción peligrosamente atractiva de lo fulgurante que puede ser la vida de un delincuente. Los que vieron la película desde el primer punto de vista señalaron el empeño de la policía en disolver la banda, las lecciones que aprende Joe Massara y la voluntad de Olga de ayudar a la sociedad aportando pruebas a la policía. Pese a que es evidente que a corto plazo Rico se benefició, los defensores de la película señalaron su rápida caída y su ignominiosa muerte. El New York Times calificó a Rico de ser un «asesino frío, ignorante e implacable» al que nadie querría imitar[18]. Los reformadores no estaban tan seguros, pues creían que el público, sobre todo el masculino, veía a Rico como un héroe: era desenvuelto, listo y atrevido, mientras que la policía era aburrida, tonta y lenta. Edward G. Robinson, no la policía, dominaba la película por entero. Al final, su caída se debió a su propia debilidad, no a la astucia de la policía. El punto de vista de los reformadores se vio confirmado cuando el crítico de cine Creighton Peet escribió: «Y permitidme que diga que cuando al final la ametralladora del teniente Flaherty lo tumba, el público se marcha a su casa en silencio y deprimido». Según los reformadores, el nombramiento del comisario insobornable sugería que las bandas tenían éxito porque el sistema estaba corrupto. Mientras los espectadores de todo el país acudían a ver Little Caesar, las protestas invadieron la Oficina Hays. El congresista por Nueva York, Fiorello La Guardia, vio la película y le «armó un cirio» a Hays, amenazándolo con presentar una ley de censura federal[19]. Maurice McKenzie, el asistente ejecutivo de Hays, hizo caso omiso de la queja de La Guardia y dijo: «Creo que La Guardia está irritado porque el Pequeño César [Edward G. Robinson] se parece a él»[20]. Las críticas desconcertaron a Jason Joy. Como la presentación de los guiones era voluntaria, él no había visto el guión ni la película. Para satisfacer su curiosidad, Joy fue a ver Little Caesar en una sala de Los Ángeles e informó a la oficina de Nueva York de que tanto a él como al público les «encantó». Que alguien se oponga de una manera u otra «es algo que me supera», le dijo a McKenzie[21]. No obstante, el Consejo de Censura de Nueva York se disgustó por el éxito de la película y por las quejas presentadas por la policía, los clubes de mujeres, las organizaciones eclesiásticas y los padres. El doctor James Wingate, director del Consejo de Censura del Estado y más tarde sucesor de Joy, le dijo a Hays que había recibido un aluvión de quejas por Little Caesar procedentes de personas indignadas porque los niños en la sala «aplaudían al jefe de la banda como si fuera un héroe». Wingate se oponía, en general, a las películas que presentaban a los criminales «paseándose en “RollsRoyce” y viviendo lujosamente», con suficiente dinero para pagarse los mejores abogados y evitar la cárcel, porque, en su opinión, «hacen que se pierda el respeto por la ley». Incluso si el gangster moría al final, Wingate estaba convencido de que «subconscientemente el niño piensa que él será más listo y que se saldrá con la suya»[22]. Wingate quería que se censurara Little Caesar. En Los Ángeles, semejante lógica aturdió a Joy y, al alegar que Little Caesar era una severa «lección moral» que enseñaba que el crimen no compensaba, Joy argumentó que la censura no implicaba, en su opinión, eliminar toda la realidad de la pantalla. Los criminales y los funcionarios corruptos existían, y no se podían presentar lecciones morales si el cine no recurría a la vida real para reflejar la moral. «El drama siempre ha sido capaz de describir lo anticonvencional, lo ilegal, el lado inmoral de la vida para mostrar el contraste inmediato […] los beneficios derivados de una conducta sana, limpia y obediente», y Joy creía que Little Caesar era un ejemplo excelente de dicho contraste. Para reprender a Wingate, añadió que, en su opinión, los censores no debían ser individuos «cerrados, estrechos y superficiales», dispuestos a eliminar pequeños detalles de una película e incapaces de ver el mensaje general. «Estamos seguros —escribió— de que nunca se pretendió que la censura fuera destructiva […] su función es la de ser constructiva porque de ese modo podrá influir en la calidad de la última impresión que queda grabada en la mente del público». Si se aplicaban esos criterios, el Código funcionaría; de lo contrario, si la censura se volvía «estrecha y superficial», los productores prescindirían del Código porque sería imposible hacer dramas serios[23]. El comentario de Joy fue directo al meollo de la discusión sobre el papel de la censura: ¿debían los censores eliminar todo lo desagradable o tan sólo alejar a los cineastas del exceso y de la explotación del sexo y de la violencia? Esta cuestión dominaría el debate sobre la censura cinematográfica y la autorregulación durante los siguientes tres años hasta que, finalmente, acabarían venciendo las restricciones «estrechas y superficiales» impuestas por Joe Breen y la Legión Católica de la Decencia. Pese a la petición de Joy, los censores de Nueva York y los de Pennsylvania suprimieron escenas de la película. Little Caesar se prohibió en las provincias canadienses de Columbia Británica, Alberta y Nueva Escocia, así como en Australia. Parent’s Magazine declaró la película no apta para niños. No obstante, Little Caesar se exhibió sin cortes, y aparentemente sin desatar nuevas oleadas de crímenes, en el resto del país. Según Joy, los censores sólo consiguieron convertir una película «que no habría hecho daño a nadie, que todos habrían disfrutado y que contiene más valores morales y éticos que la mayoría de las historias» en una insignificante película de gangsters[24]. Pese a las acusaciones de los reformadores de que Hays y Joy no aplicaban el Código, la opinión de Joy pone de manifiesto claras divergencias sobre lo que era y lo que no era censurable. Aunque Joy no había visto el guión de Little Caesar, de haberlo hecho tampoco lo habría censurado porque, a su entender, la película era un buen espectáculo con una buena dosis de «el crimen no compensa». Se produjo una reacción similar cuando sólo tres meses más tarde la Warner Bros, estrenó otro feroz drama de gangsters. Public Enemy (1931) llevó a la pantalla a otro matón embaucador y pendenciero que cautivó al público. Basada en acontecimientos reales sobre un gangster de Chicago, Charles Dion «Deanie» O’Bannion, el mayor rival de Al Capone, Public Enemy hizo por los gangsters irlandeses lo que Little Caesar por los italianos. Basada en un relato de Kubec Glasman y John Bright, adaptada por Harry Thew y protagonizada por James Cagney, la película contó con la dirección de William Wellman, quien prometió al productor Darry Zanuck «la película más dura, más violenta y más realista» jamás realizada. Wellman la rodó en un tiempo record de veintiséis días y con un coste de sólo 150.000 dólares. Sería una de las mejores inversiones realizadas por la Warner Bros. El cantante y bailarín de Broadway James Cagney había llegado a Hollywood en 1930 y, tras participar en Sinner’s Holiday con Joan Blondell, había conseguido un papel secundario en la película de gangsters The Doorway to Hell, protagonizada por el juvenil Lew Ayres en el papel del jefe de la banda. La imagen de Cagney de «tío duro» y desenvuelto había dominado la película y captado la atención de Wellman, que lo eligió para el papel principal de Public Enemy, film en el que encarna a Tom Powers, un asesino de sangre fría que dispara a su antojo y sin ningún remordimiento. Cagney, al igual que Robinson, fascinó al público, que se puso del lado de un asesino. Al contrario de Rico, Powers no desdeña el alcohol ni las mujeres: aparece rodeado de un trío de chicas sensuales y vestidas en ropa interior, interpretadas por Mae Clarke, Joan Blondell y Jean Harlow. El film lanzó a Cagney al estrellato y lo encasilló para siempre en el papel de «duro». La película empieza con un montaje rápido que muestra a Tom Powers como un típico muchacho de las barriadas urbanas. Pese a que a primera vista su familia parece estable, su padre, un policía, es un hombre frío y brutal para el que la disciplina consiste en propinar una buena paliza con el cinturón. La madre de Tom, encarnada por Beryl Mercer, es una mujer afectuosa, pero está totalmente ciega y no se da cuenta de que su hijo es un delincuente juvenil ni de que se ha convertido en un auténtico criminal. Mike, el hermano mayor de Tom (Donald Cook), pese a crecer en el mismo ambiente, se convierte en un veterano de guerra trabajador y equilibrado, reflejando la filosofía de «uno tiene que salir adelante por sus propios medios». Mike intenta convencer a su hermano menor de que lleve una vida honrada, pero Tom se niega. El barrio en el que viven proporciona toda clase de tentaciones para llevar una vida fácil. Pese al trabajo de su padre, o quizá debido a él, Tom se deja arrastrar hacia el crimen. Se burla de su hermano que, según él, está «aprendiendo a ser pobre». A través de pequeños hurtos ocasionales, Tom conoce a un sórdido matón de medio pelo, Putty Nose (Murray Kinnell), que dirige su propia versión de un club juvenil y recluta a pilluelos del barrio para que roben para él y después comercien con los objetos robados. Tom y su amigo Matt (Edward Woods) aprenden los trucos de la vida criminal; Putty Nose les proporciona pistolas y les ordena dar su primer golpe en un almacén de pieles. Durante el robo, Tom aparta un perchero con pieles y se asusta tanto al ver un enorme oso disecado que dispara varios tiros. El ruido atrae a la policía, y uno de los agentes muere asesinado por Tom. Cuando Putty Nose se niega a ocultarlos, Tom jura vengarse, en una escena en la que Tom aparece como un criminal dispuesto a matar sin sentir remordimiento alguno. Para los detractores de Hollywood, el asesinato de un policía era motivo suficiente para censurar la película. Tras ser abandonados por Putty Nose, Tom y Matt recurren a otro gangster del barrio, el propietario de un club, Paddy Ryan (Robert E. O’Conner), que introduce a los muchachos en el negocio de la venta ilegal de alcohol. De día trabajan de honrados repartidores para una empresa local de camiones; de noche roban. La Ley Seca había prohibido el alcohol, y cuando la empresa de Tom recibe el encargo de entregar alcohol a un centro gubernamental, él aprovecha la oportunidad y junto con Matt roba las botellas pertenecientes al Gobierno. Las ganancias son enormes, y la primera lección que aprende Tom es que el crimen sí compensa. El dinero fácil enseguida le ofrece todas las trampas del éxito: un buen coche, ropa elegante y mucho, mucho dinero. Los maîtres de los restaurantes y de los clubes nocturnos más elegantes de Chicago adulan a Tom cada vez que lo ven. Una noche, él y Matt entran en un club nocturno y ven a dos atractivas mujeres, Kitty (Mae Clarke) y Mamie (Joan Blondell), sentadas a una mesa con unos borrachos. Las dos chicas están aburridas con sus «citas» y Tom ordena al camarero que «se deshaga de esos dos pelmas». Kitty y Mamie chillan de placer y, al cabo de unos minutos de película, los cuatro —Tom con Kitty y Matt con Mamie— conviven en un gran piso. Matt y Mamie están enamorados y piensan casarse, pero la relación entre Tom y Kitty enseguida se enturbia. Una mañana, Tom se sienta a desayunar, al parecer con una fuerte resaca; fuera de la pantalla el público oye las risas juguetonas de Matt y Mamie procedentes de su habitación. Tom no está en absoluto del mismo humor y le ruge a Kitty: TOM: ¿No hay nada para beber en esta casa? KITTY: No antes de desayunar, Tom. TOM: No te he pedido insolencias; te he pedido una copa. KITTY: Ay, ojalá… TOM: (estalla) Ya estás otra vez con tus ojalás. Ojalá me dieras un motivo para atarte un cubo al cuello y hundirte. KITTY: (con la cabeza gacha y hablando en voz baja) A lo mejor has encontrado a alguien que te gusta más. Tom no dice nada; mira a Kitty con cara de asco, coge el pomelo que ella ha preparado para el desayuno y se lo arroja en la cara. Pese a la violencia de la escena —incluso se oye el impacto de la fruta al golpear el rostro de Kitty—, el público no simpatizó con Clarke: es una rezongona llorica que ha enfadado a su hombre; más bien se rió y vitoreó al ver esta escena ante la consternación de los reformadores, que arremetieron contra ella por tratarse de un nuevo ejemplo de un desviado social convertido en héroe. En la siguiente escena, Tom encuentra a una mujer que consigue divertirle. Cuando él y Matt se dirigen en coche al centro, de pronto ven a una espectacular rubia caminando por la calle. Gwen Allen (Jean Harlow) sencillamente emana sexo. La invitan a llevarla en coche, ella acepta y, antes de bajarse, ¡le pide a Tom su número de teléfono! Las mujeres modernas no se sentían ligadas a la tradición. En otra escena que hizo estremecer a los pastores y a los clubes de mujeres, Tom y Gwen aparecen charlando en la habitación de un hotel; ella viste un sensual negligé y está repantigada en un sofá; él se sienta en una silla y se pone a juguetear con su sombrero, mientras los dos hablan de su relación sexual. Tom se queja a Gwen de que «todos mis amigos piensan que las cosas son diferentes», y se siente frustrado porque ella le hace ir «de bólido». Mientras se oye «I Surrender, Dear», Gwen entra a matar: se sienta en el regazo de Tom, acerca la cabeza a su pecho y susurra: «Eres un chico mimado, Tommy», tras lo cual le confiesa su confusión al descubrir que se sentía atraída por un gangster: Los hombres que he conocido, y he conocido a muchos, son tan amables, tan refinados, tan considerados. A casi todas las mujeres les gusta ese tipo de hombre. Supongo que los otros les dan miedo… Yo creí que a mí también me daban miedo, pero es que tú eres tan FUERTE. Tú no das… ¡tú coges! ¡Ay, Tommy! Podría amarte hasta la muerte. Enseguida se ve que Gwen no busca la respetabilidad de la clase media ni el matrimonio: desea a Tom porque es un hombre violento, poderoso y, sobre todo, emocionante. No interesada ya en la seguridad, se da cuenta de que desea a un hombre que coja lo que quiera, incluida a ella, cuando quiera. Gwen está más que dispuesta a prescindir de la aprobación social y a vivir con un «vulgar delincuente». Por otro lado, Harlow es claramente la agresora; incluso Cagney se muestra algo incómodo. Desde luego, no era el tipo de mensaje que los reformadores esperaban que el cine transmitiera a la juventud norteamericana. Mientras Cagney y Harlow hablan de sus sentimientos, prosigue la guerra entre las bandas por el territorio de la «cerveza». Tom ahora trabaja para Nails Nathan (Leslie Fenton), que muere tras caerse de un caballo, y a Tom no se le ocurre otra cosa que comprar el caballo y matarlo para vengar la muerte de su jefe[25]. La muerte de Nails desata una nueva oleada de violencia cuando las bandas se enfrentan para asegurarse el control del territorio. Paddy Ryan ordena a sus muchachos que se escondan en un piso lleno de chicas, alcohol y cartas, a esperar que las cosas se calmen. Una noche, tras varios días de encierro, Tom se emborracha como una cuba y, a la mañana siguiente, descubre, muy a su pesar, que una de las chicas lo ha seducido. Abofetea a la chica y abandona el escondite junto a Matt para recibir una lluvia de balas disparadas por sus rivales; Matt muere y Tom resulta herido. Como un toro embravecido, Tom decide vengarse de la muerte de su amigo de la infancia y, empuñando dos pistolas, ataca el cuartel general de la banda rival y mata a varios de sus miembros. No fue una matanza inútil: la banda sonora está llena de aullidos de dolor, de gemidos de agonía y de gritos de miedo mientras Tom dispara sin tregua a sus enemigos y los mata. Durante el tiroteo, Tom resulta herido; sale a la calle tambaleándose, con la sangre chorreándole por la cara, y murmura: «No soy tan duro». Pero el público sabe que no es verdad. La siguiente escena transcurre en la habitación de Tom en el hospital, donde se recupera de las heridas. Aparece rodeado de su familia, y el hermano de Tom, inexplicablemente, está dispuesto a perdonarle, mientras que a su madre ni siquiera se le ha ocurrido la posibilidad de no hacerlo. Conmovido por esta demostración de amor por parte de los suyos, Tom decide abandonar la vida criminal y regresar al redil familiar. En casa, todos están muy emocionados por el regreso del hijo pródigo. A medianoche llaman a la puerta y aparece Paddy Ryan, que le dice a Mike que la banda rival ha secuestrado a Tom. Ryan, por amor a su compañero, ha propuesto abandonar la ciudad y renunciar a su banda si le perdonan la vida a Tom. Suena el teléfono, y Mike le dice a la familia que Tom está de camino a casa; la madre corre a prepararle la habitación, feliz de que su niñito por fin vuelva al nido. Llaman nuevamente a la puerta; Mike abre, es Tom. Su cuerpo lleno de vendas y acribillado a balazos cae al suelo. Tommy ha vuelto a casa. Los criminales han hecho justicia aplicando su propio código. Public Enemy fue, como había prometido Wellman, un retrato violento y sangriento de la Norteamérica contemporánea. El film supuso un intento por parte de Hollywood, por débil que fuera, de presentar las purulentas barriadas urbanas como un problema social, el caldo de cultivo de una clase criminal, así como una condena a una Ley Seca que generaba criminales que tenían la posibilidad adquirir cierta respetabilidad. Al contrario de Little Caesar, la película estaba cargada de tensión sexual: Cagney vivía abiertamente con Kitty y Gwen lo perseguía; abofeteaba a las mujeres, y a ellas les gustaba o se marchaban. No cabía la menor duda de que era un hombre muy violento. No obstante, Cagney, al igual que Robinson, era el «héroe» de la película. Su hermano, que luchó por su país e iba a la escuela nocturna porque quería «portarse bien», resultó ser un pobre diablo y un santurrón; el público no podía simpatizar con él. Los padres tampoco se salvaban: el padre de Tom era un «bruto» poco afectuoso, y su madre, una mujer bastante corta, incapaz de darse cuenta de que su hijo era un salvaje asesino[26]. En lugar de escandalizarse por esta historia de caos y sexo, Joy juzgó Public Enemy «enteramente satisfactoria», y alabó al estudio por su «maravillosa labor» al presentar la «lección moral» de que el crimen no compensaba. A Joy le costaba creer que alguien pudiera desear llevar una vida criminal tras ver la película, y Lamar Trotti pensó lo mismo: le dijo a Hays que, aunque era «potencialmente peligrosa», en general era defendible como «una obra realista sobre la situación actual»[27]. Variety, para deleite de Wellman, definió la película como «el film de gangsters más duro y más potente, y el mejor hasta la fecha»[28]. La National Board of Review Magazine la alabó no sólo por el realismo con el que presentaba a los gangsters, sino también por el trato que dispensaba a las mujeres: «Ninguna muchacha, por muy caprichosa y romántica que sea, se hará ilusiones sobre la emoción que supone ser la chica de un gangster tras ver cómo les va a las mujeres de la película». La revista estaba un poco preocupada porque no se podía pasar por alto que la «impresión más fuerte» que transmitía la película era que «al fin y al cabo, la rata [Cagney] tenía algo de atractivo y valiente». Pero incluso así, la reseña dudaba de que cualquier muchacho pensara que la carrera de gangster fuera «divertida»[29]. Time contó que el público estuvo «encantado» durante toda la película[30]. Cuando Cagney le tiraba el pomelo a Clarke, la audiencia soltó alaridos de placer. En Hollywood se rumoreaba que el ex-marido de Clarke, Monte Brice, vio la película varias veces y se rió con placer histérico cada vez que el pomelo golpeaba el rostro de su ex-mujer. La cuestión es que en todas partes el público adoró la interpretación de Cagney en el papel de chulo fanfarrón y arrogante, convertido en asesino, y también lamentó su muerte, al igual que la de Rico. Debido a esta reacción, Parent’s Magazine, que siempre había estado en contra de las películas de gangsters, advirtió a los padres que ésta era «demasiado violenta» y «demasiado emocionante» para los niños[31]. La revista advirtió a los preocupados padres que City Streets era «una glorificación intensa y emocionante del gangsterismo»; Quick Millions, «estúpida», y The Secret Six, pese a ser una de las mejores del género, enseñaba a los niños «los hábitos y métodos de las bandas». Los censores estatales y los grupos femeninos coincidieron con las críticas. La película, incluso después de que los censores la cortaran, desató un aluvión de protestas dirigidas a la Oficina Hays. Los censores de Nueva York suprimieron la escena en la que Putty Nose entrega una pistola a Tom y a Matt, así como las del robo en el almacén, las escenas en las que los muchachos reciben su paga tras robar el alcohol del Gobierno, casi toda la escena en la que Tom mata a Putty Nose y aquéllas en las que una de las «chicas» seduce a Tom y éste la abofetea. Nueva York también censuró otras películas de gangsters, suprimiendo todas las escenas en las que salían armados con pistolas y, por tanto, haciendo que los films perdieran todo sentido[32]. A mediados de 1931, la presión ejercida por los pastores, los clubes de mujeres y las organizaciones de ciudadanos llevó a la prohibición de las películas de gangsters en Worcester (Massachusetts), en Syracuse (Nueva York), en Evanston (Illinois) y en West Orange (Nueva Jersey). El alcalde de Chicago, Anton Cermak, amenazó con prohibir todas las películas de crímenes si Hollywood no cesaba de utilizar su ciudad como telón de fondo para exponer las ametralladoras, los asesinatos, los chanchullos y la inmoralidad. Pese a las protestas, el público cinematográfico estaba fascinado por esta nueva casta de ostentosos gangsters creada por el cine, y acudía a las salas en masa porque las películas eran emocionantes, entretenidas y llamativas; desafiaban los valores tradicionales y, sobre todo, eran muy reales. La National Board o/Review Magazine publicó que las películas de gangsters eran «más vitales» que las de cualquier otro género. Otro comentarista señaló que «las guerras entre bandas pertenecen al aquí y ahora, es algo que podría estar ocurriendo en este mismo momento dos calles más allá. No es de extrañar que las películas nos fascinen, y que a veces incluso nos arrastren hasta el borde del terror y la rabia»[33]. Creighton Peet resumió la postura de Hollywood cuando escribió que «por mucho que los clubes de mujeres, los pastores y los jueces sacudan la cabeza ante estas “películas de crímenes” tan terribles», éstas «están demasiado vivas, son demasiado emocionantes y son una parte demasiado importante de la vida económica y política de la comunidad norteamericana como para prohibirlas»[34]. La opinión de Peet se vio confirmada en un debate sobre el cine de gangsters celebrado en White Plains (Nueva York), en el que participaron Clarence Darrow, el mayor defensor de los derechos civiles del país, y John Summer, director de la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York. En una época anterior a la televisión, los debates públicos sobre problemas contemporáneos constituían un medio de entretenimiento y de información muy popular. En una sala abarrotada de público, Summer repitió los habituales argumentos de los reformadores: el cine «glorifica y convierte a los sinvergüenzas en héroes, a la vez que incita a los jóvenes al crimen»; exigió una censura gubernamental para luchar contra ese mal moderno y le rogó al público que apoyara su postura. «Estupideces», bramó Darrow. «Jamás en mi vida —argumentó— he visto una película, y creo que nunca se ha hecho, en la que no cojan al malo y no lo castiguen como es debido. En el cine el bien siempre triunfa sobre el mal, cosa que no se puede decir que ocurra en la vida real»[35]. En uno de los pocos ejemplos, con excepción de las taquillas, de una auténtica expresión pública sobre este emocionante tema, el público votó por mayoría a favor de Darrow, demostrando que no deseaba que le censuraran las películas. Pese a la victoria de Darrow y al irrefutable indicador de las taquillas en cuanto al género, Hays sufría al ver que seguían afluyendo a su despacho las protestas enviadas por grupos tan poderosos como las Hijas de la Revolución Norteamericana, los Veteranos de las Guerras Extranjeras, la Iglesia Presbiteriana Unida, los Caballeros Católicos de Colón, la Federación Nacional Masculina de Clases Bíblicas y varias organizaciones locales. Como reacción a las presiones, en marzo de 1931 Hays anunció en su informe anual a la MPPDA que el cine de gangsters estaba muerto. «Durante los últimos meses el cine —declaró Hays—, ha hecho una gran labor por desacreditar al gangster norteamericano». El tema «no te puedes salir con la tuya» ha sido recurrente en esta clase de films: Pero el hecho es que hay demasiadas películas que, por muy bien que aborden el tema, tienden a resaltarlo demasiado. Además, es cada vez más evidente que el público norteamericano se está cansando no sólo del poder de los gangsters, sino también de los gangsters que aparecen en la literatura, en el escenario y en la pantalla. Hays comunicó a los jefes de la industria que la «realidad cruda y dura» y la «preocupación surgida en la postguerra por la morbosidad y el crimen en la literatura y en las obras dramáticas» se habían acabado: el público, «el mayor de todos los censores», exigía un «espectáculo sano y con propósitos elevados». Sin embargo, eso no era más que una vana ilusión por parte de Hays, pues su opinión halló escaso eco entre los productores de Hollywood. Unas semanas después de este discurso, quizá para contrarrestar las constantes críticas tras el estreno de películas de crímenes en la última mitad de 1931 y en 1932, Hays contrató a August Vollmer, uno de los agentes de policía más respetados del país, para que analizara los films. Vollmer, considerado por muchos «el padre de la policía moderna», había sido un jefe de policía reformador de Berkeley (California), antes de trasladarse a la Universidad de Chicago como profesor de Dirección de la Policía; en 1931 era responsable de una comisión federal encargada de analizar la eficacia de los departamentos de policía. La opinión de Vollmer era muy respetada en todo el país; era un experto en crimen urbano, sobornos y corrupción, y un defensor acérrimo de una policía mejor formada y menos violenta. Hays le pidió que viera seis películas estrenadas en 1931 para valorar su impacto en los niños: City Streets, The Finger Points, The Last Parade, Public Enemy, Quick Millions y The Secret Six. Deseaba que le dijera si estas películas incitaban al crimen, ridiculizaban la ley, despertaban simpatía hacia los criminales o violaban el Código de Producción, y le pidió que las analizara desde el punto de vista de las críticas de los reformadores y los grupos encargados del cumplimiento de la ley. «¿Deben prohibirse?», preguntó Hays[36]. Durante cuatro días, Vollmer estudió minuciosamente las películas de gangsters desde la perspectiva de un experto criminalista. Para ello acudió a los platos de los estudios, donde habló de ellas con los directivos. Hays le entregó todo el material procedente de la oficina de Joy, las reacciones de los Consejos de Censura estatales y las cartas de protesta que le habían enviado. La respuesta de Vollmer fue muy similar a la de Jason Joy o a la de Clarence Darrow: no vio nada malo en Public Enemy, a la que calificó de «una descripción más o menos correcta de hechos ocurridos recientemente en Chicago». En su opinión, la película iba a «hacer dudar al gangster potencial», porque la moraleja que se desprende de ella es que al final la policía o los demás gangsters siempre lo acaban cogiendo. Vollmer alabó en concreto el final de la película, que, según él, resaltaba claramente que «el problema de los gangsters no se podrá resolver del todo hasta que no se eliminen los factores que crean a esos individuos». Asimismo, Quick Millions, basada en la vida de Bugs Moran y situada en Chicago, era «una buena película». Vollmer dudaba de que fuera capaz de incitar a los niños a llevar una vida criminal y le dijo a Hays que «sólo un retrasado mental muy influenciable» querría lanzarse a una vida de delincuente tras ver la película. The Finger Points, basada en una historia real sobre un periodista corrupto de Chicago, no era en absoluto «dañina»; de hecho, Vollmer afirmó que, pese a presentar aspectos desagradables de la vida norteamericana, «ya va bien que se muestre la verdad descarnada». A su entender, los argumentos esgrimidos en contra del cine eran los mismos que los utilizados en contra de las novelas baratas. Si bien comprendía que los adultos prefirieran que los niños leyeran «literatura seria», nadie ha podido «señalar sin equivocarse y con certeza los daños causados por la lectura de semejante basura literaria». Las películas de gangsters, aseguró Vollmer a Hays, entraban en la misma categoría: puede que fueran malas y vulgares, pero no había ninguna prueba de que crearan criminales[37]. El padre Daniel Lord no estaba en absoluto de acuerdo. Según él, las películas de gangsters eran sórdidas y debían prohibirse. Lord citó un ejemplo concreto: The Vice Squad. Aunque admitía que la trama general de la película estaba basada en hechos reales, Lord se opuso tajantemente a que el cine enseñara a «agentes de la ley tendiendo trampas, condenado injustamente» y zarandeando a ciudadanos inocentes. En líneas generales, Lord consideró que la película era «un catecismo de chantajes, trampas, seducción, prostitución en los hoteles, casas de mala reputación, policía malvada, etc.». The Vice Squad, según Lord, violaba su Código de un modo flagrante, porque enseñaba a la juventud a cometer crímenes[38]. Lord y Vollmer representaban dos puntos de vista opuestos en el debate sobre la influencia del cine de crímenes. Vollmer, desde el punto de vista de un agente de policía, sabía perfectamente que muchos de los acontecimientos narrados en el cine eran reales. Los criminales gozaban de la protección de los políticos corruptos y la prensa los convertía en figuras románticas. No creía que los niños adaptados se abandonaran a una vida criminal tras ver la ascensión de Tom Powers, sobre todo cuando veían su cuerpo acribillado en el salón. El mensaje que le llegó a Vollmer, y que dominaba estas películas, era que el crimen no compensaba; si acaso, Vollmer le reprochaba a Hollywood que resaltara demasiado la eficacia de la policía para acorralar a los criminales. No obstante, para Lord, y para todos los que afirmaban que el cine corrompía a la juventud, el simple hecho de que esos criminales aparecieran en la pantalla suponía un atentado al «buen gusto». Daba igual si los criminales morían o iban a la cárcel; las películas violaban el Código porque los héroes eran los gangsters, no la policía. El debate volvió a aflorar en 1932, cuando por fin llegó a la pantalla la más escandalosa de todas las películas de gangsters, la producción de Howard Hughes Scarface. Hughes, el director Howard Hawks y el guionista Ben Hecht se reunieron para que la violencia cinematográfica alcanzara nuevas cotas. Según Harrison’s Reports, se trataba de «la película de gangsters más desmoralizadora y feroz» jamás producida[39]. Según el New York Times, Scarface hacía que, a su lado, «todas las demás películas casi parezcan afeminadas»[40]. En 1930, Hughes le había comprado a Armitage Trail los derechos cinematográficos de Scarface, un relato bastante convencional sobre las guerras entre las bandas de Chicago. En un principio le había pedido a W.R. Burnett, el escritor de Little Caesar, que adaptara el libro a la pantalla, pero Burnett escribió un guión que Hughes consideró demasiado insulso. Hughes entonces acudió al talentoso pero ligeramente excéntrico Ben Hecht, un hombre idóneo para el proyecto. Hecht ya había colaborado con Hughes en The Front Page, y su reputación como periodista de Chicago que había conocido a varios jefes de gangsters de la ciudad había crecido enormemente en Hollywood tras recibir el Oscar por Underworld. No obstante, Hecht recelaba de volver a trabajar para Hughes y le exigió un sueldo de mil dólares al día, que debía recibir en efectivo a las seis en punto de la tarde. «De ese modo —escribió Hecht—, sólo me arriesgaba a perder un día de trabajo si el señor Hughes demostraba ser insolvente»[41]. Pese a que incluso el propio Hughes debió de pensar que la exigencia era un poco extraña, la aceptó. Hughes contrató a Howard Hawks para dirigir la película. Hecht y Hawks se llevaron maravillosamente; durante once días estuvieron trabajando y bebiendo día y noche, hasta que por fin acabaron el guión. Más tarde Hawks escribiría que «Ben estuvo brillante […] British Por supuesto, ya sabía muchas cosas sobre Chicago así que no tuvo que investigar nada»[42]. Basada en acontecimientos y personas reales de esa ciudad, Scarface llevó a la pantalla a Al Capone, a Deanie O’Bannion, a Johnny Torrio y a «Big Jim» Colosimo. Al igual que en la vida real, se vapuleaban entre sí, y a cualquiera que se interpusiera en su camino, con una eficacia mortal. Hecht le prometió a Hughes veinticinco asesinatos; algunos críticos afirmaron haber perdido la cuenta al llegar a los cuarenta. En la última mitad de la película hay tantos crímenes que es casi imposible contarlos: salvo el inspector de policía Guarino, al final todos los personajes masculinos importantes mueren. El reparto escogido por Hawks era excelente. Paul Muni encarnó a Tony «Scarface» Camonte, en su primer papel protagónico; George Raft, un aspirante a matón convertido en actor, interpretó al fiel compañero de Tony, Guido Rinaldo; Cesca Camonte, la coqueta y hermosa hermana de Tony por la que éste sufre unos celos patológicos, fue interpretada por Ann Dvorak; Karen Morley interpretó a la perfección el papel de Poppy, la rubia glacial que se acuesta con el jefe de la banda; y Boris Karloff, con un acento inglés intacto, interpretó a Gaffney, el jefe de una banda rival. Si la película escandalizó al público —y lo hizo—, el guión original era aun más impactante que la versión censurada que llegó a las pantallas norteamericanas en 1932. El guión original de Hecht condenaba a la sociedad estadounidense no porque fomentara una clase criminal mediante la pobreza, sino por su tolerancia a la existencia de los gangsters. Los ciudadanos respetables se divierten con los mañosos, y el fiscal del Estado, Benson —un personaje que al final se eliminó de la película—, se codea con los gangsters en privado, a la vez que los denuncia ante un público crédulo y, además, acepta sobornos[43]. Asimismo, la señora Camonte, madre de Tony, era un personaje único y bastante diferente del que sale en la película: en un principio, sabía perfectamente que su hijo era un criminal y no le importaba en absoluto; de hecho, estaba más que contenta de recibir su dinero y sus regalos. Sufría por él y lo adulaba igual que haría cualquier madre con su querido hijo. Al final, la película mostraba a un «Scarface» que no se arrepentía de nada. Acorralado en su piso, la policía lo acribilla en vano con gas lacrimógeno y con balas; Tony no sale hasta que todo el edificio está en llamas, pero lo hace disparando con sus pistolas, sin arrastrarse ni pedir piedad. Aunque las balas de la policía lo alcanzan, consigue acercarse al agente que lo ha estado persiguiendo durante toda la película, le apunta y aprieta el gatillo, pero sólo se oye un «click»: la pistola está descargada. El policía apunta a Tony y dispara una ráfaga mortal. Al caer por última vez, el guión exigía que el público oyera «click click click» mientras Tony intentaba disparar con su pistola[44]. En la versión original, Tony muere, si no cubierto de gloria, al menos luchando a su manera. Para la Oficina Hays, la versión de Scarface de Hughes-Hecht-Hawks era demasiado brutal, demasiado verídica, un retrato demasiado impenitente de la vida de los mañosos [45] norteamericanos . «Esta película no se hará bajo ningún pretexto —le dijo Hays a Hughes—. Si usted es lo suficientemente insensato como para rodar Scarface, esta Comisión se encargará de que nunca se estrene». Hughes no se inmutó: «Que se joda la Oficina Hays», y le ordenó a Hawks que hiciera una película «lo más realista, lo más emocionante, lo más espeluznante posible»[46]. No obstante, debido a las protestas recibidas por este tipo de películas, Hays se había empeñado en modificar esa imagen del gangsterismo en el país, y, pese a su grandilocuencia, el productor accedió a hacer algunas concesiones. La primera exigencia de Hays tenía que ver con el título: quería que se añadiera la coletilla «Shame of the Nation» [La vergüenza de la nación], para indicar que la industria no pretendía glorificar a otro gangster. Al final, se incorporó el subtítulo, pese a que la mayoría de la gente llamaba la película simplemente Scarface. A pesar de que los sobornos y la corrupción en Norteamérica eran tan habituales como las ametralladoras, se suprimió el papel del político corrupto por ser demasiado delicado. Otro tabú era la madre que aceptaba la vida de delincuente de su hijo. En la nueva versión, la madre de Tony desaprueba claramente de su comportamiento y advierte a su hija que Tony «hace daño» a todo el mundo. Es un inútil, repite hasta la saciedad. Al final, se eliminó la heroica muerte del gangster: en la nueva versión, una sola bomba de gas lacrimógeno lanzada a su escondite hace que Tony salga, baje la escalera corriendo y suplique perdón; cuando intenta huir de la policía, lo derriban a balazos. Según Hecht, un final así suavizaba el tono y demostraba al público que, en el fondo, los criminales eran unos cobardes[47]. Como escribió el historiador de cine Gerald Mast, Scarface «es una sombra de lo que pudo haber sido»[48]. Un prólogo inicial advierte al público que la película es una «acusación al poder de las bandas y a la cruel falta de interés del Gobierno» por acabar con ellas. «¿Y usted qué piensa hacer al respecto?». Apenas han salido los créditos cuando se produce el primer asesinato. De madrugada, un camarero recoge los restos de lo que parece haber sido una gran fiesta; el suelo y las mesas están cubiertos de confeti, el camarero se agacha y recoge un sostén olvidado; al parecer, los chicos se han divertido. «Big Louie» (Harry J. Vejar), jefe del barrio sur, había organizado la fiesta y, cuando ya se ha ido todo el mundo, se queda para hacer una llamada telefónica. La cámara se aleja de él para enfocar la sombra de un hombre que se acerca y que empieza a silbar. «Big Louie» lo saluda; es evidente que se conocen. De pronto, se ve que la sombra tiene una pistola y dispara. «Big Louie» ha muerto: se ha iniciado la guerra entre las bandas. La policía enseguida se entera de quién mató al gangster Tony «Scarface» Camonte, el antiguo guardaespaldas de «Big Louie» que acaba de unirse al rival de éste, Johnny Lovo (Osgood Perkins). Arrestado de inmediato, lo rescata un abogado mediante un recurso judicial de habeas corpus. Estos elementos marcan el tono del resto de la película: la policía sabe lo que ocurre, pero es incapaz de probar nada. Tony, que habla con un fuerte acento italiano, se refiere a la maniobra legal como un «truco». Es un ignorante, pero lo protege un sistema legal que le permite matar. Cuando la policía lo suelta, Tony acude al piso de Johnny Lovo, donde recibe su paga por el asesinato. Lovo advierte a Tony que se mantenga alejado del barrio norte, pues no quiere provocar una guerra entre las bandas y le basta con ser el jefe del barrio sur. Tony no está tan convencido; hay mucho dinero en el norte, le comenta a Johnny. Durante esta discusión bastante franca sobre asesinatos y la expansión territorial, pronto se ve que los dos hombres no están solos; la chica de Johnny, Poppy (Karen Morley), se está arreglando en la habitación de al lado. Mientras se depila las cejas, viste, como todas las chicas de gangsters, una combinación muy corta y atrevida. Como la puerta está abierta, Tony la mira con lascivia, y Poppy, consciente de que la observan, está encantada y no intenta taparse. Cuando Tony abandona el apartamento, saluda a Poppy con la cabeza y murmura con aprobación a Johnny: «Es una chica cara». Tony no se parece en nada a Rico; le gustan las mujeres y decide arrebatarle a Poppy al pelele de Johnny. Esta clase de escena —la entrega de la paga a Tony por un asesinato, la conversación abierta sobre la violencia, y la mujer que convive con un hombre mientras coquetea descaradamente con otro, vestida en fina ropa interior— sacó de quicio a los guardianes de la moral, cuya indignación fue en aumento a medida que la película desarrollaba su historia de sexo, perversión y violencia. Las demás mujeres en la vida de Tony son su hermana Cesca (Ann Dvorak) y su madre (Inez Palange). Tony protege de un modo obsesivo a su joven y hermosa hermana, que anhela vivir las emociones de la ciudad. La película insinúa, sin decirlo claramente, que la actitud de Tony es algo más que protectora, que quizá la relación entre los dos sea incestuosa. Cada vez que descubre a su hermana con un hombre, Tony estalla de ira y, cuando ella lleva a un joven a su casa, él lo echa y le exige a Cesca que deje de verse con hombres; después, abrumado por la culpa, le ofrece a su hermana una importante suma de dinero. Ella está dispuesta a aceptarlo, pero su madre le dice que es «dinero manchado de sangre» y le advierte que Tony es un «inútil». Ahora es la madre la que intenta proteger a Cesca para que no acabe como su hijo: una visión totalmente diferente del guión original, si bien los que vieron la película no advirtieron esta concesión. Una vez establecidas las relaciones entre los personajes, Tony y su compañero Rinaldo (Raft) libran una guerra entre bandas. Apalean e intimidan a los propietarios de los bares para obligarles a comprar su cerveza y, al cabo de poco tiempo, Tony, al igual que Rico y Tom Powers, nada en la abundancia: se compra ropa nueva y se muda a un piso enorme dotado de puertas y persianas de acero y de una salida secreta, una versión moderna de una fortaleza inexpugnable. Cuando ya se ha apoderado del barrio sur, Tony decide avanzar hacia el norte y le ordena a Rinaldo que asesine a O’Hara. Ahora la ciudad está que arde. La banda del barrio norte, dirigida por Gaffney (Karloff), compra ametralladoras para liquidar a Tony y a su banda y, en pleno día, atacan un restaurante en el que almuerzan Tony y Poppy. Mientras una ráfaga de balas destroza el local, Tony se muestra encantado con semejante demostración de destrucción asesina, y enseguida se da cuenta de que con unas cuantas armas como ésas pueden eliminar a sus enemigos. Cuando Rinaldo se precipita para cogerle una ametralladora a un matón derribado, Tony parece un niño con un juguete nuevo que apenas puede contener su júbilo. Sigue una orgía de asesinatos. Las ruedas de los coches chirrían mientras Tony y los suyos tiran los cadáveres de sus rivales por las esquinas. Todos han muerto asesinados, excepto Gaffney, que ha tenido que ocultarse. Cuando Tony se entera de que lo han visto en una bolera del barrio norte, lo mata delante de centenares de espectadores horrorizados. Johnny Lovo quiere acabar con todos esos asesinatos; temeroso de Tony, y furioso porque Poppy se siente atraída por su rival, ordena que lo asesinen; pero Tony logra escapar y no tarda en vengarse cuando él y Rinaldo matan a Lovo. Tony se ha convertido en el jefe indiscutible de la banda. En una escena que puso a los guardianes de la moral todavía más nerviosos que con los asesinatos, tras la muerte de Johnny, Tony acude al apartamento de Poppy, muy tarde por la noche, y la encuentra dormida. La despierta para decirle que Johnny ha muerto; Poppy se levanta, vestida con un camisón de volantes (a las chicas de los gangsters no les gusta la franela), y se alegra de la noticia. Tony le dice que haga las maletas y ella le responde con una gran sonrisa. Sin remordimientos ni tristeza, Poppy se marcha con su nuevo amante, el mismo que acaba de matar al anterior. La oleada de violencia obliga a Tony a esperar a que las cosas se calmen y decide irse de vacaciones a Florida. Aprovechando que Tony está fuera, Cesca, que ha estado coqueteando con Rinaldo durante toda la película, aprovecha la oportunidad y ambos se casan en secreto. Cuando Tony vuelve a casa, su madre, desesperada, sólo le cuenta que Cesca se ha marchado y que vive sola en un piso. Le da la dirección, y Tony, temiéndose lo peor, se marcha furioso. Llama a la puerta y le abre Rinaldo, vestido con una bata de seda; su hermana está detrás. En un rapto de furia, le dispara a su amigo de toda la vida; Cesca le grita que están casados y Tony, mientras se aleja tambaleándose, murmura: «No lo sabía, no lo sabía». Este asesinato, a diferencia de todos los demás, es el detonante para que la policía se ponga en acción (el motivo no se explica) y organice un ataque a la fortaleza de Tony. Mientras tanto, Cesca prepara su propia venganza: pistola en mano, se introduce a hurtadillas en el apartamento de Tony por la entrada secreta, decidida a matar a su hermano, pero cuando se encuentra delante de él, no puede apretar el gatillo y, en cambio, se une a Tony en su última batalla contra la policía. Mientras Cesca carga las armas para su hermano, la alcanza una bala perdida y muere. En ese momento la policía lanza una bomba lacrimógena al apartamento y Tony decide entregarse. Gimiendo, casi arrastrándose por la escalera, Tony suplica que le perdonen la vida, pero intenta escapar y lo derriban. Un nuevo cadáver acribillado acaba en las cloacas. ¿Era la lección moral de Scarface que el crimen no compensaba, o que la policía era inútil? ¿Acaso Scarface glorificaba al criminal presentándolo forrado de dinero, vestido a la última moda, sentado a las mejores mesas de los clubes nocturnos y de los restaurantes, conduciendo coches nuevos y siempre, siempre, rodeado de mujeres hermosas? ¿Acaso estas imágenes ejercían una atracción más poderosa entre los jóvenes espectadores que el crudo hecho de que Tony, al igual que Rico y Tom, acabe en las cloacas? La película se terminó de rodar en 1931, pero Hays se mostró reacio a aprobarla e insistió en que se incluyeran escenas que pusieran de manifiesto que la opinión pública, y no la policía, era culpable de la existencia de las bandas. Hays también exigió nuevas escenas que mostraran la eficacia del sistema judicial para combatir el crimen. Mientras Hays y Hughes discutían sobre los cambios en Scarface, un lamentable incidente tuvo lugar en Nueva Jersey. Dos muchachos, tras ver una película de gangsters, se pusieron a jugar a «policías y ladrones» y uno de ellos mató al otro con una pistola que creía descargada. Las protestas no se hicieron esperar. Parent’s Magazine exigió un boicot nacional a las películas de gangsters; el New York Times publicó un editorial sobre los efectos perniciosos de la violencia en el cine y recordó a Hays y a los lectores que el Código limitaba específicamente el uso de armas en las películas y prohibía los «asesinatos brutales»[49]. Los Caballeros de Colón, de Nueva York, acusaron a estas películas de «desarrollar un instinto criminal» y exigieron que Hays pusiera fin a su producción[50]. Muy poca gente culpó a los padres que tenían una pistola cargada en casa. Fue el cine —en concreto, The Secret Six— lo que mató al muchacho, afirmaron unánimamente. Es posible que este telón de fondo fuera la causa de que Hughes suavizara su posición inicial. Pese a que ni Hawks ni Muni estaban disponibles para rodar nuevas tomas, el productor accedió a incluir dos escenas con el fin de que su epopeya de gangsters recibiera la aprobación de la MPPDA. La primera, insertada en la mitad de la película, transcurre en la redacción de un periódico, a la que acude un grupo de preocupados ciudadanos para pedirle al director que deje de glorificar y de hacer públicas las proezas de los criminales. Cuando los ciudadanos manifiestan su descontento con la ineficacia del periódico y de la policía, el director estalla: Pretenden que mantenga alejados a los gangsters de la primera página del periódico; eso es absurdo. Tenemos que ponerlos en evidencia y expulsarlos del país No culpen a la policía, ella no puede impedir que las ametralladoras entren y salgan del Estado. No puede aplicar unas leyes inexistentes. Ustedes son el Gobierno. Hagan las leyes y vigilen que se cumplan, incluso si eso supone instaurar una ley marcial (…) Hagan que las leyes de deportación sean efectivas. La mayoría de estos criminales ni siquiera son ciudadanos norteamericanos. El Ejército colaborará, al igual que la Legión Norteamericana. Estamos luchando contra el crimen organizado. Se esperaba que la escena mitigara las críticas que acusaban a las películas de gangsters de presentar siempre a una policía ineficaz. El poder del criminal no se debía a que los periódicos (léase «el cine») hicieran públicas sus actividades, sino a que la policía no disponía de suficientes medios para actuar. Si la gente le procuraba nuevos medios, entonces la clase criminal desaparecería, según la nueva versión de Scarface. En el nuevo final de la película, la policía detiene a Scarface, que ya no muere. Utilizando un doble, dado que Muni estaba trabajando en Broadway, Camonte comparece en un juicio en el que lo condenan a la horca por sus crímenes contra la sociedad. (Este final ha desaparecido de la mayoría de las copias que en la actualidad están en circulación). En la primavera de 1932, la Oficina Hays aprobó Scarface con el nuevo subtítulo «La vergüenza de la nación»[51]. No obstante, los censores estatales y municipales se negaron a aceptar Scarface incluso con los añadidos impuestos por Hays. Nueva York, donde Hughes planeaba un gran estreno, rechazó la película de plano, al igual que los Consejos de Censura estatales de Ohio, Virginia, Maryland y Kansas, así como los Consejos municipales de Detroit, Seattle, Portland, Boston y, por supuesto, Chicago. Hughes se enfureció y amenazó con poner un pleito a todo el mundo, desde Hays hasta los censores locales, por impedir que el público viera Scarface, e hizo una declaración pública en la que condenó la censura: La libertad de una expresión honrada en Estados Unidos se ve seriamente amenazada cuando unos denominados guardianes del bienestar público, personificados por nuestros Consejos de Censura, prestan su ayuda y su influencia a los intentos frustrantes motivados por intereses egoístas y maliciosos, de suprimir una película sólo porque refleja la verdad sobre lo que ocurre en Estados Unidos, una situación que viene saliendo en la primera plana de los periódicos desde la instauración de la Prohibición. Scarface es una acusación franca y enérgica al poder de las bandas de este país y, como tal, será un elemento importante para obligar a nuestros Gobiernos estatal y federal a tomar medidas drásticas y acabar con el gangsterismo en este país. El New York Herald lo elogió por ser «el único productor que ha tenido el valor de dar la cara y de luchar abiertamente contra la amenaza de la censura. Le deseamos mucho éxito»[52]. Hughes amenazó con imponer al público la versión original sin cortes, e incluso estrenó esta versión en las zonas en las que no había censura. No obstante, no fue Hughes el que consiguió que los censores aprobaran Scarface, sino Will Hays y Jason Joy. El papel que éstos desempeñaron pone de manifiesto el que tuvo la MPPDA para proteger las inversiones de los productores. Pese a que Hughes era un excéntrico y a que le ocasionaría problemas a Hays durante las siguientes dos décadas, en este caso ya había hecho varias concesiones. A petición de Hays, Joy visitó cada uno de los Consejos de Censura que habían rechazado Scarface y les explicó que la Oficina Hays se oponía a la glorificación de los criminales, alegó que las películas de gangsters eran documentos contra el crimen y es muy probable que citara el estudio realizado por Vollmer, donde se afirmaba que ese género no era responsable del incremento de crímenes en aquella época. Joy aseguró a los censores estatales que Scarface representaba el final, y no el principio, de un ciclo. Su misión tuvo mucho éxito. Uno por uno, los Consejos de Censura de Nueva York, Pennsylvania, Ohio, Maryland y Virginia, así como los consejos municipales, incluido el de Chicago, fueron aprobando la película. Como dijo Joy a Hays, aceptaron «no la versión original [enviada por Hughes], que desafiando a la industria, no se cortó ni censuró, sino la tercera versión de esta gran película»[53]. La habilidad de Joy para convencer a los Consejos de Censura de que la versión revisada de Scarface era una película moralmente aceptable sólo fue un acicate para que los guardianes de la moral prosiguieran con su lucha contra la Oficina Hays. El Christian Century escribió que el viaje de Joy y su «espectacular» éxito demostró «la triste determinación de la industria de derrotar a los organismos creados por un público cuyo objetivo es defender a sus hijos de las películas perniciosas»[54]. Era imposible cooperar con la Oficina Hays. Harrison’s Reports sacó una conclusión similar: el ejemplo de Scarface demostraba que la «censura […] es incapaz de curar los males de la industria cinematográfica»[55]. Pese a las diatribas de la prensa religiosa y de Harrison’s Reports, millones de personas vieron y disfrutaron con Scarface. Las voces más razonables advirtieron que «se puede exagerar enormemente la influencia perniciosa del cine, incluso para la juventud». Incluso Martin Quigley, que no era precisamente amigo de Hughes, escribió que «no existe ninguna prueba concluyente de que una película de gangsters sea capaz de hacer daño al público, joven o adulto»[56]. Además, millones de norteamericanos deseaban ver un cine exento de la hipocresía de la censura. En Pennsylvania, el Philadelphia Public Ledger alabó la batalla de Hughes contra la censura estatal como una victoria «de la libertad en la pantalla». «La prohibición de Scarface —escribió el periódico— no sólo revela apatía hacia la época que describe, sino que es una medida casi tan decente como bajar las persianas para ocultar los cristales sucios. Claro que no los veríamos, pero seguirían allí, igual de sucios que antes»[57]. La película fue un éxito de taquilla y obtuvo críticas muy favorables. La National Board of Review Magazine la calificó de «tan buena como las mejores películas de gangsters. Es más brutal, más cruel y (…) mucho más fiel a la realidad»[58]. Time indicó a los lectores que ésta era «una película horripilante, llena de emoción»[59]. En 1932 obtuvo el décimo puesto en la lista de las diez mejores películas publicada por el Film Daily. De un modo sorprendente, el Motion Picture Herald, de Quigley animó a los exhibidores a que reservaran Scarface, que aun siendo cruel y deprimente, «tiene “gancho” en las taquillas»[60]. A principios de los años treinta, una variación del cine de gangsters invadió las pantallas norteamericanas. Las películas de ambiente carcelario, como The Big House, Ladies of the Big House, The Criminal Code y The Last Mile, exploraron un tema conocido: el injusto e incompetente sistema penitenciario. Así como las películas de gangsters mostraban a una policía incapaz de detener a los criminales, éstas sugerían que los presidios norteamericanos alojaban a demasiadas víctimas inocentes. El público fue bombardeado con retratos de cárceles dominadas por funcionarios corruptos y guardias sádicos, y explotadas para el beneficio de avariciosos hombres de negocios. El sistema penitenciario se presentaba tan corrupto y tan brutal que se justificaba que los presos, culpables o inocentes, reaccionaran con violencia para recuperar un mínimo de dignidad humana. Desde luego, esa descripción no se ajustaba a la visión de la sociedad norteamericana que el Código de Lord había previsto para la pantalla. El tema de la corrupción y de la justificación de la rebeldía aparece en dos destacadas películas de 1932 sobre presos condenados a trabajos forzados: Hell’s Highway, de la RKO, y I Am a Fugitive from a Chain Gang, de la Warner Bros. En la vida real, el horror suscitado por los condenados a trabajos forzados en las cárceles del Sur se había convertido en un escándalo nacional cuando en 1929 la policía de Chicago capturó al fugitivo Robert Elliot Burns. Su verdadera historia era incluso más extraña que la ficción[61]. De joven, en 1917, Burns había respondido a la llamada de Woodrow Wilson a «proteger la democracia mundial» y, a su regreso de la guerra en 1919, Burns se había enfrentado a problemas de adaptación y al desempleo. Junto con miles de hombres, erró por el país en busca de trabajo, hasta que en 1922 llegó a Atlanta (Georgia). Sin dinero, se vio envuelto en un atraco a una pequeña tienda de ultramarinos del que se obtuvieron 5,80 dólares; la policía lo atrapó y el juez dictó una sentencia de entre seis y diez años en una cuadrilla de trabajos forzados[62]. Burns no pudo soportarlo. Con la ayuda de otros prisioneros, escapó y llegó a Chicago. Una vez allí, con un nombre falso, pasó rápidamente de «los harapos a la riqueza» y en 1929 se había convertido en el destacado director de una revista. Sin embargo, su pasado lo perseguiría: tras confiarle a la dueña de la casa de huéspedes en la que se alojaba que había huido de una condena de trabajos forzados, ella lo obligó a contraer un matrimonio no deseado y, cuando Burns intentó divorciarse, lo delató a la policía. Su historia causó sensación en 1929 en todo el país. Los escabrosos detalles sobre los abusos cometidos con los presidiarios condenados a trabajos forzados habían escandalizado al país y abochornado al Estado de Georgia. Pese a que los dirigentes de Illinois y de Chicago se pusieron del lado de Burns y le aconsejaron que permaneciera en el Estado, Burns aceptó una oferta de Georgia de cumplir una pena reducida a cambio de una amnistía. Pero cuando regresó, los gobernantes del Estado incumplieron su promesa, volvieron a enviarlo a los trabajos forzados e hicieron oídos sordos a las peticiones de clemencia. Increíblemente, Burns volvió a escapar, esta vez a Nueva Jersey y, en febrero de 1932, publicó un relato sensacional sobre los trabajos forzados, I Am a Fugitive from a Georgia Chain Gang!, cuyos derechos vendió a la Warner Bros, por 12.500 dólares. El estudio se precipitó a rodar la película mientras Burns permanecía oculto y sólo salía de su escondite para conceder entrevistas a la prensa[63]. No obstante, la traducción de la realidad a la pantalla planteó graves problemas a la industria: los trabajos forzados, pese a que horrorizaban a la mayoría del país, eran legales en los Estados del Sur; el Código exigía que el cine defendiera la ley y que no la ridiculizara. ¿Acaso esa exigencia también se aplicaba a los trabajos forzados? En 1932, dos estudios, deseosos de sacarle provecho a la publicidad creada por el caso Burns, se pusieron a escribir frenéticamente sendos guiones sobre los trabajos forzados. En la RKO, David O. Selznick había empezado a producir Hell’s Highway, de Rowland Brown, y en los platos de la Warner, Darryl Zanuck y el director Mervyn Le Roy preparaban la producción de I Am a Fugitive from a Chain Gang. Joy se dio cuenta de que las dos películas iban a crear problemas. ¿Cómo podía Hollywood rodar una película que abordara los trabajos forzados de un modo realista y sin criticar un castigo legal? Como le dijo a Hays, reconocía que los «sistemas están mal», pero dudaba de que fuera «nuestra obligación, como medio de entretenimiento, denunciarlos». Hays coincidió con él[64]. Decidida a sacar el máximo provecho a la publicidad creada por el caso Burns en todo el país, la RKO se apresuró a acabar Hell’s Highway antes de que la Warner estrenara I Am a Fugitive from a Chain Gang. Cuando Joy y su asistente, Lamar Trotti, leyeron el guión de la RKO, descubrieron consternados que el Sur norteamericano quedaba como una región atrasada, donde reinaban la corrupción y la injusticia. El guión estaba plagado de azotes, linchamientos, tiroteos, puñaladas y castigos bárbaros en celdas de castigo, casi todos llevados a cabo por los guardianes de los presidios con el consentimiento de sus superiores. Los presidiarios llevaban en los uniformes un gran ojo de buey dibujado en la espalda, que servía de blanco para que los guardianes pudieran dispararles en caso de que huyeran. El protagonista era otro hombre inocente encarcelado por un consejo de prisiones corrupto; cuando huye junto con otros presos, los habitantes de la zona se suman a la persecución para «divertirse matando a presidiarios». Joy instó a la RKO a que abandonara el proyecto y advirtió a Selznick que iba a tener «más problemas que todos los que ha tenido hasta ahora» si presentaba la película tal y como aparecía en el guión. «Así, tal cual — escribió Joy—, la historia es una condena al sistema y, por tanto, al Estado o a la zona en el que el sistema prevalece». El Código no lo permitía, y por eso le pidió a Selznick que pensara «[…] detenidamente si debería arriesgarse a invertir dinero en una historia como ésa»[65]. Cuando el estudio se negó a abandonar el proyecto, el objetivo de la Oficina Hays pasó a ser asegurarse de que la película no «ofendiera al Sur». Joy y Trotti celebraron una serie de reuniones en los platos de la RKO «para corregir el contexto político» de Hell’s Highway. Según la Oficina Hays, la película debía presentar un «caso particular» de corrupción «en lugar de una condena a todo un sistema penal»; de ese modo, se le quitaría bastante hierro. Para ello, Joy y Trotti «sugirieron» varios cambios: pidieron que no se detuviera al protagonista con acusaciones «falsas», sino por causas justificadas basadas en pruebas circunstanciales de peso; por consiguiente, la película ya no sugeriría que el sistema judicial estaba corrupto y, en cambio, sólo insinuaría que se había cometido un error. Los censores también insistieron en que se presentara un consejo penitenciario formado por «hombres rectos» que intentaban hacer las cosas lo mejor que podían[66]. Una vez eliminadas las implicaciones a la corrupción, los censores empezaron a presionar al estudio para que suavizara la imagen de los trabajos forzados. ¿Por qué, sugirió Joy, no mostrar que los «presos obedientes reciben un trato mejor»? Si algunos presidiarios se presentaban como miembros de «un grupo feliz, obediente y bien atendido», entonces el caso particular de la película quedaría como «la excepción que confirma la regla». De ese modo, el director de la cárcel dejaría de ser el «malo» para convertirse en el «bueno», y Joy prometió que el Consejo de Censura aprobaría la película[67]. Selznick y la RKO accedieron a interrumpir la producción de la película hasta que se incorporaran en el guión los cambios que satisfarían a Joy. El público vio una versión de Hell’s Highway diferente de la planeada en un principio. Richard Dix, el protagonista, era un delincuente común —un atracador de bancos—, no un hombre inocente condenado a trabajos forzados en Liberty Road, una cárcel encargada de construir una autopista estatal, la autopista del infierno a la que se refiere el título. Las condiciones eran brutales: los guardias azotaban y pegaban a los hombres y los incitaban a la violencia. Pero el malo de la película era un contratista particular que, mediante sobornos, hacía que los guardias recurrieran a prácticas inhumanas para que los hombres trabajaran para su provecho. Cuando uno de los presidiarios muere en una celda de castigo, el gobernador del Estado envía a un investigador para que averigüe lo que ocurre en la cárcel. Los cambios relativos al contexto político requirieron varias escenas muy breves que indicaran claramente que el Estado había aprobado leyes que prohibían maltratar a los presos. Al final, el gobernador acude a la cárcel y ordena la detención del contratista por asesinato. La película no denunciaba un sistema brutal, corrupto y sádico, sino la avaricia individual. En su reseña dirigida a los propietarios de las salas, Harrison’s Reports advirtió, con cierta satisfacción, que «la culpa es del contratista particular» y no del Estado. Jason Joy se sintió aliviado; pero también estaba preocupado, y aseguró a Hays que vigilaba a los estudios de cerca porque la industria nunca iba a estar del todo a salvo «con todas esas historias sobre los trabajos forzados»[68]. Sin duda, I Am a Fugitive from a Chain Gang distaba mucho de estar a salvo. La MGM había sido la primera interesada en rodar la tragedia de Robert Burns. Cuando el productor Irving Thalberg se informó sobre el proyecto, Joy había intentado disuadirlo, diciéndole que los aspectos más importantes de la historia —la «crueldad de los trabajos forzados y los detallados métodos de huida»—, no podían salir en la pantalla. La película tampoco podía tener un enfoque antisureño si el estudio pretendía hacer negocios en el Sur. Recordó al productor que los sureños seguían sosteniendo que los trabajos forzados eran necesarios para controlar a la enorme población negra y reconoció que «nosotros podemos pensar que estos métodos son reliquias bárbaras de la Edad Media, pero desde el punto de vista económico, debemos plantearnos detenidamente si estamos dispuestos a enfadar a cualquier sector importante». La MGM abandonó el proyecto con sigilo[69]. Aunque la MGM se desanimó con facilidad Jack Warner estaba decidido a rodar I Am a Fugitive from a Chain Gang, pese a la advertencia que recibió de su propio departamento de guiones en el sentido de que desataría la hostilidad del Sur. Podría ser una buena película, le dijeron, «si no hubiera censura, pero seguro que el actual sistema de censura eliminará todos los aspectos impactantes y realistas de la historia». Cuando Joy recibió la noticia de que la Warner pretendía llevar I Am a Fugitive from a Chain Gang a la pantalla, le pidió al jefe de producción, Darryl Zanuck, que pensara seriamente en la reacción de los sureños y le instó a que tuviera mucho cuidado al presentar un Estado que «ha incumplido su promesa» y recurrido a una «venganza mezquina»[70]. Pese a las advertencias, Zanuck siguió adelante. Eligió a Paul Muni, que acababa de rodar Scarface, para el papel de Burns, y contrató a Mervyn Le Roy como director. En abril de 1932 le encargó a un guionista del estudio, Brown Holmes, que adaptara el libro, e incluso llevó a Robert Burns a Hollywood. Con el nombre de «señor Cañe», Burns se paseó por el estudio durante varias semanas antes de volver a la clandestinidad. Se hicieron varios borradores del guión, y Zanuck le encargó a Howard J. Green que le diera un pulido final. Como recordó Green, Zanuck insistió —seguramente debido a la presión a la que le sometió Joy— en que no debía reconocerse el Estado de Georgia y en que el guión debía «minimizar la polémica sobre los trabajos forzados». De haber podido hacerlo a su manera, escribió Green, «el guión habría sido una despiadada diatriba contra todo el sistema. El señor Zanuck lo adivinó e […] insistió en que incorporara en mi guión argumentos sinceros a favor de los trabajos forzados»[71]. Una vez iniciada la producción de I Am a Fugitive from a Chain Gang, el estudio mantuvo pocos contactos con el Consejo de Censura, pues hasta la creación de la Production Code Administration en julio de 1934, el sistema seguía siendo voluntario. Joy vio I Am a Fugitive from a Chain Gang por primera vez en octubre de 1932, en un pase realizado en el estudio y, pese a que al principio de la película sintió cierta aprensión, cuando los últimos créditos salieron en la pantalla estaba encantado. Aunque no había ningún «argumento sincero a favor» de los trabajos forzados, para Joy: [I Am a Fugitive from a Chain Gang] no es una denuncia contra los trabajos forzados en general, sino una historia muy individualizada sobre la experiencia personal de un hombre debida a un fallo injusto, que comporta unas circunstancias tan poco habituales que no puede considerarse en modo alguno una acusación general a este tipo de castigo legal[72]. I Am a Fugitive from a Chain Gang se estrenó en noviembre de 1932 en el Strand Theater, de Broadway, una sala propiedad de la Warner con un aforo de 3.500 personas. La injusticia, el sudor, la suciedad, la brutalidad sádica, las espectaculares fugas y la traición del Estado hacían acto de presencia en la película. En la última escena, Robert Allen, convertido en criminal, aparece como un animal al acecho en un callejón. Asustado, derrotado por el sistema, se arriesga a que lo cojan con tal de ver a su novia. «¿De qué vives?», le pregunta ella. «Robo», responde él, amparándose en la oscuridad. «I Am a Fugitive from a Chain Gang. LA MAYOR SENSACIÓN DE BROADWAY EN LOS ÚLTIMOS TRES AÑOS», telegrafiaron los ejecutivos de Nueva York tras el estreno. Miles de aficionados no consiguieron entradas para verla, y un ejecutivo de la Warner exclamó «LA PROSPERIDAD DE LA WARNER EMPIEZA A REPUNTAR» cuando la película se estrenó en 200 salas de todo el país. Los críticos de cine la alabaron con el mismo entusiasmo que Joy. El National Board of Review la definió como «no sólo el mejor largometraje del año, sino una de las mejores películas realizadas en este país»[73]. Incluso la conservadora Louella Parsons, crítica de cine para Los Angeles Examiner, la elogió: «Si esta película —escribió— puede hacer algo para corregir un mal que es una mancha de la civilización, no se habrá realizado en vano». El Motion Picture Herald, de Martin Quigley, publicó una reseña favorable, al igual que Harrison’s Reports, que elogió la película diciendo que era «un impactante drama destinado al público adulto»[74]. Hasta Paul Muni entró en calor. En una entrevista, el actor apeló a Hollywood para que utilizara su popularidad con el fin de «prevenir al mundo contra todo tipo de crueldades», si bien su ruego pasó desapercibido en la capital del cine[75]. Joy tenía razón cuando opinó que I Am a Fugitive from a Chain Gang presentaba la experiencia de un solo hombre, y no un problema social más amplio y conflictivo. Pero Lorentz, que más tarde se volvería famoso con sus inquietantes documentales The River y The Plow That Broke the Plains, advirtió con cierta decepción en su reseña en Vanity Fair que I Am a Fugitive from a Chain Gang habría sido más efectiva si hubiese utilizado la historia de Robert Burns para analizar el entorno social de la cárcel, en lugar de concentrarse en un individuo en particular. Según Lorentz, el verdadero problema se hallaba en el motivo por el que las cárceles eran tan brutales. ¿Qué era lo que inducía a los guardianes a ser tan sádicos? ¿Por qué existía en Norteamérica un castigo penal como ése? Lorentz opinaba que si la película hubiese abordado esas cuestiones, habría sido un poderoso instrumento social para impulsar una reforma; sin embargo, presentada así, no era más que otro melodrama hollywoodense con un final excepcionalmente impactante. Joy, en primer lugar, se alegraba de que la película no se hubiera aventurado en el terreno de la crítica social como sugería Lorentz. Su vivida descripción de los trabajos forzados ya era bastante bruta!, pensaba, y al público no le costaría nada entender que esa manera de aplicar la justicia estaba mal. Le dijo a la Warner que, en su opinión, era «una de las películas más importantes del año»[76]. Tanto para Joy como para Hays, la cuestión era que, como la película sólo trataba del protagonista y no reflejaba las dificultades de los demás presos, la industria quedaba «totalmente justificada», siempre y cuando las películas no fueran «parciales, se presentaran de un modo desapasionado y sin propaganda, y se reconociera que tenían que entretener». Mientras que Lorentz había pretendido que se utilizara el cine, sobre todo esa película, para hacer un análisis de la injusticia social, Joy y la Oficina Hays se dedicaron a mantener la crítica social dentro de los confines de un entretenimiento desapasionado. El grado de dificultad que eso supondría se puso de manifiesto durante los primeros meses de 1933, cuando la política, las ganancias, la propaganda y el entretenimiento se entrelazaron en una de las películas más extrañas jamás realizadas en Hollywood. Si la política es capaz de hacer extrañas parejas, considérese quiénes desempeñaron los papeles más importantes en la producción de Gabriel Over the White House: Walter Wanger, un demócrata liberal que solía impregnar sus films con su ideología política y que acostumbraba a tener problemas con la Oficina Hays, produjo una película para Cosmopolitan Studios, propiedad del magnate de la prensa William Randolph Hearst, que, entusiasmado con Roosevelt, pretendía que el film fuera un tributo al nuevo presidente y un ataque a los anteriores gobiernos republicanos. Gabriel Over the White House se rodó en los platos de la MGM bajo la supervisión de Louis B. Mayer, un republicano recalcitrante e invitado habitual a la Casa Blanca durante el Gobierno de Hoover, y la distribuyó Loew’s Inc. Finalmente, el doctor Wingate y Will Hays, exmiembro del gabinete acosado por los escándalos de Warren Harding, censuraron la película. Basada en una oscura novela de Thomas F. Tweed, una figura importante del Partido Liberal inglés, Gabriel Over the White House era un alegato de ficción a favor del establecimiento de una dictadura temporal en Estados Unidos para acabar con la Depresión. El libro retrataba la democracia norteamericana como irremediablemente ineficaz e indiferente a las necesidades de la población; en ella los partidos políticos estaban controlados por «mercenarios» para los que el Gobierno representaba un medio de enriquecerse. El Congreso sólo era una «sociedad de debates» compuesta de personajes retrógados que discutían horas y horas y que no hacían nada. La Prohibición había creado un ejército de gangsters armados, los verdaderos gobernantes de las ciudades norteamericanas. En resumidas cuentas, la democracia norteamericana se había venido abajo[77]. Los problemas de la nación se resuelven cuando un nuevo presidente, Jud Hammond —un auténtico «mercenario» de partido, al que sólo le preocupaban el póquer y su secretaria y amante— resulta herido en un accidente automovilístico. Cuando Hammond se halla al borde de la muerte, el arcángel Gabriel desciende del cielo con una nueva agenda política y, tras el encuentro espiritual, Hammond se recupera milagrosamente y sorprende a todo el mundo convirtiéndose de pronto en un buen gobernante. Despide a los miembros corruptos del gabinete, acaba con el paro creando un ejército de parados, elimina a los gangsters y obliga a todos los demás países a desarmarse y a pagar las deudas contraídas en la Primera Guerra Mundial. Una vez acabada su misión en la Tierra, Hammond muere como un héroe mundial. En otoño de 1932, Wanger, el guionista Carey Wilson y Hearst redactaron juntos el guión, y a finales de enero de 1933 lo enviaron a James Wingate, el censor de la Oficina Hays. Ese hecho coincidió con el «invierno negro» del país: en las elecciones de noviembre de 1932 los norteamericanos habían rechazado de plano la política de Herbert Hoover y elegido a Franklin D. Roosevelt, pero el nuevo presidente no sería investido hasta marzo de 1933. Durante ese largo, frío y crudo invierno, el paro alcanzó unos índices sin precedentes, los bancos cerraron uno tras otro, las prestaciones se agotaron y la economía nacional tocó fondo. El Gobierno parecía completamente paralizado; sin embargo, nadie sabía exactamente qué podía o iba a hacer Franklin Roosevelt. Justo cuando el país esperaba ansioso que éste tomara posesión del cargo, llegó a la mesa de Wingate el guión que ofrecía una solución cinematográfica a los males del país. Una sinopsis interna de la MGM definió la película como «reaccionaria y radical hasta decir basta»[78]. Wingate pensó lo mismo; se quedó estupefacto. Si bien reconoció ante el jefe de producción de la MGM, Irving Thalberg, que Gabriel Over the White House era «sin duda una historia impactante», Wingate creyó que la película iba a dar una imagen negativa del Gobierno norteamericano. La historia, que en la novela transcurría en 1950, se situaba ahora en el presente y Wingate temió que dicho cambio se relacionara directamente con los anteriores gobiernos republicanos. Según el guión, el presidente Hammond tenía una amante en la Casa Blanca, la Depresión no le quitaba el sueño, hacía gala de un fervor simplista e instaba a la población a salir de la crisis mediante un retorno al espíritu de los pioneros (como había hecho Herbert Hoover). En una escena se veía a un ejército de desocupados que marchaba sobre Washington para exigir una «revolución» y que calificaba al Gobierno de «podrido», dirigido por «inútiles e imbéciles». Wingate le dijo a Thalberg que dudaba que «cualquier Consejo de Censura autorizara semejante vilipendio de los gobiernos»[79]. La conversión de Hammond era igualmente preocupante. Tras un accidente automovilístico, el presidente entra en coma y los médicos no pueden hacer nada por él. Cuando Hammond está a punto de morir, lo visita el arcángel Gabriel, que le da una nueva agenda política, y Hammond de pronto se recupera. Rompe con su amante, Pendie, despide a su gabinete, disuelve el Congreso y declara la ley marcial. Acaba con la Prohibición y, cuando los gangsters se resisten, ordena al ejército norteamericano que los detenga y ejecute. Una vez eliminada la violencia interna, Hammond se dedica a la política internacional. En 1933, el desarme y la devolución de las deudas de guerra contraídas por Europa eran puntos débiles para los norteamericanos. Gabriel Over the White House proponía una solución rápida y sencilla: el presidente Hammond invita a los diplomáticos residentes en Washington a presenciar una demostración del poder de la fuerza aérea norteamericana. Los aviones destruyen varios buques de la Primera Guerra Mundial, y Hammond afirma que con «10.000 bombarderos como ésos», Estados Unidos puede ganar cualquier guerra[80]. Cuando los diplomáticos dicen que sus países son demasiado pobres para pagar sus deudas, Hammond les amenaza con una guerra. Todo el mundo piensa que está loco. Un periodista comenta que «Estados Unidos no tolerará una guerra, ni siquiera instigada por Jud Hammond». Mientras tanto, los miembros del gabinete despedidos por Hammond conspiran para derribar el Gobierno. «¿Os dais cuenta de lo que va a hacer este maniaco? Pretende enemistarnos con el mundo, ¡cuando tenemos una Armada incluso más pequeña que la inglesa! ¡Está loco!»[81]. Sin embargo, Hammond sale vencedor cuando los países extranjeros se doblegan ante la poderosa Norteamérica y no sólo firman un tratado de desarme mundial, sino que también se comprometen a pagar las deudas de guerra. En un final apoteósico, Hammond entra en su despacho de la Casa Blanca para firmar el histórico documento. Una vez firmado, se desmaya y lo atiende su amante, Pendie. El médico le dice que la tensión del último año ha sido excesiva para el presidente, pero que se recuperará. Cuando Hammond vuelve en sí, le insiste al médico que se vaya. Éste acepta a desgana y le deja a Pendie un medicamento, con instrucciones de administrarle una pequeña dosis en caso de una recaída. Pronto se descubre el motivo por el que Hammond deseaba que el médico abandonara la habitación: el viejo Jud Hammond por fin ha salido del coma en el que cayó hace un año. Trata a Pendie como si fuera su amante, y ella se escandaliza. Hammond desea saber cuánto tiempo ha estado inconsciente. Un año, le responde ella, y él se horroriza. Entonces Pendie le dice que durante ese año se ha convertido en un gran hombre: despidió a su gabinete, declaró la ley marcial, acabó con la Prohibición y el poder de los gangsters, suprimió el patrón oro, creó un ejército civil formado por parados y acabó con la carrera armamentística mundial. Hammond se enfurece. ¿Por qué no lo ha detenido nadie? «Estoy oyendo una acusación terrible […]. He traicionado a mi partido, a mis amigos […]. Hay un perro rabioso suelto por la Casa Blanca. Debo disculparme humildemente ante los que me han votado, ante los que han confiado en mí»[82]. Hammond se refiere a sus compinches políticos, no al pueblo norteamericano. Da orden de que su gabinete vuelva a reunirse de inmediato. «Muchachos —les dice a sus ministros—, desapruebo por completo todo lo que ha hecho el presidente de Estados Unidos durante este último año». Después, les asegura que su objetivo es «volver a las mismas tácticas de antes». Para empezar, les dirá a los líderes mundiales, en «la mayor conferencia de dirigentes políticos de la historia universal», que Estados Unidos se negará a reconocer el tratado y que «vamos a quedarnos con todo el oro, todos los negocios, y tendremos los mayores buques de guerra, y que ya pueden guardar sus cuellos duros y volverse a sus casas y ocuparse de sus asuntos». Cuando su secretario, Beekman, protesta porque eso puede provocar una guerra, Hammond se encoge de hombros como si le diera igual. Después Hammond se acerca al micrófono para iniciar su discurso, pero sufre otro desmayo antes de expresar su nueva postura. Esta vez, el presidente ha muerto. Muere como un héroe público; sólo los que se hallan detrás de los bastidores conocen la verdadera historia de Jud Hammond. Aunque para William Randolph Hearst todo esto tenía sentido, a Wingate le preocupaba que la película ofendiera a los republicanos. Advirtió a Thalberg que la disolución del Congreso, la imagen de dictador que se daba del presidente, la promulgación de la ley marcial en tiempos de paz y la amenaza de guerra iban a mermar el respeto de los norteamericanos hacia el Gobierno en unos tiempos de crisis. ¿Era prudente, preguntó, que una película retratara a un Congreso inepto? Ese tipo de película podía provocar la aprobación de una legislación contraria a los intereses de la industria. Gabriel Over the White House abordaba, advirtió Wingate a la MGM, un «tema peligroso»[83]. Wingate hizo partícipe a Hays de la discusión y le informó sobre el guión. «En unos tiempos tan difíciles como estos —preguntó Wingate a Hays—, ¿debería la industria autorizar a los estudios a hacer películas que muestren a multitudes de personas afligidas, insatisfechas o sin trabajo, que acuden en masa a Washington con un sentimiento antigubernamental para exigir justicia?» No era descabellado, se temía Wingate, pensar que una película como ésa podía provocar a «radicales y comunistas» y mermar «la confianza del pueblo en su Gobierno»[84]. Hays reconoció que la película podía poner a la industria en un brete. Como antiguo miembro del gabinete de Harding, es posible que le hubieran molestado las escenas que presentaban a un presidente dominado por una banda de compinches jugadores de cartas y que tenía una amante en la Casa Blanca. Las escenas en las que el ejército recibía orden de disolver por la fuerza a un grupo de parados sin duda iban a recordar el día que el presidente Hoover recurrió al ejército norteamericano para expulsar a los veteranos de guerra que en 1932 acudieron en masa a la capital porque se les había retirado el subsidio. Las referencias al uso de una retórica optimista para acabar con la Depresión también resultaban demasiado familiares para el republicano Hays. Hays también temía que el diálogo sobre las deudas de guerra perjudicase a la película en el lucrativo mercado extranjero. Cuando Fred Herron, encargado del comercio exterior en la Oficina Hays, leyó el guión, exclamó: «Hay que tener mucha cara para poner algo así en una de nuestras películas y al mismo tiempo pedir constantemente a nuestras embajadas que nos ayuden con los gobiernos extranjeros». El tema de la deuda le pareció «totalmente absurdo» y predijo que iba a crear un «profundo sentimiento antinorteamericano» en todos los países en los que se distribuyera la película. Era evidente que Gabriel Over the White House tenía que someterse a una rehabilitación política antes de exhibirse al público norteamericano o extranjero[85]. Will Hays estaba tan preocupado que telegrafió a Louis B. Mayer para que considerara «detenidamente […] los problemas potenciales» que Gabriel Over the White House podía causarle a la industria, y le pidió que supervisara la película personalmente. En ese momento, según la «política de la industria», declaró Hays, la película debía mostrar al presidente recibiendo el consentimiento del Congreso «para aplastar a los gangsters» y también presentar un «claro enfoque espiritual». Mayer, que apenas estaba al corriente de la producción de Cosmopolitan Studio, aseguró a Hays que supervisaría de cerca el rodaje de la película y, tras consultar con Walter Wanger, éste accedió a realizar todos los cambios necesarios[86]. Cuando el primero de marzo de 1933 Mayer se sentó en su butaca para ver el preestreno de Gabriel Over the White House en Glendale (California), tenía que haberse preparado; no obstante, pese a que se lo habían advertido, no había desempeñado el papel activo que Hays había deseado. La película había sufrido varios cambios: se habían eliminado varios discursos del tipo «la prosperidad está a la vuelta de la esquina»; se había suavizado la relación entre Hammond y Pendie, casando a ésta con Beekman durante el año en que Hammond estuvo «en coma», y se había suprimido la amenaza de guerra. También se había cambiado el final; en esta versión, tras firmar el tratado y desmayarse, Hammond se recupera y vuelve a ser el viejo Jud. Cuando Pendie le cuenta todo lo que ha hecho para acabar con la Depresión, se enfurece y grita: «He sido desleal con mi partido. Espero poder deshacer lo que he hecho este año». Está tan disgustado que vuelve a desmayarse y, esta vez, Pendie, que ya no está enamorada de él, se da cuenta de que ese «mercenario de partido» está a punto de hacerle un gran daño al país y al mundo entero. Le da un vaso de agua sin añadirle el medicamento que le ha recetado el médico y Hammond muere antes de poder actuar. Cuando el proyector se detuvo, Mayer hervía de cólera. Tras interpretar la película como un ataque a los presidentes Harding y Hoover y al Partido Republicano en general, Mayer salió de «la sala como un torbellino de nubarrones», cogió a Eddie Mannix y gritó lo bastante fuerte como para que los demás lo oyeran: «Pon esa película en su lata, llévatela al estudio y escóndela»[87]. No obstante, Hollywood se regía por la economía, no por la histeria, y Gabriel Over the White House pertenecía a Hearst, no a Mayer. Por tanto, en lugar de enterrarla en los depósitos de la MGM, la enviaron a Nueva York para someterla a una valoración política. Hays consideraba que las películas con trasfondo político eran tan peligrosas para la industria como las de sexo. Se enfureció al ver que, tras la humillación del Partido Republicano en los comicios, y justo cuando Wall Street se hallaba sumido en el caos y la industria se hundía rápidamente en un mar de números rojos, Hearst pretendía estrenar en marzo de 1933 Gabriel Over the White House, una película que abogaba abiertamente por la instauración de una dictadura[88]. Hays organizó un pase especial de la película para la junta directiva de la MPPDA, que reaccionó con indignación. Sólo se habían incluido unos pocos cambios de los sugeridos por Wingate y Hays. A éste lo que más le enfadó fue que la historia se hubiera ambientado en el presente, ya que le pareció que así el ataque a los republicanos era más evidente, aunque también le preocupó el final de la película. A la mañana siguiente, Hays volvió a proyectar el film y, tras varios pases, se convenció de que todavía podía salvarse. Con el consentimiento de Nicholas Schenck, el presidente de Loew, Hays llamó a Louis B. Mayer y le dijo que se encontraban en «una situación sin precedentes en este país», cuando la población mira a Roosevelt del mismo modo que «un hombre que se está ahogando mira a un socorrista […] con un ojo puesto en él y el otro en Dios». En opinión de Hays, el país esperaba y se merecía una «película inspiradora» y, sin embargo, ésa presentaba una «acusación directa a la puerilidad y falibilidad del actual Gobierno». El tema general de la película era que en el poder ejecutivo sólo se podía imponer «la rectitud y la sabiduría» mediante un coscorrón en la cabeza[89]. Era imprescindible, dijo Hays, que la película presentara a un presidente con «un mínimo de sentido del deber», que actuara como era debido gracias a una «inspiración espiritual» y no tras recibir un coscorrón. Al fin y al cabo, añadió, es verdad que cuando un hombre se convierte en el presidente de los Estados Unidos «sufre un cambio espiritual [tras el cual] se desvive» por mejorar el país. Quizá se pudiera sugerir que a Hammond le ocurre algo así cuando el arcángel Gabriel lo visita tras el accidente. Si se pudiera hacer —si se pudiera mostrar que Hammond actuaba por inspiración—, entonces la propaganda en la película, pensaba Hays, no sería tan grave[90]. Hays también pidió que se eliminara la escena en la que el presidente y un miembro del gabinete juegan al póquer. «Estamos en guerra [con la Depresión] y a pesar de eso vamos y hacemos una película que presenta al presidente como un político barato o, peor aún, como alguien que inicia una reunión del gabinete diciendo «¿A quién le toca repartir?». Asimismo, había que suavizar la relación entre el presidente y su secretaria para eliminar toda alusión a una relación ilícita. Si se realizaban todos esos cambios, Hays estaba seguro de que la película se podría estrenar[91]. Mayer aseguró con humildad a Hays y a Schenk que sólo habían visto un «borrador»[92]. Wanger tardó casi un mes en modificar la imagen general de Gabriel Over the White House. La película original se había rodado en dieciocho días con un presupuesto activo de 180.000 dólares; el montaje y las nuevas tomas costaron otros 30.000 dólares. Los cambios agradaron a Wingate, quien le dijo a Thalberg que estaba «encantado» con la nueva versión, pues había «librado a la película [de problemas] con la censura o con el Código». En efecto, los diversos Consejos estatales y locales la aprobaron sin imponer ningún cambio[93]. El cambio más espectacular fue el final: en la nueva versión, Hammond se desmaya tras la firma del tratado y muere en su despacho sin retractarse de sus actos. Según Hays, este nuevo final le quitó gran parte del estigma. Asimismo, la eliminación de la amenaza de guerra con motivo de las deudas hacía que la película resultara más agradable al público europeo, y se silenció el papel romántico de Pendie. Aun así, la experiencia con Gabriel Over the White House demostró que por mucho que se hicieran nuevas tomas o se montara después de la producción, era imposible cambiar la esencia de una película. Walter Huston, en el papel de Jud Hammond, queda como un auténtico «mercenario de partido» que se preocupa muy poco por los problemas de su país. Es tan imbécil que insiste en conducir a velocidades vertiginosas; tras un grave accidente, lo visita un arcángel que le inspira un nuevo programa político. Aunque para Hays esta pequeña escena puede haberle quitado al film gran parte de su estigma, la conclusión ineludible es que el accidente fue el principal motivo de la nueva política de Hammond. Incluso si no es tan obvio como se pretendió en un principio, es evidente que la relación entre la secretaria y el presidente es algo más que una relación platónica y profesional, y sólo después del accidente Hammond rechaza las atenciones de Pendie. El Congreso sigue siendo ineficaz, pese a que en la nueva versión el legislativo autoriza a Hammond a asumir el poder. Para que esto quede claro ante el público, se introdujo el titular de un periódico: «EL CONGRESO ACCEDE A LA PETICIÓN DEL Aprobado por amplia mayoría - Hammond dictador». Según Hays, de ese modo se legitimaban los actos de Hammond y la película se conciliaba con el Código. PRESIDENTE: 6. Walter Huston y Karen Morley en Gabriel Over the White House. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Pese a los cambios, se alteró tan poco la impresión general que transmitía la película que Nation título su crítica: «El fascismo en Hollywood». Hays debió de estremecerse cuando leyó el artículo, que arremetía contra la película de Hearst acusándola de ser un descarado intento de «convertir al inocente público cinematográfico norteamericano a una política propia de una dictadura fascista». Gabriel Over the White House incluso dio pie a que el comentarista político Walter Lippmann se convirtiera en crítico de cine; tras verla, dijo que «el cuerpo político es un cuerpo que Hollywood todavía no conoce. De hecho, nunca pensé que el cine pudiera reflejar semejante inocencia virginal». Harrison’s Reports, por otro lado, dijo a los exhibidores que la película trataba de «lo que piensan la mayoría de los norteamericanos sobre los problemas sociales, políticos y económicos». Hays suspiró con alivio cuando la recaudación puso de manifiesto que Gabriel Over the White House no había conseguido captar la atención del país[94]. Los gangsters, los trabajos forzados y la política mostraron que el debate sobre el contenido del cine era mucho más complejo que el decreto eclesiástico que exigía que las películas fueran «moralmente puras». Daniel Lord le dijo a Hays en 1931 que en realidad daba igual el modo en que las películas abordaran ciertos temas, como en el caso de los gangsters; sencillamente no tenían cabida en la pantalla. Lord no abogaba por una reforma, sino por la prohibición absoluta de temas que trataran de cuestiones que él desaprobaba. Pese a que carecía de pruebas que confirmaran que el cine era responsable del aumento de la delincuencia, él así lo creía. Los que exigían una censura estricta coincidieron con Lord: Hollywood estaba presentando un aspecto de la vida norteamericana que ellos desaprobaban. Los gangsters, las cárceles y los políticos corruptos no reflejaban su visión de Norteamérica. A pesar de que a Hays y a los censores se les acusaba de no hacer un verdadero esfuerzo por aplicar el Código, el hecho es que había claras discrepancias sobre lo que era permisible en la pantalla, sobre todo en el caso de las películas de gangsters. Jason Joy, August Vollmer y varios periodistas, revistas, críticos de cine y miembros del poder judicial vieron en el cine la clara lección moral de que «el crimen no compensa». Incluso un crítico tan severo como Martin Quigley reconoció que no había pruebas de que las películas sobre gangsters fueran dañinas. El papel de Hays fue fundamental. Pese a las fuertes acusaciones de sus detractores de que no aplicaba el Código, la verdad es que no dejó de buscar maneras de someter con mayor firmeza a los productores de Hollywood. Hays, junto con su Consejo de Censura de Hollywood, y no los reformadores religiosos, fue el que se opuso al contenido original de I Am a Fugitive from a Chain Gang y Gabriel Over the White House. Lo que Hays más temía era la polémica, y le preocupaban las películas que cuestionaban los valores fundamentales, como las de gangsters; las que reflejaban la corrupción y la injusticia, como los dramas sobre las cárceles, o bien las que desafiaban la idea de que el Gobierno no se consagraba al bienestar general, como Gabriel Over the White House. Tampoco se trataba de que los estudios se hubieran empeñado en inundar las pantallas con dramas «duros». No obstante, algunos estudios —sobre todo, la Warner Bros.—, así como algunos productores y directores, deseaban ampliar los horizontes del cine y se oponían a las restrictivas directrices de Hays. La lección que Hays aprendió gracias a las películas de gangsters, sobre todo Scarface, y a las películas como Gabriel Over the White House, era que por mucho que se cortara y volviera a montar, no se podía cambiar el núcleo de una película. El control sobre el contenido requeriría una vigilancia firme y segura antes de la producción y dentro de los estudios, y Martin Quigley estaba de acuerdo. Mientras Hays buscaba una manera de ejercer su influencia sobre los productores, Quigley pensaba en convocar a las Legiones católicas para que participaran en una marcha en contra de Hollywood. 6. Las Legiones marchan sobre Hollywood Hay que limpiar y desinfectar el foco de peste que asóla a todo el país con su cine obsceno y lascivo. Commonweal, 18 de mayo de 1934. En 1943, Jack Warner y su jefe de producción, Hal Wallis, conversaban acerca de los problemas que tuvieron con This Is the Army, el homenaje patriótico de Irving Berlin a los soldados de la Segunda Guerra Mundial. Durante la guerra, Hollywood había llegado a su apogeo: los estudios estrenaban unas 500 películas al año y la asistencia semanal alcanzó los 85 millones de espectadores. Warner y Wallis recordaron los problemas a los que se había enfrentado la industria una década antes. En 1933, la situación económica había obligado a los estudios a despedir a empleados y a recortar salarios. Después, los dos hombres pasaron a hablar de la influencia que las organizaciones religiosas habían ejercido sobre el cine, y Warner le dijo a Wallis: «Cuando las grandes organizaciones eclesiásticas van a por ti, no tienes nada a qué agarrarte»[1]. Incluso una década más tarde, Warner recordaba muy bien el año 1933, cuando la Iglesia organizó una cruzada nacional, la Legión de la Decencia, en la que millones de católicos se comprometieron a boicotear las películas tachadas de inmorales por la jerarquía eclesiástica. La Legión creó su propio organismo de evaluación y presionó a los estudios para que produjeran películas que reflejaran la doctrina católica. En respuesta, la industria nombró a un censor católico, Joseph Breen, cuya misión era interpretar y aplicar el Código de Producción redactado en 1930. Pero además de la economía y de los airados católicos, los magnates y sus estudios tenían otras problemas. En la primavera de 1933, el aletargado Gobierno federal por fin despertó al grito de los guardianes de la moral que exigían una regulación para el cine; en las elecciones presidenciales de 1932, los norteamericanos rechazaron al Partido Republicano y a su símbolo, Herbert Hoover, y eligieron a un demócrata de Nueva York, Franklin D. Roosevelt[2], con una mayoría abrumadora. Tras su investidura en marzo de 1933, el presidente anunció el «New Deal», diseñado para impulsar la recuperación económica. Uno de los puntales del amplio programa era la Ley Nacional de Recuperación Industrial (NIRA), mediante la cual se creaba la Administración Nacional de Recuperación (NRA, como se la conocía popularmente) para fomentar la participación en el Gobierno en las empresas y estimular la recuperación económica. A primera vista, tanto los directivos de la industria cinematográfica como los reformadores creyeron que la NRA iba a someter el cine al estricto control de los burócratas de Washington. Mucho más perjudicial para la imagen pública de la industria fue la publicación de nueve libros de respetables académicos norteamericanos sobre el impacto del cine en los niños. Dichos libros, conocidos como los Estudios Payne, parecían demostrar lo que los guardianes de la moral habían venido diciendo sobre el cine desde hacía ya tres décadas: que era perjudicial para la infancia. Tanto la publicación de los libros como la creación de la NRA y el nacimiento de la Legión católica se produjeron en 1933 y arreciaron el debate nacional sobre el cine. Cuando las Legiones católicas marcharon sobre Hollywood, armadas con argumentos morales y académicos, los magnates se sintieron claramente asediados. Jack Warner tenía razón: Hollywood no tenía nada a qué agarrarse. Durante diez años, Hays había luchado contra los defensores de la censura gubernamental colaborando con las organizaciones comunales «Better Film», que abogaban «por un cine mejor», y con los grupos de ciudadanos que analizaban y recomendaban las películas. Cuando recurrió a su influencia política para impedir la promulgación de una ley que regulara el cine a nivel estatal y federal, argumentó que la «censura» era antinorteamericana y siguió intentando reglamentar el contenido de las películas mediante una «autorregulación» del Código, afirmando sistemáticamente que el cine, pese a que a veces hacía gala de mal gusto, no era, como mantenían los críticos, perjudicial para los niños ni «inmoral». Hays, en gran parte, consiguió su objetivo. El cine siguió siendo el medio de entretenimiento más popular del país, y sus críticos más estridentes eran considerados fanáticos contrarios al cine, que no sólo querían censurar las películas, sino también el teatro y los libros. El hecho de que Hays acudiera al padre Lord es un perfecto ejemplo de ello. Tras la adopción del Código, Lord fue nombrado «asesor» de la MPPDA. Hays patrocinó y financió varios viajes del sacerdote a Hollywood para que colaborara con Joy, Wingate y los estudios, y mantuvo una correspondencia regular para pedirle su opinión sobre los guiones; asimismo le enviaba las actas de las reuniones y la correspondencia de la MPPDA para tenerlo al corriente de la labor llevada a cabo por Joy y Wingate[3]. No obstante, en mayo de 1933, Lord se sintió utilizado y se mostró extremadamente crítico con Wingate, a quien definió de «desastre total»[4]. Hays quería evitar a toda costa que Lord se le escapara del redil, y le aseguró que era la Depresión, y no el deseo de violar el Código, lo que inducía a los estudios a producir películas conflictivas. Aunque Hays creía que la tendencia general estaba mejorando, el descenso de la recaudación sometió a los estudios a una «tremenda presión comercial». La crisis era tan aguda, le explicó a Lord, que cada día «celebraba […] reuniones […] [de índole] puramente económica» con los magnates de la industria[5]. En un raro gesto de apoyo a Hays, Breen confirmó el impacto de la situación económica; le dijo a Lord que la Depresión había sumido a la industria en un estado de «pánico» y que ésta creía que se podía ganar «dinero rápido» con «historias de carácter marcadamente sexual». Pese a que Breen reconocía que Wingate le había decepcionado, le aseguró a Lord que Hays estaba «haciendo todo lo posible»[6]. Incluso Quigley intentó convencer a Lord de que siguiera colaborando para conseguir que el Código se aplicara con mayor rigidez, y le escribió diciéndole que tenía «la convicción de que Hays [estaba] haciendo todo lo posible» para imponer el Código, y que empezaba a pensar que el nombramiento de Wingate había sido un error. Era una buena señal, añadió Quigley, que en ese momento Hays esperara «recibir más ayuda de Breen» para aplicar el Código[7]. Lord se mantuvo escéptico. En su opinión, los productores de Hollywood eran «ovejas atolondradas» que no iban a cambiar nunca a menos que se tomaran medidas drásticas[8]. Cuando Hays le solicitó que acudiera a Los Angeles para colaborar con Wingate y los productores, Lord se pensó la oferta detenidamente. Se preguntó si debía rechazar «la oportunidad de elevar la moralidad de la industria» sólo porque se sentía frustrado, o si la industria cinematográfica era un caso «tan perdido» que podía irse «alegremente al infierno»[9]. Al final, Lord decidió que el cine podía irse «alegremente al infierno», y a finales de mayo le escribió a Hays que «se sentía totalmente decepcionado por el Código» y que no veía ninguna razón para colaborar con Wingate ni con los estudios. Durante los últimos ocho meses, afirmó Lord, «el cine ha ido de mal en peor». «De cada veinte personas [en Hollywood], ni una» tenía, en su opinión, la «menor consideración por la moralidad o la decencia». Después añadió una advertencia ominosa: además de su propia decepción, le comunicó a Hays que «grupos poderosos» planeaban emprender una «acción agresiva» contra la industria. Lord decidió que si iba a Hollywood, su presencia se interpretaría como una señal de que él creía que una colaboración con la industria podía dar resultados. «Sinceramente —concluyó —, no lo creo así»[10]. La deserción de Lord supuso un duro golpe para Hays, y la alusión del sacerdote a «fuerzas poderosas» no dejaba de ser amenazadora. Sólo podía significar que la Iglesia católica, con sus veinte millones de feligreses, de los cuales la mayoría vivía en zonas urbanas, se disponía a unirse al lobby contrario al cine. La retirada de Lord prácticamente coincidió con la publicación de los resultados de una investigación de cuatro años, realizada por el Consejo de Investigación Cinematográfica, sobre los efectos del cine en los niños. En 1928, muy poca gente se enteró de que la Fundación Payne, una organización filantrópica de Cleveland, había donado 200.000 dólares al reverendo William H. Short y a su Consejo de Investigación Cinematográfica para que analizara la influencia del cine en los niños. Short, que había luchado contra la industria durante más de dos décadas, comprendió que a menos que obtuviera pruebas directas de que el cine perjudicaba a los niños, nunca conseguiría que el Gobierno federal regulara la industria cinematográfica. Con el importe de la donación contrató a sociólogos procedentes de siete universidades para que recabaran información, dirigieran la investigación e interpretaran los datos sobre el impacto del cine en los niños norteamericanos. Según Robert Sklar, el objetivo de Short era «conseguir pruebas contra el cine y exponerlas a la vista de todo el mundo»[11]. Bajo la dirección del profesor W.W. Charters, director de la Oficina de Investigación Pedagógica de la Universidad Estatal de Ohio, los investigadores intentaron analizar científicamente las preguntas que la gente venía haciendo desde hacía varias décadas: ¿Había alterado el cine la actitud de los niños hacia la violencia y el sexo? ¿Cuál era, si lo había, el impacto emocional del cine en los niños? ¿Eran capaces los niños de distinguir la «fantasía» de la realidad? ¿Retenían los «mensajes» de las películas con mayor exactitud que la información de los libros? ¿Les quitaba el cine horas de sueño? ¿Qué tipo de películas veían los niños? ¿Con qué frecuencia acudían al cine? Cuatro años duró la investigación, cuyos resultados se hicieron públicos — en nueve volúmenes— en la primavera de 1933. Los investigadores evitaron sacar conclusiones burdas. Según uno de ellos, las películas de crímenes ejercían una influencia mayor sobre los niños procedentes de familias problemáticas; otro concluyó que el cine influía a los niños de un modo notable, pero también advertía que dicha influencia era «específica en el caso de un niño determinado y de una película determinada». En otras palabras, el cine en sí no era más perjudicial que otras influencias culturales. Estas cautas conclusiones académicas pasaron al olvido cuando Henry James Forman publicó un resumen en un solo volumen titulado Our Movie Made Children. Forman acusó abiertamente al cine de «contribuir a crear una raza de criminales»[12]. La afirmación, en sí misma, no era nueva; los críticos, como ya hemos visto, llevaban años haciendo declaraciones escandalosas sobre los efectos del cine; pero lo que deleitó al lobby contrario al cine, horrorizó a los millones de padres preocupados y dejó a Hays estupefacto fue la fuente del libro de Forman. Al parecer, la investigación científica llevada a cabo por respetables académicos había confirmado las pruebas subjetivas que los reformadores defendían desde hacía años. Our Movie Made Children era una condena sensacionalista de Hollywood y pronto se convirtió en un best-seller. Forman recorrió todo el país denunciando al cine. Desde las páginas editoriales surgió un torrente de preocupación basada, no en los nueve volúmenes escritos por los académicos, que eran menos sensacionalistas, sino en el resumen de Forman. Survey Graphic, una respetable publicación leída por los asistentes sociales de todo el país, fue un caso típico: «Por fin —publicó— tenemos datos». Los niños representaban el 36% del público, y el niño medio iba al cine una vez por semana. Lo que veían estos niños era sorprendente; en un estudio de 115 películas, en el 66% salían personas bebiendo y en un 43% se emborrachaban, además de contener una apología de la violencia que incluía 71 asesinatos, 59 asaltos y 17 atracos. En pocas palabras, se contabilizó un total de 449 películas de crímenes de todas las clases. ¿Los niños recordaban lo que veían? Claro que sí, «con la indiscriminada fidelidad de una pequeña cámara». En un periodo de veinticuatro horas el niño podía recordar el 60% de lo que evocaba un adulto medio. Además, lo retenía: en una prueba realizada al cabo de seis semanas, se acordaba del 91% de sus primeras impresiones. El estudio concluyó que el cine desempeñaba «un papel bastante más importante que los libros en la imaginación infantil»[13]. Esa habilidad para recordar tan claramente lo que veían también hacía que los niños perdieran horas de sueño tras ver una película. En la Universidad Estatal de Ohio, los investigadores instalaron en los muelles de las camas unos aparatos que medían las vueltas que daban los niños en un día normal y después de ir al cine. Así, descubrieron que un 26% de niños y un 14% de niñas se mostraban más nerviosos tras ir al cine, y concluyeron que «para los niños muy sensibles, débiles o inestables la mejor medida higiénica sería recomendar una asistencia muy espaciada» a películas cuidadosamente seleccionadas[14]. Los niños perdían horas de sueño porque el cine era emocionante. Los investigadores les midieron el pulso mientras veían películas como The Mysterious Dr. Fu Manchu, y se alarmaron al comprobar que un pulso normal de 75-80 latidos se aceleraba hasta 180 cuando veían una película. En conclusión: Semejante situación es mala para la salud, supone una higiene mental deplorable y podría contribuir a hábitos conocidos popularmente como «nerviosismo» en los niños. Cuando el niño o la niña pueden desahogar sus emociones al aire libre, haciendo ejercicio o jugando, es espléndido, pero no se puede decir lo mismo de tanta emoción en una sala oscura. Los niños declararon a los investigadores que tenían miedo y a menudo sufrían pesadillas tras ver películas como Phantom of the Opera, The Dawn Patrol, Dr. Jekyll and Mr. Hyde e incluso Tarzan the Ape Man. El doctor Frederick Peterson, un neurólogo de Nueva York, advirtió a los padres que semejantes películas podían producir «un efecto muy similar a la neurosis de guerra»[15]. En un caso, un investigador llevó a un muchachito a ver Union Depot, de la Warner Bros. Tras la escena de un atraco, los malos abrieron el estuche de un violín que estaba lleno de dinero. El sociólogo advirtió que al público adulto se le cortó la respiración, mientras que el pequeño pilluelo ni se inmutó; al acabar la película, le preguntó el motivo. «Esperaba ver una ametralladora —repuso—. Dígame una película en la que no haya una ametralladora. Siempre hay una». Cuando se le preguntó quién era su actor preferido, el niño dijo que James Cagney. «Aprendes mucho con su actuación. Aprendes a hacer un atraco, ves cómo se carga a un tío, y muchas otras cosas»[16]. En un estudio basado en 110 presos jóvenes, el 49% culpó al cine de haberles enseñado a cometer un atraco con éxito. «El cine me ha enseñado a robar coches, que es el delito por el cual estoy aquí, entre rejas», dijo un joven presidiario. «En el cine aprendí las técnicas, a no dejar huellas digitales ni pistas», explicó otro[17]. Los datos, como informó Survey Graphic, eran definitivos: el cine perjudicaba a los niños. No sólo les enseñaba a cometer crímenes y les mostraba valores falsos, sino que también les infligía un daño moral y físico. El doctor Fred Eastman, un crítico de cine muy severo, escribió en el Christian Certtury una serie de ocho artículos en la que exigía una regulación federal; pero los lectores de Eastman ya estaban convencidos de que el cine era malo. Los resúmenes publicados en el New York Times, el Nation, Parent’s Magazine, el Elementary School Journal y School and Society fueron mucho más perjudiciales para la industria, pues éstos aceptaron, sin hacer el menor comentario, las conclusiones que sacó Forman a partir de los Estudios Payne[18]. Pese al alboroto, no todo el mundo quedó convencido. Kaspar Monahan, del Pittsburgh Press, dijo que los Estudios Payne tenían «el mismo valor científico que una receta de sopa de pasta»; el Chicago Daily News comentó que el sentimiento de alarma que transmitía Our Movie Made Children «tiene el mismo origen que la Prohibición. Es la voz del miedo» que intenta «apartar a la juventud de la vida». El Atlanta Journal señaló que la investigación estaba «claramente sesgada en contra del cine» y que las conclusiones eran «absurdas». En Minnesota, el St. Paul Dispatch publicó: Resulta bastante divertido ver que los investigadores corren a las puertas de los estudios para verter ante ellas todos los males de la sociedad, desde el crimen hasta la vanidad, que antes se habían atribuido a la educación mixta, al jazz, a las novelas francesas, a los tacones altos, a la falda abierta por un lado, a los bañadores de una sola pieza y a tantas cosas más. Se trata de un libro claramente partidista. El Plain Dealer, de Cleveland; el Times-Picayune, de Nueva Orleans; el Journal Post, de Kansas City; el Record y el Public Ledger, de Filadelfia, el American y el Evening Post, de Boston; el Daily News y el Daily Mirror, de Nueva York, todos reaccionaron del mismo modo y satirizaron las conclusiones de los Estudios Payne[19]. Pese a la división de opiniones, Hays permaneció callado y, de ese modo, perdió una oportunidad para mermar el poder de la censura que estaba reuniendo fuerzas para relanzar su ataque a la industria[20]. Retrospectivamente, no es de extrañar que Hays decidiera no reaccionar a nivel público. En muy raras ocasiones expresó su opinión en los debates, convencido de que una actitud más sosegada pronto minaría la reacción emocional provocada por los Estudios Payne. Por otro lado, todo esto coincidió con un periodo particularmente difícil para Hays, que estaba preocupado por la perspectiva de colaborar con una nueva administración demócrata en Washington. La industria había contratado a «el General», como le gustaba que lo llamaran, sobre todo debido a sus contactos personales con el Partido Republicano. Desde 1922 hasta 1932, esta relación pagó grandes dividendos, porque Hays había trabajado sigilosamente detrás de los bastidores con sus compañeros republicanos para frenar los intentos de promulgar una legislación contraria al cine. Hays había predicho con gran seguridad la victoria de Hoover en 1932, y se sintió abochornado al ver que el electorado había rechazado por completo el republicanismo. La aplastante victoria de Roosevelt condujo a los analistas y a la industria a especular sobre el futuro de Hays. ¿Sería eficaz durante la administración Roosevelt? ¿Modificaría el Gobierno su política con respecto a la industria? ¿Los reformadores protestantes hallarían eco en Washington con sus exigencias de que se creara una comisión del cine y de que se eliminara la contratación en bloque? ¿Despedirían los magnates a Hays y lo sustituirían por un prominente demócrata? Las respuestas a estas preguntas no tardaron en llegar cuando en junio de 1933 el presidente Franklin D. Roosevelt aprobó la Ley Nacional de Recuperación Industrial, cuyo objetivo era aumentar los beneficios de los empresarios, quienes a cambio, debían pagar a los trabajadores salarios justos. Con ese fin, la ley acababa con la competencia empresarial e instituía la colaboración. Los empresarios, junto con empleados de la NRA y de los sindicatos, redactarían «códigos de prácticas empresariales» para impulsar la estabilidad económica eliminando la competencia feroz y para asegurar un sueldo justo a todos los trabajadores norteamericanos. Cada industria debía tener su propio código: acero, carbón, automóvil y, por supuesto, el cine. Roosevelt nombró director de la NRA a Hugh S. Johnson, un general retirado y empresario, y éste a su vez nombró a Sol E. Rosenblatt para la redacción del Código cinematográfico. El Código cinematográfico de la NRA, el más extenso y en muchos aspectos el más complicado de todos los códigos de la NRA, aceptaba las prácticas comerciales relativas al monopolio vertical y la contratación en bloque, tan detestadas por los reformadores y los pequeños exhibidores[21]. Tras una breve pero turbulenta historia, en 1935 el Tribunal Supremo declaró anticonstitucional a la NRA. 7. Will Hays, presidente de Motion Picture Producers and Distributors of America, y Jesse Lasky, de la Paramount. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Las disposiciones del Código de la NRA, salvo una, no son especialmente importantes para el presente estudio, y la excepción es que fue el único Código gubernamental que incluyó una cláusula de moralidad. La noticia de que el Gobierno federal pretendía redactar un «Código» para definir las «normas de conducta» del cine captó enseguida la atención de los reformadores. Al parecer, el Gobierno federal por fin había escuchado su petición de imponer una reforma «moral» en Hollywood. Incluso Martin Quigley, que siempre se había opuesto a una censura y a una regulación de la industria gubernamentales, creyó al principio que la NRA supondría una oportunidad única para obligar a la industria a producir películas moralmente aceptables. Frustrado porque le parecía que la Oficina Hays no aplicaba el Código de Lord con suficiente rigor, Quigley pensó que se podía incorporar el documento de Lord, o un resumen de éste, en el Código de la NRA. Pese a que la Oficina Hays seguiría siendo responsable de su aplicación mediante la «autorregulación», Quigley esperaba que una severa cláusula de moralidad en un código aprobado por el Gobierno comprometiera a la industria, en especial a los productores, «públicamente, mediante un contrato con el presidente de Estados Unidos»[22]. Quigley también creía que, en caso de que un estudio hiciera caso omiso de los intentos de la Oficina Hays de censurar las películas inmorales, violaría la ley federal y el Gobierno dirigiría toda su fuerzas contra dicho estudio. De ese modo, pensaba Quigley, el Código obligaría incluso a los productores y a los estudios más recalcitrantes a hacer películas moralmente aceptables. En el verano de 1933, la posibilidad de incluir en el Código de la NRA la cláusula de moralidad coincidió con el inicio de los ataques de los católicos a las películas «inmorales». Lejos de sorprenderse de ambos fenómenos, Hays y su equipo participaron en las discusiones con los representantes de la Iglesia y del Gobierno. En la Costa Oeste, John Cantwell se hallaba en una posición potencialmente embarazosa porque era el obispo de Los Ángeles, que muchos consideraban la «ciudad del pecado» de Estados Unidos. Con el paso del tiempo, se sintió cada vez más consternado al ver que la industria cinematográfica era responsable del declive moral de la juventud católica, pero no sabía qué hacer para cambiar Hollywood. No estaba a favor de una ley de censura estatal ni de los boicots, ya que podían causar dificultades económicas a una industria que daba trabajo a tantos de sus feligreses. La preocupación de Cantwell fue en aumento cuando Joseph Breen llegó a Los Angeles en 1932. Breen, que conoció al obispo por mediación del padre Dinneen, se convirtió en el confidente de Cantwell, y los dos hombres tuvieron frecuentes charlas acerca de lo que podían hacer para que las películas fueran moralmente aceptables. Breen mantenía a Cantwell informado sobre las actividades de otros sacerdotes, le contaba los problemas internos de la Oficina Hays y no cesaba de insistir para que intensificara la presión católica a la industria. Durante el tiempo en que trabajó para Hays en el departamento de relaciones públicas, Breen fue un «topo» de los católicos en Hollywood. En ese mismo verano de 1933, Cantwell ya estaba convencido de que había que hacer algo con el cine, pero dudaba de que los demás obispos aceptaran un programa único. Dentro de la organización eclesiástica, cada obispo era un príncipe; pocos de ellos habían mostrado tanto interés como él o como el cardenal Mundelein, de Chicago. Cantwell también dudaba de que la jerarquía fuera capaz de convencer a un número significativo de católicos laicos de que renunciaran al cine. Habría sido bochornoso lanzar una campaña pública y que fracasara por culpa de la falta de apoyo de los obispos y los seglares. Debido a su temor al fracaso, Cantwell y Breen planearon un ataque por los dos flancos. En primer lugar, tenían que convencer a los obispos en su reunión anual de Washington, D.C., de que el contenido de las películas suponía un problema moral digno de su atención. En segundo lugar, se les ocurrió utilizar a los católicos laicos más influyentes y vías privadas para transmitir la preocupación de los católicos a Hays y a los jerarcas de la industria. Cantwell primero recurrió a un obispo, John T. McNicholas, O.P., de Cincinnati. «Creo que los obispos», le escribió a McNicholas, «deberían, en la reunión de otoño, actuar» contra el cine, que «está minando gran parte de la labor llevada a cabo por la Iglesia en este país»; añadió que las amenazas a ios ingresos captarían la atención de «los judíos que están al mando» de la industria. Como primera medida, Cantwell sugirió que la jerarquía presionara a los «banqueros que prestan dinero a la gente del cine», y que instara a los laicos a boicotear las películas consideradas inmorales[23]. McNichols aceptó plantear la cuestión. Tras fijar el punto en la agenda para noviembre, Cantwell se dedicó a presionar a los estudios[24]. Acudió personalmente a la MGM y a la Paramount y visitó a varios productores importantes de otros estudios para apremiarlos a producir películas «limpias». Lo recibieron con cortesía y, pese a que le aseguraron verbalmente que colaborarían, no convencieron a Cantwell: «Las promesas […] que nos hacen los judíos […] tienen muy poco valor», a menos que se presione económicamente a la industria, le dijo al obispo McNicholas[25]. La baza de Cantwell era su relación con el doctor A.H. Giannini, presidente del Bank of America, en Los Angeles. Giannini, un destacado y activo católico, era uno de los mayores prestamistas de los estudios de Hollywood y, por tanto, un personaje clave en la producción cinematográfica. Cantwell invitó al banquero a su residencia de Santa Mónica y le dijo que la Iglesia católica iba a condenar las películas y a todas las personas relacionadas con su producción. El Bank of America estaba incluido, dijo Cantwell, porque al financiar películas inmorales corrompía a la juventud católica. La reunión, según Breen, «sumió a Giannini en un estado de pánico»[26]. Comunicó de inmediato a sus clientes de Hollywood que el Bank of America ya no iba a «financiar sus productos […] si la Iglesia católica se oponía a ellos»[27]. Cantwell le escribió al cardenal Patrick Hayes, de Nueva York, para pedirle que transmitiera el mismo mensaje a los banqueros de Wall Street. Cantwell después recurrió a un destacado abogado de Los Ángeles, Joseph Scott, para que repitiera el mismo mensaje a los productores de Hollywood. Le dijo a Scott que los obispos planeaban actuar contra la industria porque era «vil» y hacía un «daño indecible» a los niños, y le pidió que advirtiera a los jefes de los estudios y a los productores que, a menos que se reformaran, los obispos iban a lanzar una campaña a todo trapo en otoño[28]. Cantwell más tarde reconoció que la incorporación de Giannini y de Scott «fue el detonante de la campaña»[29]. El siguiente paso fue el enfrentamiento a los jerarcas de Hollywood. De eso se ocupó Breen, quien organizó un encuentro en las oficinas de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas entre Giannini y Scott, ambos en representación de Cantwell, y Hays y el personal de los estudios. También acudieron Jack Warner; Louis B. Mayer, de la MGM; Adolph Zukor, de la Paramount, que estaba de visita procedente de Nueva York, junto con su jefe de estudios, Emanuel Cohen; el jefe de producción de la RKO, R. Keith Kahane; Winfield Sheehan y Jason Joy, de la Fox; Joe Schenck, de la United Artists; Júnior Laemmle, de la Universal, así como Hays y los miembros de su equipo, Breen, Wingate y Geoffrey Shurlock. Fue una reunión larga y tensa, sobre todo debido a las recientes disputas entre Hays y los estudios: Cohen y Zukor, de la Paramount, habían estado discutiendo con Hays por Mae West; Kahane, de la RKO, estaba en plena batalla por Ann Vickers; Warner acababa de zanjarla por Baby Face y la Columbia se hallaba en medio de una huelga. Hays volvió a repetirles lo que ya había dicho en marzo: que ciertas películas estaban creando un ambiente cada vez más hostil hacia la industria. Sin embargo, la situación en agosto era todavía más amenazadora que unos meses atrás. Los Estudios Payne habían puesto a un segmento importante de la opinión pública en contra de la industria; el Gobierno estaba interviniendo a través de la NRA y nadie podía predecir los efectos de este nuevo órgano; para colmo, la Iglesia católica amenazaba con un boicot nacional, y todo ello porque los estudios habían hecho caso omiso del Código y no cooperaban con Wingate. Hays después cedió la palabra a Giannini y a Scott. Giannini les informó de que la Iglesia católica iba a lanzar una campaña en contra del cine en otoño, a menos que los obispos se convencieran de que la industria tenía el firme propósito de atenerse al Código de 1930. El Bank of America, prosiguió Giannini, no podía ni quería financiar un cine que «prostituía a la juventud norteamericana». El banquero «rogó» a los jefes de los estudios que no produjeran más películas como las que Hays acababa de mencionar[30]. Después, Scott, según Breen, «arremetió con furia contra los judíos». Los acusó de ser norteamericanos «desleales» y de participar en «una conspiración para pervertir a la […] juventud del país». Scott advirtió que en un juicio celebrado recientemente en California se había descubierto que los extremistas «comunistas» eran «en un cien por ciento judíos» y que la combinación de «películas sucias» y de extremistas comunistas «estaba contribuyendo a dar al pueblo norteamericano argumentos de peso en contra de los judíos». Scott recordó a los productores la existencia de grupos que «simpatizaban» con los ataques a los judíos perpetrados por los nazis en Alemania y que estaban «organizándose para atacar a los judíos en Estados Unidos»[31]. Este clima, prosiguió Scott, impedía que Hollywood siguiera produciendo películas «sucias», ya que no sólo podían abrir las puertas a la censura, sino también al odio racial. La posibilidad de un frente unido formado por católicos y protestantes, que sin duda tendría un efecto devastador en las taquillas, también podía poner al descubierto a grupos antisemitas. Scott exigió que la industria pusiera fin a ese «asunto condenable» que, según él, «deshonraba a los judíos y a Estados Unidos». El discurso del abogado, según Breen, fue «decididamente brillante»[32]. Se produjo un gran alboroto entre magnates, productores y censores. Adolph Zukor se puso de pie de un brinco, presentó unas disculpas conmovedoras por «la suciedad y la mugre» que habían invadido la Paramount, y prometió que haría todo lo posible por depurar sus películas; Winfield Sheehan, de la Fox, prometió que su empresa «ya no toleraría las películas sucias», y le ordenó a Jason Joy que «impusiera la ley» a los guionistas del estudio. El único que protestó fue Joe Schenck, de la UA, quien repitió lo que ya había dicho Thalberg en 1930: Hollywood tenía derecho a hacer películas serias, y se opuso enérgicamente a la tesis de que el cine era «inmoral» o «sucio» sólo porque abordaba cuestiones serias. La gran mayoría de los norteamericanos no estaba de acuerdo, prosiguió Schenck, en que películas como A Farewell to Arms o la proyectada Of Human Bondage fueran inmorales. El público exigía versiones cinematográficas de esas obras literarias. Añadió que sería imposible producir películas que satisficieran tanto a los obispos católicos como a los reformadores protestantes y que encima entretuvieran a millones de aficionados al cine de todo el mundo. Definió a los reformadores como «estrechos de miras e intolerantes» y denigró a Scott, a quien calificó de ser el «mejor actor» de Hollywood. Schenck acusó a los demás productores de cobardes por doblegarse al discurso antisemita que acababan de oír, le dijo a Hays que pensaba dirigir su negocio como le diera la gana y apremió a los demás a que tuvieran el valor de levantarse e imitarlo[33]. Breen salió disparado para referirle al obispo Cantwell los detalles de la reunión y le dijo que hubo un acuerdo «casi unánime» entre los productores para hacer películas limpias, aunque no mencionó la oposición de Schenck. Cantwell no se inmutó y expresó su «falta de fe» en las promesas de la industria: necesitaba «pruebas concretas y específicas», antes de detener la campaña católica que se avecinaba[34]. En Chicago, el cardenal Mundelein coincidió con él. La estrategia católica consistiría en seguir presionando y «ver qué ocurre en Washington»[35]. Will Hays, con la esperanza de, al menos, haber con vencido a los estudios de la necesidad de mostrarse cautos, volvió a Nueva York para preparar la cláusula de moralidad del Código de la NRA. Durante los tres días que duró el viaje en tren a Nueva York, Hays tuvo tiempo de diseñar una estrategia. En general, estaba de acuerdo con Quigley en que la inclusión de una disposición relativa a la moral en el Código de la NRA podía afianzar su posición frente a los estudios. Era evidente, tras este último asalto, que los estudios no estaban del todo convencidos de la necesidad de un cambio radical. Pese a que en el pasado Hays había recibido promesas verbales de que se apoyaría una adhesión estricta al Código, la realidad era que los estudios habían luchado contra todo intento de restringir el contenido de las películas. Hays, que desde 1922 había tratado de incrementar su influencia en Hollywood, temía tanto la interferencia de los católicos como la de la NRA. No deseaba ceder el poder al Gobierno federal ni rendirse por completo a las fuerzas religiosas, y su objetivo era minimizar la influencia exterior a la vez que maximizaba la suya. Cuando llegó a Nueva York, Hays ya tenía redactado un borrador de la cláusula moral para la NRA. Se negó a incorporar el Código de Lord y se limitó a incluir una breve declaración que obligaba a la industria a «defender los valores morales correctos» mediante la autorregulación. Hays, que se sintió obligado a consultar con Quigley y con los representantes eclesiásticos antes de la sesión oficial de la NRA en septiembre en Washington, D.C., se reunió con Quigley y el padre Wilfrid Parsons una tarde de domingo de mediados de agosto para hablar de la moralidad y de la NRA. Cuando Hays presentó el borrador, Quigley lo rechazó de plano[36]. Sólo una demostración de poder, resaltó Quigley, podía obligar a los estudios a obedecer, y la NRA ofrecía esa posibilidad. Le entregó a Hays una declaración más extensa y detallada que obligaba a los productores a «acatar las decisiones de la industria» y le concedía al Gobierno «todo el poder y la autoridad para castigar las infracciones» al Código moral de la NRA[37]. Hays aceptó apoyar el plan de Quigley. Las sesiones de la NRA, celebradas durante una sofocante ola de calor en el mes de septiembre, atrajeron a una multitud de personas relacionadas con el mundo del cine: magnates deseosos de que la NRA les permitiera reducir los salarios y legalizara la contratación en bloque; sindicatos que querían ser reconocidos y que abogaban por una mejoría de las condiciones laborales, y propietarios de salas independientes que exigían la prohibición de la contratación en bloque. A esta multitud, se añadieron los pastores de la vieja guardia y tas representantes de los clubes de mujeres, empeñados en obligar a la NRA a que «regulara» la moralidad en la industria. Sol Rosenblatt, el administrador del Código cinematográfico de la NRA, «de rostro sombrío y pálido, y vista de lince», escuchó pacientemente las declaraciones de un desfile de testigos. Tras un día de testimonios sobre temas relacionados con la industria, se abordó la cuestión de la moralidad. El canónigo William Sheafe Chase, que venía testificando en Washington desde hacía más de una década, subió al estrado y en un largo y emotivo ruego a Rosenblatt reiteró sus exigencias de que se regulara la industria. Las cuestiones morales, afirmó, eran tan vitales para el bienestar de la juventud norteamericana como las económicas para la economía. Chase estaba convencido de que las sesiones de la NRA eran «históricas», porque el Gobierno por fin iba a estar al mando de Hollywood. Tras él pasó el habitual desfile de miembros de clubes de mujeres, representados por la señora de Richard M. McClure de la Federación General de Clubes de Mujeres, que denunció las películas de «crímenes y sexo» y habló de la necesidad de que el Gobierno impusiera valores morales a escala nacional y asestara un golpe definitivo a la contratación en bloque[38]. Una vez más, la silenciosa presencia de Will Hays frustró las esperanzas de los reformadores. El general Hugh Johnson declaró públicamente que la NRA no iba a «colocarse en la posición de tener que regular, gobernar o controlar la moralidad en el cine»[39]. Rosenblatt ratificó esa idea cuando declaró a los periodistas que «al Gobierno federal, por mediación del programa de la NRA, no le interesa la censura». Recordando a Will Hays, el director de la NRA afirmó que «el problema del buen cine tiene que ver con el buen gusto del público»[40]. El Código definitivo, que se redactó tras meses de discusiones, apenas mencionaba la moralidad cinematográfica. El artículo VII, la llamada cláusula de la moralidad, establecía que el cine debía ser moral y que la industria se comprometía a autorregularse; en otras palabras, la Oficina Hays, y no el Gobierno, seguiría controlando la moralidad. No se mencionaba la contratación en bloque, de lo que se deduce que la NRA la aceptaba tácitamente como una práctica comercial válida. A los exhibidores se les hizo una concesión: podían, según la NRA, cancelar el 10% de las películas contratadas; por tanto, al menos en teoría, los exhibidores no estaban obligados a proyectar películas «inmorales». Sin embargo, este acuerdo no logró entorpecer la producción de películas que Quigley y los demás consideraban inmorales. Para Quigley y el lobby reformador, lo ocurrido con la NRA fue otro ejemplo de la argucia de Hays. Quigley sostuvo que Hays se había marchado de la reunión de agosto con el compromiso de incluir en el Código de la NRA una firme declaración en defensa de la moral; sin embargo, al final lo que se incorporó fue el texto original de Hays, y no el de Quigley. Éste se enfureció y le dijo a Lord que, en su opinión, la NRA era «un desastre», y que ya «era tarde para actuar allí [en el Gobierno]». El padre Parsons, que había asistido a la reunión entre Quigley y Hays, comunicó a sus lectores de America que el artículo VII de la NRA no iba a detener la «creciente marea de oposición católica al cine»[41]. Quigley decidió explotar la ira de la jerarquía católica hacia la industria. Convencidos de que ni Hays ni los productores cooperarían a menos que se vieran obligados, Quigley, Parsons, Lord, Cantwell y Breen empezaron a urdir planes para iniciar una campaña católica contra Hollywood. El paso más importante consistió en convencer a los obispos de que había que actuar de un modo enérgico, y Quigley vio una oportunidad cuando se enteró de que el nuevo delegado apostólico en Estados Unidos, monseñor Amleto Giovanni Cicognani, iba a pronunciar un discurso en la reunión de beneficiencia católica que iba a celebrarse en Nueva York. El arzobispo McNicholas, de Cincinnati, organizó un encuentro entre Quigley, Breen y Cicognani, y, tras escucharlos, este último accedió a incorporar en su discurso una declaración redactada por Quigley para pedir una acción católica en contra del cine. «A todas horas se destruye la inocencia de la juventud — dijo Cicognani a la asamblea—. Dios, el Papa, los obispos y los sacerdotes hacen un llamamiento a los católicos para que emprendan una campaña unida y enérgica destinada a depurar el cine, ya que éste se ha convertido en una terrible amenaza para nuestra moral»[42]. La estrategia fue astuta e incisiva. Cicognani era el representante del Papa en Estados Unidos y, por tanto, su discurso fue una directriz papal. Ya no se trataba de saber si los obispos iban a estar dispuestos a defender la causa del cine «inmoral», sino de cómo y cuándo. En la reunión de obispos celebrada en Washington al cabo de unas semanas, la industria cinematográfica fue un punto importante en el orden del día. En el encuentro, celebrado en noviembre en la Universidad Católica de Washington, D.C., Cantwell habló largo y tendido sobre Hollywood[43]. Empezó diciendo que el cine siempre había sido vulgar, pero ahora, con la incorporación del sonido, había dejado de ser un simple espectáculo para convertirse en un método pedagógico que preconizaba una filosofía de vida «siniestra e insidiosa». En las películas, un matrimonio sólido y estable, la pureza y la inviolabilidad del hogar eran «sentimentalismos pasados de moda». Cantwell se lamentó de que las pantallas contemporáneas presentaran «problemas sociales», como el divorcio, el suicidio y el «amor libre», y de que «se aprobara» el pecado y «se degradaran los principios de las conductas pública y privada de todos los que las veían», tras lo cual citó The Sign of the Cross y Ann Vickers como ejemplos concretos de películas «viles y nauseabundas»[44]. Cantwell después explicó los intentos católicos de corregir la moralidad en el cine. Habló del Código de Lord y de cómo los estudios lo habían obviado; describió su reunión con el doctor Giannini y el enfrentamiento de Scott con los productores de Hollywood. ¿Quién era el responsable?, preguntó, «¿los judíos?». Sí y no. Si bien era verdad, prosiguió, que los judíos eran los propietarios de todos los estudios, salvo de uno, y que podían, si lo deseaban, hacer películas limpias, los «artistas», sobre todo los escritores modernos, eran los verdaderos culpables de «toda la mugre». Arremetió contra los guionistas de Broadway y contra los éxitos «literarios» de la «escuela pornográfica», cuyos libros se estaban adaptando al cine. «El setenta y cinco por ciento de estos escritores son paganos», dijo a los obispos[45]. Cantwell finalizó su discurso instando a que se emprendiera una acción enérgica. No bastaba con que los obispos hicieran una declaración que condenara a la industria; la Iglesia debía herir a Hollywood en las taquillas para detener la producción de las películas ofensivas. El cardenal Mundelein sugirió que los católicos apoyaran la promulgación de una ley federal de censura, si bien el arzobispo Michael J. Curley, de Baltimore, no se mostró de acuerdo, pues en su Estado, explicó, había una Comisión de Censura y ésta había «demostrado ser un fracaso». Tras una larga discusión, los obispos crearon una Comisión Episcopaliana de Cine. McNicholas, quien había incluido el tema del cine en el orden del día, fue elegido presidente, y Cantwell y los obispos John Noli, de Fort Wayne, y Hugh Boyle, de Pittsburgh, se encargarían de coordinar la Legión Católica de la Decencia[46]. Dicha Legión de la Decencia, que pronto captaría la atención de millones de norteamericanos, tenía que estar al frente del ataque de los católicos a la industria cinematográfica a escala nacional. Los obispos decidieron organizar boicots contra las películas que consideraran inmorales, utilizar los medios de comunicación católicos como arma en la campaña y atacar el cine desde los púlpitos. «Hay que limpiar y desinfectar el foco de peste que asola a todo el país con su cine obsceno y lascivo», declaró la Comisión Episcopaliana cuando lanzó la campaña católica[47]. Pese a que Hays esperaba que los católicos le declararan la guerra al cine, el hecho de que se formara una comisión de obispos para «desinfectar» la industria era preocupante, por no decir más. Si bien los católicos sólo representaban una quinta parte de la población, se hallaban muy concentrados en las ciudades al este del río Mississippi. La mitad de Chicago era católica, al igual que Boston, y Nueva York, Buffalo, Filadelfia, Pittsburgh, Cleveland y Detroit tenían un importante porcentaje de población católica. Todas estas ciudades eran vitales para la industria porque en ellas se albergaban las grandes salas propiedad de los estudios en las que se exhibían las películas antes de estrenarlas en el resto del país. Por tanto, un boicot católico eficaz en unas pocas ciudades bien seleccionadas podía causarle graves daños a la industria. La Iglesia católica ya tenía preparados los medios de comunicación nacionales. Las publicaciones eclesiásticas incluían la paulista Catholic World; la jesuíta America; Queen’s Work, de Daniel Lord, que llegaba a casi todas las escuelas y organizaciones juveniles católicas; Sign, de Notre Dame; Thought, de Fordham; Ecclesiastical Review, una revista dirigida a sacerdotes; y para los que deseaban una teología condensada, Catholic Digest. Por otro lado, las organizaciones de católicos seglares tenían sus propias publicaciones: los Caballeros de Colón informaban a sus miembros mediante su publicación, Columbia, y los seglares controlaban Commonweal, una revista urbana y culta dirigida por George Schuster. La mayoría de las 103 diócesis norteamericanas tenía un periódico local, y la Iglesia poseía una oficina de prensa para todo el país con sede en Washington, D.C., que proporcionaba a los periódicos locales un enfoque católico de las noticias internacionales y nacionales y que también publicaba artículos de opinión. El artículo semanal del padre Daniel Lord, «Along the Way», se publicaba en casi todos los periódicos católicos, y el más importante de todos, Our Sunday Visitor, se publicaba en Huntington (Indiana), bajo la dirección del obispo John Noli, con una tirada nacional de 650.000 ejemplares. El Tablet, de Brooklyn; el Register, de Denver; el Catholic, de Michigan, el New World, de Chicago, y el Tidings, de Los Ángeles, también eran periódicos católicos muy influyentes. Asimismo, la opinión católica se difundía por la radio en «La hora católica», un programa de cobertura nacional. El «sacerdote de la radio», el padre Charles Coughlin, que emitía desde la emisora WJR, en Detroit, cautivó a millones de norteamericanos con su furiosa denuncia de los banqueros judíos, de socialistas, de comunistas y, más tarde, de los defensores del «New Deal». Detroit era un hervidero para las actividades de la Legión. ¿Añadiría Coughlin el cine y sus propietarios judíos a su creciente lista de conspiradores? Hays temía a los católicos mucho más que a los protestantes (representados por el canónigo Chase, el reverendo Short y Christian Century), que hasta entonces habían estado a la vanguardia de la campaña en contra del cine. Como era un político astuto, sabía que los católicos —al contrario de los protestantes, que se hallaban divididos en una multitud de confesiones— podían movilizar una opinión unida sin contar con la ayuda de los medios de comunicación seglares. Lo que era todavía más amenazador era la posibilidad de que los católicos se aliaran con los protestantes. Hays decidió pacificar a los católicos, y, como primera medida, en diciembre de 1933 —pocas semanas después de que éstos anunciaran oficialmente la campaña de la Legión de la Decencia—, Hays nombró a Joe Breen censor jefe de Hollywood. 8. El obispo John Cantwell, de la Legión de la Decencia. Por cortesía de la Archidiócesis de Los Angeles. Fue una decisión astuta por parte de Hays: sabía perfectamente que Breen había estado informando a Quigley, Lord, Cantwell y a Dinneen de cada uno de sus pasos; pero Hays prefirió tener a Breen dentro de la industria y controlarlo mínimamente a que se aliara por entero con las fuerzas eclesiásticas. El nombramiento de Breen también le permitió a Hays ganar tiempo. De ese modo pudo reconocer en privado, al igual que había hecho con Quigley, que Wingate había fracasado al aplicar el Código, pero que él, Hays, estaba decidido a imponerlo con firmeza y para eso había nombrado a un censor católico. No se sabe si Hays era consciente de la medida en que Breen conspiraba en contra de él y de la industria, aunque lo más probable es que no se habría sorprendido si se hubiera enterado incluso de los detalles más sórdidos. Para las personas ajenas al catolicismo, en Estados Unidos la Iglesia parecía una gran organización monolítica que avanzaba al son de un único tambor y que, unida por un rito misterioso, recibía órdenes de Roma. La impresión popular, como todos los estereotipos, distaba mucho de la realidad: al igual que cualquier otra gran organización, la Iglesia se hallaba asediada por peleas internas, por conflictos políticos, por la rivalidad entre las diversas órdenes, por los celos mezquinos y las amargas discrepancias entre los laicos y el clero, que a menudo impedían que los fieles se unieran para abordar cuestiones que no trataran de la doctrina teológica más básica. Hays lo sabía, y siguió de cerca los conflictos internos de la Legión mientras diseñaba cuidadosamente su estrategia. Recibía informes semanales, y a veces diarios, sobre la Legión, y pronto descubrió que ésta se hallaba profundamente dividida desde la misma concepción del movimiento. Uno de los grupos incluía a la Comisión Episcopaliana, dirigida por McNicholas y Cantwell, y por sus asesores, Martin Quigley y Joe Breen, quienes deseaban presionar a Hays amenazándole con organizar boicots y confeccionar listas negras para obligar a los estudios a aceptar la interpretación que Breen hacía del Código. El grupo exigía que se eliminara el jurado de Hollywood, pero se oponía a los boicots nacionales y temía que la publicación de las listas negras fracasara: la naturaleza humana, predijeron, haría que tanto los católicos como los protestantes desearan ver las películas que la Iglesia juzgara pecaminosas. Quigley y Breen desarrollaron la estrategia diseñada por los jefes de la Comisión: la autorregulación llevada a cabo por la Oficina Hays seguía siendo la piedra angular para controlar el cine; la diferencia sería, esperaba Quigley, que la constante amenaza de un boicot obligaría a Hays y a los estudios a aceptar que Breen aplicara el Código con firmeza. Quigley convenció a los católicos de que así se conseguiría que las películas salieran de Hollywood con un mensaje moral, por lo cual la censura, las listas negras y los boicots no serían necesarios. Sin embargo, cada obispo era un príncipe por sí solo, y aunque el cardenal George Mundelein había perdido la batalla en Washington, no tenía la menor intención de cooperar con Hays y su política de autorregulación. Mundelein y sus seguidores —el padre Dinneen, Daniel Lord, el cardenal Dougherty, de Filadelfia, y el cardenal O’Connell, de Boston— iniciaron su propia campaña. Anunciaron boicots a las taquillas, organizaron piquetes en las salas locales, publicaron largas listas negras de películas inmorales y animaron a los católicos a que escribieran cartas de protesta a Hays, a los estudios y a los actores y las actrices que salían en las películas. Por tanto, en 1934 había dos Legiones de la Decencia que se disputaban el poder, pero, pese a la ausencia de un poder central, la Legión se esparció como la pólvora por todo el país. «Hay que purificar a Hollywood o destruirlo», exigió el obispo Joseph Schrembs, de Cleveland. Cincuenta mil fieles de su ciudad, incluidos el alcalde Harry Davis y el delegado papal Cicognani, le declararon la guerra a Hollywood en una concentración organizada por la Legión de la Decencia en el estadio municipal de Cleveland. Las plumas y los pulpitos católicos de todo el país vomitaron un torrente de rabia contra el cine. En Buffalo, un sacerdote dio a sus feligreses una nueva definición de la palabra «cine» [movies]: «M significa amenaza moral [«moral menace»]; O, obscenidad; V, vulgaridad; I, inmoralidad; E, desnudez [«exposure»]; S, sexo»[48]. Según un editorial del Brooklyn Tablet, el cine era «un diluvio de pecado»; los Caballeros de Colón dijeron que era «un escándalo mundial», y America lo calificó de «malsano, burdo, sórdido y moralmente objetable»[49]. Algunos llegaron a afirmar que ir al cine era pecado. America advirtió que era un «gran pecado» que «deshonra a Dios». La publicación periódica católica Extensión Magazine declaró que el cine era una «ocasión para pecar». Si los católicos iban a ver una película a sabiendas de que la Iglesia la había declarado «inmoral», cometían un pecado mortal. Según la religión católica, había dos tipos de pecados: los veniales y los mortales. Los veniales consistían en pequeñas infracciones fácilmente olvidables mediante la confesión; los mortales suponían una infracción grave del dogma católico y, si no se obtenía el perdón mediante la confesión y la penitencia, conducían a la condena eterna. Por consiguiente, los católicos de pronto se enfrentaron a la posibilidad de sufrir una condena eterna por ir a ver una película que no debían[50]. Para asegurarse de que los fieles se tomaran la postura de la Iglesia en serio, el obispo McNicholas redactó una promesa de adhesión a la Legión de la Decencia, de modo que, en las misas de todo el país, a los católicos no les quedó más remedio que levantarse y manifestar su adhesión. El cine suponía una «grave amenaza para la juventud, la vida familiar, el país y la religión», recitaron los sacerdotes, y todos los católicos debían prometerle a Dios que no irían a ver las películas que la Iglesia considerara «viles y malsanas». Además de las promesas verbales que se hacían en las misas, muchas iglesias católicas pidieron a sus feligreses que firmaran un documento oficial. Al cabo de pocas semanas, las ciudades de Chicago y Boston registraron cada una más de un millón de adeptos al movimiento contrario al cine: Detroit aportó 600.000 firmas, Cleveland más de 500.000, Providence y Los Angeles reclutaron cada una más de 300.000, y Seattle declaró haber obtenido 100.000. A mediados de 1934, unos siete millones de católicos se habían adherido a la Legión. La campaña llegó a convertirse en un ritual en la Iglesia, celebrado por primera vez a principios de diciembre, y que duraría hasta bien entrados los años sesenta[51]. En mayo de 1934, y con la bendición de Mundelein, Lord inició un movimiento de protesta nacional contra el cine en su Queen’s Work. Instó a sus lectores a que boicotearan las películas calificadas de «inmorales» y empezó a citar ejemplos concretos entre las producciones realizadas durante ese año. Condenó Riptide, de la MGM, por ser «insidiosa» y denunció a Irving Thalberg por hacer que su estrella y esposa, Norma Shearer, representara a «una mujer libertina e inmoral»; además instó a los lectores a que dirigieran sus protestas directamente a Louis B. Mayer. The Trumpet Blows (Paramount), Glamour (Universal), Finishing School (RKO) y George White’s Scandals (Fox) también fueron calificadas de inmorales[52]. Lord desahogó los cuatro años de frustración en su libro The Movies Betray America. «Estoy harto — escribió— de que me pidan que escriba artículos y pronuncie discursos diciendo lo maravillosa que es la industria cinematográfica». Por el contrario, el cine era, afirmó, una «parodia gigantesca» que inculcaba en la mente de los niños y las niñas «el crimen y la lujuria y la pasión y el asesinato y el horror y el vicio». Lord citó los Estudios Payne como una acusación «terrible» que demostraba, de un modo «frío, científico», que el cine corrompía los valores de la juventud norteamericana. Rompiendo filas con Quigley, Lord se unió a los reformadores protestantes que pedían una legislación federal para regular la contratación en bloque y exigió que los católicos boicotearan las taquillas. Defendió el método utilizado por los católicos desde hacía siglos con los libros, consistente en la publicación de listas de las obras consideradas aceptables e inaceptables[53]. En Filadelfia, el cardenal Denis Dougherty rechazó la ambigüedad y, tras condenar el cine en general porque suponía una «amenaza» a la moralidad, exigió que sus feligreses boicotearan «todas las salas»[54]. En Boston, el cardenal William O’Connell dijo que Hollywood era «un derroche de [espectáculos] podridos, asquerosos» y desafió a los católicos a que castigaran a la industria en las taquillas[55]. Los capítulos locales de la Legión en Detroit y Chicago publicaron los nombres de las salas «que no cooperaban» y formaron comisiones de «vigilancia», que merodeaban por los barrios de los cines en busca de católicos laxos que intentaban escabullirse para ver una película condenada[56]. Se aceptó la idea de Lord de publicar «listas blancas» de películas aptas y listas negras de películas no aptas. Si ir a ver determinada película podía ser una «ocasión para pecar», la Iglesia debía informar a los laicos de cuáles eran las «pecaminosas». Las ciudades de Chicago y Detroit fueron las primeras en publicar largas listas de películas divididas en tres categorías: las aptas para ser vistas por familias, las que sólo podían ver los adultos, y las condenadas; es decir, las que los católicos no podían ver. Casi todas las diócesis del país sacaron sus propias listas, mientras los sacerdotes locales se precipitaban a los cines para emitir su juicio moral. La Iglesia fue implacable: condenó centenares de películas que consideró inmorales o indecentes en su afán de prohibir lo que percibía como inmoralidad, incluidas obras importantes producidas por grandes estudios. Entre las primeras víctimas (véase el capítulo 7) en el hit-parade de los católicos, figuran Dr. Monica, que trataba del control de natalidad y el aborto; Laughing Boy, basada en el emotivo relato de Oliver La Farge, sobre el sufrimiento de los indios norteamericanos en el Suroeste; Queen Christina, de Greta Garbo, que según los sacerdotes trataba de una mujer «inmoral»; Madame du Barry, de la Warner, y The Life of Vergie Winters. En plena euforia, algunos sacerdotes prohibieron películas que otros calificaron de aptas para las familias. Durante los primeros meses, la campaña de la Legión no siguió ningún plan específico. En opinión de Quigley, la situación se hallaba totalmente descontrolada y, a menos que se remediara, los defensores de la decencia sufrirían una derrota. Quigley se unió sigilosamente a McNicholas y a la Comisión Episcopaliana para acceder al control del movimiento. Argumentó que Hays sólo cooperaría si las listas negras y los boicots se limitaban a las películas más flagrantes; la incoherencia de una diócesis que condenaba una película que las demás juzgaban apta para adultos o niños daba pie a que la industria pensara que el movimiento estaba dominado por elementos eclesiásticos estrechos de miras y empeñados en destruir el mundo del espectáculo. Lo que más temía Quigley era perder la oportunidad de obligar a la industria a aceptar la labor de Breen, pues seguía convencido de que la manera de conseguir que los reformadores católicos aprobaran las películas era atacando la fuente, o sea, al estudio en la fase de producción. Desde Los Angeles, Breen luchaba para hacerse con el control. Cuando en diciembre de 1933 Hays anunció que Breen sustituiría a Wingate en el Departamento de Relaciones con los Estudios, Breen no era muy conocido en la industria. Había trabajado para Hays en Los Angeles durante menos de dos años, sobre todo intentando aplicar el código de publicidad de la industria. En su nuevo papel, Breen no tenía más poder que el que había tenido Wingate. Pese a las amenazas de Hays a los estudios, no se produjo ningún cambio estructural en el funcionamiento de Los Angeles: los estudios podían aceptar o hacer caso omiso de los consejos de Breen. Sin embargo, el poder de persuasión de éste era su mayor baza. Los miembros de la industria conocían sus relaciones con la Iglesia, pese a que éstas no eran del todo obvias. Los estudios apenas comentaron el nombramiento de Breen y, aunque es posible que algunos sospecharan que intentaría aplicar las disposiciones morales del Código de un modo más estricto que su antecesor, en un principio nadie temió que fuera un hombre poco razonable. Al fin y al cabo, era un empleado de la Oficina Hays; su sueldo, al igual que el de Hays, se lo pagaba la MPPDA. Hollywood y los estudios adoptarían una actitud expectante frente al nuevo censor de la asociación. Al margen de las expectativas de los estudios, Breen consideró su nombramiento como una orden para infundir en el cine un profundo sentido de la moralidad. Firmemente comprometido con los valores de la Iglesia católica, estaba empeñado en someter a los productores de Hollywood, convencido de que los responsables de la inmoralidad en el cine eran los judíos de Hollywood. Breen era un antisemita a ultranza. Los prelados que organizaban y dirigían la Legión de la Decencia conocían muy bien sus opiniones sobre los judíos, y Hays también debía de estar al corriente, ya que Breen nunca intentó ocultarlas. En 1932, cuando sólo llevaba unos meses en Hollywood, le dijo al padre Wilfrid Parsons que los judíos de Hollywood eran «sencillamente una pandilla podrida de gente vil», entre los cuales «abundaban las borracheras y la perversión». Se lamentó de que el Código jamás funcionaría en Hollywood, porque los judíos que controlaban la industria eran unos «sucios parásitos», «la escoria del mundo». El país entero, le dijo a Parsons, estaba siendo «corrompido por los judíos» y su cine[57]. No hay ninguna prueba de que Parsons se opusiera a esta caracterización; de hecho, durante los siguientes años el sacerdote y editor defendió a Breen de forma incondicional. 9. El censor de Hollywood, Joseph I. Breen. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Este ejemplo del antisemitismo de Breen no fue un caso aislado. Breen disfrutó informando a Martin Quigley de que Joseph Scott, a petición del obispo Cantwell, había «arremetido con saña contra los judíos»[58]. Breen dijo al director de la revista: «La cuestión es que estos malditos judíos son una pandilla sucia y asquerosa»[59]. Quigley, que escribió centenares de cartas a Breen, nunca protestó ante éste, ante Cantwell ni ante cualquier representante católico por los comentarios racistas que hacía en su correspondencia. En una carta al padre Dinneen, Breen volvió a calificar a los judíos de Hollywood de «parásitos», que, añadió, eran una «pandilla inmunda, enloquecida por el sexo […] e ignorante de todo lo que tenga que ver con una moralidad sana»[60]. Breen fue el que ideó los planes básicos para el boicot de Filadelfia y, en marzo de 1934, rompió filas temporalmente con Quigley. Llevaba tres meses trabajando como censor en Los Ángeles y luchando a brazo partido con la Warner por Madame du Barry. En un intento de asestarle un golpe a esta productora, envió una propuesta al cardenal Dougherty, de Filadelfia, en la que le pedía que organizara un boicot generalizado al cine. Breen creía que esta propuesta sería especialmente efectiva en Filadelfia por su gran población católica y porque la Warner controlaba el mercado cinematográfico de esa ciudad con unas trescientas salas de su propiedad. También propuso una estrategia para enfrentarse de un modo eficaz a los judíos; instó al cardenal a que formara una comisión de líderes cívicos para que protestaran por las películas «inmorales». «Piense», escribió, que a los «muchachos judíos» los dirigentes políticos les «impresionan y aterrorizan» muy fácilmente. El siguiente paso, recomendó, era que la Comisión presionara al director regional de la Warner, a quien Breen definió como un «judío de la peor calaña». Dígale —«no le pida»— que haga venir a Harry Warner a Filadelfia. La Warner es muy sensible a la presión, escribió Breen, porque tiene muchas salas en la zona de Filadelfia[61]. Un boicot de esa índole, escribió Breen, obligaría a la industria a aceptar el plan de los católicos para aplicar el Código. Su punto más importante era que no había que negociar con los judíos. Si quieres que un judío haga algo, afirmó Breen, no debes pedírselo de manera educada, simplemente tienes que decirle que lo haga. Breen estaba convencido de que la única manera de conseguir que un judío entendiera algo era a base de gritos y amenazas. Pese a que no nos conste que el cardenal Dougherty haya respondido a la carta, lo que sí hizo fue organizar un boicot del tipo sugerido por Breen y se negó a negociar con los representantes de la Warner durante la crisis de la Legión. El padre Dinneen, que recibió una copia del Plan de Filadelfia enviada por Breen y que se carteaba con él regularmente, no protestó por las cartas que recibió, que calificaban a los judíos de «canallas». «Los judíos forman grupos muy cerrados —le dijo Breen al padre Daniel Lord—. Carecen casi por entero de cualquier tipo de moralidad»[62]. Estaba deseoso, le escribió a Lord en mayo de 1934 —pocas semanas antes de que lo nombraran jefe de la PCA—, de trabajar con una comisión nacional para «ir a por los judíos en este asunto»[63]. Ese mismo día le escribió al obispo McNicholas que estaba «irritado» con Lord porque «cuando estos judíos se den cuenta de que todo lo que dice es pura palabrería, nuestra causa se verá muy debilitada y desacreditada»[64]. La actitud de Breen hacia los judíos es reveladora por una serie de motivos. Expone claramente el odioso y despiadado racismo que dominaba su pensamiento y que volvería a surgir en su correspondencia a lo largo de varios años. También es evidente que los destinatarios de sus cartas —los cardenales, obispos y sacerdotes— no se esforzaron por protestar por sus arrebatos antisemitas. Puede que no compartieran las mismas opiniones, pero al parecer todos vieron algún tipo de ventaja en colocar en Hollywood a un hombre con semejantes ideas. El antisemitismo de Breen también ayuda a entender su relación laboral con los estudios a lo largo de su carrera de censor. Breen fomentaba y disfrutaba con su reputación de católico irlandés, bajito, fornido y agresivo, que traía la decencia a la versión moderna de Sodoma y Gomorra. El Catholic Digest lo llamó el «Hombre del No en la tierra de los Sí»[65]. El Sign, de Notre Dame[66], tituló un artículo «El señor Breen se enfrenta a los dragones», y el Saturday Evening Post confirió al artículo sobre Breen un aire irlandés, titulándolo «La palma de mi mano vuelta hacia ti» y describiendo a Breen como un «Brian Boru en la batalla de Clontarf[67], con un toque de los Guardias de Mulligan». El Post aseguró a sus lectores que Breen era quien dictaba las normas a los productores[68]. En efecto, Breen fue una de las pocas personas de Hollywood con poder para maldecir, gritar y decir claramente que no a Jack Warner, Louis B. Mayer, Harry Cohn, David O. Selznick o Samuel Goldwyn, unos hombres capaces de sembrar el terror en los corazones y las carteras de la comunidad hollywoodense. Les bastaba con asentir con la cabeza para conceder fama y fortuna; el menor gesto de desagrado podía esparcirse por Hollywood como la pólvora, provocando la destrucción inmediata. La habilidad de Breen para enfrentarse a estos magnates le procuró una posición única en la comunidad cinematográfica. Breen trataba a los magnates y a sus adláteres con aparente respeto, pero arremetía con furia cada vez que consideraba que un estudio intentaba eludir una disposición del Código. Como estaba convencido de que la gente que hacía cine era moralmente inferior a él, se comportaba en consecuencia. Al padre Gerald Donnelly, S.J., le dijo que él era el único hombre capaz de embutir por la garganta de los judíos una ética decente»[69]. El «Código» que se aplicaría durante los siguientes años era una curiosa mezcla del Código de Producción, la interpretación de Breen, sus opiniones sobre los judíos y sus ideas sociales, políticas y morales. El cine era, se rieron entre dientes los bromistas de Hollywood, «Breen en su estilo más puro»[70], mientras que Breen se limitó a decir: «¡Yo soy el Código!»[71]. Teniendo en cuenta que se trataba de un ex-periodista de 43 años que no sabía nada sobre producción cinematográfica, Breen se enfrentó a una tarea vertiginosa. Una serie de circunstancias muy poco habituales, algunas de las cuales él había ayudado a orquestar, lo habían colocado en medio del escenario de la capital mundial del espectáculo. Era una oportunidad única, y Breen la aprovechó con entusiasmo. Al prinicipio consideró que su papel era el de un misionero laico de la Iglesia católica que actuaba en nombre del Señor entre los «paganos», designación con la que acabó refiriéndose a Hollywood. Sin embargo, en 1936, distanciado de la Legión de la Decencia y utilizándola sólo cuando le convenía, apenas se hablaba con sus padrinos iniciales y rehuía a Martin Quigley. Breen se negó a ser un títere de la Legión, y si alguien tiró de sus cuerdas, ése fue Will Hays, no el cardenal Hayes. En diciembre de 1933, fecha de su nombramiento, Breen se enfrentó a un dilema: él era un empleado de la industria cinematográfica; por tanto, su trabajo no consistía en evitar que los estudios rodaran películas, sino en conseguir que los Consejos de Censura las aprobaran con el menor número de cortes. Breen también era consciente de las divisiones internas de la Legión. Su problema era cómo satisfacer a la Iglesia y aliviar la presión ejercida sobre su jefe, Hays, sin destruir los elementos básicos del cine como espectáculo, consistentes en un toque de sexo, un poco de violencia y un aire bien intencionado de valores tradicionales. ¿Podía Breen aplicar el Código con suficiente rigidez como para satisfacer a las Legiones católicas sin reducir el mundo de fantasía multimillonaria de Hollywood hasta convertirlo en un pábulo? ¿Aceptarían los productores los dictámenes de un relaciones públicas y periodista convertido en reformador moral? Y, lo que era más importante, ¿aceptaría el público que a su espectáculo favorito se le administrara una fuerte dosis de moralidad católica? Justo cuando la Iglesia intentaba diseñar una estrategia nacional para hacer frente a la industria cinematográfica, Breen asumió el mando de la Oficina de censura de Hays, en Hollywood. Una de las primeras acciones de Breen como jefe de la SRD fue redactar una nueva definición mucho más contundente de los «valores morales compensatorios» en el cine, un documento esencial para entender las ideas de Breen que se volvería a redactar y corregir varias veces a lo largo de los siguientes años y que guió a Breen en su intento de controlar el contenido de las películas. Breen fue incluso más lejos que Daniel Lord al abogar por un cine que actuara de vehículo para fomentar una conducta social y política correcta. Todas las películas, según Breen, debían contener «suficiente cantidad de bien» como para compensar todo el mal que describían. Las que tuvieran un crimen o un pecado como ingrediente principal de la trama debían contener un «valor moral compensatorio» que lo justificara. Para Breen, eso implicaba la inclusión de un personaje virtuoso que representara una «voz de la conducta moral», un personaje que le dijera claramente al criminal o al pecador que se equivocaba. La conducta de los personajes así como sus opciones, debían reflejarse con claridad. «O estaban mal o estaban bien. Si estaban mal, debían calificarse como tal. No se puede dejar a la discreción de una mente inmadura la decisión sobre si los personajes han actuado bien o mal», argumentó Breen[72]. Tampoco creía que el cine fuera un vehículo apropiado para plantear debates morales o éticos, ni debía haber zonas grises en las decisiones morales que se tomaban. Cada película debía contener una lección moral clara y severa que mostrara el sufrimiento, el castigo y la regeneración. Por eso, instó a que, siempre que fuera posible, las estrellas, y no los personajes secundarios, representaran a los personajes que personificaban el bien. Breen apenas se había instalado en su despacho cuando la Paramount le envió el guión de la tercera película de Mae West, titulada apropiadamente It Ain’t No Sin. Los guardianes de la moral, incluido Breen, creían que no había nadie que necesitara más «valores morales compensatorios» que Mae West. Martin Quigley se sintió incómodo cuando su Motion Picture Herald declaró que West era uno de los campeones de taquilla de 1933. No obstante, West representaba un problema difícil de resolver. Era una actriz muy taquillera y reportaba millones de dólares a una industria en plena crisis financiera. Pese a que ofendía a algunos, deleitaba a millones de personas y gozaba de la misma popularidad en las pequeñas ciudades rurales que en las zonas urbanas, supuestamente más mundanas. D.W. Fisher, propietario y director del cine Fiske, en Oak Grove (Louisiana), «hizo el negocio del año» con I’m No Angel. Su experiencia fue la que mejor resumió el magnetismo de Mae West: «Aunque no les guste, vienen a verla. Los de la Iglesia piden a gritos películas decentes, pero todos vienen a ver a Mae West y se alejan de las películas decentes y dulces»[73]. En la primavera de 1934, mientras Quigley y Breen colaboraban para reforzar la aplicación del Código de Producción y mientras los boicots promovidos por la Legión de la Decencia arrasaban por todo el país, los estudios de la Paramount se dispusieron a producir una nueva película de Mae West, It Ain’t No Sin, que se convirtió en la prueba de fuego para Breen, Hays y la Legión de la Decencia. La trama básica era típica de West. Ambientada en los años 1890, West representa a Ruby Carter, la reina de una embarcación fluvial de Saint Louis, cuyo novio, Tiger Kid, un ex-presidiario, también es un boxeador con mucho futuro. Un jugador de Nueva Orleans, Ace Lamont, ha contratado a Ruby para que actúe en su local, La Casa de las Sensaciones, y pronto toda la ciudad la aclama en Nueva Orleans. Cuando uno de sus muchos admiradores le pregunta si estará en Nueva Orleans para siempre («forgood»), West responde: «Espero estar aquí, pero no para el bien» («but not for good»)[74]. Cuando la Paramount envió el primer guión, Breen y su equipo se pasaron todo un día examinándolo línea por línea. A diferencia de su predecesor, James Wingate, Breen se escandalizó con el guión y le dijo a la Paramount que se veía «obligado a rechazar de plano» el proyecto. Sus objeciones no se limitaban a eliminar pequeñas partes del diálogo, escribió Breen, porque, en su opinión, el guión era «vulgar y altamente ofensivo […], una glorificación de la prostitución y del crimen violento sin ningún tipo de valores morales compensatorios». El personaje representado por West «expone todos los hábitos y todas las costumbres de una prostituta, pues es cómplice en el funcionamiento de una casa de juegos ilegal, droga a un boxeador, roba a su jefe, incendia el local a propósito y, al final, se marcha tan tranquila […] con su amante ilícito, que es un criminal redomado, un ladrón, un asesino». Para Breen, el guión violaba el Código de un modo flagrante[75]. La carta de Breen sumió a los directivos de la Paramount, donde ya se había iniciado la producción, en un estado de pánico. Aseguraron a Breen que se había «alarmado innecesariamente» por una «comedia inofensiva», pero Breen se negó a cambiar de opinión y en febrero y en marzo de 1934 rechazó los guiones corregidos. La Paramount decidió ignorarlo y siguió adelante con la producción. Cuando en junio el estudio presentó la película en su oficina, Breen la rechazó e informó al presidente de la Paramount, Adolph Zukor, que el «bajo tono moral» era especialmente «peligroso si se tiene en cuenta la situación actual en la que se halla la industria ante el público». A Hays le remitió una carta confidencial afirmando que los directivos de los estudios «se mofan» y «menosprecian» a los críticos de la industria, y que estaban decididos a producir películas «sin asesorarse, sin dejarse orientar y sin consultar con ningún miembro» de las centrales de Nueva York ni de la Oficina Hays[76]. Se había definido el frente de la batalla. Si bien los estudios de Hollywood estaban empeñados en rodar películas sin permitir interferencias, los directivos de Nueva York no lo veían tan claro. El verdadero poder de la industria cinematográfica se hallaba en Nueva York, no en Hollywood, y las centrales de las productoras concedían bastante libertad a los jerarcas de los estudios siempre y cuando los ingresos de taquilla aportaran constantes beneficios. No obstante, corrían tiempos difíciles, y los directivos de las empresas estaban nerviosos. Cuando la Paramount erigió en Broadway enormes vallas para anunciar It Ain’t No Sin [No es un pecado], los sacerdotes católicos respondieron con carteles que decían «LO ES». El ambiente cada vez más enrarecido era preocupante y, por primera vez, los directivos de Nueva York se pusieron del lado de Hays y de Breen cuando ordenaron al estudio que atenuaran la publicidad de la película para evitar problemas con los «clubes de mujeres» y con los «censores internos»[77]. Hays siguió presionando a Zukor y al final lo convenció para que el estudio siguiera trabajando con West, pero sólo de una forma muy restringida. Nueva York ordenó a Hollywood que cooperara con Breen para que Mae West recibiera una infusión de «valores morales compensatorios». Con la hercúlea tarea de convertir a West en una mujer moralmente aceptable, Breen exigió que el estudio eliminara todas las referencias al pasado de Rudy Carter (West) como prostituta, y al de su novio, Tiger Kid, como ex-presidiario; que suprimiera todas las escenas que hicieran referencia a una «aventura de cinco días» que tuvieron Ruby y Tiger Kid, y también las que mostraban a Ruby robando joyas a su jefe; que retirara cualquier insinuación de que Ruby y su jefe tenían una aventura, y que la película acabara con la boda de Ruby y Tiger Kid[78]. En la versión de Breen de It Ain’t No Sin, Ruby es una famosa artista a la que sus admiradores cubren de joyas, una «mujer con un gran corazón» que rechaza todas las insinuaciones que le hace Ace Lamont. Cuando su criada le pregunta por la clase de hombre que le gustaría, Ruby responde con una franqueza inusitada: «Uno soltero». En lugar de provocar un incendio para encubrir un asesinato, Ruby llama a los bomberos y dice (se supone que al público): «He hecho todo lo que he podido». Tiger Kid ahora aparece en la pantalla como «un boxeador ambicioso» al que Ace engaña para que le robe las joyas a Ruby y que mata sin querer al villano en una pelea limpia. Se niega a huir y le dice a Ruby que debe enfrentarse a la policía o vivirá hasta el resto de sus días obsesionado por la culpa. Ace Lamont, el jugador, surge como el villano que planea el robo, como el culpable del incendio de su local para no tener que pagar las deudas, y al final acaba pagando sus crímenes con la muerte. Finalmente, Ruby y Tiger aceptan los valores tradicionales al intercambiar los votos del matrimonio. Pero incluso en la escena de la boda, Mae suelta otra de sus ocurrencias; cuando uno de los invitados le dice que él es el padrino [«best man», el mejor hombre], ella se detiene, lo mira y suelta: «Oh no, no lo es». Pese a las frases ingeniosas y a la evidente imposibilidad de dar una imagen aséptica de West, Breen estaba seguro de que los cambios infundían a la película un valor moral compensatorio. Si bien no intentó eliminar todas las insinuaciones sexuales del guión, insistió en que West apareciera como un «personaje bueno», en que Tiger Kíd fuera un poco inocentón y en que todas las actividades criminales se centraran en Ace Lamont. Una vez logrado esto, dio su aprobación a It Ain’t No Sin, una decisión que no tardaría en lamentar[79]. Otra prueba de fuego en la batalla para acceder al control del cine tuvo que ver con un drama histórico perfectamente prescindible. En la primavera de 1934, la Warner presentó el guión de Madame du Barry. Basada sin excesivo rigor en la relación entre Luis XV y su última amante, Jeanne Bécu, la Condesa du Barry, la película pretendía ser una descripción histórica de los acontecimientos que condujeron a la Revolución Francesa. En realidad, no era mucho más que una comedia de alcoba con poca o ninguna veracidad histórica. Una muestra de la preocupación del estudio por la precisión histórica se refleja en la elección de la voluptuosa mexicana Dolores del Río para el papel de la hermosa amante francesa. Cuando el guión llegó a la oficina de Breen, éste enseguida lo utilizó como ejemplo del tipo de película que Hollywood no debía hacer. Breen envió de inmediato una incisiva evaluación a Jack Warner, diciéndole que el guión de Madame du Barry estaba tan «colmado de vulgaridad, de obscenidad y de adulterio flagrante» que era «muy peligroso desde el punto de vista de la política de la industria» y «levantaría serias polémicas con Francia». El censor informó al estudio de que le era imposible aprobar la producción de Madame du Barry[80]. La carta de Breen enfureció al estudio, y Jack Warner exigió un encuentro cara a cara con el nuevo censor. Su jefe de producción, Hal Wallis, estaba empeñado en desafiar la autoridad de Breen. En una reunión con Warner, Wallis, el director William Dieterle y el guionista Edward Chodorov, Breen se mostró inflexible y afirmó que las escenas de sexo eran demasiado explícitas y numerosas. Exigió que se retiraran todas las escenas de desnudos, es decir, las que incluso insinuaban un desnudo al mostrar fugazmente parte de una espalda. Le horrorizó que se retratara a Madame du Barry no sólo como amante hermosa sino también como la «alcahueta» de un rey que «sólo era un viejo verde». ¿Cómo podía el estudio ofrecer al público norteamericano una película que mostraba a du Barry decorando el dormitorio del rey con espejos en el techo? Además, aparecía bajo una luz favorable. La película, concluyó Breen, era inaceptable porque «rebajaba los valores morales del público»[81]. Como portavoz del estudio, Wallis, a quien Breen más tarde describiría como «despectivo y conflictivo», afirmó que Madame du Barry no era más que una descripción satírica de unos «hechos históricos» y que toda persona que tuviera algo que objetar tenía una «mente calenturienta». Wallis sostuvo que si Breen iba a exigir que la industria no ofendiera a nadie, entonces ya podían «dedicarse a vender leche», porque sería «imposible que las compañías cinematográficas hicieran películas» con semejantes restricciones. Wallis se negó a aceptar una sola de las exigencias de Breen y dio orden de que se iniciara la producción. Jack Warner, profundamente molesto por la interferencia de Breen, cogió un tren a Nueva York para presionar a sus hermanos y convencerlos de que debían enfrentarse a Hays y a Breen[82]. Poco más de un año después de la crisis provocada por Gabriel Over the White House, se volvió a convocar con carácter de urgencia la junta de directivos de la MPPDA para hablar de Madame du Barry. Louis B. Mayer llevó un contingente de directivos de la industria desde Hollywood, y Breen también acudió para defender su postura. ¿Iba a apoyar la industria a Hays y a Breen? ¿O decidiría apoyar a la Warner Bros.? El futuro del cine estaba en juego. Tras una larga y «animada discusión» centrada en el «peligro que para las inversiones de las demás compañías suponían» las prácticas de la Warner de «hacer películas cargadas de… indecencia», la junta de la MPPDA dio instrucciones a Will Hays para que pusiera en vereda al estudio desobediente. La Warner cedió: Jack Warner llamó a Wallis desde Nueva York y le dijo que cooperara en todo con Breen y le aseguró personalmente a Hays que cuando Madame du Barry saliera del estudio sería una película moral[83]. Sin embargo, cuando Madame du Barry se proyectó ante el personal de la SRD, Breen la rechazó, y eso enfureció a Jack Warner. El estudio ya había invertido miles de dólares cuando decidió seguir adelante sin la aprobación de Breen; ahora se enfrentaba a la posibilidad de perder todo lo invertido si Breen se negaba a aprobar la película. Warner prácticamente le rogó a Breen que colaborara con su director para que Madame du Barry fuera moralmente aceptable, hasta que al final Breen accedió. Eliminó las primeras escenas en las que salían du Barry y el rey en la cama, así como las pocas referencias a los espejos en el techo, cortó todas las tomas de mujeres vestidas con camisones transparentes y trajes provocativos y suprimió casi todas las escenas de alcoba. Fuera cual fuera la intención original del estudio, Madame du Barry había dejado de ser una comedia de alcoba. Breen autorizó a la Warner a estrenar la película[84]. El estudio sufrió un nuevo contratiempo cuando el Consejo de Censura de Nueva York rechazó la nueva versión por considerarla «indecente, obscena e inmoral». Ohio amenazó con hacer lo mismo, y sólo aceptó la película tras exigir más cortes. Hays y Breen se enfrentaron a una nueva crisis: si las normas de su organismo no eran aceptables para los Consejos locales, los estudios no tenían por qué acatar sus exigencias. Hays lo reconoció y presionó a Ohio y a Nueva York para que aceptaran una nueva versión de Madame du Barry que contuviera un importante prólogo en el que se explicaran las lecciones morales que se desprendían del libertinaje que el público estaba a punto de ver: Durante el reinado del rey Luis XV de Francia, el poder y la gloria de la corte francesa empezaron a debilitarse; la extravangancia y la locura habían logrado finalmente avivar en el seno del pueblo las ardientes brasas del resentimiento y de la rebelión. Esta película muestra a un rey despreocupado por su pueblo — egoísta, arrogante, sin escrúpulos—, a un rey que destruye su reino y que lega sus ruinas a un nieto incompetente. Es una película que sirve para reflexionar a la luz de la revolución que puso punto final a ese periodo en favor de la libertad, la fraternidad. igualdad y la Nueva York cedió: Madame du Barry ya era moralmente aceptable para ese Estado[85]. Puede que fuera aceptable, pero con los cortes impuestos por Breen, Hays y los consejos de censura de Ohio y Nueva York, quedó totalmente incomprensible. Variety la calificó de una «parodia» de los hechos históricos[86]. El New York Times dijo que era «confusa» y se preguntó por qué no se aclaraba la relación entre du Barry y el rey. Tras sufrir durante toda la película, el crítico expresó el deseo de tener el «privilegio de retorcerle el hermoso pescuezo a la señorita del Río»; tal vez se habría sentido mejor si se lo hubiera retorcido a los censores en lugar de a la actriz. Pese a que Madame du Barry no habría sido una gran película con o sin la interferencia de los censores, la insistencia en que no se abordara de un modo realista la relación sexual entre du Barry y Luis XV hizo que la película perdiera todo sentido. Como era de prever, el film fracasó en las taquillas, lo que no preocupó a Hays ni a Breen. En la primavera de 1934, Breen libró batallas similares con otros estudios. Pese a su victoria con Madame du Barry, no siempre ganó. Se negó, por ejemplo, a aprobar un musical de la Fox, Bottoms Up, que calificó de «vulgar», pero un jurado de Hollywood anuló su fallo[87]. Discutió con la Warner Bros. por Merry Wives of Reno, una farsa sobre unos hombres de negocios en una convención, y tuvo «serias dificultades con el señor Wallis». Aunque Breen se planteó llevar la película ante un jurado, estaba convencido de que sería una pérdida de tiempo. Cuando la RKO le presentó un guión basado en la novela Of Human Bondage, de Somerset Maugham, una historia de un estudiante de medicina lisiado que se enamora perdidamente de una prostituta aquejada de una enfermedad venérea, Breen advirtió que el tema era «altamente ofensivo». La RKO insistió en seguir adelante con el proyecto, pero aceptó la sugerencia de Breen en el sentido de que en la versión cinematográfica se sustituyera la enfermedad venérea por tuberculosis. En ese momento de su carrera, Breen supo reconocer la diferencia entre Of Human Bondage y Merry Wives of Reno, y le comunicó a la RKO que si bien el tema no le agradaba, le había gustado la película, pues era un «intento serio» de contar «una historia muy seria»[88] En privado, le dijo a Hays que todas las películas eran «en un principio mucho peores» que cuando llegaban a la pantalla, «lo cual demuestra que nuestra lucha debe centrarse en los guiones»[89]. «En el fondo, no tengo ninguna autoridad para detener las películas sucias», le confió Breen al arzobispo McNicholas. El sistema de jurado no permitía, en opinión de Breen, aplicar el Código con firmeza[90]. Acusó a los productores de Hollywood de conspirar contra él, y no le parecía práctico recurrir a Hays y a la junta de directivos de Nueva York cada vez que tenía un problema. Quigley siguió presionando a McNicholas para que se creara un plan coordinado de acción católica contra la industria, de modo que los estudios se vieran obligados a aceptar las decisiones de Breen como definitivas, y le dijo que cada vez que se presentaba un film al jurado «el sistema se venía abajo»[91]. A menos que se atacaran las películas y se corrigieran de raíz, el movimiento entero fracasaría. McNicholas recibía presiones de todos lados. Rechazó una oferta de aliarse con el canónigo Chase y el Consejo Cinematográfico tras decirle a aquél que se oponía a esa «manía por legislar como si fuera el remedio de todos nuestros males». En privado, le dijo al obispo Boyle que temía asociarse con «reformadores profesionales» que habrían restringido «toda libertad de acción»[92]. Si bien desaprobaba tajantemente la conducta del padre Lord, pues creía que había obrado sin la autorización de la Comisión Episcopaliana, tampoco sabía qué hacer. Finalmente, en marzo de 1934, McNicholas decidió actuar, y le pidió a Quigley que «diseñara un programa […] para la Comisión Episcopaliana» con toda libertad[93]. Por fin se abrió la brecha que Quigley había estado preparando desde hacía meses. Durante los meses de abril y mayo, Quigley se carteó a menudo con el arzobispo y realizó varios viajes a Cincinnati mientras diseñaba un minucioso plan de acción. En una evaluación bastante franca del problema, Quigley reconoció que «nuestro concepto de lo que es la moralidad en un espectáculo difiere radicalmente del de la gran mayoría del público de este país»[94]. No obstante, al igual que todos los reformadores, Quigley consideraba que tanto él como la Iglesia tenían la obligación de definir lo que era un espectáculo moralmente aceptable y de diseñar «algún método de coacción» que obligara a la industria a aceptar esos valores[95]. El arzobispo McNicholas estaba totalmente de acuerdo con él. Quigley plasmó sus ideas en un texto y McNicholas lo envió a todos los obispos. El documento, un programa para la Legión de la Decencia, es revelador por una serie de motivos. Quigley volvió a invocar al fantasma antisemita al achacar la producción de las películas inmorales a los judíos de Hollywood, «que no poseen ninguna convicción moral». El objetivo a corto plazo, recomendó, era presionar a la industria perjudicándola en las taquillas. Quigley instó a los obispos a que hicieran todo lo posible para conseguirlo; pero advirtió que no se podía recurrir a los boicots «indefinidamente», porque el público pronto retomaría «sus antiguas costumbres». Para Quigley, la solución a largo plazo no se hallaba en los boicots, sino en la aplicación estricta del Código por parte de Breen, lo cual sería posible si Hays se veía obligado a suprimir los jurados. Quigley también instó a los obispos a que dejaran de confeccionar listas negras y que las sustituyeran por listas de películas «aptas» para los católicos. Por último, recomendó a los obispos que hicieran caso omiso del argumento esgrimido por el padre Lord y por los reformadores protestantes en contra de la contratación en bloque, ya que el Código de la NRA autorizaba a los exhibidores a anular el 10% de las películas contratadas, lo que, según Quigley, bastaba para hacer frente a las películas «inmorales». Sin embargo, ésa tampoco fue una solución a largo plazo porque no logró detener la producción de las películas. «Los exhibidores nunca anulan la contratación de las historias sensacionalistas, como las películas de Mae West», les recordó, y recalcó que la clave del éxito residía en el control de la producción y no en la anulación[96]. McNicholas aceptó celebrar una reunión en junio para unificar la estrategia de los católicos de acuerdo con el plan de Quigley. Mientras que éste, McNicholas y Cantwell se mostraban a favor de cooperar con la industria, la poderosa voz de los cardenales Mundelein y Dougherty abogaba por un enfrentamiento. Insistieron en seguir castigando a la industria con boicots continuos y listas negras. La reunión de Cincinnati iba a determinar la dirección que seguirían las Legiones Católicas. Estaban invitados los miembros de la Comisión Episcopaliana, los obispos Cantwell, Noll y Boyle; el padre Dinneen, que representaba al cardenal Mundelein y a la Legión de la Decencia de Chicago; el padre John Devlin, director de la Legión de Los Ángeles; monseñor Hugh Lamb, que representaba al cardenal Dougherty como director de la Legión de Filadelfia; el padre Edward Robert Moore, director de las organizaciones católicas de beneficiencia de Nueva York, en representación del cardenal Hayes, y el reverendo George Johnson de la Universidad Católica, en representación de las escuelas católicas. El problema al que se enfrentó Hays fue evitar que la Iglesia organizara un boicot a gran escala. El Consejo de la Legión le denegó la petición de audiencia. Dinneen había advertido a McNicholas que Hays era «un tipo astuto y prometerá cualquier cosa con tal de detener la campaña. No debe confiar en él ni un segundo»[97]. «Hollywood tiene que hacer penitencia» por sus pecados, recomendó Dinneen[98]. Mundelein también «se oponía con firmeza» a negociar directamente con la industria[99]. Cantwell, siguiendo los consejos de Breen, también se negó a celebrar una reunión con Hays y, además, pidió que se excluyera al padre Lord, con el que estaba furioso porque Irving Thalberg había protestado, en los términos más duros, por la acusación de Lord de haber obligado a su mujer, Norma Shearer, a interpretar a «una ramera». «Sus declaraciones insensatas e irresponsables nos están perjudicando en Hollywood, y están creando mucha confusión», le dijo Cantwell a McNicholas. Estaba claro que había que «censurar» a Lord[100]. Cantwell insistió en que Joe Breen estuviera presente en la reunión y McNicholas invitó a Martin Quigley; Hays, que no tuvo muchas opciones, acudió. A finales de mayo y principios de junio, Quigley hizo piña con Hays y con los directivos de las productoras de Nueva York para elaborar una estrategia y, tras varias reuniones, Hays se rindió y le dijo a Quigley que «las autoridades católicas tendrán todo lo que pidan»[101]. Hays después admitiría que había autorizado «a Martin Quigley y a Joseph Breen a que me representaran y hablaran en nombre de la Asociación […]. Su representación en los planes y arreglos se hizo con nuestro conocimiento y autorización»[102]. El objetivo de Quigley era obligar a los estudios a someterse a la interpretación del Código que haría Breen; exigió un sistema que delegara en éste las decisiones sobre el contenido de las películas, con la creencia de que así se garantizaría el respeto a las disposiciones de carácter moral, y Hays lo aceptó. La solución de la crisis consistió en la creación de un nuevo Consejo de Censura en Hollywood: la famosa o infame[103] Administración del Código de Producción (PCA). Quigley insistió en que Joseph Breen fuera su director y que tuviera poder para aplicar el Código de Producción de 1930 junto con su nueva política de compensación moral. Hays y Quigley negociaron los detalles. Por su lado, Hays aseguró que los miembros de la MPPDA no iban a permitir que los estudios iniciaran la producción hasta que Breen y su equipo dieran su aprobación al guión definitivo. Esta concesión, aparentemente de poca importancia, proporcionó a la PCA un enorme poder sobre los estudios, que dependían de un calendario muy rígido para sacar el máximo provecho tanto a los platos como al personal técnico y creativo. El acuerdo fue aún más lejos: una vez acabada la película, los estudios tenían que volver a presentarla para recibir la aprobación definitiva y, en caso de que fuera autorizada, Breen le estamparía el sello de la PCA. La MPPDA aceptó no distribuir ni exhibir ninguna película que no hubiera recibido el nuevo sello de pureza. Hays también accedió a eliminar el «jurado de productores» y aseguró a Quigley que la junta de directivos de Nueva York apoyaría «todas las peticiones del equipo de Breen en Hollywood»[104]. Los estudios que se negaran a cooperar con la PCA o con Breen recibirían una multa de 25.000 dólares[105]. Como último gesto, Hays prometió que se retirarían y se volverían a censurar las antiguas películas que ya estaban en circulación y que Breen considerara ofensivas, como A Farewell to Arms o She Done Him Wrong, y que las que no superaran la nueva prueba moral de Breen serían retiradas definitivamente (She Done Him Wrong no reapareció hasta los años sesenta). ¿Qué recibieron Hays y la industria a cambio de estas concesiones? Quigley prometió a Hays que los obispos desconvocarían o, al menos, aplacarían la campaña de la Legión de la Decencia. La víspera de la reunión de Cincinnati, Quigley dio el primer paso cuando recomendó a McNicholas que la Iglesia aceptara la oferta de Hays «porque el problema estaba prácticamente resuelto». Sin embargo, añadió, «la campaña debe continuar» para seguir presionando a los productores, y si éstos cumplen sus promesas, «se podría suspender la campaña»[106]. Cuando se consiguiera una «regulación efectiva», argumentó el editor, proseguir con la campaña católica en contra del cine sería «una estrategia insensata y, quizá, peligrosa»[107]. Quigley aseguró a Hays que lucharía personalmente contra las listas negras y los boicots católicos. La reunión celebrada en Cincinnati en junio de 1934, pese al sensacionalismo con el que la cubrió la prensa, fue una mera formalidad, puesto que ya estaba todo decidido de antemano. Breen y Quigley presentaron ante el Consejo un análisis de la situación y un resumen de los poderes otorgados a la PCA dirigida por Breen. Breen habló de la consolidación de su «voz de la moral», que, aseguró a los sacerdotes, iba a incorporarse en el cine, y analizó el mayor control que iba a tener sobre los guiones y las versiones definitivas. Quigley argumentó que, gracias al control de los guiones ejercido por Breen, la acción eclesiástica ya no sería necesaria. Sólo protestó el padre Dinneen, el representante del cardenal Mundelein, que, contrariado porque Quigley y Breen hablaban en nombre de la Iglesia, argumentó que no se podía confiar en Hays ni en la industria, y abogó por la continuación de las listas negras y de los boicots a las salas como la única medida eficaz para asegurarse la avenencia a las exigencias católicas. En lugar de disolver la Legión, como deseaba Quigley, Dinneen recalcó la necesidad de que la Iglesia creara una Legión de la Decencia permanente, que publicara listas de películas aptas para todo el país. Sin embargo, Dinneen perdió en la votación y el Consejo de la Legión aceptó la propuesta elaborada por Hays. Para formalizar el acuerdo, ambas partes hicieron un comunicado de prensa. Desde Cincinnati, McNicholas publicó una declaración, redactada por Quigley, que decía que la Iglesia no deseaba «perjudicar ni destruid a la industria cinematográfica» y veía «con buenos ojos» la creación de la PCA, que «influirá efectiva y constructivamente en la naturaleza del espectáculo cinematográfico». Pese a que no se anunciaba el fin de la Legión, Hays esperaba que los católicos atenuaran su campaña[108]. Al día siguiente, con la confianza de que los católicos iban a la zaga, Hays publicó una declaración que anunciaba la creación de la PCA y que Breen sería su director[109]. Aunque aparentemente la industria y la Iglesia habían firmado un tratado de paz, en Chicago el cardenal Mundelein echaba chispas. Dinneen le escribió a Lord que Mundelein estaba «furioso» porque lo habían dejado solo para defender las listas negras, y que se sentía profundamente molesto por «los esfuerzos de B. y de Q. por dominar»; además, creía que Quigley le había jugado una mala pasada a McNicholas cuando prácticamente anunció el fin de la Legión de la Decencia, y estaba decidido a que ésta siguiera actuando en Chicago. Como prueba de su libertad de acción, le ordenó a Dinneen que siguiera publicando las listas de las películas «inmorales» y le instó a Lord a que siguiera luchando «sin vacilar junto con los obispos»[110]. Chicago se había rebelado. Filadelfia prosiguió con los boicots, y el cardenal O’Connell hizo lo mismo en Boston. La división dentro de la Iglesia era evidente. Quigley se enfureció y Hays se sintió engañado. El listado de las películas inmorales, que a primera vista parecía tan fácil, demostró ser bochornoso. Los católicos se enfrentaron al mismo problema que habían tenido los censores desde tiempos inmemoriales: al parecer, nadie se ponía de acuerdo sobre lo que era «inmoral». Mientras que a los católicos de Detroit se les prohibió ver Murder at the Vanities o a William Powell y Myrna Loy en su popular comedia The Thin Man, desde Chicago el padre Dinneen clasificó las dos películas con una «B»: considerada más o menos objetable en algunas partes debido al grado de provocación, vulgaridad o complejidad o falta de recato; ni aprobada ni rechazada, pero sólo apta para adultos»[111]. En Detroit, Bulldog Drummond Strikes Back fue declarada apta sólo para adultos, mientras que en Chicago familias enteras podían disfrutar sin temor al pecado viendo las aventuras del popular héroe y detective. Of Human Bondage, que había recibido el sello de Breen, fue condenada por indecente en Detroit, Pittsburgh, Omaha y Chicago, pero los demás católicos pudieron ver la versión cinematográfica del clásico literario. Pittsburgh condenó la popular y alocada comedia de Bert Wheeler y Robert Woolsey, Cockeyed Cavaliers, por considerarla pecaminosa, mientras que los católicos de todas las edades pudieron verla en Chicago. Por su lado, Chicago condenó The Affairs of Cellini, Madame du Barry, Nana, The Girl from Missouri, Manhattan Melodrama, The Life of Vergie Winters, los dramas históricos Catherine the Great, The Private Life of Henry VIII y Queen Christina e, incluso antes del estreno, It Ain’t No Sin, con Mae West. Todas estas películas habían pasado por la oficina de Breen, y la mayoría se estrenaron en la Costa Este antes de toparse con la condena de la Legión de Chicago. Era una situación confusa y bochornosa. Los editores católicos no sabían qué lista publicar, y eso en caso de que la hubiera. Era sorprendente la falta de coherencia a la hora de definir lo que era una película inmoral. Los católicos se expusieron al ridículo cuando algunas zonas prohibieron Tarzan and his Mate porque consideraron que los trajes de Maureen O’Sullivan eran demasiado escuetos. La situación se agravó por el hecho de que a veces se proyectaba una película en unas zonas del país antes que en otras. A menudo los católicos iban a ver inocentemente comedias como The Thin Man o Cockeyed Cavaliers, o llevaban a sus hijos a ver a Johnny Weissmüller balanceándose de árbol en árbol para rescatar a jane y, semanas más tarde, cuando la película llegaba a Chicago, Detroit, Omaha o Buffalo, se enteraban de que constituía «una situación pecaminosa». Los ánimos se fueron caldeando a medida que obispos y sacerdotes se acusaban entre sí de deficiencias morales; mientras tanto, los católicos laicos exigían una aclaración. Quigley temía «que la industria se rebelara», porque muy poca gente ajena a la Iglesia consideraba estas películas indecentes o inmorales[112]. Si los jerarcas de la Iglesia socavaban los dictámenes de Breen, advirtió Quigley, Hollywood volvería a las andadas. Quigley pidió públicamente sensatez. En un editorial firmado por él en el Motion Picture Herald, dirigido a aplacar la revuelta en la comunidad hollywoodense, Quickley atacó a los responsables de las listas negras y de los boicots llamándoles «expertos novatos» que «daban trompicones en medio de una ciénaga de confusión y malentendidos»[113]. La industria cinematográfica no era «mala», aunque reconocía que necesitaba una «regulación adecuada del producto en el momento de iniciar la producción» y que esa regulación debía administrarla la Oficina Hays; pero eso no significaba, afirmó Quigley, como mantenían algunos productores, que el cine tuviera que ser una jarana. La Legión no se oponía «a los dramas viriles y ardientes»; tampoco exigía que «los bailarines llevaran pieles de mapache»; el movimiento, tranquilizó Quigley a Hollywood, sólo pedía que se aplicara el Código de 1930. En privado, Quigley presionó a McNicholas para que hiciera callar al padre Dinneen y pidiera a los cardenales Dougherty y O’Connell que pusieran fin a los boicots. Lord «definitivamente se nos ha ido de las manos», le dijo Quigley a McNicholas, y advirtió que si Chicago seguía calificando con una «B» o una «C» películas como Of Human Bondage y Manhattan Melodrama —una sencilla historia de un asesinato que Quigley consideró «una película razonablemente aceptable»—, la causa católica habría perdido[114]. Sería imposible convencer a los católicos, y menos aún al público, de que esas películas eran «inmorales». Quigley también pidió directamente a Lord y a Dinneen que entraran en razón. ¿Por qué, preguntó, condenaron películas como Of Human Bondage? Cuando Quigley vio la película reaccionó igual que Breen. A su parecer, la historia contenía un «legítimo tema dramático» que no intentaba de ningún modo glorificar el pecado; la película no era, recalcó Quigley, indecente, obscena ni inmoral. Tampoco estaba de acuerdo con la evaluación de tres dramas históricos realizada por Chicago: Queen Christina, con Greta Garbo; The Prívate Life of Henry VIH, protagonizada por Charles Laughton, Elsa Lanchester y Merle Oberon, y la producción de Alexander Korda Catherine the Great. Chicago había condenado las tres, afirmando que eran «producciones fastuosas que ejemplifican las vidas de hombres y mujeres de moral laxa […] que […] se permiten actos que jamás se podrían conciliar con los principios de la moral católica»[115]. «¿Acaso eso significa — preguntó Quigley— que [en las películas populares] sólo se pueden presentar personajes cuyos actos puedan concillarse con los principios de la moral católica?». ¿Y qué hay de Dr. Monica y The Life of Vergie Winters? No creía que ninguna de las dos fueran representativas del tipo de película por el que habían iniciado la campaña[116]. Lord defendió la clasificación de Chicago y su respuesta es muy reveladora. Mientras que Quigley veía en esas películas una lección moral, el sacerdote sólo encontraba vulgaridad. Of Human Bondage, escribió Lord, era «una historia patológica», con una narración «morbosa, deprimente y malsana [aunque magnífica]»[117]. Era evidente que Lord no había modificado sus opiniones desde 1931, cuando le dijo a Hays que ciertos temas no eran adecuados para el cine por mucho que Hollywood los abordara con delicadeza. Of Human Bondage entraba dentro de esa categoría; The Life of Vergie Winters y Dr. Monica habían sido condenadas porque trataban de una «madre soltera». Queen Christina fue prohibida porque, en opinión de Lord, «difamaba a una reina católica extraña pero también heroica». Claro que éstas no eran las únicas películas conflictivas: casi todas tenían «al menos una escena, una situación o parte de un diálogo» inaceptables para el público católico[118]. La Legión de Chicago se negó a aceptar la petición de Quigley de entrar en razón. Tras el rechazo de Chicago, Quigley recurrió a Boston, donde el cardenal O’Connell había nombrado a un joven sacerdote, el padre Russell M. Sullivan, S.J., para que dirigiera la campaña local de la Legión. En su afán de purgar el pecado de las salas de Boston, Sullivan exigió que allí no se proyectara ninguna película antes de pasar por la censura del Consejo Local de la Legión; de lo contrario, boicotearían los cines de Boston. Si los católicos adoptaban este modelo, la industria se enfrentaría a los Consejos de Censura de todas las diócesis católicas del país. Quigley y Hays se horrorizaron. Quigley, con el beneplácito de McNicholas y el apoyo moral de Hays, acudió de inmediato a Boston para librar una batalla contra otro fanático[119]. El padre Sullivan era «dominante y dictatorial», «vengativo e insensato», se quejaría más tarde Quigley. Éste y McNicholas le rogaron al cardenal O’Connell que sustituyera a Sullivan para que la industria, «que desea de buena fe poner las cosas en orden», empezara a producir películas moralmente aceptables. Con todo sigilo, se envió al padre Sullivan al Boston College con un puesto de profesor y, como le dijo un sacerdote a Wilfrid Parsons, desde la visita de Quigley «no hemos vuelto a saber nada de él ni de los boicots»[120]. A finales del verano de 1934, la Legión seguía sin una estrategia nacional. Chicago no dejó de confeccionar las listas negras y, mientras que en Boston el movimiento a favor de los boicots se había detenido, en Filadelfia el cardenal Dougherty se negó a modificar su postura. En Los Angeles, el padre Devlin informó al obispo Cantwell de que la polémica por las listas perjudicaba las actividades de la Legión y que el apoyo empezaba a «desvanecerse»[121]. En Cincinnati, McNicholas reconoció que «estaba muy cansado de esa lucha por el cine»[122]. Hays y él intentaron de nuevo llegar a un acuerdo. En agosto, Hays volvió a expresar por carta al arzobispo su convicción de que la autorregulación podía sanear el cine, pero se quejó de que la confusión por las «listas católicas» despertaba una gran inquietud en la industria. Hollywood no podía hacer películas sólo para niños. En su respuesta, McNicholas propuso una concesión importante: reconoció que tenía que haber una clara distinción entre las películas aptas para niños y las aptas para adultos. En la lista de Chicago no se había hecho esa distinción: se aprobaban películas para el «público en general», pero se daba una «B» (ni aprobada ni prohibida) o una «C» (condenada) a las películas cuyo contenido sólo era apto para adultos. Como resultado, un gran número de películas entraban en las categorías «B» y «C». McNicholas también admitió que «si el símbolo [el sello de la PCA] bastara para garantizar» un espectáculo sano, las listas católicas no serían necesarias[123]. McNicholas deseaba desentenderse del cine. Este intercambio de cartas fue muy importante para Hays. Le constaba por escrito en una carta del líder oficial de la Legión que las películas con el sello de la PCA se considerarían aprobadas. Hays era consciente de las dificultades a las que se enfrentaba McNicholas dentro de la Iglesia, pero estaba convencido de que si él y Breen lograban aplicar el Código con rigidez, la Legión apoyaría a la industria cinematográfica en lugar de atacarla. Justo cuando parecía que los problemas de Hays se habían solucionado, el Consejo de Censura de Nueva York le asestó dos fuertes golpes al no autorizar la proyección de It Ain’t No Sin, de Mae West, y Madame du Barry, de la Warner. Breen, Quigley y Hays se derrumbaron, pues sabían que si no podían garantizar el acceso de las películas estampadas con el sello de la PCA al mercado nacional, sobre todo al enorme mercado de Nueva York, tanto Hays como la PCA estaban acabados. La Paramount y la Warner se enfurecieron con Hays. Breen acudió a Nueva York, donde él y Hays se reunieron en privado con los censores del Estado para explicarles detalladamente los cambios que habían impuesto a los estudios y para recalcarles que si los censores de Nueva York rechazaban las películas, se perdería todo lo conseguido con la creación de la PCA. Ambos films, subrayaron, rodados antes de la creación de la PCA, eran los últimos de su especie. Breen informó a los censores de que estaba empeñado en sanear Hollywood, y Hays se comprometió a prestarle todo su apoyo. Nueva York cedió y aprobó las dos películas, pero insistió en que a la de Mae West se le cambiara el título. Nueva York aprobó It Ain’t No Sin en septiembre, y la película se estrenó en Broadway sin interferencias de los sacerdotes locales[124]. Al menos temporalmente, la crisis de la Legión había concluido y Hays había salido ileso. No sólo se había confirmado el concepto de autorregulación, sino que, en el fondo, el movimiento católico lo había fortalecido. Quedaban algunas preguntas básicas: ¿Había logrado la Legión de la Decencia impedir que la gente fuera al cine? ¿El boicot de Filadelfia de veras había perjudicado a la industria? ¿Había hecho Hays bien cuando transigió con los católicos, o la industria tenía que haberse mantenido firme, como sugirieron algunos productores, y haber resistido los intentos de los católicos de imponer sus criterios morales en el espectáculo más popular del país? Mientras colaboraba estrechamente con Martin Quigley durante la crisis de la Legión, Hays decidió averiguar el alcance de los daños producidos por el movimiento católico. Antes de planificar la reacción de la industria, a Hays le convenía saber hasta qué punto la Legión había logrado sus objetivos. Desde finales de julio hasta mediados de septiembre de 1934, cuando el movimiento católico estaba en pleno auge, Hays envió a uno de sus empleados, Lupton «Lup» A. Wilkinson, periodista en Atlanta antes de incorporarse a la MPPDA, en un tour privado por veinte ciudades norteamericanas, con la misión de entrevistar a directores de periódicos, críticos de cine, propietarios de salas y políticos locales —en pocas palabras, a los amos del cotarro de cada comunidad — para analizar el impacto de la Legión. ¿Consideraban estos individuos que el cine era inmoral? ¿Estaban a favor de la censura gubernamental o religiosa? Siguiendo órdenes de Hays, Wilkinson se negó a conceder entrevistas a los periódicos locales, aunque les dio información sobre los esfuerzos de la industria —es decir, de Breen y la PCA— para conseguir que los estudios se atuvieran al Código. Durante el viaje, Wilkinson reunió pruebas reveladoras sobre la actitud de los norteamericanos hacia el cine. Wilkinson visitó Baltimore a principios de agosto, justo cuando Of Human Bondage se estrenaba en el cine Hippodrome. La Legión de Chicago la había condenado y las delegaciones de sacerdotes locales estaban organizando piquetes en la sala. El resultado fue que Of Human Bondage batió todos los records de audiencia de ese cine. La noche del estreno, más de quinientas personas se quedaron sin poder verla. El crítico de cine del Baltimore Sun, Norman Clark, le comentó a Wilkinson que debido a las protestas de los católicos «durante las últimas tres semanas sólo pude entrar en una sala»[125]. Cuando el Sun publicó un editorial en contra de la Legión, grupos de monjas y sacerdotes católicos fueron de casa en casa instando a la gente a que anulara las suscripciones al periódico, pero fracasaron. En Baltimore, informó Wilkinson, «la asistencia al cine nunca ha sido tan buena»[126]. En Chicago, el caldo de cultivo de las actividades de la Legión, Wilkinson descubrió que ésta prácticamente no ejercía «ningún poder sobre el público». Of Human Bondage se proyectó ante grandes multitudes en la sala de la RKO. Tras una primera semana en la que se agotaron todas las localidades, la película siguió gozando de gran éxito otras cuatro semanas. Los periódicos de Chicago tampoco se mostraron a favor de la campaña de la Legión. El poderoso Chicago Tribune aseguró a Wilkinson que confiaba «plenamente en la Oficina Hays», y que el periódico no iba a apoyar a la Legión. Mae Tinae, crítica de cine para Tribune, le dijo a Wilkinson: «Basta con que las depuréis un poco; esto pasará pronto»; el Chicago Daily News reaccionó de un modo similar[127]. «Lup» Wilkinson envió los correspondientes informes a Hays desde Boston, Buffalo, Cleveland, Detroit, Pittsburgh y Newark, todos ellos grandes núcleos urbanos con una numerosa población católica que teóricamente se hallaba bajo el influjo de la Legión. La recaudación de Of Human Bondage fue un poco menor que la del record histórico establecido en la sala de Buffalo, informó Wilkinson. En Detroit «no hay ningún intento de boicot» y todo funcionaba con normalidad. En Cleveland, «está todo tranquilo». Cuando los habitantes de esta ciudad se enteraron de que habían condenado The Life of Vergie Winters, una historia de amor ilícito, la película «batió los records de taquilla». Louis B. Seltzer, director del Cleveland Press, recomendó a Wilkinson que se «olvidara del jaleo de la Iglesia». Hatland Fend, crítico de cine para el rival Cleveland News, definió a la Legión como un «fracaso» en la ciudad. Desde Pittsburgh, Wilkinson informó de que «el negocio va mejor que el verano pasado». Kaspar Monahan, crítico de cine para el Pittsburgh Press, criticó varias películas recientes, pero «puso a Of Human Bondage por las nubes, diciendo que era una gran lección moral». A excepción de unos cuantos miembros de la Iglesia, a la población de Pittsburgh la Legión le preocupaba bien poco[128]. Tras una ronda por las ciudades del norte, Wilkinson se dirigió al sur para analizar la eficacia de la campaña católica por esas tierras. Richmond (Virginia), registró un aumento de la asistencia al cine —algo más del 20% —, pues la gente acudía a las salas en masa para averiguar a qué venía tanto escándalo. Vincent Byers, director del Richmond Times-Dispatch, le dijo a Wilkinson que la Legión era un asunto zanjado: «No recibimos cartas ni nos llega ninguna noticia». En Charleston (Carolina del Sur), Thomas Waring, director del Charleston Evening News, le dijo a Wilkinson que «no hay ninguna revuelta en Charleston en contra del cine». En opinión de Waring, el mayor problema era que la industria insistía en «incluir vulgaridades» en las películas. Sin embargo, también le comentó a Wilkinson que no consideraba vulgar a Mae West; She Done Him Wrong «era un clásico» y, a su parecer, West «recreaba cierto aspecto de la vida […] de un modo soberbio». Wilkinson también entrevistó al propietario de una sala local, que, consciente de la existencia de ciertas susceptibilidades en la comunidad, se había tomado grandes molestias en proyectar «las cosas más conflictivas» en el «lado malo» de la ciudad. Wilkinson vio Born to Be Bad en la sala «conflictiva» y comentó que el cine estaba «abarrotado»[129]. Wilkinson encontró una reacción parecida en todo el sur del país. En Baton Rouge (Louisiana), la señorita Ida Blanche Ogden, directora ejecutiva del Baton Rouge Advocate, afirmó: «Dudo de que la gente de aquí RESPETE mucho el cine, pero desde luego nadie se preocupa por la moralidad». Su editor, Charles Manship, coincidió con ella, y, tras atacar un poco al cine, reconoció ante Wilkinson que «She Done Him Wrong era fantástica». En Memphis (Tennessee), el propietario de una sala local le dijo a Wilkinson que había «ganado más dinero ese verano [1934] de lo que creí posible». La gente acudía en masa a los cines para ver las películas condenadas. En Little Rock (Arkansas), J.W. Hill, del Arkansas Democrat, informó de que el periódico no había «recibido desde hacía años una sola carta que “se cargara” el cine. Yo no estoy a favor del padre fulano o mengano, ni de cualquiera de esos predicadores baptistas o metodistas que nos dicen lo que tenemos que ver»[130]. En Jacksonville (Florida) y en Birmingham (Alabama), Wilkinson descubrió el motivo de semejante resistencia del Sur hacia el movimiento: el anticatolicismo era más poderoso que el temor al cine. W.N. Perry, director general del Jacksonville Evening Journal, le contó a Wilkinson lo que ocurrió cuando la crisis de la Legión llegó a la ciudad. En cuanto salió la noticia sobre la campaña de la Legión católica, dos pastores locales, a quienes «les encantaba la publicidad», decidieron crear una comisión; invitaron a los pastores, a los miembros clave de los clubes de mujeres y de los grupos de ciudadanos, a hombres de negocios, a los amos del cotarro de la sociedad, para asestar un golpe al cine. En la reunión organizadora, uno de los hombres de negocios se dirigió al grupo. Se trataba, según dijo Perry riéndose entre dientes, de un miembro del Ku Klux Klan, y «echó espuma por la boca» cuando dijo que el «Papa de Roma» estaba poniendo en práctica un nuevo plan para apoderarse de Estados Unidos. El Papa, según el orador, llevaba años intentando adueñarse de la prensa norteamericana sin conseguirlo; ¡y la Legión de la Decencia era una trama urdida por el Papa para apoderarse del cine! Los pastores locales, añadió, «habían sido engañados y por eso les seguían el juego a los católicos». Tras el discurso, la gente se marchó apresuradamente, y así fue como la campaña en contra del cine murió antes de nacer[131]. En Birmingham, Pete Marzoni, crítico de cine del Birmingham News, contó una historia parecida. Le dijo a Wilkinson que cuando el clamor de la Legión llegó a Birmingham, el censor local había convocado una reunión con todos los «caballos de batalla a favor de la reforma», a la que también acudió Marzoni. Las señoras del club dominaron la discusión, y pese a que todas coincidieron en que el cine era perjudicial, «surgió el entrañable espíritu del Ku Klux Klan: a las señoras les entró miedo de estar siguiéndoles un juego oculto a los católicos». La Legión de Birmingham no tuvo mucho éxito. James Mills, director del Birmingham Post, le dijo a Wilkinson que «aquí los reformadores han fracasado»[132]. ¿Fue un fracaso la Legión? Aunque la Iglesia alardeaba de los millones de soldados reclutados por el ejército de la Legión, ¿acaso esos reclutas estaban realmente dispuestos a apartarse del cine? La realidad demuestra que la Legión, al menos en 1934, sólo fue un gran farol. Quigley tenía razón al temer que la Iglesia no lograra sostener un boicot eficaz[133]. En Portland (Oregon), una ciudad que Wilkinson no había visitado, un periodista del Portland Oregonian, Fred Palsey, advirtió que la «Legión de la Decencia inspirada por la Iglesia ha llenado las salas de cine que hasta ahora habían tenido una asistencia reducida debido al bajón veraniego»[134]. Palsey realizó un estudio en cien ciudades de todo el país para averiguar si la reacción en Portland había sido una excepción, y descubrió que sólo cuatro ciudades apoyaban a la Legión: Filadelfia, San Francisco, Cincinnati y Saint Louis. El viaje de Wilkinson confirmó el descubrimiento de Palsey. Wilkinson halló pruebas de que la campaña católica sólo perjudicaba las taquillas de Filadelfia. En las demás ciudades se produjo una reacción muy natural: la gente que en otras circunstancias no habría ido al cine se precipitó a las salas para ver las películas condenadas, y el público habitual siguió acudiendo igual que antes. Por consiguiente, en 1934 no se produjo ningún desastre en las taquillas: los ingresos superaron los de 1933. La Legión, en lugar de apartar a la gente del cine, de hecho había estimulado la asistencia, tal como habían temido muchos obispos. Pese a que al principio la opinión pública se mostró a favor de la Legión y en contra del cine, no tardó en distanciarse de la censura religiosa. Richard Watts, en un artículo en el New York Herald Tribune, arremetió contra la Legión: Mientras el mundo occidental da más de una señal de estar desmoronándose, y cuando todo, desde el terrorismo alemán hasta las huelgas y los rumores de que se avecina una guerra, ennegrece el horizonte, lo más lógico sería pensar que la Legión de la Decencia podría encontrar algo más serio por lo que luchar que la terrible influencia de Mae West en la mente de un niño de diez años[135]. Fue incluso más sorprendente la reacción contra el nuevo sello de pureza de Breen. McConelly denunció la etiqueta de Breen como «estúpida» y afirmó que suponía «esterilización», no pureza[136]. En Boston, un semillero de la acción católica, las audiencias recibieron el nuevo sello de la PCA con «silbidos y abucheos»[137]. No fue una respuesta aislada. Un informe interno para Hays apuntaba con cierta consternación que había advertido por todo el país «tantas broncas» contra el sello de pureza como alabanzas para los nuevos films[138]. Informes de abucheos contra el sello PCA llegaron de Chicago, Detroit, Nueva York y Cleveland. Por mucho que creyeran que las películas eran vulgares, los directores de los periódicos recelaban de apoyar a la Legión, ya que sabían reconocer la censura cuando la veían. De un modo casi unánime, le insistieron a Hays para que encontrara una manera de evitar que los niños vieran películas con un contenido adulto; Of Human Bondage era el ejemplo más citado de una película seria no apropiada para los niños. Pocos estaban a favor de solucionar el problema mediante la censura gubernamental o religiosa. Pese a la avalancha de artículos escritos en la prensa religiosa y a las constantes procesiones de grupos de mujeres y de organizaciones municipales que acudían a la capital del país para exigir la censura cinematográfica, hay pocas pruebas de que el público considerara que el producto que los entretenía fuera obsceno, indecente o inmoral. Aunque algunos pensaban que el cine promocionaba el «mal gusto» y es cierto que a menudo era vulgar, pocos opinaban que la respuesta se hallaba en la censura. Lo que debió de tranquilizar a Hays en los informes de Wilkinson era que, en todas las ciudades, los directores de los periódicos coincidían en que un ligero refuerzo de los criterios de la Oficina Hays solucionaría el problema. En septiembre de 1934, la Oficina Hays había contado más de doscientos editoriales contrarios a la Legión de la Decencia[139]. Resulta interesante que Hays no utilizara la información para atacar a la Legión; no promovió una campaña en contra de la Legión en la prensa ni utilizó los informes de Wilkinson ante el público. No le interesaba menospreciar ni destruir la Legión, pues hacerlo habría echado por tierra lo conseguido con los estudios que se sometieron a su control. Hays conocía la división interna de los católicos sobre la estrategia que convenía seguir; también sabía que sus amenazas de boicot eran meras bravatas y que los católicos se habían negado a hacer causa común con los protestantes; en consecuencia, colaboró con Quigley durante la crisis para controlar los daños causados a la industria. De hecho, Hays estaba tan satisfecho con Quigley por su contribución a favor de la industria que le pagó todos los gastos relacionados con las actividades de la Legión, y Quigley aceptó el dinero[140]. Si bien los dos hombres se caían mal y desconfiaban el uno del otro, su sustento dependía de la cooperación mutua. Hays permaneció en silencio porque su acuerdo con la Iglesia católica finalmente lo había convertido en el «zar del cine». Reconocer que los católicos eran menos poderosos de lo que aparentaban habría debilitado sus esfuerzos por contener a los productores de Hollywood. Hays y su censor, Joe Breen, recurrirían continuamente a la amenaza de boicot por parte de la Legión que pesaba sobre las cabezas de los estudios. Tras sus experiencias en los años 1930-1934, Hays estaba convencido de que la única manera de evitar más ataques y de debilitar los argumentos a favor de una legislación federal era impedir que los estudios hicieran películas polémicas; coincidía con Quigley en que controlar la primera fase de la producción era la clave para contener a la industria. Para Hays, la Legión de la Decencia fue un regalo caído del cielo. Robert Cochrane, vicepresidente ejecutivo de la Universal, también lo advirtió: «Bienvenido sea el ataque de las iglesias al cine […] porque ha servido para fortalecer la posición de Hays y para convertirlo en un zar de facto, y no sólo en los titulares de los periódicos»[141]. Para Hays la clave era conservar el control. Durante el resto de la década, colaboró estrechamente con Joe Breen para llevar a la pantalla una nueva moralidad, tanto sexual como política. Se tardaría otro año para que la Iglesia católica llegara a un acuerdo en lo relativo a las listas negras, para que creara formalmente una oficina de la Legión Nacional de la Decencia en Nueva York y publicara listas de las películas aprobadas. Para entonces, la polémica sobre la inmoralidad en el cine había terminado salvo para algunos «fanáticos», como los llamaba Joe Breen. Hays y Breen, en su papel de guardianes del sello de la PCA, trabajaron juntos para esterilizar (utilizando la palabra de Marc Connelly) las ideas en el cine. Su objetivo no era impedir que se produjeran películas, lo que habría sido suicida, sino evitar que se convirtieran en vehículos de polémicos temas sociales o políticos. A partir de julio de 1934, Hollywood adoptó un punto de vista claramente conservador a la hora de abordar las cuestiones morales: el divorcio era un pecado, se castigaba el adulterio, se presentaba el «estilo de vida moderno» como algo negativo y se premiaba la virtud. En el plano político, el cine posterior a 1934 se mostró reacio a desafiar el statu quo y, aunque se plantearan problemas sociales, no solían darse soluciones polémicas. La sincronización entre la Legión de la Decencia y la PCA fue perfecta. Entre 1932 y 1933, cuando la economía nacional se hallaba en plena Depresión, las pérdidas de la industria habían ascendido a 60 millones de dólares. En 1934 la economía se había restablecido ligeramente, y los ingresos en Hollywood reflejaron el cambio, registrando un modesto beneficio de nueve millones. El año 1935 fue todavía mejor, con un margen de beneficios de 30 millones para toda la industria. Cuando la economía se recuperó del bajón sufrido en 1932-33, la asistencia semanal, el barómetro escogido por Hollywood, ascendió a 30 millones de espectadores en 1934 y se niveló con cerca de 80 millones por semana durante el resto de la década. Aunque era obvio que la recuperación de la recaudación se debió a la mejora de la economía, Hays y Breen no dejaron de señalar que ese aumento era una prueba de que el público deseaba un cine más limpio. Para 1936, pocos directivos de Hollywood, jefes de estudios y productores estaban dispuestos a discutirlo. Sin embargo, los dos primeros años de la PCA estuvieron plagados de retos para Breen y Hays, pues los productores hicieron todo lo posible por hacer películas que desafiaran las restricciones del Código. 7. Sexo con un toque de compensación moral Sólo hay que imaginar el cuidado que hay que poner para que la adaptación cinematográfica de la novela de Tolstoi respete las normas del Código. Raymond Moley Las oficinas centrales de la PCA se hallaban en Los Angeles, en un edificio de cuatro plantas situado en la esquina entre Hollywood Boulevard y Western Avenue. En comparación con los señoriales despachos de sus adversarios, eran, en cierto modo, espartanas. Suelos desnudos y escritorios de acero marcaban el tono de esas oficinas. Los censores compartían el edificio con una droguería que ocupaba en el primer piso, y con Central Casting, en el segundo. Como uno de los miembros del personal recordaría años más tarde: «No era raro tener que abrirse paso en el vestíbulo a través de un nutrido grupo de enanos, criadas viejas, vaqueros de piernas arqueadas, boxeadores venidos a menos, rusos de más de dos metros de altura y espesas barbas, dandys con quevedos y aspecto de profesionales […], lisiados […], fanáticos y santos», todos buscando trabajo[1]. La escena, es de suponer, era una manera de recordarles a diario que los censores estaban realmente salvando al país de la depravación de la «Sodoma del siglo XX»[2]. Breen amplió la plantilla de la PCA para poder revisar el ingente número de guiones y películas que le remitían los estudios. A Breen y al Dr. Wingate se unieron, entre otros, Karl Lischka, un lingüista que había impartido clases en la Universidad de Georgetown; Iselin Auster, guionista y periodista; Arthur Houghton, empresario teatral de Nueva York, y Douglas Mackinnon, que había trabajado anteriormente en diversas productoras. Geoffrey Shurlock, que sucedería a Breen en el cargo de director en 1955, ingresó en la organización de censores en 1932. Pese a la ampliación de personal y de las competencias de Breen, la batalla por el control de los estudios no había hecho más que comenzar. Hays, Quigley y Breen, con la participación de la junta de directivos de la MPPDA, habían luchado por la «pureza» de las películas, pero al parecer sin consultar a nadie en los estudios de Hollywood. Lo que Breen pedía —y Hays aceptó— era un ataque al mismísimo corazón de la estructura de poder de los estudios, a saber: autoridad para decidir sobre el guión y la copia finales. En el sistema de estudios, esa competencia incumbía a las oficinas ejecutivas, era un poder celosamente guardado que a menudo determinaba quién mandaba de verdad en un estudio. En el aspecto creativo, los directores, los guionistas y los actores y actrices aportaban su granito de arena al proceso, pero raramente tenían en sus manos la decisión final. Al fin y al cabo, las películas eran el producto de una empresa, no la obra artística de un individuo. Era una prerrogativa de los directivos determinar si un guión satisfacía o no las necesidades de la productora. Breen consiguió entrar en un santuario privilegiado: el dominio privado de los magnates. No fue una casualidad que se carteara directamente con los jefes de los estudios y los productores ejecutivos, y sólo en raras ocasiones con directores o guionistas. Cada carta de la PCA a los estudios, independientemente de quién fuera el empleado que la redactara, se sometía a la firma de Breen, una práctica que contribuyó a consolidar su autoridad en la sede del Código. Película tras película, la primera lectura de un guión por parte de la PCA siempre concluía con un rechazo absoluto, pero la estrategia de Breen era doble: primero, llamar la atención de los estudios; segundo, desde una posición de fuerza, iniciar las negociaciones para que el film resultara aceptable. El rechazo inicial de un guión impedía que el estudio comenzara el rodaje, y establecía sin lugar a dudas que eran Breen y la PCA —no el estudio— quienes determinaban cuándo un guión era satisfactorio. Sin embargo, Breen hacía algo más que rechazar un guión: llegaba incluso a sugerir detalladamente el modo de reescribir determinada escena o un guión entero para que se conformara a las normas del Código. Si los estudios cooperaban, Breen entonces se mostraba dispuesto a hacer frente a los embates de la Legión o de los Consejos de Censura gubernamentales, tendentes a imponer nuevas restricciones. Con el tiempo, Breen se convirtió en un aliado de las productoras. Los estudios no tardaron en comprender que la cooperación con Breen era sinónimo de menos controversias, mercados más amplios y menos dinero gastado en la reescritura de guiones y apaños en el montaje después de la filmación. Gracias a su personalidad y a su oficio, el nuevo censor se convirtió en par de Louis B. Mayer (MGM), Harry Cohn (Columbia), R. Keith Kahane (RKO), Jack Warner (Warner) y los demás jefes de estudios. Hay que recordar que éstos no eran hombres fácilmente maleables y que se enfrentaron a Breen hasta que éste demostró que su acción beneficiaba el proceso de producción y mejoraba las ganancias de las productoras. En 1937, hacer una película «lo más Breen posible» era un buen negocio. Si bien Breen creía que su trabajo aportaría una moralidad más estricta a las películas, durante su primer año en el cargo la Legión Católica continuó calificando a las películas de «inmorales». ¡Breen era demasiado permisivo! Su primera lección en calidad de censor fue cómo combinar la moralidad del Código con las exigencias de la industria sin que los aficionados al cine abandonaran las salas. Aunque Mae West era un blanco evidente para los censores, pocos habrían sospechado que una comedia ligera de la MGM protagonizada por Jeanette MacDonald y Maurice Chevalier desencadenaría una grave crisis interna en la industria cinematográfica. Dirigida por Ernst Lubitsch, maestro en retratar el sexo como un juego frívolo de los ricos ociosos, The Merry Widow se basó en la picante opereta homónima de Franz Lehár, estrenada en 1905 y ambientada en el imaginario reino de Marshovia, donde Sonia, una riquísima viuda, es propietaria del 52 por ciento de la riqueza. Incapaz de encontrar un marido, Sonia deja Marshovia y marcha a París. Su partida inflige un serio golpe económico al pequeño reino, y el rey ordena al capitán Danilo, el mejor amante de Marshovia, que seduzca a la viuda y la traiga de vuelta. Lubitsch utilizó esta sencilla trama para desplegar ingenio satírico, un vestuario espectacular, bailes, canciones y una elevada dosis de comedia de alcoba[3]. Cuando llegó a la PCA, el guión despertó pocos recelos. Breen aconsejó al estudio que eliminara todos los primeros planos de un cancán parisiense y que suavizara algunas escenas que él consideraba algo atrevidas. La PCA vio el film en septiembre de 1934 y le estampó su sello aprobatorio[4]. También fue aprobado por todos los Consejos de Censura estatales, incluido el de Nueva York, y en octubre la MGM la estrenó en función de gala en el Astor Theater, de Nueva York. Bajo la luces de Broadway, la policía montada se ocupó esa noche de controlar a la multitud reunida frente al cine para ver fugazmente a algunas de sus estrellas favoritas de Hollywood. Al estreno asistieron dos hombres de la industria que esa noche de otoño suscitaron muy poco interés entre los miles de fans. Cuando Will Hays y Martin Quigley se arrellanaron en sus butacas, no estaban en absoluto preparados para la versión de The Merry Widow producida por la MGM y estampada con el sello de pureza moral de Breen. En la versión cinematográfica, el reino de Marshovia está preocupado por el sexo. El rey (George Barbier) es un tonto incompetente y la reina (Una Merkel) ocupa su tiempo libre invitando a una serie de jóvenes amantes a su dormitorio. Cuando el rey descubre casualmente al capitán Danilo (Maurice Chevalier) en el tocador de la reina, le ordena marchar a París con la misión de seducir a la viuda Sonia (Jeanette MacDonald) y traerla de vuelta a su patria; de lo contrario, lo condenará por traición. En París, decidido a echarse una última cana al aire antes de comenzar su misión diplomática, Danilo se da una vuelta por Maxim’s, donde es bien conocido por muchas de las «damas» que animan a los clientes a beber champagne y gastar dinero. En Maxim’s, la cena se sirve siempre en un reservado, donde las señoritas de la casa pueden entretener a los clientes. Lo que Danilo no sabe es que Sonia también está en Maxim’s, fingiendo ser una de las «damas» de esa noche. Como es de prever, ambos se encuentran, pelean y enseguida se enamoran. No obstante, Sonia no tarda en descubrir que a Danilo le han «ordenado» seducirla, y en consecuencia se niega a recibirlo. Al fracasar su misión, Danilo es llevado de vuelta a Marshovia para ser sometido a juicio. Durante el proceso, todas las mujeres hermosas del reino se derriten por Danilo, desesperadas ante la idea de perder a su amante colectivo. Incluso Sonia regresa para testificar en su favor. Cumplió con su deber, le dice Sonia al tribunal: mintió, fingió, engañó. Cuando Danilo declara su sincero amor por Sonia, le dice al tribunal que deberían colgarlo en caso de que seduzca a alguna mujer (momento en que los hombres presentes en el juicio estallan en una prolongada ovación), pero que está dispuesto a casarse con una (las mujeres suspiran). En el grandioso final, los dos amantes pasan una noche en la cárcel. Como parte de una conspiración real, el rey manda que una orquesta de gitanos toque música romántica delante de la celda, a la que hace llegar durante toda la noche botellas y botellas de champagne. La combinación surte efecto y, antes de que los dos enamorados lleguen demasiado lejos, un sacerdote entra en la celda y los casa en un santiamén. Marshovia está salvada. Es posible que el pequeño reino de fantasía se haya salvado, pero el amargado Quigley se enfureció y el presbiteriano Will Hays quedó escandalizado por semejante burla a los valores tradicionales. ¿Cómo es posible —se preguntaban— que Breen haya aprobado esta película? Quigley acorraló a Hays en el vestíbulo del cine: había que hacer algo antes de que The Merry Widow se estrenara en todo el país. Hays estuvo de acuerdo[5]. Si esta película se sigue proyectando sin pasar nuevamente por la censura, «se va a armar la gorda», le dijo Quigley a Breen, y escribió: Si se le ha permitido a la MGM producir una película como ésta «cuando tenemos lanzada una campaña», cómo iba él a «dar por sentado, ante McNicholas y los demás, que las cosas marchaban en la dirección correcta». Quigley consideró el film «una traición de la industria» y acusó en concreto a Irving Thalberg, de la MGM, «de haber introducido deliberadamente un montón de porquería» en una opereta encantadora. Si no se hacían cambios, retiraría de inmediato su apoyo al movimiento de reforma[6]. Hays compartía la preocupación de Quigley, y se puso en contacto con los directivos de la MGM en Nueva York para manifestarles su preocupación por «algunas escenas ambiguas». Hays llamó a las oficinas de la PCA, que le confirmaron que, efectivamente, la película había sido aprobada; más tarde convocó a Breen a Nueva York. El largo viaje en tren de Los Ángeles a Nueva York debe de haber sido difícil para Breen. Con escenas de The Merry Widow dándole vueltas en la cabeza y la posibilidad de perder un trabajo de 30.000 dólares anuales, cuando llegó a Nueva York reconoció ante Hays que la película, en el estado en que se encontraba, «no era una opereta ligera, alegre y frívola», sino una «típica farsa francesa, decididamente subida de tono y, en algunos momentos, ofensivamente provocadora». Después de leerle con firmeza la cartilla a Breen, Hays llevó a su censor a las oficinas de la MGM en Nueva York, donde asistieron a una nueva proyección del film junto al padre Wilfred Parsons, editor de America, y Pat Scanlan, editor del católico Brooklyn Tablet —ambos representantes de la Legión de la Decencia—, y algunos altos cargos de la MGM. Hays se marchó y los demás se quedaron trabajando hasta las dos de la madrugada, antes de llegar a un acuerdo en relación con los cortes que harían que The Merry Widow se mereciera el sello de «pureza»[7]. El problema central era la obsesión de Danilo por el sexo. El pequeño grupo de censores decidió que Danilo no era un «tipo despreocupado y juerguista», sino un «inmoral». Cambiar su temperamento «lo convertirá en un personaje aún más atractivo para el público masivo», que, en opinión de los censores, era «menos exigente» que el público de Broadway, el único que en ese momento podía ver la película. A fin de efectuar dicho cambio se propusieron trece nuevos cortes, centrados en borrar la imagen de «Casanova» de Danilo, eliminar todos los elementos que pudieran sugerir que Maxim’s era una «casa de putas» y cortar —o recortar— una escena en que Sonia aparecía «parcialmente desnuda»[8]. El problema era entonces cómo realizar los cortes, pues la película ya se había distribuido por todo el país y estaba lista para ser estrenada en las principales ciudades. Hays llamó a Irving Thalberg; si bien esa conversación no ha quedado registrada, Hays comentó que había sido «larga». Dada la presión de la gente de Nueva York, Thalberg consintió en que se realizaran las modificaciones. La MGM telegrafió a sus oficinas distribuidoras con instrucciones de efectuar todos los cortes necesarios antes del estreno. Hays, Breen y el padre Parsons asistieron a una nueva proyección privada en Nueva York para asegurarse de que los cortes se habían realizado. El 1 de noviembre, Hays declaró que The Merry Widow era apta para el público norteamericano[9]. La experiencia fue una lección para Breen, que se jactaba de reconocer la «inmoralidad» apenas la veía; sin embargo, en The Merry Widow no había visto más que una inofensiva comedia de alcoba, aunque algunas de sus escenas pecaran de mal gusto. No obstante, su jefe, Hays, su mentor, Quigley, y los partidarios de ambos, Parsons y Scanlan, vieron en el film la más desenfrenada promiscuidad. Fue un Breen escarmentado el que regresó a Los Angeles, donde comenzó a trabajar en tres películas: Anna Karenina, con Greta Garbo para la MGM, y las producciones de Samuel Goldwyn We Live Again y Barbary Coast, destinadas a desempeñar un importante papel en la redefinición de lo que estaba o no estaba permitido por la PCA de Breen, que ejercía la censura y estampaba el sello de «pureza» en todas y cada una de las películas de entonces; por su parte, la Legión de la Decencia de Chicago condenaba por «indecentes» e «inmorales» cada una de esas películas. La rama de Chicago de la Legión ejercía su influencia bastante más allá de los límites de la diócesis del cardenal Mundelein. Tras un aluvión inicial de calificaciones otorgadas por las diócesis más grandes, la mayoría de los distritos eclesiásticos terminó aceptando la lista de Chicago. En otoño de 1934, los obispos, congregados en su reunión anual en Washington, D.C., adoptaron las clasificaciones de Chicago como la lista «oficial» de la Iglesia. Desde noviembre de 1934 a febrero de 1936, la Legión de Chicago funcionó como la junta de revisión de todos los católicos de Estados Unidos. Las clasificaciones que otorgaba a las películas se publicaban en los periódicos católicos, los boletines eclesiásticos y de las organizaciones de católicos seglares, y muchos sacerdotes las leían en voz alta a sus feligreses en misa. Sin embargo, muy pronto fue evidente que en el seno de la Iglesia muchos pensaban que los de Chicago eran demasiado estrictos. Se produjeron disputas abiertas entre distintas secciones de la Legión cuando Chicago condenó, por ejemplo, las versiones cinematográficas de las novelas Nana, de Zola; Laughing Boy, de Oliver La Farge; The Informer, de Liam O’Flaherty; y Voskresenie (Resurrección) y Anna Karenina, de Tolstoi; producciones que no eran dramones sexuales baratos y excitantes que podían ofender a los padres y a los guardianes de la moralidad pública, sino películas serias para adultos. Martin Quigley protestó airadamente, acusando a la lista de Chicago de «poco fiable, inadecuada e incompetente»[10]. Temiendo que, si se condenaban películas serias, tanto el público como Hollywood se distanciarían de todos los esfuerzos hacia una reforma, Quigley se quejó al cardenal Hayes, de Nueva York[11]. El cardenal había participado a desgana en el movimiento de la Legión porque Nueva York era la capital nacional del espectáculo. Miles de católicos se ganaban la vida en la industria del entretenimiento, y los turistas invadían la ciudad para ver el último éxito teatral o para visitar alguno de los teatros de más solera. Quigley convenció al cardenal de que Chicago, con sus exageraciones, muy bien podía echar por tierra todos los esfuerzos católicos para sacar adelante la reforma, y que también podía arruinar a la industria. Asimismo lo convenció de que era necesaria su participación más activa; Hayes, a su vez, instó al arzobispo McNicholas a que comenzara «tranquila y discretamente» a presionar para que la archidiócesis de Nueva York asumiera las tareas de la Legión. En un año, todo el revuelo en torno a la prohibición de películas serias culminó con la creación de la Legión Nacional de la Decencia, con oficinas en Nueva York bajo la vigilante dirección del cardenal Hayes y de Martin Quigley. En julio de 1934 ya era obvio que iba a ser cada vez más difícil llevar a la pantalla cualquier material literario que contuviera temas como el adulterio, la pasión, el deseo o la codicia. Samuel Goldwyn tomó conciencia de ello mientras producía basada en la novela de Émile Zola, que narra la historia de una joven que alcanza la celebridad en el teatro del París finisecular. La heroína toma París por asalto cuando se presenta como «la Venus desnuda» en una revista teatral. Célebre pese a no saber «ni bailar ni cantar», Nana se abre camino en la sociedad parisiense y deja a su paso una plétora de hombres arruinados: un argumento a medida para muchas actrices de Hollywood. Pero Goldwyn envió a sus agentes a Alemania, donde ficharon para el papel protagonista a una desconocida actriz ucraniana, Anna Sten, a quien el productor promocionó como «la futura Garbo». Goldwyn había visto a Sten en una película alemana, Der Mörder Dimitri Karamosoff, y había quedado fascinado por su belleza. Decidido a contar con una actriz hermosa y misteriosa que pudiera competir con Garbo y Dietrich, Goldwyn ofreció a Sten un contrato de dos años pese a que la actriz no hablaba ni una palabra de inglés. Cuando Sten descendió del transatlántico en Nueva York, un aluvión de periodistas se abalanzó sobre la «Cenicienta soviética». Fue entonces cuando Sten dijo su primera frase en inglés, preparada para ella por el equipo de publicidad de Goldwyn: «Darling sweetheart, I lof you»[12]. Antes de que los reporteros pudieran hacerle una sola pregunta, lo que habría puesto en evidencia su desconocimiento del inglés, los agentes de Goldwyn se la llevaron a Hollywood. A la manera típica de la Meca del cine, Goldwyn lanzó una lluvia de publicidad en torno a su nueva estrella, contrató a diseñadores de moda para mejorar el aspecto de Sten, le hizo tomar clases de canto y de baile, y recurrió a una dietista para que vigilara la regordeta silueta de la actriz. Asimismo, Goldwyn contrató a un inmigrante alemán como profesor de inglés de Anna. Después de un año de ajustes y una inversión nada desdeñable, Goldwyn estuvo listo para lanzar la carrera de Sten, la futura Garbo, en el pape) principal de Nana, de Émile Zola. Aunque eran muchos los que consideraban la novela de Zola un clásico de la literatura universal, Nana (1880) figuraba en el índice de títulos prohibidos por la Iglesia católica, y en 1932 la Oficina Hays la había calificado de poco más que «manual de prostitución y lascivia»[13]. Desde el punto de vista de la Comisión, «no había nada en la historia que pudiera servir para apartar a una joven del camino sensual y lujurioso de Nana»[14]. Wingate le advirtió a Hays que «haría falta bastante limpieza» antes de poder rodar Nana. El censor colaboró estrechamente con Goldwyn, tratando de que la heroína apareciera como una joven sincera que había dado un mal paso. Tras numerosas reescrituras, Wingate terminó aceptando el guión, pero éste «se hallaba tan lejos del argumento original» que Otis Ferguson, del New Republic, dijo que la película parecía «un bote de crema vacío»[15]. Es posible que cambiar la naturaleza del relato de Zola lo haya hecho aceptable al nuevo Código de Hollywood en materia de moralidad, pero no le sentó bien a sus herederos intelectuales, quienes se indignaron tanto que acusaron a Goldwyn de desfigurar la novela «hasta el punto de dejarla irreconocible»[16]. El film se estrenó con mucha alharaca en Nueva York, en febrero de 1934. «Tek yur monee and ghet hout»[17], le decía Sten a su amante[18]. El alemán contratado por Goldwyn para que le enseñara inglés le había transmitido a Sten un acento que la hacía difícilmente comprensible. Quizá la única persona del público que entendía perfectamente a la actriz ucraniana era Samuel Goldwyn, cuyo inglés era igual de incomprensible. Cuando, al final de la película, Nana se suicida para expiar sus pecados —y para dejar tranquila a la Oficina Hays—, todo el mundo ya se había dado cuenta de que la película era un error de un millón de dólares. Los críticos pronto comenzaron a llamar a Sten «Goldwyn’s Folly»[19], y Cole Porter inmortalizó el inglés de Sten y Goldwyn en la letra de la canción «Anything Goes» (1934): If Sam Goldwyn can with great conviction Instruct Anna Sten in diction, Then Anna shows Anything goes. Si Sam Goldwyn está tan convencido de poder enseñarle dicción a Anna Sten, entonces Anna nos demuestra que todo vale. 10. Nana, con Anna Sten y Mae Clarke. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Nana fue un fracaso de taquilla por mérito propio. A pocos les importó que la Legión de la Decencia la declarara indecente, y muchos menos fueron los que un año más tarde se enteraron de que Breen la había retirado de circulación porque violaba el Código. Para Breen, Zola era apenas «un francés obsceno que se había hecho rico escribiendo novelas pornográficas»[20]. Goldwyn no se desanimó. Decidido a convertir a Sten en una estrella, recurrió a un tema de su Rusia natal para la próxima película de Anna. Sin embargo, la adaptación de Voskresenie, de Tolstoi (We Live again), resultaría tan compleja como lo fuera la novela del «pornógrafo francés». La novela de Tolstoi —una historia de amor entre un príncipe y una campesina— conocía ya cinco versiones cinematográficas norteamericanas previas[21], y aunque ninguna provocó escándalo alguno, lo más probable era que la nueva versión enfureciera a los católicos de la Legión. Goldwyn hizo caso omiso de la campaña de moralidad. «Resurrection no existirá hasta que yo la produzca», dijo a la prensa[22]. Ambientada en los años ochenta del siglo XIX, la novela de Tolstoi era una punzante acusación contra el rígido sistema de castas que, en opinión del autor, estaba estrangulando a la Rusia zarista. Tolstoi estructuró su crítica social en torno al trágico romance de un atractivo príncipe ruso, Dmitri Nehljudov, y una hermosa campesina, Katjusa Maslova. Fascinado por la belleza de Katjusa, el príncipe Dmitri —que se tiene por defensor de la igualdad— la seduce, pero pronto la abandona y regresa a su mundo. Abandonada por su príncipe, la pobre muchacha descubre que está embarazada. La tragedia persigue a Katjusa cuando su hijo muere y, para sobrevivir, se ve forzada a prostituirse. Mientras Katjusa se hunde en la miseria, el príncipe continúa llevando la vida privilegiada de los de su clase. Poco después se compromete con una hermosa joven aristocrática y su futuro parece a salvo. El idílico mundo de Dmitri se derrumba cuando se lo convoca para formar parte del jurado en el juicio de una joven prostituta acusada de asesinar a uno de sus clientes. El príncipe reconoce de inmediato a la acusada — Katjusa— y, a medida que se desarrolla el juicio, reconoce también que es inocente y el papel que él mismo ha desempeñado en la caída de Katjusa. No obstante, Dmitri no tiene la influencia necesaria para salvarla, y Katjusa es condenada al exilio en Siberia. Destrozado por la injusticia rusa, y a modo de castigo de sus pecados, Dmitri regala su propiedad a sus sirvientes, renuncia a su prometida y sigue a Katjusa al exilio. Para este film, Goldwyn reunió a un elenco estelar. Rouben Mamoulian, que había dirigido a Garbo en Queen Christina y a Dietrich en The Song of Songs, fue el encargado de revalorizar en la pantalla los rasgos campechanos y ocultos de la personalidad de Sten. Para la adaptación de la novela contrató a todo un equipo de escritores: Willard Mack escribió un borrador que no convenció a Mamoulian. Goldwyn contrató después al dramaturgo Maxwell Anderson para que arreglara la versión de Mack, pero también el nuevo guión le pareció acartonado. A continuación llamó a Preston Sturges, que fue rápidamente descartado pese a introducir en el guión un «diálogo vivaz muy propio del siglo XIX»[23]. Antes de que Goldwyn quedara satisfecho con el guión final, Leonard Praskins, Paul Green y Thornton Wilder habían escrito algunas escenas y partes del diálogo[24]. La presencia combinada en el equipo del director de fotografía Gregg Toland, del director artístico Richard Day, y del diseñador de vestuario Omar Kiam, contribuyó a realzar «el toque Goldwyn». Conseguir que la novela de Tolstoi —un drama cuyos elementos principales eran el sexo ilícito, un nacimiento ilegítimo, la prostitución y la corrupción — recibiera la aprobación de Breen y fuera aceptada por la Legión católica y los Consejos de Censura estatales fue una ardua tarea. Una primera evaluación de la PCA sugirió que había que eliminar del guión toda referencia al nacimiento ilegítimo del hijo de Katjusa y Dmitri, pues implicaba una abierta violación del Código[25]. Breen rechazó esa evaluación por demasiado restrictiva; ese tipo de valoraciones, argumentó, «nos haría condenar algunas de las mejores obras de todos los tiempos». En cambio, optó por que la denuncia del mal formara parte integrante del guión, y se mostró dispuesto a aceptarlo «si el pecado se presenta claramente como tal […], si se muestra que ha sido un error y si se pone cuidado en mostrar que el pecado» no se presenta como algo justo o correcto. Breen consideró que Goldwyn ya había incorporado suficientes elementos condenatorios y le dio su aprobación. Aun cuando la película tenía una clara carga sexual, Breen consideró que el acento recaía en el «arrepentimiento y la retribución» espiritual. «Creemos —le dijo a Hays—, que esta película podría […] servir de modelo sobre cómo tratar correctamente en el cine el tema de las relaciones sexuales ilícitas»[26]. Los críticos coincidieron con Breen, y se deshicieron en elogios para We Live Again por sus valores fílmicos y por la exacta transposición al cine del mensaje del novelista ruso. El New York Times dijo que la película era «la más fiel» de las tres versiones cinematográficas, y halló a Sten, cuyo inglés había mejorado espectacularmente, «extraordinaria»[27]. Incluso Harrison’s Reports, siempre dispuesto a criticar películas supuestamente inmorales, dijo a sus lectores que era «magnífica»[28]. El Literary Digest encontró el film místico y «visualmente asombroso»[29]. Sin embargo, allí donde Breen y los críticos veían un ejemplo de redención espiritual, la Legión de Chicago encontró la inmoralidad más descarada, por lo que condenó la película, al igual que los Consejos de Censura estatales. Goldwyn se quejó a Breen de que había tenido «bastantes dificultades» para obtener la aceptación de los censores públicos, ya que todos ellos habían hecho sus recortes[30]. El modelo de Breen estaba viciado. La historia de la producción de We Live Again fue un ensayo general para la producción, en 1935, de otra novela de Tolstoi: Anna Karenina, por David O. Selznick, tercera versión cinematográfica norteamericana de la gran novela rusa. A la primera adaptación realizada en 1915 por William Fox le siguió la producción de la MGM, con Garbo en el papel de Anna y John Gilbert encarnando a su apuesto amante, el conde Vronski. Esta versión de 1927 (Love) hacía claro hincapié en el amor: Garbo y Gilbert hervían en la pantalla, y hasta hubo un bromista que señaló que la actuación de Gilbert se distinguía por «una exhibición de miraditas apasionadas que ya no volverían a verse en ninguna de sus películas»[31]. Aprovechando la química creada por el dúo Garbo-Gilbert, la MGM estrenó dos versiones del film: una en la que Anna se suicida, y otra en la que los amantes se reencuentran. A los exhibidores se les permitía escoger el final. En 1935, el público no tendría esa opción; la Anna de la era Breen sería reprobada y fatalmente castigada por sus pecaminosas transgresiones contra la familia, la Iglesia y el Estado. «Sólo hay que imaginar —escribió Raymond Moley en su documentado estudio de la Oficina Hays— el cuidado que hay que poner para que la adaptación cinematográfica de la novela de Tolstoi respete las normas del Código»[32]. En Anna Karenina la heroína deja a su marido y a su hijo para vivir abiertamente con su amante. Tiene con éste un hijo ilegítimo y se burla del rechazo social. Finalmente, Anna pierde a su amante y su familia y se suicida. Como bien señaló Moley, una historia así sólo se podía filmar teniendo mucho cuidado. La aceptabilidad de Tolstoi para la recién creada PCA dependería de la «atmósfera» de la película. «Si el adulterio real no se trata con ciertas restricciones, si hay un exceso de contacto físico entre los adúlteros, si éstos parecen vivir una felicidad envidiable —escribió Moley—, la película no es aceptable»[33]. La filmación de Anna Karenina enfrentó a Breen con el mismo problema que había tenido en We Live Again. Breen era consciente de que la industria haría el ridículo si prohibía las novelas de Tolstoi y otros clásicos literarios simplemente porque abordaban temas sexuales. No obstante, cualquier adaptación respetuosa de la novela de Tolstoi suscitaría sin duda aullidos de protesta entre los legionarios, especialmente los de Chicago. Si condenaron We Live Again, con toda seguridad le pondrían una «C» a Anna Karenina. El problema de Breen era encontrar una vía que permitiera a Hollywood filmar historias de transgresiones sexuales y que al mismo tiempo acallara las críticas que acusaban al cine de inmoral. Selznick, como todo el que tuviera algo que ver en la industria cinematográfica, estaba al corriente de los conflictos internos de la Legión y de las desavenencias entre Breen y la sección de Chicago. En su diario de producción, Selznick apuntó que llevar Anna Karenina a la pantalla sería «complicado por el hecho de que emprendimos la producción en un momento en que arreciaban las quejas de la Legión de la Decencia»[34]. Filmar esa novela era aún más complicado por la existencia «del nuevo Código creado por los productores, que contenía una prohibición global de los argumentos que trataban el tema del adulterio»[35]. Selznick se equivocaba: no había tal «prohibición global», pero tenía razón al suponer que Breen había instaurado nuevas reglas básicas para el sexo en el cine. Breen sostenía que «el sexo no era un pecado, sino una transgresión vergonzosa», y como tal debía ser mostrada. «El mal no es agradable, sino doloroso; no es heroico, sino cobarde; no es aprovechable, sino desdeñable; no es convincente, sino merecedor de un castigo». Según Breen, «el sexo ilícito es contrario a la ley divina». Creía, además, que el público era receptivo a los estímulos sexuales y que, en consecuencia, la descripción vivida en la pantalla «del sexo es perjudicial para la moralidad individual, subversiva para los intereses de la sociedad y un peligro para el género humano». La seducción, según Breen iniciada por el varón, era una actividad subversiva y «uno de los más graves delitos sexuales», porque conllevaba la desgracia y la deshonra «de la mujer y de los suyos». Por otra parte, era necesario velar para que se «eliminara […] todo lo que pudiera tener un efecto perjudicial en las mentes y los corazones de adolescentes y niños». Un clásico universal como el de Tolstoi no podía estar «exento de la prueba del Código»[36]. El nuevo enfoque de Breen tenía dos caras. Por un lado, insistiría en que los detalles de la relación se limitaran al mínimo posible: nada de escenas de amor prolongadas ni besos apasionados, nada de paseos por el parque cogidos de la mano ni interminables conversaciones de los amantes —salvo que en ellas se recalcara el aspecto negativo de transitar los caminos exentos de normas sociales— y, por supuesto, nada de miraditas apasionadas como en el pasado. Asimismo se silenciaría en lo posible la naturaleza física de la relación. Aunque el público sabría perfectamente qué estaba ocurriendo, los detalles se dejarían por cuenta de su imaginación. Más importante aún era que con la PCA de Breen las películas incluirían una «contrapartida» de personajes representativos de todos los estratos de la sociedad para condenar las relaciones «ilícitas». Ya no sería un solo personaje el que manifestara la desaprobación, como la Fergie de A Farewell to Arrns, que le señalaba a Catherine y Henry sus errores mientras el resto de la sociedad les prestaba muy poca atención. Ahora todo el film se aprovecharía para pintar un fresco de la condena global de la sociedad. Desde el primer fotograma hasta el último, los pecadores iban a sufrir. Nadie que saliera de la sala después de ver la Anna Karenina de 1935 dudaría de que Anna y el conde Vronski habían cometido un error trágico al rendirse a la tentación del pecado. La primera vez que los directivos de la MGM abordaron a Breen para tratar el asunto del remake de la novela de Tolstoi, no se sorprendieron de que aquél les advirtiera que era «imperativo» que tanto el guión como la película dejaran bien «claro» que la relación entre Vronski y Anna era «un completo error»[37]. Para el guión, Selznick contrató a la dramaturga Clemence Dane, autora de la pieza A Bill of Divorcement, que el productor había llevado anteriormente a la pantalla. Selznick quería a Dane porque admiraba su habilidad para escribir sólidos papeles femeninos. El productor tenía en mente un personaje fuerte y decidido, aunque trágico, para Greta Garbo. Cuando le explicó a Dane las reglas básicas de la PCA, la autora se «horrorizó» por el hecho de que Hollywood permitiera e incluso «obligara a distorsionar» el clásico cuento moral de Tolstoi[38]. Era raro que alguien se atreviera a hacer comentarios en público sobre el papel de Breen en el proceso de producción. Selznick, sin embargo, escribió un informe para sus archivos, al tiempo que negociaba con Breen la estructura de la película. «Nuestro primer encontronazo —escribió Selznick— fue la tajante negativa por parte de la Oficina Hays a permitir toda la parte de la historia relativa al hijo ilegítimo de Anna». Breen, que había defendido esa ilegitimidad como permisible en We Live Again, se negaba ahora en redondo a considerar siquiera su inclusión. Selznick se sintió desalentado por esa negativa y contempló la posibilidad de abandonar el proyecto porque «teníamos que eliminar todo lo que pudiera parecerse remotamente a una escena de amor; y porque teníamos que dejar perfectamente claro que no sólo Anna sufrió, sino que también lo hizo Vronski»[39]. Dane se enfadó y quiso abandonar el proyecto, pero Selznick la convenció para que siguiera. Para apoyarla a redactar el guión, contrató a Salka Viertel, que había escrito los diálogos de Queen Christina, también protagonizada por Garbo. Selznick ordenó a las guionistas que se atuvieran todo lo posible a la novela, moviéndose, sin embargo, «dentro de los límites del buen gusto y de las normas establecidas»[40]. Breen leyó dos versiones del guión, una a finales de diciembre de 1934 y otra a principios de enero de 1935. Las leyó con «verdadero placer» y felicitó a la MGM por el «buen gusto y el sentido común» con que habían sido redactadas[41]. Asimismo, le aseguró a Hays que la adaptación era «un trabajo excelente, libre de toda objeción por parte de la PCA»[42]. Pese a ello, algo hizo que Breen cambiara de opinión. En marzo de 1935 retiró repentinamente su aprobación y dijo que el guión era «sumamente peligroso». A Louis B. Mayer le dijo que el guión no castigaba a Vronski lo suficiente. «Para nosotros sigue siendo un seductor que vive abiertamente con una mujer adúltera», y no hay «una indicación clara de que resulte condenado o castigado por su conducta». Breen exigió que se incluyera en el guión una afirmación de «un funcionario autorizado» que condenara a Vronski y le obligara a retirarse del ejército. Además, Breen se molestó por lo que él percibía como un «íntimo contacto físico» entre Anna y Vronski. Una escena que se desarrollaba durante el desayuno era especialmente inquietante, porque el público deduciría que los amantes «vivían juntos». No es que Breen no comprendiera los problemas de la MGM. «Sabemos —admitió— que la supresión de todas las escenas que muestran a Vronski y Anna tiernos y cariñosos y dándose besos puede afectar en cierta medida la calidad de la historia». No obstante, exigió una revisión[43]. Cuando Mayer le comunicó a Selznick el estallido de Breen, el productor se enfureció. Selznick ya había iniciado la producción, y Garbo tenía previsto viajar a Europa apenas terminara de rodar sus escenas. Nadie cambiaba los planes de Garbo. Selznick le dijo a Breen que su cambio de opinión hacía «peligrar una inversión de un millón de dólares» y podía dar como resultado «una versión totalmente viciada y amputada del clásico de Tolstoi»[44]. En una extraña visión del toma y daca de la producción cinematográfica en la era Breen, Selznick escribió un minucioso resumen de los cambios que había aceptado en los seis meses que duró la elaboración del guión. Selznick le recordó al censor que el trabajo había comenzado cuando «la exagerada y fantástica campaña» —palabras de Breen-estaba en su apogeo. Todo el mundo estaba «de lo más preocupado pensando hasta dónde podríamos llegar». Fue a causa de esa presión que Selznick consintió en eliminar toda sugerencia de que Anna tenía un hijo ilegítimo, y en que, a diferencia de la versión de 1927, en ésta los amantes no volverían a encontrarse al final. Selznick le recordó a Breen que ambos habían analizado en detalle el tema del adulterio y «usted estuvo de acuerdo en que, aunque la historia abordaba esa cuestión», en el guión «el adulterio se condenaba con suficiente energía como para satisfacer a cualquier código de moralidad»[45]. Después de todo, proseguía Selznick, el adulterio era el tema de la novela. Sin adulterio «nos quedamos sin argumento». Selznick defendió la escena del desayuno, que consideraba de una importancia esencial, y creía que en ella se presentaba el aspecto doméstico de la relación del modo menos ofensivo posible. Al fin y al cabo, «fue usted quien nos prohibió poner la escena en el dormitorio. Desafío a cualquiera a que me demuestre cómo filmar esta película» omitiendo toda referencia a la intimidad y al adulterio[46]. Por otra parte, Selznick sostuvo que a los dos pecadores se los castigaba consantemente a lo largo de toda la película. Una y otra vez el guión condenaba la relación. Vronski es apartado del ejército y reprendido por sus superiores, aunque ese elemento constituía «una violación» del texto de Tolstoi. La pobre Anna se suicida cuando toma conciencia de las consecuencias de sus pecados. Selznick estaba exasperado: «No sé hasta dónde puedo seguir cambiando si no quiero quedarme sin película»[47]. Por extraño que parezca, Breen le contestó dos días después señalándole que no tenía ninguna objeción que hacer al guión. Selznick siguió adelante con la película, y cuando Breen la vio a fines de julio, le dijo a Hays que Anna Karenina estaba «muy bien tratada» y que la PCA creía que sería «una película digna de atención»[48]. ¿A qué se debieron ese brusco cambio de opinión en diciembre y enero, y después la sorpresiva moderación de sus exigencias en marzo? Aunque no hay ninguna prueba fehaciente, es muy posible que Breen haya querido utilizar el film para fortalecer su posición en Hollywood. Había soportado los ataques de Quigley y de la Legión de Chicago desde que en julio asumiera oficialmente su cargo. En diciembre, los legionarios de Chicago volvieron al ataque condenando cuatro películas aprobadas por Breen: Limehouse Blues, Men of the Night, The Firebirdy Hat, Coat and Glove. Breen recurrió al obispo Cantwell en busca de una segunda opinión católica. Después de ver las cuatro películas, el padre John Devlin, representante de Cantwell en la Legión, concluyó que no contenían nada «que justificara calificarlas de inmorales o indecentes»[49]. Cantwell se quejó al arzobispo McNicholas de que las clasificaciones de Chicago impedían a Breen hacer un trabajo eficaz en Hollywood. El conflicto interno sobre lo que era y lo que no era inmoral alcanzó su punto álgido a principios de enero de 1935, cuando se presentó en Hollywood una delegación de sacerdotes encabezada por el obispo Sheil y el padre Dinneen, de la sección de la Legión en Chicago. Estos cruzados de la edad moderna estaban resueltos a sembrar el terror en el corazón de los infieles. Cuando la delegación apareció ante las puertas de la Twentieth Century-Fox y solicitó que le permitieran entrar, el estudio cedió. Mientras acompañaban a los sacerdotes por las instalaciones de la productora, éstos instruyeron a sus anfitriones sobre la necesidad de una mayor moralidad en las películas. Sin embargo, los legionarios de Chicago, convencidos quizá de su propia corrección moral, habían violado un acuerdo tácito en el seno de la jerarquía católica: habían invadido sin permiso el territorio de un obispo. A Cantwell la invasión de los legionarios de Chicago le enfureció. Supuestamente en cumplimiento de una misión de investigación para el cardenal Mundelein, Sheil y Dinneen trataban en realidad de que Breen fuera suplantado por alguien más acorde con su visión de la moralidad. Quigley, aunque crítico de Breen, se dio cuenta de que si Chicago controlaba la Legión, la industria podría negarse a colaborar y, por tanto, advirtió al obispo McNicholas de que la delegación de Chicago era «hostil» hacia «lo que hemos estado intentado hacer»[50]. En Los Ángeles empezó entonces una partida de ajedrez; alfil contra alfil[51]. Cantwell y Mundelein se disputaron el control de la Legión. Cantwell tenía toda la ventaja. Breen aconsejó a Will Hays, que se encontraba en Hollywood, que ignorara la presencia del grupo de Chicago. Cantwell envió al padre John Devlin, su representante en la Legión, a discutir con los emisarios de Mundelein. Devlin le comunicó que Dinneen se pasó la reunión «maldiciendo el Código, las películas y a los productores», y también a Breen[52]. Cuando Devlin lo presionó para que se centrara en puntos concretos, Dinneen tuvo que admitir que no había visto ninguno de los films prohibidos, excepto Of Human Bondage. Entonces se vio obligado a reconocer también que era una tal Sally Reilly, secretaria del Consejo de Censura de Chicago y feligresa de su parroquia, quien otorgaba las clasificaciones. Devlin no se lo podía creer. El obispo Cantwell citó al obispo Sheil a su despacho, donde el visitante «fue amonestado por entrar en la diócesis», y le ordenó que regresara a Chicago en el tren de esa misma noche[53]. Cantwell escribió a todos los estudios disculpándose por el incidente y asimismo solicitó que en el futuro no se recibiera a ningún sacerdote que no presentara su autorización por escrito[54]. Después de la visita, Breen escribió que estaba «profundamente disgustado con la Legión de la Decencia»[55]. No obstante, Breen, Cantwell y su aliado en Cincinnati, McNicholas, fueron los claros vencedores. Los vigilantes de Mundelein salieron derrotados y la influencia de Chicago comenzó a disminuir. Aunque la Legión de Chicago continuaría calificando películas durante el año siguiente, otorgando de vez en cuando alguna «C», después del fiasco de Hollywood McNicholas estaba resuelto a despojar a Chicago de su competencia en relación con la revisión de los films. Los estudios observaron la batalla librada por Breen contra los católicos de Chicago. Que un obispo desacreditado fuera literalmente «expulsado de la ciudad» constituía un claro mensaje: si los estudios cooperaban con Breen y Hays, muy poco tenían que temer de la Legión. Remozado por su victoria sobre los de Chicago, Breen estaba listo para enfrentarse a su otro crítico, Martin Quigley. Cuando Quigley fue a Hollywood a finales de febrero, Breen lo ignoró. Quigley señaló que este último «salía» todas las noches con gente del cine, y le dijo al padre Parsons que Breen —con una nueva casa, un mayordomo, tres coches y chófer— se había «hollywoodizado»[56]. Pasaron varias semanas antes de que ambos se encontraran para comentar las películas, y Quigley percibió una atmósfera de «resentimiento» durante la reunión. Cuando Breen se vanaglorió de haber conquistado Hollywood «sin la ayuda de nadie», Quigley se enfureció. Breen le reveló que había recibido una oferta de Universal Studios, dispuestos a pagarle mucho más que la miseria que le daba Hays (31.000 dólares). Quigley protestó diciéndole que esa oferta no era más que un soborno para que dejara el cargo de censor. Breen puso rápido punto final a la reunión[57], pues sentía que ya no tenía obligación de seguir doblegándose ante Martin Quigley. Estos dos sucesos tuvieron lugar durante el rodaje de Anna Karenina. Es muy posible que Breen no haya estado haciendo otra cosa más que los cambios que él y Selznick habían acordado. Sabía que el tema era espinoso y, por tanto, podía prever que la Legión de Chicago condenaría el film debido al tema del adulterio. En cualquier caso, a mediados de marzo de 1935, Breen ya no sentía la necesidad de respetar ni a la Legión de Chicago ni a Quigley. Anna Karenina, estrenada en septiembre de 1935, apestaba a indignación moral. Dejando a un lado todas las tramas secundarias de la obra de Tolstoi, la película se concentra en la relación entre Anna y el conde Vronski. Anna, que vive en San Petersburgo con su marido y su adorado hijo, hace un viaje a Moscú. Ella y Vronski (Fredric March) se encuentran por casualidad en la estación. Cuando Vronski se dispone a ayudar a su madre a descender del tren, la locomotora arroja una gran humareda. Cuando mira hacia arriba esperando encontrar a su madre, del humo emerge una diosa, Garbo. Los dos quedan estupefactos y, aunque no se pueda hablar de amor a primera vista, lo cierto es que se produce una inmediata atracción física entre esos dos seres tan hermosos, y el público lo percibe al instante. El romance se desarrolla muy rápidamente. Anna y Vronski regresan a San Petersburgo, donde se siguen viendo en reuniones de sociedad. Anna trata de reprimir sus sentimientos, que sabe que están mal. Karenin, su marido (Basil Rathbone), un alto funcionario del Gobierno, advierte que Anna coquetea con el conde y en una enérgica reprimenda recuerda su indestructible creencia en «la inviolabilidad del matrimonio», así como los deberes y las responsabilidades de Anna en cuanto esposa y madre. Inmediatamente después aparece la madre de Vronski advirtiéndole a su hijo que la sociedad desaprueba su relación con una mujer casada. Vronski hace caso omiso de esa advertencia y va a las caballerizas a prepararse para una carrera. Allí uno de sus camaradas del ejército le transmite un mensaje del general: «Si su nombre continúa vinculándose al de cierta dama, tendremos que pedirle que deje nuestro regimiento». Vronski estalla: si es necesario, renunciará. Mientras los dos amantes prefieren ignorar estas advertencias «oficiosas», al público (el supuesto receptor del mensaje) le queda claro que la sociedad desaprueba ese romance. Si por casualidad alguien sale a comprar palomitas durante esa secuencia de cinco minutos, no debe preocuparse: el mismo mensaje se repite varias veces y de varias maneras a lo largo del resto del film. Pese a todos los esfuerzos de la familia y los amigos para prevenir la tragedia, Anna y Vronski continúan viéndose. Todo aparece muy velado: no hay largas escenas de amor, no hay susurros ni promesas de amor eterno; de hecho, tal como lo pidió Breen, casi no hay contacto físico entre los dos amantes. Sin embargo, el público no duda ni un solo instante que la pareja está viviendo un romance. El comportamiento público de ambos se vuelve más audaz, lo cual da una idea de su comportamiento en privado, que no se muestra en pantalla. En una fiesta celebrada en un jardín, los amantes coquetean mientras juegan al croquet. Aunque creen que se están comportando discretamente, todos los invitados no hacen más que hablar de ellos. Cuando llega Karenin, una de las mujeres presentes lo lleva aparte y le advierte que la conducta de su mujer es indecente. Más tarde, Anna y su esposo asisten a las carreras de caballos. El conde Vronski va a la cabeza cuando su caballo tropieza y cae. Durante un momento parece que el conde está gravemente herido. Anna se pone histérica, llora y se desmaya. Todo el mundo sabe por qué. Karenin se siente humillado por semejante exhibición de emociones por parte de su mujer. Ambos dejan el hipódromo inmediatamente. Karenin y Anna discuten en el camino. Cuando llegan a su casa, Karenin llama a su mujer a su despacho para un enfrentamiento. Él está de pie, rígido, detrás de su escritorio, encaramado en cierto modo sobre Anna, que, dócilmente, baja la vista en señal de sumisión. Él es acartonado, formal, aburrido; ella, joven, vivaz y hermosa. Karenin le dice: «Creo en el matrimonio como un sacramento. No me considero con derecho a romper los lazos con los que nos ha unido un poder superior a nosotros». Más que hablar con su esposa, parece estar dándole un sermón, e insiste en que «la familia no puede romperse por un simple capricho, ni siquiera por los pecados de uno de los miembros del matrimonio». Karenin le pide que continúen unidos como si la transgresión de Anna no hubiera ocurrido nunca. De repente, Anna alza la vista y dice: «Pero, eso no es posible». Karenin replica: «Tiene que serlo». Anna le suplica: «Entonces, ¿no vas a darme el divorcio?». Karenin se mantiene inflexible: «¡Nunca! ¿Por qué debería hacerlo? ¿Para permitirte legalizar un pecado, para justificar tu conducta? Nunca. Nuestra vida debe seguir como hasta ahora». Cuando Anna le pregunta qué otra salida les queda, Karenin la amenaza con no dejarla volver a ver a su hijo. Anna debe escoger entre su papel de madre y esposa bendecido por Dios y aprobado por la sociedad y su papel de amante en una unión detestable para Dios y desaprobada por la sociedad. La escena entera es muy católica: el matrimonio se describe como un sacramento bendecido por Dios y que jamás puede romperse. Un matrimonio infeliz no es una razón legítima para el divorcio o la transgresión sexual. Los sentimientos individuales tienen que reprimirse y la felicidad y la realización en este mundo, por pequeñas que sean, hay que encontrarlas en los papeles tradicionales. Si Anna se hubiera confesado, el sacerdote se habría hecho eco de las palabras de su marido. Esta escena marca el tono del resto de la película. Anna, a quien se le brinda una última oportunidad de redención, la rechaza y pagará esa renuncia con su vida. En lugar de seguir el consejo de su marido, Anna y Vronski escapan a Italia. Al principio son felices, lejos de los desaprobadores ojos de la sociedad rusa. Los canales de Venecia son románticos, pero la vida en el exilio no es excitante. El amor que sienten el uno por el otro no basta para sostener la relación (otro mensaje inequívoco al público: la pasión se desvanece pronto, no seáis tontos). Ambos ansian regresar a Rusia: Anna para ver a su hijo; Vronski, para reanudar su despreocupada vida de militar. Cuando por fin regresan, descubren que siguen siendo unos exilados. Anna entra a hurtadillas en su casa para ver a su hijo, pero Karenin la echa. Vronski visita su antiguo regimiento, pero recibe el trato de un marginado. Anna, decidida a enfrentarse a la sociedad, pide que la dejen ir a la ópera. Vronski sabe que va a cometer un error fatal. Cuando Anna insiste, él la acompaña, pero se teme problemas inminentes. Apenas ocupan su palco empiezan los murmullos y las miradas reprobatorias. Cuando un hombre, algo ebrio, sonríe y se inclina ante Anna, su mujer le grita: «¿Cómo te atreves a saludar a esa mujer?». Rechazados por la sociedad, los amantes se retiran al campo, pero se aburren pronto. Cuando Vronski recibe una carta en la que lo invitan a unirse a un grupo de «voluntarios» que se alistan en el ejército serbio para combatir contra los turcos, no deja escapar la oportunidad. Anna sabe que ése es el fin para los dos, pero no puede hacer nada para detenerlo. Pelean, y Vronski se marcha enfadado. Anna está destrozada. Abandonada por su amante, sin poder ver a su hijo ni volver a integrarse en la sociedad, va a la estación con la intención de reconciliarse con Vronski antes de que éste parta para el frente. En la estación lo ve, hablando con su madre y una joven y hermosa princesa. Anna sabe que su vida está acabada. Cuando el tren arranca, se queda en el andén y se arroja debajo de un tren que entra en la estación. 11. Greta Garbo y Basil Rathbone en Anna Karenina, de la MGM. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Cuando se encendían las luces al finalizar la proyección, no había nadie entre el público sin un pañuelo en la mano. Garbo estaba trágica; su marido era un pesado insoportable; su amante, un canalla y un frívolo; la sociedad, cruel e indiferente mientras sus reglas no se violaban abiertamente. Era Anna la que moría; Vronski seguía vivo y, aunque confesara que mientras viviera cargaría con la culpa por la muerte de Anna, su confesión no dejaba de sonar falsa. Sin embargo, Breen insistía en que la película era un ejemplo de lo que debía ser la moralidad en cine. En Anna Karenina, a diferencia de las películas anteriores, el adulterio «se denunciaba con palabras y se condenaba con actos». Si bien Breen admitía que Karenin era frío y nada afectuoso, le pareció que ese rasgo era «una excusa insuficiente para que Anna olvidara su deber y violara vergonzosamente los votos que había hecho al casarse, abandonando a su marido y a su hijo para arrojarse a los brazos de su amante». Para Breen era evidente que el film establecía «la culpa de Anna», calificándola de «clara y evidente»[58]. A Breen le satisficieron especialmente los «discursos duros» de Karenin sobre «la santidad y la inviolabilidad del matrimonio considerado como un sacramento», pues le parecía que así el marido quedaba del lado moral del conflicto. Es posible que fuera acartonado y formal, pero no era, al menos a los ojos de Breen, un «hipócrita», como lo acusaba Anna[59]. Breen le subrayó a Hays que tampoco el adulterio se utilizaba para debilitar la respetabilidad del matrimonio; por primera vez en la historia del cine, «el vínculo matrimonial se defendía de manera positiva, al menos por aquéllos que se lo tomaban en serio». La atmósfera general de la película demostraba que Anna no disfrutaba «ni una sola hora de felicidad total». Convencido de que todos estos factores hacían de Anna Karenina una película inofensiva, Breen estampó para la MGM el sello número 1015 [60]. Probablemente Breen no advirtió las breves, aunque significativas, frases con las que Anna defendía su conducta. Es justo suponer que la mayoría de las mujeres que en 1935 vieron la película se solidarizaron con el sufrimiento de Anna. Cuando Karenin reprende a Anna por primera vez, termina su sermón diciéndole que lo hace por su propio bien y que, por cierto, la ama. Anna le replica ásperamente: «Tú no me quieres. Tú sólo quieres las apariencias y una buena posición». En la segunda confrontación, después de que él la tratara como si fuera una niña, ella lo mira con desdén y dice: «Pase lo que pase, yo sólo sé una cosa: que tú siempre tendrás razón». Karenin no la deja seguir hablando. El honor ha de mantenerse a toda costa, le dice. Anna se defiende: «¡Tu honor! Tu egoísmo, tu hipocresía, tu egocentrismo, tu posición social, eso es lo que hay que mantener. Nunca me has considerado un ser humano». «¿A COSTA DE QUÉ?», le grita Anna. Karenin, frío e indiferente como siempre, le dice: «Debo marcharme. Tengo una cita en el Ministerio». Todas las mujeres del público a las que sus maridos trataban como ciudadanos de segunda, casadas con tiranos poco afectuosos que dictaban las normas de la casa en lugar de discutirlas con ellas en pie de igualdad, comprendían las motivaciones de Anna. Tal vez no aprobaran el adulterio, pero se solidarizaban con Garbo, no con Rathbone. Hasta Harrison’s Reports señaló, con cierta incomodidad, que el público simpatizaba con el personaje de Anna[61]. En cuanto a los méritos artísticos de la película, la opinión de la crítica estuvo dividida. Al Nation le pareció «anodina» y criticó la versión estampada «con el sello de pureza» impuesta al público por la Oficina Hays; advirtió a sus lectores que la película sólo tenía valor «como pieza de museo»[62]. «Garbo peca, sufre y muere», escribió el crítico Andre Sennwald para el New York Times, para quien el film era «digno y cumplía su objetivo»[63]. Graham Greene sólo vio «culpa, desgracia y pasión»[64]. Debería encantar «a los millones de cineadictos que nunca han oído hablar de Tolstoi», escribió Time [65]. Para el crítico de Los Angeles Robert Greene, el mensaje moral de la película era «obsoleto». «En la proyección anterior al estreno», escribió, «presenciando el calvario de Anna había muchas parejas que viven felices sin casarse y a las que de ninguna manera se las ha castigado con el ostracismo social». Cuando a Garbo la expulsan de los círculos sociales tras abandonar a su marido y a su hijo para marcharse con Vronski, «el comportamiento de la sociedad resulta verdaderamente anticuado»[66]. Sólo a la Legión de Chicago Anna Karenina le pareció «indecente», y condenó el film «por razones éticas». Our Sunday Visitor, el semanario católico nacional que apoyaba las clasificaciones otorgadas por Chicago, pidió que la película «se boicoteara no sólo en Chicago», sino también en todos los lugares en que se exhibiera[67]. El obispo Sheil, aún resentido por el recibimiento que le había brindado Cantwell en Los Angeles, escribió una carta a todos los sacerdotes de la diócesis de Chicago en la que condenaba a Hollywood y les pedía que denunciaran el film[68]. Breen comenzó a recibir cartas de católicos de Chicago que protestaban por su aprobación. «Todo esto pone aún más de manifiesto la flagrante injusticia que caracteriza a lo que ocurre en Chicago», se quejó Breen al padre Devlin[69]. Breen decidió intervenir cuando la MGM y la Asociación de Exhibidores de Chicago se quejaron de que las clasificaciones de la Legión perjudicaban sus negocios en esa ciudad. A fin de juzgar la película, Breen organizó un «jurado» compuesto por cinco sacerdotes de la zona de Los Angeles y presidido por el padre Devlin. Tras la proyección, el jurado concluyó que Anna Karenina «no era indecente ni inmoral, ni inadecuada para nadie»[70]. Entre tanto, el padre Devlin había preparado un largo informe para el obispo Cantwell sobre las actividades de la PCA bajo Breen y el impacto de las clasificaciones de la Legión de Chicago sobre la industria. Devlin le dijo a su obispo que la PCA había rechazado de plano sesenta y seis libros y guiones, y había obligado a Hollywood a incorporar «valores morales compensatorios» en muchos otros. Asimismo, se había negado a estampar su sello de pureza en películas que consideraba ofensivas, como Ann Vickers, The Song of Songs, Blood Money y Scarface, todas ellas estrenadas antes de que Breen ocupara su cargo. En resumen, Devlin le dijo a Cantwell que la aplicación del Código por parte de Breen y la PCA había mejorado espectacularmente la calidad moral de las películas[71]. No obstante, en su informe añadió que Chicago había «considerado condenables» algunas películas aprobadas por la PCA sin justificar el porqué de tal calificación. Devlin creía que Chicago condenaba películas sin que las viera ningún sacerdote, y que si se permitía que esa situación se prolongara, la Iglesia dejaría de contar con la colaboración de Hollywood. «La moralidad —escribió Devlin— es cuestión de geografía», e insistió en que las películas saneadas por la PCA eran «más limpias», que el crimen «había sido despojado de bravuconadas», que los estudios cooperaban más, que «el gusto del público había mejorado», que la religión se trataba con respeto y que «se había evitado la censura federal»[72]. Devlin predijo que si Chicago continuaba calificando películas, Hollywood volvería a adoptar la misma actitud que tenía antes de la llegada de Breen. Recomendó encarecidamente que se creara en Nueva York una oficina de ámbito nacional, y que todas las proyecciones previas al estreno estuvieran a cargo de la señora Looram y su Federación Internacional de Antiguos Alumnos Católicos (IFCA)[73]. A Cantwell le picó entonces la curiosidad. El buen obispo decidió que ya era hora de ir al cine y seleccionó una película prohibida por los sacerdotes de Chicago: Barbary Coast, una producción de Sam Goldwyn dirigida por Howard Hawks, con guión de Ben Hecht y Charles MacArthur, basado en The Barbary Coast, un bestseller de Herbert Asbury, publicado en 1933. Los protagonistas del film eran Miriam Hopkins, Edward G. Robinson y Joel McCrea. Era un film lleno de chistes, insinuaciones sexuales, mesas de juego trucadas, mujeres hermosas y violencia. En California, desde los primeros días de la fiebre del oro hasta el terremoto de 1906, la Pacific Street de San Francisco, entre Kearney y Montgomery, había sido «el espacio más famoso de iniquidad» del mundo. Personajes reales como Shanghai Kelly, Cowboy Maggie, Calico Jim y Mother Bronson poblaban los burdeles, los garitos y los antros de esa costa bárbara». En su novela, Asbury los había hecho revivir con gran riqueza de detalles. Aunque el lugar en que transcurría la acción era infame, un crítico señaló que Asbury «se había entregado a la tarea con encomiable seriedad y hasta una especie de piedad erudita». No obstante, cuando Goldwyn anunció que iba a producir la versión cinematográfica, Harrison’s Reports advirtió a los exhibidores que se trataba de «uno de los libros más obscenos, perversos y degradantes que jamás haya sido llevado a la pantalla»[74]. Reports predijo que, por mucho que Goldwyn depurara la novela, daría a los críticos la impresión de que «los productores viven esperando la oportunidad de volver a lo mismo de siempre, de que, en cuanto desaparezca la presión pública, los productores volverán a revolcarse en el fango»[75]. El Better Motion Picture Council, de Cincinnati, coincidió con Harrison’s Reports y le hizo saber a Breen que protestaría contra cualquier película basada en ese libro, «por más desodorizada» que estuviera[76]. Breen y Hays temieron que una película ambientada en Barbary Coast, sinónimo de burdeles y gente de mal vivir, provocaría una conmoción entre los guardianes de la moral de todas las creencias. Hays se obsesionó sobre todo con el título, que consideraba «peligroso»[77], e instó a Goldwyn a que «abandonara» el proyecto, amenazándolo primero y rogándole después que cambiara el título. El productor se negó. Todo lo demás, sin embargo, estaba abierto a la [78] negociación . Según Howard Hawks, el director del film, él, Hecht y MacArthur elaboraron juntos el guión: Nos reuníamos en una habitación a trabajar durante dos horas y luego jugábamos una hora al backgammon. Después volvíamos a empezar, y uno de nosotros representaba a un personaje y otro, a otro personaje. Leíamos nuestros diálogos, y nuestro objetivo era eliminar a los demás[79]. Pero no consiguieron eliminar a Breen, que esta vez no le pidió nada a Goldwyn, sino que se limitó a rechazar de plano el primer borrador, que leyó en agosto de 1934. «Toda la historia reposa en una atmósfera de sordidez y una moralidad dudosa», le dijo al productor[80]. Los seis meses siguientes Breen y Hays vigilaron de cerca el proyecto. Hays se reunió con Goldwyn en uno de sus habituales viajes a Hollywood, y Breen revisó los borradores del guión, cada vez más despojados de sexo «ilícito», aunque continuaban escandalizando al censor por ser «demasiado duros y brutales»[81]. Poco a poco el guión fue dejando de ser una historia de un barrio de San Francisco donde los hombres iban a buscar el placer en la bebida, las prostitutas y el juego, para convertirse en una típica historia de amor de Hollywood en la que una pareja (Hopkins y McCrea) se enamora en un entorno insólito. El malvado era Edward G. Robinson, que prolongaba en el gangster de Barbary Coast su imagen de «tipo duro». Breen quedó encantado con el nuevo rumbo tomado por el guión, y le dijo a Hays que «definitivamente ya no se trataba de la historia que nos preocupaba hace meses». Le dijo a Hays que se había convertido en una historia de amor «entre una chica buena y decente y un joven sentimental». Aunque la «costa bárbara» sirve como trasfondo para el argumento, «no hay sexo, no hay detalles desagradables del mundo de la prostitución» y, lo que era aún más importante, la película «posee un valor plenamente compensatorio»[82]. Breen le dijo a Charles MacArthur que el film era «la película más sutil e inteligente de cuantas he visto en muchos meses». Hecht, en cambio, no estaba de acuerdo. El film no le gustaba y además le repugnaba todo el proceso de limpieza a que se había sometido la novela: «Miriam Hopkins llegó a Barbary Coast y se puso a dar vueltas como una confundida chica Goldwyn»[83], escribió más tarde[84]. El obispo Cantwell disfrutó cuando fue a ver Barbary Coast acompañado de cuatro sacerdotes, y a ninguno de ellos le pareció inmoral. Tampoco recibió ese calificativo de ningún crítico. Para Time, la película padecía de «una penosa falta de inspiración»[85]. Al New York Times le pareció entretenida, pero sospechó que a Hecht y MacArthur los habían tenido que «maniatar cuando al final rescatan el amor puro de semejante albañal»[86]. Scholastic, una revista dirigida a la juventud norteamericana, recomendó el film «por su excelente ambientación y por la presentación de personajes de los días de los buscadores de oro»[87]. Hasta Harrison’s Reports admitió a regañadientes que la película «no desmoralizaría a ningún adulto»[88]. Canadian Magazine tranquilizó al público canadiense diciendo que la película «no tenía nada que ver con la “Costa” barata y de mal gusto» de la novela de Asbury[89]. Newsweek señaló lo mismo a sus lectores: la versión de Goldwyn no podría haberse filmado en Argentina porque los sudamericanos acababan de aprobar una ley que impedía a los productores cinematográficos «comprar los derechos de un libro, tirar el argumento a la basura y usar solamente el título»[90]. La prensa especializada hizo un comentario aún más mordaz: Hollywood Reporter elogió a Breen y subrayó que solamente «un intolerante» o «un fanático» podía tener algún motivo para prohibir Anna Karenina o Barbary Coast. Esa afirmación apuntaba directamente a Chicago, donde el Consejo de Censura había acatado la clasificación de la Legión y amenazaba con la prohibición absoluta de la película en la ciudad. Goldwyn se enfureció. Breen le dijo a Hays que «hubo un momento en que Goldwyn acarició la idea de dirigirse a Chicago, contratar allí un ejército de abogados y llevar a juicio al Consejo de Censura, a la Legión de la Decencia y a todo el que le saliera al paso»[91]. Breen, como era habitual cuando apoyaba una película, colaboró estrechamente, respaldado por Cantwell, con los censores de las distintas ciudades. Con sólo recortar algunas escenas, Breen consiguió abrir el mercado de Chicago, permitiendo que los habitantes de esa ciudad —al menos, los no católicos— vieran Barbary Coast, y de ese modo logró tranquilizar a Goldwyn. En noviembre de 1935 ya estaba claro que las diferencias de opinión en el seno de la Iglesia católica amenazaban la existencia del movimiento de la Legión. En Hollywood, Breen había sido eficaz a la hora de imponer una nueva moralidad a los productores. Hays había apoyado al nuevo censor, e incluso llegó a pedirle que fuera más estricto. Breen le obedeció, pero no consiguió satisfacer a la Legión de Chicago. Cuando los obispos se reunieron en Washington, D.C., para su encuentro anual, el cine figuraba otra vez en el orden del día. El arzobispo McNicholas abrió el debate. La Iglesia, dijo, había conseguido mejorar durante el último año el contenido de las películas de Hollywood. En su opinión, la Production Code Administration había sido un éxito, pero cada vez era más evidente que las listas de películas «blancas» y «negras» amenazaba con dividir al movimiento católico. McNicholas instó a los obispos a que olvidaran sus diferencias personales y aprobaran una única lista que sirviera de guía a todos los fieles. Para él era esencial que en dicha lista se siguieran incluyendo las películas condenadas o «negras». Cantwell estuvo de acuerdo pero se despachó a gusto sobre la cantidad de películas que sus representantes en la Legión consideraban aceptables y que Chicago había condenado. Cantwell dijo a los demás obispos que había visto Barbary Coast y que no le había parecido inmoral, e hizo también hincapié en que era fundamental que la Iglesia dispusiera tanto de unas normas unificadas como de una lista única[92]. El cardenal Mundelein, que para entonces debía de estar echando chispas, comunicó que Chicago dejaría de publicar una lista de películas para la Legión porque ellos «en general no eran» apreciados fuera de su archidiócesis. Los obispos Gallagher, de Detroit, y Curley, de Baltimore, hablaron en defensa de la lista de Chicago y presentaron mociones para que esa ciudad continuara confeccionando las listas «oficiales» de la Legión, pero sus propuestas no fueron aprobadas. McNicholas y Cantwell presionaron para que se abriera en Nueva York una sucursal de la Legión, y para que en esa oficina se procediera a valorar las películas con los criterios aceptados por los católicos. Ambos sostuvieron que era de fundamental importancia que Nueva York desempeñara esa función, porque la mayoría de las películas se estrenaban primero en esa ciudad. Eso permitiría ver los films allí y publicar las clasificaciones antes de que se estrenaran en el resto del país. Tras una prolongada discusión, los obispos convinieron en abrir una oficina de la Legión Nacional de la Decencia en Nueva York, supervisada por el cardenal Hayes; asimismo decidieron que las clasificaciones concedidas por la nueva oficina constituirían la lista «oficial» que debía aparecer en todas las publicaciones católicas[93]. Como prueba de su compromiso tendente a purificar las películas, los obispos aprobaron un crédito de 35.000 dólares destinado a financiar la oficina de la Legión Nacional (la palabra «nacional» se empleó específicamente para distinguirla del Consejo de Chicago de la Legión de la Decencia). McNicholas negoció con cuidado el sosegado traspaso de competencias de Mundelein a Hayes. Chicago acordó que su última lista sería la emitida el 31 de enero de 1936, acompañada de una «declaración apropiada» en la que se anunciaría la creación de la Legión Nacional. Nueva York publicaría su primera lista en febrero de ese mismo año. Desde el punto de vista administrativo, la oficina de la Legión Nacional operaba fuera de la Catholic Charities Office de Nueva York, bajo la dirección del padre Eduard Robert Moore. El cardenal Hayes nombró secretario ejecutivo al padre John Daly, párroco de la iglesia de San Gregorio (Nueva York) y profesor de psicología en St. Vincent’s College. Daly, que no sabía nada de cine, iba a necesitar todos sus conocimientos de psicología para manejar la Legión de modo tal que satisficiera tanto al cardenal Mundelein y sus partidarios como al arzobispo McNicholas, al obispo Cantwell, a Will Hays, Martin Quigley, Joe Breen y a los magnates del cine. La tarea de determinar los valores morales de las películas se delegó en la Federación Internacional de Ex-Alumnas Católicas (IFCA). En 1922, y bajo la dirección de la señora de Thomas A. McGoldrick, la IFCA había creado una Oficina del Cine, guiada por la filosofía defendida por Will Hays: «Alabar lo mejor e ignorar el resto». Durante doce años, las mujeres habían publicado reseñas de buenas películas, instando a los católicos a que las apoyasen. Los films que ellas consideraban vulgares, de mal gusto o inmorales, sencillamente los ignoraban. En 1934 más de un centenar de mujeres —divididas entre un grupo de la Costa Este, bajo la dirección espiritual del reverendo Francis X. Talbot, y un grupo de la Costa Oeste, dirigido por el reverendo John Devlin— se dedicaron a reseñar películas. La señora Looram recopilaba esas críticas y las publicaba en el Brooklyn Tablet, en una columna periódica que posteriormente reproducía la mayoría de las publicaciones católicas. Asimismo, dichas reseñas eran trasmitidas por una red radiofónica con más de veinticuatro emisoras. Cuando estalló la crisis de la Legión, a las mujeres de la IFCA se las hizo a un lado, y los sacerdotes, a la manera típica del clero, ocuparon su lugar. A la organización se la etiquetó de «títere de la Oficina Hays», y su negativa a confeccionar listas negras de películas condenadas se consideró una carta blanca dada a la industria para que continuara produciendo películas «inmorales». Sin embargo, en 1936 los obispos habían vuelto al punto de partida. El padre Devlin presionó a Cantwell y a McNicholas para que la IFCA recuperara su papel de órgano censor oficial para la Liga Nacional de la Decencia, y los obispos dieron su aprobación en la reunión de noviembre. Las mujeres fueron rehabilitadas después de que aceptaran incluir una categoría de películas condenadas en sus reseñas[94]. Para evitar los problemas ocasionados por las listas de Chicago, la Legión Nacional de la Decencia y la IFCA volvieron a definir el sistema de clasificaciones aplicable a las películas. Chicago tenía tres clasificaciones: A: «Sin objeciones». B: «Considerada más o menos objetable en algunas partes debido al grado de provocación, vulgaridad, complejidad o falta de recato; ni aprobada ni rechazada». C: «Condenada por indecente e inmoral; no apta para la exhibición pública»[95]. La Legión Nacional añadió una nueva categoría, lo que dio a los examinadores más margen a la hora de juzgar las películas, a la vez que dejaba la polémica categoría de «condenada» a las pocas películas consideradas —para utilizar una expresión moderna— carentes de «valores sociales redentores». La nueva clasificación de la Liga Nacional comprendía las cuatro categorías siguientes: A1: «Sin objeciones; apta para todos los públicos». A2: «Sin objeciones; apta para adultos». B: «Parcialmente objetable». C: «Condenada»[96]. Esta división en cuatro categorías era importante en varios aspectos. En primer lugar, reconocía que no todas las películas tenían que ser aptas para niños. Al dividir en dos la categoría de «apta», la Legión Nacional podía considerar aptas solamente para adultos películas como Anna Karenina o Barbary Coast, sin tener necesariamente que aprobarlas para los niños. La decisión de si los adolescentes podían o no ver películas clasificadas «A2» recaía sobre los padres. Fue un paso importante, porque la mayoría de las películas producidas por los estudios de Hollywood y aprobadas por Breen caerían a partir de entonces dentro de uno de esos dos subgrupos. La tercera clasificación se mantuvo deliberadamente ambigua: los films «B» se definían como aquéllos que contenían una o más escenas, o temas, que algunas personas podían considerar objetables pero que, en opinión de los censores, no eran totalmente inmorales, obscenas o corruptoras. Si la Legión consideraba que el balance general de una película era positivo, le otorgaría una «B», permitiendo así que cada católico decidiera por sí mismo si sería o no pecaminoso asistir a su proyección[97]. La «C» se reservaba para las pocas películas consideradas peligrosamente «inmorales». Martin Quigley desempeñó un papel crucial en la elaboración de las nuevas definiciones dadas a las distintas clasificaciones. Este espectacular cambio en los criterios de la Legión, que daba a los estudios mayor flexibilidad para tratar temas adultos, no pasó inadvertido en Hollywood. En febrero de 1936, la Liga Nacional de la Decencia hizo públicas sus primeras clasificaciones. Modern Times, de Charles Chaplin, recibió una «A», pese a contener «unas cuantas vulgaridades»; Desire, con Marlene Dietrich, se aprobó para adultos, pese a «unos besos largos y ciertos comentarios provocativos»; e incluso Wife vs. Secretary, con Jean Harlow, recibió la aprobación de las mujeres católicas. No se condenó ningún film, aunque algunos fueron colocados en la categoría «B»: The Walking Dead, porque, siguiendo la moda Frankenstein, daba a entender que el loco doctor (Boris Karloff) creaba vida en su laboratorio, y Mr. Cohen Takes A Walk, porque un muchacho judío y una muchacha irlandesa eran casados «primero por un sacerdote y luego por un rabino»[98], mientras que la Iglesia católica no propiciaba los matrimonios interreligiosos. La clasificación «B» también se otorgó a una película que contaba la historia de «una prostituta que, para evitar ser castigada por un asesinato que había cometido en defensa propia, se marcha a Alaska, donde se convierte en líder evangelista, si bien más tarde decide regresar a San Francisco para ser enjuiciada». La reseña señaló que los diálogos de la heroína estaban llenos de dobles sentidos, pero en general consideró que eran «inofensivos». Los católicos podían ver el film si lo deseaban; para la Legión, Klondike Annie no era «inmoral». Esta clasificación enfureció a muchos seudocensores e hizo reír a otros. Los espectadores volvieron una vez más a colapsar las taquillas para ver a Mae West moviendo las caderas y para oír sus ocurrencias. La Paramount había previsto que Klondike Annie tendría problemas de censura. Se trataba de una visión satírica de una prostituta que se vuelve benefactora religiosa. En junio de 1935, mucho antes de que el estudio estuviera listo para iniciar la producción, el ejecutivo John Hammell telefoneó a Will Hays para que revisara los principales aspectos del argumento. La época, le dijo Hammell a Hays, era la fiebre del oro de 1898, en Alaska. La historia comenzaba en Shanghai, donde West trabajaba de «croupier-chica de alterne» en una casa de juego dirigida por un rico e inescrupuloso mandarín. Cuando éste intenta violarla, West defiende su «honor» y lo mata. Obligada a huir de China, reserva un billete en un barco con destino a Alaska. Naturalmente, durante la larga travesía del Pacífico, el capitán se enamora de ella, que ahora se ve obligada a esquivar los ataques del marino. El capitán descubre su pasado y amenaza con entregarla si no «coopera». West comparte su camarote con una joven y áspera salvadora de almas, la hermana Annie Alden, que se dirige a las minas de oro de Alaska con la intención de hacer el bien. La joven misionera muere repentinamente y West asume su identidad para escapar de la policía. Cuando llega a Nome, disfrazada de «hermanita de la caridad», es una mujer reformada: se hace cargo de la misión, recolecta dinero y lleva a los mineros por el buen camino. Tantas buenas obras hacen mella en West, que renuncia a su pasado y se enamora de un guapo oficial de la Policía Montada del Canadá. Consciente de que lo perderá todo si se descubre su pasado, regresa a San Francisco y allí se entrega para ser enjuiciada por el asesinato del mandarín[99]. Hays debe de haberse caído de espaldas cuando Hammell terminó de contarle el argumento. West ya le había dado bastantes dolores de cabeza al viejo presbiteriano, y ahora, para colmo, se iba a Shanghai como concubina de un tahúr chino al que acaba matando para «salvar su honor». ¿Quién iba a creérselo? Además, la idea de ver a West dando vida a una misionera horrorizó a Hays, que exigió que la Paramount omitiera toda referencia a una relación sexual entre la actriz y el malvado mandarín, y que tampoco se le permitiera a West «disfrazarse de predicadora, de evangelista o de ningún otro personaje conocido y aceptado como religioso»[100]. Hammell, como era de esperar, le aseguró a Hays que haría todo lo posible para evitar cualquier referencia de carácter sexual, y que el personaje de la joven misionera serviría para mostrar el contraste entre la West, «producto frívolo de una dura y cruel infancia», y «la devota trabajadora de la misión». West se convertiría sinceramente, insistió Hammell. «En ningún momento de la acción […] se ridiculizará en lo más mínimo la religión, las obras religiosas, la vida y los actos de la misionera». Hays le dijo a la Paramount que elaborara un guión; posteriormente telegrafió a Breen advirtiéndole que se preparara para otro guión de Mae West[101]. West y sus colaboradores —Marion Morgan, George B. Dowell y Frank Dazey— prepararon rápidamente un guión durante el verano de 1935 y lo enviaron al despacho de Breen en septiembre, con el título provisional The Frisco Doll. El censor le echó un vistazo y lo rechazó sin pensárselo dos veces. Breen le dijo a Hammell que West ridiculizaba clara y abiertamente «a una exponente de la religión y del trabajo religioso» a lo largo de todo el guión. Asimismo le señaló que «no había cumplido» la palabra que le dio a Hays y que el guión no sería aprobado hasta que la Paramount eliminara toda alusión a West como misionera[102]. Breen hizo algo más que pedir cambios en el guión: ofreció también sugerencias que permitirían a la Paramount rodar la película sin violar el Código. Como era su costumbre, pidió que las salas de fiesta no se presentaran como casas de lenocinio. Además, manifestó su preocupación por ciertas escenas que parecían excesivamente violentas. No obstante, era el personaje de West lo que más le obsesionaba, pues sabía que cualquier referencia a West en el papel de misionera levantaría alaridos de protesta. Por ese motivo, sugirió que el estudio transformara a la hermana Annie Alden en una trabajadora del poblado o una asistenta social. En esa misma línea, pidió que se suprimieran todos los gags de West como «salvadora de almas», y que no aparecieran en pantalla ni biblias ni otros símbolos religiosos. Breen creía que si se seguían sus consejos, se reduciría bastante toda acusación de querer ridiculizar la religión, lo cual le permitiría aprobar el guión. A fin de cambiar la naturaleza del personaje encarnado por West y convencer al público de que ella se había convertido sinceramente al bien, Breen instó a la Paramount a que introdujera escenas de «Doll jugando a algunos juegos, en lo posible con mineros duros, y enseñándoles versos de Mamá Oca» o jugando a «charadas». «¿Por qué no presentar a Doll como una especie de Carry Nation, limpiando el saloon [103] y construyendo casas en la colonia para que los trabajadores tengan un lugar donde reunirse? ¿Por qué no introducir una escena de un espectáculo de linterna mágica en la que Doll cante algunas viejas canciones como «A Bird in a Gilded Cage» o «Don’t Send my Boy to Prison?»[104]. No sabemos cómo reaccionaron la Paramount y Mae West; se limitaron a someterle las letras de las canciones de los números musicales («I’m an Occidental Woman in an Oriental Mood for Love», «That May not Be Love» y «It’s Never Too Late to Say No», cantada esta última en un número en el que Mae daba la impresión contraria). Cuando a mediados de octubre la Paramount sometió a Breen un guión revisado, en el que se suavizaba la impresión de que West ridiculizaba a una misionera religiosa, el censor lo aprobó sin demora. Breen vio la copia final «con placer» en los estudios de la Paramount el 31 de diciembre de 1935. Klondike Annie se estrenó en Nueva York en febrero de 1936, con el sello no 1857 de la PCA[105]. El proceso de censura introdujo importantes cambios en la versión de Klondike Annie que llegó finalmente a las salas. El film comienza en el «Chinatown» de San Francisco, no en Shanghai. Allí West es la fabulosa «San Francisco Doll», una famosa artista de variedades que trabaja para el infame gangster chino Chan Lo (Harold Huber). Chan es dueño de una casa de juego frecuentada por la sociedad elegante de San Francisco. En la primera escena, dos parejas mayores — vestidas ellas de largo y ellos, de etiqueta— charlan mientras se preparan para una noche de apuestas. «¿La mujer blanca es la esposa de Chan Lo?», pregunta una de las mujeres. «He oído decir que el chino hace que todos los hombres blancos se mantengan a una distancia respetuosa de ella», le responde la otra. Risitas por lo bajo. Cuando aparece Chan Lo, los cuatro le dicen entre risas ahogadas que se mueren de ganas de conocer a Doll. El mandarín les asegura que West hará una aparición y les enseña su última adquisición: un extraño cuchillo que, afirma, ha sido empleado muchas veces en las leyendas chinas para matar a «las mujeres hermosas que traicionan a sus señores». Todos los presentes entienden la amenaza. De repente se oyen unos enormes gongs chinos que anuncian la inminente salida a escena de Doll. Vestida con un refinado traje oriental, West canta con toda su fuerza una interpretación de «I’m an Occidental Woman…». El público, como es natural, enloquece. Al regresar a su camerino, Doll y Chan discuten. Él le farfulla su amor en frases al estilo de Confucio y le dice que ella es «la perla de sus perlas». Doll replica: «Esta perla de tus perlas se va a soltar del collar». Cuando Chan le exige fidelidad, Doll se queja: «¿Por qué no me dejas tener amigos hombres que sean de mi raza?». Porque, contesta él, los únicos hombres buenos son los muertos y los que aún no han nacido. «¿Y tú, a qué grupo perteneces?», le espeta ella. Chan se escabulle. Estas escenas sugieren un tema prohibido por el Código: el mestizaje. La escena del camerino muestra que West ya no quiere a Chan Lo, aunque parece que han sido amantes. West le dice a su criada que ha estado «un año enjaulada». La criada le advierte que Chan es un hombre muy celoso, pero Doll ha decidido escapar y consigue un billete para un barco con destino a las minas de oro de Nome, Alaska. Cuando Chan descubre sus planes, intenta matarla; pelean y Doll mata al mandarín con su propio cuchillo. Amparándose en la oscuridad de la noche, Doll sube a hurtadillas al «Java Maid», la nave que la llevará a Nome. Bull Brackett, el capitán, interpretado por Victor McLaglen, es un viejo lobo de mar que queda embobado con Doll cuando ésta embarca. Anda continuamente detrás de ella, pero West repele sus avances hasta que él descubre que es buscada por asesinato en San Francisco. Doll, que por encima de todo es una mujer práctica, se vuelve receptiva a las proposiciones de Brackett. Cuando el barco se detiene en Vancouver, embarca otro pasajero: la poco agraciada hermana Annie Alden (Helen Jerome Eddy), que marcha a hacer el bien entre los pecadores de las minas de oro. La hermosa y pechugona Doll y la sosa hermana Annie, el día y la noche en todos los aspectos, se ven obligadas por las circunstancias a compartir un pequeño camarote durante el largo viaje a Alaska. Al principio Doll se burla de su nueva compañera. «He decidido ganarme la vida por mi propia cuenta», dice. Annie se entristece: «Son demasiadas las chicas que prefieren ganarse la vida con el mínimo esfuerzo». Doll, sonriendo, replica: «Es difícil resistirse a una buena vida». La hermana Annie sabe que Doll ha conocido el lado duro de la vida, pero no la condena; piensa que a una mujer hermosa le debe de resultar difícil ser buena. Annie le ofrece a Doll su libro favorito, de tapas negras y bastante grueso. ¿La Biblia? No; la cámara enfoca el título: Settlement Maxims. Doll se lleva el libro a la cama. Cuando están por ir a dormir, Doll le pregunta: «¿Tú roncas?». «No lo sé. ¿Y tú?», responde Annie. «Bueeeno —dice Doll —, nunca he tenido quejas». Durante el viaje, la bondad de la hermana Annie suaviza algunas de las aristas de Doll. Debajo de esa mujer tan dura se esconde un corazón de oro. La película intenta que la conversación en que las dos mujeres se hacen amigas suene sincera. Doll le dice a Annie que está empezando a ver la vida con otros ojos; Annie está encantada. Pero Annie sufre de repente un ataque al corazón y muere en el momento en que el barco llega a Nome. Antes de que el barco atraque, la policía del lugar sube a bordo, pues ha recibido el chivatazo de que «San Francisco Doll» viaja en el «Java Maid». Brackett trata de evitar que los policías entren en el camarote de Doll, y se queda de una pieza cuando West le abre la puerta vestida de la hermana Annie y le dice a la policía que Rose Carton, alias «San Francisco Doll», acaba de morir. En Nome, Doll decide pagar la deuda contraída con Annie y para ello ayuda en la casa de beneficencia de la colonia a recolectar dinero y a encaminar a los mineros pobres. Los hombres, por supuesto, no pueden con Mae West, no importa cómo vaya vestida. Cuando ella les gira los ojitos y les dice que se porten bien, se portan bien. Los mineros donan miles de dólares a la casa, y la nueva hermana Annie es la sensación del pueblo. Hasta las chicas del salón acuden a ella. Un policía de Nome, el detective Jack Forrest (Phillip Reed), sospecha de esta hermosa rubia reformista. Sigue a la «hermana Annie a todas partes» y, por supuesto, se enamora de ella…, y ella de él. Por desgracia, Forrest también descubre su verdadera identidad. Antes de que él se vea obligado a quebrar su promesa de mantener la ley, la hermana Annie vuelve a convertirse en «San Francisco Doll» y regresa al barco de Brackett. En la escena final, Doll está echada sugestivamente en un diván, en el camarote de Brackett. Le dice que quiere volver a San Francisco a limpiar su nombre. El capitán le responde que no es necesario porque él la quiere tal como es; se inclina sobre ella y dice: «Si pensara que voy a perderte, te liquidaría». Doll le sonríe cálidamente: «Bull, no eres una pintura al óleo, pero sí un monstruo fascinante». La película termina con un beso apasionado. ¿Se fueron los dos a los mares del Sur y vivieron una alegre vida de delincuentes, o regresó Doll a San Francisco, a limpiar su reputación, y después vivió feliz con el policía? Cada uno podía imaginar el final que más le gustara. Otra polémica nacional en torno a Mae West estalló apenas estrenado el film. La clasificación «B» que le concedió la Legión enfureció a muchos católicos, incluido Martin Quigley[106]. En Omaha, el obispo Hugh Ryan, partidario de Mundelein, ignoró la clasificación de la Legión y prohibió la película en su diócesis. El reverendo Joseph Buckley lo imitó en Washington, D.C., e instó a todos los sacerdotes a que realizaran un boicot en cada distrito. En Detroit, el padre Joseph A. Luther, S.J., de la Universidad de Detroit, dijo que la clasificación otorgada por la Legión era «una desgracia nacional»[107]. La publicación católica Ave Maria advirtió que «el filtro moral de la Legión tenía que afirmarse bastante más»[108]. En Cincinnati, McNicholas temía que West provocara que las agrias desavenencias sobre listas negras destruyeran la frágil unidad de la Legión que tanto esfuerzo le había costado conseguir[109]. Cuando el magnate de la prensa William Randolph Hearst bramó que Klondike Annie era «pestilente», el escándalo alcanzó proporciones nacionales. Los titulares de la prensa de Hearst proclamaron a gritos por todo el país que la película era «inmoral, lasciva e indecente». Sus periódicos, publicados en diecinueve ciudades, condenaron el film y se negaron a hacer publicidad de las salas locales que lo exhibían. No está claro por qué motivo lanzó Hearst su ataque. Algunos creyeron que West había ofendido a Marion Davies, la amante y protegida de Hearst; otros, que había sido el desaire de West a Louella Parsons, la crítica cinematográfica y columnista de cotilleos, que escribía para la cadena Hearst, lo que había desencadenado la ira del magnate. De acuerdo con otro rumor, Hearst, cuyo temor al «peligro amarillo» venía siendo tema habitual de su «prensa amarilla», estaba furioso por el descaro con que se trataba en la película el tema del mestizaje[110]. Fuera lo que fuese lo que la desató, la campaña de Hearst hizo que millares de ansiosos espectadores se abalanzaran sobre las taquillas de todo el país. Cuando Klondike Annie se estrenó en la enorme sala Paramount, de Nueva York, el teatro tuvo que aumentar el número de pases para satisfacer la demanda de las oleadas de aficionados que querían ver la película. La primera sesión se adelantó a las 8.30, ¡y la última a las 2.00 de la madrugada! En el norte de Rochester, los ataques del editorial del Journal American de Hearst hicieron que el film dejara de exhibirse en el cine Century (1.900 localidades) y pasara al RKO Palace, con un aforo de 3.400. En Boston, la película batió todos los records de taquilla: el cine Metropolitan, que tenía unas recaudaciones medias semanales de unos 22.000 dólares, ingresó gracias a Klondike Annie 22.000 dólares en sólo dos días, y terminó la semana con la friolera de 44.000. En Kansas City, el cine Newman superó en 6.000 dólares su recaudación media, y las salas de Buffalo, Denver, Louisville y San Francisco registraron aumentos similares. En Los Angeles, a las 13 horas del día del estreno, 9.000 personas ya habían comprado su entrada. Martin Quigley debió de desmayarse cuando leyó en su Motion Picture Herald que la película reportaba un aumento semanal medio de 2.500-8.500 dólares por sala[111]. Al salir del cine, críticos y espectadores reaccionaron con igual perplejidad ante la polémica. Frank Nugent, crítico del New York Times, dijo a sus lectores que la censura había colocado a West «una camisa de fuerza moral [sic]», lo que ha dado por resultado «una cansina y estúpida combinación de lavanda y chistes trillados»[112]. Edwin Schallert, de Los Angeles Times, lamentó que la película tuviera «tan pocas de las agudezas a que nos tiene acostumbrados West»[113]. Graham Greene se mostró más entusiasmado: No critico en absoluto a Mae West […]. La sátira de las evangelistas no me ha parecido de mal gusto; creo que toda la película es divertida, más divertida que cualquier otro film de la señorita West desde la soberbia She Done Him Wrong; pero es que tampoco se me ocurrió pensar que había que tomarse en serio la conversión de West[114]. En cambio, el Harrison’s Reports sí que se la tomó en serio, y consideró que Klondike Annie era más «sórdida e incluso más vulgar» que todas las películas de West[115]. ¿Se trataba de una sátira legítima? Algunas censoras salieron en defensa de West. La crítica de cine Elizabeth Yeaman, de Los Angeles Citizen, escribió que «la película no atentaba contra el mal gusto» y que era «divertida», e instó a los lectores a que juzgaran por sí mismos[116]. Eleanor Barnes, que escribía para el Illinois Daily News, dijo que West era «una ramera con un corazón de oro». A Barnes le encantó la nueva película de West, que no le había parecido ofensiva, aunque advirtió que estaba impregnada de un «humor chabacano, saludable y subido de tono». West es West, dijo a sus lectores[117]. El film dio lugar a tantos comentarios y a tanta controversia que los periódicos comenzaron a recibir un número desacostumbrado de cartas al director. En Los Ángeles, una mujer, intrigada por la campaña de Hearst en Los Angeles Examiner, fue a ver la película: «Me enfurecí tanto […] que cuando llegué a casa llamé al periódico […] y anulé mi suscripción». Klondike Annie no era «de mal gusto», escribió; «todo lo contrario, a mí la película de Mae West me pareció muy suave […] y pienso recomendarla a mis amigas; tampoco veo ninguna razón para que mis hijos no la vean»[118]. Otra mujer escribió a Los Angeles Citizen diciendo que había visto la película «para gran disgusto» de su vecina, que la condenaba por inmoral. «Si hay algo grosero en Klondike Annie, entonces mi sentido de la moral debe de estar alterado», escribió dicha lectora. Ante su insistencia, la vecina en cuestión decidió finalmente verla, ¡y le gustó tanto que fue a verla dos veces![119]. West llegó a recibir una carta de un sacerdote católico que se declaraba admirador suyo: el padre Al Dugan, de la iglesia de la Santa Cruz, de Los Angeles, escribió a la sensual estrella que Klondike Annie le parecía «deliciosamente humorística»[120]. Al parecer, a Mae West se la amaba o se la odiaba. La Legión Nacional había predicho que Klondike Annie levantaría ampollas, y las censoras de la IFCA visionaron el film tres veces. A esas proyecciones habían invitado, a fin de contar con su opinión, al padre Philip Furlong, del College Cathedral, de Nueva York; al deán Ignatius Wilkinson, de la Fordham Law School; al juez Carroll Hayes y a dos destacados católicos seglares, el Dr. Paluel Flagg y el Dr. Francis Baldwin, todos ellos participantes activos del movimiento de la Legión en Nueva York. Aunque hubo dos o tres a favor de concederle una «C», nadie tachó la película de inmoral[121]. Cuando Hearst atacó el film, la Legión celebró una conferencia privada de sacerdotes, asesores laicos y representantes de la IFCA para elaborar una estrategia: ¿Debían cambiar la clasificación y ponerle una «C» en lugar de una «B»? Desde Los Angeles, el padre Devlin aconsejó que no se hiciera ningún cambio; él mismo había visto la película con representantes de la IFCA en esa ciudad y creía que la campaña de Hearst era «mucho ruido y pocas nueces». Devlin instó a Daly a que se mantuviera firme en la defensa de la clasificación ya otorgada[122]. No obstante, Martin Quigley sostuvo que la película debía considerarse «no apta» para católicos[123]. Quigley opinaba que de lo contrario se socavaría la posición de la Legión en tanto que guardiana de la moral. Devlin no compartía esa opinión y le dijo a Daly que «la industria creía que la Legión de la Decencia era el único grupo en todo el país que luchaba sinceramente por conseguir un entretenimiento de buena calidad […]. Si nos subimos al carro de Hearst, que en el futuro Dios ayude a la Legión»[124]. Quigley perdió la batalla, pero la Legión decidió efectuar una declaración, escrita por él, en la que — sin nombrarlas— se condenaba a West y a Klondike Annie como «una invasión de la moralidad pública y privada»[125]. Sin embargo, eso no bastó para calmar a Quigley, que seguía furioso con Daly y los censores de la Legión. Quigley le dijo al arzobispo McNicholas que el nuevo jefe de la Legión era «un incompetente» y que, en su opinión, había sido corrompido por Will Hays. Quigley advirtió al arzobispo que las medidas de Daly perjudicaban «los laboriosos esfuerzos que vengo realizando desde hace tiempo para impresionar a Will Hays y sus socios con la invencible fuerza que otorga el patrocinio de la Iglesia católica a la Legión de la Decencia». Daly era «un títere en manos de los hábiles manipuladores como Will Hays y su personal», protestó Quigley[126]. En Los Angeles, Breen observaba atentamente el curso de los acontecimientos. Estaba satisfecho de que la Legión, pese a la tremenda presión interna y externa, hubiera apoyado su punto de vista, en el sentido de que Klondike Annie era apta para adultos. Los Consejos de Censura estatales confirmaron su opinión. Sólo Pensilvania planteó serias objeciones a la película. Por su parte, los estudios no podían negar que la cooperación con Breen daba como resultado una mayor aceptación en el mercado. Las películas censuradas por Breen pasaban por los Consejos estatales con muy pocas dificultades. El fracaso de la campaña anti-West de William Randolph Hearst para generar una condena pública del cine, fue un fenómeno significativo. Por una parte, la industria quedó advertida de que los seudo-censores estaban allí, siempre listos para atacar a Hollywood, y en ese sentido Breen salió beneficiado; por la otra, cualquier sensación de ultraje a la moral, por más pequeña que fuese, que se hubiera producido en 1934, había desaparecido por completo en 1936. Además de Quigley y Hearst, muy pocos fueron los que vieron una amenaza moral en Klondike Annie, una película que era casi cargante en su profesión de moralidad y que conservaba poco de la chispa y la vitalidad de Sbe Done Him Wrong y I’m No Angel. El objetivo de Breen no era desterrar a West de la pantalla, sino minimizar las críticas que sabía que suscitaría cualquiera de sus películas. «Mientras tengamos a Mae West, tendremos problemas», le había dicho a su personal[127]. Cuando llegó a su escritorio el primer guión para la próxima película —Go West Young Man —, el rechazo fue inmediato. Basada en la obra teatral Personal Appearance, West encarnaba a una actriz cinematográfica que seduce a un joven atractivo y viril mientras atraviesa el país en una de sus giras nacionales. Breen protestó: «Todo hace pensar en una ninfómana» y amenazó con hacer que la MPPDA prohibiera la exhibición en las cadenas de cines; sin embargo, el productor, Emanuel Cohen, insistió en que él y West podían elaborar un guión aceptable. Durante el verano de 1936, Breen se reunió varias veces con Cohen para dejar el guión en condiciones; rechazó los borradores que le sometieron en mayo y junio, y hasta principios de agosto Cohen no consiguió que se lo aprobaran[128]. Tras el estreno del film, el Motion Picture Herald, de Quigley, preguntó si Mae West gozaba de «inmunidad contra las acciones de la PCA». Aunque a Quigley, la actriz le continuaba resultando desagradable y no perdía oportunidad de pinchar a Breen, la mayoría de los censores estuvo de acuerdo con Graham Greene cuando éste escribió que Go West, Young Man era «increíblemente aburrida», y advirtió a los lectores que «las ocurrencias de West carecen hoy de su antigua irreverencia»[129]. Greene tenía razón. La Legión le concedió a West otra «B», y los Consejos de Censura estatales aprobaron la película —que fue un gran fracaso comercial— sin apenas rechistar. West intentó hallar de nuevo una fórmula que satisficiera tanto a Breen como a sus admiradores. En Every Day’s a Holiday hizo el papel de una timadora, no de una concubina. Breen rechazó los primeros proyectos de guión y Will Hays puso a West en el orden del día de la reunión de la MPPDA en Nueva York. El personal de la PCA se abalanzó sobre los diversos borradores, fue a los estudios para examinar el vestuario —otra posible causa de ofensa moral— y estuvieron presentes en el plato durante el rodaje. El atribulado Emanuel Cohen hizo ondear la bandera blanca pidiendo una tregua. Le dijo a Breen que «la trama central de [esta película] de la señorita West […] es totalmente distinta de lo realizado por ella hasta el momento. No hay contactos sexuales ni situaciones de carácter sexual que puedan dar pie a críticas parecidas a las recibidas por sus anteriores películas»[130]. Breen estuvo de acuerdo y estampó en la película el sello de la PCA; sin embargo, el humor picante de West había sido tan expurgado que el film no solamente decepcionó a sus admiradores, sino que ni siquiera puso en pie de guerra a los guardianes de la moral. Hays se alegró cuando el Indianapolis Star dijo que la película era «inofensiva, pese a los chistes escandalosos»[131]. West, a la que ya no se le permitía piropear a los hombres con chistes penetrantes ni aturdirlos con su atractivo sexual, fracasó nuevamente en las taquillas. Incapaz de sobrevivir a la nueva era de moralidad, West fue cayendo poco a poco en el olvido. Otra producción de David O. Selznick sirve para confirmar que para 1936 Breen y su PCA dominaban el proceso de producción de películas. Seguro de que una historia de amor filmada en Technicolor y protagonizada por Marlene Dietrich y Charles Boyer calentaría un poco las pantallas, Selznick invirtió más de dos millones de dólares en el remake de la novela The Garden of Allah, una comedia lacrimógena de principios de siglo escrita por Robert Hichens. La novela gira en torno a una joven, Domini Enfilden, que ha sido educada en un convento católico en Europa. Al alcanzar la edad adulta, Domini tiene una crisis religiosa. Aconsejada por la madre superiora, Domini se marcha de Europa y su «seudo-civilización», y busca la regeneración en el «Jardín de Alá», el desierto del Sahara. Domini viaja a Beni-Mora, un reducto amurallado en el norte de Africa, y allí conoce a Boris Androvsky que, sin que Domini lo sepa, es un monje trapense fugitivo. En este ambiente romántico, Domini y Boris se enamoran, y ella pronto descubre que está embarazada. Boris, destrozado por la culpa, le confiesa su pasado. Domini, que ha recuperado su antigua fe, convence a Boris para que regrese al monasterio. Ella, en cambio, se retira a la Villa Anteoni, en el hermoso Jardín de Alá, para el resto de su vida. El libro, elogiado por numerosos críticos, recibió el calificativo de «apestosa monstruosidad» por parte del Catholic World; no obstante, pese a esta condena de los católicos, fue durante muchos años un éxito de venta, con más de dos millones de ejemplares vendidos[132]. En 1918 y 1922 se estrenaron en Broadway adaptaciones teatrales de la novela; la popular versión cinematográfica —estrenada en 1927 y protagonizada por Alice Terry— había sido considerada «distinguida» por la señora de Thomas A. McGoldrick, de la IFCA[133]. En 1935 Selznick propuso por primera vez llevar a la pantalla una versión en Technicolor de The Garden of Allah. Sin embargo, antes de decidirse a invertir, quiso asegurarse de que la opinión católica no condenaría su proyecto. La historia ya se había filmado antes sin suscitar polémica alguna. ¿Condenaría ahora la Legión una película que abordaba temas tan delicados? ¿Cómo podría el film presentar la relación física entre Domini y Boris? ¿Podría Boris regresar al convento tras esa relación de la que había nacido un niño? Selznick quería que Breen se comprometiera en el sentido de que ni la PCA ni la Legión pondrían objeciones a su producción[134]. Breen ya tenía en sus archivos una reacción muy negativa del padre Daniel Lord, que en 1932 le había dicho a Jason Joy que él «aconsejaba encarecidamente» que no se filmara The Garden of Allah porque pensaba que era una novela «peligrosa»[135]. A la vista de la reacción de Lord, Breen decidió solicitar el dictamen católico. A tal fin, escribió al padre Wilfrid Parsons, de America; al reverendo Edward S. Schwegler, jefe de la Legión en Buffalo; a monseñor Joseph Corrigan, un viejo amigo de Filadelfia y cabeza del movimiento de la Legión en esa ciudad; y al padre Daly, de Los Ángeles. Breen les pidió que leyeran el libro y que le hicieran conocer su opinión respecto a una posible adaptación cinematográfica. Los sacerdotes concluyeron que el proyecto era «poco prudente». Monseñor Corrigan y Devlin se opusieron rotundamente. Parsons pensó que había una posibilidad de combinar el libro y el Código. Schwegler le dijo a Breen que la idea de que «un monje tuviera relaciones carnales con una mujer ponía directamente el dedo en la llaga». A Schwegler también le preocupaba otro pasaje de la novela: el monje, que acaba de abandonar el monasterio, se dirige a un cabaret en que las mujeres bailan para entretener al público masculino. Se sienta en un rincón del club, donde una bella bailarina repara en él y le dedica una seductora danza. Si el film iba a presentar ese baile «bárbaramente sensual» descrito en la novela, sin duda terminaría incluido en todas las listas negras del país[136]. No obstante, Breen no le pidió a Selznick que abandonara el proyecto; en cambio, le instó a que convirtiera la película en un alegato positivo en defensa del poder de la auténtica religión sobre el deseo carnal. Aunque los sacerdotes concluyeron que el argumento era «poco prudente», todos estuvieron de acuerdo en que era posible que Boris regresara a la vida monástica. Breen alentó a Selznick diciéndole que «como católico, quisiera decir que no me sentiría ofendido por la película»[137]. Selznick se sintió más tranquilo y le dijo al censor que estaba dispuesto a sacar adelante el proyecto, que «respetaría a la Iglesia», si Quigley y el Consejo de Censura británica le aseguraban que no pondrían objeciones de importancia. Breen le informó que no había objeciones de ninguna de las dos partes. Convencido de que los católicos no condenarían el film, y de que no se le cerrarían las puertas del lucrativo mercado británico, Selznick puso manos a la obra. El productor eligió a Marlene Dietrich para el papel de la virginal Domini, criada bajo el manto protector de un convento católico. Para la actriz alemana se trataba, por no decir más, de un cambio espectacular en su repertorio. En Der Blaue Engel (1930) pervertía a un profesor universitario entrado en años. En Morocco (1930), Dishonored (1931), Shanghai Express (1932), Blonde Venus (1932) y The Devil Is a Woman (1935) repetía el papel de seductora-prostituta-cabaretera. Quizá sea una frase de Shanghai Express la que mejor resuma su personaje cinematográfico: «Hizo falta más de un hombre para poder colocarme el nombre de Shanghai Lili». Mae West había tratado a menudo de suavizar su imagen cinematográfica representando papeles de mujer mala que se vuelve buena. Selznick escogió a Dietrich para el papel de una mujer cuyo amor por la religión (católica) era más fuerte que el amor que sentía por un hombre. En torno a Dietrich, Selznick reunió un elenco internacional. Charles Boyer, un prometedor joven actor francés, interpretaría a Boris, el monje amante de Domini; Basil Rathbone, nacido en Sudáfrica, al conde Anteoni, un noble europeo a la búsqueda de aventuras en el Sahara; el australiano Alan Marshall aparecería en el papel de un apuesto legionario francés. Para el papel de la exótica bailarina árabe que tienta a Boris, Selznick escogió a la vienesa Tilly Losch. El astro británico C. Aubrey Smith interpretaría a un paternal sacerdote. Para dirigir este estelar elenco, Selznick contrató a Richard Boleslawski, de origen polaco, quien había trabajado como actor y director en el Teatro de Arte de Moscú y servido como oficial de caballería en el ejército polaco, enfrentado a los bolcheviques en 1919. Selznick los embarcó a todos en el proyecto —junto con un zoológico compuesto de quince camellos, treinta caballos y varias cabras, ovejas y burros— y los mandó a Yuma (Arizona), cuya topografía recordaba las dunas del Sahara, y allí, en menos de veinticuatro horas, un equipo de decoradores levantó la «antigua ciudad» de Beni-Mora. Desde Los Angeles llegaron palmeras datileras y también las líneas telefónicas que servirían para mantener informado a Selznick, que sabiamente decidió quedarse en Culver City. Durante tres semanas el elenco vivió en un campamento en el desierto, enfrentado a los escorpiones y las culebras, y soportando los rigores del sol y de la arena. El termómetro hervía: 64o C. El maquillaje se derretía y los nervios estallaban. Dietrich se desmayó dos veces durante el rodaje; Boyer se mareó en su primer paseo en camello, y las tres cámaras de Technicolor de Selznick tenían que desmontarse a diario para quitarles la arena[138]. Cuando el equipo regresó a Culver City para completar la filmación, Selznick hizo transportar a los estudios ochenta toneladas de arena del desierto de Arizona para garantizar la autenticidad de las escenas. Nadie se explica que Selznick no se haya dado cuenta de que los actores tenían que retozar en esa arena ardiente vestidos con pesados trajes británicos. The Garden of Allah llegó a la pantalla «catolificado». La escena que abre el film se desarrolla en el convento de Santa Cecilia, situado «en alguna parte de Europa». La primera toma de Dietrich nos la muestra bañada por la luz de las velas, en una pequeña capilla, rezando frente a una imagen de la Virgen. Los niños del convento (entre los que se encuentra Maria, hija de Dietrich en la vida real) la observan, y preguntan quién es. «Es Domini Enfilden», responde una monja, que estudió aquí de pequeña y ha dedicado su vida a su padre enfermo, que acaba de morir. En la película, Domini ha regresado al convento, no a causa de una crisis religiosa, sino para que la madre superiora (Lucille Watson) le aconseje sobre lo que debe hacer con su vida. Domini es hermosa y rica, y está confundida. La madre superiora le aconseja que deje Europa y encuentre su destino en el desierto. La acción pasa a un monasterio trapense en el norte de Africa, habitado por «hombres que han hecho votos de castidad, pobreza y silencio». Un soldado francés, De Trevignac (Alan Marshall), está a punto de partir tras recuperarse de las heridas sufridas en una batalla. Admira la devoción de los monjes y su capacidad para vivir en silencio. Mientras comparte la última comida con ellos, prueba un licor especial preparado en el monasterio por el hermano Antoine, el único que conoce la fórmula secreta. Un monje va a buscarlo, y descubre que éste ha escapado del monasterio, convertido en Boris Androvsky. Domini y Boris, cada uno por su lado, se dirigen a la famosa ciudad amurallada de Beni-Mora, a la que llegan en el mismo tren. Domini se aloja en casa del padre Roubier (C. Aubrey Smith), un sabio y cariñoso sacerdote. Roubier escoge a Batouch (Joseph Schildkraut), un guía que habla inglés, para que le enseñe a Domini los sitios turísticos. Por razones desconocidas, Batouch la lleva a un antro de iniquidad: un infame cabaret donde la hermosa Irena (Tilly Losch) despliega sus dotes de seductora bailarina ante cientos de árabes lascivos. Aparte de las bailarinas, Domini es la única mujer en ese sórdido establecimiento, en el que reina una atmósfera en la que Dietrich se habría sentido cómoda, pero en la que Domini está terriblemente fuera de lugar. No importa: cuando Irena comienza a bailar, se arma un pandemonio. Irena ve a un hombre solo sentado en un rincón; es Boris, vestido con un traje poco elegante, claramente nervioso e incómodo en ese ambiente pecaminoso. Irena se pone a bailar para él, gira y se contorsiona frente al pobre ex-monje, que suda profusamente. Domini se da cuenta de que el extraño no está pasándoselo bien y le pide a Batouch que haga algo. Batouch le explica que Irena quiere dinero; una moneda sería suficiente para apartarla. Cuando el aturdido Boris pone por fin una moneda en la frente de Irena, ésta desaparece entre el grupo de hombres que la vitorean. Esta escena podría considerarse una repetición de la danza de la tentación en The Sign of the Cross, de DeMille, o bien simplemente como el esfuerzo de una bailarina por conseguir su moneda. La pobre Irena se vio obligada a seguir bailando frente a Boris porque el pobre hombre no conocía las reglas del juego. Poco importa en qué haya estado pensando Boris mientras miraba bailar a Irena; el mensaje dirigido al público es solamente que ella quería dinero. Se desencadena una pelea en el local y Boris entra súbitamente en acción. Atraviesa la sala y pone a Domini a salvo caballerosamente. Los dos, seres confundidos que buscan un sentido a la vida, se enamoran a primera vista. El desierto se convierte en un romántico vergel en el que los enamorados juguetean en la arena y cabalgan largas horas al atardecer: Domini, increíblemente bella; Boris, terriblemente guapo. Sin embargo, en Boris hay algo extraño y sospechoso: cada vez que surge el tema de la religión, reacciona violentamente. Cuando el padre Roubier intenta hablar con él, Boris le rehuye. Cuando unas jóvenes descubren su crucifijo, él lo arroja a un estanque. Cuando Domini se interesa por el inquietante joven, el cariñoso padre Roubier se convierte de repente en la «voz de la moral»: «Mi primer deber es protegerte. Te aconsejo que no te hagas amiga de ese hombre». Domini se queda estupefacta ante tamaña revelación: «Perdóneme si no hago caso de su advertencia, padre». El padre Roubier está abatido: «Oh, el paganismo de Oriente, ése es el espíritu de esta tierra. Has venido a una tierra de fuego y creo que tú también estás hecha de fuego». Domini se marcha a toda prisa a ver a Boris. Nada ni nadie puede impedir que los dos enamorados se casen. El padre Roubier celebra la ceremonia de mala gana, y la pareja se va de luna de miel con una enorme caravana que se adentra en el desierto. Pasean de oasis en oasis, a cual más bello. Domini siempre envuelta en vaporosas túnicas de seda y satén; Boris, con un traje de desierto durante el día y elegante esmoquin blanco por la noche. Beben champagne y se miran a los ojos. Una noche, Boris no regresa, y Domini se sube a un minarete y agita una antorcha para que sirva de guía a su amante. La ven, pero no es Boris, sino un pequeño contingente de soldados franceses. «Somos una patrulla y nos hemos perdido», le dice De Trevignac a Domini al caer a sus pies. La llegada de De Trevignac señala el principio del fin para Boris y Domini. El soldado francés, que ha estado en el monasterio, reconoce a Boris y se da cuenta de que es el monje fugitivo. El galante legionario rechaza la invitación de Domini a cenar esa noche y vuelve al desierto disgustado. Domini está perpleja ante este extraño comportamiento. Poco después de la partida de De Trevignac, aparece en el campamento el apuesto conde Anteoni (Basil Rathbone), que se había hecho amigo de Domini en Beni-Mora. De Trevignac le ha contado al conde que Boris es un monje fugitivo; Anteoni viene a ponerlo en evidencia. Durante la cena, el conde comienza narrar un cuento bastante intrincado acerca de un monasterio local famoso por su delicado licor. Por desgracia —les dice a sus anfitriones—, el licor ha dejado de fabricarse porque el único hombre que conocía la fórmula secreta ha desaparecido. «¿Ha muerto ese monje?», pregunta Domini. «No», dice Anteoni, «ha escapado». «¿Después de hacer los votos?», pregunta Domini. «Sí, es triste pero es así», dice Anteoni. Domini se indigna. «¡Qué horror! ¿Cómo es posible que haya hecho algo así?». El pobre Boris está angustiado: «¿Por qué no?», pregunta. «Boris —dice Domini —, un hombre que ha contraído el más sagrado de los matrimonios, el matrimonio con la Iglesia, no puede romper ese voto». El conde Anteoni tira a matar. «Este hombre que ahora se ha internado en el mundo, ¿qué puede esperar después en Él?». Boris sale en su defensa: «¡Felicidad, alegría!». Domini lo mira. Lentamente su expresión cambia y se convierte en odio cuando se da cuenta de que él es el monje fugitivo. Sin embargo, este film trata de la fe y la regeneración, no del odio. Al día siguiente Boris le cuenta a Domini la historia de su vida. Ambos ven con claridad que Boris tiene que seguir el camino de su verdadera vocación. Regresan a Beni-Mora y en la estación de tren, cuando se despiden para siempre, Domini le consuela: «Somos creyentes, Boris. Estoy segura de que en el otro mundo estaremos juntos para siempre». Domini le ruega que la perdone. Boris exclama: 12. La danza de la tentación de Tilly Losch para Charles Boyer en The Garden of Allah, de David O. Selznick. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. ¡No, Domini, no! Siempre pensaré en ti. Hasta el fin de mi vida. Quizá haya nacido para servir a Dios, pero me atrevo a pensar que también nací para conocer tu belleza y tu ternura. Desde que he sido capaz de rezar otra vez, le he agradecido a Dios el haberte conocido. Pues conociéndote a ti, lo he conocido a Él. Domini y Boris toman un carruaje que los lleva al monasterio. Se abrazan y después él se marcha por el largo sendero que lo devuelve a una vida de castidad, pobreza y silencio, y, por supuesto, a la fabricación de su célebre licor. Un coro entona el Gloria, gloria in excelsis Deo. Domini estalla en un sollozo histérico. THE END. A Breen le encantó, y se deshizo en elogios a Selznick, a quien le dijo que era «soberbia…, está tan sutilmente tratada, con una delicadeza de sentimientos que la convierte en una obra sobresaliente, encomiable para nuestra industria cinematográfica»[139]. En cambio, a Dietrich le pareció pésima. Más tarde comentó que había estado a punto de equivocarse en los diálogos. «Imagínense —dijo—, tener que decir cosas como: “Sólo Dios y yo sabemos lo que hay en mi corazón”. ¡Qué horror! Les aseguro que estuve a punto de morirme»[140]. Dietrich se había quejado al director de diálogos: «¡Este guión es una basura!»[141]. La temperamental estrella refunfuñaba tanto que al final Selznick le ordenó que dejara de quejarse. «Se me está acabando la paciencia», le dijo Selznick a Boleslawski, y añadió: «No estoy dispuesto a tolerar más críticas basadas en el supuesto de que los actores saben más de guiones que yo»[142]. Aunque a Breen y Selznick el guión les pareció aceptable, el católico Graham Greene coincidió con Dietrich y consideró que las pontificaciones morales eran exageradas: «¡Qué desgracia! Mi pobre Iglesia, tan pintoresca, tan noble, tan sobrehumanamente pía». A Greene le tranquilizó un poco el hecho de que Boris volviera a destilar el licor del monasterio. «La idea de que esa dulce y potente bebida se podrá volver a fabricar mitiga la agonía de la despedida»[143]. La opinión de la crítica no fue unánime. El Rob Wagner’s Script escribió: «Es un tira y afloja entre cuatro: Dios, el Mundo, la Carne y el Demonio»[144]. James Cunningham, del católico Commonweal, alabó el film por el «sumo respeto y la delicadeza» con que presentaba «un tema poco habitual y atrevido». No obstante, al crítico le molestó la «sensual danza» de Tilly Losch, que, según él, «podría poner rojas de vergüenza a las reinas del género burlesco de Minsky’s»[145]. El señor Cunningham no debe de haber asistido a muchos locales donde se representaban espectáculos de dicho género, pues Tilly Losch ejecutaba su danza vestida de pies a cabeza. Si bien es cierto que la bailarina se contorsionaba, la cámara enfocaba sus manos; cuando giraba, enfocaba las piernas de las rodillas para abajo. El público de Minsky’s no habría tolerado semejante recato[146]. Quigley se puso de parte del Catholic World, y se enfureció cuando Daly y las mujeres de la IFCA le otorgaron a The Garden of Allah una «A»: «Apta para adultos», pues pensaba que la película se merecía una «C», debido a la escena de la danza frente al monje, que él consideró una danza de la tentación. Las desavenencias en el seno de la Legión continuaron mientras los católicos debatieron cuestiones de moralidad en el cine. En diciembre de 1936, el padre Daly, enfrentado a Quigley, fue despedido por el arzobispo McNicholas y reemplazado por el secretario ejecutivo de la Legión Nacional, el reverendo John J. McClafferty. Sin embargo, la medida afectó muy poco a Breen y a los productores de Hollywood. Las batallas de Breen se libraban contra los productores, no contra el clero neoyorquino. La encíclica papal sobre el cine, redactada por Pío XI en julio de 1936, bendecía a Breen y alababa tanto sus esfuerzos como los de la Legión para mejorar la moralidad en las películas. El Papa, guiado por la mano de Martin Quigley, escribió que «el crimen y el vicio aparecen con menor frecuencia; el pecado ya no se aprueba ni se aclama tan abiertamente; los falsos ideales de la vida ya no se presentan de un modo tan flagrante a la mente impresionable de la juventud»[147]. Breen podía señalar con satisfacción —y lo hizo— el hecho de que ningún film aprobado por la PCA se incluyó, en lo que quedaba de la década, en las listas negras de la Legión. Solamente unas pocas películas extranjeras o indepedientes —de las cuales la más famosa fue la checa Extase, estrenada en Estados Unidos en 1936, y que incluía un desnudo de Hedy Lamarr— recibieron una «C» de la Legión. No se prohibió para los católicos ningún film realizado por los productores adheridos a la organización de Hays y que sometían sus guiones a Breen. Como éste le dijo a Hays, existía «una disposición» por parte de los estudios «a aceptar las opiniones y las valoraciones de nuestra comisión»[148]. En 1936, la oficina de Breen revisó más de 1.200 guiones, celebró más de 1.400 reuniones con productores, directores y guionistas, visionó 1.459 películas (algunas de ellas bastante más de una vez), formuló más de 6.000 opiniones y rechazó 22 guiones de los estudios más importantes. Los 22 guiones rechazados fueron reescritos conforme a las directrices de la PCA, y finalmente se llevaron a la pantalla y se estrenaron con su sello aprobatorio. Cifras similares se registraron en el resto de la década de 1930. En 1939, por ejemplo, la PCA leyó 2.873 guiones, celebró 1.500 reuniones con empleados de los estudios, escribió 5.814 cartas conteniendo una opinión, visionó 1.511 películas y rechazó los borradores de 53 guiones. El parecer de la PCA prevaleció en todos los casos[149]. En resumen, la censura era un buen negocio. Los estudios admitieron que cuando Breen aprobaba un guión tenían menos —y menos costosos— problemas con los Consejos estatales y locales y con los grupos religiosos. Breen se esforzó por llamar la atención sobre el hecho de que las recaudaciones comenzaron a aumentar considerablemente a partir de 1935, y se atribuyó el mérito. En 1938, el negocio estaba en su apogeo: 83 millones de espectadores visitaban las salas norteamericanas cada semana; en todo el mundo, la media era de 220 millones. Breen ayudó a guiar a los productores a través del laberinto de la censura internacional exigiendo la adhesión a su Código de moralidad, y mientras el negocio florecía, la industria estaba dispuesta a respetarlo. Su dominio de la moralidad en el cine era total en 1938. La Legión católica manifestaba pocas quejas relativas a películas que llevaban el sello de la PCA. No obstante, Breen también estaba decidido a esterilizar las películas de contenido político. Poniéndole a algunas la etiqueta de «propaganda», Breen y Hays presionaron a los estudios para que predicaran tanto el conservadurismo político como la moral tradicional. 8. Política en el cine y política de la industria En cuanto una película logra que la gente tome conciencia de su malestar y le sugiere una salida, en cuanto una película presenta un problema moral, económico o político, se le aconseja que no oigan nada, que no digan nada, que no hagan nada. Katharine Hepburn, 28 de octubre de 1938 Hollywood ha sido descrito tradicionalmente como un lugar que prefiere el entretenimiento intrascendente a las películas serias. El viejo dicho, atribuido a Louis B. Mayer, de la MGM —«Si quiere trasmitir un mensaje, envíe un telegrama»—, parecía resumir la actitud de Hollywood hacia las películas de tema social o político. No obstante, filmar películas que abordaban cuestiones políticas y sociales fue bastante común, si no un lugar común. Los estudios lanzaban periódicamente films como Little Caesar, I Am a Fugitive from a Chain Gang, Scarface o Gabriel Over the White House, que combinaban el entretenimiento con el comentario social. Esas películas consiguieron poner nerviosos a Will Hays y a Joe Breen. Los años treinta ofrecían casi infinitos temas a la pantalla. Los periódicos contaban los catastróficos efectos de la Depresión: el hundimiento de Wall Street, los millones de norteamericanos sin empleo, las ollas populares y las colas para comprar el pan. Las chabolas, burlonamente llamadas «hoovervilles», salpicaban el paisaje norteamericano. Los estadounidenses seguían con fascinación, o aprensión, a figuras tan polémicas como el gobernador de Louisiana, Huey Long, y su programa «Share our Wealth» [Compartid nuestra riqueza][1]; el «cura de la radio», padre Charles E. Coughlin, cuyas emisiones semanales —mezcla de teología, política, antisemitismo y economía— eran religiosamente seguidas por millones de oyentes[2]; Francis E, Townsend, de California, que prometía una prosperidad inmediata con su discurso precursor del bienestar social[3]; Upton Sinclair y su campaña para gobernador con el programa EPIC (End Poverty in California)[4], y William Dudley Pelley y Gerald Winrod, fascistas nativos de Carolina del Norte y Kansas, respectivamente, que remedaban el nazismo con rabiosas proclamas antisemitas y de afirmación de la primacía blanca[5]. Entre tanto, en Washington, D.C., el «New Deal» del presidente Franklin D. Roosevelt reajustaba a pequeña escala la economía mediante una combinación de empresa privada e intervención gubernamental, desconocida por la generación anterior, en busca de una fórmula que sacara al país del bache económico. En cuanto a la escena internacional, un sorprendente número de norteamericanos se declaraban admiradores de Benito Mussolini, toleraban la Alemania nazi de Adolf Hitler, y se sentían atraídos por el comunismo ruso o lo atacaban. La Guerra Civil española, el ascenso de Hitler en Alemania, la dominación del Este asiático por Japón y los dramáticos sucesos en el frente local serían los temas que atraerían a millones de norteamericanos a los cines de su barrio. Sin embargo, cada vez que una productora sometía un guión con implicaciones sociales o políticas, se invocaba el Código para atenuar el proselitismo hecho desde la pantalla. Las películas sobre trabajos forzados inquietaron a Jason Joy. Gabriel Over the White House enfureció a Will Hays. Los censores estatales y municipales no tardaron en sentirse ofendidos y pusieron la etiqueta de «propaganda» a cualquier película que contuviera una idea. Los Consejos de Censura extranjeros eran especialmente sensibles a los comentarios políticos y, o bien los eliminaban, o bien prohibían la película en cuestión. Por consiguiente, las películas con mensaje social salían amputadas de los estudios, y los críticos reprendían a la industria por su timidez a la hora de llevar a la pantalla dramas impactantes. La limitación impuesta por la censura pesó sobre los estudios a lo largo de toda la década, pues era especialmente difícil tratar temas políticos y sociales con Hays y Breen empeñados en sanear la política en el cine. A partir de julio de 1934, los estudios que intentaban hacer películas con contenido tenían que pasar por el tubo de la envalentonada Production Code Administration, cuya opinión sobre los films con «mensaje» era cada vez menos favorable. Cuando Breen tuvo pleno control de la PCA, se fijó dos objetivos. El primero, como ya hemos visto, era obligar a los estudios a incluir una «voz de la moral» en las películas que trataban asuntos de esa índole; la finalidad de dicha voz era predicar el comportamiento correcto y dar una lección moral al público; así, todas las películas dejarían bien claro que el mal no es el camino a seguir y que lo correcto es el bien. El segundo objetivo era valerse del Código para forzar a los estudios a limitar los comentarios sociales y políticos. Aunque los reformistas se preocupaban menos por este tipo de producciones, salvo en el caso de las películas de gangsters, a Breen y Hays les preocupaba que los films con tema polémico condujeran a una mayor presión de la censura y a una pérdida de mercados. Como un paralelo a los «valores morales compensatorios», Breen acuñó la expresión «política de la industria [cinematográfica]» para hacer frente a las películas que, aunque desde un punto de vista técnico se ajustaran a las disposiciones del Código relativas a la moral (por ejemplo, I Am a Fugitive from a Chain Gang o Gabriel Over the White House), Hays y él las juzgaban «peligrosas» para el bienestar de la industria porque abordaban temas políticos delicados[6]. Poco después de asumir el poder, Breen envió un memorándum a su personal comunicándole que la PCA interpretaría el Código como «un mandato absoluto para imponer en el cine el respeto de toda ley y de toda autoridad legítima». Breen reiteró la opinión de Lord en el sentido de no fomentar la simpatía hacia los criminales, añadiendo que ninguna película podía contener nada «subversivo a la ley fundamental de esta tierra». En esa disposición se incluía la prohibición de retratar a funcionarios gubernamentales como «infieles a la confianza depositada en ellos sin sufrir las merecidas consecuencias», o a presentar el sistema judicial o las fuerzas policiales de modo tal que pudiera «socavarse la fe en la justicia». Todo lo que pudiera interpretarse como una abierta crítica al Gobierno, al sistema de libre comercio, a la policía o al sistema judicial, era, en palabras de Breen, «propaganda comunista» y, por tanto, era «desterrado de la pantalla»[7]. Las películas no eran un vehículo para la crítica social y política; antes bien, Breen opinaba que eran una oportunidad para promover el «espíritu social del patriotismo». Aunque concebía el cine como entretenimiento, reconocía claramente su potencial educativo. Al fomentar un programa político conservador, Breen sentía que tenía que proteger al público del «cínico desprecio por las convenciones» de que hacía gala Hollywood. Breen pensaba que el cine no debía presentar situaciones de la vida real de un modo excesivamente realista[8]. Por el contrario, el cine debía adherirse a las tradicionales normas morales conservadoras y no desafiar, atacar ni molestar al Gobierno; el cine, de hecho, debía apoyar al Gobierno. Todo esto implicaba que, además de cribar cada nuevo guión en busca de transgresiones morales, Breen y su personal no perdían de vista las connotaciones políticas de los textos e invocaban la citada «política de la industria» para aquellos guiones que, en su opinión, cuestionaban la autoridad constituida, presentaban con demasiada crudeza los conflictos laborales o abordaban directamente cuestiones como el racismo, la pobreza o el desempleo. Los films bélicos y patrióticos vehementes se toleraban; en cambio, se postergaban las películas antibélicas de carácter introspectivo. Colocando la etiqueta de «propaganda» a las películas con mensaje, Breen instaba a los estudios a renunciar a los guiones que caían dentro de dicha categoría, o bien trabajaba para reconvertirlos de tal modo que resultaran inofensivos. Sin embargo, aprender a ser censor no era tarea fácil: aunque Breen parecía determinado a eliminar de las películas el contenido político, durante su primer año tropezó con las mismas dificultades para censurar tanto las alusiones políticas como las morales. Para quienes lo criticaban, Breen era demasiado liberal. Más o menos una década después de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, millones de norteamericanos estaban convencidos de que la participación de su país en «la guerra que pondría fin a todas las guerras» había sido un trágico error. Historiadores revisionistas, periodistas y políticos afirmaban que Estados Unidos había ido a la guerra no «para hacer del mundo un lugar seguro para la democracia»[9], sino para asegurarles el reembolso de Jos créditos de guerra a Jos banqueros norteamericanos y para aumentar los beneficios de los fabricantes de armas. En marzo de 1934, Fortune publicó «Arms and Men», una reveladora lista de fabricantes de armas en la que, una vez más, se los acusaba de iniciar y prolongar las guerras con la finalidad de maximizar las ganancias. La opinión pública estaba tan convencida de la verdad de esa teoría —bautizada «teoría diabólica de la guerra» por el historiador Charles Beard — que el Senado autorizó al senador republicano Gerald Nye, de Dakota del Norte, a dirigir una investigación sobre los «mercaderes de la muerte» norteamericanos. La Comisión Nye, como se la conoció popularmente, comenzó sus audiencias en septiembre de 1934. Un desfile de grandes empresarios y concesionarios de armamento compareció en Washington para testificar. La audiencia adquirió cierta atmósfera circense cuando los tres hermanos du Pont (Irenee, Lamont y Pierre) y sus siete abogados; encabezados por el coronel William J. (Wild Bill) Donovan, llegaron a la capital para responder por sus implicaciones en el comercio internacional de armamento. Los du Pont trataron de minimizar su papel de «mercaderes», pero pasaron un mal momento cuando se reveló que la compañía tenía acuerdos con empresas europeas para proporcionar armas a determinadas zonas del mundo; que tenía, además, grupos de presión en Washington y Ginebra para desbaratar los movimientos de desarme; que había sobornado al Gobierno nacionalista chino para que apoyara un contrato con du Pont, y que había firmado un contrato secreto (posteriormente rescindido) para suministrar armamento a la Alemania nazi[10]. Aunque las audiencias proporcionaron más titulares sensacíonalistas que pruebas concretas de una conspiración internacional, fueron pocos los norteamericanos que no estuvieron de acuerdo con el senador Nye cuando concluyó que las compañías fabricantes de armamento eran «una vergüenza para el comercio norteamericano» y propuso nacionalizar el sector en Estados Unidos[11]. Los codiciosos y potentados capitalistas conspirando en torno a una guerra eran un blanco natural para el cine. En 1934, el productor Walter Wanger, que había tratado el desarme como una fórmula para la paz mundial en Gabriel Over the White House, creó su propia productora y firmó un contrato con la Paramount para producir seis películas por año. Wanger, que valoraba su independencia de los estudios, era, en cuanto productor independiente, libre de elegir sus propios guiones y de disponer su desarrollo y producción. Remozado tras su batalla con Hays por Gabriel Over the White House, y convencido de que los fabricantes de armas eran los responsables de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, Wanger escogió el tema de la conspiración de los fabricantes de armamentos para que Estados Unidos interviniera en la guerra como una secuela de Gabriel Over tbe White House. En palabras de un crítico, The President Vanishes era «un duro ataque a […] los perversos fabricantes de armamento dispuestos a sacrificar miles de vidas con tal de aumentar sus beneficios»[12]. La película enfureció a Hays, y para el moralista Joe Breen, la producción fue una severa lección sobre la importancia de la censura ideológica. Breen leyó el guión de The President Vanishes, escrito por Lynn Starling, Carey Wilson y Cedric Worth en septiembre de 1934, mientras tenían lugar las audiencias de la Comisión Nye. Es posible que a Breen el guión le haya parecido una verdad basada en hechos históricos. El escenario de la película es la Norteamérica contemporánea. En la primera escena, el presidente Stanley, interpretado por Arthur Byron, recibe la noticia de que en Europa ha estallado la guerra, No obstante, el presidente está resuelto a evitar que su país repita el error cometido en 1917 y aboga por una Norteamérica neutral. Sin embargo, recurriendo al tema del poder de los «mercaderes de la muerte», el presidente Stanley no puede competir con un grupo de industriales empeñados en llevar al país a otra guerra sangrienta para beneficiarse. El guión describía a los retoños de la economía estadounidense conspirando en secreto contra el presidente: Andrew Cullen (DeWitt Jennings), dueño de Federal Steel of America, un hombre tan frío «como el acero que fabrica»; Martin Drew (Walter Kingsford), el banquero más poderoso del país; Roger Grant (Douglas Wood), un magnate de la prensa que utiliza sus periódicos para difundir una retórica bélica triunfalista; y Richard Norton (Charles Grapewin), un magnate del petróleo admirado por construir bibliotecas públicas y que secretamente planea derrocar el Gobierno mediante la fundación de una organización fascista —los «Camisas Grises»— formada por matones callejeros. Junto a estos hombres trabaja Corcoran (Charles Richman), un juez federal retirado, que amparándose en su reputación de máximo cabildero de Washington, vende al mejor postor su habilidad para sobornar a congresistas y senadores. Más tarde, Newsweek no dejó de señalar lo que era obvio: «El público se dio cuenta de que algunos personajes se parecían a Andrew Mellon[13], John D. Rockefeller y William Randolph Hearst»[14]. En las primeras escenas del film, los industriales se reúnen en la habitación de un hotel de Washington para planificar su estrategia. Cullen inicia la reunión: Las municiones son mi negocio. De nosotros depende que sean también el negocio de América. ¿Para qué sirven el acero y los proyectiles y la metralla si no hay contra qué dispararlos? ¡Cuánta cháchara sentimentalista sobre la última guerra! ¡Ja! ¿Qué nos costó realmente? Cuatrocientas mil vidas. ¡Nada! Nos dio, en cambio, el periodo más próspero que ningún país haya tenido jamás […]. Ahora hay otra guerra en Europa y cada minuto que tardamos en entrar en esa guerra nos cuesta millones. El banquero está de acuerdo; ha prestado millones a los gobiernos extranjeros: «Si no entramos en guerra, nunca recuperaremos nuestro dinero». El juez Cormorán asegura a los industriales que el Congreso votará a favor de la intervención pese a la oposición del presidente. Grant, el director del periódico, reflexiona. Lo que en realidad necesitamos, dice, es un slogan con gancho como «Recordemos el Maine»[15] o «Hagamos que el mundo sea un lugar seguro para la democracia», un slogan que atrape el espíritu de la nación y que no permita que el presidente impida que nuestro país entre en guerra. Al final deciden que el slogan perfecto es «SALVEMOS EL HONOR DE ESTADOS UNIDOS». Por si alguien del público no comprendía lo que Wanger intentaba comunicar, la escena termina con una imagen de los hombres apagando sus grandes puros en un cenicero, seguida de un rápido corte a una imagen de buitres despedazando a sus víctimas. Está claro que a esos hombres no les remuerde la conciencia pensar que están utilizando a la gente como carne de cañón si eso aumenta sus beneficios. Bajo el disfraz del patriotismo, ambicionan otro derramamiento de sangre. A esta escena sigue un montaje de titulares de periódicos y de programas radiofónicos que se hacen eco del llamamiento patriótico. La crédula opinión pública es una presa fácil y exige que Estados Unidos entre en guerra. La única oposición no procede de republicanos o demócratas, sino del Partido Comunista norteamericano. En una de las escenas más sorprendentes de la historia de Hollywood, puede verse a un joven dirigiéndose a una multitud en la calle: Compañeros: lo que quieren es vuestra sangre —mi sangre—, la sangre de los trabajadores. Para que así los capitalistas «chupasangre» [el guión señala un «¡Buuu!» de la multitud], sí, sí, para que así los capitalistas «chupasangre» se hagan más ricos. Mañana… el Congreso dirá que hemos de ir a la guerra para salvar nuestro honor. Y sólo una cosa podrá detenerlo: afiliaos al Partido Comunista. El público es atrapado por el sincero discurso y comienza a vitorear. En ese momento, los «Camisas Grises», guiados por Lincoln Lee (Edward Ellis), irrumpen entre la multitud y golpean al público y al orador. La policía brilla por su ausencia. La cámara sigue entonces a Lincoln Lee que pronuncia varios discursos histéricos de corte hitleriano en los que pide que se envíe a prisión o se ejecute a quienes se opongan a la guerra. El Gobierno legítimo es impotente para detener a las tropas de asalto de Lee, que disuelven todas las manifestaciones pacifistas. Mientras la gente exige intervenir en la guerra, la primera víctima es la libertad de expresión. Sólo el Partido Comunista norteamericano insta a los trabajadores a no dejarse llevar a la muerte para engrosar las arcas capitalistas. Según el presidente, esta histérica exigencia de entrar en guerra es un puro disparate, pero él tampoco puede hacer nada para detener esa manía nacional. Cuando el Congreso se dispone a aprobar una declaración de guerra, el presidente, desesperado por encontrar una manera de impedirlo, organiza su propio secuestro. Repentina e inexplicablemente, la atención nacional deja la guerra a un lado y se concentra en la búsqueda del presidente. Durante este interludio, los conspiradores comienzan a pelear entre sí. Tras un tiempo prudencial, en el que la opinión pública recapacita y cambia de parecer, el presidente sale de su escondite y promete: «Ni un solo muchacho norteamericano será enviado a dejar su sangre en suelo extranjero para garantizar el cobro de los préstamos». Descubierta la trama, los conspiradores son arrestados y se restablece la democracia. Wanger quería hacer una película antibélica que se beneficiara claramente de la publicidad generada por las audiencias de la Comisión Nye y la sensación generalizada de que los banqueros y los fabricantes de armas habían engañado a los norteamericanos para entrar en la Primera Guerra Mundial. En cuanto film antibélico, The President Vanishes no puede ni compararse con All Quiet on the Western Front (1930). Breen se inquietó por algunos puntos del guión, pero, sorprendentemente, a pesar del mensaje «anti-grandes negocios», del tema de la corrupción en el Gobierno y del homenaje al Partido Comunista, estaba convencido de que, con algunos cambios menores, el film se ajustaría al Código[16]. En una serie de reuniones y cartas advirtió al productor que no caracterizara al vicepresidente como un «borrachín» o como un instrumento de «un codicioso grupo de capitalistas». También le preocupaba la descripción que hacía Wanger de los conspiradores. Desde el punto de vista de la «política de la industria», Breen escribió: «Cuestiono la oportunidad de que usted designe a los villanos como representativos de la industria norteamericana». «Es probable que esta caracterización», aconsejó Breen, «ocasione a la industria infinitos problemas, porque el resentimiento sin duda será muy fuerte». Asimismo sugirió que Wanger resolviera el problema presentando a los villanos como miembros de «una combinación que representa a figuras mundiales de la industria armamentística con un punto de vista internacional». En su opinión, eso «reduciría las críticas». Sin embargo, Breen le dio a Wanger una alternativa: «Si quiere conservar a los personajes tal cual están, indique entonces que no son representativos de sus respectivas profesiones. Debe quedar perfectamente claro que la gente del acero de este país no tomaría parte en negocios tan nefastos»[17]. Quizá Breen creyera en la teoría de la conspiración relativa a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial que se exponía en esos momentos en Washington. No es nada extraño que en alguna medida actuara influido por las audiencias de la Comisión Nye. En cualquier caso, Breen aprobó el guión de Wanger con muy pocos cambios y, pese a su aversión al comunismo, toleró el discurso sobre los «chupasangre». No obstante, Breen le pidió a Hays que viera la película, pues, aunque creía que no violaba el Código, aceptaba que podía ser «cuestionable» desde la perspectiva de la «política de la industria». Por su propia cuenta y riesgo, Breen estampó el sello aprobatorio de The President Vanishes en noviembre de 1934 [18]. Cuando Hays vio el film en Nueva York, varias semanas después de que Breen aprobara la copia final, se enfureció. Wanger precipitaría una crisis con The President Vanishes de la misma manera que con Gabriel Over the White House. Una vez más se encendieron los proyectores en las oficinas centrales de la MPPDA. Después de que Hays y su Junta de Directivos vieron el film, se le ordenó a Breen que retirara el sello aprobatorio de la PCA. En opinión de Hays, la película era «propaganda comunista; un retrato subversivo del Gobierno norteamericano, contrario a los principios generalmente aceptados de la ley y el orden establecidos y, quizá, sospechosa de traición a la patria». Hays quería concretamente que se eliminara el apasionado discurso del joven comunista; ordenó a Breen que reiniciara negociaciones con Wanger y organizó una reunión de emergencia con el consejo de administración y el presidente de la Paramount, Adolph Zukor, en Nueva York[19]. Hays dejó clara su posición. En primer lugar, le aclaró a Breen quién mandaba y le dijo que actuara según «lo programado», esto es, que le dijera a Wanger qué hacer con la película. No debía negociar con el productor, sino especificarle con exactitud los cambios necesarios. Si se efectuaban esas modificaciones, Breen debía decirle a Wanger que consideraría la posibilidad de otorgarle un nuevo sello de la PCA, pero que eso no debía darse por sentado, incluso una vez eliminado todo el material ofensivo. Hays quería que Wanger sudara la gota gorda, y también enviar otro mensaje a Hollywood, a saber: que eran él y Breen quienes tenían autoridad para aprobar una copia final en Hollywood, no los directores, los productores o los propietarios de los grandes estudios. Para reforzar ese mensaje, Hays le ordenó a Adolph Zukor que retirara el film hasta que se hicieran los cambios solicitados[20]. Zukor obedeció dócilmente. The President Vanishes no abordaba cuestiones morales, pero Hays creía que era competencia del Código impedir la exhibición de películas «peligrosas»: El cine, en cuanto medio de entretenimiento popular que no sólo debe reflejar correctamente nuestras instituciones ante nuestro pueblo, sino también ante los pueblos de todo el mundo, no tiene derecho a presentar una imagen distorsionada que condene a la banca, a la industria petrolífera, a la industria siderúrgica y a la prensa per se como mercaderes de la guerra, ni presentar al Partido Comunista como principal protagonista […] y que señale tan alto grado de banalidad y corrupción en nuestro Gobierno y nuestra maquinaria política que ni siquiera se puede confiar en que el servicio secreto de la nación protegerá al presidente de Estados Unidos[21]. Hays, a quien a menudo se acusaba de no ir nunca al cine, vio The President Vanishes varias veces en su despacho. El film no le gustó en lo más mínimo, e insistió en que no había montaje capaz de eliminar todas sus objeciones. Sin embargo, se encontraba en una posición difícil: Breen había aprobado la película de Wanger, y el productor amenazaba con una acción legal si se le obligaba a retirarla. Si de algo tenía miedo Hays, era de una sentencia que pudiera hacer peligrar el sistema de control aplicado por la MPPDA. Aunque Hays y Breen citaban la «moral» como la fuerza que impulsaba la censura cinematográfica, Wanger podía probar que los censores estaban empeñados en controlar algo más que eso. En el momento en que se celebraban las audiencias, habría sido más que embarazoso obligar a la industria a explicar por qué razón se oponía a aprobar una película de ficción que presentaba a empresarios corruptos y faltos de toda ética que pretendían que el país se embarcara en una guerra extranjera. En consecuencia, Hays aceptó que el film se exhibiera si se eliminaba el discurso comunista sobre los «chupasangre» y si se hacían algunos otros cortes para suavizar el tono general de la película. Cuando Wanger se mostró de acuerdo, Hays autorizó el estreno. No obstante, Wanger estaba dispuesto a desafiar la autoridad de Breen, Hays y el Código. En una entrevista concedida durante la polémica, dijo a los periodistas que, en su opinión, «Hays debía hacerse cargo de la censura de las tiras cómicas». El productor planeó en secreto poner en apuros al zar del cine. En lugar de hacer los cambios que se le exigieron, Wanger envió una copia de la película a Pennsylvania, que tenía fama de poseer uno de los Consejos estatales más conservadores, con el discurso de los «chupasangre» intacto, esperando que ese Estado lo aprobara. Si se aprobaba en Pennsylvania, Hays quedaría como un tonto. El plan de Wanger fracasó cuando las sensibles antenas políticas de los censores de Pennsylvania captaron el alegato procomunista. Cuando exigieron que se eliminara la escena que consideraban ofensiva, la Oficina Hays descubrió el subterfugio. Hays se puso furioso cuando el estudio admitió que el film se había estrenado con conocimiento» de los directivos de la Paramount en Hollywood. Zukor, sometido a otro sermón de Hays, garantizó personalmente que sólo se distribuirían las copias «aprobadas»[22]. La crítica no fue unánime. The President Vanishes «es bastante aterradora si se piensa en lo impotentes que somos frente a la fuerza y la brutalidad de los ricos», dijo Harrisotns Reports[23]. El North American Review señaló que el mensaje según el cual las grandes empresas podían manipular el país para llevarlo a la guerra era «un punto de partida claramente nuevo» para Hollywood, pero se burló de que la industria solventara la crisis mediante una huida del presidente[24]. El New York Times dijo a sus lectores que el film era «un agudo melodrama que se ceba en los fabricantes de la guerra con una violencia pintoresca»[25]. Hays respiró cuando el público hizo caso omiso del film. The President Vanishes, con su propuesta antibélica y anti-grandes negocios, representaba el tipo de película que Hays no quería que se rodara. Hays estaba empeñado en ser tan restrictivo con los films que abordaran temas sociales y políticos como con aquellos que parecían desafiar los valores morales tradicionales. Y se lo dejó bien claro a Breen, que aprendió una lección que tardaría en olvidar: era mejor ser demasiado restrictivo que demasiado permisivo. Asimismo, la experiencia sirvió para comunicar a los estudios que calar demasiado hondo en ese tipo de asuntos era una tentadora invitación a la Oficina Hays, con sus costosas modificaciones de la copia final. Si eran las ganancias lo que movía a Hollywood, cada vez era más evidente que lo más provechoso era evitar los temas políticos. El mensaje de evitar los temas sociopolíticos lo recibió, incluso más enérgicamente, la Warner Bros, cuando sometió el guión de Black Fury, centrado en los problemas laborales de la industria del carbón, un sector que ofrecía amplias oportunidades de presentar ejemplos dramáticos. Los United Mine Workers, encabezados por el polémico John L. Lewis, luchaban por los derechos fundamentales de la dignidad humana en uno de los sectores más conservadores de la industria norteamericana. Violencia, pobreza y desesperación eran el común denominador de las ciudades carboneras de Estados Unidos. Aunque todo el mundo admitía que los mineros trabajaban en condiciones prácticamente intolerables, cualquier película sobre la industria del carbón sería indefectiblemente objeto de las estrictas limitaciones impuestas por la PCA. El guión se basaba en un incidente real: el asesinato de un minero por la policía privada de la empresa en Imperial (Pennsylvania), en 1929. Tras jubilarse, el juez M.A. Musmanno escribió un libro sobre dicho incidente, y Harry R. Irving concibió una pieza teatral centrada en las miserables condiciones de vida de los mineros y en el asesinato. La Warner Bros, adquirió los derechos de ambas obras y asignó la adaptación a los guionistas Abem Finkel y Carl Erickson. El estudio seleccionó a Paul Muni para el papel de Joe Radek, un minero trabajador, líder de los huelguistas. Muni, después de haber protagonizado I Am a Fugitive from a Chain Gang y Scarface, se preparó para esta interpretación yendo a las minas de carbón de Pennsylvania, donde vivió y trabajó con los mineros durante varias semanas. La presencia de Muni en Pennsylvania dio lugar a rumores según los cuales la película intentaba ser una impactante descripción de la vida en la minas. La National Coal Association no tardó en responder; su portavoz, J.D. Battle, protestó ante Will Hays porque el film de la Warner le había sido descrito como «muy poco favorable» al sector, y «pensado para hacer mucho daño en caso de que se exhiba». Como era de prever, Hays le aseguró a Battle que la industria no produciría una película de esas características y le prometió transmitir sus preocupaciones a Jack Warner. Hays alertó a Breen para que estuviera preparado cuando recibiera el guión[26]. Breen no necesitaba que lo pincharan demasiado para ser sensible a la industria del carbón. Antes de comenzar a trabajar como censor, había sido director de relaciones públicas de la Illinois Peabody Coal Corporation. En 1929, las minas de Peabody habían sido escenario de violentos conflictos laborales que Breen definió de «iniciativa comunista»[27]. «Podéis estar seguros de que mantuve los ojos bien abiertos ante la magnitud de sus acciones [comunistas]», le dijo Breen al padre Wilfrid Parsons, de America, para quien escribía una serie de artículos sobre el carácter subversivo del comunismo en Estados Unidos[28]. Cuando el guión llegó a la PCA en septiembre de 1934, a Breen y a su personal les pareció inquietante. Black Fury no contenía ninguna violación del Código desde el punto de vista moral, pero planteaba, no obstante, algunas cuestiones polémicas. Como había temido el jefe de la National Coal Association, el guión responsabilizaba a los propietarios por las inhumanas condiciones de trabajo en las minas y por mantener a los trabajadores en una especie de moderna servidumbre industrial. Los mineros acaban rebelándose con una larga y enconada huelga. El guión introducía después una típica reacción de la patronal: la contratación de «esquiroles». Los trabajadores son intimidados por una fuerza de policía privada cuya ley es el terror, mediante las palizas a los mineros, y todo con el visto bueno de los propietarios. Todo esto puso a Joe Breen muy nervioso. En una larga y minuciosa evaluación del guión, Breen advirtió a Jack Warner de los peligros potenciales de Black Fury. Le recordó al productor que ya había suficiente «inquietud industrial» en el país y le instó a que modificara el guión de tal modo que no se acusara a «los legítimos líderes de los trabajadores» ni a los empleadores y que se hiciera recaer la culpa en la policía privada, que son «los deshonestos provocadores». Según Breen, esa estrategia libraría al guión de cualquier crítica razonable[29]. Más que simplemente censurar una película, Breen trabajaba a menudo junto con los estudios para eliminar de los guiones el material conflictivo sin destrozar las líneas generales del argumento. Esa colaboración impedía que los estudios perdieran dinero en sus inversiones y permitía a Hays y Breen controlar de cerca el contenido de las películas. Black Fury fue un claro ejemplo. Breen le dijo a Warner que el film se podría realizar si el estudio modificaba el guión de tal modo que dejara de ser una seria crítica de las condiciones laborales de la industria del carbón y un retrato de la lucha de clases, para convertirse en un film que presentara a un comprometido y humano propietario de una mina que colabora con un legítimo sindicato de trabajadores correctamente tratados, todos los cuales son llevados mediante un engaño, obra de agitadores externos, a una huelga no deseada e innecesaria. Era un golpe de genio creativo. Warner, que había tenido sus propios conflictos laborales, era receptivo a la imagen del empresario amable liado en una costosa huelga[30]. Amparándose en la «política de la industria», Breen le dijo a Warner que aunque el guión no violaba específicamente el Código, lo consideraba peligroso para el bienestar general de Ja industria cinematográfica. Breen solicitó que se efectuaran unas modificaciones que harían de la película un tributo tanto a la patronal como a los trabajadores. En primer lugar pidió que se añadieran algunos diálogos que indicasen al público que las condiciones de trabajo, aunque no perfectas, eran objeto de continuas mejoras. «Se trata —escribió Breen— de introducir un diálogo que deje claro que los mineros tienen muy poco de qué quejarse, que [los agitadores] no tienen razón cuando critican a la compañía». Breen también le pidió a Warner que el dirigente del sindicato legítimo se dirigiera a los miembros del sindicato [y al público] recalcando que las recientes mejoras de las condiciones de trabajo eran «razonables […] y aceptables para los trabajadores organizados». Para ser claro, Breen le dijo a Warner que «si los mineros […] iban a la huelga, la compañía tendría derecho a rescindir [el contrato] y a emplear a otros trabajadores»[31]. En ese caso, Breen esperaba que el público entendiera que el propietario se preocupaba por las condiciones de trabajo y que se comprometía a colaborar con el sindicato legítimo para lograr una relación armónica entre ambas partes. Breen le subrayó a Warner la importancia de no presentar al presidente de la compañía como un enemigo de los trabajadores. Debería parecer, le dijo al productor, que el presidente se ve obligado a contratar rompehuelgas «contra su voluntad». Para Breen, lo importante era que el propietario no contratara esquiroles para desarticular el sindicato, sino porque los trabajadores no han cumplido un contrato legítimo y vinculante, es decir, porque no tiene otra opción. La reestructuración de la fuerza de policía privada fue un poco más difícil; era necesaria por motivos dramáticos. En Black Fury, ellos eran «los villanos». Breen quería que el film no dejara lugar a dudas de que el patrón contrataba a policías privados para proteger su propiedad, no para aterrorizar a sus trabajadores. Como dijo Breen, «desde el punto de vista de política general, cometeríamos en nuestra opinión un grave error si presentamos a la compañía como tolerante [con la policía] o aprobando el trato brutal» a los trabajadores. «Debe quedar claro —le dijo a Warner— que ese trato es responsabilidad de Jenkins y de McGee [los policías de la empresa], y no de la compañía»[32]. La idea de Breen era directamente opuesta al guión original, pero podía realizarse con el simple añadido de algunos diálogos sugeridos por el propio Breen, que dejaran claro al público que, si bien los propietarios contrataban fuerzas especiales, la violencia policial contra los trabajadores era instigada y no contaba con la aprobación de aquéllos. La Warner estaba más que dispuesta a cooperar con Breen. La experiencia con Madame du Barry había convencido al estudio de que la colaboración era un buen negocio. Breen estuvo en condiciones de informar a Hays de que el productor Hal Wallis, que anteriormente había discutido con él cada uno de los cortes, seguiría «exactamente nuestras recomendaciones». Breen le aseguró a Hays que ni él ni la industria del carbón tenían «el menor motivo de preocupación». En el guión revisado, «las compañías contratantes y el sector […] no están del lado de los duros. Al contrario, son víctimas, igual que los hombres [los trabajadores], de la sucia intriga de los mañosos». A Hays le encantó la noticia y felicitó a Breen por la nueva versión del guión de Black Fury, realizada «exactamente como debía hacerse». Hays también había estado en contacto con Jack Warner, y le aseguró a Breen que el jefe del estudio «simpatizaba completamente con su propósito»[33]. Breen concedió a la película el sello no 579 de la PCA. ¿Qué vieron los norteamericanos cuando fueron al cine aquel invierno de 1935 para ver la explosiva Black Fury, protagonizada por Paul Muni en el papel del temperamental Joe Radek; Karen Morley en el papel de Anna, su novia; Barton MacLane como el malvado policía McGee, y John Qualen interpretando a Mike Shemanski, el amigo de Joe? El pueblo minero en el que se desarrolla la historia es una comunidad formada por agradables casitas con cercas, bonitos porches y cocinas bien surtidas. Los trabajadores y sus familias, aunque obviamente pobres, van bien vestidos y están bien alimentados. Su estilo de vida parece duro, pero bastante agradable: todos los días van a trabajar sonrientes, haciendo bromas y cantando. La mina en la que trabajan no es un pozo oscuro, frío, húmedo y cargado de polvo de carbón, no. Es un lugar bien iluminado, limpio y en apariencia seguro, con galerías de tres metros de altura como mínimo. Cuando al comenzar la película los hombres interrumpen el trabajo para almorzar, todo parece tranquilo. Los mineros forman un grupo alegre y despreocupado, en el que destaca Radek, que, presumiendo, dice: «Joe Radek quiere a todos y todos quieren a Joe Radek». Su ética de trabajo es bien simple: «Trabaja como una mula» y no te quejes. En este momento de la película Radek no se interesa en absoluto por el sindicato y no es consciente de los problemas que los trabajadores puedan tener; ha ahorrado bastante dinero para pagar la entrada de una granja y está a punto de pedirle a su novia que se case con él, de lo cual se deduce que cualquier minero esforzado y ahorrador podría hacer lo mismo. Mientras los trabajadores almuerzan sin prisas, un minero llamado Cronin (J. Carroll Naish) comienza a rezongar por las condiciones de trabajo. «Aquí las condiciones son peores que en cualquier otra parte», grita. Sin embargo, sus compañeros no están de acuerdo. El enlace del sindicato, Mike (John Qualen), defiende las condiciones en la mina: «Bonitas palabras, Cronin, pero las cosas ya no son tan malas como antes, y además mejoran cada día». Cuando los dos hombres se enzarzan en una pelea, Radek interviene: «Trabajad y no os preocupéis por nada», les aconseja. El público pronto se entera de que Cronin no es en realidad un minero, sino un espía de la Industrial Detective Agency, una turbia organización que fomenta los conflictos laborales. Su trabajo consiste en provocar líos. Desde las primeras escenas queda perfectamente claro que en este pueblo minero no hay quejas legítimas. Joe Radek es el que se convierte en el increíble títere de Cronin. Durante un baile, el sábado por la noche, Radek le pide a Anna que se case con él; pero Anna, sin que Joe lo sepa, odia Coaltown y anhela escapar de su monotonía. Aterrorizada por la perspectiva de una vida igual a la de su madre, escapa a Pittsburgh con Slim, un policía de la compañía. Cuando Joe descubre que lo ha dejado plantado, se emborracha como una cuba. Entre tanto, Cronin ha armado bastantes líos como para atraer a Coaltown al sindicato oficial, el Federated Mine Workers. Se celebra una gran asamblea de mineros para decidir si irán o no a la huelga pese a estar trabajando con un contrato en toda regla. El jefe del sindicato, Johnny Farrell (Joe Crehan), hace un llamamiento: el sindicato tiene problemas, dice, porque algunos listillos están armando follón. Es cierto, admite, tenemos muchas razones para el patalear, pero «recordad que es mejor pájaro en mano que cien volando. Nosotros creemos que las condiciones están mejorando». Farrell hace un resumen de las luchas del sindicato para conseguir esos contratos (el acuerdo Shalerville), y les recuerda a los trabajadores que han dado su palabra a la compañía de que no habrá huelgas durante el periodo de validez del contrato. Si vamos a la huelga, «nos echarán, y tendrán razón, porque no habremos cumplido nuestra palabra» (Breen debe de haber sonreído satisfecho cuando el jefe del sindicato admitía que cualquier huelga sería ilegal). La asamblea se convierte en un caos absoluto; los hombres discuten y pelean. Cronin consigue hacer callar a Farrell y afirma que los dirigentes sindicales son unos corruptos. La mitad de los mineros parece estar a favor de la huelga, la otra mitad quiere seguir trabajando. De repente Radek aparece completamente borracho. Cronin se las ingenia para que nombren a Radek líder de los huelguistas, y debido a la popularidad de éste entre los mineros, los votos a favor de la huelga son mayoría. Cronin se escabulle, informa a su jefe de que ha conseguido dividir al sindicato y se larga del pueblo. Cuando Radek vuelve a estar sobrio, se encuentra a sí mismo a cargo de una huelga sobre la que no sabe nada. Los mineros son expulsados de la mina y pronto se quedan sin sus casas. El presidente de la compañía, John Hendricks (Henry O’Neill) dice que los trabajadores no le han dejado otra opción: debe contratar sustitutos para hacer frente a sus obligaciones con los accionistas y, además, debe proteger su propiedad. De mala gana, contrata una fuerza de policía privada (este paso logra el objetivo de Breen: culpa a dicha fuerza de la violencia que está a punto de desencadenarse). Cuando un policía le señala que los «fortachones» respetan a la policía montada, Hendricks reacciona bruscamente: «Un momento. Los he contratado para que protejan mi propiedad. Les haré responsables de cualquier daño». Hendricks añade que no quiere que se recurra a la fuerza para reprimir a los trabajadores. Pese a todo, los policías siembran el terror en el pueblo y hacen uso de la fuerza a la primera oportunidad. Joe es totalmente impotente y comienza a beber sin parar. Los hombres le pierden el respeto y todo indica que la huelga va a fracasar. Mike, el mejor amigo de Joe, ya no se habla con él. La situación llega a su punto álgido cuando Mike muere en una pelea con los policías. Joe intenta defenderlo, pero lo golpean hasta dejarlo inconsciente y termina en el hospital. Aparentemente, la película se encuentra en un callejón sin salida, pero, de repente, una alicaída Anna regresa al pueblo y convence a Joe de que haga un último intento por vencer. Lo único que se le ocurre a Joe es una movilización de un solo hombre. Roba explosivos y entra a hurtadillas en la mina; cablea todos los pozos y amenaza con hacerlos volar si la compañía se niega a llegar a un acuerdo. Cuando los policías tratan de entrar, Joe hace explotar uno de los pozos. La prensa de todo el país invade Coaltown y en ese momento se le dice al público que Washington está investigando el asunto. Rápido corte a Washington: el Gobierno ha descubierto el hecho de que unos «parásitos criminales» están detrás de la huelga. Joe sale de la mina convertido en héroe nacional, la compañía de policías es denunciada como culpable y el agente que mató a Mike es arrestado por asesinato. La huelga termina, y la vida en Coaltown regresa, es de suponer, a la normalidad. Joe ha ganado, la compañía minera ha ganado, el sindicato ha ganado y, sobre todo, la PCA ha ganado. Sin embargo, incluso esta esterilizada versión de la vida en las minas de carbón era demasiado vivida para los censores estatales de Ohio, Nueva York y Pennsylvania, los cuales prohibieron el film. En los estudios de la Warner, Hal Wallis no podía creérselo: había cooperado a conciencia con Breen, y el resultado era una prohibición por parte de tres de los Estados más importantes del mercado nacional. La decisión sorprendió también a Hays y a Breen. Una vez más, las medidas de un Consejo estatal amenazaban con socavar sus respectivas relaciones con los estudios. La Oficina Hays entró en acción para inducir a los Consejos estatales a que revisaran su decisión. Lo que a los Estados les pareció objetable fue el personaje de Joe Radek, ya que entendían que en la película Joe hacía la justicia por su mano entrando por la fuerza en el almacén de la compañía para robar explosivos que luego utilizaba para volar la propiedad. Cuando Joe sale de la mina, en lugar de ser arrestado es recibido como un héroe. Aunque parezca increíble, los tres Consejos de Censura afirmaron que se trataba de una clara violación del Código porque lograba que el público simpatizara con un criminal. Breen tuvo que aprender una nueva lección sobre cómo funcionaba por dentro la mente de un censor. Breen asignó al Dr. Wingate la tarea de convencer a los Consejos de que Black Fury era, tras la reelaboración del guión, una película que apoyaba tanto a la patronal como a los trabajadores. La posición de Breen era la siguiente: si bien desde un punto de vista meramente técnico Joe comete un acto criminal, no se trataba del «acto de un criminal». Antes bien, el personaje de Joe debía interpretarse como el de «un pobre diablo que se vuelve temporalmente loco debido al fuerte componente emocional de su carácter». Breen estaba convencido de que el público entendería que Joe no era un criminal dedicado a robar y destruir propiedades; simpatizarían con él, pero no con el crimen[34]. No obstante, Breen no era ningún tonto. Conocía, tal vez mejor que nadie en todo Hollywood, la realidad de la vida en las minas. Para impresionar a los Consejos de Censura, le dijo a Wingate que en el film no había nada «inmoral, obsceno o vulgar», y que la película aún estaba bastante lejos de retratar la realidad de una huelga en las minas de carbón. Breen le subrayó además que «aunque los mineros son expulsados de sus casas, golpeados y aporreados por la policía especial», no responden a la violencia con más violencia. «En la vida real, habría mil mineros imitando a Joe para protegerse de la brutalidad de la policía»[35]. A Breen le enfureció que los censores pusieran objeciones a una versión tan suavizada de una huelga minera, y le dijo a Wingate que resaltara ante los Consejos locales el trabajo que la PCA estaba realizando mediante la reestructuración de películas para suavizar las críticas de las condiciones sociales y económicas en un momento de crisis. Wingate se puso en marcha con el mensaje de Breen y consiguió que los Estados citados aceptaran la película. Ohio siguió exigiendo que se cortaran varias escenas, pero Nueva York y Pennsylvania la aprobaron sin nuevos cortes. En las minas de carbón de esos estados no se registraron revueltas que pudieran haberse inspirado en las travesuras de Paul Muni/Joe Radek. De hecho, Black Fury fue un fiasco comercial. La mayoría de los críticos atacó a la película por no tratar honestamente la realidad de la industria minera. El Literary Digest acusó a la Warner de «exceso de simplificación». El New York Times calificó el film de «elegante defensa del statu quo». El Nation tituló su crítica «Medias tintas», y se preguntó por qué razón el estudio tenía que dar «tantas vueltas» para contar esa historia. Theater Arts Monthly dijo que la película era «bastante ingenua, independientemente de que uno piense que los mineros son maltratados en este mundo injusto»[36]. El historiador del cine Lewis Jacobs criticó la película porque «presentaba [la huelga] como una vergonzosa revuelta de mineros instigada por gangsters ajenos al sector. Poco se decía de las privaciones de los trabajadores durante la huelga, y los problemas de los mineros eran presentados por hombres de los que obviamente se daba a entender que eran villanos»[37]. Otis Ferguson, que escribía para el New Republic, fue más tolerante. Reconoció los puntos débiles de la película —que pasaba por alto los problemas reales de los mineros-pero la consideró la «película más enérgica sobre una huelga» hecha en Hollywood. Para Ferguson el film era «extraordinario» porque su ambientación ilustraba la humillación de los trabajadores, una vida llena de privaciones y malos tratos que creaban una atmósfera de violencia «que destruye los nervios de un hombre y se le aloja en el estómago»[38]. Ferguson creía que el director Michael Curtiz describía visualmente la miseria, la suciedad y la desesperación de los mineros sin detallar lo que les ocurría cuando eran echados de sus casas o del trabajo. Tal vez Ferguson vio lo mismo que el presidente de la UAW, John L. Lewis, cuando elogió la película por su «importante contribución» a la lucha de los mineros. Para Lewis el verdadero mensaje de Black Fury era la imagen de una gente digna, trabajadora y honesta, que cree en el sueño americano. En el fondo, Radek sólo quería una esposa y una granja. En la película, los mineros de Coaltown eran tan conservadores como los miembros de la National Coal Association. Sin embargo, es imposible —incluso hoy— ver Black Fury sin percibir la pobreza y la desesperación de los mineros. Aunque el film no ahonde en ese punto, deja bien claro que la gente vivía en una ciudad que era propiedad de la compañía y en casas que también eran de la empresa. Cuando comienzan la huelga, se quedan sin nada. En 1935, el público no necesitaba que los personajes hicieran largos discursos para comprender lo que eso significaba para una familia. Es cierto que el film glorificaba al patrón —algo que probablemente no se merecía— pero también presentaba a los mineros como gente honrada, temerosa de Dios y trabajadora que no pedía nada más que un salario justo, y no eran —como muchos pensaban de los sindicalistas— unos radicales histéricos y terroristas que querían derrocar el sistema. Cuando John L. Lewis vio a los mineros retratados como honestos y trabajadores, apoyó al film, y cuando los miembros de la National Coal Association vieron al empresario retratado como un hombre sincero y honesto que se preocupa por sus trabajadores, también respaldaron Black Fury. 13. Paul Muni amenaza con volar la mina en Black Fury. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Cuando Joe Breen vio la película, sabía que la realidad de las minas de carbón era mucho peor que la presentada en la pantalla; para él, Black Fury señalaba los problemas pero dejaba bien claro que las soluciones y el progreso sólo se podrían alcanzar dentro del statu quo: La moraleja de la historia apunta a subrayar la locura de la huelga, la conveniencia de la paz, la interdependencia del capital y la fuerza de trabajo, y la necesidad de una ley y de un orden. La dirección capitalista y el sindicato están presentados correctamente; la agitación comunista no es tolerada, y el Gobierno mismo tiende una mano para solucionar el problema[39]. Black Fury sería el modelo de las películas que abordaran cuestiones conflictivas: el mundo empresarial, los trabajadores y el Gobierno siempre trabajaban juntos para el pueblo. Una reelaboración creativa del guión había convertido a Black Fury en una reafirmación del statu quo. No obstante, cuando la MGM propuso la versión de la novela de Sinclair Lewis It Can’t Happen Here, que narraba la ascensión de una dictadura fascista controlada por el Gobierno y unos empresarios que trataban brutalmente al pueblo, Hays y Breen supieron que convertir la película en un testimonio progubernamental iba a exigir más que unos simples cambios del diálogo. Lewis comenzó a escribir It Can’t Happen Here en mayo de 1935. En diciembre ya estaba en las librerías y era un best-seller. El ímpetu para escribir el libro procedió, al parecer, de unas largas discusiones políticas con su esposa, Dorothy Thompson —periodista y activista política cuyos poco elogiosos comentarios sobre Hitler le habían valido la expulsión de Alemania—, y, además, de la desilusión del propio Lewis por el clima político reinante en Estados Unidos. Lewis se consideraba, al menos en 1935, un liberal del «New Deal», y estaba horrorizado por la popularidad de que disfrutaban a nivel nacional demagogos como Huey Long, el padre Coughlin, Gerald L.K Smith[40] y el inequívoco fascismo defendido por grupos como el Ku Klux Klan. Convencido de que Estados Unidos estaba maduro para el fascismo, Lewis escribió It Can’t Happen Here [No puede ocurrir aquí], con la advertencia implícita de que en su opinión eso podía ocurrir muy fácilmente. El argumento era de lo más sencillo: el héroe es Doremus Jessup, el director de un periódico liberal de un pueblo de Vermont, que observa cómo Estados Unidos degenera en un país fascista. El «malo» es el senador Berzelius Windrip, un político demagogo que gana las elecciones a la presidencia apelando a los miedos del populacho. Ya en el cargo, Windrup declara la ley marcial. Su ejército privado, los «Minute Men»[41], aplican su ley de hierro sembrando el terror. El presidente se alia con los grandes empresarios — Corpo State—, y entre ambos llevan a intelectuales y radicales a los campos de concentración. El antisemitismo se adopta como política oficial, y los afronorteamericanos son obligados a regresar a un estado de esclavitud. En este clima de represión, los grandes negocios florecen. Al final del libro, el fascismo ha arraigado en Estados Unidos. Jessup se instala en Minnesota, donde se está organizando un movimiento contrarrevolucionario, pero Lewis no ofrece un final feliz a la manera de Hollywood; Corpo State sigue en el poder y se invita a los lectores a que saquen sus propias conclusiones sobre el futuro de la democracia norteamericana. La reacción de la opinión pública fue sorprendente. El libro vendió más de 300.000 ejemplares y, aunque algunos críticos lo pusieron por los suelos, la mayoría de las reseñas fue favorable. Adaptada para el teatro en octubre de 1936 por Hallie Flanagan, directora del Federal Theater Project, la novela de Lewis llegó a un público aún más amplio. En sus esfuerzos por crear un teatro nacional, Flanagan coordinó un estreno simultáneo de It Can’t Happen Here en trece ciudades del país. La obra fue un éxito arrollador. Compañías en gira dieron cientos de funciones por todo el país y, al finalizar la temporada, más de 275.000 personas, muchas de las cuales asistían por primera vez a una función teatral, habían visto la adaptación escénica de la novela de Lewis[42]. Hacia finales de la década, Charles y Mary Beard escribieron: «En todos los años de depresión y confusión, ninguna novela escrita en Estados Unidos retrató con mayor dinamismo los ideales de democracia enfrentados a la tiranía de un dictador demagogo»[43]. Cualquier película razonablemente fiel basada en el libro de Lewis condenaría sin duda el autoritarismo y con toda seguridad sería prohibida en Alemania, Italia y España[44]. El retrato de una Norteamérica dominada por la codicia de los empresarios, gobernada por políticos corruptos, víctima de engaños religiosos, doblegada por odios mezquinos y por fanáticos partidarios de un superpatriota, seguramente sería condenada por los Consejos de Censura municipales y estatales. La película sería etiquetada como «propaganda» y fuertemente censurada, si no prohibida. Breen y Hays, conscientes de ello, se dispusieron a evitar que It Can’t Happen Here fuera llevada a la pantalla, o bien a pulir tanto el mensaje que acabara fracasando en las taquillas. Si Louis B. Mayer hubiera leído el libro, cosa que no había hecho, seguramente le habría parecido ofensivo. Pero los negocios son los negocios: It Can’t Happen Here era uno de los grandes éxitos del momento, y la MGM, que había pagado a Lewis 50.000 dólares por los derechos cinematográficos de la novela, anunció con cierto bombo que Lionel Barrymore encarnaría a Doremus Jessup y asignó a Sidney Howard la tarea de escribir el guión. Hays y Breen se estremecieron sólo con pensar en ello. Al escribir el borrador del guión, Howard se esforzó por suprimir el material que claramente indignaría a Breen; eliminó las referencias a la homosexualidad de los «Minute Men» y suavizó «la relación sexual ilícita» entre Jessup y una partidaria de la emancipación de la mujer, Torinda Pike, que ocupaba una parte no despreciable de la novela. Sin embargo, mantuvo intacta la imagen central del libro: una dictadura que se mantenía en el poder recurriendo a la violencia. Cuando en diciembre de 1935 Breen leyó un borrador incompleto del guión de Howard, informó de inmediato a Hays de que, aunque el guión no contenía violaciones directas del Código, le «preocupaban seriamente las posibles reacciones» de algunos gobiernos extranjeros. ¿Debía la industria producir un film —le preguntó a Hays— que era «poco más que […] la hitlerización» de Estados Unidos? Basándose en el guión y también en su propia lectura de la novela, Breen le dijo a Hays que la película, si se rodaba, sería prohibida en el Reino Unido y Francia[45], mientras que Alemania e Italia probablemente prohibirían todas las producciones de la MGM[46]. Breen le comunicó más tarde a Mayer los potenciales problemas del guión y planteó la cuestión de si era o no conveniente para los intereses de la industria «patrocinar una película de esta naturaleza»[47]. En enero Howard ya había acabado el borrador y lo envió a los censores. Breen se quedó estupefacto, y respondió con una carta de nueve páginas a Mayer en la que hacía una lista de todas sus objeciones al guión. Admitía que se habían eliminado todos los problemas de carácter moral, pero a su entender el guión seguía siendo «tan inflamatorio, tan lleno de material peligroso, que sólo con el mayor de los cuidados se podría evitar que lo rechacen en todas partes». Si la MGM pensaba rodar esa película, el saludo fascista de los «Minute Men» no debía parecerse bajo ningún aspecto al de los «Camisas Pardas» [48] alemanes . Tampoco debía el film sugerir que el Gobierno estadounidense había abolido el Tribunal Supremo o que mataba a ciudadanos indefensos. Había que cortar o reducir al mínimo todas las escenas de violencia y de disturbios. Hacer esta película, le advirtió Breen a Mayer, le ocasionará «enormes dificultades»[49]. Mayer se sorprendió por la vehemencia de la reacción de Breen. La MGM había eliminado el sexo de la novela, y ahora Breen la estaba destripando. Con sigilo, el estudio pidió a sus representantes en el extranjero su opinión respecto a la posibilidad de que el film pudiera o no exhibirse fuera de Estados Unidos. Era de esperar que Alemania e Italia lo prohibieran; el tiro de gracia llegó cuando el representante de la MGM en Londres informó al estudio de que «le resultaría sumamente difícil» conseguir que la censura británica aprobara cualquier versión de It Can’t Happen Here[50]. El 16 de febrero de 1936, Mayer comunicó a Lewis que el estudio iba a retirar su novela del programa de rodaje. El anuncio desencadenó la furia. En Nueva York, Lewis dijo que el país asistía a una «fantástica exhibición de insensatez y cobardía», y le echó la culpa a Hays. «¿Acaso el público norteamericano —preguntó— ha de entregarse a una industria cinematográfica cada uno de cuyos pasos debe regirse por la posibilidad de que una película guste o no a algunos gobiernos extranjeros? Escribí It Can’t Happen Here, pero ahora estoy seguro de que sí que puede ocurrir»[51]. La MGM guardó silencio, y Hays repuso que «la Asociación no había tomado ninguna medida encaminada a prohibir la película»[52]. El Motion Picture Herald, de Quigley, recibió alborozado la noticia de que se iba a detener la producción. El New Republic dijo a sus lectores que «aquí no puede ocurrir, pero puede ocurrir en Hollywood»[53]. Sorprendentemente, el Queen’s Work del padre Lord, de Saint Louis, se puso del lado de Lewis: «Se tiene menos la impresión de estar leyendo una profecía de ficción que una historia espeluznante sobre cosas que han ocurrido en Estados Unidos»[54]. El Queen’s Work elogió el libro e instó a los católicos a que lo leyeran. El padre Lord no se habría ofendido por su adaptación cinematográfica, pero como la película sí habría molestado a Hitler y Mussolini, y como los británicos la consideraban «peligrosa», los norteamericanos nunca verían una versión filmada de It Can’t Happen Here. A lo largo del resto de la década, el estudio hizo varias tentativas de rescatar el proyecto. Sidney Howard escribió tres guiones diferentes, pero, según una nota conservada en los Archivos de la MGM, «no debía intentarse retomar el proyecto sin antes consultar con el señor Mayei»[55]. Irónicamente, veinte años más tarde Will Hays utilizó en sus memorias el ejemplo de It Can’t Happen Here para ilustrar la libertad que imperaba en el cine norteamericano. «Mientras los alemanes se cargaban [la novela] It Can’t Happen Here y los franceses reclamaban el derecho a prohibir cualquier película por motivos políticos […] nuestro pueblo ejercitaba su humor y su sentido común acogiendo de buen grado todo tipo de películas por su valor intrínseco». El pueblo, sí; pero lamentablemente Will Hays, no[56]. La historia de It Can’t Happen Here constituye la excepción. A Breen no le pagaban para impedir que se filmaran películas, sino para asegurarse de que los films llegarían a las salas en condiciones morales e ideológicas dentro de los acogedores límites del Código. Cada vez era más evidente que en Hollywood el proceso de llevar una obra a la pantalla incluía la aprobación del guión por parte de Breen y Hays antes de que las cámaras se pusieran en marcha. El estricto control de ideas en Hollywood se aplicó una y otra vez. En los años treinta, Estados Unidos atrajo a decenas de artistas e intelectuales europeos que huían de la represión de la Alemania nazi. Entre ellos estaba el director alemán Fritz Lang, cuya reputación era ampliamente reconocida por la futurista Metrópolis (1926) y la escalofriante M (1931), la historia de un psicópata asesino de niños interpretado por Peter Lorre. Como a Lang le gustaba decir, él era «el director más famoso de Europa»[57]. Lang incorporó de forma atrevida algunos elementos antinazis en Das testament des Dr. Mabuse, rápidamente prohibida por Hitler. El ministro de Propaganda, Josef Goebbels, citó a Lang en su despacho para comentar la película y, en lugar de amonestar al director, le ofreció el puesto de director general de la industria cinematográfica alemana. Lang fue cortés, pero huyó a París esa misma noche. Finalmente Lang llegó a Hollywood con un contrato personal con David O. Selznick, productor ejecutivo de la MGM. Era irónico que Lang ingresara en la MGM, porque Irving Thalberg, aunque se confesaba admirador de M, reconocía que no habría permitido que esa película se rodara en sus estudios[58]. No podemos evitar preguntarnos cuál habría sido la reacción de Breen. En un típico despliegue de la eficiencia de los estudios, la paga correspondiente al primer año de Lang en la MGM se gastó en la búsqueda de un proyecto. Tras estudiar el paisaje norteamericano y, quizá, como reacción a actos de violencia masiva y de prejuicios raciales similares a los que había intentado dejar atrás en Europa, Lang escogió la tradición norteamericana del linchamiento como tema de su primera película estadounidense. Se trataba de un tema muy frecuente en las noticias de los años treinta: se produjeron noventa y dos linchamientos en Estados Unidos durante la primera mitad de la década; sólo diez de las víctimas eran de raza blanca. Los linchamientos eran siempre obra de una multitud blanca —muy pocos de cuyos miembros eran juzgados— y las víctimas eran, por lo general, negros. La mayoría de los linchamientos tenían lugar en el Sur y en el Oeste, pero no eran exclusivos de esas regiones. La NAACP presionaba en el Congreso para que declarara el linchamiento crimen federal[59], pero, aunque en la segunda mitad de la década los legisladores presentaron cerca de un centenar de proyectos de ley, no consiguieron aprobar ninguno. Cualquier film que abordara el tema del linchamiento iba a suscitar necesariamente la polémica. ¿Podría una película describir honestamente las relaciones interraciales en Estados Unidos? ¿Encontraría esa película un público en una nación empeñada en mantener la segregación racial? ¿Podría un film reflejar honestamente una escena de una multitud sureña ahorcando a un hombre de raza negra acusado de violar a una mujer blanca? ¿Encontraría ese film un público en algún lugar de Estados Unidos? En una entrevista concedida unos treinta años después del estreno de Fury, Lang dijo: «Si alguien quiere hacer una película sobre linchamientos, que ponga una mujer blanca violada por un negro y, con esa base, que intente probar que el linchamiento es injusto»[60]. No obstante, la MGM, y en concreto Louis B. Mayer, no querían tener nada que ver con una película así. Lang aprendió que a los cineastas norteamericanos no los arrestaban ni los metían en campos de concentración por hacer películas políticamente incorrectas; en cambio, el material objetable era eliminado del guión o de la película antes de que ésta llegara a las salas. Al igual que muchos otros films sociales de la década, Fury se basaba libremente en hechos reales. En 1933, dos hombres (Thomas Harold Thurmond y John Maurice Holmes) secuestraron y asesinaron a Brooke Hart, hijo de una prominente familia de San José. Los dos hombres fueron detenidos y encarcelados. El sheriff del lugar pidió refuerzos al gobernador James Rolfe para vigilar la prisión, porque temía la acción de la multitud, pero éste se negó a enviarlos. Días más tarde, la cárcel fue, efectivamente, asaltada, y los dos presos linchados en un parque público. La multitud estaba orgullosa de su trabajo: para que los curiosos pudieran disfrutar de una mejor vista de los cadáveres, algunos de los linchadores alumbraron los cuerpos con los faros de sus coches. Al llegar, la policía del Estado se encontró con la horripilante visión de los dos cadáveres iluminados colgando de sendos árboles, y una chusma hostil e irritada. Para llegar hasta los cuerpos, tuvieron que luchar para abrirse camino entre «decenas de mujeres, niños y hombres que les escupían y que golpearon los cadáveres cuando fueron retirados por la policía»[61]. Al conocer los hechos, el gobernador Rolfe se limitó a comentar que «perdonaría» a cualquiera de los buenos ciudadanos de San José acusado de asesinato. Nadie fue jamás acusado ni llevado a juicio. Basándose en estos sucesos, el guionista Norman Krasna escribió un breve esbozo de guión de unas diez páginas titulado Mob Rule, que Barlett Cormack y el mismo Lang convirtieron luego en el guión de Fury (1936). La película abordaba el tema del linchamiento tangencialmente. La víctima es un hombre blanco, un ciudadano de a pie norteamericano honrado y trabajador, falsamente acusado de secuestro. Cuando una multitud histérica toma por asalto la cárcel para lincharlo, un incendio destruye la prisión; el prisionero escapa y se le da por muerto. Cuando se detiene a los verdaderos culpables, algunos miembros de la multitud son juzgados por asesinato. La película se convierte a partir de ese momento en un estudio de la personalidad de la masa y de la venganza de la víctima contra sus agresores. Louis B. Mayer le dijo al productor debutante Joseph L. Mankiewicz que la idea «apestaba»; sin embargo, permitió que Lang y Mankiewicz sometieran el guión a la PCA[62]. Tras leer el guión, Breen estuvo de acuerdo con Mayer y advirtió al estudio que la película no debía tratar la cuestión de los prejuicios raciales, criticar a los funcionarios encargados de aplicar la ley o ser una «parodia de la justicia». Breen no quería otro film como I Am a Fugitive from a Chain Gang y estaba especialmente preocupado porque el guión original identificaba al instigador de la masa como un corrupto senador norteamericano. En lugar de un senador, «¿por qué no escoger —sugirió— un dirigente político o alguna clase de funcionario?». Asimismo alentó al estudio a reducir al mínimo las escenas de violencia y a asegurarse de que los verdaderos culpables serían arrestados y castigados. Breen prometió a la MGM que si esos elementos se incorporaban en el guión, no tendría problemas en aprobar la película[63]. La MGM aceptó las sugerencias de Breen y eligió a Spencer Tracy para el papel de Joe, y a Sylvia Sidney para el de Katherine, su novia. Lang inició la producción pero pronto se dio cuenta de que en Hollywood el director no tenía el control final sobre la película. No solamente Breen, sino también Ja MGM, se la censuraron. «Tenía varias escenas con negros», recordaría años más tarde. «Recuerdo que en una Sylvia Sidney aparecía mirando por una ventana; de pronto ve a una muchacha negra tendiendo la ropa en el patio y cantando una canción, aquella que dice “cuando todos los negros seamos libres”». La MGM eliminó la escena por considerarla «innecesaria»; también se cortaron varias escenas en las que visualmente se asociaba a los negros con las víctimas de los linchamientos. Lang recordó que en una de ellas, el fiscal del distrito pronunciaba un alegato contra los linchamientos y citaba estadísticas sobre las personas así ejecutadas; la cámara pasaba entonces a un grupo de negros que parecen estar asintiendo con la cabeza, como si estuvieran en la sala del juicio. El propósito de la escena era obvio, y terminó en el suelo de la sala de montaje[64]. Lang acusó al jefe de la MGM, Louis B. Mayer, de ordenar los cortes porque quería que en las películas de su productora los negros se limitaran a los papeles de niños limpiabotas, maleteros o niñeras[65]. Al margen de cuál fuera el motivo, la secuencia se suprimió de la copia final. Los recuerdos de Joseph Mankiewicz son algo distintos. En el preestreno de Fury, dijo Mankiewicz, el público se rió a carcajadas: el director alemán había incluido una escena en la que Spencer Tracy comienza a sentirse culpable por permitir que continúe su juicio por asesinato. Tracy va andando por una calle seguido por fantasmas dignos de Walt Disney; cada vez que se da vuelta, los fantasmas se esconden detrás de los árboles. El protagonista se está volviendo loco, dijo Mankiewicz, y la audiencia se monda de risa. Lang no hizo caso de la reacción de los norteamericanos por considerarla infantil, y se negó a cortar esa escena. El estudio, siempre haciendo uso de su autoridad, lo hizo por él[66]. Fury se estrenó en 1936, con Spencer Tracy en el papel de Joe Wilson, un muchacho americano que atraviesa el país para recoger a su novia, Katherine Grant (Sylvia Sidney). Cuando está por llegar a Strand, un pequeño pueblo del sur, lo arrestan injustamente por secuestro. El público sabe que es inocente, pero en cuanto lo encarcelan, se desata en el pueblo un frenesí de odio. El sheriff pide ayuda al gobernador, pero éste, temiendo una interferencia que le costará votos, se niega a enviar tropas. Entre tanto, los ciudadanos comienzan a actuar. En la barbería y en una ferretería, los hombres hablan de tomarse la justicia por su mano. No tarda en formarse una multitud que toma por asalto la cárcel, resuelta a linchar al secuestrador y satisfacer así su ansia de «justicia»: gente corriente, generalmente temerosa de Dios y respetuosa de la ley, transformada, sin motivo aparente, en fanáticos sedientos de sangre. Lang construye la atmósfera con maestría. No necesita diálogos que Breen pueda después censurar. La cámara enfoca a una madre que alza a su hijo para que pueda ver mejor el ataque a la cárcel; otra mujer reza; un muchachito es todo ojos mientras devora un perrito caliente. Por último, cuando la multitud asalta la cárcel, Joe y Katherine se ven. Los dos saben que es inocente y que está a punto de morir a manos de la muchedumbre. Respetando las exigencias de Breen, el sheriff del lugar se enfrenta heroicamente al gentío, que rápidamente lo supera. En medio de ese caos, unos descontrolados incendian la cárcel y Joe escapa. Aunque su cuerpo nunca aparece, todos dan por sentado que murió en el incendio, tomando como una única prueba un anillo calcinado que ha perdido al escapar. En este punto, el film cambia para mejor. El fiscal del distrito encuentra al verdadero culpable (otra exigencia de Breen satisfecha) y anuncia que Joe Wilson ha sido asesinado por la multitud. Si en un principio la película se construía como un estudio de la injusticia, ahora se centra en la naturaleza destructiva de la venganza y en la hipocresía de los habitantes de Strand. Poco a poco, Joe se va convirtiendo en un asesino por derecho propio en su intento de que se condene a la multitud. Pese a los ruegos de su familia y su novia, Joe se niega a presentarse. Las ruedas de la justicia norteamericana chirrían. Los ciudadanos de Strand, incluido el sheriff, se niegan a testificar uno contra otro y levantan un muro de silencio. Creen, arrogantes, que quedarán impunes. De repente, el fiscal del distrito trae a la sala de juicio una filmación del intento de linchamiento. Se proyecta la película y se identifica así a algunos miembros de la multitud. La película condena a los acusados de asesinato. Finalmente, cuando el juez se dispone a dictar sentencia, Joe aparece en el tribunal para gran alivio de los acusados. Joe y Katherine se besan (así lo exigió la MGM; a Lang en cambio no le gustó nada) y todo se olvida. Joe y Katherine sonríen exultantes, el juez sonríe, la multitud sonríe, y Breen y Hays también. Como señaló el Nation, «todos ilesos: Joe y su chica están listos para casarse y empezar una nueva vida, y los linchadores sólo se han llevado un buen susto»[67]. Aun con el beso y con el inevitable final feliz, a la MGM la película le molestó un poco. Mayer estaba furioso porque «no parecía una película de la Metro», y las maneras dictatoriales de Lang en el plato casi provocan un motín del equipo, dispuesto a linchar al director[68]. A Lang lo que le molestó fue la interferencia en el plato del personal de la MGM, y acusó al estudio de tratar de archivar el film. La MGM no se decidió a estrenar Fury hasta conocer las favorables críticas recibidas tras un pase para la prensa. Los críticos no se equivocaron: Fury fue un éxito para Lang y la MGM, y reportó unos beneficios de 250.000 dólares. Frank Nugent, del New York Times, saludó Fury como «el mejor drama original que el cine ha producido este año»[69]. Graham Greene dijo que era «asombroso» y elogió a Lang por transmitir «mediante el sonido y la imagen» el horror de la multitud. Aunque Greene admitió que el final era «forzado», dedicó a la obra de Lang el calificativo de «la mejor»[70]. Algunos críticos señalaron que el film evitaba algunos puntos conflictivos. El Nation llamó a la película «un admirable panfleto contra el linchamiento», pero le pareció «que podría haber sido un documento social más contundente» porque la censura previa a la producción fue «totalmente efectiva»[71]. Otis Ferguson, del New Republic, fue más crítico; de hecho, le enfureció lo que podría haber sido y no fue. Aunque la primera mitad del film le pareció «convincente», dijo que la segunda mitad era «un intento desesperado por conseguir un empate entre el amor, el linchamiento y la Oficina Hays». El Código de censura estaba funcionando, señaló Ferguson, cuando en la película el sheriff aparecía «como Jesucristo con un rifle», delante de la cárcel y apedreado por la chusma[72]. Quizá todos tuvieran razón. Fury destaca entre la producción habitual de Hollywood. Lang consiguió transmitir los sentimientos de odio y la histeria de la multitud con pocas palabras: las hordas tomadas del brazo, cantando alegremente mientras avanzan hacia la cárcel, los horribles insultos y mofas de las mujeres, el joven que se apoya en una barra y grita «¡Venga, a divertirse!», elementos todos que presentan la situación con una inmediatez escalofriante. Sin embargo, Lang, como él mismo reconoció, habría hecho —y en realidad había hecho— otra película. La censura —no tanto en este caso la ejercida por Breen, sino por la MGM— había conseguido que el film «se anduviera con chiquitas». Lang se habría sentido cómodo en Warner Bros., un estudio al que le gustaba hacer películas con un toque de realidad descamada. A la vista del éxito de Fury, la Warner replicó con su propio estudio del odio y la violencia de masas, They Won’t Forget (1937), que Otis Ferguson definió como «justo la película de sangre y tripas que estábamos pidiendo a gritos»[73]. El film se basaba en un hecho real: el sensacional juicio por violación y asesinato celebrado en 1915 contra Leo Frank, un judío de Nueva York. Frank, que dirigía una fábrica de lápices en Atlanta (Georgia), fue acusado del asesinato de una muchacha de 14 años, Mary Phagan. Incitado por Tom Watson, un racista orgulloso y feroz («A un negraco lo podemos juzgar cuando nos dé la gana, pero ¿cuándo tenemos la oportunidad de linchar a un judío yanki?»), el fiscal condena a Frank pese a abundantes pruebas que demuestran su inocencia. El caso es una violación tan flagrante de la justicia que el gobernador de Georgia, John M. Slaton, conmutó la sentencia de muerte; pero Frank ya estaba condenado. Una multitud, exaltada por la medida tomada por el gobernador, sacó a Frank de la cárcel de Middleville (donde un preso ya le había cortado el cuello en un intento de asesinato), se lo llevó en coche a unos cientos de kilómetros del pueblo y lo ahorcó cerca del lugar donde había nacido Mary Phagan. Slaton y su familia fueron acosados y echados de Georgia. Ward Greene, un reportero del Journal, de Atlanta, escribió una vivida relación de los hechos —Death in the Deep South—, y la Warner compró sus derechos; Robert Rossen y Abem Kandel convirtieron la historia en un guión cinematográfico[74]. Aunque el caso de Leo Frank fue una cause célebre entre los progresistas norteamericanos, y si bien muchos reconocieron que Frank era inocente pero que había sido condenado y luego asesinado por ser judío, Breen insistió en que cualquier película basada en esos hechos no fuera una historia sobre un caso de «perversión de la justicia». Tras leer el primer guión que le remitió el estudio, replicó con una larga lista de objeciones. «Totalmente imposible», le dijo a Jack Warner. A Breen le escandalizó que la película retratara a la policía como brutal, al fiscal como deshonesto, al jurado como corrupto, a los testigos como perjuros y que la violencia de la masa terminara en linchamiento. Todo eso le parecía mal, pero lo que le dejó atónito fue que nadie recibía su merecido. «Todo lo contrario —escribió—, el deshonesto fiscal triunfe y consigue ganar las elecciones al Senado de Estados Unidos, mientras que el honesto y concienzudo gobernador es derrotado». Breen no iba a tolerar una película en la que todos los que engañan obtienen una recompensa y en la que se castiga a los inocentes y los honrados. «Antes de seguir adelante — concluyó Breen—, todo el que cometa un crimen debe ser castigado con arreglo a la ley»[75]. Al igual que Mayer, Warner se quedó de una pieza. Apenas un año antes Breen había comunicado al estudio que Black Legion, un relato novelado del asesinato ritual de Charles Poole a manos de norteamericanos encapuchados era «inaceptable» porque planteaba el «provocador y candente tema de los prejuicios raciales y religiosos»[76]. Breen había insistido en que esos temas eran verboten (prohibidos). Tras modificar el guión y convertirlo en una historia de abierto odio a los extranjeros, Breen había aprobado la película. Pese a la censura, Black Legión fue un film convincente, elogiado como «cine de opinión de la mejor calidad»[77]. El estudio esperaba conseguir lo mismo con They Won’t Forget. Se había extirpado cuidadosamente del guión toda alusión al judaismo. El acusado es Robert Hale, un hombre del norte, WASP[78] hasta la médula. Era el odio entre facciones, no religioso o racial, lo que motivaba a los fanáticos locales. No obstante, Breen no se quedó satisfecho con estas concesiones. El guión seguía pareciéndole ofensivo porque afirmaba con toda claridad que la justicia norteamericana era corruptible. Armados con su Código, Breen y su asistente Geoffrey Shurlock fueron a Burbank, a intentar llegar a un acuerdo. Los censores se reunieron con el director, Mervyn Le Roy, y los guionistas. Breen se mantuvo en sus trece, pero concedió que la historia podría contarse si se reestructuraba en torno a un hombre debidamente condenado sobre la base de pruebas circunstanciales. Como apuntó en sus archivos, «en lugar de indicar que se ha producido un caso de perversión de la justicia, una connivencia entre el fiscal del distrito, el abogado y el jurado, con el resultado de condena por asesinato de un hombre inocente, la nueva versión eliminará por completo estos elementos. Eso es lo importante»[79]. Efectivamente, era importante para Breen. Si bien es imposible ver They Won’t Forget y no marcharse convencido de que Hale fue la víctima inocente de un fiscal ambicioso y sin escrúpulos, no hay en la película ningún diálogo directo que establezca clara y explícitamente que ha habido un pacto, que ha corrido dinero y que se han amañado las elecciones. De hecho, todo el film apunta a un sistema judicial que intenta ser justo, pero que se ve desbordado por la tradición sureña del «ojo por ojo». Para Breen, eso era suficiente: They Won’t Forget podía empezar a rodarse. La película está ambientada en Flodden, un pueblo del Sur. Hace calor, mucho calor, y el pueblo se prepara para celebrar el Southern Memorial Day con un desfile de veteranos de la Confederación y de policías locales y estatales. Han dado medio día de fiesta en la Escuela de Comercio Buxton, donde enseña el joven y atractivo profesor Robert Hale (Edward Norris). Las chicas de la clase están locas por Hale y, más que ninguna otra, Mary Clay, interpretada por la hermosa Lana Turner, que en aquel entonces tenía sólo 17 años. Hale, que desconoce las costumbres sureñas, continúa su clase hasta que el viejo señor Buxton le pide que deje salir a las alumnas. Este incidente crea el marco para el papel que la oposición Norte-Sur desempeñará durante el resto de la película. Buxton se enfurece porque Hale no respeta los valores locales, y Hale es humillado ante sus alumnas. Mary y sus amigas se marchan a toda prisa del colegio a disfrutar del día festivo, pero ella ha olvidado su bolso y regresa. Vemos a Mary en el aula, la puerta se abre; vemos otra vez a Mary, que se muestra perpleja al reconocer a la persona que ha entrado. Mary es asesinada (fuera de cuadro). El asesinato parece despertar a la somnolienta Flodden. El fiscal del lugar, Andy Griffin, genialmente interpretado por Claude Rains, es un hombre ambicioso. Desea marcharse de Flodden, pero necesita algo espectacular para ganarse una reputación en el Estado. No tarda en darse cuenta de que el asesinato de una hermosa muchacha blanca podría ser el billete que le permitiría salir de la oscuridad. Cuando los policías le dicen que no tendrían problemas en hacer que el portero negro confesara, Griffin vacila. «Cualquier imbécil podría condenar a un negro por asesinato», le dice al policía. «No», afirma Griffin. «No acusaré a nadie hasta que esté convencido de que es culpable.» Ambicioso, sí; corrupto, no. Griffin pone en marcha una auténtica investigación profesional para encontrar al culpable. Interroga a todo el mundo, y con especial energía a Redwine, el portero (Clinton Roseman), al señor Buxton (E. Alyn Warren) y a Joe, el novio de Mary (Elisha Cook, Jr.). No obstante, tropieza con un muro: ninguno de ellos parece ser el culpable o, al menos, no hay ninguna prueba que los delate. Más tarde, el reportero de la sección de crímenes del periódico local descubre una pista y se la comunica a Griffin: al parecer, Mary Clay estaba embobada con Robert Hale, que fue visto en la escuela después de clase. Hale está condenado. La policía encuentra un traje manchado de sangre en el piso de Hale, y lo arresta por asesinato. Él afirma ser inocente: el traje se manchó mientras se afeitaba y se cortaba el pelo en la barbería del pueblo. El barbero lo niega. Los periodistas conversan con la señora Hale (Gloria Dickson), que dice que ni ella ni su marido han estado a gusto desde que llegaron al Sur. Después se descubre que Hale estaba tratando de conseguir un empleo en Chicago y preparándose para marcharse de Flodden. Los hermanos de Mary, claramente una pandilla de patanes sureños, juran vengarse. La prensa, tanto la del Norte como la del Sur, comienza a explotar el filón de los prejuicios. El Sur odia a todos los del Norte y a Hale lo están condenado injustamente, claman los periódicos del Norte. La prensa sureña replica que Hale es culpable y que eso no tiene nada que ver con el hecho de que sea un «extraño» en Flodden. La gente del pueblo está convencida de que Hale es culpable y le dice a Griffin que le conviene presentar un veredicto. Cuando Griffin se asegura de que la opinión pública está totalmente de su lado, anuncia que Hale será juzgado por asesinato. Se desata una actividad frenética. Con la atención nacional centrada en Flodden, Griffin y el pueblo están en primer plano, y mucho más cuando un periódico del Norte envía a un famoso detective privado para que investigue las acusaciones que pesan sobre Hale. El detective es golpeado y echado del pueblo. El periódico contrata entonces al renombrado abogado Gleason (Otto Kruger) para que defienda a Hale. A fin de dejarle claro al público que no hay una conspiración para condenar a Hale, se inserta una escena justo antes de que se inicie el juicio. Algunos dirigentes del comercio local están preocupados porque creen que en el pueblo se va a desatar una escalada de violencia y que, además, se está ridiculizando a Flodden por todo el país. Los hombres advierten a Griffin que no convierta el juicio en un espectáculo que redunde en su provecho. «Asegúrese de que tiene al culpable», le exigen. Griffin se ríe en su cara y acusa al propietario del periódico de inflamar la opinión pública local en contra de Hale, le recuerda al banquero que ha aparecido en el periódico diciendo que Hale es culpable y a otro le dice que ha amenazado reemplazarle en el cargo de fiscal en caso de que el veredicto sea de inocencia. Lo que se quería hacer ver era que la opinión pública ya había juzgado y condenado a Hale, no dejándole a Griffin otra opción. Comienza el juicio. Hace calor, mucho calor. Las aspas de los ventiladores del techo giran y giran, mientras los espectadores se abanican para refrescarse y mantener la calma. Andy Griffin se acerca al jurado. Está sudando, abatido, el traje barato convertido en una masa de arrugas. «Queremos un juicio justo», dice. «Recuerden que Robert Hale es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, pero Hale es culpable y el Estado se lo demostrará sin dejar lugar a ninguna duda». Gleason, inmune al calor, se acerca al jurado. Lleva una americana azul cruzada, sin una sola arruga, cuello duro y corbata. Este abogado del Norte, tranquilo y muy hábil, intentará probar que Hale es inocente del crimen del cual se le acusa, y víctima del odio y de los prejuicios. El juicio se centra en dos testigos. El barbero del pueblo admite haber cortado el pelo y afeitado a Hale el día del asesinato pero, con evidente nerviosismo y vacilando, niega haberle herido. Por increíble que parezca, Gleason no pone en tela de juicio su testimonio. A continuación, el segundo testigo (Redwine, el portero) sube al estrado. Redwine está terriblemente nervioso. Los negros no suelen actuar de testigos en los juicios por asesinato que se celebran en el Sur; el público sabe que Redwine va a cometer perjurio: lo han amenazado con lincharle a menos que declare que vio a Hale en la escuela después de clase, y que Hale se comportaba de un modo muy extraño. Así lo afirma Redwine, respondiendo al enérgico interrogatorio de Griffin. Gleason reacciona de inmediato. Tras un careo, Redwine admite que ha mentido, que había estado durmiendo toda la tarde y que no vio a Hale. Redwine lloriquea: «Yo no lo hice, yo no lo hice». Pese a la falta de pruebas contundentes, el jurado condena a Hale, que es sentenciado a la pena capital. Corte a la mansión del gobernador, donde una enorme multitud está esperando saber si conmutará la pena y le ofrecerá a Hale un nuevo juicio. La gente está enfadada; el gobernador conversa en voz baja con su esposa. «Si intervengo», le dice, «será el fin de mi carrera política». Ella le sonríe. «¿Tú crees que Hale es culpable?». Él le dice que ha recibido cientos de cartas a favor de Hale, en las que le piden un nuevo juicio. Sin embargo, nada permite suponer que el juicio haya sido «injusto»; ni siquiera el Tribunal Supremo encontraría una razón para anular el veredicto, dice el gobernador. Su esposa sonríe. «¿Tú crees que es culpable?», le pregunta otra vez. Ahora el gobernador habla más apasionadamente. Las pruebas usadas contra Hale no bastan para condenarlo a muerte, dice. «Si alguna vez un hombre se mereció un nuevo juicio, ese hombre es Robert Hale». Su mujer vuelve a sonreír. «Me estoy cansando de la vida pública». El gobernador anuncia que va a conmutar la pena de muerte. Los hermanos Clay se hallan entre el gentío. «Vamos», dice uno de ellos. La escena siguiente nos muestra a la policía cuando se dispone a llevar a Hale en tren a una prisión estatal. De repente, la multitud detiene el tren y Hale es arrojado a los Clay. La cámara enfoca una saca de correos que cuelga de un poste. El tren arrebata la saca. Robert Hale ha muerto. Hay otra escena antes del final. En el despacho de Griffin, el periodista que contribuyó a enardecer los ánimos de la población contra Hale tiene en la mano un póster de la campaña electoral: «GRIFFIN SENADOR». Los dos hombres conversan sobre sus posibilidades en las próximas elecciones; será duro, pero confían en una victoria. Entra la señora Hale. «¡Lian asesinado a mi marido!». Griffin golpea el escritorio: «¡Me encargaré de que se haga justicia!». Ella lo mira, incrédula. «¡Ustedes, ustedes dos son los culpables de la muerte de mi marido!», grita. «La gente por lo menos quería venganza, pero lo único que ustedes querían era la atención de la gente. Quisiera matarlos igual que han matado a Robert Hale, pero prefiero que sigan viviendo con el peso de este asesinato sobre la conciencia». La señora Hale se marcha. Los dos hombres están impresionados. El periodista se vuelve hacia Griffin: «Ahora que ha terminado, Andy, me pregunto si Hale realmente era culpable». Griffin observa a la señora Hale desde la ventana. «Yo también». Fundido y fin. 14. Claude Rains protagoniza They Won’t Forget, cuya acción gira alrededor de un juicio. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. La película subyugó a la crítica. El film de Le Roy era «una valerosa y enérgica prédica contra los prejuicios», dijo el Literary Digest, que se deshizo en elogios[80]. Time añadió: «el más devastador estudio sobre la violencia de masas y el odio entre facciones que el cine se haya atrevido a presentai»[81]. Nugent, del New York Times, dijo que la película era «un brillante drama sociológico y un incisivo film de opinión contra el odio y la intolerancia»[82]. A Otis Ferguson, del New Republic, le pareció [83] «intransigente» . Tal vez la crítica más reveladora fue la del Consejo de Censura de Atlanta: el Estado de Georgia prohibió They Won’t Forget. La señora de Alonzo Richardson (la misma que se había escandalizado por Possessed; véase el capítulo 2) le dijo a Breen: «Esta película no se proyectará en nuestro Estado. ¡Nadie quiere verla, ni siquiera los curiosos más morbosos!»[84]. Breen no había impedido que Le Roy y la Warner Bros, hicieran la película, pero había insistido en evitar que la crítica de la sociedad norteamericana se centrara en el sistema judicial. Varias voces a lo largo del film se esforzaban por aclararle al público que el sistema intentaba ser justo: Griffin promete que no va a actuar hasta dar con el culpable, y no permite que la policía saque por la fuerza una confesión del portero negro; se realiza una verdadera investigación; los padres de la ciudad manifiestan su preocupación por la histeria que está generando el juicio; Griffin le dice al jurado que Hale es inocente hasta que se demuestre lo contrario, y el gobernador afirma enérgicamente que cree que las pruebas empleadas para condenar a Hale son escasas. No obstante, el sistema no puede imponerse al odio y a los prejuicios. El odio y la opinión pública linchan a Hale, no el Estado. El mismo título de la película refuerza el mensaje. El film fue un enérgico comentario social para los años treinta. Si bien eludía la cuestión racial, dejaba claro que el racismo, el odio y los prejuicios enturbiaban la atmósfera de Flodden. Los extraños eran sospechosos, y a Redwine le aterrorizaba la posibilidad de que lo lincharan porque era negro. Le Roy llevó todos esos elementos a la pantalla sin que los personajes dijeran una palabra al respecto. Breen no puso objeciones, pues la película sólo hacía responsables a individuos concretos. Los Clay eran odiosos y destructivos. Los tribunales podían equivocarse, pero no actuaban en función de prejuicios. Sin embargo, a Breen y Hays les habría gustado que películas como Fury, Black Legion y They Won’t Forget desaparecieran de las pantallas. «Parecen salidas de los titulares de los periódicos», le dijo Breen a Hays, si bien le aseguró a su jefe que los estudios estaban dejando a un lado las películas que abordaban «cuestiones sociales o sociológicas». Incluso Shakespeare, añadió Breen orgulloso, «parece muerto en su propio umbral»[85]. Pero, por lo visto, ésas no eran más que ilusiones de Breen, que hizo todo lo posible por desalentar a los estudios que intentaban producir películas polémicas. No cabe duda de que la campaña de Breen fue eficaz: los estudios se cansaron de tener que reescribir una y otra vez los guiones para satisfacer sus exigencias, reconociendo, no obstante, que esos temas —salidos directamente de los titulares, como había dicho Breen— eran atractivos para llevarlos al cine. Aunque no puede decirse que Breen se viera desbordado por películas de contenido social, tales guiones continuaron llegando a las oficinas de la PCA y, en algunos casos, de fuentes inesperadas. En marzo de 1936, Samuel Goldwyn, su esposa Frances y el director William Wyler fueron al teatro Belasco, de Nueva York, a ver el gran éxito de Sidney Kingsley Dead End, Ese «callejón sin salida» es una calle de Nueva York que termina en el East River. A un lado del callejón se halla la entrada trasera del edificio de apartamentos East River Terrace, donde viven los ricos y poderosos de la ciudad. Un muelle sobresale del edificio; allí están amarradas las barcas y los yates de los habitantes del edificio. Para ellos, la Depresión es sólo un estado psíquico de la mente. Un sólido muro de hormigón, rematado con alambre de espino, separa a los acaudalados residentes de East River Terrace de las escuálidas casas de vecindad que se alinean al otro lado de la calle. Durante un día —el tiempo de la pieza—, la clase privilegiada de Estados Unidos se ve obligada a utilizar la entrada trasera debido a unas obras en la fachada del edificio. Al salir por la puerta de servicio, se ven de golpe forzados a encontrarse con los pobres de Estados Unidos, para quienes la Depresión es un estado de ser: emocional, social y económico. Para los pobres, el objetivo es sobrevivir. La calle está llena de basura, la ropa cuelga de las ventanas y salidas de incendio, el ruido es ensordecedor y hace un calor infernal. El East River sirve de muy poco, pues está cubierto de «remolinos de espuma» formados por las aguas que vomitan sin cesar las cloacas de la ciudad. A este ambiente son arrojados los personajes cuyas vidas serán, o han sido, determinadas según el lado del muro en que viven. El héroe de la obra es Gimpty, así llamado porque de pequeño padeció raquitismo en esas mismas calles. Gimpty es un producto de las pandillas locales, pero se las ingenió para terminar el instituto y estudiar en la universidad, donde se graduó de arquitecto: su sueño es construir casas para los pobres. Sin embargo, el sueño americano lo ha ignorado a él. Traicionado por la Depresión, que lo ha forzado a volver a la pobreza, pasa sus días buscando trabajo o perdido en ensoñaciones en las que derriba las casas de la vecindad y levanta en su lugar buenas y decentes viviendas públicas. «Cuando iba a la escuela, me enseñaron que la evolución convierte a los animales en hombres. Se olvidaron de decirme que también puede convertir a los hombres en animales»[86]. Las dos protagonistas femeninas son Drina y Kay. Drina vive en una de las casas y sueña con escapar. Sus padres han muerto y ella lucha para sacar adelante a su hermano menor, Tommy. Es una lucha casi desesperada, y Tommy, con nadie que lo vigile, se vuelve cada día más salvaje. Drina, una muchacha trabajadora, participa en una huelga, ansiosa por conseguir esos pocos dólares más por semana que le permitan irse de ese barrio. Ella y sus compañeros son golpeados por la policía cuando ésta interviene para disolver los piquetes. La contrapartida de Drina es Kay, hija de una familia de clase obrera, pero que ahora vive con su novio rico en East River Terrace. Aparece elegantemente vestida y a punto de partir en un largo viaje en el yate de su amante. Pero Kay y el aspirante a arquitecto Gimpty se enamoran, aunque saben que nunca podrán ser felices juntos: la irremediable pobreza [de Gimpty], el miedo de ella a regresar a sus orígenes, son factores que les impiden desarrollar su relación. El centro de atención de la pieza es una pandilla de chicos de la calle formándose para delincuentes: Tommy, el cabecilla; «T.B.», apodado así por padecer tuberculosis, y Dippy, Angel, Spit y Milty pasan los días haciendo novillos, nadando en las inmundas aguas del río, robando todo lo que pueden, jugando a las cartas y peleándose entre ellos o con bandas rivales. Son chavales sucios, groseros, malhablados, y la violencia es parte natural de su existencia. Aunque en este momento son «inofensivos», varios de ellos ya han probado el reformatorio y está claro que, a menos que ocurra algo sensacional, están condenados a la pobreza o al crimen. Del otro lado de la calle, en uno de los pisos del nuevo edificio, vive Phillip Griswald. Separado de los chicos de la calle por el muro, Griswald tiene todo lo que Norteamérica puede ofrecer a su clase privilegiada: un padre rico, una institutriz francesa, chófer, piscina y hasta un portero que le protege de los golfillos del vecindario. El verdadero «malo» de la obra es el medio, pero su personificación es «Baby Face» Martin, un asesino buscado por la policía que ha vuelto a su viejo barrio a visitar a su madre y a su chica. Martin, compinche de Gimpty cuando eran niños, se ha hecho la cirugía estética para ocultar su identidad, pero Gimpty lo reconoce. Los dos habían sido unos niños prometedores: Gimpty había estudiado, Martin había optado por la delincuencia. Martin se burla de la situación de Gimpty: seis años de universidad y mira lo que tienes. «Debes coger lo que deseas si es que quieres ser alguien en este mundo», le dice a Gimpty. Sin embargo, la presión que significa vivir en el «callejón sin salida» está a punto de convertir la visita de Martin en una pesadilla. Su madre, al verlo, lo llama asesino, carnicero. «Me tendrían que abrir en canal por haberte parido», le grita, y se niega a coger el «dinero sangriento» que él le ofrece. La pesadilla de Martin continúa cuando descubre que Francey, la chica de sus sueños, se ha convertido en una prostituta barata infectada de sífilis. La vida en el callejón se ha cobrado otra víctima. Dos hechos ilustran la desesperación de la vida en esas calles. Gimpty, que físicamente no puede competir con Martin y que no ve otro modo de escapar de su propio callejón sin salida, lo delata al FBI para obtener la recompensa. En un espectacular tiroteo, Martin mata a un agente del FBI antes de ser abatido por un disparo. Entre tanto, la pandilla se entretiene dándole una paliza a Phillip Griswald. Cuando el padre de Phillip se entera, se lanza a la calle y coge a Tommy, que le clava un cuchillo en la mano. Tommy es arrestado, y Drina y Gimpty le suplican a Griswald que tenga compasión. Gimpty le dice: Martin era un asesino, era malo, merecía morir, es verdad. Pero yo lo conocía desde que éramos pequeños. Martin era valiente, era un líder nato. Y hasta tenía conciencia del juego limpio. Fue vivir en estas calles lo que lo estropeó… Después lo metieron en el reformatorio. ¡Vaya si lo reformaron! Le enseñaron el abecé. Salió de allí más duro y mezquino, sabiéndose todos los trucos del oficio. Griswald no se conmueve. La obra termina cuando la policía se lleva a Tommy a la cárcel y Gimpty le promete a Drina que usará el dinero de la recompensa para pagarle un abogado a Tommy. El resto de la pandilla se comporta estoicamente. Como «T.B.» les dice: «Se aprende un montón en el reformatorio». El público tendrá que sacar sus propias conclusiones; Tommy podría salir en libertad, y Gimpty y Drina casarse y vivir felices para siempre con el dinero de la recompensa; o el sistema podría destrozar otra vida, enviando a Tommy al reformatorio para convertirlo en el próximo «Baby Face» Martin. A Goldwyn la obra le encantó e inmediatamente decidió llevarla a la pantalla. Le ordenó a su agente que comprara los derechos a cualquier precio (y al parecer le pagó a Kingsley 165.000 dólares). Con los derechos en la mano, se embarcó para Europa. Desde el principio parecía un extraño proyecto para Goldwyn, uno de los productores independientes más exitosos de Hollywood. Éste, al igual que los principales estudios, siempre había preferido el «entretenimiento» al «mensaje» en sus producciones; rechazaba el estilo «realista» adoptado por la Warner Bros., e incluso se había negado a producir películas de gangsters a principios de los años treinta, cuando hacían furor en el cine, porque pensaba que eran una mala influencia para los niños. En cambio, había intentado infundir a sus films el «toque Goldwyn», una combinación de producción espectacular, entretenimiento elegante y talentos caros. Goldwyn era «el Ziegfeld[87] del Pacífico», bromeó el crítico Frank Nugent, del New York Times[88]. ¿Acaso ese proyecto ambientado en los barrios pobres y con un claro mensaje social se impondría sobre el convencional entretenimiento hollywoodense? Dadas las restricciones impuestas por la Oficina Hays, ¿podría Hollywood siquiera producir una película sobre «la mugre, el lenguaje grosero, la crueldad, el crimen, la prostitución, la sífilis y la desesperación que se cultiva en la casas de vecindad» y que caracterizaban la obra de Kingsley?[89]. Goldwyn reunió un impresionante equipo de producción y un elenco no menos estelar: contrató a William Wyler para la dirección, a Lillian Hellman para la adaptación de la obra, al escenógrafo Richard Day —un Oscar por Dodsworth— y a Gregg Toland para la fotografía. La Warner Bros, «prestó» a Humphrey Bogart para el papel de «Baby Face», y Walter Wanger a Sylvia Sidney para el papel de Drina. Joel McCrea, un actor de la MGM, fue contratado para el papel protagonista (ahora con el nombre de Dave), y de Nueva York Goldwyn trajo a los «chicos de Dead End»: Leo Gorcey, Huntz Hall, Gabriel Dell, Bernard Punsley, Bobby Jordan y Billy Halop. Goldwyn sabía muy bien que tendría problemas de censura. Junto con Lillian Hellman había logrado con éxito eliminar las referencias lésbicas de la obra —de la misma Hellman— The Children’s Hour, y llevado a la pantalla una versión «pasteurizada» (These Three). ¿Permitirían la PCA y la Oficina Hays que el film abordase el tema de la miseria en Estados Unidos? El verdadero mensaje de la pieza era que había dos clases, los privilegiados y los oprimidos. Lo determinante era la cuna, no cuánto se trabajaba, y ése no era precisamente un mensaje favorecido por Hollywood. Previendo un enfrentamiento con los censores, Goldwyn anunció con el bombo típico de las productoras que «ya es hora de que Hollywood haga algo importante para el bienestar general además de las trivialidades habituales. Esta obra […] es uno de los mayores documentos sociales que se han escrito»[90]. En privado, le encargó a Hellman que la «limpiara». Más tarde, la dramaturga recordó, algo más gráficamente, que lo que Goldwyn quiso decirle era «que la castrara»[91]. A nadie se le escapaba que muchos de los detalles de la obra —la prostituta enferma, la amante de un hombre casado, el brutal asesinato de un policía, el lenguaje vulgar y las actividades criminales de los niños— tendrían que desaparecer de la película. Wyler no tardó en descubrir que a Goldwyn tanto realismo le asustaba. El director quería filmar en los barrios pobres de Nueva York para imprimir al film la crudeza visual contenida en la obra. Goldwyn insistió en que debía rodarse en el estudio con un elaborado decorado construido por Day. La construcción del set costó casi 100.000 dólares, y fue elogiado unánimente por la crítica, aunque Wyler dijo que era «una horterada»[92]. Mientras el equipo de producción se esforzaba por ensuciar el plato con basura, Goldwyn lo limpiaba. Cuando Wyler le dijo que los barrios pobres eran sucios, el productor repuso: «Bueno, este barrio pobre me ha costado muchísimo dinero. Debería tener mejor aspecto que un barrio pobre común y corriente»[93]. Goldwyn, además de ser un protestón, preveía la reacción de Breen y la PCA. Cuando el primer guión llegó a su despacho, el censor replicó con siete páginas de «sugerencias». No muestre, le dijo a Goldwyn, ni enfatice, la «presencia de suciedad o de contenedores de basura malolientes, ni tampoco basura flotando en el río». A la auténtica manera de Hollywood, Goldwyn hizo traer todos los días al plato camiones cargados de fruta fresca para «ensuciar». Asimismo le advirtió «que no hiciera mucho hincapié en el contraste entre las condiciones de vida de los pobres y las de los ricos del edificio de apartamentos». Insistió también en que se puliera el lenguaje de los niños, que se eliminara la referencia a una enfermedad venérea, que se suavizaran las escenas de violencia y que «Baby Face» no matara al policía. No obstante, incluso algunos funcionarios de la PCA se quedaron atrapados por el guión, del que dijeron que era «extraordinariamente vivo», «un documento sincero e implacable». Nadie se empeñó, como había ocurrido con They Won’t Forget, de Sinclair Lewis, en que Dead End no llegara a la pantalla[94]. 15. Joel McCrea, Huntz Hall y Humphrey Bogart en Dead End, de Samuel Goldwyn. Por cortesía del Museo de Arte Moderno. Archivo de fotos de películas. Por ese motivo la película destaca incluso cincuenta años después de su estreno. Lo que sorprende no es la cantidad de material dramático eliminada de la versión cinematográfica, sino que un alto porcentaje del comentario social haya sobrevivido a Samuel Goldwyn y Joseph Breen. Es cierto que se suavizaron algunos puntos —la basura es fruta fresca suministrada por una frutería de Beverly Hills, y el decorado no es tan realista como quería Wyler—, pero el film sigue transmitiendo una sensación de total desesperación. No se menciona para nada la enfermedad venérea de Francey, pero sólo los muy jóvenes o los más ingenuos no se darían cuenta de qué sufre Francey y qué repele a «Baby Face». Los chicos no sueltan tacos ni parecen tan malos como en la obra, pero queda claro que no han tenido una buena educación y que están condenados a seguir viviendo en los barrios pobres; sólo un milagro podría salvarlos de una vida de delincuencia. En la película, Drina aparece como un personaje más fuerte: no abatida por la pobreza, es una mujer dispuesta a luchar por una vida mejor, pero, pese a sus esfuerzos, no consigue evitar que Tommy se meta en líos, y su única esperanza es el dinero de la recompensa que cobra Dave (Gimpty en la pieza teatral). Dave — despojado de toda referencia al raquitismo— es en la película el típico héroe del cine norteamericano; alto y guapo, no se deja intimidar por «Baby Face», desafía cada una de sus tácticas y, al final, lo mata en un clásico tiroteo «a lo Hollywood». Si bien esta concesión a las convenciones resulta un poco forzada, no cambia para nada el hecho de que Dave sea un desocupado pese a haber ido a la universidad. Sus sueños de un mundo mejor siguen siendo sueños. Tampoco cae el film en la tentación de un final edulcorado, con Griswald y los jueces perdonando a Tommy, por ejemplo, o con Drina y Dave casados y felices en un barrio residencial de Nueva York. A pesar de la enérgica acusación, Breen y la PCA apoyaron y alentaron a Goldwyn durante todo el rodaje. Censor y productor se reunieron varias veces en privado para llegar a un acuerdo sobre hasta dónde podía llegar Dead End en su mensaje sobre la pobreza y la desesperación en las barriadas de las grandes urbes norteamericanas. A cambio de suavizar la violencia, adecentar a los chicos y a Francey y cortar algunas de las arengas de Dave sobre injusticia social, Breen acordó presionar a grupos de mujeres de todo el país para que apoyaran la película, y también al censor británico a fin de que permitiera la entrada de Dead End en el mercado del Reino Unido. Breen acordó con Goldwyn hacer una presentación personal ante la Junta de Censura de Nueva York y, en una carta remitida a la Junta, el censor de Hollywood subrayó que Dead End era, en su opinión, «un enérgico alegato a favor de la erradicación de la miseria urbana y de la mejora de la vivienda, entendidas ambas como medidas de prevención de la criminalidad»[95]. Confirmado el acuerdo, Breen concedió a Dead End el sello no 3596 y le dijo a Will Hays que creía que el film era «un logro artístico» con «un importante mensaje social y sociológico». El Consejo de Nueva York aprobó la película, al igual que los Consejos de todos los demás Estados. El Reino Unido la aceptó sin cortes, lo cual, como señaló un historiador, era «una actitud muy distinta de las adoptadas anteriormente respecto del cine norteamericano de gangsters»[96]. Cuando Austria prohibió la película, Breen escribió al censor de ese país, Dr. Paul Korets, y le dijo que era un «importante documento social, unánimente aclamado en Estados Unidos»; Austria levantó la prohibición. Sólo en Italia no tuvo éxito Breen: el Gobierno de Mussolini prohibió la película por «procomunista»[97]. Resulta extraño entonces que cuando la Paramount quiso llevar a la pantalla One Third of a Nation —el vigoroso retrato escénico del chabolismo norteamericano realizado por el Federal Theater Project—, Breen reaccionara de un modo totalmente distinto. Le preocupaba tanto el argumento que se dirigió personalmente a las oficinas de la productora en Nueva York para subrayarles la necesidad de actuar con cautela. Breen creía que la pieza era «anticapitalista» porque «respaldaba la acción gubernamental» para la erradicación de las viviendas insalubres; por eso pidió que se eliminaran todos los diálogos en los que se indicaba que «no era necesario obtener beneficios». Los funcionarios de la Paramount prometieron cooperar. Breen se quedó encantado con el guión revisado: One Third of a Nation era ahora una «historia de amor» y las «referencias a la erradicación del chabolismo eran meramente incidentales»[98]. La pregunta obvia era la siguiente: ¿Por qué Breen y la PCA apoyaron Dead End cuando a tantos otros films con mensaje social —como Black Legion, Black Fury y Fury, por nombrar sólo algunos— se los sometió a una purga mucho más enérgica? Quizá la razón sea que la Iglesia católica, con su base urbana, simpatizara con los problemas presentados en la obra teatral y en la película. Gracias a su trabajo con niños de familias deprimidas, la Iglesia católica había visto miles de Tommys convertidos en duros criminales, y a las Drinas de este mundo luchar para conservar la dignidad en un ambiente marcado por la pobreza. En 1936 el Catholic World, aun defendiendo la censura teatral, elogió Dead End como una pieza llena de «significación económica y social» que debería duplicar «este invierno las suscripciones al Boys’ Club y a los Boy Scouts». Posteriormente, la Legión Católica de la Decencia recomendó encarecidamente la versión filmada a todos los católicos. Breen, consciente del apoyo brindado a la pieza, eliminó algunos detalles pero dejó el mensaje intacto[99]. No obstante, el mensaje de Dead End ilustra cuán profundamente la PCA se había introducido en el sistema de Hollywood. El proceso de adaptación era estrictamente vigilado por la productora y la PCA, que establecían los apretados límites dentro de los cuales debía moverse la película. Presionando a las organizaciones de mujeres y abriendo mercados extranjeros, la PCA ofrecía jugosas recompensas financieras por la cooperación. Para los estudios era menos costoso acordar con la PCA, antes de iniciar la producción, qué podía conservarse en la película y qué no. Asimismo, era claramente mucho más beneficioso tener a la PCA de su parte, peleando a favor del estudio con los censores estatales y extranjeros, que tenerla en contra. El caso de Idiot’s Delight, de Robert Sherwood, film que a entender de Breen y Hays contenía peligrosas ideas políticas, muestra la forma en que la PCA utilizaba el Código para sofocar los criterios políticos que se desviaban del pensamiento habitual de la época. Cuando la MGM purgó el tema antibélico, Breen se esforzó por abrir mercados. Al igual que miles de jóvenes de su generación, Robert Sherwood se había contagiado del fervor patriótico de 1917. Estudiante en Harvard, había dejado la universidad para unirse a la Fuerza de Expedicionarios del Canadá tras haber sido rechazado por el ejército norteamericano. Herido en Francia, había regresado a Estados Unidos desencantado y dispuesto a oponerse a futuras guerras. Sherwood trabajó de periodista e iba y venía a Hollywood a finales de los años veinte y principios de los treinta. En 1935 atrajo la atención del país con su obra teatral The Petrified Forest (El bosque petrificado), y en 1936 recibió por primera vez el premio Pulitzer por su drama antibélico Idiot’s Delight. La obra está ambientada en un pequeño hotel italiano cerca de la frontera suiza. El apacible entorno se ve súbitamente alterado cuando los italianos cierran la frontera y lanzan un ataque aéreo sorpresa sobre París: la Segunda Guerra Mundial ha comenzado. El hotel se llena en unos segundos de gente que busca desesperada una manera de pasar a Suiza; un joven artista inglés en luna de miel, un pacifista francés, un científico alemán, un presentador norteamericano que acompaña a «Les Girls» (un grupo de seis coristas) en su gira europea y un fabricante de armas norteamericano que viaja con su amante «rusa». La guerra altera la vida de todos estos personajes, menos la del fabricante de armas. El artista inglés decide volver a su país sin más demora y alistarse en el ejército. El pacifista francés insulta a algunos soldados italianos que se alojan en el hotel; lo arrestan y es ejecutado por un pelotón de fusilamiento, convirtiéndose así en la primera víctima absurda de una guerra absurda. El científico alemán, que se dirigía a Suiza a trabajar en un proyecto sobre el cáncer, se ve obligado a regresar a Alemania para poner sus conocimientos al servicio de la guerra. Al fabricante de armas norteamericano, en cambio, nada parece afectarle: no sólo esperaba la guerra, sino que ha conspirado para que estallara, y no dudará en sacar una jugosa tajada. Su traición se confirma cuando obliga a los italianos a negarle un visado de salida a su amante «rusa», Irene, porque ésta sabe mucho de su papel en el estallido de la guerra. El cómico norteamericano Harry Van no se siente perturbado por la guerra, porque es apolítico. Van no tiene un céntimo y su única preocupación es cómo cumplir su próximo compromiso y ganar el dinero suficiente para regresar con las chicas a Estados Unidos. No obstante, Van está fascinado por la hermosa «rusa», que le recuerda a alguien del pasado, aunque no acierta a saber quién. Irene, abandonada por su amante, admite finalmente ante Van que ambos habían tenido una breve, aunque apasionada, relación amorosa en Omaha muchos años antes. Cuando los italianos abren la frontera, todos dejan el hotel menos Van e Irene. Mientras beben champagne y hacen planes para el futuro, los franceses contraatacan. La obra termina cuando una bomba cae sobre el hotel matando a los dos enamorados. La guerra sirve para hacer las delicias de los tontos. La pieza de Sherwood era antibélica y antiitaliana, pues está salpicada de constantes y numerosas referencias a la incompetencia de la Italia contemporánea. El hotel había sido un sanatorio, pero a «los fascistas, ya se sabe, no les gusta admitir que hay gente enferma», dice un personaje. Cuando la fuerza aérea italiana parte para lanzar su ataque sorpresa sobre París, el fabricante de armas se pregunta si el ataque fallará. Al ver que regresan siete de cada diez, apunta sardónicamente: «No está mal para ser italianos». Por si alguien se quedaba in albis, Sherwood añadía: El megalomaniaco, para vivir, necesita inspirar excitación, miedo y respeto. En cambio, si es saludado con calma y coraje, se conviene en una figura del todo insignificante […]. Negándonos a imitar a los fascistas en su política de aislamiento y fortificación, en su auto-adoración histérica y el odio psicópata a los demás, podremos disfrutar de una vida en paz en lugar de una muerte indigna en el sótano[100]. Idiot’s Delight se estrenó en el National Theater, de Washington, D.C., el 9 de mano de 1936. Su tema, polémico e intemporal, le garantizaba un interés considerable. La investigación (1934-35) dirigida por el senador republicano Gerald Nye, de Dakota del Norte, sobre el papel de la industria armamentística en la Primera Guerra Mundial (tratado anteriormente en este capítulo) estaba fresca en el ánimo de la mayoría de los norteamericanos. Pese al desfile de fabricantes de armas y banqueros, incluidos J.P. Morgan y los hermanos du Pont, la Comisión no había conseguido presentar pruebas irrefutables de una conspiración, pero sí develar que la guerra había sido un gran negocio para algunos. Millones de norteamericanos apoyaron a Nye cuando éste declaró que los norteamericanos habían luchado «para salvarles la piel a los banqueros que habían apostado con demasiada audacia en la guerra y que habían arriesgado préstamos a los aliados por dos mil millones de dólares». Sherwood, por lo pronto, le creyó[101]. Los resultados de la investigación del Senado, la popularidad de la obra y el ascenso del fascismo en Europa hicieron de Idiot’s Delight un blanco natural para Hollywood. Cuando Warner Bros, y la Pioneer Pictures[102] manifestaron su interés por adquirir los derechos y le solicitaron a Breen una evaluación, el censor de la PCA les dijo que dudaba de que Idiot’s Delight pudiera filmarse, que «sería prohibida en el extranjero y podría provocar represalias contra la compañía norteamericana distribuidora. Esta obra es básicamente propaganda antibélica y contiene numerosas diatribas contra el militarismo, el fascismo y la red de comercio de armas»[103]. Breen consideraba que las películas antimilitaristas, antisfascistas y antibélicas eran «peligrosas». En abril alertó a la Oficina Hays sobre el renovado interés por Idiot’s Delight, pero le aseguró al vicepresidente de la MPPDA, Frederick Herron, que estaba «bastante seguro» de que ningún estudio se animaría a hacer una versión cinematográfica. «Hasta hoy la he discutido con cuatro de ellos […] y todos parecen sentir que es demasiado peligroso en este momento». El interés en Sherwood se desvaneció hasta que, en diciembre de 1936, la MGM preguntó por la viabilidad de llevar la pieza a la pantalla. El censor advirtió a la MGM que en su opinión la obra era «peligrosa» y aludió a la «política de la industria» como una razón para no realizar esa película en concreto[104]. Pese a las advertencias de Breen, la MGM decidió seguir adelante con el proyecto; el papel de Breen sería, a partir de entonces, el de asegurar la corrección política del film. Desde Nueva York comunicaron que la embajada italiana estaba presionando con fuerza para que Will Hays detuviera el proyecto. A Breen se le pidió que comunicara al estudio que si el film se parecía a la obra, la MGM vería «todas sus películas prohibidas en Italia y Francia, y tendrá problemas en el resto del mundo». Aunque seguro de que la MGM «la limpiaría», la Oficina Hays le encargó a Breen que «vigile la producción en caso de que se realice, porque está cargada de dinamita»[105]. El debate sobre el futuro de Idiot’s Delight se prolongó en ambas costas de Estados Unidos durante todo el verano de 1937. El embajador italiano siguió amenazando a Hays con prohibir en su país la película y todos los otros productos de la MGM. El diplomático calificó a Robert Sherwood de «anatema» para el Gobierno italiano; cualquier proyecto relacionado con Sherwood sería «desterrado de los cines» en Italia. Hays, que quería conservar el mercado italiano abierto a las producciones norteamericanas, le ordenó a Breen que recurriera al señor R. Caracciolo, cónsul de Italia en Los Ángeles, en calidad de asesor «técnico». Una vez aprobado el guión final, el Gobierno italiano aceptó cooperar en la producción de Idiot’s Delight. Cuando Breen informó a los directivos del papel que desempeñaría Caracciolo, éstos no plantearon objeciones, y prometieron que no «harían la película […] si hubiera alguna posibilidad de […] que se les cerrara el mercado italiano». En este punto, nadie, y mucho menos la MGM, planteaba nada parecido a la libertad de expresión o manifestaba alguna preocupación por el hecho de modificar la obra de Sherwood a fin de satisfacer los gustos del Duce[106]. Breen inició las negociaciones con el cónsul italiano. Neófito en las artimañas de la diplomacia internacional, Breen no se dio cuenta de que se estaba embarcando en un trabajo de quince meses para asegurarse la aprobación por parte italiana. La primera ronda de conversaciones discurrió sin problemas: los italianos pedían y Breen otorgaba. Caracciolo pronunció varios ultimátums; el primero fue que el guión no debía transparentar relación alguna con la obra original y no contener nada ofensivo para Italia. Por razones obvias, los italianos eran sensibles al título, y el diplomático pidió que se le quitara toda reminiscencia italiana. Además, el nombre de Sherwood no debía aparecer en los créditos en ninguna de las copias distribuidas en Italia[107]. Breen, ansioso por tranquilizar a los italianos, no vio nada excesivo en las exigencias de Caracciolo y comunicó las condiciones a la MGM, seguro de que se encontraría una solución. Sin embargo, el estudio consideró que su habilidad como negociador dejaba bastante que desear. Hunt Stromberg, el productor del film, protestó enérgicamente ante Breen diciendo que ya había aceptado cortar tanto material de la pieza original para satisfacer «a todos en el extranjero» que no podía permitirse también cambiar el título. Se habían pagado 125.000 dólares por los derechos, y el título, al parecer, era lo único que quedaba para promocionarlo y comercializarlo. ¡Y ahora Breen lo había eliminado! El productor tampoco consentiría cambiar el guión tan radicalmente que no quedara relación alguna con la obra original. Stromberg insistió en que la película conservara un cierto toque antibélico, si bien prometió que ningún personaje italiano aparecería bajo una perspectiva no favorable, y le aseguró a Breen que la película sería una historia de amor y no una declaración política contra el fascismo italiano. Para subrayar este nuevo enfoque, la MGM escogió al ídolo Clark Gable para el papel del irresistible Harry Van y a Norma Shearer como la hermosa y coqueta «rusa». Stromberg le escribió al censor que la película «no dirá, como la pieza teatral, que Italia es la causante de una nueva guerra, ni tampoco responsabilizará al Gobierno de intrigas hostiles o secretas, de violar los tratados internacionales o de actos por el estilo». Stromberg aseguró al jefe de la PCA que la MGM sentía «un gran respeto» por Italia y que no haría nada que pudiera ofender a esa nación[108]. Breen, ahora en el papel de intermediario, transmitió la contrapropuesta de Stromberg al diplomático italiano, que aceptó gentilmente las condiciones de la MGM. Establecidas estas premisas, el estudio llevó a Robert Sherwood a Hollywood para que convirtiera su apasionado panfleto político en una tórrida historia de amor a la manera de Hollywood. Stromberg le explicó con todo detalle las condiciones puestas por los italianos y aceptadas por el estudio. No era económicamente viable, le dijo Stromberg al escritor, hacer el film sin pensar en el mercado extranjero. Si Italia se negaba a aceptarlo, era más que probable que Alemania, España y Argentina también lo prohibieran. Además, Francia, Suiza y Australia tenían leyes nacionales de censura que restringían severamente el contenido político de las películas. Stromberg le dijo a Eddie Mannix, de la MGM, que Sherwood había adoptado «una actitud comprensiva» y que estaba «muy entusiasmado con el tratamiento que deseamos darle a su obra»[109]. Tal vez lo que más le entusiasmara fueran los 135.000 dólares adicionales que le ofreció el estudio por darle la vuelta a Idiot’s Delight. Sherwood fue a la vez filosófico y práctico a la hora de censurar su propia obra. Como muchos otros escritores, incluido Hecht, Sherwood no se tomaba Hollywood en seno, y conocía perfectamente el sistema de censura que dominaba la industria. En su opinión, la pieza teatral era el vehículo para la declaración política; el film, en cambio, «un agradable interludio de fantasía». En mayo de 1938, la nueva versión de Idiot’s Delight estaba lista para ser examinada por Breen y los italianos[110]. Cuando Stromberg le envió el guión a Breen, hizo hincapié en que Sherwood había «dramatizado el alegato contra la guerra sin destacar ni acusar en ningún momento a un país determinado». La localización ya no era Italia, sino algún lugar sin nombre en el centro de Europa, con el acento puesto en la edificante historia de amor entre Van e Irene. El «idioma extranjero» del nuevo guión no era el italiano, sino el esperanto, todos los uniformes se habían diseñado específicamente para ser «no identificables» y la MGM se había encargado de que «no se ridiculizara ni se criticara a ningún país»[111]. Breen leyó el guión con «enorme placer»; a Louis B. Mayer le dijo que todo el argumento estaba «espléndida […] y astutamente tratado» y, aunque era posible que la película no cayera bien en algunas naciones centroeuropeas, la reacción de éstas «no ocasionará serios problemas». La Europa Central no era un mercado importante para la industria cinematográfica norteamericana[112]. El único obstáculo que aún quedaba por salvar era Caracciolo, que debía aprobar el guión para que la MGM pudiera comenzar el rodaje. La aprobación final iba a resultar más difícil de conseguir que lo imaginado. El cónsul Caracciolo había regresado a Italia a pasar el verano, y el cónsul italiano en San Francisco, con el que Breen se puso en contacto, se negó a intervenir. La MGM se enfureció: los retrasos en la producción ya le habían costado miles de dólares y el proyecto seguía sin estar aprobado. Cuando Breen se ofreció para llevar personalmente el guión a Italia, los directivos de la MGM aceptaron encantados. A principios de junio de 1938, Breen le entregó a Caracciolo la historia de amor de Sherwood en los salones del Grand Hotel, de Nápoles, un decorado apropiado para una película de Hollywood. Entre aperitivo y aperitivo, los dos comentaron el nuevo guión, y acordaron encontrarse nuevamente en el Hotel Excelsior, de Roma, al cabo de una semana. Caracciolo le aseguró que no habría problemas, pero estaba a punto de experimentar algo que millones de sus compatriotas ya conocían: la burocracia italiana, desesperadamente ineficaz. La oportunidad de censurar un guión de Hollywood merecía algunas peleas internas del Gobierno, y varios órganos se disputaron la competencia última para la aprobación. Tras constantes retrasos, un avergonzado Caracciolo tuvo que admitir ante Breen que el guión se había perdido en el laberinto de la burocracia italiana; hasta el 20 de junio el atribulado diplomático no pudo localizarlo. Por último, Breen recibió en el lago de Como la noticia de que Idiot’s Delight había sido considerada aceptable para el Duce[113]. El film llegó finalmente a las salas norteamericanas en febrero de 1939, veintiséis meses después de que Stromberg se pusiera por primera vez en contacto con Breen. Junto a Norma Shearer y Clark Gable actuaron Edward Arnold, como el malvado fabricante de armas, y Charles Coburn en el papel del científico alemán. Incluso un elenco tan sólido como éste fue incapaz de transformar una tonta historia de amor ambientada en Europa Central. Si bien en el primer rollo aún podía hallarse un poco del sabor antibélico de la pieza de Sherwood, el núcleo del film no era lo absurdo de la guerra, sino la cuestión de si Irene era la misma mujer con la que Harry Van había tenido un breve romance en Omaha. Una vez establecido que así era, la atención se centraba en los dos amantes y en su decisión de continuar lo que habían comenzado años atrás. Lo hacen y, en el grandioso final, las bombas destruyen el pintoresco hotelito —como en la obra—, pero, por supuesto, los enamorados se salvan milagrosamente. La censura y los italianos no sólo consiguieron quitarle a Idiot’s Delight su fuerza política, sino también ofrecerle al público un final feliz. Los críticos hicieron su agosto con la película. Newsweek se preguntó por qué razón Hollywood «se echaba atrás» para dejar a Italia contenta. «La Italia de la obra teatral se convierte en el film en el país alpino de Nunca Jamás, en el que el pueblo habla el idioma universal, el esperanto». En el New Republic, Otis Ferguson escribió que la versión cinematográfica de Idiot’s Delight ya «no era más antibélica que unas cuantas cuadrillas de ciudadanos bien intencionados y ofendidos, disparando contra un viejo carro de combate con éclairs de chocolate». North American Review acusó a la Oficina Hays de hipocresía por convertir una pieza antibélica en «una aventura oscurantista». ¿Por qué motivo, preguntó la revista a sus lectores, era imposible tener en el cine norteamericano «entretenimiento, información o cualquier combinación de ambos que sea clara, sincera y esté bien narrada»? La respuesta, escribió la misma publicación, era «la Oficina Hays». Hasta Sherwood se mostró decepcionado; según él, Shearer compuso una «hermosa» Irene y Gable un Harry Van «muy divertido», pero, después de ver la película, el escritor lamentó que «tantos cortes de la obra original dieran como resultado un film confuso»[114]. Harry Martin, crítico de cine del Commercial Appeal, de Memphis, había predicho en 1938 que la MGM «cortaría todo el material [de Idiot’s Delight] que pudiera ofender al Duce». Martin pensaba que el film sería al final una tibia historia de amor ambientada en un escenario bélico: Cuánto mejor sería para todos nosotros que Hollywood hiciera una versión de Idiot’s Delight que mostrara a los hombres y las mujeres del público los peligros del fascismo, algo que pudiera hacer reflexionar a todos los espectadores sobre la manera en que un día esos peligros podrían afectamos si no nos mantenemos constantemente a la defensiva […] Hollywood debería desenterrar la cabeza de las arenas del amor adolescente y enseñamos el mundo en que vivimos[115]. Pero Hollywood no desenterró la cabeza. Con una guerra que sólo tardaría siete meses en estallar y unos mercados europeos en rápido declive, Idiot’s Delight no recogió muchos frutos en Europa. Pese a los esfuerzos de Breen, el film fue rechazado por Italia, y también por España, Francia, Suiza y Estonia. Aunque la película fue popular en Estados Unidos, en conjunto fue un fracaso en las taquillas[116]. A finales de la década, Breen había, efectivamente, silenciado el contenido social y político en el cine. Era algo de lo que él se sentía orgulloso, y se tomó considerables molestias para explicarle a Hays el grado en el cual había conseguido mantener las películas libres de comentarios sobre los problemas sociales y políticos del momento. Los informes de la PCA correspondientes al periodo 1935-1940 son reveladores. En 1935, Breen le dijo a Hays que 122 películas —el 23,5% de la producción total de Hollywood— pertenecían a la denominada «categoría social». El año siguiente la cifra se había reducido a 104 —el 19,4%— y, mientras Breen seguía invocando la «política de la industria», las cifras continuaban bajando. En 1938, informó con orgullo de que sólo el 12,4% de la producción abordaba cuestiones sociales, y en 1939, un mero 9,2% —54 películas— se consideró portador de algún mensaje social[117]. En 1941, Hays, ante una comisión de investigación del Senado, afirmó que menos del 5% de las películas de Hollywood trataban temas sociales o políticos[118]. Tras cinco años de censura, el poder de Breen estaba tan afianzado que The Grapes of Wrath, la Vigorosa crítica de John Steinbeck al sistema económico norteamericano, pudo llevarse a la pantalla casi sin un solo problema. A Breen le encantó que la hiriente crítica social de Steinbeck se hubiera eliminado del guión mucho antes de que se lo enviaran. El censor le dijo a Hays que una versión cinematográfica sería polémica, pero que podría «defenderse como un legítimo drama». En la pantalla, The Grapes of Wrath era, para Breen, «una historia de amor materno». La historia se había reducido a la lucha de una familia enfrentada a «acontecimientos excepcionales», una versión moderna de las epopeyas de las caravanas del Oeste en el siglo anterior. Breen veía a los Joad emigrando al Oeste en busca de una nueva vida, como los pioneros; y aunque las condiciones retratadas en la película fueran «chocantes», tenían como contrapeso unas «buenas imágenes» y, lo que era más importante, un «final edificante»[119]. Breen no realizó solo esa purga. No hay duda de que tanto a los jefes de las empresas en Nueva York como a Will Hays y los directivos de Los Ángeles les molestaban las películas que abordaban temas conflictivos. Con o sin Breen, Hollywood no habría sido nunca un medio capaz de instrumentar un cambio: lo primero que buscaba era, sobre todo, entretenimiento. No obstante, es evidente que los estudios intentaron —si bien débilmente en algunos casos— airear importantes temas sociales y políticos. Cuando lo hicieron, Breen fue inamovible. Era aceptable hacer una película como Black Fury siempre que no abogara por un cambio radical del statu quo. Era permisible rodar Fury siempre que la película no mostrara unos Estados Unidos trastornados por el racismo. El cine podía señalar los problemas siempre y cuando las soluciones ofrecidas cayeran dentro de los límites del espectro político. Aunque Breen y Hays habrían preferido que los estudios no los molestasen con películas que combinaban el entretenimiento con las cuestiones sociales, los dos eran conscientes de que ése era un deseo imposible. En la medida en que los estudios se adaptaran a las normas y puntos de vista de la PCA, Breen lucharía por abrirles mercados. Su objetivo, en una palabra, no era impedir que se realizaran películas con contenido político, sino impedir que se aventuraran en aguas turbulentas, explorando soluciones alternativas a los problemas sociales, políticos y económicos. En la medida en que el público siguiera comprando el producto, los magnates estaban dispuestos a aceptar las trabas de la censura para bien de sus ganancias. El pequeño mundo de Breen pronto recibiría una sacudida que él no podría censurar de la conciencia norteamericana. La Segunda Guerra Mundial no estaba limitada por códigos morales Victorianos. El mundo pronto iba a dividirse en una orgía de violencia hasta entonces desconocida. Si bien es cierto que Breen trató de impedir que los estudios realizaran películas que definieran a las dictaduras totalitarias como una amenaza a la democracia norteamericana, no pudo impedir que los acontecimientos hicieran que el Código, y sus intentos por aplicarlo en un mundo en guerra, parecieran definitivamente obsoletos. 9. Conclusión Hace ya varios años que el cine está encerrado en un callejón sin salida de mediocridad y banalidad, estancado en ideas convencionales, limitado por una serie de normas inflexibles que rigen la conducta y el destino de casi todos sus personajes. Protestant Digest, junio-julio de 1940 «EL ADMINISTRADOR DE PUREZA DE HAYS SE EMPEÑA EN DIMITIR», se pudo leer en los titulares de Variety. En abril de 1941, Joe Breen, de 53 años —«grogui», como les dijo a los periodistas, tras siete años de lucha contra los productores de Hollywood—, renunció a su cargo de censor. Por la Meca del Cine corrían rumores de que Breen ingresaría en uno de los grandes estudios; en efecto, los rumores se confirmaron cuando George J. Schaefer, de la RKO[1], anunció que Breen era el nuevo gerente general de la compañía. El administrador de pureza había decidido probar suerte como creador de entretenimiento[2]. El pase de Breen a la RKO dejaba traslucir no poca ironía. Breen llevaba meses enfrentado a Howard Hughes por algunas tomas del escote de Jane Russell en The Outlaw. Cuando Breen se negó a estampar el sello de la PCA en dicho film, le dijo a Hays: «Nunca he visto nada tan inaceptable como las tomas del escote de ese personaje». Hughes no estuvo de acuerdo e inmediatamente apeló la decisión. En Nueva York, la Junta de Directores contempló el invento vaquero de Hughes, ordenó que se cortaran algunos segundos de excesiva desnudez de la película y le dijo a Breen que le pusiera el sello aprobatorio[3]. A Breen el fallo final le molestó y se quejó a Hays de haber notado «una marcada tendencia por parte de los estudios a presentar los pechos femeninos cada vez más [4] descubiertos» . Es probable que Breen exagerara su reacción: envió una carta a todos los estudios en los que exigía que se eliminaran todas las tomas de escotes, y llegó a amenazar con rechazar todo film que presentara mujeres vestidas con ajustados jerseys de angora «que marcan claramente los pechos»[5]. Los fabricantes de jerseys protestaron ante Hays: los jerseys de angora ajustados hacían furor en 1941, e incluso el serio y formal Newsweek se burló solapadamente al ver que los censores de la industria cinematográfica iban merodeando por los platos «para velar por que las chicas no llevaran jerseys que hoy forman parte de su vestuario cotidiano»[6]. La polémica acabó cuando Hughes retiró The Outlaw y Breen dejó la PCA por la RKO, donde les dijo a los empleados que «se estrenan demasiadas películas malas» y juró «censurar» todas las producciones de la RKO para garantizar su pureza[7]. Sin embargo, era dudoso que las restrictivas concepciones de Breen se tradujeran en buen espectáculo. Aunque la dimisión de Breen cogió a muchos por sorpresa, los enterados sabían que llevaba tiempo pasándolo mal en su papel de guardián principal de la moralidad cinematográfica. Durante su mandato como censor, Breen había recibido muchas ofertas tentadoras para que abandonara el cargo. En 1936 les contó a unos amigos que los británicos le habían hecho una apetitosa oferta para que se hiciera cargo del Consejo Nacional de Censura[8]. También recibió ofertas de varios estudios, y todas las rechazó a instancias de Hays, que le convenció de que el Código podía venirse abajo si él se marchaba. Breen le creyó, y le dijo al padre Donnelly que «él era el único hombre en todo el país que podía meterles a los judíos una ética decente por el gaznate, hacer que les gustara y que le siguieran respetando»[9]. No obstante, la constante presión desgastó a Breen. A Pat Scanlan, del Brooklyn Tablet, le confió que la carga de trabajo «nos obliga a trabajar de 14 a 16 horas al día, y entre 6 y 7 horas los domingos»[10]. En 1937 Breen le dijo a Martin Quigley que su salud no era muy buena. «Apenas me siento en una silla unos minutos y se me corta la digestión. A menudo vomito sin ninguna causa aparente»[11]. En 1940 Breen ya estaba exhausto; al padre Parsons le confesó que se estaba «cansando de todo. Tengo la sensación de estar harto y a veces eso me hace creer que me voy a volver loco. La campaña, como usted sabe, es terrible, y nunca parece haber un respiro»[12]. Breen se sentía «aislado y abandonado» como censor: traicionado por sus amigos y ridiculizado por sus enemigos. Pese a todas sus bravuconadas, el Hombre del No en el País de los Sí era muy sensible a las críticas, y le afectaban mucho los ataques de la prensa que, según él, se burlaba, se reía y ridiculizaba su manera de aplicar el Código de la decencia. Tampoco la Legión era una gran ayuda: ya en 1936 se había quejado Breen al padre Donnelly de que «la Legión no ha hecho absolutamente nada» para apoyarlo[13]. Las relaciones de Breen con la Legión se deterioraron aún más cuando la Iglesia católica comenzó a criticar el contenido político de las películas. Un informe interno de la Legión advertía a los obispos en 1938 que «los izquierdistas [de Hollywood] no pierden oportunidad de atacar ni de anunciar a bombo y platillo films de carácter social»[14]. La Legión dio nombres; en la lista de izquierdistas figuraban Clifford Odets, John Howard Lawson, William Dieterle, Paul Muni, James Cagney, Jean Muir, Donald Ogden Stewart, Henry Fonda, Edward Arnold, Ernest Hemingway y Lewis Milestone. La Legión también tachó de comunistas a organizaciones de Hollywood como la Liga Anti-Nazi y los gremios de actores y guionistas (Screen Actors’ Guild y el Screen Writers’ Guild)[15]. Especialmente inquietante para los católicos fue la película Blockade (1938), producida por Walter Wanger. Escrita por John Howard Lawson, dirigida por William Dieterle y protagonizada por Henry Fonda y Madeleine Carroll, Blockade se internaba en el proceloso mar de la Guerra Civil Española, terreno de pruebas del armamento y las ideologías modernos en el que la política y la religión se enfrentaban en una lucha a muerte[16]. Mientras que el Gobierno de Roosevelt ponía cuidado en mantenerse neutral, la mayoría de los liberales norteamericanos apoyaba a los leales. La derecha, incluida la jerarquía católica, respaldó a Franco[17]. El tema del conflicto español se complicó aún más por las ingentes cantidades de armas y de hombres que llegaban a España de Alemania e Italia para apoyar a Franco. Cualquier película que se propusiera abordar el tema español se vería, con toda seguridad, envuelta en la polémica[18]. Cuando Breen leyó el guión por primera vez, instó a Wanger a que evitara tomar partido en el conflicto, pero no encontró ninguna razón para impedir la producción. Después de visionar la copia final, Breen estampó el sello de la PCA en Blockade, que se estrenó en el Radio City Music Hall, de Nueva York, en junio de 1938. Aunque Wanger se tomó la molestia de encargar al diseñador de vestuario unos uniformes que no se parecieran a los de ninguno de los dos bandos, y aunque suavizó la carga política insertando un típico romance «a la manera de Hollywood» entre Fonda, un luchador por la libertad, y Carroll, una femme fatale, el film ilustraba los horrores de la guerra moderna. En este caso, una ciudad portuaria aparece sitiada por tierra y mar por tropas enemigas; en el mar, la flota impide que un buque cargado de alimentos llegue a puerto. Poco a poco los habitantes van muriendo de hambre. Aunque en la película no se dice nada que permita identificar a las fuerzas enfrentadas, el público políticamente informado captaba de inmediato que eran las fuerzas de Franco las que bloqueaban la ciudad. En la escena final, Fonda, que representa a las fuerzas leales a la República, se vuelve hacia la cámara y pronuncia un sermón: «Esto no es guerra, es asesinato. Es absurdo. El mundo puede detenerlo. ¿Dónde está la conciencia del mundo?»[19]. La conciencia de la Legión se sintió ultrajada. El film fue tildado de «auténticamente propagandista en cuanto al tema, la trama, el tratamiento y la técnica», un claro producto de los izquierdistas de Hollywood. Martin Quigley pidió que se le otorgara una «C» porque el film estaba «vinculado al comunismo»[20], y le dijo a Breen que Wanger quería «expresar su apoyo a la causa de los rojos en España»[21]. El problema al que se enfrentó la Legión fue que la película no era inmoral, sino política. Los funcionarios de la Legión lo admitieron cuando informaron al arzobispo McNicholas de que el director William Dieterle acababa de regresar de la Unión Soviética y de que «era muy activo en […] causas de inclinación izquierdista». Asimismo señalaron que Lawson, el guionista, estaba asociado con el grupo teatral «New Theater League, de izquierdas», y que el productor, Wanger, «había demostrado simpatizar con la izquierda»[22]. La Legión optó por concederle una clasificación especial, y Blockade fue «clasificada por separado» como una película que contenía propaganda foránea. La Iglesia se valió de otras organizaciones para condenar Blockade. Los Caballeros de Colón la etiquetaron como «una defensa de la causa española controlada por el marxismo» y advirtieron a Hays que «las bien conocidas tendencias de algunos de los vinculados a la película» eran parte de «una fase concreta de la estrategia marxista […] para adquirir influencia en el cine»[23]. Los Caballeros formaron piquetes ante las salas que exhibían la película, y el clero instó a los católicos a que la boicotearan. Hays admitió ante la Legión que Blockade era un «error» y ordenó que se añadiera un prólogo (escrito por Quigley) que advirtiera al público de que la película contenía propaganda[24]. Pese a las buenas críticas, Blockade fracasó estrepitosamente en las taquillas porque las salas temieron una invasión de piquetes católicos[25]. En 1940 la gente de la Legión comenzó a preocuparse cada vez más por lo que ellos veían como una tendencia a producir películas con mensaje social y político. Films como Confessions of a Nazi Spy, The Grapes of Wrath, Of Mice and Men y Juarez, de la Warner, se consideraron poco más que mera propaganda. Martin Quigley y el reverendo John McClafferty, de la Legión, advirtieron al arzobispo McNicholas que, en su opinión, «la tendencia a llevar al cine mensajes sociales y realistas» no era más que «una cuña para la introducción astuta de material propagandístico», que «puede ser más peligroso para el bienestar de las almas que las indecencias y las ofensas a la moral»[26]. A su entender, la propaganda comunista se estaba colando en las películas sin que Breen lo notara. En la reunión anual de 1940, la Legión se quejó amargamente de que la cantidad de «películas objetables desde el punto de vista moral» había aumentado[27]. En una reprimenda que apuntaba directamente a Breen, la Legión condenó a la industria cinematográfica por fomentar «indecencias» y permitir «un retroceso gracias a la aceptación de situaciones inmorales consideradas permisibles». La Legión prometió actuar con dureza. A principios de 1940, más y más películas sobre temas adultos obtenían la clasificación «B»: «parcialmente objetable». De apenas 20 películas con dicha clasificación en 1937, la Legión puso una «B» a 42 películas en 1940 (aproximadamente el 11% de las producciones lanzadas por los principales estudios). En 1941, el remake de Back Street, producido por la Universal, obtuvo una «B» porque abordaba una «relación adúltera». Breen se enfureció, pues se había pasado meses intentando introducir en el guión una voz de la moral que condenara el adulterio a lo largo de toda la película. Cuando la Legión otorgó una «B» a Tobacco Road, de Darryl Zanuck, Breen desafió al padre Lord a que encontrara algo provocativo en la versión cinematográfica de la novela. «Hemos hecho un muy buen trabajo en el guión», alardeó Breen[28]. Los críticos coincidieron en su valoración y pusieron la película por los suelos. El Motion Picture Daily dijo a sus lectores que «el diálogo y los modales de los personajes de los bajos fondos se han eliminado, o bien alterado o suavizado hasta el aburrimiento»[29]. El New York Times dijo que el «proceso de desinfección» había hecho de la película un «sinsentido»[30]. Desde su posición, Breen negó que hubiera habido un «serio relajamiento del Código»: había blanqueado Tobacco Road y convertido Back Street en una fábula moral. Al padre Lord le dijo que en más de la mitad de los casos la Legión había concedido una «B» porque uno de los personajes de la película en cuestión era divorciado o casado en segundas nupcias. «Van a terminar consiguiendo que hagamos solamente historias de Pollyanna y los Rover Boys»[31], se quejó; los de la Legión «despotrican» contra la ineficacia del Código pero no saben nada de él. Juzgan las películas según «lo que a ellos les gusta o no les gusta» y no siempre «han sido justos y honrados»[32]. Dos meses después de remitir esa carta al padre Lord, Breen presentó su dimisión por escrito a Will Hays. ¿Cómo, entonces, interpretar las películas de esa era dorada del cine de estudios? ¿Es importante saber quién era el responsable principal de las imágenes y del mensaje? ¿Importa realmente que los films se censuraran durante el proceso de producción? ¿Es necesario entender la influencia y los motivos de la Iglesia católica, de la PCA, de los Consejos de Censura estatales y extranjeros, y su relación con el proceso de producción de los estudios para comprender el cine norteamericano? La respuesta es sí. El sistema de automutilación era en primer lugar una censura de ideas. La intención de los censores, desde los progresistas hasta la Legión, era impedir que las películas consideradas entretenimiento de masas desafiaran el statu quo moral, político y/o económico. Los movimientos a favor de la censura comenzaron con cruzadas morales contra Hollywood, pero pronto se convirtieron en instrumentos «para suprimir el pensamiento»[33]. Jack Vizzard, que trabajaba con Breen en la PCA, contaba una historia (quizá apócrifa) según la cual, cuando a éste le preguntaban acerca de disposiciones específicas del Código, respondía: «¡Yo soy el Código!». Es importante recordar esa identificación a la hora de situar todas las películas de Hollywood dentro de la estructura de la PCA. No es de extrañar que los valores morales y políticos personales de un censor se convirtieran en los criterios aplicados por la censura. Para Breen el factor clave era el modo en que él creía que el público interpretaría una escena, un personaje o una película. Si estaba convencido de que el público se solidarizaría con el criminal o el pecador, obligaba al estudio a reconstruir la escena o el personaje hasta estar seguro de que el público saldría del cine convencido de que el mal, en cualquiera de sus formas, era un camino incorrecto. Si Breen estaba seguro de que la reacción general del público se acercaría a sus propios valores morales y políticos, entonces estaba dispuesto a obviar las disposiciones del Código; de lo contrario, se amparaba en una determinada disposición o sugería que sus amigos de la Legión se iban a sentir ofendidos. Por regla general, eso bastaba para convencer a los estudios de que lo conveniente era reescribir el guión. Los estudios comprendían este aspecto del trabajo de la PCA; negociaban largo tiempo y a brazo partido con Breen, a menudo en reuniones a puerta cerrada, para convencerlo de que la película, el personaje o la escena en cuestión era una fuerza del bien, y no del mal. Sabían que si lograban convencerlo, Breen estaría dispuesto a dar la batalla a los censores locales e incluso a poner a la Legión de parte de los estudios. Asimismo es importante reconocer que, con o sin Consejos de Censura estatales, con o sin la Legión, la Oficina Hays o la PCA, Hollywood no habría hecho muchos films sociales o políticos. Como Ruth Inglis señaló en su clásico estudio sobre Hollywood, Breen y la PCA no se enfrentaron a una industria «consumida por la impaciencia de llevar ideas e imágenes desafiantes a las pantallas»[34]. Ben Ray Redman, en el Saturday Review of Literature, advirtió a los lectores que, aunque el sistema de censura era «ostentosamente moral, en el fondo era puramente comercial». El sistema estaba «programado para ahorrarles a los productores tiempo, problemas y dinero, sobre todo dinero»[35]. Como otro atento observador de la industria escribió en 1935, «además de sus propias tendencias, los productores han de tener en cuenta a los banqueros, a las iglesias, a los prohibicionistas, a los educadores, así como los prejuicios raciales, la sensibilidad de los gobiernos extranjeros, a los exhibidores y a un público por lo general demasiado caprichoso. Si ofendieran a alguno de ellos, les contestarían con represalias que afectarían directamente a sus bolsillos»[36]. Al final, decidieron que era más sencillo eliminar ideas que tratar de seleccionar el público sobre la base de grupos de edad o hacer películas para mercados especializados, aunque limitados. Sin embargo, al dar ese paso, acordaron también censurar todo cuestionamiento de los problemas contemporáneos. Para Ben Ray Redman, «esta censura, en todas sus manifestaciones, desde las más grandes hasta las más pequeñas, no es otra cosa que el reflejo de la codicia y de los temores [de los propietarios]». Es esta censura «lo que convierte a la mayoría de las películas de Hollywood en los productos mutilados, vacíos y carentes de sentido que vemos en los cines»[37]. Casi dos décadas después de que Redman escribiera estas observaciones, Ben Hecht y David O. Selznick llegaron a la misma conclusión. Incluso el autor del Código, Daniel Lord, creyó que el movimiento de censura había ido demasiado lejos en su obsesión por restringir las ideas aceptables para el cine. Cuando la RKO pidió permiso para llevar a la pantalla The Informer, basada en la novela de Liam O’Flaherty —un estudio de la cobardía y la traición ambientado en Dublín durante la revolución irlandesa —, Breen puso obstáculos. En su opinión, el héroe de la novela era un «comunista (…) entregado a la revolución violenta». La RKO suprimió el material ofensivo del guión, pero la Legión de Chicago condenó la película por «nauseabunda» y pidió a los católicos que la boicotearan. Daniel Lord se quedó «pasmado», y escribió al padre Dinneen que The Informer lo había colmado». No había nada en la película —señaló Lord al sacerdote de Chicago— que fuera «perturbador o sugerente o contrario a la moral». Entonces, ¿por qué se incluyó en la lista negra?[38]. La respuesta era que varios sacerdotes irlandeses de Chicago se sintieron ofendidos por la forma en que se presentaba Irlanda, y pusieron objeciones a las escenas de borrachos, de pobreza y de violencia, pero, por encima de todo, sintieron que la película era «un insulto a las consagradas tradiciones de la mujer céltica», porque incluía una escena en la que aparecía una prostituta irlandesa[39]. La película fue condenada. Un último agregado a esta historia demuestra que la industria cinematográfica optó por inclinarse ante los censores, cooperar con la Legión de la Decencia y restringir las películas a las limitantes fórmulas fijadas por la PCA: Breen fracasó estrepitosamente en la RKO. Apenas nueve meses después de hacerse cargo de la dirección del estudio, Variety informó de que otra reorganización interna de la RKO había obligado a Breen a tomarse unas vacaciones prolongadas[40]. Pese a ello, no estuvo mucho tiempo sin trabajar; al cabo de unos meses volvía a ocupar su antiguo puesto de censor de la PCA[41]. ¿Por qué la industria contrató otra vez a su antiguo perseguidor? Una de las razones fue la conciencia que la guerra creó en Hollywood. En junio de 1942, el mes que Breen retomó sus funciones de censor, todo el mundo ya tenía claro que el Gobierno federal iba a utilizar los films de entretenimiento para apoyar el esfuerzo bélico[42]. La OWI (Office of War Information), encargada de la propaganda bélica gubernamental, abrió una oficina en Hollywood y comenzó a trabajar conjuntamente con los estudios para infundir en las películas material propagandístico[43]. Traer de vuelta a Breen, como control potencial de la OWI, les pareció una idea sensata a los magnates. La otra razón fue la Legión. Breen era considerado el único en toda la industria que podía hacer frente no sólo a los productores, sino también a los obispos. En noviembre de 1941, la Legión sembró el terror en el corazón de Hollywood al condenar por «inmoral» Two Faced Woman, de la MGM, una comedia ligera protagonizada por Greta Garbo y Melvyn Douglas, por su «actitud anticristiana respecto del matrimonio»[44]. En la película, Garbo encarna a Karin Borg, una monitora de esquí casada con Melvyn Douglas, un atractivo editor de revistas. Cuando Garbo viaja de improviso a Nueva York para visitar a su marido, lo descubre galanteando con una hermosa rubia. Para apartarlo de las garras de esa mujerzuela, Garbo finge ser su propia hermana gemela, Katherine Borg, y seduce a su marido. En la película original, Douglas se enamora de Katherine «sin importarle un bledo la rubia, y siente muy pocos remordimientos por la bella y deportista esposa que presumiblemente está helándose los tobillos en una lejana pista de esquí, esperando pacientemente su regreso»[45]. El arzobispo de Nueva York, Francis John Spellman, se enfureció y declaró que el film era «una celebración del pecado, peligrosa para la moralidad pública». Algunos sacerdotes de Nueva York denunciaron la película, y la oficinas públicas de censura de Boston y Providence no tardaron en prohibirla. La MGM fue presa del pánico y consintió hacer todos los cambios que la Legión exigiera. La película fue retirada temporalmente y se añadieron nuevas escenas para dejar claro que Douglas sabía que su mujer estaba fingiendo ser su «cuñada» y que él sólo le seguía el juego para divertirse. Con ello se acabaron los reproches de la Legión, que otorgó una «B» a la versión revisada de Two-Faced Woman[46]. En febrero de 1942, cuando la reestructuración de la RKO dejó a Breen en la calle, los productores de Hollywood presionaron a Will Hays para que lo trajera otra vez a la PCA. Hays vaciló, y Quigley se mantuvo firme en su postura de no permitir el regreso de Breen como censor. Las objeciones se centraban en la negativa de éste a delegar su autoridad durante su reinado como censor. No obstante, cuando los representantes de la MGM, de la Paramount y de Warner Bros, insistieron, y cuando la Legión dio su bendición, Hays ofreció a Breen su antiguo puesto. En el mes de junio de ese año Breen volvió a desempeñar sus funciones[47]. Breen permaneció en la PCA hasta 1954, época en que tanto él como el Código que había intentado aplicar se habían convertido hacía tiempo en anacronismos. En el mundo de la postguerra, que había sido testigo de la muerte de más de 50 millones de personas, del Holocausto y del inicio de la era atómica, Breen redactó algunas nuevas disposiciones para el cine que apuntaban a excluir de la pantalla cuestiones como el aborto, las enfermedades venéreas y las toxicomanías. Sin embargo, no pudo detener la fuerte oleada de cambios. Una serie de factores combinados —la llegada de la televisión, con el consiguiente golpe para las taquillas; la desrregulación efectiva de la industria por parte del Gobierno federal, que abrió las salas a las producciones extranjeras e independientes; una serie de sentencias del Tribunal Supremo que hacían extensivas al cine las cláusulas de protección de la Primera Enmienda; la determinación de una nueva camada de productores independientes a la hora de desafiar la autoridad del censor, y, finalmente, un cáncer de pulmón— llevaron a Breen al retiro en 1954. Breen había llegado a odiar Hollywood, al que llamaba «antro de iniquidad». La nueva generación de guionistas, directores y productores, que en los últimos años lo desafiaban cada vez más, eran unos «paganos»[48]. Cuando dejó la PCA, Breen era un hombre amargado. Cabe preguntarse qué habrá pensado cuando en 1954 la Academia le otorgó un Oscar especial por los servicios prestados a la industria. Por su parte, Will Hays se retiró de la MPPDA en 1945 y vivió tranquilamente casi una década en su pueblo natal de Sullivan (Indiana). Hays murió en 1954. Un año más tarde murió en St. Louis el padre Daniel Lord, que desde 1935 había prestado muy poca atención al cine. Martin Quigley se mantuvo como crítico activo hasta su muerte en 1964. Joe Breen murió en una residencia de Hollywood, en 1965, a la edad de 75 años. Un año más tarde, la industria abolió el Código e instauró un sistema de clasificaciones que advertía al público del posible contenido ofensivo de las películas. Una era había llegado a su fin. La censura impidió que Hollywood interpretara la moral y las costumbres, la economía, la política y las cuestiones éticas y sociales de la sociedad norteamericana en términos directos y honestos. La industria, en cambio, prefirió interpretar todos los temas sociales y políticos con la restrictiva lente del Código. Los censores fijaban los límites. Más que convertirse en barómetro, o siquiera en espejo, las películas de la edad dorada de los estudios eran rehenes de las taquillas. Mientras la industria estuvo decidida a llegar al mercado más extenso posible, fue susceptible al chantaje económico, ya fuera de organizaciones religiosas, grupos de intereses o gobiernos extranjeros. Los magnates adoraban el dinero más de lo que respetaban la honestidad. Lamentablemente, sólo es posible especular cómo podría haber sido el cine de entonces si a esos productores, directores, escritores y actores interesados en hacer películas centradas en asuntos importantes se les hubiera permitido expresarse sin cortapisas. Nunca sabremos cuántos films que no se hicieron se podrían haber hecho, ni cuán diferentes podrían haber sido los que sí se rodaron. Al menos, algunos de los productos de Hollywood habrían abordado las cuestiones morales, sociales y económicas de la época de una manera más honesta y directa; y, si bien eso no significa que el cine hubiese sido el gran defensor de las cuestiones sociales, lo cierto es que podría haber contribuido a definir una auténtica «edad de oro». Apéndice A Borrador de trabajo de la propuesta del Código LordQuigley Razones en las que se fundamenta el Código QUE RIGE LA CREACIÓN CINEMATOGRÁFICA Formulado por Association of Motion Pictures Producers, Inc., y The Motion Picture Producers and Distributors of America, Inc. RAZONES EN LAS QUE SE FUNDAMENTA EL PREÁMBULO 1. Las películas concebidas para la exhibición en salas de cine, en contraposición a las películas concebidas para ser proyectadas en iglesias, escuelas, salas de conferencias, actos de movimientos educativos y de reforma social, etc., han de considerarse básicamente un ENTRETENIMIENTO. La humanidad siempre ha reconocido la importancia del entretenimiento y su valor en la recuperación física y anímica de los seres humanos. Sin embargo, siempre se ha reconocido también que el entretenimiento puede ser UTIL o PERJUDICIAL para el género humano y, en consecuencia, se ha distinguido claramente entre: a. El entretenimiento que tiende a mejorar el género humano o, como mínimo, a recrear y reconstituir a los seres humanos agotados de las realidades de la vida, y b. El entretenimiento que tiende a degradar a los seres humanos o a empeorar sus niveles de vida. Por ese motivo se reconoce a escala internacional la IMPORTANCIA MORAL del entretenimiento. El entretenimiento penetra profundamente en la vida de hombres y mujeres y los afecta íntimamente; el entretenimiento ocupa sus mentes y sentimientos durante las horas de ocio y afecta en última instancia al conjunto de su existencia. La calidad del entretenimiento escogido sirve para juzgar a un hombre tanto como la calidad de su trabajo. En consecuencia, un entretenimiento adecuado eleva el nivel de toda una nación. Un entretenimiento inadecuado degrada las condiciones de vida y los ideales morales del género humano. Cabe señalar a modo de ejemplo las saludables reacciones que provocan los deportes sanos y morales, como el béisbol o el golf, y las reacciones malsanas ante deportes como la riña de gallos, la lidia de toros, la caza de osos, etc. Cabe asimismo señalar el efecto que en antiguas civilizaciones tuvieron los combates de gladiadores, las obscenas piezas teatrales de la época romana, etc. II. El cine es muy importante en cuanto que es un ARTE. Aunque es un arte nuevo — posiblemente una combinación de las distintas artes—, tiene el mismo objetivo que los demás, a saber, la presentación del pensamiento, de las emociones y de la experiencia humanas de modo que llegue al alma a través de los sentidos. En el cine, como en las demás clases de entretenimiento: El arte penetra profundamente en la vida de los seres humanos. El arte puede ser moralmente bueno y elevar a los seres humanos a niveles más altos, como lo han hecho la música, la gran pintura, la auténtica literatura de ficción, la poesía y el teatro. El arte puede ser moralmente malo en cuanto a sus efectos. Es el caso, sin duda alguna, de la pintura obscena, de los libros indecentes, del teatro insinuante y provocativo. Su efecto en la vida de hombres y mujeres es obvio. Nota: A menudo se ha dicho que el arte en sí es amoral, ni bueno ni malo. Esta concepción tal vez pueda ser válida para el OBJETO que es la pieza musical, un cuadro, una poesía. Pero el objeto es el PRODUCTO de la mente de una persona, y la intención de ésta fue buena o mala desde el punto de vista moral en el momento en que produjo el objeto de que se trate. Además, el objeto produce un EFECTO en aquéllos que entran en contacto con él. En estos dos aspectos —es decir, como producto de una mente y como causa de unos efectos concretos—, el arte tiene un profundo significado y una inconfundible calidad morales. En consecuencia, el cine, la más popular de las artes modernas concebidas para un público masivo, recibe su calidad moral de la intención de las mentes que lo producen y de sus efectos sobre la vida y las reacciones de índole moral del público. Este hecho le confiere una muy importante responsabilidad moral. 1. Las películas reproducen la moral de las personas que las utilizan como medio de expresión de sus ideas e ideales. 2. Las películas afectan a los principios morales de aquellas personas que a través de la pantalla asimilan esas ideas e ideales. En el caso del cine, este efecto adquiere una relevancia particular porque no hay otro arte que obtenga una respuesta tan rápida y tan amplia de las masas. El cine, en un periodo increíblemente breve, se ha convertido en el arte de las multitudes. III. El cine, debido a su importancia como entretenimiento y a la confianza que han depositado en él los pueblos del mundo, tiene unas OBLIGACIONES MORALES especiales: A. La mayoría de las artes se dirige a las personas maduras. En cambio, el cine se dirige a la vez a gentes de toda condición: maduras, inmaduras, desarrolladas, sin desarrollar, respetuosas de la ley, criminales, etc. Hay distintos tipos de música, igual que de literatura y de teatro, para las distintas clases de personas. El cine, al combinar los dos atractivos fundamentales (contemplar una imagen y escuchar una historia) llega a la vez a todas las clases sociales. B. Dada la movilidad de las películas y la facilidad con que se distribuyen, y debido a la posibilidad de obtener copias en grandes cantidades, el cine llega a lugares en los que otras artes no penetran. C. Considerando estos dos factores, es difícil producir películas destinadas únicamente a determinadas clases de personas. Las salas de exhibición están construidas para las masas, para los cultos y para los carentes de educación, para personas maduras e inmaduras, para los respetuosos de la ley y para los criminales. A diferencia de los libros y la música, la películas difícilmente pueden limitarse a algunos grupos selectos. D. En consecuencia, el grado de permisividad tolerable no puede ser tan alto como el tolerado en los libros. Además: a. Un libro describe; una película presenta [una historia] vividamente. El libro presenta la historia en una página fría; el cine, en cambio, en personas aparentemente vivas. b. Un libro llega a la mente del lector sólo a través de palabras; una película llega a los ojos y al oído del espectador a través de la reproducción de sucesos reales. c. La reacción de un lector depende en gran medida de la intensidad de su imaginación; la reacción del espectador de una película depende de lo vivido de la presentación. En consecuencia, muchas de las cosas que pueden describirse o sugerirse en un libro no pueden presentarse en cine. E. Lo mismo es aplicable a la comparación entre el cine y la prensa escrita. a. Los periódicos presentan un hecho mediante la descripción; el cine, en cambio, a través de una presentación real. b. Los periódicos presentan después de que el hecho ha tenido lugar; el cine presenta los hechos en su proceso de consumación y con apariencia de realidad. F. Todo lo que se puede presentar en una pieza teatral no puede presentarse en una película. a. Porque el público de una película es más amplio y, por consiguiente, de carácter mixto; psicológicamente, cuanto mayor es la audiencia, menor es la resistencia moral de la masa a la sugestión. b. Porque mediante la iluminación, la ampliación de las imágenes, la presentación, el énfasis escénico, etc., el argumento de una película se acerca más al público que el de una obra de teatro. c. El entusiasmo y el interés por los actores y las actrices de una película —que supera a todo elemento del argumento— hacen que el público simpatice enormemente con los personajes que esos artistas encaman y con las historias en que aparecen. De ahí que el público sea más propicio a confundir a un actor o una actriz con el personaje que ellos representan, y más receptivo a las emociones e ideales presentados por sus estrellas favoritas. G. las pequeñas comunidades — apartadas de la sofisticación y del proceso de endurecimiento que a menudo tiene lugar en algunos grupos de personas que habitan en las grandes ciudades— son afectadas rápidamente y con facilidad por cualquier tipo de película. H. Los grandiosos decorados, la abundante acción, el gusto por lo espectacular, etc., afectan a las emociones del público y las despiertan más intensamente. Por regla general, la movilidad, la popularidad, el fácil acceso, el atractivo emocional, el carácter vivido y la presentación directa de los hechos facilitan un contacto más íntimo con el público masivo y provocan una mayor respuesta emocional. Por todos estos motivos, el cine tiene mayores responsabilidades morales. RAZONES EN LAS QUE SE FUNDAMENTAN LOS PRINCIPIOS GENERALES I. No se producirá ninguna película capaz de degradar los principios morales de los espectadores. En consecuencia, la simpatía del público nunca debería llevarse hacia el lado del crimen, del mal o del pecado. Esa atracción se ejerce: 1. Cuando el mal se presenta como atrayente o seductor, y el bien se presenta como poco atractivo. 2. Cuando la simpatía del público se lleva hacia el crimen, el mal y el pecado. Lo mismo se aplica a las películas durante cuya visión la simpatía del público se lleva en contra de la bondad, de la inocencia, el honor, la pureza o la honestidad. Nota: Solidarizarse con una persona que peca no es lo mismo que simpatizar con el pecado o con el crimen del que dicha persona es culpable. Es posible sentir pena por el sufrimiento del asesino, e incluso comprender las circunstancias que lo llevaron a cometer el crimen, pero no podemos sentir simpatía por el mal que ha causado. La presentación del mal es a menudo esencial en el arte, la literatura o el teatro, lo que en sí no es incorrecto siempre que: a. El mal no se presente de manera atractiva. Incluso si en otro momento de la película en cuestión, el mal se condena o castiga, no debe permitirse que parezca tan atractivo que las emociones del público tiendan a desearlo o aprobarlo con tanta intensidad que más tarde la condena se olvide y sólo se recuerde la aparente alegría del pecado. b. Durante toda la película el público sienta que lo correcto es el bien y no el mal. II. Se presentaran, en la medida de lo posible, normas de vida correctas. El cine posibilita un extenso conocimiento de la vida y del vivir. Cuando las normas correctas se presentan de manera coherente, el cine ejerce la más poderosa influencia imaginable, ayuda a formar el carácter y a desarrollar ideales justos, e inculca principios correctos, y siempre en la atractiva forma de una historia. Si el cine propone como modelos dignos de admiración personajes elevados y presenta historias que afecten al público de una manera positiva, puede convertirse en la fuerza natural más poderosa para mejorar la humanidad. III. No se ridiculizará la ley, natural o humana, ni su violación despertará la simpatía del público. Por ley natural se entiende la escrita en los corazones de todos los seres humanos, los grandes principios subyacentes a la ley y a la justicia dictados por la conciencia. Por ley humana se entiende el Derecho escrito de las naciones civilizadas. 1. La presentación de crímenes contra la ley es a menudo necesaria para el desarrollo de la trama, pero no debe provocar sentimientos de simpatía hacia el crimen en cuanto acto contrario a la ley, ni con el criminal, por oposición a quienes lo castigan. 2. No se presentarán como injustos los tribunales nacionales. Esto no significa que no pueda presentarse como injusto un tribunal en concreto, y mucho menos que no pueda presentarse como tal un funcionario de la justicia. Sin embargo, el sistema judicial del país de que se trate no debe resultar perjudicado en consecuencia. IV. RAZONES EN QUE SE FUNDAMENTAN LAS DISPOSICIONES DEL CÓDIGO Prolegómenos: I. El pecado y el mal forman paite de la historia de los seres humanos, por lo que de por sí constituyen materia dramática. II. Al hacer uso de dicha materia, deberá distinguirse entre el pecado que repele por su misma naturaleza y el pecado que a menudo atrae. a. En la primera clase se incluyen el asesinato, la mayoría de los robos, muchos crímenes contra la ley, la mentira, la hipocresía, la crueldad, etc. b. En la segunda clase se incluyen los pecados de naturaleza sexual, los pecados y los crímenes de aparente heroísmo, como el bandidismo, los robos audaces, el liderazgo de una empresa maligna, el crimen organizado, la venganza, etc. La primera clase se puede tratar con mucho menos cuidado, pues los crímenes y los pecados de este tipo no son de por sí atractivos: el público los condena instintivamente pues le provocan sentimientos de rechazo. De ahí que el objetivo prioritario sea evitar endurecer al público, especialmente a los espectadores jóvenes e impresionables, frente al pensamiento y al acto criminal. La gente puede acostumbrarse incluso al asesinato, a la crueldad, a la brutalidad y a los crímenes repugnantes si se repiten lo suficiente. La segunda clase ha de tratarse con muchísimo cuidado, dado que la respuesta del género humano a su atractivo es obvia. Este aspecto se trata con detalle más adelante. III. Puede distinguirse cuidadosamente entre las películas destinadas al público general y las destinadas a exhibirse en salas restringidas a un público limitado. Los temas y los argumentos más apropiados para estas últimas estarían totalmente fuera de lugar y serían peligrosos si se trataran en las primeras. Nota: Por lo general la práctica de usar una sala abierta al público general y limitar la entrada a «adultos solamente» durante la exhibición de determinadas películas no es totalmente satisfactoria y sólo parcialmente eficaz. No obstante, las personas maduras pueden fácilmente comprender y aceptar sin que les perjudiquen ciertos temas y argumentos que son realmente perjudiciales para las personas jóvenes. En consecuencia; si se creara un tipo especial de salas, exclusivas para personas adultas y para obras de esta naturaleza (que traten temas problemáticos, discusiones complicadas y tratamiento más adulto), se podría crear también un mercado, inexistente en la actualidad, para películas no aptas para el público general pero susceptibles de ser exhibidas para una audiencia limitada. I. CRÍMENES CONTRA LA LEY El tratamiento de crímenes contra la ley no deberá: 1. Enseñar métodos criminales. 2. Inspirar a potenciales criminales con deseos de imitación. 3. Presentar a los criminales como héroes y justificarlos. En nuestra época, la venganza no ha de ser justificada. La venganza puede a veces presentarse en historias que se desarrollan en naciones y épocas menos civilizadas, especialmente en lugares donde no existe una ley que defina el crimen que es la causa de la venganza. Debido a sus nefastas consecuencias, el tráfico de drogas no debería presentarse en forma alguna. No se deberá señalar a la atención del público la existencia de dicho comercio. El consumo de bebidas alcohólicas nunca se presentará en exceso, ni siquiera tratándose de países donde el consumo es ilegal. En escenas de la vida norteamericana, sólo las necesidades del argumento y de una correcta caracterización justifican su presentación. Incluso en este caso, el consumo de bebidas alcohólicas se presentará con moderación. II. SEXO Por consideración a la inviolabilidad del matrimonio y de la familia, el triángulo (es decir, el amor a un tercero por parte de alguien ya casado) se deberá tratar con sumo cuidado. El tratamiento de este tema no debe afectar al matrimonio en cuanto institución. Las escenas de pasión deberán tratarse con un honesto reconocimiento de la naturaleza humana y sus reacciones normales. Muchas escenas no pueden presentarse sin suscitar emociones peligrosas en los inmaduros, los jóvenes y los criminales. Incluso dentro de los límites del amor puro, los legisladores han considerado que ciertos hechos están fuera de los límites de la presentación segura. En el caso del amor impuro, el amor que la sociedad siempre ha considerado malo y que ha sido prohibido por la ley divina, es importante recordar: 1. El amor impuro no se presentará como atractivo y hermoso. 2. No deberá ser el tema de una comedia o farsa, ni tratado como material cómico. 3. No deberá presentarse de forma tal que despierte la pasión o la curiosidad morbosa por parte del público. 4. No deberá presentarse de forma tal que parezca correcto y permisible. 5. Por regla general, no deberán darse detalles de sus métodos y maneras. III. VULGARIDAD; IV. OBSCENIDAD; V. IRREVERENCIA Y BLASFEMIA No necesitan muchas más explicaciones que las ya incluidas en el presente Código. VI. VESTUARIO Principios generales: 1. El efecto de la desnudez o la semidesnudez en el hombre y la mujer corrientes, y mucho más en las personas jóvenes e inmaduras, ha sido reconocido por todos los legisladores y moralistas. 2. En consecuencia, el hecho de que el cuerpo desnudo o semidesnudo pueda ser hermoso no convierte en moral su utilización en el cine; además de su belleza, se ha de tomar en consideración el efecto del cuerpo desnudo o semidesnudo en el individuo corriente. 3. La desnudez o la semidesnudez, utilizada simplemente como «aguijón», puede colocarse bajo el epígrafe de las acciones inmorales. Su efecto en el público medio es inmoral. 4. La desnudez nunca puede permitirse en tanto que necesaria para el guión. La semidesnudez no debe dar lugar a exposiciones excesivas o indecentes. 5. Los materiales transparentes o translúcidos, así como la silueta, son con frecuencia más insinuantes que un desnudo total. VII. DANZAS La danza se reconoce generalmente como arte y como una forma bella de expresar las emociones humanas. Sin embargo, atentan contra la decencia y son inmorales las danzas que sugieren o representan actos sexuales, ejecutadas por un solo bailarín o por dos o más personas, y las danzas concebidas para excitar la reacción emocional del público, así como las que incluyen movimientos de los pechos o excesivos movimientos corporales con los pies fijos. VIII. RELIGIÓN La razón por la que los ministros religiosos no pueden ser personajes cómicos o villanos es simplemente porque la actitud adoptada hacia ellos puede fácilmente convertirse en la actitud hacia la religión en general. La falta o pérdida de respeto a un ministro religioso provoca en la mente del público una similar disminución del respeto a la religión. IX. LOCALIZACIÓN ESCENAS DE LAS Algunos lugares están tan íntimamente asociados a la vida sexual o al pecado sexual que su utilización debe ser cuidadosamente limitada. X. SENTIMIENTOS NACIONALES Son merecedores de consideración y de un trato respetuoso los justos derechos, la historia y los sentimientos de una nación. XI. TÍTULOS Dado que el título de una película es la marca de este particular tipo de producto, debe ser conforme a las prácticas éticas de la titulación. XII. TEMAS REPELENTES Estos temas son a veces necesarios para el argumento. Su trato no deberá ofender nunca el buen gusto ni herir la sensibilidad de los espectadores. Apéndice B Películas condenadas por la Legión de la Decencia Son de nacionalidad estadounidense, salvo aclaración. Se indica para cada película: títulos castellanos de exhibición en España y/o América Latina; firma productora; año(s) en que se efectuó el rodaje y la postproducción; responsables de producción, dirección y tema, con los cargos que les atribuyen los títulos de crédito de los films, u otras fuentes verificadas; actores principales; y, eventualmente, referencias parciales a otras versiones del mismo tema. En algunos casos se remite a la Filmografía de películas mencionadas en el texto de este libro. Legión de la Decencia de Chicago, 1954 Affairs of a Gentleman, Universal, 1934. Productor, Carl Laemmle Jr.; asociado, Edmund Grainger. Director, Edwin L. Marin. Guión de Cyril Hume, Peter Ruric y Milton Krims, sobre la pieza Women (1928), de Edith Ellis y Edward Ellis. Con Paul Lukas, Leila Hyams, Patricia Ellis y Phillip Reed. The Affairs of Filmografía). Cellini (ver Ariane, alemana, Nero-Film, 1930. Director, Paul Czinner. Guión de Czínner y Carl Mayer, sobre novela Ariane, jeune filie russe, de Claude Anet (= Jean Schopfer). Con Elisabeth Bergner, Rudolf Forster y Theodor Loos. Filmada también con diálogos en francés, 1931 (Ariane, muchacha rusa), director, Czinner, con Gaby Morlay; y en inglés, Ariane, 1931, director, Czinner, con E. Bergner, Warwick Ward y Percy Marmont. Otra versión: 1956, Love in the Afternoon (Amor en la tarde), filmada en París, director, Billy Wilder, con Gary Cooper, Audrey Hepbum y Maurice Chevalier. Back Street (La usurpadora) (Maridos imprudentes), Universal, 1932. Productor, Carl Laemmle Jr.; asociado, E.M. Asher. Director, John M. Stahl. Guión de Gladys Lehman, sobre novela homónima (1932) de Fannie Hurst; diálogos, Lynn Starling. Con Irene Dunne, John Boles, George Meeker y ZaSu Pitts. Otras versiones: ver Back Street en la Filmografía. Belle of the Nineties (ver Filmografía). Catherine the Filmografía). Great (ver Design for Living (ver Filmografía). Dr. Monica (ver Filmografía). Enlighten Thy Daughter, Exploitation Pictures (Robert Mintz), 1933. Productor, Louis Weiss. Director, John Varley. Guión de Arthur Hoerl, sobre argumento de Ivan Abramson; diálogo adicional, Bob Lively y Betty Laidlaw. Con Miriam Battista, Beth Barton, Edmund MacDonald, Herbert Rawlinson y Jack Arnold. Otra versión: 1917, director, Ivan Abramson, con Zena Keefe. The Fighting Lady, Fanchon Royer, Pictures 1934. Director, Carlos Borcosque. Guión de John Francis Natteford, sobre pieza homónima de Robert Ober. Con Peggy Shannon, Jack Mulhall, Marion Lessing y Edward Woods. The Firebird (ver Filmografía). Fog Over Frisco (El misterio en la niebla), First National (de Warner), 1934. Productor, Henry Blanke; supervisor, Robert Lord. Director, William Dieterle. Guión de Robert N. Lee y Eugene Solow, sobre adaptación de Lee de la novela The Five Fragments (1932), de George Dyer. Con Bette Davis, Donald Woods, Margaret Lindsay, Lyle Talbot y Hugh Herbert. Otra versión: 1942, Spy ship (El buque espía), director, B. Reeves Eason, con Craig Stevens e Irene Manning. The Gay Bride (La novia alegre), MGM, 1934. Productor, John W. Considine jr. Director, Jack Conway. Guión de Bella Spewack y Samuel Spewack, sobre la novela Repeal (1933), de Charles Francis Coe. Con Carole Lombard, Chester Morris, ZaSu Pitts y Leo Carrillo. The Girl from Filmografía). Missouri (ver Girls for Sale!, Bud Pollard Productions, 1933. Director no especificado. Guión de Bud Pollard. Con Vivian Gibson, Albert Stienruck, Ernst Deutsch y Suzi Vernon. Glamour (ver Filmografía). Good Dame (A río revuelto), Paramount, 1933-34. Productor ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, Marion Gering. Guión de William R. Lipman, Vincent Lawrence, Frank Partos y Sam Heilman; argumento de W.R. Lipman. Con Sylvia Sidney, Fredric March, Jack La Rue y Noel Francis. Hat, Coat and Filmografía). Glove (ver He Was Her Man, Warner, 1934. Productor, Robert Lord. Director, Lloyd Bacon. Guión de Tom Buckingham y Niven Busch; argumento, R. Lord. Con James Cagney, Joan Blondell, Victor Jory y Frank Craven. I Have lived, Chesterfield Motion Pictures, 1933. Director, Richard Thorpe. Guión de Winifred Dunn; argumento, Louis E. Heifetz. Con Alan Dinehart, Anita Page, Allen Vincent y Gertrude Astor. Jimmy the Gent (A la caza de herederos), Warner 1933-34. Productor, Robert Lord; ejecutivos, Jack L. Warner y Hal B. Wallis. Director, Michael Curtiz. Guión de Bertram Milhouser, sobre argumento The Heir Chaser, de Laird Doyle y Ray Nazarro. Con James Cagney, Bette Davis, Allen Jenkins y Alan Dinehart. Kiss and Make-Up (El templo de las hermosas), Paramount, 1934. Productor ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, Harlan Thompson; asociado, Jean Negulesco; 2a unidad, Ralph Ceder. Guión de H. Thompson y George Marion Jr., sobre adaptación de Jane Winton de la pieza Kozmetika, de István Békeffl. Con Cary Grant, Genevieve Tobin, Helen Mack, Edward Everett Horton y Mona Maris. Laughing Boy (ver Filmografía). Lazy River (Nueva aurora), MGM, 1934. Productor, Luden Hubbard. Director, George B. Seitz; 2a unidad, Tod Browning. Guión de Hubbard, sobre la pieza Ruby, de Lea David Freeman. Con Jean Parker, Robert Young, Ted Healy y Nat Pendleton. The Life of Vergie Winters (ver Filmografía). Limehouse Blues (ver Filmografía). Little Man, What Now? (¿Y ahora qué?), Universal 1934. Productores, Carl Laemmle Jr. y Henry Henigson. Director, Frank Borzage. Guión de William Anthony McGuire (con contribuciones de Jo Swerling, R.C. Sherriff y James Atherton) sobre novela Kleiner Mann-Was Nun? (1932), de Hans Fallada. Con Margaret Sullavan, Douglass Montgomery, Alan Hale y Catherine Doucet. Otras versiones: alemana, 1933, director, Fritz Wendhausen, con Hermann Thimig, Hertha Thiele; germano democrática, 1966; director, Hans Joachim Kasprzik, con Amo Wysniewski yjutta Hoffmann. Madame du Barry (ver Filmografía). Manhattan Melodrama Filmografía). (ver Men in White (Alma de médico), MGM, 1933-34. Productor, Monta Bell. Director Richard Boleslawski. Guión de Waldemar Young, sobre pieza homónima (1933) de Sidney Kingsley. Con Clark Gable, Myma Loy, Jean Hersholt, Elizabeth Allan y Otto Kruger. Men of the Night (ver Filmografía). A Modern Hero (El secreto de una noche), Warner, 1933-34. Director, Georg W. Pabst. Guión de Gene Markey y Kathryn Scola, sobre novela homónima (1932) de Louis Bromfield. Con Richard Barthelmess, Jean Muir, Marjorie Rambeau, Verree Teasdale y Florence Hdridge. Morals For Women, Tiffany Productions, 1931. Productor, Phil Goldstone. Director, Mort Blumenstock. Argumento, Frances Hyland; diálogos, Gene Lewis. Con Bessie Love, Emma Dunn y Natalie Moorhead. Nana (ver Filmografía). Narcotic, Hollywood Producers and Distributors, 1933. Productora, Hildagaide Esper; ejecutivo, Dwain Esper. Director, Vival Sodar’t. Argumento, AI Kamopp. Con Harry Cording, Joan Dix, Patricia Farley yj. Stuart Blackton Jr. Notorius But Nice, Chesterfield Motion Pictures, 1933. Productor, George A. Batcheller. Director, Richard Thorpe. Guión de Carol Webster; argumento, Adeline Leitzbach. Con Marian Marsh, Betty Compson, Donald Dillaway y Rochelle Hudson. Of Human Bondage (vet Filmografía). One More River, Universal, 1934. Productor, Carl Laemmlejr. Director, James Whale. Guión de R.C. Sherriff (con contribución de William Hurlbut) sobre novela homónima (1932) de John Galsworthy. Con Diana Wynyard, Colin Clive, Mrs. Patrick Campbell, Frank Lawton, Jane Wyatt y Lionel Atwill. Picture Brides, Allied Pictures (M.H. Hoffinan), 1933. Productor asociado, M.H. Hobman Jr. Director, Phil Rosen. Guión de Adele Buffington, sobre pieza Red Kisses, de Charles E. Bianey y Harry Clay Blaney; diálogo adicional, Will Ahem. Con Dorothy Mackaill, Regis Toomey y Alan Hale. Playthings of Desire, Pinnacle Productions (J.D. Trop), 1933. Director, George Melford. Guión de J. Wesley Putnam, sobre novela homónima (1934) de Harry Sinclair Drago. Con Linda Watkins, James Kirkwood, Reed Howes y Josephine Dunn. The Private Life of Don Juan (Adiós Don Juan), inglesa, London Films, 1934. Productor y director, Alexander Korda Guión de Frederick Lonsdale y Lajos Biro, sobre pien l’hommedla rose (1920), de Henri Bataille. Con Douglas Fairbanks, Merle Oberon, Benita Hume, Binnie Bames y Melville Cooper. The Private Life of Henry Vni (ver Filmografía). Registered Nurse, First National (de Warner), 1933-34. Director, Robert Florey. Guión de Lillie Hayward y Peter Milne, sobre pieza Miss Benton, R.N. (1930), de Florence Johns y William Lackaye Jr. Con Bebe Daniels, Lyle Talbot y John Halliday. Riptide (ver Filmografía). The Road to Ruin, Willis Kent Productions, 1933-34. Directores, Sra. Wallace Reid (= Dorothy Davenport) y Melville Shyer. Argumento, Mrs. Wallace Reid. Con Helen Foster, Nell O’Day, Glen Boles y Bobby Quirk. Otra versión: 1928, director Norton S. Parker, con Helen Foster, Grant Withers. Sadie McKee (Así ama la mujer), MGM, 1934. Productor, Lawrence Weingarten. Director, Clarence Brown. Guión de John Meehan, sobre cuento Pretty Sadie McKee (1933), de Viña Delmar. Con Joan Crawford, Gene Raymond, Franchot Tone y Edward Arnold. The Scarlet Empress (Capricho imperial), Paramount, 1934. Productor, Josef von Sternberg; ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, Josef von Sternberg. Guión de Paul Osborn y Manuel Komroff (con contribución de Eleanor McGeary), sobre novela de William Bradford Huie y Borden Deal, y el Diario de la emperatriz Catalina II. Con Marlene Dietrich, John Lodge, Sam jaffe, Louise Dresser y C. Aubrey Smith. Algunas otras películas sobre el personaje: ítalo-francesa, 1962, Catarina di Russia, director Umberto Lenzi, con Hildegarde Neff (= Knef); inglesa, 1968 Great Catherine, color, director, Gordon Flemyng, con Jeanne Moreau; inglesa, 1990, para TV Young Catherine, color, director, Michael Anderson, con Julia Ormond; alemana, 1995 para TV, Katherine die Grosse, color, directores, Marvin J. Chomsky y John Goldsmith, con Catherine Zeta Jones; y ver Catherine the Great en la Filmografía. The Scarlet Letter (La mujer marcada), Majestic, 1934. Productor, Larry Darmour. Director, Robert G. Vignola. Guión de Leonard Fields y David Silverstein, sobre novela homónima (1850) de Nathaniel Hawthorne. Con Colleen Moore, Hardie Albright, Henry B. Walthall, Cora Sue Collins y Alan Hale. Otras versiones; 1909; 1911, con King Baggot; 1917 (La letra escarlata), director, Carl Harbaugh, con Mary Martin, Stuart Holmes; 1926 (La letra escarlata), director, Victor Seastrom (= Sjóstróm), con Lillian Gish, Lars Hanson y Henry B. Walthall; 1954, emisión TV, con Kim Stanley; germano federalespañola, 1972, Der Scbarlachrote Buchstabe/La letra escarlata, color, director, Wim Wenders, con Senta Berger, Lou Castel, Hans-Christian Blech, Alfredo Mayo y Riidiger Vogler; 1979 para TV, color, con Meg Foster; 1995 (La letra escarlata), color, pantalla ancha, director Roland Joffé, con Demi Moore, Gary Oldman y Robert Duvall. She Had to Choose, Larry DarmourMajestic, 1934. Supervisor de producción, Larry Darmour. Director, Ralph Ceder. Guión de Houston Branch; argumento, Mann Page y Izola Forrester. Con Larry «Buster» Crabbe, Isabel Jewell, Sally Blane y Regis Toomey. Side Streets, First National (de Warner), 1934. Director, Alfred E. Green. Guión de Manuel Seff; argumento, Ann Garrick y Ethel Hill. Con Aline MacMahon, Paul Kelly y Ann Dvorak. Sisters Under the Skin, Columbia, 1934. Supervisor de producción, Samuel J. Briskin. Director, David Burton. Guión dejo Swerling; argumento, S.K. Lauren. Con Elissa Landi, Frank Morgan, Joseph Schildkraut y Doris Lloyd. Smarty, Warner, 1934. Supervisor de producción, Robert Presnell. Director, Robert Florey. Guión de F. Hugh Herbert y Carl Erickson, sobre pieza homónima (1927) de F.H. Herbert. Con Joan Blondell, Warren William, Edward Everett Horton y Frank McHugh. Springtime for Henry, Fox-Lasky, 1934. Director, Frank Tuttle. Guión de Keene Thompson y F. Tuttle (con contribución de Benn W. Levy) sobre pieza homónima (1931) de B.W. Levy. Con Otto Kruger, Nancy Carroll, Nigel Bruce y Heather Angel. Straight from the Heart, Universal, 1934. Productor, B.F. Zeidman. Director, Scott R. Beal. Guión de Doris Anderson. Con Mary Astor, Roger Pryor, Baby Jane Quigley, Carol Coombe y Andy Devine. Such Women are Dangerous, Fox, 1934. Productor, Al Rockett; ejecutivo, Winfield Sheehan. Director, James Flood. Guión de Jane Storm y Oscar M. Sheridan, sobre argumento Odd Thursday, de Vera Caspary. Con Warner Baxter, Rosemary Ames, Rochelle Hudson y Mona Barrie. Tomorrow’s Children, Bryan Foy, 1934. Director, Crane Wilbur. Guión de Wallace Thurman y C. Wilbur; argumento, W. Thurman. Con Diane Sinclair, Don Douglas, John Preston, Carlyle Moore Jr. y Sterling Holloway. Trouble in Paradise (Un ladrón en la alcoba), Paramount, 1932. Director, Ernst Lubitsch. Guión de Samson Raphaelson, sobre adaptación de Grover Jones de la pieza A Becsuletes Megtalalo (1931), de László Aladár. Con Miriam Hopkins, Kay Francis, Herbert Marshall, Charlie Ruggles, Edward Everett Horton y C. Aubrey Smith. The Trumpet Blows (ver Filmografía). Uncertain Lady, Universal, 1934. Productor, Carl Laemmle Jr.; asociado, Dale Van Every. Director, Karl Freund. Guión de George O’Neil y Doris Anderson, sobre adaptación de Daniel Evans y Grover Jones de la pieza The Behavior of Mrs. Crane (1928), de Harry Segall. Con Edward Everett Horton, Genevieve Tobin, Paul Cavanagh y Mary Nash. Unknown Blonde, Majestic, 1934. Productor, Phil Goldstone. Director, Hobart Henley. Guión de Leonard Fields y David Silverstein, sobre novela Collusion (1932), de Theodore D. Irwin. Con Edward Arnold, Barbara Barondess, Barry Norton yjohn Miljan. Upper World (Un escándalo social), Warner, 1933-34. Productores ejecutivos, Jack L. Warner y Hal B. Wallis; supervisor, Robert Lord. Director, Roy Del Ruth. Guión de Ben Markson; argumento de Ben Hecht. Con Warren William, Mary Astor, Ginger Rogers, Andy Devine, Dickie Moore yj. Carrol Naish. Wharf Angel (El ángel de los muelles), Paramount, 1934. Productor, Albert Lewis; ejecutivo, Emanuel Cohen. Directores, William Cameron Menzies y George Somnes. Guión de Samuel Hoffenstein y Frank Partos, sobre pieza The Man Who Broke His Heart, de Frederick Schlick. Con Victor McLaglen, Dorothy Dell, Preston Foster y Alison Skipworth. Wild Gold (Oro virgen), Fox, 1934. Productor, Sol M. Wurtzel. Director, George Marshall. Guión de Lester Cole y Henry Johnson, con contribución de Harry Fried y Norman S. Hall; argumento, Dudley Nichols y Lamar Trotti. Con John Boles, Claire Trevor, Harry Green y Roger Imhof. The Women in His Life, MGM, 1933. Productor asociado, Luden Hubbard. Director, George B. Seitz. Guión de F. Hugh Herbert. Con Otto Kruger, Una Merkel, Ben Lyon, Isabel Jewell y Roscoe Kams. Di Yugnt fun Rusland, Sov-Am Film, 1934 (en yiddish). Director y guionista, Henry Lynn. Con Wolf Goldfaden, Gertrude Bulman, Sam Gertler y Morris Strassberg (Título en inglés: The Youth of Russia). Reestrenada con el título Der Yidishe Foter (The Yiddish Father). Legión de la Decencia de Chicago, 1935 All of Me (Mi vida entera), Paramount, 1933. Productor, Louis D. Lighton. Director, James Flood. Guión de Sidney Buchman y Thomas Mitchell, sobre la pieza Chrysalis (1932), de Rose Albert Porter. Con Fredric March, Miriam Hopkins, George Raft y Helen Mack. Anna Karenina (ver Filmografía). Barbary Coast (ver Filmografía). Belle of the Nineties (ver Filmografía). Cynara (Su único pecado) (Te he sido fiel), Howard Productions para Samuel Goldwyn, 1932. Productor, S. Goldwyn. Director, King Vidor. Guión de Lynn Starling y Frances Marión, sobre pieza teatral homónima (1930) de H.M. Harwood y Robert Gore-Browne. Con Ronald Colman, Kay Francis, Phyllis Barry y Henry Stephenson. The Devil Is a Woman (ver Filmografía). Extase (ver Filmografía). Flirtation, Salient Pictures, 1933-34. Datos de producción, dirección y guión, no especificados. Con Jeannette Loff, Ben Alexander y Arthur Tracy. Gambling With Souls, Jay Dee Kay Productions, 1936. Productor, J.D. Kendis; supervisor, Louis Mosher. Director, Elmer Clifton. Argumento, J.D. Kendis. Con Martha Chapin, Wheeler Oakman y Bryant Washburn. The Gay Bride (ver 1934). George White’s Filmografía). Scandals (ver Guilty Parents, Jay Dee Kay Productions, 1934. Supervisor, Nat H. Spitzer. Director y guionista, Jack Townley. Con Jean Lacy, Lynton Brent, Gertrude Astor y John St. Polis. High School Girl, Foy, 1934. Productor, Bryan Foy. Director, Crane Wilbur. Guión de Wallace Thurman. Con Cecilia Parker, Noel Warwick, Helen MacKellar, Carlyle Moore Jr. y Crane Wilbur. The Informer (ver Filmografía). Java Head, inglesa, First National British, 1934. Director, J. Walter Ruben. Sobre novela de Joseph Hergesheimer (1919). Con Elizabeth Allan, John Loder, Ralph Richardson, Anna May Wong y Edmund Gwenn; otra versión 1923 (Del abismo a la cumbre), director, George Melford, con Leatrice Joy, Albert Roscoe y Betty Bronson. Merry Wives Filmografía). of Reno (ver Modem Motherhood, Roadshow Attraction, 1934. Productor y director, Dwain Esper. Argumento, Gardner Bradford. Actores no especificados. The Mysterious Mr. Wong, Monogram, 1934. Supervisor de producción, George Yohalem. Director, William Nigh. Guión de Nina Howatt, sobre novela The Twelve Coins of Confucius, de Harry Stephen Keeler; adaptación, Lew Levenson; diálogo adicional, James Herbuveauz. Con Bela Lugosi, Wallace Ford, Arline Judge, Fred Warren y Lotus Long. No More ladies, MGM, 1935. Productor, Irving Thalberg. Director, Edward H. Griffith (completada por George Cukor). Guión de Donald Ogden Stewart y Horace Jackson, sobre pieza homónima (1933) de A.E. Thomas; guión inicial, Rachel Crothers; contribución a diálogos, Edith Fitzgerald y George Oppenheimer. Con Joan Crawford, Robert Montgomery, Charlie Ruggles, Franchot Tone, Edna May Oliver, Gail Patrick y Reginald Denny. Queen Christina (ver Filmografía) Suspicious Mothers, High An Pictures (Nathan Hirsch) 1933, otros datos desconocidos. Exhibida Protect Your Daughter. como The Scoundrel, Hecht-MacArthur para Paramount, 1935. Productores y directores, Ben Hecht y Charles MacArthur; director asociado, Lee Garmes. Guión de Hecht y MacArthur. Con Noël Coward, Julie Haydon y Rosita Moreno. Legión Nacional de la Decencia de Nueva York, 1936 Guilty Parents (ver 1935). High School Girl (ver 1935). Java Head (ver 1935). Legión Nacional de la Decencia de Nueva York, 1937 Damaged Goods, Criterion Pictures, 1937. Productor, Phil Goldstone; asociado, Irving Starr. Director, Phil Stone (= Goldstone). Guión de Joseph Hoffman, sobre pieza teatral Les Avaries (1902), de Eugène Brieux, y novela Damaged Goods (1913), de Upton Sinclair. Con Douglas Walton, Arietta Duncan, Pedro de Córdoba y Phyllis Barry. Registrada luego y exhibida como Marriage Forbidden. Condenadas por Lord, 1934 Born to Be Bad (ver Filmografía). Kiss and Make-Up (ver más arriba 1934). Smarty (ver más arriba 1934). Bibliografía selecta La mayor parte de la investigación realizada para este libro se encuentra en los archivos que figuran en la lista más abajo. El debate sobre la censura y sobre el contenido de las películas generó miles de artículos en los periódicos y las revistas contemporáneos durante los años 30; sería muy poco práctico hacer una lista de incluso una pequeña fracción de los artículos escritos y publicados sobre este tema. Los utilizados de un modo sustantivo aparecen citados en las notas de los capítulos respectivos; esta bibliografía sólo incluye las obras de índole más general que podrían consultar los lectores interesados. Archivos Archivos de la Archidiócesis de Cincinnati, Cincinnati, Ohio [AAC]. Centro de Archivos, Archivos de la Archidiócesis de Los Ángeles, Mission Hills, California [AALA]. Cecil B. DeMille Papers, Biblioteca Harold B. Lee, Universidad Brigham Young, Provo, Utah [DM]. Will Hays Papers, Sociedad Histórica del Estado de Indiana, Indianapolis, Ind. [HP]. Daniel Lord Papers, Archivos de la provincia jesuita de Missouri, Saint Louis, Missouri [LP]. 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Filmografía Esta es una lista alfabética por título original, de las películas mencionadas en los capítulos de este libro. El criterio para los datos es el mismo que el detallado para el Apéndice B. The Affairs of Cellini (El burlador de Florencia) (Los amores de Cellini), 20th Century, 1934. Productor, Darryl F. Zanuck; asociados, William Goetz y Raymond Griffith. Director, Gregory La Cava. Guión de Bess Meredyth, sobre adaptación de Fred de Grésac de la pieza The firebrand (1924), de Edwin Justus Meyer. Con Constance Bennett, Fredric March, Frank Morgan y Fay Wray. The Alibi (Coartada), Feature Productions, 1929. Productor y director, Roland West. Guión de West y C. Gardner Sullivan, sobre pieza teatral Nightstick, de John Griffith Wray, John Charles Nugent y Elaine Sterne Carrington. Con Chester Morris, Harry Stubbs y Mae Busch. All Quiet on the Western Front (Sin novedad en el frente), Universal, 1930. Productor, Carl Laemmle Jr. Director, Lewis Milestone. Guión de Maxwell Anderson, Del Andrews, George Abbott y Milestone, sobre novela Im Westen nicht Neues (1929), de Erich María Remarque. Con Louis Wolheim, Lew Ayres, John Griffith Wray y Slim Summerville. Otra versión: 1979 para TV, color, director, Delbert Mann, con Richard Thomas, Ernest Borgnine, Patricia Neal y Donald Pleasence. An American Tragedy (Una tragedia humana), Paramount, 1931. Productor y director, Josef von Sternberg. Guión de Samuel Hoffenstein, sobre adaptación de Sternberg y Hoffenstein de la novela homónima (1925) de Theodore Dreiser, inspirada a su vez en hechos reales (1906-08). Con Phillips Holmes, Sylvia Sidney, Frances Dee y Irving Pichel. Otras versiones: 1950-51, A place in the sun (Un lugar en el sol) (Ambiciones que matan), director, George Stevens, con Montgomery Clift, Shelley Winters y Elizabeth Taylor; 1954, An American Tragedy, emisión TV, director, Buzz Kulik, con John Derek y Ann Blyth. Ann Vickers (Ana Vickers), RKO 1933. Productor, Pandro S. Berman; ejecutivo, Merian C. Cooper. Director, John Cromwell. Guión de Jane Murfin sobre novela homónima (1933) de Sinclair Lewis. Con Irene Dunne, Walter Huston, Conrad Nagel y Bruce Cabot. Anna Karenina (Ana Karenina), Fox, 1915. Director, J. Gordon Edwards. Guión de Clara S. Beranger, sobre novela homónima (1875-77) de Lev Tolstoi. Con Betty Nansen y Edward José. Algunas otras versiones: rusa, 1914, director, Vladimir Gardin, con Marija Germanova; 1927, Love (ver más abajo); 1935 (ver siguiente); inglesa, 1948 (Ana Karenina), director, Julien Duvivier, con Vivien Leigh, Kieron Moore y Ralph Richardson; argentina, 1955, Amor prohibido, director, Luis César Amadori, con Zully Moreno, Jorge Mistral, Santiago Gómez Cou, Susana Campos y Beatriz Taibo; rusa, 1967 (Ana Karenina), color, pantalla ancha, director, Aleksandr Zarhi, con Tat’jana Samoilova; inglesa, 1977, para TV, color, director, Basil Coleman, con Nicola Pagett; 1985, para TV, color, director, Simon Langton, con Jacqueline Bissett y Christopher Reeve; ítalo-germano-francesa, 1995, para TV, Ilgrande fuoco, color, director, Fabrizio Costa, con Carol Alt y Mathieu Carrière; 1997, color, pantalla ancha, director, Bernard Rose, con Sophie Marceau y Sean Bean. Anna Karenina (Ana Karenina), MGM, 1935. Productor, David 0. Selznick. Director, Clarence Brown. Guión de Clemence Dane y Salka Viertel, con diálogos adicionales de Samuel N. Behrman, sobre novela homónima (1875-77) de Lev Tolstoi. Con Greta Garbo, Fredric March, Freddie Bartholomew, Maureen O’Sullivan y Basil Rathbone. Baby Face (Carita de ángel) (Carita de cielo), Warner 1933. Productor ejecutivo, Darryl F. Zanuck. Director, Alfred E. Green. Guión de Gene Markey y Kathryn Scola, sobre argumento de Mark Canfield (= D.F. Zanuck). Con Barbara Stanwyck, George Brent, Donald Cook, Margaret Lindsay y John Wayne. Bachelor Apartment (Apartamento de soltero), RKO, 1931. Productor, William LeBaron. Director, Lowell Sherman. Guión de John Howard Lawson, con adaptación y diálogos de J. Walter Ruben. Con Lowell Sherman, Irene Dunne, Mae Murray y Norman Kerry. Back Street (Su vida íntima) (La usurpadora), Universal 1940-41. Productor, Bruce Manning. Director, Robert Stevenson. Guión de Manning y Felix Jackson, sobre novela homónima (1932) de Fannie Hurst. Con Margaret Sullavan, Charles Boyer y Richard Carlson, Tim Holt. Otras versiones: 1932 (ver Apéndice B); 1961 (La usurpadora), color, director, David Miller, con Susan Hayward y John Gavin. Barbary Coast (Ciudad sin ley) (La reina de la ruleta), Samuel Goldwyn, 1935. Productor, S. Goldwyn. Director, Howard Hawks. Guión de Ben Hecht y Charles MacArthur, sobre novela The Barbary Coast (1933), de Herbert Asbury. Con Miriam Hopkins, Edward G. Robinson y Joel McCrea. Belle of the Nineties, inicialmente It Ain’t No Sin (No es pecado), Paramount, 1934. Productor, William LeBaron; ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, Leo McCarey. Guión de Mae West; tratamiento adicional, J.P. McEvoy; diálogos adicionales, Grant Garrett. Con Mae West, Roger Pryor, Johnny Mack Brown, John Miljan y Duke Ellington. The Big House, Cosmopolitan (William R. Hearst), para MGM, 1930. Director, George Hill. Guión de Frances Marion; diálogos adicionales, Joseph Famham y Martin Flavin. Con Chester Morris, Wallace Beery, Robert Montgomery. Filmada también (sucesivamente) con diálogos en castellano, 1930, El presidio, director, Ward Wing, con José Crespo y Juan de Landa; en francés, 1931 Big House (Révolte dans la prison), director, Paul Fejos, con Charles Boyer, André Berley y Mona Goya; y en alemán, 1931, Menschen hinter Gittem, director, Paul Fejos, con Heinrich George y Gustav Diessl. A Bill of Divorcement (Doble sacrificio), RKO, 1932, color. Productor ejecutivo, David 0. Selznick. Director, George Cukor. Guión de Howard Estabrook y Henry Wagstaff Gribble sobre pieza homónima (1921) de Clemence Dane. Con John Barrymore, Billie Burke, David Manners y Katharine Hepburn. Otras versiones: inglesa, 1922, director, Denison Clift, con Constance Binney, Fay Compton; 1939-40 (La sonata del loco), director, John Farrow, con Maureen O’Hara y Adolphe Menjou. Billy the Kid (Billy the Kid o El terror de las praderas) (Armas peligrosas), MGM, 1930, pantalla ancha. Productor y director, King Vidor. Guión de Wanda Tuchock, sobre libro The saga of Billy the Kid (1926), de Walter Noble Bums; diálogos, Laurence Stallings; diálogos adicionales, Charles MacArthur. Con Johnny Mack Brown, Wallace Beery y Kayjohnson. Algunas otras versiones: 1940-41, The Outlaw (ver más abajo); 1941, Billy the Kid (Billy el Niño) (Galante y audaz), color, director, David Miller, con Robert Taylor y Brian Donlevy; 1958, The Left Handed Gun (El zurdo) (El temerario), director Arthur Penn, con Paul Newman, John Dehner; 1973, Pat Garrett & Billy the Kid (Pat Garrett y Billy the Kid) (Billy the Kid), color, pantalla ancha, director, Sam Peckinpah, con James Coburn y Kris Kristofferson. The Birth of a Nation, inicialmente The clansman (El nacimiento de una nación), Epoch-Griffith, 1914-15. Productor y director, David W. Griffith. Guión de Griffith y Frank E. Woods, sobre The Clansman (1905) y material de The Leopard’s Spot (1902), novelas del Rev. Thomas Dixon. Con Henry B. Walthall, Lillian Gish y Mae Marsh. Black Fury (Infierno negro), First National (de Warner), 1934-35. Productores ejecutivos, Jack L. Warner y Hal B. Wallis; supervisor, Robert Lord. Director, Michael Curtiz. Guión de Abem Finkel y Carl Erickson, sobre novela corta Jan Volkanik, del juez M.A. Musmanno, y la pieza Bohunk, de Harry R. Irving. Con Paul Muni, Karen Morley, William Gargan y Barton MacLane. Black Legion (La legión negra), Wamer-Vitaphone, 1936-37. Productor, Robert Lord; ejecutivos, Jack L Warner y Hal B. Wallis. Director, Archie L. Mayo. Guión de Abem Finkel y William Wister Haines, sobre argumento de Robert Lord basado en el caso real del asesinato del obrero Charles Poole en Detroit, Michigan. Con Humphrey Bogart, Dick Foran, Erin O’BrienMoore y Ann Sheridan. Versión anterior, Legion of Terror, 1936, director, C.C. Coleman Jr., con Bruce Cabot, Marguerite Churchill y Ward Bond. Blind Husbands (Corazón olvidado), Universal, 1919. Director, Erich von Stroheim. Guión de von Stroheim sobre su novela The pinnacle (1915); títulos, Lilian Ducey. Con Sam DeGrasse, Francelia Billington, E. von Stroheim y Gibson Gowland. Blockade (Bloqueo), Walter Wanger, 1938. Productor, W. Wanger. Director, William Dieterle. Guión de John Howard Lawson. Con Madeleine Carroll, Henry Fonda, Leo Carrillo y John Halliday. Blonde Venus (La Venus rubia), Paramount, 1932. Productor y director, Josef von Sternberg. Guión de S.K. Lauren y Jules Furthman; argumento, Furthman. Con Marlene Dietrich, Herbert Marshall y Cary Grant. Blondie Johnson, First National (de Warner), 1932-33. Director, Ray Enright. Guión de Earl Baldwin. Con Joan Blondell, Chester Morris, Allen Jenkins y Mae Busch. Blood and Sand (Sangrey arena), Famous Players-Lasky, 1922. Director, Fred Niblo. Guión de June Mathis, sobre novela Sangre y arena (1909), de Vicente Blasco Ibáñez, y adaptación teatral de Tom Cushing. Con Rodolfo Valentino, Lila Lee y Nita Naldi. Algunas otras versiones: 1941 (Sangrey arena), color, director, Rouben Mamoulian, con Tyrone Power, Rita Hayworth y Linda Damell; española, 1988 (Sangre y arena), color, director, Javier Elorrieta, con Christopher Rydell, Sharon Stone y Ana Torrent. Blood Money (Dinero sangriento), 20th Century, 1933. Productor, Darryl F. Zanuck; asociados, William Goetz y Raymond Griffith. Director, Rowland Brown. Guión de Brown sobre historia propia Bail Bond, con material de la historia Bail Me Out, de Speed Kendall; continuidad, Hal Long. Con George Bancroft, Judith Anderson y Frances Dee. Der blaue Engel (El Ángel Azut), alemana, UFA, 1930. Productor, Erich Pommer. Director, Josef von Sternberg. Guión de Robert Liebmann, sobre adaptación de Carl Zuckmayer y Karl Vollmoeller de la novela Professor Unrat (1905), de Heinrich Mann. Con Emil Jannings, Marlene Dietrich y Kurt Gerron. Otra versión: 1959, The Blue Angel (El Ángel Azul), color, pantalla ancha, director Edward Dmytryk, con Curd Jtirgens y May Britt. Bombshell (Polvorilla), MGM, 1933. Productor, Hunt Stromberg. Director, Víctor Fleming. Guión de John Lee Mahin y Jules Furthman, sobre pieza de Caroline Francke y Mack Crane. Con Jean Harlow, Lee Tracy, Frank Morgan, Franchot Tone y Pat O’Brien. Bom to Be Bad (Nacidapara el mal), 20th Century, 1933-34. Productor, Darryl F. Zanuck; asociados, William Goetz y Raymond Griffith. Director, Lowell Sherman; escenas adicionales, Sidney Lanfield. Guión de Ralph Graves; continuidad, Harrison Jacobs. Con Loretta Young, Cary Grant, Jackie Kelk y Henry Travers. Bom to Love (Nacida para amar), RKO-Pathé, 1931. Director, Paul L. Stein. Guión de Emest Pascal. Con Constance Bennett, Joel McCrea y Paul Cavanagh. Bottoms Up (A tu salud), Fox, 1933-34. Productor, B.G. DeSylva; ejecutivo, Winfield Sheehan. Director, David Butler. Guión de DeSylva, Butler y Sid Silvers. Con Spencer Tracy, Pat Paterson, John Boles y Sid Silvers. Bulldog Drummond Strikes Back (Un aventurero audaz) (La vuelta del caballero audaz), 20th Century, 1934. Productor, Darryl F. Zanuck; asociados, William Goetz y Raymond Griffith. Director, Roy Del Ruth. Guión de Nunnally Johnson, sobre adaptación de Henry Lehrman de la novela homónima (1933) de Henry Cyril «Sapper» MacNeile. Con Ronald Colman, Loretta Young, C. Aubrey Smith y Warner Oland. Cali Her Savage (Salvaje), Fox, 1932. Productor asociado, Sam E. Rork. Director, John Francis Dillon. Guión de Edwin Burke, sobre novela homónima (1931) de Tiffany Thayer. Con Clara Bow, Gilbert Roland y Thelma Todd. Camille (Margarita Gautier) (La dama de las camelias), First National parajoseph M. Schenck, 1927. Productor y director, Fred Niblo. Guión de Fred de Grésac sobre novela La dame aux camélias (1848), de Alexandre Dumas, hijo. Con Norma Talmadge y Gilbert Roland, Lylian Tashman, Maurice Costello. Algunas otras versiones de la misma novela: danesa, 1907, Kameliadamen, director, Viggo Larsen, con Oda Alstrup y Lauritz Olsen; italiana, 1909, La signara dalle camelie, director, Ugo Falena, con Vittorina Lepanto y Dante Capelli; francesa, 1910, director, Henri Pouctal, con Sarah Bemhardt y Paul Capellani; italiana, 1915,(La dama de las camelias), director, Gustavo Serena, con Francesca Bertini; 1915, director, Albert Capellani, con Clara Kimball Young y Paul Capellani; italiana, 1915, director, Baldassarre Negroni, con Hesperia; 1917, director, J. Gordon Edwards, con Theda Bara y Albert Roscoe; mexicana, 1921, La dama de las camelias, director, Carlos Stahl, con Nelly Fernández; 1921, director, Ray Smallwood, con Alia Nazimova y Rodolfo Valentino; sueca, 1925, Damen med kamelioma, director, Olof Molander, con Hilda Borgstrom y Anders Henrikson; francesa, 1934, director, Femand Rivers, con Yvonne Printemps y Pierre Fresnay; 1936, Camille (Margarita Gauthier) (La dama de las camelias), director, George Cukor, con Greta Garbo y Robert Taylor; mexicana, 1943, director, Gabriel Soria, con Lina Montes y Emilio Tuero; chilena, 1946, La mujer de las camelias, director, José Bohr, con Ana González y Hernán Castro Oliveira; argentina, 1952, La dama de las camelias, director, Ernesto Arancibia, con Zully Moreno, Carlos Thompson, Santiago Gómez Cou y Mona Maris; franco-italiana, 195253 (La dama de las camelias), director, Raymond Bemard, con Micheline Presle; mexicanoespañola, 1953, Camelia, director, Roberto Gavaldón, con María Félix, Jorge Mistral, Carlos Navarro, Renée Dumas y Miguel Ángel Ferriz; 1969 Camille 2000 (Camelia 2000), filmada en Italia, color, pantalla ancha, director, Radley Metzger, con Daniéle Gaubert y Nino Castelnuovo; inglesa, 1984, color, director, Desmond Davis, con Greta Scacchi, Colin Firth y John Gielgud. Capital vs. Labor, Vitagraph, 1910. Director, Van Dyke Brooks. Catherine the Great (Catalina de Rusia) (El romance de Catalina la Grande), inglesa, London Films, 1934. Productor, Alexander Korda. Director, Paul Czinner; escenas adicionales, A. Korda. Argumento, guión y diálogos: Lajos Biro, Arthur Wimperis y Melchior Lengyel; guión, Marjorie Deans; basado en la pieza A carno (1912,) de Biro y Lengyel. Con Douglas Fairbanks Jr., Elizabeth Bergner, Flora Robson. Otras versiones de la pieza: 1924 Forbidden Paradise (ver más abajo); 1944-45. A Royal Scandal (La zarina), director, Otto Preminger, con Tallulah-Bankhead, Charles Coburn. Citizen Kane (Ciudadano Kane) (El ciudadano), Mercury para RKO, 1940-41. Productor y director, Orson Welles. Guión de Herman Mankiewicz y Welles (con aportes de John Houseman). Con Orson Welles, Joseph Cotten, Dorothy Comingore, Ruth Warrick y Everett Sloane. City Streets (Las calles de la ciudad), Paramount, 1931. Productor, E. Lloyd Sheldon. Director, Rouben Mamoulian. Guión de Oliver H.P. Garrett sobre argumento After School, de Dashiell Hammett, adaptado por Max Martín. Con Gary Cooper, Sylvia Sidney y Paul Lukas. Cocaine Traffic; or, The Drug Terror, Lubin, 1914. Registrada como The Drug Terror; o The Underworld Exposed. Cockeyed Cavaliers (Lunáticos de capa y espada), RKO, 1934. Productor asociado, Lou Brock; ejecutivo, Pandro S. Berman. Director, Mark Sandrich. Guión de Edward Kaufman y Grant Garrett; diálogo adicional, Ralph Spence y Ben Holmes. Con Bert Wheeler, Robert Woolsey, Thelma Todd y Noah Beery. Confessions of a Nazi Spy (Confesiones de un espía nazi), Warner, 1939. Productor asociado, Robert Lord; ejecutivos, Jack L Warner y Hal B. Wallis. Director, Anatole Litvak. Guión de Milton Krims yjohn Wexley, sobre argumento de Krims (1938) y artículos de Leon G. Turrou y David G. Wittels en The New York Post (1938-39). Con Edward G. Robinson, Francis Lederer, George Sanders, Paul Lukas y Lya Lys. The Criminal Code, Columbia, 1930. Productor, Harry Cohn. Director, Howard Hawks. Guión de Fred Niblo Jr. y Seton 1. Miller, sobre pieza homónima (1929) de Martin Flavin. Con Walter Huston, Phillips Holmes, Constance Cummings, Boris Karloff. Filmada también con diálogos en castellano, 1930-31, El código penal, director, Phil Rosen, con Barry Norton, María Alba, Carlos Villanas, Manuel Arbó, María Calvo yjulio Villaneal; y en francés, 1932, Criminel, director, Jack Fonester, con Harry Baur y Jean Serváis. Otras versiones: 1938, Penitentiary (Penitenciaría), director, John Brahm, con Walter Connolly y John Howard; 1950, Convicted (Drama en presidio) (El destino manda), director, Henry Levin, con Glenn Ford, Broderick Crawford y Dorothy Malone. Dancing Lady (Alma de bailarina) (La bailarina), MGM, 1933. Productor, John W. Considine Jr.; ejecutivo, David O. Selznick. Director, Robert Z. Leonard. Guión de Allen Rivkin y P.J. Wolfson, sobre novela homónima (1932) de James Warner Bellah. Con Joan Crawford, Clark Gable, Franchot Tone y Fred Astaire. The Dawn Patrol (La escuadrilla del amanecer) (El escuadrón de la aurora/La escuadrilla de la muerte), Warner, 1930. Director, Howard Hawks. Guión de Hawks, Dan Totheroh y Seton I. Miller, sobre argumento Flight Commander, de John Monk Saunders adaptado por Saunders y Hawks. Con Richard Barthelmess, Douglas Fairbanks Jr. y Neil Hamilton. Otra versión: 1938 {La escuadrilla de la aurora), director, Edmund Goulding, con Errol Flynn, Basil Rathbone y David Niven. Dead End (Punto muerto/Callejón sin salida), Samuel Goldwyn, 1937. Productor, S. Goldwyn. Director, William Wyler. Guión de Lillian Heilman sobre pieza homónima (1936) de Sidney Kingsley. Con Sylvia Sidney, Joel McCrea, Humphrey Bogart y, los Dead End. Design For Living (Una mujer para dos) (Rumbos de vida), Paramount, 1933. Productor y director, Ernst Lubitsch. Guión de Ben Hecht, sobre pieza homónima (1932) de Noël Coward. Con Fredric March, Gary Cooper, Miriam Hopkins y Edward Everett Horton. Desire (Deseo), Paramount, 1933-36. Productor, Ernst Lubitsch; ejecutivo, Henry Herzbrun. Director, Frank Borzage (completada por Lubitsch). Guión de Edwin Justus Mayer, Waldemar Young y Samuel Hoffenstein (con aportes de Vincent Lawrence y Benn W. Levy), sobre pieza Die Schönen Tage von Aranjuez, de Hans Székely y Robert A. Stemmle. Con Marlene Dietrich, Gary Cooper y John Halliday. Version anterior alemana, 1933, director, Johannes Meyer, con Brigitte Helm y Gustaf Gründgens; filmada también con diálogos en francés, Adieu les beaux jours, directores, Meyer y André Beuder, con B. Helm y Jean Gabin. The Devil Is a Woman (Tu nombre es tentación), Paramount 1934-35. Productor ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, Josef von Sternberg. Guión de John Dos Passos (con contribuciones de Oran Schnee y David Hertz; continuidad, Sam K. Winston) sobre noveláis femme et le pantin (1898), de Pierre Louÿs, y pieza teatral homónima (1910) de Louÿs y Pierre Frondaie. Con Marlene Dietrich, Lionel Atwill, Edward Everett Horton y César Romero. Otras versiones: 1920, The Woman and the Puppet, director, Reginald Barker, con Geraldine Farrar; francesa, 1929 (La mujer y el pelele), director, Jacques de Baroncelli, con Conchita Montenegro; franco-italiana, 1959 (Juguete de una mujer), color, pantalla ancha, director, Julien Duvivier, con Brigitte Bardot y Antonio Vilar; franco-española, 1977, Cet obscur objet du desir (Ese oscuro objeto del deseo), color, director, Luis Buñuel, con Fernando Rey, Carole Bouquet y Ángela Molina. Dishonored (Fatalidad), Paramount, 1931. Director, Josef von Sternberg. Guión de Daniel N. Rubin, sobre argumento X-27, de Sternberg. Con Marlene Dietrich, Victor McLaglen, Gustav von Seyffertitz y Warner Oland. Dr. Jekyil and Mr. Hyde (El hombre y el monstruo), Paramount, 1931. Director, Rouben Mamoulian. Guión de Samuel Hoffenstein y Percy Heath, sobre novela The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson. Con Fredric March y Miriam Hopkins. Algunas otras versiones inspiradas en el tema: 1908, director, Otis Turner; danesa, 1909, Der skalnes-vangre, director, Viggo Larsen; 1912, director, Lucius Henderson, con James Cruze; 1913, director, Herbert Brenon, con King Baggot; 1920 (El hombre y la bestia), director, John S. Robertson, con John Barrymore; 1920 (La sombra diabólica), director, Charles S. Hayden, con Sheldon Lewis; alemana, 1920, Der Januskopf director, Friedrich W. Mumau, con Conrad Veidt; 1941 (El extraño caso del Dr. Jekylt) (El hombre y la bestia), director, Víctor Fleming, con Spencer Tracy e Ingrid Bergman; argentina, 1950, El extraño caso del hombre y la bestia, director, Mario Soffici, con Soffici, Ana María Campoy y Olga Zubarry, José Cibrián; francesa, 1959 para TV Le testament du Dr. Cordelier (El testamento del Dr. Cordelier), director, Jean Renoir, con JeanLouis Barrault; inglesa, I960, The two faces of Dr. Jekyll (Las dos caras del Dr. Jekyll), color, pantalla ancha, director, Terence Fisher, con Paul Massie; 1963 Tibe nutty professor (Elprofesor chiflado), color, director, Jerry Lewis, con Lewis y Stella Stevens; inglesa, 1968, para TV, The strange case of Dr. Jekyll, color, director, Charles Jarrott, con Jack Palance; inglesa, 1972, para TV, Dr. Jekyll and Mr. Hyde, color, director, David Winters, con Kirk Douglas; inglesa, 1981, para TV, color, director Alastair Reid, con David Hemmings; rusa, 1985, Strannaja istorija doktora Dzekila i mistera Haida, color, director, Aleksandr Orlov, con Innokentii Smoktunovskii; inglesa, 1989, para TV, The strange case of Dr. Jekyll and Mr Hyde, color, director, Michael Lindsay-Hogg, con Anthony Andrews; inglesa, 1989, para TV, Jekyll & Hyde, color, director, David Wickes, con Michael Caine; inglesa, 1995, Mary Reilly (El secreto de Mary Reilly), color, director, Stephen Frears, con Julia Roberts yjohn Malkovich; 1996, The nutty professor (El profesor chiflado), color, director, Tom Shadyac, con Eddie Murphy. Dr. Monica (El dilema de una mujer), Warner, 1934. Productor, Henry Blanke; ejecutivos, Jack Warner y Hal B. Wallis. Director, William Keighley, con contribución de William Dieterle. Guión de Charles Kenyon sobre obra teatral de Marja Morozowicz Szczepkowska y su versión en inglés (1933) de Laura Mayer Walker. Con Kay Francis, Verree Teasdale, Jean Muir y Warren William. Dodsworth (Desengaño) (Fuego otoñal), Samuel Goldwyn, 1936. Productor, S. Goldwyn; asociado, Merritt Hulburd. Director, William Wyler. Guión de Sidney Howard (y secuencias por Robert Wyler) sobre novela homónima (1929) de Sinclair Lewis, y su versión teatral (1933) por S. Howard. Con Walter Huston, Ruth Chatteron, Paul Lukas, Mary Astor y David Niven. Don’t Change Your Husband (A los hombres) (Escuela de maridos), Famous Players-Lasky, 1919. Director, Cecil B. De Mille. Guión de Jeanie Macpherson sobre novela de David Graham Phillips. Con Elliott Dexter, Gloria Swanson, Lew Cody y Sylvia Ashton. The Doorway to Hell (Bandidos del siglo XX), Warner, 1930. Director, Archie L. Mayo. Guión de George Rosener sobre argumento. A Handful of Clouds, de Rowland Brown. Con Lew Ayres, Dorothy Matthews, Robert Elliott y James Cagney. Dracula, Universal, 1930-31. Productor, Carl Laemmle Jr.; asociado, E,M. Asher. Director, Tod Browning. Guión de Garrett Fort, sobre novela homónima (1897) de Bram Stoker, y versión teatral por Hamilton Deane y John L. Balderston; tratamiento inicial, Frederick Stephani; adaptación, Louis Silvers; continuidad, Louis Bromfield; diálogo adicional, Dudley Murphy; supervisión del guión, Charles A. Logue. Con Bela Lugosi, Helen Chandler y David Manners. Filmada también (casi simultáneamente) con diálogos en castellano, 1930-31, Drácula, director, George Melford, con Carlos Villanas, Lupita Tovar y Barry Norton. Algunas otras versiones de la novela: alemana, 1921-22, Nosferatu-eine Symphonie des Grauens (Nosferatü), director, Friedrich W. Mumau, con Max Schreck; inglesa, 1957 (Drácula), color, director, Terence Fisher, con Christopher Lee y Peter Cushing; germano federal-ítalo-española, 1969, Nachts, utenn Dracula erwacht/Il conte Dracula/El conde Drácula, color, director, Jesús Franco, con Christopher Lee, Teresa Gimpera, Klaus Kinski y Herbert Lom; japonesa, 1971, Noroi no yakata: chi o suu me, color, director, Michio Yamamoto, con Tatsuo Matsushita; inglesa, 1973, para TV, color, director, Dan Curtis, con Jack Palance; germano federal, 1978, Nosferatu-Phantom der Nacht (Nosferatü el vampiro), color, director, Werner Herzog, con Klaus Kinski e Isabelle Adjani; 1978 (Drácula), color, pantalla ancha, director, John Badham, con Frank Langella y Laurence Olivier; 1992 Bram Stoker’s Dracula (Drácula), color, director, Francis F. Coppola, con Gary Oldman y Anthony Hopkins; 1995, Dracula: Dead and loving It, color, director, Mel Brooks, con Leslie Nielsen. The Drug Traffic, Éclair, 1914. Director, Stanley Walpole. Cortometraje. Duck Soup (Sopa de ganso), Paramount, 1933. Director, Leo McCarey. Guión de Bert Kalmar y Harry Ruby (con diálogos adicionales de Arthur Sheekman y Nat Perrin). Con Groucho, Harpo, Chico y Zeppo Marx. Every Day’s a Holiday, Major Pictures para Paramount, 1937. Director, A. Edward Sutherland. Guión de Mae West; argumento, Jo Swerling y West. Con Mae West, Edmund Lowe, Charles Butterworth y Louis Armstrong. Extase (Éxtasis), checa, ElektafilmSlaviafilm, 1932. Director, Gustav Machaty. Guión de Machaty Frantisek Horky. Con Hedy Kiesler (= Hedy Lamarr), Zvonimír Rogoz y Aribert Mog. Se filmó también versión francoparlante, Extase (Éxtasis), director, G. Machaty, con H. Kiesler, Z. Rogoz y Pierre Nay. Faithless (Mujer infiel), MGM, 1932. Director, Harry Beaumont. Guión de Carey Wilson; argumento, Mildred Cram. Con Tallulah Bankhead, Robert Montgomery y Hugh Herbert. A Farewell to Arms (Adiósalasarmas), Paramount, 1932. Productor asociado, Benjamin Glazer. Director, Frank Borzage. Guión de Benjamin Glazer y Oliver H.P. Garrett sobre novela homónima (1929) de Ernest Hemingway y su versión teatral (1930) por Laurence Stallings. Con Helen Hayes, Gary Cooper y Adolphe Menjou. Otras versiones: 1951, Force of Arms (La fuerza de las armas), director, Michael Curtiz, con William Holden y Nancy Olson; 1955 para TV, director Allen Reisner, con Guy Madison y Diana Lynn; 1957, A Farewell to Arms (Adiós a las armas), color, pantalla ancha, director, Charles Vidor (empezada por John Huston), con Rock Hudson, Jennifer Jones, Vittorio de Sica y Alberto Sordi. The Finger Points (El dedo acusador), First National (de Warner), 1930-31. Productor y director, John Francis Dillon. Guión de Robert Lord sobre argumento de John Monk Saunders y William R. Burnett; diálogos, J.M. Saunders. Con Richard Barthelmess, Fay Wray, Regis Toomey y Clark Gable. Finishing School, RKO, 1934. Productor asociado, Kenneth Macgowan; ejecutivo, Merian C. Cooper. Directores, Wanda Tuchock y George Nicholls Jr. Guión de Tuchock y Laird Doyle, sobre historia de David Hempstead. Con Frances Dee, Billie Burke, Ginger Rogers y Bruce Cabot. The Firebird (Elpájaro defuego), Warner, 1934. Productor, Gilbert Miller; supervisor, Henry Blanke. Director, William Dieterle. Guión de Charles Kenyon, sobre adaptación teatral homónima de Jeffrey Dell (1933) de la pieza Muvesz Szinhaz (1931), de Lajos Zilahy. Con Verree Teasdale, Ricardo Cortez y Lionel Atwill. Foolish Wives (Esposas frivolas) (Esposas imprudentes), Universal, 1922. Director y guionista, Erich von Stroheim. Con E. von Stroheim, Maude George y Mae Busch. Forbidden Paradise (La frivolidad de una dama) (El paraíso prohibido), Paramount, 1924. Director, Emst Lubitsch. Guión de Hans Kraly y Agnes Christine Johnston, sobre pieza A camo (1912) de Lajos Biro y Melchior Lengyel. Con Pola Negri, Adolphe Menjou y Rod La Rocque. Otras versiones: ver Catherine the Great más arriba. The Four Horsemen of the Apocalypse (Los cuatro jinetes del Apocalipsis), Metro, 1921. Director, Rex Ingram. Guión de June Mathis sobre novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), de Vicente Blasco Ibáñez. Con Rodolfo Valentino, Alice Terry, Alan Hale. Otra versión: 1961, filmada en Francia, color, pantalla ancha, director Vincente Minnelli, con Glenn Ford, Ingrid Thulín y Charles Boyer. Frankenstein (El Dr. Frankenstein) (Frankenstein, el autor del monstruo), Universal, 1931. Productor, Cari Laemmle jr.; asociado, E.M. Asher. Director, James Whale. Guión de Garrett Fort y Francis Edward Faragoh, sobre novela Frankenstein, or the Modem Prometheus (1817), de Mary Shelley y su versión teatral por Peggy Webling (1927), adaptada por John L. Balderston. Con Colin Clive, Mae Clarke, John’Boles y Boris Karloff. Algunas otras versiones: 1910, director, J. Searle Dawley, con Charles Ogle; 1915, Life Without Soul, director, Joseph W. Smiley; inglesa, 1957, The Curse of Frankenstein (La maldición de Frankenstein), color, director, Terence Fisher, con Peter Cushing y Christopher Lee; inglesa, 1970, The Horror of Frankenstein (El horror de Frankenstein), color, director, Jimmy Sangster, con Ralph Bates y David Prowse; 1973, para TV, color, director, Glenn Jordan, con Bo Svenson y Susan Strasberg; inglesa, 1973, para TV, Frankenstein: the True Story (Frankenstein, su verdadera historia), color, director, Jack Smight, con Leonard Whiting, Michael Sarrazin, James Mason yjane Seymour; 1984, para TV, color, director, James Ormerod, con Robert Powell y David Warner; 1993 (Frankenstein) para TV, color, director, David Wickes, con Patrick Bergin y Randy Quaid; inglesa, 1994, Mary Shelley’s Frankenstein (Frankenstein), color, director, Kenneth Branagh, con Branagh y Robert De Niro. The Front Page (Ungran reportaje) (El cuarto poder), The Caddo Company (Howard Hughes), 1931. Productor y director, Lewis Milestone. Guión de Ben Hecht y Charles MacArthur, sobre su pieza homónima (1928) adaptada por Bartlett Cormack; diálogo adicional, Charles Lederer. Con Adolphe Menjou, Pat O’Brien y Mary Brian. Otras versiones: 1939, His Girl Friday (Luna nueva) (Ayuno de amor), director, Howard Hawks, con Cary Grant, Rosalind Russell y Ralph Bellamy; 1974, The Front Page (Primera plana), color, pantalla ancha, director, Billy Wilder, con Walter Matthau, Jack Lemmon y Susan Sarandon; 1988, Switching Channels (Interferencias) (Sin censura), color, director, Ted Kotcheff, con Burt Reynolds, Kathleen Turner y Christopher Reeve. Fury (Furia), MGM, 1936. Productor, Joseph L. Mankiewicz. Director, Fritz Lang. Guión de Bartlett Cormack y Lang, sobre argumento Mob Rule, de Norman Krasna. Con Sylvia Sidney, Spencer Tracy, Walter Abel y Bruce Cabot. Gabriel Over the White House (El despertar de una nación), Cosmopolitan (William R. Hearst) para MGM, 1933. Productor, Walter Wanger. Director, Gregory La Cava. Guión de Carey Wilson, sobre novela Rinehard, de Thomas Frederic Tweed, y su edición norteamericana Gabriel Over the White House: A Novel of the Presidency (1933) de Tweed y John Billings; diálogo adicional, Bertram Bloch. Con Walter Huston, Karen Morley y Franchot Tone. The Garden of Allah (El jardín de Ala), Selznick International, 1936, color. Productor, David 0. Selznick. Director, Richard Boleslawski. Guión de W.P. Lipscomb y Lynn Riggs (con contribución de Willis Goldbeck) sobre novela homónima (1904) de Robert Hichens. Con Marlene Dietrich, Charles Boyer, Basil Rathbone, C. Aubrey Smith y Joseph Schildkraut. Otras versiones: 1916, director, Colin Campbell, con Helen Ware y Thomas Santschi; 1927 (El jardín de Alá), director, Rex Ingram, con Alice Terry e Ivan Petrovich. George White’s Scandals (Escándalos de 1935) (Escándalos de George White), Fox, 1933-34. Productor ejecutivo, Robert T. Kane. Directores: George White (concepción general), Thornton Freeland (historia) y Harry Lachman (números musicales). Guión de William Conselman, sobre argumento de George White basado en una historia de Siegfried Herzig y Samuel Shipman. Con Rudy Vallee, Jimmy Durante, Alice Faye, Gregory Ratoff y George White. The Girl from Missouri (Busco un millonario) (Nacida para besar), MGM, 1934. Productor, Bernard H. Hyman. Director, Jack Conway (empezada por Sam Wood). Guión de Anita Loos y John Emerson. Con Jean Harlow, Lionel Barrymore y Franchot Tone. Glamour (Fascinación), Universal, 1934. Productor, B.F. Zeidman. Director, William Wyler. Guión de Doris Anderson (con contribución de L.G. Blochman) sobre cuento homónimo (1932) de Edna Ferber; continuidad, Gladys Unger. Con Paul Lukas, Constance Cummings y Phillip Reed. The Goldwyn Follies (Asi nace una fantasía), Samuel Goldwyn, 193738, color. Productor, S. Goldwyn; asociado, George Haight. Director, George Marshall. Guión de Ben Hecht, con contribuciones de Sid Kuller, Ray Golden, Sam Perrin, Arthur Phillips y otros; argumento, Hecht. Con Adolphe Menjou, los Ritz Brothers, Vera Zorina, Kenny Baker, Andrea Leeds y las Goldwyn Girls. Gone With the Wind (Lo que el viento se llevó), Selznick IntemationalMGM, 1938-39, color. Productor, David 0. Selznick. Director, Victor Fleming (empezada por George Cukor; completada por Sam Wood); 2a unidad: William Cameron Menzies y B. Reeves Eason. Guión de Sidney Howard, con aportes de Ben Hecht, Oliver H.P. Garrett, Jo Swerling y otros, sobre novela homónima (1936) de Margaret Mitchell. Con Vivien Leigh, Clark Gable, Leslie Howard y Olivia de Havilland. The Governor’s Boss, Governor’s Boss Photoplay, 1915. Director, Charles E. Davenport. Cortometraje. Go West Young Man (Hollywood te llama), Paramount, 1936. Productor, Emanuel Cohen. Director, Henry Hathaway. Guión de Mae West, sobre pieza Personal Appearance (1934), de Lawrence Riley. Con Mae West, Warren William, Randolph Scott y Alice Brady. The Grapes of Wrath (Las uvas de la ira) (Viñas de ira), 20th CenturyFox, 1939—40. Productor, Darryl F. Zanuck; asociado, Nunnally Johnson. Director, John Ford; 2a unidad, Otto Brower. Guión de Nunnally Johnson, sobre novela homónima (1939) de John Steinbeck. Con Henry Fonda, Jane Darwell, John Carradine y Charley Grapewin. Hat, Coat, and Glove (Por la vida de su rival), RKO, 1934. Productor asociado, Kenneth Macgowan; ejecutivo, Pandro S. Berman. Director, Worthington Miner. Guión de Francis Edward Faragoh, sobre pieza A Hat, a Coat, a Glove (1933) de Wilhelm Speyer. Con Ricardo Cortez, Barbara Robbins yjohn Beal. Heart of Spain, Frontier Films-North American Committee to Aid Spanish Democracy. Director, Herbert Kline. Comentario, Kline y David Wolff. Mediometraje documental. Hell’s Highway (La carretera del infierno), RKO, 1932. Productor ejecutivo, David 0. Selznick. Director, Rowland Brown (completada por John Cromwell). Guión de Samuel Omitz, Robert Tasker y R. Brown. Con Richard Dix, Tom Brown, Rochelle Hudson y Oscar Apfel. I Am a Fugitive from a Chain Gang (Soy un fugitivo), Warner, 1932. Productor ejecutivo, Hal B. Wallis. Director, Mervyn Le Roy. Guión de Howard J. Green, Brown Holmes y Sheridan Gibney, sobre el libro de Robert E. Bums I Am a Fugitive from a Georgia Chain Gang! (Soy un fugitivo de una cadena de presidiarios de Georgia) (1932). Con Paul Muni, Glenda Farrell, Helen Vinson y Preston Foster. Idiot’s Delight (Placer de tontos), MGM, 1938-39. Productor, Hunt Stromberg. Director, Clarence Brown. Guión de Robert E. Sherwood, sobre su pieza homónima (1936). Con Norma Shearer, Clark Gable, Edward Arnold y Charles Coburn. I’m No Angel (No soy ningún ángel), Paramount, 1933. Productor, William LeBaron. Director, Wesley Ruggles. Guión de Mae West, con sugerencias de Lowell Brentano; continuidad, Harlan Thompson. Con Mae West, Cary Grant, Gregory Ratoff y Edward Arnold. The Informer (El delator), RKO, 1935. Productor asociado, Cliff Reid. Director, John Ford. Guión de Dudley Nichols, sobre novela homónima (1925) de Liam O’Flaherty. Con Victor McLaglen, Heather Angel, Preston Foster y Wallace Ford. Otras versiones: inglesa, 1929, director, Arthur Robison, con Lya de Putti y Lars Hanson; 1968, Uptight (No delatarás), color, director, Jules Dassin, con Julian Mayfield y Ruby Dee. Iron Man (Par una mujer), Universal, 1931. Productor, Carl Laemmle Jr.; asociado, E.M. Asher. Director, Tod Browning. Guión de Francis Edward Faragoh, sobre novela homónima (1930) de William R. Burnett. Con Lew Ayres, Robert Armstrong y Jean Harlow. It Ain’t No Sin: ver Belle of the Nineties. James Boys in Missouri, Essanay 1908. Director, Gilbert M. Anderson. Con Harry McCabe. The Jazz Singer (El cantor dejazz), Warner, 1927. Director, Alan Crosland. Guión de Alfred A. Cohn, sobre pieza de Samson Raphaelson; intertitulos, Jack Jarmouth. Con Al Jolson, May McAvoy y Warner Oland. Otras versiones: 1952, color, director, Michael Curtiz, con Danny Thomas y Peggy Lee; 1980 (El cantor de jazz), color, director, Richard Fleischer, con Neil Diamond y Laurence Olivier. Juarez (Juárez), Warner, 1938-39. Productor, Hal B. Wallis; asociado, Henry Blanke. Director, William Dieterle. Guión de John Huston, Wolfgang Reinhardt y Aeneas MacKenzie, con contribución de Abem Finkel, sobre pieza Juarez und Maximilian (1925), de Franz Werfel, y la novela The Phantom Crown (1934), de Bertita Harding. Con Bette Davis, Paul Muni, Brian Aheme, Claude Rains y John Garfield. Otras versiones: mexicana, 1933, Juárez y Maximiliano, director, Miguel Contreras Torres, con Medea Novara y Enrique Herrera; 1938-39, Maximilian and Charlotte, director, M. Contreras Torres, con Medea Novara, Lionel Atwill y Conrad Nagel (Warner compró esta producción independiente, la retuvo hasta terminar y estrenar su propio Juárez, y la estrenó con el título The Mad Empress). King Kong (King Kong), RKO, 193233. Productores y directores, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. Guión de James Creelman y Ruth Rose, sobre argumento de Edgar Wallace basado en una idea de M.C. Cooper; con contribución de Leon Gordon. Con Fay Wray, Robert Armstrong y Bruce Cabot. The King of Kings (El rey de reyes), Pathe Exchange, 1926-27, parte en color. Productor y director, Cecil B. DeMille. Guión de Jeanie Macpherson. Con H.B. Warner, Dorothy Cumming y Joseph Schildkraut. Algunas otras versiones del tema: francesa, 1902-05, La vie et la passion de Notre-Seigneur Jésus-Christ (Vida de Nuestro Señor Jesucristo), coloreada, director, Lucien Nonguet; francesa, 1905, La vie de Notre-Seigneur Jésus-Christ, coloreada, directores, Victorin Jasset, Alice Guy y Georges Hatot; 1912, From the Manger to the Cross, director, Sidney Olcott, con Robert Henderson-Bland; francesa, 1913, Vie de Jésus (Jesús; hijo del carpintero), director, Maître; italiana, 1916, Christus (Christus), director, Giulio Antamoro, con Alberto Pasquali; alemana, 1923, INRI, director Robert Wiene, con Grigori Khmara; francesa, 1935, Golgotha (Gólgota), director Julien Duvivier, con Robert Le Vigan; mexicana, 1942 Jesús de Nazareth (Vida, pasión y muerte de nuestro señor Jesucristo), director, José Díaz Morales, con José Cibrián; 1954, Day of triumph (Día de triunfo), color, director, Irving Pichel, con Robert Wilson; 1961, King of Kings (Rey de reyes), color, pantalla ancha, director, Nicholas Ray, con Jeffrey Hunter; 1963-64, The Greatest Story Ever Told (La historia más grande Jamás contada), color, pantalla ancha, director, George Stevens, con Max von Sydow; italiana, 1964,11 vangelo secando Matteo (El evangelio según San Mateo), director, Pier Paolo Pasolini, con Enrique Irazoqui; ítalo-inglesa, 1977, para TV, Gesú di Nazareth (Jesús de Nazaret), color, director, Franco Zeffirelli, con Robert Powell; 1979Jesus, color, directores, John Krish y Peter Sykes, con Brian Deacon; 1988, The Last Temptation of Christ (La última tentación de Cristo), color, director, Martin Scorsese, con Willem Dafoe. Kiss me Again (Divorciémonos) (Cátedra de moral), Warner, 1925. Director, Ernst Lubitsch. Guión de Hans Kràly, sobre pieza Divorçons (1880) de Victorien Sardou y Émile de Najac. Con Marie Prévost, Monte Blue y Clara Bow. Otras versiones: 1915, Divorçons, con Gertrude Bambrick y Dell Henderson; 1918, Let’s Get a Divorce (Divorciémonos), director, Charles Giblyn, con Billie Burke; 1927, Don’t Tell the Wife (No se lo digas a mi mujer), director, Paul L Stein, con Irene Rich; 1941, That Uncertain Feeling (Lo que piensan las mujeres) (¿Qué sabes tú de amor?), director, Emst Lubitsch, con Merle Oberon y Melvyn Douglas. Klondike Annie (La llama de Alaska), Paramount, 1935-36. Productor, William LeBaron; ejecutivo, Henry Herzbrun. Director, Raoul Walsh. Guión de Mae West (con contribución de Boris Petroff y Bert Hanlon), sobre argumento de Marion Morgan y George B. Dowell, según idea de Frank Mitchell Dazey. Con Mae West, Victor McLaglen y Phillip Reed. Ladies of the Big House, Paramount, 1931. Director, Marion Gering. Guión de Grover Jones y Louis Weitzenkom, sobre pieza homónima (1931) de Emest Booth. Con Sylvia Sidney, Gene Raymond y Earle Foxe. Otra version: 1939—40, Women Without Names (Mujeres sin nombre), director, Robert Florey, con Ellen Drew. The Last Mile (Silla eléctrica para ocho hombres), KBS para World Wide Pictures, 1932. Productor, E.W. Hammond. Director, Sam Bischoff. Guión de Seton I. Miller, sobre pieza homónima (1930) de John Wexley. Con Howard Phillips, Preston Foster, George E. Stone y Noel Madison. Otra versión: 1959 (Silla eléctrica para ocho hombres) (El motín de los condenados), director, Howard W. Koch, con Mickey Rooney. The Last Parade, Columbia, 1930-31. Productor, Jack Cohn. Director, Erie C. Kenton. Guión de Dorothy Howell sobre argumento de Casey Robinson. Con Jack Holt, Tom Moore y Constance Cummings. Otras versiones: 1936, End of a Trail, director E.C. Kenton, con Jack Holt; 1944, The Racket Man, director, D. Ross Lederman, con Tom Neal. The Last Train from Madrid (El último tren de Madrid), Paramount, 1937. Productor, George M. Arthur; ejecutivo, William LeBaron. Director, James Hogan; asociado, Hugh Bennett. Guión de Louis Stevens (y Robert Wyler), con contribución de True Boardman en continuidad y diálogos; argumento, Paul Hervey Fox y Elsie Fox. Con Gilbert Roland, Dorothy Lamour, Anthony Quinn, Lew Ayres, Olympe Bradna, Karen Morley y Lionel Atwill. Laughing Boy (Dulces heridas), MGM, 1933-34. Productor, Hunt Stromberg. Director, Woody S. Van Dyke. Guión de John Colton y John Lee Mahin, sobre novela homónima (1929) de Oliver La Farge. Con Ramon Novarro, Lupe Thundercloud. Vêlez y Jefe The Life of Émile Zola (La vida de Emilio Zola), Warner, 1937. Productor asociado, Henry Blanke; ejecutivos, Jack L. Warner y Hal B. Wallis. Director, William Dieterle. Guión de Norman Reilly Raine, Heinz Herald y Geza Herczeg, sobre argumento de Herald y Herczeg basado en el libro Zola and His Time (1928), de Matthew Josephson. Con Paul Muni, Joseph Schildkraut, Gale Sondergaard y Donald Crisp. The Life of Vergie Winters (Lapasión de Vergie Winters), RKO, 1934. Productor, Pandro S. Berman. Director, Alfred Santell. Guión de Jane Murfin, sobre cuento A Scarlet Woman (1926), de Louis Bromfield. Con Ann Harding, John Boles y Helen Vinson. Limehouse Blues (Una luz en la niebla), Paramount, 1934. Productor, Arthur Homblow Jr.; ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, Alexander Hall. Guión de Cyril Hume y Arthur Phillips, sobre argumento de Phillips, con contribuciones de Philip MacDonald, Idwal Jones y Grover Jones. Con George Raft, Jean Parker y Anna May Wong. The Little American (La pequeña heroína), Mary Pickford para Artcraft, 1917. Productor y director, Cecil B. DeMille. Guión de DeMille y Jeanie Macpherson, sobre argumento de Macpherson. Con Mary Pickford, Jack Holt y Raymond Hatton. Little Caesar (Hampa dorada) (Pequeño César), First National (de Warner), 1930. Director, Mervyn Le Roy. Guión de Francis Edward Faragoh (con contribuciones de Robert Lord y Darryl F. Zanuck) sobre novela homónima (1929) de William R. Bumett; continuidad, Robert N. Lee. Con Edward G. Robinson, Douglas Fairbanks Jr. y Glenda Farrell. Love (Ana Karenina), MGM, 1927. Productor y director, Edmund Goulding. Guión de Frances Marion y Loma Moon, sobre novela Anna Karenina (1875-77), de Lev Tolstoi; intertitulos por Marian Ainslee y Ruth Cummings. Con Greta Garbo, John Gilbert y Brandon Hurst. Otras versiones: ver Anna Karenina más arriba. Love Affair (Tú y yo), Columbia, 193132. Director, Thornton Freeland. Guión de Jo Swerling, sobre cuento homónimo (1930) de Ursula Parrott. Con Dorothy Mackaill, Humphrey Bogart y Jack Kennedy. Love Under Fire (Romance entre balas), 20th Century-Fox, 1937. Productor, Darryl F. Zanuck; asociado, Nunnally Johnson. Director, George Marshall. Guión de Gene Fowler, Allen Rivkin y Ernest Pascal (con contribución de G. Marshall) sobre pieza The Fugitives (1936), de Walter Hackett. Con Loretta Young, Don Ameche, Frances Drake y John Carradine. M (M, el vampiro de Düsseldorf) (El vampiro negro), alemana, NeroFilm, 1931. Productor, Seymour Nebenzal. Director, Fritz Lang. Guión de Lang y Thea von Harbou, inspirado en un artículo de Egon Jacobsen sobre el caso de Peter Kürten «el vampiro de Düsseldorf». Con Peter Lorre, Gustav Grtindgens, Ellen Widmann y Otto Wernicke. Título de trabajo: Morder unter uns. Otras versiones: 1951, M (El maldito), director, Joseph Losey, con David Wayne; argentina, 1953, El vampiro negro, director, Román Viñoly Barreto, con Olga Zubarry, Roberto Escalada y Nathán Pinzón; franco-ítalo-española, 1964, Le vampire de Dusseldorf, pantalla ancha, director Robert Hossein y con Hossein, Marie-France Pisier. Macbeth, Shakespeare’s Sublime Tragedy, Vitagraph, 1908. Director, William V. Ranous. Sobre pieza teatral Macbeth (1606), de William Shakespeare. Con W.V. Ranous, Miss Carver y Paul Panzer. Algunas otras versiones de la pieza: italiana, Macbeth, 1909, director, Mario Caserini, con Dante Capelli y Maria Gasperini; francesa, 1910, director, Albert Capellani, con Paul Mounet y Jean Delvaír; inglesa, 1911, con Frank Benson y Constance Benson; alemana, 1913, director, Arthur Bourchier, con A. Bourchier y Violet Vanburgh; 1916, director, John Emerson, con Herbert Beerbohm Tree y Constance Collier; francesa, 1916, con Sévérin-Mars y Georgette Leblanc-Maetedinck; 1946, director, Thomas A. Blair, con David Bradley; 1947 (La tragedia de Macbeth), director, Orson Welles, con Welles y Jeanette Nolan; inglesa, 1949, para TV, director, George More O’Ferrall, con Stephen Murray; japonesa, 1957, Kumonosujo (Trono de sangre), director, Akira Kurosawa, con Toshiro Mifune e Isuzu Yamada; inglesa, I960, Macbeth (Macbeth), color, directores, George Schaefer y Anthony Squire, con Maurice Evans yjudith Anderson; inglesa, 1966, para TV, director, Michael Simpson, con Andrew Keir; inglesa, 1970, para TV, color, director, John Gome, con Eric Porter y Janet Suzman; inglesa, 1970-71 (Macbeth), color, pantalla ancha, director, Roman Polanski, con Jon Finch y Francesca Annis; inglesa, 1979, para TV, color, director, Trevor Nunn, con Ian McKellen y Judi Dench; 1981, color, director, Arthur Allan Seidelman, con Jeremy Brett y Piper Laurie; inglesa, 1982, color, director, Jack Gold, con Nicol Williamson; escocesa, 1997, color, director, Jeremy Freeston, conjason Connery y Helen Baxendale. Madame du Barry (Madame Dubarry), Warner, 1934. Supervisor de producción, Henry Blanke; ejecutivos, Jack L. Warner y Hal B. Wallis. Director, William Dieterle. Guión de Edward Chodorov. Con Dolores Del Río, Reginald Owen y Victor Jory. Algunas otras versiones del tema: 1914, Du Barry, filmada en Italia, director, Edoardo Bencivenga, con Mrs. Leslie Carter; 1917, Du Barry, director, J. Gordon Edwards, con Theda Bara; alemana, 1919, Madame DuBarry (Madame Du Barry), director, Ernst Lubitsch, con Pola Negri y Emil Jannings; 1930, Du Barry, Woman of Passion (La pasión de Madame Du Barry), director, Sam Taylor, con Norma Talmadge; franco-italiana, 1954, Madame du Barry (Madame du Barry), color, director, ChristianJaque, con Martine Carol. Madam Satan (Madame Satán), MGM, 1930. Productor y director, Cecil B. DeMille. Guión de Jeanie Macpherson. Con Kay Johnson, Reginald Denny y Lillian Roth. Male and Female (Macho y hembra), Famous Players-Lasky, 1919. Director, Cecil B. DeMille. Guión de Jeanie Macpherson, sobre pieza The Admirable Crichton (1902), de James M. Barrie. Con Gloria Swanson, Thomas Meighan, Lila Lee y Theodore Roberts. Otras versiones: 1913, Shipwrecked, con Guy Coombs y Anna Q. Nilsson; inglesa, 1918, The Admirable Crichton, director, G.B. Samuelson, con Basil Gill; 1934, We’re Not Dressing, director, Norman Taurog, con Bing Crosby, Carole Lombard y Ethel Merman; inglesa, 1957, The Admirable Crichton (El mayordomo y la dama), color, director, Lewis Gilbert, con Kenneth More y Diane Cilento. Manhattan Melodrama (El enemigo público número 1) (Por sendas distintas), MGM, 1934. Productor, David O. Selznick. Director, Woody S. Van Dyke (completada por George Cukor). Guión de Oliver H.P. Garrett y Joseph L. Mankiewicz, sobre argumento de Arthur Caesar. Con Clark Gable, William Powell, Myma Loy y Leo Carrillo. Otra versión: 1942, Northwest Rangers (Amistadpeligrosa), director, Joseph Newman, con James Craig y William Lundigan. Manslaughter (El homicida) (Homicidio), Famous Players-Lasky, 1922. Productor y director, Cecil B. DeMille. Guión de Jeanie Macpherson, sobre cuento de Alice Duer G. Miller. Con Leatrice Joy, Thomas Meighan, Lois Wilson. Otras versiones del tema: 1930, director, George Abbott, con Claudette Colbert y Fredric March; también filmada con diálogos en castellano, La incorregible, director, Leo Mittler, con Enriqueta Serrano, Tony d’Algy, Gabriel Algara y Martita Ángeles; 1936, And Sudden Death (El peligro acecha), director, Charles Barton, con Randolph Scott y Frances Drake. The Mark of Zorro (La marca del Zorro), Douglas Fairbanks, 1920. Productor, D. Fairbanks. Director, Fred Niblo; 2a unidad, Ted Reed. Guión de Elton Thomas (= D. Fairbanks) sobre adaptación de Eugene Miller del folletín (luego novela) The Curse of Capistrano (1919), de Johnston McCulley. Con Douglas Fairbanks, Noah Beety y Marguerite de la Motte. Algunas otras versiones de la novela: 1940 (La marca del Zorro), director, Rouben Mamoulian, con Tyrone Power, Linda Darnell, Basil Rathbone; I960, The Sign of Zorro (El signo del Zorro), directores, Lewis R. Foster y Norman Foster, con Guy Williams y Henry Calvin; 1974, para TV, The Mark of Zorro, color, director, Don McDougali, con Frank Langella y Ricardo Montalbán. The Marriage Circle (Los peligros del flirt) (Pero hay una melena/Medias de seda, calcetines remendados), Warner, 1923-24. Productor y director, Emst Lubitsch. Guión de Paul Bern, sobre la opereta Nur ein Traum (1909), de Lothar Schmidt (= Goldschmidt); intertítulos, Victor Vance. Con Florence Vidor, Monte Blue, Marie Prevost y Adolphe Menjou. Otra versión: 1932, One hour with you (Una hora contigo), director, E. Lubitsch (empezada por George Cukor), con Maurice Chevalier yjeanette MacDonald, y simultánea francoparlante Une heure prés de toi, mismo director y protagonistas. Men Call It Love (Entre casados), MGM, 1931. Supervisor de producción, B.P. Fineman. Director, Edgar Selwyn. Guión de Doris Anderson sobre pieza Among the Married (1929), de Vincent Lawrence. Con Adolphe Menjou, Leila Hyams, Norman Foster y Hedda Hopper. Men of the Night, Columbia, 1934. Supervisor de producción, Irving Briskin. Director, Lambert Hillyer. Guión de Hillyer. Con Bruce Cabot, Judith Allen y Ward Bond. The Merry Widow (La viuda alegre), MGM, 1934. Productor, Irving Thalberg. Director, Emst Lubitsch. Guión de Ernest Vajda y Samson Raphaelson, con contribuciones de Lubitsch y Lorenz Hart, sobre la opereta Die Lustige Witwe (1905), de Franz Lehár, Victor Leon y Leo Stein (= Rosenstein). Con Maurice Chevalier y Jeanette MacDonald. Filmada también (simultáneamente) con diálogos en francés La veuve joyeuse (La viuda alegre), mismo director y protagonistas. Otras versiones estadounidenses: 1907; 1925 (La viuda alegre), parte en color, director Erich von Stroheim, con John Gilbert y Mae Murray; 1952 (La viuda alegre), color, director, Curtís Bernhard, con Lana Turner y Femando Lamas. Merry Wives of Reno, Warner, 1934. Supervisor, Sam Bischoff. Director, H. Bruce Humberstone. Guión de Robert Lord; diálogo adicional, Joe Traub. Con Guy Kibbee, Glenda Farrell y Frank McHugh. Metropolis (Metrópolis), alemana, UFA, 1925-26. Director, Fritz Lang. Guión de Lang y Thea von Harbou. Con Brigitte Helm, Alfred Abel, Gustav Frohlich y Rudolf KleinRogge. Mr. Cohen Takes a Walk, inglesa, Warner, 1935. Productor ejecutivo, Irving Asher. Director, William Beaudine. Guión de Brock Williams, sobre novela homónima (1934) de Mary Roberts Rinehart. Con Paul Graetz, Violet Fairbrother, Chili Bouchier y Ralph Truman. Modem Times (Tiempos modernos), Charles Chaplin, 1934-35. Productor, director y guionista, Charles Chaplin. Con Chaplin, Paulette Goddard y Henry Bergman. The Molly Maguires; or, Labor Wars in the Coal Mines, Kalem, 1908. Otra versión: 1970, The Molly Maguires (Odio en las entrañas), color, pantalla ancha, director, Martin Ritt, con Sean Connery y Richard Harris. Monsieur Beaucaire (Monsieur Beaucaire), Famous Players-Lasky, 1924. Director, Sidney Olcott. Guión de Forrest Halsey, sobre novela de Booth Tarkington y adaptación teatral de Tarkington y Evelyn Greenleaf Sutherland. Con Rodolfo Valentino, Doris Kenyon y Bebe Daniels. Otra versión: 1946 (Monsieur Beaucaire), director, George Marshall, con Bob Hope yjoan Caulfield. Der Morder Dimitri Karamasoff (El asesino Karamasoff), alemana, Terra-Tobis, 1931. Director, Fedor Ozep (Fëdor Otep). Guión de Leonhard Frank, Ozep y Victor Trivas, sobre novela Brat’ja Karamazovy (Los hermanos Karamazov) (1879-80) de Fëdor Dostoevski. Con Fritz Kortner, Anna Sten y Fritz Rasp. Se filmó también dialogada en francés, Lesfrères Karamazoff, mismo director y protagonistas. Otras versiones: alemana, 1920, Die Briider Karamasoff, directores, Carl Froelich y Dimitri Buchowetzki, con Emil Jannings y Fritz Kortner; 1938, The Brothers Karamazov (Los hermanos Karamazov), color, director, Richard Brooks, con Yul Brynner, Maria Schell, Claire Bloom, Lee J. Cobb y William Shatner; rusa, 1968, color, pantalla ancha, director, Ivan Pyr’ev, con Kirill Lavrov y Mihail Uljanov. Morocco (Marruecos), Paramount, 1930. Director, Josef von Sternberg. Guión de Jules Furthman, sobre Amy Jolly, de Benno Vigny. Con Marlene Dietrich, Gary Cooper y Adolphe Menjou. Murder at the Vanities (El crimen del Vanities), Paramount, 1934. Productor, E. Lloyd Sheldon. Director, Mitchell Leisen. Guión de Carey Wilson y Joseph Gollomb, sobre pieza homónima (1933) de Earl Carroll y Rufus King; diálogos, Sam Heilman. Con Carl Brisson, Victor McLaglen y Jack Oakie. My Four Years in Germany, Wamer- Dintenfass, 1918. Director, William Nigh. Guión de Charles A. Logue sobre el libro homónimo (1917) del embajador James W. Gerard. Con Halbert Brown y Willard Dashiell. The Mysterious Dr. Fu Manchu (El Dr. Fu Manchú) (El misterioso Dr. Fu Manchú), Paramount 1929. Director, Rowland V. Lee. Guión de Florence Ryerson y Lloyd Corrigan, sobre adaptación de George Marion Jr. de la novela de Sax Rohmer; intertitulos, Joseph L. Mankiewicz. Con Warner Oland, Jean Arthur y Neil Hamilton. Nana (La reina del boulevard) (Nana), Samuel Goldwyn, 1933-34. Productor, S. Goldwyn; asociado, Fred Kohlmar; ejecutivo, Arthur Homblow Jr. Directora, Dorothy Arzner. Guión de Willard Mack y Henry Wagstaff Gribble, sugerido por la novela homónima (1880) de Émile Zola. Con Anna Sten, Lionel Atwill, Richard Bennett y Mae Clarke. Otras versiones: francesa, 1925, director, Jean Renoir, con Catherine Hessling; mexicana, 1943, director, Celestino Gorostiza (y Roberto Gavaldón), con Lupe Vélez, Miguel Ángel Ferriz, Chela Castro y Crox Alvarado; franco-italiana, 1954 (Nana), color, director, Christian-Jaque, con Martine Carol y Charles Boyer; sueca, 1970, color, director, Mac Ahlberg, con Anna Gael; francesa, 1980 para TV, color, director, Maurice Cazeneuve, con Véronique Genest; 1982, filmada en Italia, color, director, Dan Wolman, con Katya Berger y Jean-Pierre Aumont. Night After Night (Noche tras noche), Paramount, 1932. Productor, William LeBaron. Director, Archie L. Mayo. Guión de Vincent Lawrence, sobre la historia Single Night (1932), de Louis Bromfield; continuidad, Kathryn Scola. Con George Raft, Constance Cummings, Wynne Gibson y Mae West. Night Riders, Kalem, 1908. Sin otros datos. No Man of Her Own (Mentira latente) (Casada por azar), Paramount, 1932. Productores, E. Lloyd Sheldon y Albert Lewis. Director, Wesley Ruggles (empezada por James Flood, luego Lowell Sherman). Guión de Maurine Watkins y Milton H. Gropper; argumento de Edmund Goulding y Benjamin Glazer, sobre tratamiento de Austin Parker sugerido por la novelado Bed of Her Own, de Val Lewton. Con Clark Gable, Carole Lombard, Dorothy Mackaill y Grant Mitchell. Of Human Bondage (Cautivo del deseo), RKO, 1934. Productor, Pandro S. Berman. Director, John Cromwell. Guión de Lester Cohen, sobre novela homónima (1915) de W. Somerset Maugham; diálogos, Ann Coleman. Con Leslie Howard, Bette Davis, Frances Dee y Kay Johnson. Otras versiones: 1946 (Esclavo de su pasión), director, Edmund Goulding, con Paul Henreid y Eleanor Parker; mexicana, 1955, La fuerza del deseo, director, Miguel M. Delgado, con Armando Calvo y Charito Granados; inglesa, 1964 (Servidumbre humana), director, Ken Hughes (empezada por Henry Hathaway, continuada por Bryan Forbes), con Kim Novak y Laurence Harvey. Of Mice and Men (La fuerza bruta), Hal Roach para United Artists, 1939. Productor y director, Lewis Milestone. Guión de Eugene Solow, sobre novela homónima (1937) de John Steinbeck, y versión teatral (1937) montada por Sam Harris y George S. Kaufman. Con Burgess Meredith, Betty Field, Lon Chaney Jr. y Charles Bickford. Otras versiones: 1981, para TV, color, director, Reza Badiyi, con Robert Blake, Randy Quaid y Lew Ayres; 1992 (La fuerza bruta), color, director, Gary Sinise, con John Malkovich y Gary Sinise. Old Wives for New (A las mujeres/Viejas esposas por nuevas), Famous Players-Lasky, 1918. Productor y director, Cecil B. DeMille. Guión de Jeanie Macpherson, sobre novela homónima (1908) de David Graham Phillips. Con Elliott Dexter, Sylvia Ashton y Florence Vrdor. One Third of a Nation (La otra mitad), Paramount, 1938-39. Productor, Harold Orlob. Director, Dudley Murphy. Guión de Oliver H.P. Garrett, sobre adaptación de D. Murphy de la pieza homónima (1937) de Arthur Arent. Con Sylvia Sidney, Leif Erickson y Charles Dingle. The Outlaw (Elproscrito), Hughes Productions, 1940-41. Productor, H. Hughes. Director, Howard Hughes (empezada por Howard Hawks). Guión de Jules Furthman, con contribución de Ben Hecht. Con Jack Buetel, Jane Russell, Thomas Mitchell y Walter Huston. Otras versiones: ver Billy the Kid más arriba. The Painted Veil (El velo pintado), MGM, 1934. Productor, Hunt Stromberg. Director, Richard Boleslawski (terminada por Woody S. Van Dyke). Guión de John Meehan, Salka Viertel y Edith Fitzgerald, sobre novela homónima (1925) de W. Somerset Maugham. Con Greta Garbo, Herbert Marshall, George Brent y Warner Oland. Otra version: inglesa, 1957, The Seventh Sin (El séptimo pecado), pantalla ancha, director, Ronald Neame, con Eleanor Parker, Bill Travers y George Sanders. The Phantom of the Opera (El fantasma de la Opera), Universal, 1924-26, parte en color. Director, Rupert Julian (luego Edward Sedgwick). Guión inicial de Elliot J. Clawson sobre novela Le fantôme de l’Opéra (1910), de Gaston Leroux. Con Lon Chaney, Norman Kerry y Mary Philbin. Algunas otras versiones del tema: 1943 (Elfantasma de la Ópera), color, director, Arthur Lubin, con Claude Rains y Nelson Eddy; inglesa, 1962 (Elfantasma de la Ópera), color, director, Terence Fisher, con Herbert Lom; 1974, Phantom of the Paradise (El fantasma del Paraíso), color, director, Brian De Palma, con Paul Williams; inglesa, 1982 (Elfantasma de la Ópera) para TV, color, director, Robert Markowitz, con Maximilian Schell, Jane Seymour y Michael York; 1989, color, director Dwight H. Little, con Robert Englund; inglesa, 1989-90, para TV, color, director, Tony Richardson, con Burt Lancaster; 1992, Phantom of the Ritz, color, director Allen Plone, con Joshua Sussman. The Plow That Broke the Plains, Pare Lorentz-US Resettlement Agency, 1936. Director y guionista, Pare Lorentz. Asesor técnico, King Vidor. Mediometraje documental. Possessed (Amor en venta), MGM, 1931. Productor, Harry Rapf. Director, Clarence Brown. Guión de Lenore Coffee, sobre pieza The Mirage (1920), de Edgar Selwyn. Con Joan Crawford, Clark Gable y Wallace Ford. Otra versión: 1924, The Mirage, director, George Archainbaud, con Florence Vidor y Clive Brook. The President Vanishes, Walter Wanger para Paramount, 1934. Productor, W. Wanger; ejecutivo, Emanuel Cohen. Director, William A. Wellman. Guión de Carey Wilson y Cedric Worth, sobre novela homónima (1934) de Rex Stout. Diálogos, Lynn Starling. Con Edward Arnold, Arthur Byron, Paul Kelly y Andy Devine. The Private Life of Henry VIII (La vida privada de Enrique VIII), inglesa, London Films, 1933. Productor y director, Alexander Korda. Guión de Arthur Wimperis; argumento y diálogos, Lajos Biro y A. Wimperis. Con Charles Laughton, Merle Oberon, Robert Donat y Wendy Barrie. Private Lives (Vidas intimas) (Vidasprivadas), MGM, 1931. Director, Sidney Franklin. Guión de Hans Kraly y Richard Schayer, sobre pieza de Noel Coward (1930). Con Norma Shearer, Robert Montgomery, Reginald Denny y Una Merkel. Otra versión: francesa, 1936, Les amants terribles, director, Marc Allégret, con Gaby Morlay y André Luguet. Public Enemy, Warner, 1931. Productor, Darryl F. Zanuck. Director, William A. Wellman. Guión de Harry Thew, sobre relato corto Beer and Blood, de Kubec Glasmon y John Bright. Con James Cagney, Jean Harlow, Edward Woods y Joan Blondell. Queen Christina (La reina Cristina de Suecia) (Reina Cristina), MGM, 1933. Productor, Walter Wanger. Director, Rouben Mamoulian. Guión de H.M. Harwood y Salka Viertel (con contribución de Ben Hecht), sobre argumento de Viertel y Margaret P. Levino; diálogos, Samuel N. Behrman. Con Greta Garbo, John Gilbert, Ian Keith y Lewis Stone. The Queen of Sheba (La reina de Saba), Fox, 1921. Director, J. Gordon Edwards. Guión de Edwards y Virginia Tracy. Con Betty Blythe, Fritz Leiber, George Raymond Nye y George Nicholls. Otras versiones del tema: italiana, 1952, La regina di Saba, director, Pietro Frandsci, con Leonora Ruffo y Gino Cervi; 1959, Solomon and Sbeba (Salomón y la reina de Saba), color, pantalla ancha, director, King Vidor, con Yul Brynner, Gina Lollobrigida y George Sanders. Quick Millions, Fox, 1931. Productor y director, Rowland Brown. Guión de Brown y Courtenay Terrett; diálogo adicional, John Wray. Con Spencer Tracy, Marguerite Churchill y John Wray. Red Dust (Tierra de pasión), MGM, 1932. Productor, Hunt Stromberg. Director, Victor Fleming. Guión de John Lee Mahin sobre pieza homónima (1927) de William Collison. Con Clark Gable, Jean Harlow, Gene Raymond y Mary Astor. Otra versión: 1952-53, Mogambo (Mogambo), color, director, John Ford, con Clark Gable, Ava Gardner y Grace Kelly. The Red Kimono, Vital, 1925. Productora, Mrs. Wallace Reid (= Dorothy Davenport). Directores, Sra. Wallace Reid y Walter Lang. Guión de Dorothy Arzner y Adela Rogers St. John. Con Dorothy Davenport, Carl Miller, Priscilla Bonner, Virginia Pearson y Tyrone Power Sr. The Reform Candidate, Pallas, 1915. Director, Frank Lloyd. Guión de Maclyn Arbuckle y Edgar A. Guest. Con Maclyn Arbuckle y Forrest Stanley. Return to Life, Frontier Films-Medical Bureau-North American Committee to Aid Spanish Democracy, 1937-38. Directores, Henri Cartier-Bresson y Herbert Kline. Comentario, David Wolff. Documental. Riptide (Deslices), MGM, 1933-34. Productor, Irving G. Thalberg. Director, Edmund Goulding (terminada por Robert Z. Leonard). Guión de E. Goulding. Con Norma Shearer, Robert Montgomery, Herbert Marshall y Mrs. Patrick Campbell. The River (El río), Pare Lorentz-Farm Security Administration (US Department of Agriculture), 1937. Director, guionista y autor del relato, Pare Lorentz. Mediometraje documental. Robin Hood (Robin de los Bosques) (Robin Hood), Douglas Fairbanks, 1922. Director, Allan Dwan. Guión de Kenneth Davenport y Edward Knoblock, sobre argumento de Elton Thomas (= D. Fairbanks); continuidad, Lotta Woods. Con Douglas Fairbanks, Wallace Beery, Sam DeGrasse y Alan Hale. Algunas otras versiones del tema: 1912, directores, Étienne Amaud y Herbert Blaché; 1913, director, Lloyd Lonergan, con William Russell; 1937-38, The Adventures of Robin Hood (Las aventuras de Robin Hood), color, directores, William Keighley y Michael Curtiz, con Errol Flynn, Olivia de Havilland y Alan Hale; 1951, Tales of Robin Hood, director, James Tinting, con Robert Clarke; inglesa, 1952, The Story of Robin Hood and His Merrie Men (Los arqueros del rey), color, director, Ken Annakin, con Richard Todd; inglesa, 1967, A Challenge for Robin Hood, color, director, C.M. Pennington-Richards, con Barrie Ingham; 1969, The Ribald Tales of Robin Hood, color, director, Richard Kanter, con Ralph Jenkins; 1969, inglesa, para TV, Wolfshead: The Legend of Robin Hood, color, director, John Hough, con David Warbeck; ítalo-española, 1969-70, Robin Hood, l’invincibile arciere/Robin Hood, el arquero invencible, color, director, José Luis Merino; ítalo-española, 1970, II magnifico Robin Hood/Nuevas aventuras de Robin de los Bosques, color, director, Roberto Bianchi Montero, con Jorge Martín; ítalohispano-francesa, 1970-71, L 'arciere di fuoco/El arquero de Sherwood, color, director, Giorgio Ferroni, con Giuliano Gemma; 1991, Robin Hood Prince of Thieves (Robin Hood, príncipe de los ladrones), color, pantalla ancha, director, Kevin Reynolds, con Kevin Costner; inglesa, 1991, para TV, The Adventures of Robin Hood (Las nuevas aventuras de Robin Hood), color, director, John Irvin, con Patrick Bergin. Safe in Hell (Seguros en el infierno), First National (de Warner), 1931. Director, William A. Wellman. Guión de Joseph Jackson y Maude Fulton, sobre tratamiento de Houston Branch. Con Dorothy Mackaill, Donald Cook y Morgan Wallace. Scarface-Shame of the Nation (Scarface el terror del hampa) (Scarface-Cara Cortada), The Caddo Company (Howard Hughes), 1931-32. Productor, Howard Hughes; supervisor, E.B. Derr. Director, Howard Hawks; codirector, Richard Rosson. Guión de Ben Hecht; continuidad y diálogos por Seton I. Miller, John Lee Mahin y William R. Burnett; sobre novela Scarface (1930), de Armitage Trail. Con Paul Muni, Ann Dvorak, Karen Morley, George Raft y Boris Karloff. Otra versión: 1983 (Scarface), color, pantalla ancha, director, Brian DePalma, con A1 Pacino y Michelle Pfeiffer. The Secret Six (Losseis misteriosos), MGM, 1931. Productor, Irving G. Thalberg. Director, George Hill. Guión de Frances Marion. Con Wallace Beery, Lewis Stone, Johnny Mack Brown yjean Harlow. Shanghai Express (El expreso de Shanghai), Paramount, 1931-32. Director, Josef von Sternberg. Guión de Jules Furthman, sobre historia Sky over China, de Harry Hervey. Con Marlene Dietrich, Clive Brook, Anna May Wong y Warner Oland. Otras versiones: 1940, South of Karanga, con Charles Bickford; 1942, Night Plane from Chungking (Misión en Orienté), director, Ralph Murphy, con Robert Preston y Ellen Drew; 1951, Peking Express (Pekín) (El expreso de Pekín), directores, William Dieterle y Hal Wallis, con Joseph Cotten y Corinne Calvet. She Done Him Wrong (Lady Lou), Paramount, 1932-33. Productor asociado, William LeBaron. Director, Lowell Sherman. Guión de Harvey Thew y John Bright, sobre pieza Diamond Lil (1928), de Mae West. Con Mae West, Cary Grant, Owen Moore y Gilbert Roland. The Sheik (El caid) (El caudillo moro), Famous Players-Lasky, 1921. Director, George Melford. Guión de Monte M. Katterjohn sobre novela homónima de Edith M. Hull. Con Rodolfo Valentino, Agnes Ayres y Adolphe Menjou. Shopworn, Columbia, 1931-32. Director, Nick Grindé. Diálogos, Jo Swerling y Robert Riskin; argumento, Sarah Y. Mason. Con Barbara Stanwyck, Regis Toomey y Za Su Pitts. The Sign of the Cross (El signo de la Cruz), Paramount, 1932. Productor y director, Cecil B. DeMille. Guión de Waldemar Young y Sidney Buchman, sobre pieza homónima (1895) de Wilson Barrett. Con Fredric March, Elissa Landi, Claudette Colbert y Charles Laughton. Reestrenada con metraje adicional (sobre guión de Dudley Nichols), 1944. Otras versiones: inglesa, 1904, director, William Haggar, con Will Haggar Jr. y Jenny Linden; 1914, director, Frederick Thompson, con William Famum y Rosina Henley. The Sin of Madelon Claudet (Elpecado de Madelón Claudet), MGM, 1931. Supervisor, Harry Rapf. Director, Edgar Selwyn. Continuidad y diálogos, Charles MacArthur, sobre pieza The lullaby (1923), de Edward Knoblock. Con Helen Hayes, Lewis Stone, Neil Hamilton y Robert Young. Sinner’s Holiday, Warner, 1930. Director, John G. Adolfi. Sobre pieza Penny Arcade, de Mary Baumer. Con Grant Withers, Joan Blondell y James Cagney. The Son of the Sheik (El hijo del jeque) (El hijo del Sheik), Feature Productions, 1926. Productor ejecutivo, John W. Considine Jr. Director, George Fitzmaurice. Guión de Frances Marion y Fred de Grésac, sobre novela homónima de Edith M. Hull. Con Rodolfo Valentino, Vilma Bánky y Agnes Ayres. The Song of Songs (El cantar de los cantares), Paramount, 1933. Productor y director, Rouben Mamoulian. Guión de Leo Birinsky y Samuel Hoffenstein, sobre novela Das Hohe Lied (1908), de Hermann Sudermann y la pieza The Song of Songs (1914), de Edward Brewster Sheldon. Con Marlene Dietrich, Brian Aheme y Lionel Atwill. Otras versiones: 1918 (El canto de los cantos), director, Joseph Kaufman, con Elsie Ferguson; 1924, Lily of the Dust (Flor de dolor), director, Dimitri Buchowetzki, con Pola Negri. The Spanish Earth (Tierra de España), Contemporary Historians, 1937, documental. Productor, Herman Shumlin. Director, Joris Ivens. Argumento de Archibald MacLeish y Lillian Heilman; comentario escrito y dicho por Ernest Hemingway. Star Witness, Warner, 1931. Director, William A. Wellman. Guión de Lucien Hubbard. Con Walter Huston, Frances Starr y Grant Mitchell. Otra versión: 1939, The Man Who Dared (estrenada como City in Terror), director, Crane Wilbur, con Jane Bryan. The Story of Temple Drake (Secuestro), Paramount, 1933. Productor, Emanuel Cohen. Director, Stephen Roberts. Guión de Oliver H.P. Garrett, sobre novela Sanctuary (Santuario) (1931), de William Faulkner. Con Miriam Hopkins, William Gargan y Jack La Rue. Otra versión: I960, Sanctuary (Réquiempor una mujer) (Santuario), pantalla ancha, director, Tony Richardson, con Lee Remick e Yves Montand. Suffragettes’ Revenge, 1913. Cortometraje. Gaumont, Tarzan and His Mate (Tarzán y su compañera), MGM, 1933-34. Productor, Bernard H. Hyman. Directores, Jack Conway y Cedric Gibbons; segunda y otras unidades: James McKay, Nick Grindé y Erroll Taggart. Guión dejames Kevin McGuinness sobre argumento de Howard Emmett Rogers y Leon Gordon, con personajes creados por Edgar Rice Burroughs. Con Johnny Weissmuller, Maureen O’Sullivan, Neil Hamilton y Paul Cavanagh. Tarzan, the Ape Man (Tarzán el hombre mono), MGM, 1931-32. Productor, Bernard H. Hyman; ejecutivo, Irving S. Thalberg. Director, Woody S. Van Dyke; segunda unidad, Nick Grindé. Guión de Cyril Hume, inspirado en la novela Tarzan of the Apes (1912), de Edgar Rice Burroughs; diálogos, Ivor Novello. Con Johnny Weissmuller, Maureen O’Sullivan y Neil Hamilton. Otras versiones: 1918, Tarzan of the Apes (Tarzán de los Monos), director, Scott Sidney, con Elmo Lincoln; 1959, Tarzan, the Ape Man (Tarzán el hombre mono), director, Joseph Newman, con Dennis Miller; 1981 (Tarzán el hombre mono), color, director, John Derek, con Miles O’Keeffe y Bo Derek; inglesa, 1980, Greystoke; The Legend of Tarzan, Lord of the Apes (Greystoke: la leyenda de Tarzán, rey de los monos), color, pantalla ancha, director, Hugh Hudson, con Christopher Lambert y Andie McDowell. The Ten Commandments (Los diez mandamientos), Famous PlayersLasky, 1923, parte en color. Director, Cecil B. DeMille. Guión de Jeanie Macpherson. Con Theodore Roberts, Charles de Rochefort, Richard Dix y Leatrice Joy. Algunas otras versiones del tema: francesa, 1905, La vie de Mose; 1909, The Life of Moses, director, Charles Kent, supervisor J. Stuart Blackton, con C.P. Hartigan; 1956, color, director, C.B. DeMille, con Charlton Heston y Yul Brynner; ítalo-inglesa, 1976, para TV, Mosé (Moisés), color, director, Gianfranco De Bosio, con Burt Lancaster; angloítalo-ger-mana, 1995-96, para TV, Moses, color, director Roger Young, con Ben Kingsley y Christopher Lee. Das Testament des Dr. Mabuse, alemana, Nero-Film, 1932. Productor y director, Fritz Lang. Guión de Lang y Thea von Harbou, sobre novela Dr. Mabuses letztes spiel (1932), de Norbert Jacques. Con Otto Wernicke y Rudolf KleinRogge. Se filmó simultáneamente versión francoparlante, Le testament du Dr. Mabuse (El testamento del Dr. Mabuse), director, F. Lang, con Jim Gérald y R. Klein-Rogge. Film homónimo: germano federal, 1962, director, Wemer Klinger, con Gert Fróbe y Walter Rilla. These Three (Esos tres) (Infamia), Samuel Goldwyn, 1935-36. Productor, S. Goldwyn. Director, William Wyler. Guión de Lillian Heilman (con sugerencias de W. Wyler), sobre su pieza The children’s hour (1934). Con Miriam Hopkins, Merle Oberon, Joel McCrea y Bonita Granville. Versión posterior, 1961, The Children’s Hour (La calumnia) (La mentira infamé), director, W. Wyler, con Audrey Hepburn, Shirley MacLaine, James Gamer y Miriam Hopkins. They Won’t Forget (Ellos no olvidarán), Warner, 1937. Productor y director, Mervyn Le Roy. Guión de Robert Rossen y Abem Kandel, basado en la novela Death in the Deep South (1936), de Ward Greene, inspirada en el caso real de Leo Frank y el asesinato de Mary Phagan (1915). Con Claude Rains, Gloria Dickson y Edward Norris. Otras versiones del tema: 1915, Leo M. Frank, corto documental, director, Hal Reid; 1915, Thou Shall Not Kill, director, Hal Reid, con Rose Coghlan y Charles Coghlan; 1988, para TV, The Murder of Mary Phagan, color, director Billy Hale, con Jack Lemmon. The Thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad), Douglas Fairbanks, 192324. Director, Raoul Walsh. Guión de Elton Thomas (= D. Fairbanks), Kenneth Davenport y Edward Knoblock, sobre adaptación de Lotta Woods de relatos de ‘Alflaylawalayla (Lasmilyuna noches) (c. 1400). Con Douglas Fairbanks, (ulanne Johnston, Snitz Edwards y Anna May Wong. Películas homónimas: inglesa, 1939-40 (El ladrón de Bagdad), color, directores, Michael Powell, Ludwig Berger, Tim Whelan, Zoltán Korda, William Cameron Menzies y Alexander Korda, con John Jus tin, Sabu y Conrad Veidt; ítalo-francesa, 1960-61, II ladro di Bagdad (El ladrón de Bagdad), pantalla ancha, color, director, Arthur Lubin, con Steve Reeves; anglo-francesa, 1978, para TV, (El ladrón de Bagdad), color, director, Clive Donner, con Roddy McDowall y Peter Ustinov. The Thin Man (La cena de los acusados), Cosmopolitan (William R. Hearst), para MGM, 1934. Productor, Hunt Stromberg. Director, Woody S. Van Dyke. Guión de Albert Hackett y Frances Goodrich sobre novela homónima (1932) de Dashiell Hammett. Con William Powell, Myma Loy y Maureen O’Sullivan. This Is the Army (La alegría del regimiento), Warner, 1943, color. Productores, Jack L. Warner y Hal B. Wallis. Director, Michael Curtiz. Guión de Casey Robinson y Claude Binyon. Con George Murphy, Joan Leslie, Alan Hale y Irving Berlin. Three Girls Lost, Fox, 1930-31. Productor y director, Sidney Lanfield. Guión de Bradley King, sobre historia homónima (1930) de Robert Dell Andrews. Con Loretta Young, Lew Cody y John Wayne. Tobacco Road (La ruta del tabaco) (El camino del tabaco), 20th CenturyFox, 1940-41. Productor, Darryl F. Zanuck; asociados, Jack Kirkland y Harry H. Oshrin. Director, John Ford. Guión de Nunnally Johnson, sobre novela homónima (1932) de Erskine Caldwell, y su adaptación teatral (1934) por Jack Kirkland. Con Charley Grapewin, Marjorie Rambeau y Gene Tierney. The Trial of Mary Dugan, MGM, 1929. Director, Bayard Veiller. Guión de Becky Gardiner, sobre pieza homónima (1927) de B. Veiller. Con Norma Shearer, Lewis Stone y H.B. Warner. Filmada también (sucesivamente) con diálogos en alemán, 1930, Mordprozess Mary Dugan, director, Arthur Robison, con Nora Gregor; en francés, 1931, Le procès de Mary Dugan, director, Marcel de Sano, con Huguette exDuflos y Charles Boyer; y en castellano, 1931, El proceso de Mary Dugan, director, Marcel de Sano, con María Fernanda Ladrón de Guevara, José Crespo, Rafael Rivelles y Juan de Landa. Otra versión: 1941, director, Norman Z. McLeod, con Laraine Day y Robert Young. The Trumpet Blows (Suena el clarín), Paramount, 1934. Productor, Albert Lewis. Director, Stephen Roberts. Guión de Wallace Smith sobre adaptación de Bartlett Cormack de la historia Return of the Badman, de Porter Emerson Browne yj. Parker Read Jr. Con George Raft y Adolphe Menjou. 20.000 Years in Sing Sing (20.000 años en Sing Sing), First National para Warner 1932. Productor asociado, Robert Lord; supervisor, Raymond Griffith. Director, Michael Curtiz. Guión de Wilson Mizner y Brown Holmes, sobre libro homónimo (1932) de Lewis E. Lawes, adaptado por Courtenay Terrett y R. Lord. Con Spencer Tracy, Bette Davis y Arthur Byron. Otra versión: 1939-40, Castle on the Hudson (Años sin días), director, Anatole Litvak, con John Garfield, Ann Sheridan y Pat O’Brien. Two-Faced Woman (La mujer de dos caras) (Otra vez mío), MGM, 1941. Productor, Gottfried Reinhardt. Director, George Cukor. Guión de Samuel N. Behrman, Salka Viertel y George Oppenheimer, sobre pieza Die Zwillings Schwestem (1901), de Ludwig Fulda. Con Greta Garbo, Melvyn Douglas y Constance Cummings. Otras versiones: 1925, Her Sister from Paris (Su hermana de París) (La parisién), director, Sidney Franklin, con Constance Talmadge y Ronald Colman; 1934, Moulin Rouge (Moulin Rouge), director, Sidney Lanfield, con Constance Bennett y Franchot Tone. Underworld (La ley del hampa), Paramount, 1927. Productor y supervisor, Hector Trumbull. Director, Josef von Sternberg. Guión de Robert E. Lee, sobre adaptación de Charles Furthman de un argumento de Ben Hecht; intertítulos, George Marion Jr. Con Clive Brook, Evelyn Brent, George Bancroft y Larry Semon. Unfaithful (Desengaño), Paramount, 1931. Director, John Cromwell. Guión de John Van Druten. Con Ruth Chatterton, Paul Lukas y Paul Cavanagh. Union Depot (Caballero por un día), First National (de Warner), 1932. Director, Alfred E. Green. Guión de Kenyon Nicholson y Walter De Leon, sobre pieza homónima de Joe Laurie Jr., Gene Fowler y Douglas Durkin. Diálogos, Kubec Glasmon yjohn Bright. Con Douglas Fairbanks Jr., Joan Blondell, Guy Kibbee y Alan Hale. The Very Idea, RKO, 1929. Director, William LeBaron; director visual, Richard Rosson; director escénico, Frank Craven. Guión de LeBaron, sobre obra teatral propia (1917). Con Frank Craven, Sally Blaine y Theodore von Eltz. Versión anterior: 1920, director, Lawrence C. Windom, con Taylor Holmes y Virginia Valli. The Vice Squad (Investigación criminal), Paramount, 1931. Director, John Cromwell. Guión de Oliver H.P. Garrett. Con Paul Lukas, Kay Francis y Helen Johnson. Votes for Women, Reliance, 1912. Director, Hal Reid. Cortometraje. The Walking Dead (Los muertos andan) (Muertos que caminan), Warner, 1935-36. Director, Michael Curtiz. Guión de Ewart Adamson, Peter Milne, Robert Dell Andrews y Lillie Hayward, sobre historia de Adamson y Joseph Fields. Con Boris Karloff, Ricardo Cortez y Edmund Gwenn. We Live Again (Vivamos de nuevo), Samuel Goldwyn, 1934. Productor, S. Goldwyn. Director, Rouben Mamoulian. Guión de Maxwell Anderson, luego Preston Sturges, luego Leonard Praskins, y Willard Mack, Edgar G. Ulmer, con revisión final por Thornton Wilder y Paul Green, sobre novela Voskresenie (Resurrección) (1898-99), de Lev Tolstoi. Con Anna Sten, Fredric March, Jane Baxter, C. Aubrey Smith y Sam Jaffe. Algunas otras versiones de la novela: 1909, Resurrection, director, David W. Griffith, con Florence Lawrence y Owen Moore; 1915, A Woman’s Resurrection (Resurrección de una mujer), director, J. Gordon Edwards, con Betty Nansen; rusa, 1915, director, Pétr Cardynin; 1918, Resurrection (El verdugo de sí mismo / Resurrección), director, Edward José, con Pauline Frederick, Robert Elliott; 1926-27 (Resurrección), director, Edwin Carewe, con Rod La Rocque y Dolores del Rio; 1930-31, director, E. Carewe, con John Boles y Lupe Vélez, filmada también (de inmediato tras la anterior) con diálogos en castellano, 1930-31, Resurrección, director, E. Carewe, con Lupe Vélez, Luis Alonso (= Gilbert Roland), Miguel FaustRocha, Soledad Jiménez y Eduardo Arozamena; japonesa, 1937, Aten kyo, director Kenji Mizoguchi, con Haruo Tanaka y Masao Shimizu; mexicana, 1943, Resurrección, director, Gilberto Martínez Solares, con Emilio Tuero y Lupita Tovar; germano federal-ítalo-francesa, 1958, Auferstebung (Resurrección), color, director, Rolf Hansen, con Horst Buchholz y Myriam Bru; rusa, 1959-61 (Resurrección), director, Mihail Sveíter, con Tamara Semina y Evgenü Matveev; inglesa, 1970, para TV, color, con Alan Dobie y Tina Mathews. Why Change Your Wife? (¿Por qué cambiar de esposa?), Famous Players-Lasky, 1920. Director, Cecil B. DeMille. Guión de Olga Printzlau y Sada Cowan, sobre historia de William C. DeMille. Con Thomas Meighan, Gloria Swanson y Bebe Daniels. Wife vs. Secretary (Entre esposa y secretaria), MGM, 1935-36. Productor, Hunt Stromberg. Director, Clarence Brown. Guión de Norman Krasna, John Lee Mahin y Alice Duer G. Miller, sobre cuento homónimo (1935) de Faith Baldwin. Con Clark Gable, Jean Harlow y Myma Loy. GREGORY D. BLACK. Profesor emérito en el Departamento de Comunicación de la Universidad de Missouri, Kansas City, es asimismo autor de La cruzada contra el cine, 1940-1975. Notas [1] Ben Hecht, A Child of the Century, Nueva York, Simon & Schuster, 1954, pág. 466. << [2] Para una lista completa de la filmografía de Hecht, véase: Jeffrey Brown Martin, Ben Hecht: Hollywood Screen Writer, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1985, págs. 183-209. << [3] Otto Friedrich, City of Nets: A Portrait of Hollywood in the 1940’s, Nueva York, Harper & Row, 1986, pág. 358. << [4] Hecht, op. cit., pág. 479. << [5] Idem, pág. 479. << [6] Idem, pág. 467. << [7] Robert C. Allen, «Motion Picture Exhibition in Manhattan, 1906—1912», en John Fell, Film before Griffith, Berkeley, University of California Press, 1983, págs. 162-3. << [8] Salas de exhibiciones cinematográficas norteamericanas, así llamadas por combinación de la palabra griega odeon (teatro) y el precio de la entrada, que era de cinco centavos (un nickel) (N. del E.). << [9] Barton W. Currie, «The Nickel Madness», Harper’s Weekly, 24 de agosto de 1907; en Gerald Mast, The Movies in Our Mist, Chicago, University of Chicago Press, 1982, pág. 45. << [10] Garth Jowett, Film: the Democratic Art, pág. 40. << [11] Kevin Brownlow, Behind the Mask of Innocence, pág. XV. << [12] Kay Solan, The Loud Silents, pág. 3. << [13] Idem. << [14] Idem. Véase también: Brownlow, op. cit., pág. xv. << [15] Lary May, Screening Out the Past, pág. 39. << [16] Idem, pág. 52. << [17] Paul Boyer, Urban Masses and Moral Order in America, 1820-1920, pag. 244. << [18] Idem. << [19] Idem, pag. 40. << [20] Jane Addams, The Spirit of Youth and the City Streets, pags. 78-80. << [21] Jane Addams obtuvo un Premio Nobel de la Paz (compartido) en 1921 (N. del E.). << [22] Carta al director, de Darrell O. Hibbard, director de Boys’ Work, (Asociación Cristiana de Jóvenes) de Indianápolis (Indiana); en The Outlook, 105,13 de julio de 1912, pág. 599. << [23] Jowett, op. cit., pág. 79. << [24] Moving Picture World, 4, 8 de agosto de 1908, pág. 106. << [25] Wilbur F. Crafts, National Perils and Hopes, a Study Based on Current Statistics and the Observations of a Cheerful Reformer, Cleveland, O.F.M. Barton, 1910, pág. 39. << [26] May, op. cit., pág. 40. << [27] En Brownlow, op. cit., pág. i. << [28] Boyer, op. cit., pág. 217. << [29] Idem. << [30] Garth Jowett, «A Capacity for Evil: the 1915 Supreme Court Mutual Decision», pág. 63. Véase también: Ira H. Carmen, Movies, Censorship, and the law; Richard S. Randall, Censorship of the Movies; Edward de Grazia y Roger Newman, Banned Films. << [31] Moving Picture World, 4,13 de junio de 1908, pág. 511. << [32] «The Censorship in Chicago», Moving Picture World, 5, 9 de octubre de 1909, pág. 487. << [33] Jowett, «A Capacity for Evil», pág. 64. << [34] Idem. << [35] Moving Picture World, 5,9 de enero de 1909, pág. 33. << [36] Idem. << [37] Idem. << [38] Moving Picture World, 3,25 de julio de 1908, pág. 63. << [39] Moving Picture World, 3,213 de junio de 1908, pág. 511. << [40] Moving Picture World, 6,26 de marzo de 1910, pág. 462. << [41] Moving Picture World, 11, 22 de mayo de 1915, pág. 1290. << [42] Charles M. Feldman, The National Board of Censorship of Motion Pictures, 1909-1922, pág. 4; véase también: Mancy J. Rosenbloom, «Between Reform and Regulation», págs. 307-8; Robert Fisher, «Film Censorship and Progresive Reform», págs. 143-56. << [43] New York Times, 25 de diciembre de 1908, pág. 4. Robert Francis Martin III, «Celluloid Morality», pág. 52. Véase también: Eileen Bowser, The Transformation of the Cinema, 19071915, págs. 49-52 y Richard Koszarski, An Evening’s Entertainment, págs. 198201. << [44] Ídem. << [45] Ídem. << [46] Ídem. << [47] Ídem. << [48] New York Times, 9 de enero de 1909, pág. 32. << [49] «A Tribute to Moving Picture Shows», Moving Picture World, 3, 7 de marzo de 1908, pág. 181. << [50] El cambio de nombre a National Board of Review of Motion Pictures se realizó en 1915 para quitarle el estigma de «organismo censor». Por motivos de coherencia, en este libro se le llamará National Board of Review. << [51] Movie Picture World, 4, 26 de junio de 1909, pág. 867. << [52] Frederick C. Howe, «What to Do With the Motion Picture Show: Shall it Be Censored?», Outlook, 107, 20 de junto de 1914, págs. 412-16. << [53] De la Constitución de los Estados Unidos: «El Congreso no hará leyes […] para restringir la libertad de palabra, o de la prensa; o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente, y a solicitar al Gobierno que cambien los que pueda afectarlo» (N. del E.). << [54] W.P. Lawson, «The Standards of Censorship», Harper’s Weekly, 130,16 de enero de 1915, pág. 63. Véase también: Lawson, «How the Censor Works», Harper’s Weekly, 130,9 de enero de 1915, págs. 39-40; «Nat. Board of Censorship of Motion Pictures», Moving Picture World, 5,16 de oct. 1909, págs. 524—5. << [55] Feldman, National Censorship, pág. 31. << Board of [56] «Passed by the National Board of Review», Review of Reviews, 50, diciembre de 1914, págs. 730-1. Véase también: «Applying Standards to Motion Picture Films», Survey, 32, 27 de junio de 1914, págs. 337-8. << [57] W.P. Lawson, Censorship», pág. 63. << «Standars of [58] Ídem. Véase también: Bowser, Transformations of the Cinema, págs. 37—52. << [59] Robert Sklar, Movie Made America, pág. 31. << [60] Gregory D. Black, «Hollywood Censored», pág. 169. << [61] «Censorship of Motion Pictures», Yale Law Journal, 49, noviembre de 1939, pág. 88. Véase también: «Film Censorship: an Administrative Analysis», Columbia Law Review, 39,1939, págs. 1383-1405; Douglas Ayer, Roy E. Bater y Peter J. Herman, «Self-Censorship in the Movie Industry: An Historical Perspective on Law and Social Change», Wisconsin Law Review, 1970, págs. 791-838; Felix Bilgrey e Ira Levenson, «Censorship of Motion Pictures: Recent judicial Decisions and Legislative Action», New York Law Review, 1,1955, págs. 347-59. << [62] Jowett, «A Capacity for Evil», pág. 66. << [63] Mutual Film Corporation y, Ohio Industrial Commission, 236, U.S. 230, Tribunal Supremo, 1915, pág. 236. Como representantes de Mutual también actuaron Walter N. Seligsberg y Harold T. Clark. << [64] Ídem. pág. 238. << [65] Holmes era historiador, filósofo, y uno de los juristas más prestigiosos de los Estados Unidos; Hughes era, en ese momento, un jurista y político de gran renombre (N. del E.). << [66] Ídem. pág. 242. << [67] Ídem. pág. 230. << [68] Jowett, «A Capacity for Evil», pág. 68. << [69] «Are We Outlaws?», Moving Picture World, 1, 6 de marzo de 1915, pág. 1417. << [70] «Back of Our Footlights: The HalfForgotten Social Functions of the Drama», Survey, 34, 5 de junio de 1915, pág. 214. Collier escribió una serie dividida en ocho partes sobre el fallo del Tribunal Supremo, titulada «The Lantern Bearers». << [71] John Collier, «The Learned Judges and the Films», pág. 516. El sarcástico título sugiere lo que Collier opinaba del tema. Véase también: Jowett, «A Capacity for Evil», pig. 70. << [72] Industrial Workers of the World (JWW): Central sindical estadounidense de tendencia radical, por entonces opuesta a la más transigente American Federation of Labor (AFL). Prácticamente desapareció en los años veinte (N. del E.). << [73] W.P. Lawson, «Do You Believe in Censors?», Harper’s Weekly, 130, 23 de enero de 1915, pág. 88. << [*] Script doctor: profesional al que recurre el productor para mejorar los detalles o partes de un guión cinematográfico, en la pre-producción o durante el rodaje de un film (N. del E.). << [1] Frase cuyo sentido burlón se basa en su similitud fonética (en inglés) con el primer versículo del Salmo 23 de la Biblia (N. del E.). << [2] Xanadú: enorme y lujoso palacio del emperador mogol Kublai Khan en la segunda mitad del siglo XIII. Estos nombres fueron recordados en un famoso poema del inglés Samuel Taylor Coleridge (1816) y de aquí fueron citados en el film Citizen Kane (1940) (N. del E.). << [3] Ben Hall, Best Remaining Seats: The Story of the Golden Age of the Movie Palace, Nueva York, Bramhall, 1961, pág. 93. << [4] Idem, pág. 41. << [5] Ídem. pág. 39. << [6] Ídem. pág. 40. << [7] David Naylor, Great American Movie Theaters, Washington, D.C., Preservation Press. << [8] Hall, Best Remaining Seats, págs. 72-90. Véase también: Koszarski, An Evening’s Entertainment, págs. 7-61, para una maravillosa descripción de «cómo se iba al cine» en los años veinte. << [9] Kevin Brownlow y John Kobal, Hollywood: the Pioneers, Nueva York, Knopf 1979, pag 90. << [10] Las máquinas proyectoras de los cines podían cargar una película enrollada en una bobina de unos 300 metros; su proyección duraba alrededor de diez minutos. La exhibición de películas de mayor duración se hizo con dos proyectores funcionando sucesivamente (N. del E.). << [11] Koszarski, Evening’s Entertainment, pág. 72. << [12] Salón de juegos con máquinas que se hacían funcionar con una moneda (= penny). Desde la última década del siglo XIX, estos salones incluyeron aparatos con un visor a través del cual un cliente podía ver, individualmente, una escena filmada durante alrededor de un minuto (N. del E.). << [13] Naylor, Great American Movie Theaters, pág. 247. << [14] Los hunos fueron pastores y guerreros nómadas que invadieron despiadadamente Europa, desde el Volga hasta los Alpes, en los siglos IV y V. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) la propaganda anglofrancesa, y luego también la norteamericana, usó el término despectivamente, contra alemanes y austríacos (N. del E.). << [15] Para una historia del desarrollo de los estudios, véase: Gene Fernett, American Film Studios. El libro The Hollywood Story, de Joel Finler, es un tesoro de información. << [16] Joseph P. Kennedy fue un banquero y empresario multimillonario, de ascendencia irlandesa. Se vinculó a] cine en 1922, cuando compró un grupo productor-distribuidor-exhibidor y lo rebautizó Film Booking Office of America; después adquirió acciones de otras empresas cinematográficas hasta ser titular en 1927 de la Pathe Corporation. En 1928 vendió sus acciones a la RCA, que estaba consolidando la productora RKO. Kennedy fue luego embajador norteamericano en Gran Bretaña (193740); entre sus hijos hubo figuras muy notorias de la política estadounidense (John F., Robert y Edward Kennedy) (N. del E. ]. << [17] Anthony Slide, The American Film Industry: A Historical Dictionary, Nueva York, Limelight, 1986, pág. 358. << [18] La famosa Ley Volstead, aprobada en 1919 para limitar severamente la fabricación, circulación y venta de bebidas alcohólicas, más conocida como «Ley Seca». Refrendada por la mayoría de los Estados, se convirtió en la 18a Enmienda de la Constitución estadounidense. Su paradójico resultado fue el notable incremento de fabricantes y distribuidores clandestinos, organizados en bandas armadas, y vinculados a amplias redes de corrupción económica, política y policial. En 1933, en un rápido proceso, la «Ley Seca» fue derogada por la 21ª Enmienda (N. del E.). << [19] Estos últimos eran, entonces y después, escritores de primera importancia. Henry L. Mencken fue en la época un periodista, polemista, crítico y humorista, singularmente ácido y brillante. Las novelas realistas de Howells y las provincianas de StrattonPorter tuvieron su período de popularidad (N. del E.). << [20] Ephraim Katz, Encyclopaedia, Nueva Putnam, 1979, pág. 1182. << The Film York, G.P. [21] Robert Sklar, Movie Made America, pág. 100. << [22] Alexander Walker, The Celluloid Sacrifice: Aspects of Sex in the Movies, Nueva York, Hawthorn, 1967, pág. 29. << [23] Confundiendo «admirable» «admiral», almirante (N. del E.). << con [24] Photoplay, diciembre de 1919, págs. 72-3, en Anthony Slide, Selected Film Criticism, 1919-1920, pág. 169. << [25] «Male and Female» en Frank N. Magill (ed.), Magill’s Survey of Cinema: Silent Camera II, Englewood, (Nueva Jersey), Salem Press, 1982, pág. 691. << [26] Ídem. << [27] Lewis Jacobs, The Rise of the American Film, pág. 400 (en castellano: La azarosa historia del cine americano); Adolph Zukor con Dale Kramer, The Public Is Never Wrong, Nueva York, G.P. Putnam, 1953, págs. 202-3 (Edición en castellano: El público nunca se equivoca, Buenos Aires, La Isla, 1955). << [28] Phil Koury, Yes, Mr. DeMille, Nueva York, G.P. Putnam, 1959, págs. 198-9. << [29] Brownlow y Kobal, Hollywood: the Pioneers, pág. 120. << [30] Famoso espectáculo de coristas ligeras de ropa (N. del E.). << [31] New York Times, 11 de abril de 1921, pág. 9. << [32] Jacobs, Rise of the American Film, pág. 400. << [33] Feldman, The National Board of Censorship (Review) of Motion Pictures, 1909-1922, pág. 141. << [34] Jowett, Film: the Democratic Art, págs. 215-16. << [35] Koszarski, An Entertainment, pág. 205. << Evening’s [36] Ídem. pág. 257. << [37] Charles Feldman, The National Board of Censorship of Motion Pictures, 1909-22, pág. 191. << [38] Jowett, Film: the Democratic Art, pág. 159. << [39] Ídem. Véase también: Terry Ramsaye, A Million and One Nights, págs. 482-3; Benjamin B. << [40] La prensa de William Randolph Hearst fue especialmente virulenta en esta campaña acusatoria (N. del E.). << [41] El tercer juicio terminó descartando la culpabilidad de Arbuckle; el jurado lamentó expresamente el daño causado al actor, y recomendó la más amplia rehabilitación pública. Pero el efecto del escándalo fue más poderoso, y la propia Paramount, distribuidora de los films de Arbuckle, dejó de circularlos (N. del E.). << [42] El crimen de Taylor nunca pudo aclararse en sus móviles ni en sus eventuales implicados. La prensa hizo, sin embargo, sensacionalismo, insistiendo en presuntas y múltiples relaciones sexuales de Taylor con la popular y excelente actriz cómica Mabel Normand y con la ingenua romántica Mary Miles Minter; después se orientó a sospechas de homosexualismo, pero la carrera de Normand quedó arruinada. En cuanto a Wallace Reid, actor de gran valor de taquilla, fue tratado con morfina para aliviarle el dolor de una herida en una pierna. En lugar de un tratamiento curativo que lo hubiera tenido un tiempo alejado de ios estudios, se le siguió administrando morfina para calmarle los dolores sin dejar de trabajar, creando la adicción que al fin lo mató. Su viuda, la actriz Dorothy Davenport, encabezó luego varias iniciativas —y algunos films— de lucha contra las drogas (N. del E.). << [43] «The Hays Office», Fortune, 18, diciembre de 1938, págs. 68-70. Véase también: «Czar and Elder», New Yorker, 9,10 de junio de 1933, págs. 18-21; y Albert Shaw, «Will Hays: A Ten Year Record», págs. 30-1. Pese a que Will Hays fue el director de la MPPDA desde 1922 hasta su jubilación en 1945, se ha escrito muy poco sobre él o sobre su labor como zar de la industria. Por desgracia, el panegírico de Raymond Moley, The Hays Office, es la única fuente de que disponemos sobre esta figura misteriosa pero tremendamente importante para el desarrollo del cine. << [44] Boston Globe, 29 de octubre de 1922, pág. 1. Véase también: Variety, 3 de noviembre de 1922, pág. 47. << [45] Se refiere a la odisea de los separatistas anglicanos, no tolerados en Inglaterra, que se embarcaron en un largo viaje en el «Mayflower» hasta llegar en 1620 a la costa de Massachusetts, a un lugar que llamaron Plymouth. Fue el primer contingente de colonos llegado a Norteamérica. La historia tradicional los recuerda como los «Padres Peregrinos» (N. del E.). << [46] Una de las primeras batallas en la guerra de las colonias norteamericanas contra los soldados ingleses, en 1775 (N. del E.). << [47] Incidente en que unos sesenta colonos, disfrazados de indios, abordaron tres barcos ingleses en el muelle y echaron al mar su carga de té, como protesta contra los impuestos de importación establecidos por el Gobierno de Londres (diciembre de 1773) (N. del E.). << [48] Ídem. << [49] Moley, Hays Office, págs. 59-63. Will Hays, The Memoirs of Will H. Hays, pág. 431. << [50] Joy hizo carrera militar, de soldado a coronel, durante la participación norteamericana en la Primera Guerra Mundial. Después fue secretario ejecutivo de la Cruz Roja estadounidense, hasta que, creada la MPPDA en 1922, pasó allí a cargo de las relaciones públicas, y desde 1926 de la SRD (N. del E.). << [51] Gregory D. Black, «Hollywood Censored», pág. 170. << [52] Comisión de Educación del Congreso, Audiencias, Comisión Federal del Cine, C. de Rep. 4094 y C. de Rep. 6233, Congreso 69, 1ª Sesión, Washington, D.C., 1926. << [53] William M. Halsey, The Survival of American Innocence, pág. 107. << [54] Ídem. pág. 108. << [55] Ídem. pág. 111. << [56] Alusión a los modelos de conducta social moralmente muy estricta, promovidos por los grupos dirigentes de Inglaterra bajo el reinado de Victoria 1 (1837-1901) (N. del E.). << [57] Halsey, ídem, pág. 111. << [58] Ídem. << [59] Martin Quigley al padre Fitz George Dinneen, 26 de noviembre de 1929, Daniel Lord Papers, Province Archives, Saint Louis, Missouri (en adelante: LP). << [60] Daniel lord a Patrick Scanlan, 13 de agosto de 1936, caja 1, Martin Quigley Papers, Universidad de Georgetown (en adelante: QP). << [61] Quigley a Dinneen, 26 de noviembre de 1929, LP. << [62] Idem; Daniel Lord, Played By Ear, pag. 296. << [63] Joseph Breen al padre Wilfrid Parsons, caja C—8, Wilfrid Parsons Papers, Universidad de Georgetown (en adelante: PP). << [64] Lord, Played By Ear, pág. 289. << [65] En Queen’s Work, por ejemplo, escribió numerosas novelas por entregas con enérgicas lecciones morales. Véase: Clouds Over the Campus (1940) o Murder in the Sacristy (1940). << [66] Lord, Played By Ear, pág. 289. << [67] Idem, pág. 275. << [68] Ídem. << [69] Ídem. págs. 273-6, 283-91. << [70] Ídem. págs. 283-91. Para las opiniones de Lord sobre diversos temas, véase: Daniel Lord, Fashionable Sin: A Modern Discussion of an Unpopular Subject (1929), Speaking of Birth Control (1930) y Murder in the Classroom (1931), todos publicados por entregas en Queen’s Work. << [71] Lord a Quigley, 7 de diciembre de 1929, LP. << [72] Daniel E. Doran, «Mr. Breen Confronts the Dragons»; Walter Davenport, «Pure As the Driven Snow», Collier’s, 94, 24 de noviembre de 1934, págs. 10-11, 34-7; J.P. McEvoy, «The Back of Me Hand To You», Saturday Evening Post, 211, 24 de diciembre de 1938, págs. 8-9; Timothy Higgins, «No Man in Yes-Land». << [73] Breen al padre Wilfrid Parsons, 9 de septiembre de 1929, y 14 de enero de 1930, PP. << [74] Breen al padre Corrigan, 17 de octubre de 1930, caja 42, Will Hays Papers, Indiana State Historical Society, Indianápolis, Indiana (en adelante: HP). << [75] McEvoy, «Back of Me Hand», págs. 8-9; Elizabeth Yeaman, «The Catholic Movie Censorship», pág. 233. << [76] Los detalles de la polémica no pertenecen al ámbito de este capítulo. Quigley luchó durante veinte años para que se le reconociera su participación en el Código. En un momento dado, suavizó su enfrentamiento con Breen y pidió al director de la PCA una carta oficial que le atribuyera su autoría (véase: Breen a Quigley, 19 de junio de 1937, caja C—81, PP). El debate, que se exaltó todavía más cuando en 1955 se publicó la autobiografía de Lord, poco después de su muerte, sólo muestra las profundas desavenencias sobre la dirección del movimiento. En 1929, cuando las relaciones eran buenas y quizá estuvieran más claras, Quigley escribió a Lord: «Esta mañana he recibido su versión definitiva de nuestro Código». Sólo se añadieron pequeños cambios al documento aprobado por la industria. Es prácticamente seguro que Quigley aportó muchas ideas incorporadas al Código, pero el que lo escribió fue Lord. Véase: Quigley a Lord, 26 de noviembre de 1929, LP. << [77] Los Lord Papers incluyen varias versiones del Código y éste ha sido publicado en diversos libros sobre el cine. Para un excelente debate, véase: Jowett, Film: the Democratic Art, pp. 240-3,468-72. << [78] «Suggested Code to Govern the Production of Motion Pictures», n.d., LP. << [79] Stephen Vaughn, «Morality and Entertainment: The Origins of the Motion Picture Production Code» Journal of American History, 77, junio de 1990, págs. 39—45. El artículo de Vaughn es sin duda el análisis más completo sobre la adopción del Código por parte de la industria. << [80] Hays, Memoirs, pág. 440. << [81] C.C. Pettijohn a Quigley, 28 de noviembre de 1929, LP. << [82] Hays, Memoirs, pág. 440. << [83] Halsey, The Survival of American Innocence, págs. 107-111. << [84] «General principles to govern the preparation of a revised code of ethics for talking pictures», n.d., LP. En la copia del documento hallado entre los papeles de Lord está escrito «Irving Thalberg». No queda claro si Thalberg redactó el documento o si sólo lo presentó en la reunión. No existe ningún testimonio de la reunión, pero es evidente que los productores tenían una visión del cine y de su papel en la sociedad totalmente opuesta a la de Lord. << [85] Ídem. << [86] Ídem. << [87] Lord a Mundelein, 14 de febrero de 1930, LP. << [88] Para una descripción de las diversas reuniones, véase: Quigley a Lord, 3 y 10 de enero, y 17, 24 y 28 de febrero y 1 de marzo de 1930. LP; Lord a Mundelein, 14 de febrero de 1930, LP; Lord, Played By Ear, págs. 298-304; Hays, Memoirs, págs. 439-43. << [89] Variety, 19 de febrero de 1930, pág. 9. << [90] Lord a Quigley, n.d., y Quigley a Lord, 28 de febrero y 1 de marzo de 1930, LP. << [91] Quigley a Lord, 1 de marzo de 1930, LP. << [92] Quigley también tuvo un conflicto con Lord y, a partir de 1934, le provocaría gran amargura que se atribuyera a éste la redacción del Código. << [93] Comunicado de prensa, «La industria cinematográfica crea un nuevo Código requerido por el sonido», 1 de abril de 1930, caja 42, HP. << [94] «Virtue in Cans», Nation, 130, 16 de abril de 1930, pág. 441. << [95] Ídem. Outlook and Independent, 54, 16 de abril de 1930, pág. 612. << [1] Joy a McKenzie, 23 de julio de 1930, The Blue Angel, PCA. << [2] Memorándum interno, 13 de diciembre de 1930, The Blue Angel, PCA. << [3] Bergman, Andrew, We’re in the Money, pag. XXI. << [4] Janet Wasko, Movies and Money: Financing the American Film Industry, Norwood, Nueva Jersey, Ablex Publishing, 1982, pags. 47-90. << [5] Caseríos miserables. La denominación se burla del presidente Herbert Hoover; el crack de la Bolsa se produjo pocos meses después de empezar su mandato de cuatro años (1929-1933), pero Hoover siempre negó sus desastrosas consecuencias sociales (N. del E.). << [6] Los problemas planteados con la filmación de las obras de Tolstoi, Coward, Hemingway, Lewis y Faulkner mencionadas, están detallados en este libro. También An American Tragedy fue llevada al cine. Paramount acordó en 1930 con el director soviético Sergei Eisenstein (por entonces muy prestigioso y de visita en Hollywood) el proyecto de hacer un film sobre la novela de Dreiser. Pero la sólida adaptación escrita por Eisenstein, Ivor Montagu y Grigori Aleksandrov, fue rechazada La empresa encargó un nuevo trabajo a Josef von Sternberg; se limaron las implicancias sociales muy insistidas en la novela, y sobre todo, se atendió a las presiones de Will Hays para que se redujeran al mínimo las relaciones sexuales prematrimoniales y, muy especialmente, se suprimieran referencias a la posibilidad de abortos. Visto el film, Dreiser —que había estado de acuerdo con la adaptación hecha por Eisenstein— se enojó fuertemente con la Paramount (todo este proceso está contado en The AFI Catalog of Motion Pictures Produced in the United States, v. F3, Berkeley, University of California Press, 1984). Diecinueve años después, Paramount filmó en 1950 una segunda versión del tema (cambiando los nombres de los personajes); allí las recomendaciones de Hays parecían seguir vigentes (N. del E.). << [7] Robert Francis Martin, III, «Celluloid morality», pag. 121. << [8] Ephraim Katz, Encyclopedia, Nueva Putman, 1979, pag. 326. << The York, Film G.P. [9] Joy a Cecil B. DeMille, 14 de enero de 1930, Madam Satan, PCA. << [10] Joy a DeMille, 19 de septiembre de 1930, Madam Satan, PCA. << [11] Juego de palabras: «joy» = alegría (N. del E.). << [12] Joy a DeMille, ídem; DeMille a Joy, 1 de octubre de 1930, Madam Satan, PCA. << [13] Molly Haskell, From Reverence to Rape, pág. 111. << [14] Joy a Hays, 15 de diciembre de 1931, Possessed, PCA. << [15] Ídem. << [16] «Notas de la conferencia JoyThalberg», 21 de octubre de 1931, Possessed, PCA. << [17] Hays a Schenck, 24 de octubre de 1931, Possessed, PCA.tan horrible?», pregunta. Acto seguido, Crawford renuncia a la aventura. El público se vuelve, no contra Gable para exigirle una respuesta, sino contra los alborotadores que callan humillados. << [18] Sra. de Alonzo Richardson, del Atlanta Board of Review, a Hays, 8 de diciembre de 1931. << [19] Creighton Peet, «Possessed», Outlook and Independent, 159, 2 de diciembre de 1931, pág. 439. << [20] Memorándum de Alice Winter para los Archivos, mayo de 1931, caja 42, HO. << [21] Daniel Lord, «The Code-One Year Later», 23 de abril de 1931, caja 42, LP. << [22] Ídem. << [23] Ídem. << [24] Ídem. << [25] Lindbergh: aviador que a los 25 años fue de Nueva York a París sin escalas, en 1927. Jones: uno de los mayores golfistas de todos los tiempos, siempre amateur. Rockne: entrenador de fútbol norteamericano, con notables éxitos nacionales durante trece años consecutivos. Ruth: el más famoso bateador de béisbol. Smith: cuatro veces gobernador de Nueva York, hasta 1928 (N. del E.). << [26] Ídem. << [27] Joy a Wingate, 5 de febrero de 1931, little Caesar, PCA. << [28] Lord a Hays, 20 de febrero de 1933, LP. << [29] New York Times, 31 de diciembre de 1932, pág. 10. << [30] Harrison’s Reports, 7 de enero de 1933. << [31] Variety, 10 de enero de 1933, pág. 8. << [32] Jay R. Nash y Stanley R. Ross, The Motion Picture Guide, pág. 2914. << [33] Haskell From Reverence to Rape, pag. 324. << [34] Lord a Quigley, 30 de enero de 1933, LP. << [35] Variety, 6 de diciembre de 1932, pág. 14. << [36] Commonweal, 18, 21 de diciembre de 1932, pág. 215; Lord, Played by Ear, pág. 310. << [37] Alfred Cohen a Milliken y Christian F. Reiser a A.L. Selig, 5 de octubre de 1932, The Sign of the Cross, PCA. << [38] Quigley a Lord, 30 de enero de 1933, LP. << [39] Gerald B. Donnelly, «DeMille’s Roman Holiday», America, 48,17 de diciembre de 1932, págs. 257-9. << [40] Harrison’s Reports, 18 de febrero de 1933. << [41] Ídem. << [42] Joy a Harold Hurley, 5 de julio de 1932, The Sign of the Cross, PCA. << [43] Joy a Hurley, 16 de noviembre de 1932, ídem. << [44] Wingate a Hays, 18 de diciembre de 1932, ídem. << [45] Cecil B. DeMille [ed. Donald Hayne], The Autobiography of Cecil B. DeMille, Englewood Cliffs (Nueva Jersey). Prentice Hall, 1959, pág. 324. (Edición en castellano: Autobiografía, Barcelona, Argos, I960). << [46] DeMille a George Schaefer, 24 de enero de 1933, caja 143, Colección Cecil B. DeMille, Harold B. Lee Library, Universidad Brigham Young, Provo, Utah (en adelante: DM). << [47] Para cartas de aprobación, véase: George Schaefer al señor E.J. Sage, 14 de marzo de 1933, caja 143, DM. << [48] New York Times, 1 de diciembre de 1932, pág. 25. << [49] Harrison’s Reports, 17 de diciembre de 1932. Podría añadirse que, tras su acceso al control de la PCA, cuando se reestreno la película, Breen exigió que se eliminara la escena de la danza. Asimismo, la Legión de la Decencia exigió que se suprimiera la escena de Colbert en la bañera. Véase: The Sign of the Cross, PCA. << [50] Quigley a Hays, 4 de agosto de 1932, caja 44, HP. << [51] Martin Quigley, «Portents of Danger», Motion Picture Herald, 14 de mayo de 1932, pág. 3. << [52] Quigley a Hays, 4 de agosto de 1932, caja 44, HP. << [53] Breen a Parsons, 10 de octubre de 1932, caja 1, PP. << [54] Carl Milliken a Hays, 25 de junio de 1932, caja 44, HP. << [55] Columbia, 10, febrero de 1931, pág. 19. << [56] Catholic Action, 14, diciembre de 1932, pág. 20. << [57] Catholic Action, 15, septiembre de 1933, pág. 22. << [58] Leo Litzky, «Censorship of Motion Pictures in United Artists», pág. 65. << [59] Ave Maria, 35, 5 de marzo de 1932, pág. 307. << [60] Gerald B. Donnelly, S.J., «An Open Letter to Dr. Wingate», America, 48, 29 de octubre de 1932, págs. 84-6. << [61] Robert James Parish, The Paramount Pretties, New Rochelle (Nueva York), Arlington House, 1972, págs. 298-300. June Sochen, Mae West: She Who laughs, lasts, Chicago, Arlan Davidson, 1992. << [62] «Diamond Lil», New Republic, 55, 27 de junio de 1928, pág. 145. << [63] Joy a los Archivos, 11 de enero de 1930, y Hays a Joy, 22 de abril de 1930, She Done Him Wrong, PCA. << [64] Joy a los Archivos, 11 de enero de 1930, She Done Him Wrong, PCA. << [65] «Paramount», Fortune, 15,15 de marzo de 1937, págs. 194-6. << [66] Parish, The Paramount Pretties, pág. 302. << [67] McKenzie a los Archivos, 28 de noviembre de 1932, y Wingate a Harold Hurley, 29 de noviembre de 1932, She Done Him Wrong, PCA. << [68] Wingate a Hurley, 6 de diciembre de 1932, She Done Him Wrong, PCA. << [69] Wingate a Hays, 2 de diciembre de 1932, y Wingate a Hurley, 6 de diciembre de 1932, She Done Him Wrong, PCA. << [70] Variety, 14 de febrero de 1933, pág. 12. << [71] Wingate a Hurley, 11 de enero y 13 de febrero de 1933, She Done Him Wrong, PCA. << [72] Wingate a Hays, 13 de febrero de 1933, She Done Him Wrong, PCA. << [73] Hart a Wingate y Wingate a Hart, 3 de febrero de 1933, She Done Him Wrong, PCA. << [74] Hays a Wingate, 27 de febrero de 1933, She Done Him Wrong, PCA. << [75] Hart (Comisión de Cine de Nueva York) a Wingate, 3 de febrero de 1933; Wingate a Hart, 3 de febrero de 1933; Hays a Wingate, 27 de febrero de 1933, She Done Him Wrong, PCA Zukor aceptó suprimir casi toda la canción en las copias enviadas a las distribuidoras. << [76] Reimpreso en Slide, Anthony, Selected Film Criticism, 1931-1940, pág. 227. << [77] K.L. Russell a Hays, 20 de abril de 1933, caja 45, HP. << [78] Daily News de Nueva York, 11 de febrero de 1933 (en caja 45, HP); Julia Shawell, «Mae West Curves Herself a Career», Pictorial Review, febrero de 1934, pág. 7; «Confounding Censors», Motion Picture Herald, 19 de mayo de 1934, pág. 46. << [79] Lord a Hays, 20 de febrero de 1933, y Hays a Lord, 28 de febrero de 1933, LP. << [80] Wingate a Hays, 20 de septiembre de 1933, She Done Him Wrong, PCA. << [81] New York Times, 14 de octubre de 1933, pág. 18; Motion Picture Herald, 7 de octubre de 1933, pág. 38; Variety, 17 de octubre de 1933, pág. 19; Stark Young, «Angels and Ministers of Grace». << [82] Citado en K.L. Russell a flays, 17 de noviembre de 1933, caja 46, HP. << [83] Adolph Zukor con Dale Kramer, The Public is Never Wrong, Nueva York, G.P. Putnam, 1953, pág. 267. << [84] Hany Warner a Hays, 19 de octubre de 1932, She Done Him Wrong, PCA. << [85] Sidney Kent a Hays, 27 de febrero de 1932, She Done Him Wrong, PCA. << [1] Discurso citado en Carl Van Doren, Sinclair Lewis, Port Washington, Nueva York, Kennikat Press, 1933, pág. 8. << [2] Jonathan Green, The Encyclopaedia of Censorship, Nueva York, Facts on File, 1990, págs. 137—9. La Iglesia también publicó una «lista blanca», conocida oficialmente como el Informe Católico de Libros, de las obras que los católicos podían leer libremente. Para acceder a esta lista, el libro «debe ser merecedor de una inteligencia madura», no debe «ofender el sentido cristiano de la verdad y la decencia» y debe «poseer la impronta de la destreza literaria». La lista se publicaba cada tres meses. Para una muestra, véase: The New York Times, 20 de septiembre, 1932, pág. 20. << [3] Raphael M. Huber, Our Bishops Speak, Milwaukee. Bruce, 1952, pág. 199. << [4] New York Times, 20 de noviembre de 1932, pág. 30. << [5] Francis X. Talbot, S.J., «Smut», America, 48, 11 de febrero de 1933, págs. 460-1, y «More on Smut», ídem, 25 de febrero de 1933, págs. 500-1. Véase también: New York Times, 23 de febrero de 1933, pág. 15. Al año siguiente, el padre Talbot se convertiría en uno de los dirigentes del movimiento de la Liga de la Decencia. << [6] Literary Digest, 109, 25 de abril de 1931, pág. 23. << [7] Washington Post, 3 de septiembre de 1933, pág. 20. << [8] Emest Hemingway, A Farewell to Arms, pág. 327. << [9] Fred Herron a H.A. Banday, 2 de septiembre de 1930, A Farewell to Arms, PCA; All Quiet on the Western Front, PCA. << [10] Frank M. Laurence, Hemingway and the Movies, pág. 48. << [11] New York Times, 12 de octubre de 1932, pág. 25. << [12] Estuvo mucho tiempo vinculado a los círculos financieros y ejecutivos de la producción cinematográfica de Hollywood. Era hermano de Amadeo Peter Giannini, fundador y jerarca principal de la corporación bancaria (N. del E.). << [13] Trotti a los Archivos, 19 de julio de 1932, A Farewell to Arms, PCA. << [14] Ídem. << [15] Memorándum para los Archivos, 25 de noviembre de 1932, A Farewell to Arms, PCA. << [16] Memorándum para los Archivos, 7 de diciembre de 1932, A Farewell to Arms, PCA. << [17] Dinneen a Parsons, 2 de enero de 1932 [1933], caja 202/203, PP. Dinneen cometió un error muy habitual fechando la carta en 1932, cuando en realidad era 1933. << [18] Nation, 129,12 de octubre de 1929, pág. 231. << [19] Richard Maltby, «Baby Face or How Joe Breen Made Barbara Stanwyck Atone for Causing the Wall Street Crash», Screen, 27,1986, pags. 38—9. << [20] Breen a Hays, 2 de marzo de 1933, caja 45, HP. << [21] Harrison’s Reports, 4 de marzo de 1933. << [22] Raymond Moley, The Hays Office, pag. 78. << [23] Hays a Blank, 7 de marzo de 1933, LP. << [24] Moley, Hays Office, pág. 253. << [25] Ídem. Hays acudió a Hollywood para entregar el mensaje en persona en abril de 1933. << [26] Hackensack Recorder, 24 de febrero de 1933, caja 46, HP. << [27] Philadelphia Inquirer, 29 de enero de 1933, caja 46, HP. << [28] Gene D. Phillips, Fiction, Film and Faulkner, pág. 69. Véase también: E. Pauline Degenfelder, «The Four Faces of Temple Drake». << [29] Harrison’s Reports, 18 de marzo de 1933. Harrison publicó su correspondencia con la Paramount; el estudio repuso diciendo que Wingate había aprobado el proyecto. << [30] Hays a Wingate, 9 de febrero de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [31] Wingate a Hays, 3 de febrero de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [32] Phillips, Fiction, Faulkner, pigs. 69-74. << Film and [33] Breen a Wingate, 17 de marzo de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [34] Cohen a Hays, 24 de marzo de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [35] Irwin Esmond a Wingate, 14 de abril de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [36] Ídem. Véase también: Hays a Zukor, 28 de marzo de 1933, y Wingate a Bostford, 27 de marzo de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [37] Time, 21,15 de mayo de 1933, pág. 36. << [38] Ídem. << [39] Nation, 136, 2 de mayo de 1933, págs. 594—5. << [40] Citado en K.L. Russell a Hays, 23 de mayo de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [41] Syracuse Herald, 21 de mayo de 1933, caja 46, HP. << [42] Harrison’s Reports, 13 de mayo de 1933. << [43] Nation, 136, 24 de mayo de 1933, págs. 594—5. << [44] Citado en K.L. Russell a Hays, 23 de mayo de 1933, The Story of Temple Drake, PCA. << [45] New York Times, 7 de marzo de 1933, pág. 18. << [46] M.C. Dawson, «Sanctuary», Books, 29 de enero de 1933, pág. 1. << [47] Boston Transcript, 28 de enero de 1933, pág. 1. << [48] Saturday Review of Literature, 7,11 de febrero de 1933, pág. 143. << [49] Spectator, 147,3 de febrero de 1933, pág. 622. << [50] New York Evening Post, 28 de enero de 1933, pág. 7. << [51] New York Times, 17 de febrero de 1933, pág. 18. << [52] Catholic World, 36, febrero de 1933, pág. 622. << [53] Talbot, «More on Smut», págs. 500- 1. << [54] Mark Schorer, Sinclair Lewis: An American Life, Nueva York, McGraw Hill, 1961, pág. 578. << [55] Breen a Wingate, 5 de mayo de 1933, Ann Vickers, PCA. << [56] Ídem; Wingate a Meriam C. Cooper (RKO), 8 de mayo de 1933, Ann Vickers, PCA. << [57] Cooper a Wingate, 11 de mayo de 1933, Ann Vickers, PCA. << [58] Ídem. << [59] B.B. Kahane a Hays, 27 de junio de 1933, Ann Vickers, PCA. << [60] Ídem. << [61] Hays a Kahane, 5 de julio de 1933, Ann Vickers, PCA. << [62] Kahane a Hays, 10 de julio de 1933, Ann Vickers, PCA. << [63] Hays a Kahane, 31 de julio de 1933, LP. Se envió la carta a todos los directores de los estudios y Daniel Lord también recibió una copia. << [64] Wingate a Hays, 26 de agosto de 1933, Ann Vickers, PCA. << [1] Joy a Elmer T. Peterson, 26 de septiembre de 1930, LP. << [2] New York Times, 2 de enero de 1928, pág. 10. << [3] Fred Eastman, «Our Children and the Movies», Christian Century, 47, 22 de enero de 1930, pág. 110. << [4] Referencia a Huckleberry Finn, niño picaro y pobre, creado por Mark Twain en su novela The Adventures of Tom Sawyer (1876) (N. del E.). << [5] Alice Miller Mitchell, Children and the Movies, Chicago, University of Chicago Press, 1929. << [6] Sobre esa experiencia publicó en 1932 20.000 Years in Sing Sing, muy exitoso libro que de inmediato fue llevado al cine, volviéndose a filmar en 1939 (N. del E.). << [7] «Protests Against Gangster Films», 1931, caja 43, HP. << [8] Ídem. << [9] Variety, 21 de enero de 1931, pág. 5. << [10] John A. Sargent, «Self-Regulation», pág. 50. << [11] Variety, 5 de noviembre de 1930, pág. 23. << [12] Ídem, 4 de agosto de 1931, págs. 7, 21. << [13] John Baxter, The Gangster Film, Nueva York, A.S. Barnes, 1970, págs. 119-60. << [14] Pat McGilligan (ed.), Backstory I, pags. 56-9. << [15] Ídem. << [16] Thomas Schatz, The Genius of the System, pag. 137. << [17] Gerald Peary (ed.), Little Caesar, págs. 45-9. << [18] New York Times, 10 de enero de 1931, pág. 19. << [19] La Guardia fue durante trece años congresista republicano, y desde 1933 a 1945 alcalde de la ciudad de Nueva York, uno de cuyos principales aeropuertos lleva hoy su nombre (N. del E.). << [20] Creighton Peet, «Little Caesar», Outlook and independent, 157, 21 de enero de 1931, 113; Maurice McKenzie a Joy, 27 de enero de 1931, Little Caesar, PCA. << [21] Joy a McKenzie, 30 de enero de 1930, little Caesar, PCA. << [22] Entrevista de Lamar Trotti con James Wingate; Trotti a Hays, 14 de abril de 1931, caja 42, HP. << [23] Joy a Wingate, 5 de febrero de 1931, caja 42, HP. << [24] Joy a John Cooper, Comisión de Censura de Toronto, 21 de febrero de 1931, caja 42, HP; «Good and Bad Movies», Parent’s Magazine, 6, abril de 1931, pág. 48. << [25] Este incidente está basado en una historia real; un caballo mató a patadas a un gangster de Chicago, Samuel J. «Nails» Morton, y sus secuaces acudieron a la cuadra y le pagaron al caballo con la misma moneda. << [26] Ethan Mordden, The Hollywood Studios, pag. 233. << [27] Joy a Darryl Zanuck, 26 de enero de 1931, Public Enemy, PCA. << [28] Variety, 29 de abril de 1931, pág-12. << [29] National Board of Review Magazine, 6, mayo de 1931, págs. 9-10. << [30] Time, 17, 4 de mayo de 1931, pág. 44. << [31] «Good and Bad Movies», pág. 48. << [32] Trotti a Hays, 13 de abril de 1931, caja 42, HP. << [33] Ídem. << [34] Creighton Peet, «The New Movies», Outlook and Independent, 158, 20 de mayo de 1931, pág 90. << [35] Variety, 28 de enero de 1931, pág. 16. << [36] August Vollmer a Hays, 20 de abril de 1931, caja 42, HP. << [37] Ídem. << [38] Daniel Lord, «The Code: One Year Later», 23 de abril de 1931, LP. << [39] Harrison’s Reports, 23 de abril de 1932. << [40] New York Times, 13 de marzo de 1932, VIII, pág. 4. << [41] Ben Hecht, A Child of the Century, Nueva York, Simon & Schuster, 1954, pág. 486. << [42] William MacAdams, Ben Hecht: The Man Behind the Legend, Nueva York, Scribner’s, 1988, pág. 125. << [43] Gerald Mast, Howard Hawks, Storyteller, Nueva York, Oxford University Press, 1982, pág. 74. << [44] Ídem. << [45] Por desgracia, en los Archivos de la PCA de la Library Academy falta la carpeta correspondiente a Scarface. Para una excelente descripción de la historia de la producción de la película, véase: Jay R. Nash y Stanley R. Ross, The Motion Picture Guide, págs. 275963, y Mast, Howard Hawks págs. 71106. << [46] Joseph McBride, Hawks on Hawks, Berkeley, University of California Press, 1982, págs. 43-52 (traducción castellana, ed. Akal, Madrid, 1988). << [47] Mast, Howard Hawks, pág. 75. << [48] Ídem, pág. 73. << [49] New York Times, 27 de junio de 1931, pág. 16. << [50] Commonweal, 14,10 de junio de 1931, pág. 143. << [51] MacAdams, Ben Hecht, págs. 131-2. << [52] Tony Thomas, Howard Hughes in Hollywood, pág. 75. << [53] «Ten Years of Will Hays», Harrison’s Reports. 18 de junio de 1932. << [54] Christian Century, 49, 13 de julio de 1932, caja 44, HP. << [55] Ídem. << [56] Martin Quigley, «Hughes and Censorship», Motion Picture Herald, 28 de mayo de 1932, pág. 17. << [57] Philadelphia Public Ledger, 13 de julio de 1932, caja 44, HP. << [58] National Board of Review Magazine, 7, marzo de 1932, 10—11. << [59] Time, 19, 18 de abril de 1932, 17. << [60] Motion Picture Herald, 28 de mayo de 1932, pág. 87. << [61] Robert E. Burns, I Am a Fugitive from a Georgia Chain Gang!, Cutchogue (Nueva York), Buccaneer Books, 1990. << [62] Chain gang: cuadrilla de presos unidos por laigas cadenas enhebradas a argollas en sus tobillos (N. del E.). << [63] Howard J. Green, I Am a Fugitive from a Georgia Chain Gang, págs. 1319. Para más información sobre la película, véase: Andrew Bergman, We’re in the Money, págs. 93-6; Nick Roddick, A New Deal in Entertainment, págs. 123-6; Russell Campbell, «I Am a Fugitive from a Chain Gang»; Peter Roffman y Jim Purdy, The Hollywood Social Problem Film, págs. 25-9; John Raebum, «History and Fate in I Am a Fugitive from a Chain Gang». << [64] Joy a Hays, 1 de abril de 1931, I Am a Fugitive from a Chain Gang, PCA. << [65] Joy a Selznick, 31 de mayo de 1931, Hell’s Highway, PCA. << [66] Ídem. << [67] Trotti a los Archivos, 2 de junio de 1932, Hell’s Highway, PCA. << [68] Joy a Hays, 4 de junio de 1932, Hell’s Highway, PCA. << [69] Joy a Thalberg, 26 de febrero de 1932, I Am a Fugitive from a Chain Gang, PCA. << [70] Joy a Zanuck, 27 de julio de 1932, I Am a Fugitive from a Chain Gang, PCA. << [71] Schatz, Genius of the System, pág. 145. << [72] Joy a Albert Howson (Warners), 17 de octubre de 1932, I Am a Fugitive from a Chain Gang, Archivo de la PCA. << [73] Schatz, Genius of the System, pág. 148. << [74] Harrison’s Reports, noviembre de 1932. << 19 de [75] Ídem; Green, I Am a Fugitive from a Chain Gang, pág. 41. << [76] Joy a Albert Howson (Warners), 17 de octubre de 1932, I Am a Fugitive from a Chain Gang, Archivo de la PCA. << [77] La descripción de la película más completa es la realizada por Roben McConnell, «The Genesis and Ideology of Gabriel Over the White House», aunque, por desgracia, McConnell no pudo acceder a los archivos de la PCA. Véase también: Bosley Crowther, Hollywood Rajah: The Life and Times of Louis B. Mayer, Nueva York, Holt, I960, págs. 178-80; Roffman y Purdy, The Hollywood Social Problem Film, págs. 68-73; y Bergman, We’re in the Money, págs. 115-20. << [78] A. Cunningham, «Synopsis», 29 de diciembre de 1932, Gabriel Oner the White House, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [79] Wingate a Thalberg, 8 de febrero de 1933, Gabriel Over the White House, PCA. << [80] Gabriel Over the White House, 4 de febrero de 1933, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [81] Ídem. << [82] Ídem. << [83] Wingate a Thalberg, 15 de febrero de 1933, y Wingate a Louis B. Mayer, 16 de febrero de 1933, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [84] Wingate a Hays, 30 de enero de 1933, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [85] Fred L. Herron a McKenzie, 27 de febrero de 1933, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [86] Hays a Mayer, 16 de febrero de 1933; Hays a Wingate, 16 de febrero de 1933; Fred W. Beetson a Wingate, 17 de febrero de 1933; McKenzie a Wingate, 20 de febrero de 1933; y Wingate a Hays, 23 de febrero de 1933, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [87] Citado en McConnell, «Genesis and Ideology of Gabriel», pág. 9. << [88] Breen a Lord, 18 de marzo de 1933, LP; Raymond Moley, The Hays Office, pag. 78. << [89] Hays a Wingate, 11 de marzo de 1933, Gabriel Over the White House, PCA. << [90] Ídem. << [91] Ídem. << [92] Las copias de la conversación telefónica y los detalles de los cortes exigidos también se encuentran en Hays a Wingate, 11 de marzo de 1933, Archivo de Guiones de la MGM, USC. << [93] Wingate a Thalberg, 30 de marzo de 1933, y Wingate a Hays, 31 de marzo de 1933, Gabriel Over the White House, PCA. << [94] «Fascism over Hollywood», Nation, 136, 26 de abril de 1933, págs. 482-3; Lippmann citado en «A President After Hollywood’s Heart», Literary Digest, 115, 22 de abril de 1933, pág. 13. << [1] Jack Warner a Irving Berlin y Hal Wallis, This Is the Army, Archivo de Guiones de la Warner Bros., USC. << [2] Con más de dos décadas de militancia activa en el Partido Demócrata, FDR había sido electo (1928) y reelecto (1930) como gobernador del Estado de Nueva York (N. del E.). << [3] Los documentos de Lord contienen numerosas cartas de la Oficina Hays y de los estudios. Lord fue quien proporcionó el material para poder seguir en el bando de Hays. << [4] Lord a Quigley, 16 de mayo de 1933, LP. << [5] Hays a Lord, 18 de marzo de 1933, LP. << [6] Breen a Lord, 18 de marzo de 1933, LP. << [7] Quigley a Lord, 17 de mayo de 1933, LP. << [8] Lord a Hays, 25 de marzo de 1933, LP. << [9] Lord a Breen, 22 de mayo de 1933, LP. << [10] Lord a Hays, 25 de marzo de 1933, LP. << [11] Robert Sklar, Movie Made America, pág. 34. << [12] Henry James Forman, Our Movie Made Children, pags. 196-213. << [13] Arthur Kellogg, «Minds Made by the Movies», Survey Graphic, 22, mayo de 1933, pag. 248. << [14] Ídem. << [15] Ídem. << [16] Ídem. pág. 245. << [17] Ídem. pág. 250. << [18] Fred Eastman, «Your Child and the Movies», Christian Century, 50, 3 de mayo de 1933, págs. 591-3, y números posteriores; New York Times, 7 de mayo de 1933, pág. 15; «How Movies Educate», Nation, 137, 9 de agosto de 1933, págs. 145-6; James Rorty, «How the Movies Harm Children», Parent’s Magazine, 8, agosto de 1933, págs. 1819; School and Society, 39, 24 de febrero de 1934, pág. 240. << [19] Citados en MPPDA, «Authoritative Statement Concerning the Screen and Behavior», diciembre de 1934, caja 47, HP. << [20] Se tardarían otros cuatro años en publicar Are We Movie Made?, de Raymond Moley. << [21] Sobre el Código cinematográfico de la NRA, véase: Louis Nizer, New Courts of Industry. << [22] Quigley a Breen, 15 de agosto de 1933, adjunta a la de Breen a Lord, 21 de agosto de 1933, LP. << [23] Cantwell a McNicholas, 17 de julio de 1933, LP. Para una excelente descripción del papel desempeñado por Cantwell en la Legión, véase: Francis J. Weber, «John J. Cantwell and the Legion of Decency». << [24] Es necesario señalar que Breen trabajaba para Hays mientras conspiraba con ios obispos y con Quigley para obligar a la industria a aceptar una autocensura más severa. << [25] Cantwell a McNicholas, 14 de agosto de 1933, Conferencia Nacional de Obispos Católicos-Comisión Cinematográfica Episcopaliana (en adelante, NCCB-ECMP). << [26] Quigley a Breen, 15 de agosto de 1933, LP. << [27] Ídem. << [28] Cantwell a Scott, 14 de julio de 1933, NCCB-ECMP. << [29] Cantwell a John J. Burke, Conferencia del Bienestar Católico, 20 de septiembre de 1933, NCCB-ECMP. << [30] Breen a Quigley, 4 de agosto de 1933, LP. << [31] Ídem. << [32] Idem. << [33] Ídem. Al día siguiente Schenck convocó una reunión a puerta cerrada con los jefes de los estudios y volvió a instarles a que lucharan contra semejante presión. << [34] Ídem. << [35] Dinneen a Parsons, 11 de agosto de 1933, caja 1, PP. << [36] Quigley a Breen, 15 de agosto de 1933, LP. << [37] Ídem, y Parsons a Dinneen, 14 de agosto de 1933, PP. << [38] New York Times, 13 de septiembre de 1933, pág. 26. << [39] Motion Picture Herald, 18 de agosto de 1934, págs. 10-13. << [40] Motion Picture Herald, 17 de febrero de 1934, pág. 10. << [41] America, 50,16 de diciembre de 1933, pág. 242. << [42] Quigley a McNicholas, 4 de octubre de 1933, NCCP-ECMP. << [43] Cantwell resumió un artículo que debía publicarse con su nombre en el número de febrero de Ecclesiastical Review, una publicación dirigida a los sacerdotes católicos. Breen le escribió el artículo y también participó Daniel Lord. Véase: John Cantwell, D.D., «Priests and the Motion Picture Industry». Véase también las actas de las reuniones anuales de los obispos de Estados Unidos, 1919-1935, NCCB. << [44] Cantwell, «Priests and the Motion Picture Industry», págs. 136-46. << [45] Ídem, pág. 138. Éste es el clásico estilo de Breen. << [46] Actas de la Jerarquía Americana, 15 de noviembre de 1933, NCCB. Cantwell no quiso presidir porque creyó que la comunidad de Hollywood lo sometería a demasiadas presiones. McNicholas fue una elección acertada, por hallarse lejos de las dos costas. << [47] Gerard B. Donnelly, S.K., «The Bishops Rise Against Hollywood», America, 51, 26 de mayo de 1934, citado en pág. 152. << [48] Buffalo Times, 23 de mayo de 1934, en caja 47, HP. << [49] Gerard B. Donnelly, S.J., «Catholic Standards for Motion Pictures», pág. 443. << [50] Extension Magazine, 29, noviembre de 1934, pág. 27. << [51] Donnelly, «The Bishops Against Hollywood», pag. 152. << Rise [52] «Hollywood Treats Own Code As “Scrap of Paper” in Great Public betrayal», Queen’s Work, junio de 1934, pags. 1-3. << [53] Daniel Lord, The Motion Pictures Betray America (Saint Louis, Queen’s Work, 1934). << [54] Carta pastoral del cardenal Denis Dougherty, 25 de mayo de 1934, reimpresa en John T. McNicholas, «Pastorals and Statements by Members of the American Hierarchy on the Legion of Decency», pag. 285. << [55] Ídem, pág. 284. << [56] Ídem. << [57] Breen a Parsons, 10 de octubre de 1932, caja C-9, PP. << [58] Breen a Quigley, 4 de agosto de 1933, LP. No consta ninguna protesta de Quigley o Lord, quienes recibían con regularidad las copias de las cartas de Breen sobre el cine. << [59] Breen a Quigley, 1 de mayo de 1932, caja 1, QP. << [60] Breen a Dinneen, 1 de abril de 1934, caja 1, QP. << [61] Breen a Dinneen, 30 de marzo de 1934, caja 1, QP. << [62] Breen a lord, 23 de mayo de 1934, LP. << [63] Breen a Lord, 22 de mayo de 1934, LP. << [64] Breen a McNicholas, 22 de mayo de 1934, NCCB-ECMP. << [65] Timothy Higgins, «No-Man in YesLand». << [66] Daniel E. Doran, «Mr. Breen Confronts the Dragons». << [67] Brian Boru, conquistador, rey supremo de Irlanda desde 1002, derrotó a los invasores vikingos en Clontarf (1014) (N. del E.). << [68] J.P. McEvoy, «The Back of Me Hand to You», Saturday Evening Post, 211, 24 de diciembre de 1941, pág. 8. << [69] Donnelly a Parsons, invierno de 1936, caja C—10, PP. << [70] Walter Davenport, «Pure As the Driven Show», Collier’s, 94, 24 de noviembre de 1934, pág. 10. << [71] Jack Vizzard, See No Evil, pág. 103. << [72] Ídem. pág. 83. << [73] El Motion Picture Herald, de Quigley, publicaba breve y regularmente las reacciones de los propietarios y gerentes de las salas de cine locales, con la intención de informar a los exhibidores de las pequeñas ciudades sobre el funcionamiento de las películas en mercados con las mismas características que los suyos. Pese a que estos propietarios manifestaron quejas sobre el exceso de sexo en el cine, todos alabaron a Mae West porque ofrecía un buen espectáculo y una recaudación aún mejor. Los reformadores que se oponían a la contratación en bloque creían que si los propietarios locales se liberaban de esta practica, se resolverían los problemas, pero no hay pruebas de que algo así habría perjudicado las películas de Mae West. Cabe señalar que estas evaluaciones se llevaron a cabo en el momento en que el movimiento de la legión de la Decencia se hallaba en pleno auge y revelan los motivos por los que Quigley temía que se estrenara una película no censurada de Mae West durante la campaña. Véase: Motion Picture Herald, 29 julio de 1933, pág. 55; 20 de enero de 1934, pág. 67; 24 de febrero de 1934, pág. 52; y 17 de marzo de 1934, pág. 56. << [74] James Rorty, «It Ain’t No Sin», Nation, 139,1 de agosto de 1934, págs. 124-7. << [75] Breen a Bostford, 23 de febrero de 1934; Breen a los Archivos, 6 de marzo de 1934; Breen a Botsford, 7 de marzo de 1934, Belle of the Nineties, PCA. << [76] Breen a Hays, 2 de junio de 1934; Breen a John Hammond, 2 de junio de 1934; Breen a Zukor, 4 de junio de 1934, Belle of the Nineties, PCA. << [77] Variety, 3 de octubre de 1933, pág1. La Paramount ordenó que en el anuncio publicitario la frase «Ven a verme» aludiera a una «invitación a tomar el té». << [78] Conferencia interna en la Paramount, 6 de junio de 1934, Belle of the Nineties, PCA. << [79] Breen a Hammell, 6 de junio de 1934, Belle of the Nineties, PCA. << [80] Breen a Jack Warner, 13 de marco de 1934, Madame du Barry, PCA. << [81] Breen a los Archivos, 14 de marzo de 1934; Breen a Warner, 15 de marzo de 1934, Madame du Barry, PCA. << [82] Breen a los Archivos, 14 de marzo de 1934. << [83] Hays a Albert Warner, 28 de marzo de 1934; memorándum interno de Hays a los Archivos, 3 de abril de 1934, Madame du Barry, PCA. << [84] H.J. McCord a Breen, 5 de mayo de 1934, Madame du Barry, PCA. << [85] Albert Howson a Hays, 25 de septiembre de 1934, Madame du Barry, PCA. << [86] New York Times, 25 de octubre de 1934, pág. 26; Variety, 30 de octubre de 1934, pág. 16. << [87] Breen a Hays, 8 de marzo de 1934, Merry Wives of Reno, PCA. << [88] Breen a los Archivos, 10 de febrero de 1934; Breen a Perman, 7 de junio de 1934,Of Human Bondage, PCA. << [89] Breen a Hays, 19 de mayo de 1934, Of Human Bondage, PCA. << [90] Breen a McNicholas, 22 de marzo de 1934, NCCB-ECMP. << [91] Quigley a McNicholas, 20 de marzo de 1934, caja C—76, PP. << [92] El canónigo William Sheafe Chase a McNicholas, 21 de febrero de 1934; McNicholas a Chase, 22 de marzo de 1934; McNicholas a Boyle, 11 de mayo de 1934, NCCB-ECMP. << [93] McNicholas a Quigley, 25 de marzo de 1934, NCCB-ECMP. << [94] Quigley a McNicholas, 29 de mayo de 1934, NCCB-ECMP. << [95] Ídem. << [96] «Notes-The Motion Picture», sin fecha, Archivos Históricos de la Cancillería, Archidiócesis de Cincinnati, Cincinnati, Ohio (en adelante, AAC). McNicholas a Breen, 15 de mayo de 1934, NCCB-ECMP. En la carta, McNicholas dice que «Quigley preparó» los memorándums enviados a los obispos. << [97] Dinneen a McNicholas, 2 de junio de 1934, NCCB-ECMP. << [98] Ídem. << [99] Ídem. << [100] Cantwell a McNicholas, 8 de junio de 1934, NCCB-ECMP; véase también: Dinneen a McNicholas, 9 de junio de 1934, NCCB-ECMP. Dinneen advirtió a McNicholas que Hays era «un chanchullero» que intentaría desbaratar la campaña católica. << [101] Quigley a McNicholas, 29 de mayo de 1934, NCCB-ECMP. << [102] Hays a McNicholas, 9 de octubre de 1934, NCCB-ECMP. << [103] Juego de palabras en inglés: «famous or infamous» (N. del E.). << [104] Hays a McNicholas, 9 de octubre de 1934, NCCB-ECMP. << [105] Quigley a McNicholas, 12 de junio de 1934, NCCB-ECMP. << [106] Ídem. << [107] Quigley a McNicholas, 6 de junio de 1934, NCCB-ECMP. << [108] Comunicado de prensa, 21 de junio de 1934, caja 47, HP. << [109] Comunicado de prensa, 22 de junio de 1934, caja 47, HP. << [110] Dinneen a Lord, 27 de junio de 1934, LP. << [111] Harrison’s Reports, 21 de julio de 1934; Quigley a McNicholas, 20 de agosto de 1934, NCCB-ECMP. << [112] Quigley a Lord, 31 de julio de 1934, QP. << [113] Martin Quigley, «The Decency Campaign - Inside and Out», Motion Picture Herald, 21 de julio de 1934, pags. 9-11. << [114] Quigley a McNicholas, 20 de agosto de 1934, NCCB-ECMP. << [115] Quigley a Lord, 31 de julio de 1934, QP. << [116] Ídem. << [117] Lord a Quigley, 6 de agosto de 1934, QP. << [118] Ídem. << [119] Quigley al cardenal O’Connell, 1 de agosto de 1934, QP. << [120] Padre M.J. Athem a Parsons, 18 de agosto de 1934, WP. << [121] Devlin a Cantwell, 28 de julio de 1934, Archivos de la Archidiócesis de Los Ángeles (en adelante, AALA). << [122] McNicholas a Boyle, 12 de agosto de 1934, NCCB-ECMP. << [123] «Decency: the Second Phase», America, 51, 25 de agosto de 1934, pág. 439. << [124] Memorándum interno para los Archivos, 13 de julio de 1934, Belle of tbe Nineties, PCA. Durante esta polémica, la Paramount solicitó, y la PCA aceptó que no se hicieran públicos los detalles sobre los cambios realizados en la película. << [125] Wilkinson a J.J. McCarthy (Oficina Hays), 4 de agosto de 1934, QP. << [126] Ídem. << [127] Wilkinson a McCarthy, 14 de agosto de 1934, caja 47, QP. << [128] Wilkinson a McCarthy, 18,12,17 y 25 de agosto de 1934, QP. << [129] Wilkinson a McCarthy, 29 de agosto y 4 de septiembre de 1934, QP. << [130] Wilkinson a McCarthy, 11,12 y 13 de septiembre de 1934, QP. << [131] Wilkinson a McCarthy, 4 de septiembre de 1934, QP. El Birmingham Netos inició una campaña en contra de la Legión poco después de la visita de Wilkinson. Véase: Birmingham News, 16 de septiembre de 1934 (en caja 47, HP). << [132] Wilkinson a McCarthy, 6 de septiembre de 1934, QP. << [133] Quigley recibió copias de los informes de Wilkinson. << [134] Portland Oregonian, 16 de septiembre de 1934 (en caja 47, HP). << [135] New York Herald-Tribune, 15 de julio de 1934 (en caja 47, HP). << [136] Brooklyn Eagle, 20 de septiembre de 1934 (en caja 47, HP). << [137] Boston Herald, 6 de septiembre de 1934 (en caja 47, HP). << [138] F.W. Allport a Hays, 14 de septiembre de 1934, caja 110, HP. << [139] F.W. Allport a Hays, 22 de septiembre de 1934, caja 110, HP. << [140] Quigley a McNicholas, 31 de diciembre de 1954, NCCB-ECMP. Quigley le dijo a McNicholas que Hays le pagó los «gastos […] incurridos, directa o indirectamente, en el interés de la Legión de la Decencia». << [141] Motion Picture Herald, 18 de agosto de 1934, pág. 13. << [1] Jack Vizzard, See No Evil, pág. 29. << [2] Ídem. << [3] Literary Digest, 188,27 de octubre de 1934, pág. 34; Anthony Slide, Selected Film Criticism, 1 931-1940, pág. 51. << [4] Breen a Mayer, 29 de marzo de 1934; memorandum sobre la conferencia de la MGM, 11 de agosto de 1934; Breen a Mayer, 25 de septiembre de 1934, The Merry Widow, PCA. << [5] Quigley a Breen, 12 de octubre de 1934, caja D-205, PP; memorándum de WWH (William Hays), 1 de noviembre de 1934, caja 47, HP. << [6] Quigley a Breen, 12 de octubre de 1934, caja D-2G5-PP. << [7] Memorándum de WWH (William Hays), 1 de noviembre de 1934, caja 47, HP. << [8] Breen a Hays, 22 de octubre de 1934, The Merry Widow, PCA. << [9] Thalberg a Hays, 26 de octubre de 1934, ídem; memorándum de WWH (William Hays), 1 de noviembre de 1934, caja 47, HP. << [10] Quigley al cardenal O’Connell, 19 de diciembre de 1934, QP. << [11] Reverendo Edward Roberts Moore a McNicholas, 27 de diciembre de 1934, NCCB-ECMP. << [12] A. Scott Berg, Golduyn, pág. 235. << [13] «Summary of Zola novel», 1 de marzo de 1932, Nana, PCA. << [14] Ídem. << [15] Otis Ferguson, «Stars and Garters», New Republic, 80, 29 de octubre de 1934, pág. 310. << [16] Berg, Goldwyn, pág. 238. << [17] Por «Take your money and get out»: Coge tu dinero y lárgate (N. del E.). << [18] «Sam Goldwyn, Anna Sten and Nana», Harrison’s Reporls, 10 de febrero de 1934. << [19] «Folly»: capricho o locura, y también alusión al proyecto de Samuel Goldwyn de hacer —como otras productoras— su propia serie de films musicales, bajo el título The Goldwyn Follies, seguramente inspirado en los famosos espectáculos de Florenz Ziegfeld. Goldwyn anunció ese proyecto desde 1932; sólo concretó un único film en 1938 (N. del E.). << [20] Breen a Warner, 2 de febrero de 1937, Life of Emile Zola, PCA. << [21] Ver la nómina bajo We Live Again en la Filmografía final (N. del E.). << [22] Berg, Goldwyn, pag. 240. << [23] James Curtis, Between Flops: A Biography of Preston Sturges, Nueva York, Limelight, 1982, pag. 95. << [24] Berg, Goldwyn, pag. 241. << [25] Vincent Hart a Breen, 2 de octubre de 1934, We Live Again, PCA. << [26] Breen a Hays, 8 de octubre de 1934, ídem. << [27] New York Times, 2 de noviembre de 1934, pág. 29. << [28] Harrison’s Reports, 20 de octubre de 1934. << [29] Literary Digest, 17 de noviembre de 1934, pág. 33. << [30] Wingate a Breen, 24 de octubre de 1934, We Live Again, PCA. << [31] Time, 26, 9 de septiembre de 1935, pag 46. << [32] Raymond Moley, The Hays Office, pag. 101. << [33] Ídem. << [34] Rudy Behlmer (ed.), Memo from Dauid 0. Selznick, Nueva York, Viking, 1972, pag. 78. << [35] Ídem. << [36] Informe anual de la PCA para 1934, 15 de febrero de 1935, PCA. << [37] Breen a Mayer, 25 de septiembre de 1934, Anna Karenina, PCA. Para un análisis del papel desempeñado por Breen, véase también: Lea Jacobs, The Wages of Sin, págs. 116-131. << [38] Behlmer, Memo from David O. Selznick, pág. 79. << [39] Ídem. << [40] Ídem. << [41] Breen a Mayer, 21 de diciembre de 1934 y 3 de enero de 1935, Anna Karenina, PCA. << [42] Breen a Hays, 3 de enero de 1935, Anna Karenina, PCA. << [43] Breen a Mayer, 5 de marzo de 1935, Anna Karenina, PCA. << [44] Selznick a Breen, 7 de marzo de 1935, Anna Karenina, PCA. << [45] Ídem. << [46] Ídem. << [47] Ídem. << [48] Breen a Mayer, 12 de marzo de 1935, y Breen a Hays, 28 de julio de 1935, Anna Karenina, PCA. << [49] John Devlin al obispo Cantwell, 17 de diciembre de 1934, NCCB-F.CMP. << [50] Quigley a McNicholas, 5 de enero de 1935, NCCB-ECMP. << [51] Juego de palabras: «bishop»: «obispo» o «alfil» [N. de la T.]. << [52] Gerald B. Donnelly a Parsons, sin fecha, caja 1, PP. << [53] Ídem. << [54] Cantwell a 1935; Quigley enero de 1935, Quigley, 22 de PP. Breen, 16 de enero de a McNicholas, 18 de NCCB-ECMP; Breen a enero de 1935, caja 1, << [55] Breen a Quigley, 22 de enero de 1935, caja 1, PP. << [56] Quigley a Parsons, 3 de marzo de 1935, caja 1, PP. << [57] Ídem. << [58] Breen a Hays, Informe anual de la PCA para 1935,11 de marzo de 1936, PCA. << [59] Ídem. << [60] Ídem. << [61] Harrison’s Reports, 7 de septiembre de 1935, pág. 143. << [62] Nation, 141, 2 de octubre de 1935, pág. 141. << [63] New York Times, 31 de agosto de 1935, pág. 28. << [64] John Russell Taylor, The Pleasure Dome, pág. 26. << [65] Time, 26, 9 de septiembre de 1935, pág. 47. << [66] Slide, Selected Film Criticism, 1931-1940, págs. 12-13. << [67] Our Sunday Visitor, 11 de octubre de 1935, pág. 7. << [68] Ídem. << [69] Breen a Devlin, 15 de noviembre de 1935, caja 57, AMA. << [70] Breen a J. Miller (Exhibitors Association of Chicago), 15 de noviembre de 1935, caja 57, MIA. << [71] John Devlin, «The Motion Picture Industry and the Legion of Decency», 11 de octubre de 1935, NCCB-ECMP. << [72] Ídem. << [73] Ídem. << [74] Harrison’s Reports, 16 de marzo de 1935, pág. 53. << [75] Ídem. << [76] Sra. de Ralph E. Oesper (Cincinnati Better Motion Picture Council) a Breen, 12 de marzo de 1935, Barbary Coast, PCA. << [77] Hays a los Archivos, 20 de junio de 1934, Barbary Coast, PCA. << [78] Breen a Hays, 5 de febrero de 1935, Barbary Coast, PCA. << [79] Jeffrey Brown Martin, Ben Hecht: Hollywood Screen Writer, University Of Michigan Press, 1985, pág. 94. << [80] Breen a Goldwyn, 27 de agosto de 1934, Barbary Coast, PCA. << [81] Breen a Goldwyn, 12 de febrero de 1935, Barbary Coast, PCA. << [82] Breen a Hays, 31 de agosto de 1935, Barbary Coast, PCA. << [83] Las «Goldwyn Girls» eran las integrantes de los conjuntos de baile en las películas de Samuel Goldwyn con números musicales (N. del E.). << [84] William MacAdams, Ben Hecht: The Man Behind the Legend, Nueva York, Scribner’s, 1988, pág. 178. << [85] Time, 26,21 de octubre de 1935, pág. 45. << [86] New York Times, 14 de octubre de 1935, pág. 21. << [87] Scholastic, 27,2 de noviembre de 1935, pág. 28. << [88] Harrison’s Reports, 19 de octubre de 1935, pág. 167. << [89] Canadian Magazine, 84, octubre de 1935, pág. 42. << [90] Newsweek, 6, 19 de octubre de 1935, pág. 42. << [91] Breen a Hays, 18 de octubre de 1935, Barbary Coast, PCA. << [92] Actas de la reunión anual de los obispos de Estados Unidos, 1919-1935, 13 de noviembre de 1935, págs. 9-14, NCCB-ECMP (actas impresas pero no publicadas). << [93] Ídem. << [94] Mary Harden Looram, «National Recognition for Our Motion Picture Bureau», Quarterly Bulletin of the International Federation of Catholic Alumnae, 5, marzo de 1936, pág. 13. Para más detalles véase también: McNicholas al cardenal Hayes, 1 de enero de 1936, y McNicholas a Cicognani, 1 de enero de 1936, NCCBECMP. << [95] «Chicago Council Legion of Decency», 1, 22 de noviembre de 1935, NCCB-ECMP. << [96] Edward Moore a McNicholas, 18 de enero de 1936, NCCB-ECMP. << [97] Ídem. << [98] «National Legion of Decency», febrero de 1936, NCCB-ECMP. << [99] Memorándum de Hays para el Archivo, 25 de junio de 1935, Klondike Annie, PCA. << [100] Ídem. << [101] Hays a Hammell, 2 de julio de 1935, Klondike Annie, PCA. << [102] Breen a Hammell, 3 de septiembre de 1935, Klondike Annie, PCA. << [103] Carry Moore-Nation (1846-1911) pasó los últimos veinte años de su vida destrozando hacha en mano lugares de consumo del alcohol que ella consideraba ilegales; desde luego, fue varias veces multada y encarcelada por alterar el orden (N. del E.). << [104] Breen a Hammell, 4 de septiembre de 1935, Klondike Annie, PCA. << [105] Breen a Hammell, 31 de diciembre de 1935, Klondike Annie, PCA. << [106] Los Angeles Examiner, 29 de febrero de 1936. Un excelente resumen de la reacción de la prensa puede leerse en Motion Picture Herald, 1 de marzo de 1936, pág. 20; para Quigley, véase Quigley a McNicholas, 9 de marzo de 1936, NCCB-ECMP. << [107] Sra. de Ernest A. O’Brien a Sra. de James F. Looram, 7 de abril de 1936, NCCB-ECMP. O’Brien y Looram eran funcionarias de la IFCA. Luther era un firme partidario de la Legión de Chicago y creía que era un error transferir la competencia de clasificación de películas a la IFCA de Nueva York. << [108] Ave Maria, 43, 28 de marzo de 1936, pág. 408. << [109] McNicholas a Quigley, 12 de marzo de 1936, NCCB-ECMP. << [110] los Angeles Citizen, 14 de marzo de 1936 (en Archivo Mae West, Academy of Motion Picture Arts and Sciences; en adelante AMPAS) y Time, 27, 9 de marzo de 1936, pág. 44. << [111] Motion Picture Herald, 7 de marzo de 1936, pág. 20. << [112] New York Times, 12 de marzo de 1936, pág. 27. << [113] Los Angeles Times, 28 de febrero de 1936, pág. 25. << [114] Taylor, Pleasure Dome, págs. 75- 76. << [115] Harrison’s Reports, 14 de marzo de 1936, pág. 43. << [116] Los Angeles Citizen, 14 de marzo de 1936 (en Archivo Mae West, AMPAS). << [117] Illinois Daily News, 28 de febrero de 1936 (en Archivo Mae West, AMPAS). << [118] Los Angeles Citizen, 4 de marzo de 1936 (en Archivo Mae West, AMPAS). << [119] Ídem. << [120] Padre Al Dugan a West, sin fecha, QP. << [121] Padre Edward R. Moore a McNicholas, 6 de marzo de 1936, NCCB-ECMP. << [122] John Devlin a Daly, 4 de marzo de 1936, NCCB-ECMP. << [123] Quigley a McNicholas, 13 de abril de 1936, NCCB-ECMP. << [124] Devlin a Daly, 4 de marzo de 1936, NCCB-ECMP. << [125] Ídem. << [126] Quigley a McNicholas, 13 de abril de 1936, NCCB-ECMP. << [127] Breen a los Archivos, 10 de febrero de 1936, Klondike Annie, PCA. << [128] Breen a Cohén, 31 de agosto, de 1936, Go West Young Man, PCA. << [1