Ópera en Inglaterra por Eduardo Jacobo Benarroch Carmen La intensa vulgaridad de la puesta de Francesca Zambello tuvo su igual en la vulgaridad de la dirección orquestal de Bertrand de Billy. Caballos y burritos en escena pertenecen a otro siglo y se necesitan mas herramientas técnicas para dirigir esta partitura que un volumen excesivo, velocidad rapidísima y una batuta fuerte de uso constante. Pero si en escena se vio algo que pertenece al mundo de Walt Disney, los cantantes salvaron cualquier crítica. Foto: Catherine Ashmore La primera Carmen de Elina Garanca en Londres fue un triunfo total. La mezzo letona lo posee todo, voz y cuerpo bellos, técnica consumada sin vicios, volumen más que suficiente que le permitió cantar sin forzar. Su Carmen fue caprichosa, impredecible, sexy, y sedujo hasta al más cascarrabias del público. Roberto Alagna es ya un cantante más veterano, pero es siempre honesto en el rol de Don José, que interpreta a su manera —simplona pero efectiva—, virtud que lo hizo muy creíble y hasta simpaticón. Su voz es robusta y nada sutil ni tampoco musical, pero es su entrega lo que lo hace triunfar con el público. Ildebrando D’Arcangelo destacó un Escamillo buen mozo, de voz poderosa y cortante, pero esta produccion disminuye sus posibilidades histriónicas, al igual que convirtio a la dulce y bien cantada Micaela de Liping Zhang en una caricatura. Excelente el coro y los roles menores que estuvieron muy bien elegidos, como es costumbre en el Royal Opera House de Covent Garden, pero Carmen no es un musical de Broadway sino una ópera y debe ser tratada como tal, y esta producción no tiene nada que ver con un teatro de ópera. Kaufmann es la nueva estrella tenoril del firmamento operático y su canto satisfizo en toda la gama. Su caracterización introvertida de un joven inseguro fue excelente. El siempre magnífico Simon Keenlyside trazó un Posa muy físico, solapado, sin vacilar usando a su amigo para sus propósitos y cantado a la perfección; también convenció Ferruccio Furlanetto como un Filippo II lleno de complejos transmitidos por su resonante voz de timbre personalísimo. John Tomlinson presentó un extrovertido Gran Inquisidor y el veterano Robert Lloyd un digno y seguro Carlo V. Las mujeres convencieron menos. Marina Poplavskaya ha hecho una carrera meteórica desde que integró el grupo de cantantes jóvenes del Covent Garden; su voz es placentera y bella en el rango hasta el mezzo-forte, pero de allí comienza a perder color, belleza y apoyo, adquiriendo dureza. La Poplavskaya descolló en el primer acto, haciendo una pareja ideal de joven enamorada con Kaufmann. Por su parte, Marianne Cornetti posee una voz que recuerda a Fiorenza Cossotto y una figura poco agraciada, pero lo que más molestó de su Éboli fueron sus gestos decimonónicos inaceptables. Eri Nakamura cantó la voz celestial con facilidad que promete roles mas grandes y los roles menores fueron confiados a muy idóneos cantantes como siempre en este teatro. Semyon Bychkov dirigió con real sabor verdiano, grandes contrastes dinámicos y con fraseo inteligente y dramático redondeando una noche de ópera donde brillaron los cantantes y la gran orquesta de la casa. Lohengrin Don Carlo La ópera favorita de los victorianos regresó con un elencazo a la Royal Opera House, si bien en una producción de 32 años que todavía luce bien aunque es sumamente estática. Elijah Moshinsky presenta al espectador una serie de cuadros cargados de religiosidad, pero no da al público la oportunidad de pensar en qué es lo que está viendo y por qué sucede lo que sucede. Lohengrin habla por Wagner y sus caracteres también representan sus pensamientos. Marina Poplavskaya y Jonas Kaufmann como Elisabetta y Don Carlo La escasez de movimientos favoreció al tenor Johan Botha, de cuerpo y voz inmensas, y su línea de canto permaneció impecable durante toda la velada. No hubo una nota forzada ni pérdida de color. Su fraseo y dicción fueron ejemplares y su voz corrió por toda la sala sin dificultad. No vacilo en opinar que es el mejor Lohengrin del momento, y su “In fernem Land” fue la mejor que he escuchado. La última función fue confiada al tenor neozelandés Simon O’Neill, cuya voz no está en la misma liga. Es un buen tenor, pero su emisión tiende a sonar forzada y eso trae un poco de acidez que no conviene al rol. Hubo otra figura inmensa en el Telramund de Falk Struckmann. Aquí se vio a un noble seguro de sí mismo, un guerrero de raza acostumbrado a lidiar con situaciones difíciles y por eso su caída moral en el segundo acto resultó mucho más patética. Su enorme voz y clarísima dicción dieron aún más impacto a una presencia abrumadora. Petra Lang también dominó la escena con su Ortrud, una mujer que resaltó el disgusto que le provoca el cristianismo. Su voz asopranada fue el perfecto contraste a Struckmann. Gerd Grochowski tomó la última función como Telramund, y aunque es un muy buen actor, no tuvo la presencia física ni vocal de su predecesor, pero fue un debut meritorio. La versión de 5 actos en italiano necesita una producción inteligente que explique el amor entre Don Carlo y Elisabetta y el porqué de la decisión de ésta de aceptar la mano de Felipe II. No se tuvo tal suerte en esta ocasión, con los mamotétricos decorados de Bob Crawley y la falta de ideas del director Nicholas Hytner. Los caracteres se movieron de acuerdo a sus propias ideas y no hubo labor de conjunto ni tampoco Personenregie consistente. El público que acude a Covent Garden adora producciones tradicionales, pero éste es un público inteligente que también sabe cuándo no se le ofrece algo para hacer trabajar al intelecto. Los hombres se llevaron las palmas, encabezados por un Don Carlo simplemente extraordinario: Jonas pro ópera Falk Struckmann como Telramund en Lohengrin Tristan und Isolde Los que fueron por la nueva producción de Christof Loy se deben haber decepcionado, y quienes fueron por Anthony Pappano y sus cantantes, estuvieron en la gloria. Pappano es un director Midas en estado de gracia: su lectura fue intensa, pasional, veloz, llena de sexualidad y con un fraseo excepcional donde exploró las armonías internas de la partitura, dejando claro que el expresionismo en la música comenzó allí e hizo posible a Pelléas et Mélisande. En realidad, Pappano hizo tanto con su orquesta que rellenó pro ópera los huecos de la producción, que dejó mucho que desear. Loy escribe que esta es “la más camerística de las óperas de Wagner”. En realidad, no podría estar más equivocado. Tristán es la partitura de mayor volumen, e incluso en Bayreuth hay muchos pasajes donde los cantantes difícilmente se pueden escuchar. Quizás a lo que se refiere Loy es el aspecto íntimo de la obra, lo que en alemán se expresa como Kammertheater, y en realidad hay muchos teatros pequeños de Alemania donde él podría expresarse así, no en la Royal Opera House. Una de sus ideas es la seducción de Brangania por parte de Kurwenal, que sucede durante el dúo de amor del segundo acto. ¿Por qué? La dramaturga importada de Alemania no explicó la necesidad dramática de esta novedad. No sería hora que Covent Garden tuviera su propio equipo de dramaturgia para vetar tales tonterías? Si Pappano triunfó, también se debió a sus cantantes, en especial a la sensacional Isolde de Nina Stemme: su figura esbelta, su femineidad, su excepcional voz y su inteligente presencia en escena fueron un deleite continuo. A su lado, el torturado Tristán de Ben Heppner, la voz de Tristán más bella y quien canta piano cuando es posible, demostrando control e inteligencia musical. Como Kurwenal, Michael Volle triunfo con su mera presencia escénica, imponente, seguro, y vocalmente perfecto, mientras que Sophie Koch destacó una Brangania solterona, nerviosa, insegura. John Tomlinson cantó con resonancia y muy buen canto trazando una figura como el Rey. Una noche de ópera privilegiada como rara vez ocurre. o Foto: Clive Barda No convenció tampoco la figura pequeña de Kwangchul Youn, totalmente abrumado por una vestimenta pesada que restó en lugar de conferir autoridad al Rey, aunque cantó con claridad, si bien un poco de monotonía. Boaz Daniel cantó el Heraldo con algunas notas equivocadas. Edith Haller posee una voz relativamente blanca, con apoyo incierto que le hace perder color en las notas largas. Su Elsa fue creíble pero vocalmente dejó mucho que desear. Como siempre, el coro de la casa cantó en forma extraordinaria con sonido preciso y feroz, pero fue la orquesta y el director Semyon Bychkov quienes se llevaron las palmas con una lectura llena de variaciones dinámicas. Los violines cantaron con plena voz y los bronces nunca se cansaron de sonar siempre refinados, y de paso Bychkov dejó escuchar a los cantantes en todo momento probando que es posible. (Barenboim, en cambio, prueba lo opuesto, sin siquiera tratar de dejar escuchar a los cantantes.)