"Os daré un corazón nuevo " Carta con ocasión de la solemnidad del Corazón de Jesús A los hermanos Dehonianos A los miembros de la Familia Dehoniana Hermanos y hermanas: Celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón, a un año del XXII Capítulo general, que subrayó la necesidad de re-centrar nuestra vida en Cristo y de volver a visitar nuestra herencia espiritual, en diálogo con el tiempo en el que vivimos. Esta fiesta concluye también el año especialmente dedicado a los sacerdotes, que están llamados a encarnar y expresar, de modo especial, en la Iglesia y en el mundo, el amor de Cristo. La reflexión que os presentamos pretende contribuir a vivir estos eventos con la mirada dirigida a nuestras raíces, buscando dejarnos llevar por el Espíritu que renueva todas las cosas. Introducción: Un camino en el Espíritu Una Espiritualidad es un camino, o mejor, la guía hacia el Camino, porque Cristo mismo es camino, motivación, guía y meta del viaje. Los carismas o las diferentes "espiritualidades" en la Iglesia no dividen, sino que enriquecen el camino de la vida cristiana con estímulos, estrategias, momentos de parada y de ánimo, con visiones panorámicas, objetivos y puntos de esfuerzo. Todo esto tiene como objetivo entrenar y ayudar a cuantos caminan o son peregrinos a encontrar la alegría y la motivación del ir juntos, a no perder de vista las metas a alcanzar, a ayudar a otros peregrinos en su viaje por la vida. En la Iglesia, un don carismático o una espiritualidad se pueden entender a la luz de la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Durante su recorrido, estos dos peregrinos hicieron la experiencia personal de la presencia del Señor resucitado que cambió radicalmente su viaje. Este encuentro les hizo regresar a la comunidad, a Jerusalén, donde habían sentido la voz de los apóstoles que anunciaba: "¡El Señor verdaderamente ha resucitado!". La narración de su experiencia personal, hecha a la comunidad, no sustituye ni entra en conflicto con la proclamación de los apóstoles, que está en la base de la fe de toda la Iglesia. Al contrario, la enriquece, le ofrece un ejemplo y la hace más concreta, haciéndose, al mismo tiempo, indicación de camino para tantos otros, hasta nuestros días. Como para los discípulos de Emaús, las herencias espirituales en la iglesia son como manuales de viaje, fruto de la experiencia de alguno o de un grupo, que ha hecho el recorrido y ha compartido con otros lo que ha sentido, sufrido, soñado y esperado a la luz del Espíritu. Tales experiencias están marcadas por el tiempo, por las circunstancias y por las personas mismas que las han hecho. Pero, como expresiones de la presencia del Espíritu del Señor resucitado, se convierten en fuente de comunión, de vida y de camino para la comunidad. Para ello, la vitalidad de estas guías exige un repensamiento y adecuación constantes para responder a las condiciones del tiempo y del ambiente, a –1– las circunstancias históricas y a cada grupo de personas en camino. Tal es el desafío que se nos hace hoy: redescubrir y rehacer la experiencia del Señor resucitado vivida y narrada por el P. Dehon, como indicación de camino para vivir y comunicar a la Iglesia. Al final de su vida, el P. Dehon nos dio una indicación que retenía como esencial para entender y vivir su experiencia espiritual: "Os dejo el más maravilloso de los tesoros, el Corazón de Jesús" (cf. Testamento espiritual). En similares circunstancias, esta indicación no es una simple o pía recomendación, sino el nudo de su experiencia personal; lo que lo motivó, sostuvo e iluminó en su vida y en su ministerio, llevándolo también a la fundación de la Congregación. Tal experiencia, como dicen nuestras Constituciones en el n. 2, se inspira en la que el apóstol Pablo presenta como centro de la propia vida: "Esta vida en la carne, yo la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se dio a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Ella tiene, por lo tanto, un valor fundacional y caracterizante para cuantos quieren seguir su mismo camino. Sabemos bien que esta experiencia espiritual se inserta en corrientes de pensamiento y de espiritualidad seculares, que florecen en el tiempo del P. Dehon, influenciadas por las circunstancias históricas de la Iglesia y de la sociedad. Para diferentes generaciones de cristianos, el icono del Corazón de Jesús fue la forma de acercamiento al amor y a la compasión de Dios, cuando expresiones teológicas y litúrgicas lo hacían percibir muy lejano. La renovación teológica y litúrgica que confluye en el Concilio Vaticano II hizo sentir la necesidad de revisar, purificar y expresar de forma nueva los contornos de esta espiritualidad. Tal vez, sin embargo, con la superación de diferentes concepciones y expresiones y el deseo de purificación, también se descartaron apresuradamente aspectos muy importantes, cayendo en el peligro de "tirar el agua del baño con el niño dentro". Importa, por lo tanto, tener bien presente lo que realmente es válido en esta corriente espiritual, especialmente en la forma en la que se encuentra en el P. Dehon, de modo que pueda ser vivida y dicha en la Iglesia y en el mundo de hoy, sin tener que reproducir modalidades expresivas propias de otras épocas históricas. El Fundador mismo nos sugiere también el modo de hacer esta renovación. De hecho, su visión del "Corazón de Jesús" se sitúa, es verdad, en el contexto de su tiempo, pero se nutre profundamente de la Sagrada Escritura, que él cita en sus escritos con una frecuencia para nada común en sus días. Siguiendo sus huellas, a través del camino de la Palabra de Dios, podemos tener un fundamento común para entender los principios fundamentales y las fuentes de inspiración y de alimento de esta experiencia espiritual. En la tradición bíblica, de hecho, mucho antes que en la espiritualidad cristiana, el corazón, en sentido figurativo-simbólico, ocupa un espacio singular en la comprensión de la persona humana y de sus relaciones con otras personas y con Dios. Mientras que en la cultura occidental la simbología del corazón evoca la emotividad y la afectividad/amor, en la mentalidad bíblica se une, ante todo, con el conocimiento, la memoria, la voluntad y la capacidad de decidir. Además, hablar del corazón no significa designar un sector o una parte de la persona, sino la globalidad de su ser, su interioridad en oposición a lo que es superficial, la verdad íntima frente a lo que es simplemente aparente, provisional o engañoso. La dimensión del corazón es particularmente importante en las relaciones interpersonales. Aquí el corazón expresa, ante todo, verdad y transparencia, pero también amabilidad y ternura en la relación. Exponer o "efundir" el propio corazón significa revelar los propios sentimientos o pensamientos, el secreto de la propia existencia; mientras que tener acceso o hablar al corazón de alguien indica conocimiento íntimo del otro y comunicación de afecto. El corazón de alguien es su secreto profundo que solo se conoce en la medida en que la persona misma se revela y entra en comunicación con otros. No sorprende, pues, que "el corazón", es decir, el hombre en su verdad personal e íntima, sea el campo por excelencia de la relación con Dios. El Creador conoce sus impulsos más íntimos, cura sus heridas, rompe su dureza, lo instruye y lo renueva. Por ello, consciente de la debilidad y de las desviaciones del corazón humano, por boca del profeta Ezequiel, Dios anuncia el don de un corazón –2– nuevo, por obra de su Espíritu, como signo y anticipación de los tiempos nuevos de la salvación: "Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un Espíritu nuevo" (Ez 36,26). 1. La mirada al Corazón de Cristo A la luz de cuanto apenas hemos dicho, hablar del "Corazón de Jesús" o del "Corazón de Cristo" no es una referencia a una parte o dimensión de su ser, sino a la totalidad de su persona y de sus relaciones con el Padre y con otras personas. Es, al mismo tiempo, don e invitación al conocimiento y a la experiencia de su ser, del secreto de su vida y misión. Ante todo, el "Corazón" porta la mirada sobre la humanidad de Jesús, como Verbo hecho carne y venido a habitar en medio a nosotros (Jn 1,14). En sus gestos se puede contemplar la solicitud de Dios por la humanidad, su cercanía a cada persona, independientemente de su raza, cultura o condición social; la prioridad de la atención a los más pequeños, a los sufrientes y a los excluidos; la fidelidad del amor incluso ante el rechazo, el sufrimiento y la muerte. El "Corazón relacional" de Cristo ejemplifica, de forma humana, el indeclinable amor de Dios por su criatura predilecta: el ser humano; pero es, al mismo tiempo, expresión de lo mejor que puede ser este hombre en las relaciones con los demás y con el Creador. Por esto se presenta como modelo a seguir e imitar – "Aprended de mí que soy manso y humilde de Corazón" (Mt 11,29) – en una clara referencia a las bienaventuranzas que describen el ideal de la vida humana a partir de su intimidad, de su corazón (Mt 5,3-12). Es a partir de esta humanidad suya como Enmanuel (Dios con nosotros) como Jesús se convierte, al mismo tiempo, en revelación del amor de Dios y modelo imitable, en camino posible para todo hombre y mujer en este mundo. Los gestos y las palabras de Jesús, su cercanía a los suyos, llevan a preguntarse sobre su verdadera identidad, sobre el íntimo secreto de su ser, sobre su "Corazón". Esta es la pregunta que aflora sobre los labios de la multitud y de los discípulos a lo largo de todo el Evangelio y que encuentra respuesta, poco a poco, a la vez que él mismo se revela y los discípulos se acercan a su misterio. Lo que les es dado contemplar es que Jesús no es tan solo el mejor de los seres humanos, sino que es el hombre nuevo en la plenitud del Espíritu, el Hijo de Dios. No es el simple resultado de un perfeccionamiento del ser humano, sino una intervención radicalmente nueva de Dios, que da inicio a una nueva humanidad efundiendo su Espíritu, según la revelación del bautismo en el Jordán (Mc 1,9-11) y la figura del nuevo Adán en la presentación del apóstol Pablo (cf. Rm 5,12-21). Pero Cristo no es tan solo el ejemplo del hombre nuevo en la plenitud del Espíritu del Padre; es también el que bautiza en el Espíritu. Según el anuncio de Juan Bautista, donde resuena la profecía del corazón nuevo del profeta Ezequiel, la verdadera transformación del ser humano según el proyecto de Dios no solo es fruto de los esfuerzos de arrepentimiento y de conversión (el bautismo en el agua), sino del don del mismo Espíritu de Dios, que Jesús posee en plenitud: "Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo" (Mc 1,8). La revelación de Jesús como fuente del Espíritu es particularmente querida al evangelio de Juan, que culmina en la escena del costado traspasado de Jesús, de donde brotan sangre y agua, signos de la vida y del Espíritu efundidos sobre la humanidad (Jn 19,31-37). En el golpe de la lanza, el evangelista contempla el desvelamiento de la verdad más clara y profunda sobre la vida de Jesús, en el momento en el que lleva a término su misión en este mundo. Es la prueba culminante de una vida ofrecida por amor hasta las últimas consecuencias: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, llevó hasta el final su amor por ellos" (Jn 13,1). Indica, por decir así, el nacimiento del hombre nuevo, capaz, no solo de una vida libre del egoísmo y del pecado, sino libre finalmente de las cadenas de la muerte, porque es acogido en la gloria del Padre. Da inicio a la comunidad nueva, formada por el primer y segundo Israel, representada por la Madre y por el discípulo en la cruz. Esta –3– nueva humanidad es reunida, fecundada y orientada por el Espíritu, simbolizado por la sangre y el agua, que genera una nueva existencia y abre nuevos horizontes de relaciones y de vida. El costado traspasado de Jesús revela otra dimensión fundamental. La manifestación suprema del amor y del don de sí mismo tiene lugar en medio del drama del rechazo, del odio, de la violencia y de la muerte que afecta a toda la humanidad. Esta tiene extrema necesidad de ser liberada de este círculo infernal de violencia y muerte, reconciliada de sus rupturas, regenerada de la corrupción, recreada con un nuevo principio de vida. En el costado traspasado, reasumido el misterio pascual, se revela esta reparación o regeneración de la humanidad golpeada por el pecado, que corrompe las relaciones humanas e impide la relación con Dios. En obediencia fiel al proyecto del Padre de ofrecer a la humanidad el Espíritu de la regeneración, Cristo toma sobre sí el peso de la degradación humana "hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,8). También en el rechazo, en el sufrimiento y en la muerte, Él permanece fiel al amor, rechazando las soluciones de violencia y represión y afirmando la posibilidad de un nuevo camino en la solidaridad, en la reconciliación y en el perdón. Como Hijo de Dios y dador del Espíritu, Él hace posible este camino también para nosotros, haciéndose "fuente de salvación eterna", como dice la carta a los Hebreos (cf. Hb 5,7-10). El Espíritu hace posible la superación de la muerte y de las demás secuelas del pecado: corrupción, división y violencia que destruyen la convivencia humana. Acercarse o dejarse atraer así por el Corazón de Cristo no es tan solo una visión contemplativa o especulativa, sino un camino que implica a toda la persona, como exige la lógica propia del corazón. Se convierte en cercanía, comprensión, identificación y transformación a partir de la petición y de la disponibilidad para recibir el don del Espíritu. Este camino de configuración o de "cristificación" es el que buscamos esbozar en la segunda parte de la carta, a partir de las tres actitudes fundamentales que lo caracterizan: un corazón a la escucha, un corazón abierto a los demás, un corazón solidario. 2. El camino del corazón 2.1 Un corazón a la escucha El itinerario de vida que proviene de este acercarse al Corazón de Cristo comienza con un volver al propio corazón. Sobretodo, en el ritmo alucinante impuesto por la sociedad contemporánea, dar espacio al corazón es un requisito fundamental para evitar la manipulación y la alienación, asegurar la salud mental y la armonía del propio ser y conquistar la libertad interior que permita evaluar correctamente las situaciones y desarrollar un propio proyecto de vida. Comprende un constante proceso de curación y reconciliación del propio "yo" en el ámbito psicológico, moral y espiritual, de modo que se evite que las heridas del pasado continúen impidiendo un presente y un futuro. Requiere la formación y el entrenamiento disciplinado del propio corazón, de modo que sepa mirar con sabiduría y coherencia la vida, juzgar con verdad y justicia, comprometerse con generosidad y con toda la energía del propio ser en la construcción del mundo. El objetivo de este retorno al corazón es poseerse a sí mismo en libertad. Una libertad que va mucho más allá del propio "yo", en la búsqueda de nuevos sentidos y nuevas relaciones, porque el corazón humano fue creado como peregrino de la verdad. Volver al corazón no significa clausura en el propio "yo", sino que es un proceso dinámico de búsqueda y de diálogo que conduce a la persona sobre la trama del corazón nuevo en el Espíritu, según el don y el proyecto de Dios. El viaje del corazón conduce al encuentro con Aquel que lo ha creado. El don del Espíritu no anula el corazón humano, sino que lo abre a nuevas posibilidades en el ámbito de la existencia, de la moral, de las relaciones y de la esperanza. –4– Este camino tiene una guía, un modelo y un sustentador: Cristo, el Hombre Nuevo según el Espíritu, prototipo y primogénito de la nueva humanidad y dador del Espíritu. Nuestro "camino del corazón" pasa a través del Corazón de Cristo, "camino, verdad y vida " (Jn 14,6). Para el apóstol Pablo, la comunión con Cristo es una simbiosis que lo lleva a reproducir en la propia existencia las actitudes del mismo Cristo: "He sido crucificado con Cristo. Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,19). No se trata solo de la imitación de los gestos de un maestro, sino, más radicalmente, de la obra del Espíritu que hace de la persona una criatura nueva según el modelo y los sentimientos de Cristo. Vivir, pensar y actuar según esta "segunda naturaleza" o esta "naturaleza renovada" no es fruto solo del esfuerzo y de la ascesis, sino don del Espíritu. Por otra parte, el hombre viejo, el primer Adán, continúa bien presente en la existencia de aquellos que se han puesto en camino, así como en la mentalidad dominante de la sociedad en la que viven. Por esto, se requiere una constante escucha del Espíritu que cura, reconcilia, educa y guía el corazón, como describe Pablo particularmente en el capítulo 8 de la carta a los Romanos. El itinerario de Emaús, que hemos evocado antes, indica los dos elementos fundamentales de esta escucha que transforma la existencia. A lo largo del camino, los dos discípulos, guiados por el misterioso compañero de viaje, han confrontado la palabra de los profetas y de Jesús con su vida y con la de los demás discípulos. Después, al caer de la tarde, lo reconocieron al partir el pan, cuando se sentó a la mesa con ellos. Aquel que aceptó la muerte como expresión de fidelidad y de amor y que ahora se hace presente en medio a los suyos es el único capaz de conferir sentido al escándalo del rechazo, del sufrimiento y de la muerte, a través de los cuales pasa la redención de la humanidad. Hoy, la "lectio divina" y la eucaristía son momentos privilegiados del tiempo consagrado a renovar este encuentro con Cristo resucitado en la comunidad. Es una escucha que alimenta la comunión con Dios y con la comunidad; enseña a discernir el sentido del momento actual, en su esperanza y en su drama; modela el corazón y configura la vida en el seguimiento de Jesús; hace posible ofrecer la propia vida, en la alegría y en el dolor, para la transformación del mundo. Conscientes de llevar este "tesoro en vasijas de barro", sea por el peso de nuestras culpas, sea por el debilitamiento físico o las dificultades de la vida, del trabajo o de las relaciones, abrimos el corazón a la acción del Espíritu en un proceso de constante purificación y renovación, de modo que, "incluso si nuestro ser exterior se va deshaciendo, el interior se renueva de día en día" (cf. 2Co 4,7-18), hasta que se complete, también en nosotros, la medida del hombre nuevo en Cristo. 2.2 Un corazón abierto a los demás El camino del corazón es profundamente relacional: enseña a crear personas libres de los límites del egoísmo y de los lazos de las heridas y resentimientos, capaces de relaciones fraternas marcadas por la verdad, la justicia, la misericordia, el amor. A la luz del Espíritu, este camino relacional se abre a nuevos horizontes: desde su efusión en el día de Pentecostés, Él se revela como generador de una nueva familia humana, removiendo las barreras de nación, raza o cultura. Esta comunidad tiene como modelo y primogénito al Señor Jesús, que supera toda división y violencia con el amor y el perdón hacia sus mismos perseguidores, haciéndose ofrenda de reconciliación y de paz. La primera tarea de este proyecto de creación de Dios se realiza en el ámbito de la familia, donde se aprende a amar más allá del propio interés o utilidad, en la gratuidad del amor. Constituyendo su comunidad no ya sobre las raíces de la sangre, de la cultura o etnia, Jesús no anula esta dinámica natural del corazón humano. Al contrario, mirando a los discípulos sentados alrededor suyo, les indica cómo es la familia de aquellos que escuchan y cumplen la voluntad de Dios (cf. Mc 3,31-35). La ternura y la atención de madre, padre, hermano y hermana deben caracterizar las rela–5– ciones entre ellos. Así, el encuentro con Cristo conduce siempre a esta nueva familia, sea en los recorridos del Jesús histórico, en Palestina, sea en los encuentros con su Espíritu, a partir de Pentecostés, por los caminos de todo el mundo. El contacto de los discípulos de Emaús con el Señor resucitado, que representa el camino de la Iglesia, es un ejemplo. Después de haber reconocido al Señor "partieron sin demora, volvieron a Jerusalén" a reintegrarse en la comunidad de los discípulos (Lc 24,33). Los caminos personales con el Espíritu del resucitado desembocan siempre en su comunidad. La vida dentro de esta comunidad tiene un modelo y una ley que es Cristo y su amor: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Por esto todos reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13,34-35). La configuración con Cristo, el hombre del corazón nuevo, en la fuerza de su Espíritu, nos hace capaces de participar en la construcción de la nueva humanidad, según el proyecto de Dios. Su actitud de Maestro y Pastor, su cuidado de los discípulos, de los enfermos y pecadores y el amor llevado hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte, constituyen la fuente de inspiración, la regla y el distintivo de los miembros de su comunidad. Por eso, cada comunidad cristiana se entiende y se organiza, ante todo, como comunidad de oración, para acoger y escuchar la voz de su Señor, discernir su voluntad, volver a unir las rupturas, orientar y hacer fecunda la misión. El desafío de la comunión es particularmente importante en nuestras comunidades de consagrados, que aceptan la invitación al seguimiento radical de Cristo para testimoniar su amor y estar enteramente al servicio de la construcción del mundo nuevo en la fuerza del Espíritu. En las relaciones con los demás, comenzando por la propia comunidad, se puede ver hasta qué punto nos hemos dejado realmente convertir y configurar con el Corazón de Cristo. Sin el testimonio del amor concreto nos engañamos a nosotros mismos (cf. 1Jn 4,20) y solo somos vendedores de humo. La configuración del corazón con Cristo en su dimensión relacional requiere una constante conversión y reconciliación, de modo que cada uno pueda hacer, en las relaciones con los demás, la experiencia de ofrecer y recibir el amor de Cristo, traducido en gestos concretos de acogida, perdón, sostenimiento, colaboración y esperanza. Sin embargo, no nos debemos maravillar de que nuestras comunidades no sean perfectas y que se hallen en ellas conflictos, divisiones, incomprensiones y rupturas. El corazón humano y el tejido social del que participamos continúan estando marcados por el egoísmo, la explotación y el abuso de los demás, por la injusticia y opresión, por el conflicto y la muerte. El dinamismo de la reparación/regeneración, presente en la solidaridad de Cristo con la humanidad, nos lleva a mirar todo esto con un corazón de "com-pasión" responsable y de esperanza. Ante el peso de nuestras relaciones y del pecado de nuestras comunidades y de la Iglesia, la tentación de desanimarse, dejar de participar o ponerse aparte, o bien de rebelarse, asumir una actitud de crítica externa o de rechazo es grande. ¡No actuó así Cristo, el hombre nuevo! Ante la incapacidad de los discípulos de entender y asumir su programa de nuevas relaciones, él no se echó atrás, ni los expulsó o condenó. Permaneció fiel y solidario cuando ellos fallaron; continuó afirmando claramente su camino cuando ellos seguían otras atenciones; asumió sobre sí el peso de su reincorporación cuando cayeron; pagó el precio de su rescate cuando estaban encadenados por el miedo y la desilusión… y ni siquiera vio con sus ojos de esta tierra su recuperación. Pero, tras su muerte y resurrección, por la acción del Espíritu, comenzaron a entender y a adoptar la lógica nueva del amor y de la reconciliación, en la construcción de su comunidad. Dada la inconsistencia del corazón humano, no es posible un auténtico proyecto de comunión duradero sin esta lógica nueva de ofrecerse a sí mismo para reconciliar, reparar, regenerar: hacer que donde abunda el pecado, se haga sobreabundante la gracia y el perdón (cf. Rm 5,15). Una característica fundamental del amor de Cristo es su universalidad, más allá de toda lengua, cultura o nación. En la lógica del proyecto de Dios, el camino del corazón es un itinerario de liberación de sí mismo en círculos cada vez más amplios hasta alcanzar a toda la humanidad. Por ello, la dinámica de la comunidad que vivimos bajo el impulso del Espíritu de Cristo nos abre y nos –6– prepara para vivir la internacionalidad en nuestras comunidades y en nuestros proyectos de misión. Para un dehoniano, la perspectiva intercultural e internacional no es una simple concesión a una moda o una estrategia de desarrollo, sino una dimensión fundamental de quien se ha dejado contagiar y transformar por el Corazón de Cristo y entiende colaborar en la construcción de su Iglesia y a la renovación del mundo. Esto requiere una conciencia y afirmación de la propia cultura y riqueza tradicional, de modo que pueda enriquecer la comunidad inter-cultural, pero, al mismo tiempo, la liberación de toda forma de prejuicio, discriminación o arrogancia basadas en la raza, etnia o cultura. Vivimos en un mundo marcado por la globalización, pero en que emergen, cada vez más, abismos de intolerancia, marginación y explotación de los más débiles a través de la imposición del pensamiento, de la cultura y de los intereses de los más fuertes. La experiencia de la interculturalidad que vemos crecer en la Congregación quiere ser la expresión de la contribución evangélica a la construcción de un mundo universalmente más fraterno. 2.3 Un corazón solidario La universalidad del amor de Cristo nos impulsa a la misión (cf. 2Co 5,14ss). Es esta urgencia la que hace decir al mismo Pablo: "ay de mí si no anuncio el Evangelio" (1Co 9,16) y que la primera carta de Juan une con la experiencia del amor de Cristo: "En esto hemos conocido el amor: Jesucristo ofreció su vida por nosotros. También nosotros debemos ofrecer la vida por los hermanos (1Jn 3,16). Nacido del Espíritu de Pentecostés, el camino del corazón se convierte en un itinerario para todos los caminos de la humanidad, cercanos o lejanos, acogiendo a los olvidados, sanando heridas, reconciliando conflictos, colaborando en los esfuerzos de desarrollo, infundiendo esperanza y anunciando la presencia de Dios en la vida y en la historia de los hombres. Penetrando en el Corazón de Cristo, comprendemos más profundamente la lógica de la misión como solidaridad de Dios, que no se limita a ofrecer desde lejos su salvación o a perdonar los pecados en su misericordia. En Jesús, Él viene en medio de la humanidad pecadora, compartiendo su drama, sus angustias y esperanzas, abriendo, presentando y haciendo posible un camino nuevo como hombre e Hijo de Dios. En su "ecce venio", del que hace eco el "ecce ancilla" de María, entrevemos una disponibilidad a la misión, hecha de comunión consciente con el proyecto del Padre y de libertad obediente para realizarlo. A esta luz comprendemos la lógica del Buen Pastor, que organiza el propio rebaño y quiere llegar a las ovejas que están fuera (Jn 10,16), pero que pierde el tiempo con una sola que se ha perdido y necesita especiales cuidados (Lc 15,4-7), y que, por todas, ofrece la propia vida. Asumir así la misión requiere un corazón libre, humilde y generoso, unido al de Cristo. Ante todo, queda excluida toda forma de imposición, arrogancia o violencia. La confrontación con el rechazo, la indiferencia o la violencia requiere, sin embargo, una solidaridad fiel, que no abandona, no juzga, no destruye, sino que toma sobre sí el peso de la regeneración y de la vida. Lo que anuncia, no lo hace como proyecto propio, sino en nombre de Cristo y enviado por una comunidad, en comunión con otros hermanos y hermanas. Frecuentemente deberá renunciar a los planes propios, porque que la misión lo llama más allá. Se alegra, como leemos en las páginas del Evangelio, con los signos del Reino que ve alrededor suyo y con el trabajo de los demás, sintiéndose fraterno con cuantos buscan el bien. Estará cercano a cuantos sufren y anunciará la Buena Noticia de la esperanza, compartirá alegrías y lágrimas y podrá también derramar su sangre como entrega final de sí mismo, porque su vida estará siempre en manos del Padre. En su palabra y en su vida, las gentes reconocerán que Dios se ha hecho cercano para ellos. La misión está presente por todas partes en el mundo, cercana a cada uno de nosotros y a cada una de nuestras comunidades. De cada dehoniano se pide, ante todo, el ánimo y la solidaridad del anuncio, que va más allá de la administración de nuestras obras y busca siempre hacerse presente, –7– con todos los medios posibles, pero sobretodo con todo el corazón, a los que están fuera, a los que tienen más necesidad, a los que están olvidados. Pero no se puede olvidar que forma parte de la misión ponerse en camino, mirar más allá de las necesidades locales, superar confines y contactar con otras culturas y regiones, al igual que con otros areópagos de la actividad humana, en el ámbito social, económico y el de las comunicaciones. Hacerse disponible y prepararse a esta misión es parte de nuestra vocación, porque ella está implícita en el Corazón universal de Cristo. La dimensión internacional e inter-cultural asume una importancia especial en este momento de la vida de la Congregación y de la historia, unida al crecimiento de la interculturalidad de nuestra experiencia comunitaria. En este tiempo de globalización, queremos contribuir, con nuestra comunión y misión, a hacer de Cristo el corazón del mundo. Conclusión Las raíces de la herencia espiritual que hemos recibido del P. Dehon nos revelan un precioso tesoro de reflexión bíblica y teológica, centrado en la espiritualidad del Corazón de Jesús, icono del amor de Dios, hecho hombre en medio nuestro. Ella nos lleva a la intimidad de la persona de Cristo: su comunión con el Padre, su servicio solidario hasta la muerte, su presencia en la Iglesia y el don del Espíritu capaz de transformar nuestro ser a su imagen de Hombre Nuevo según el proyecto de Dios. La configuración con Cristo da origen a un camino de vida, guiado y hecho posible por su Espíritu, que transforma nuestro corazón. Es un recorrido hecho de escucha de la voz del Espíritu, que genera la nueva familia del Resucitado, convocada por todos los pueblos y culturas, anuncio y signo del mundo nuevo según el proyecto de Dios. Dejarse transformar por el Espíritu de Cristo significa recorrer el camino de la existencia con corazón libre y solidario, gozando y colaborando en la transformación del mundo. Significa también tomar sobre sí mismo el dolor, las dificultades y las lágrimas de los compañeros de camino, a menudo víctimas de la injusticia, de la violencia o de la propia debilidad, sin desviar la mirada o resignarse, sin recurrir a la rebelión violenta o a la venganza destructiva. Este es el camino que el Hombre del Corazón Nuevo abrió en el seno del drama de la humanidad, abriéndola a los horizontes de la misericordia y del poder del Padre. Que la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) nos sirva como cuadro e inspiración final de esta reflexión sobre el "camino del corazón". En nuestro camino no solo son importantes nuestros orígenes, cultura, títulos, funciones o vestidos; lo importante es el corazón que determina nuestro modo de mirar, juzgar y actuar. Atraídos y modelados por Cristo, buen samaritano de la humanidad, sentimos su voz que nos abre los ojos del corazón y nos provoca: ¡Vete y haz también tú lo mismo! ¡Os deseamos una buena fiesta del Corazón de Jesús! P. José Ornelas Carvalho Superior general SCJ y su Consejo –8–