_________Entrevistas inolvidables La entrevista tuvo lugar en su domicilio de Phoenix (Arizona) y la foto la hizo la propia esposa de Jesse Owens, mientras el mítico atleta se quitó los tubos de oxígeno de la nariz. “Para que los españoles no me vean así”, dijo. (Foto: RUTH OWENS) JESSE OWENS, LA LEYENDA OLÍMPICA *"¿Hitler?. Ni me acordé de mirarle: para mí lo importante en Berlin fue competir y ganar" *”Lloré el día que supe que Lutz Long había muerto en la guerra” ___________________________________________ Jesse Owens se estaba muriendo. Yo no lo sabía, pero Ruth, su esposa, que me reconoció de cuando cuatro años atrás había estado infructuosamente en su casa, me alertó. Se abrazó a mi y entre sollozos dijo: --Mi marido se está muriendo de cáncer de pulmón. Ayer lo trajeron deshauciado del hospital de Tucson y los médicos le dan una semana de vida, a lo sumo dos. El no sabe nada: cree que es una simple neumonia. Te prometi que si volvías esta iba a ser tu casa. Pasa, dentro está Jesse... Entré. Jesse Owens estaba viendo una película del oeste con John Wayne de protagonista. Me saludó con afecto, pero al principio se negaba a que le hiciera fotos. "No quiero que los españoles me vean así", decía. "Señor Owens, si no nos hacemos una fotografía usted y yo, nadie va a creer que he estado aquí", le contesté. Entonces asintió, se quitó los tubos de la botella de oxígeno que le ayudaba a respirar y Ruth nos fotografió juntos. Después hablamos un rato, en lo que seguramente sería su última entrevista y me dedicó una foto de su época de atleta, en la que aparecía en pleno sprint, que quizá fuera también su último autógrafo y que yo guardo en mi estudio con enorme cariño. El 1 de abril falleció. La noticia de su muerte me pilló en Madrid, veinte días después de que se publicara la entrevista que gracias a la maravillosa persona que era Ruth le había hecho dos meses antes. La de Jesse Owens, que titulé "La Leyenda Olímpica se nos muere", fue la entrega número tres de la serie "Los Viejos Dioses Olímpicos". La Agencia EFE compró al Diario AS los derechos para distribuirla por los principales periódicos de los cinco continentes y la Agencia France Press distribuyó a todos los medios de habla francesa la frase relacionada con Hitler, en la que Jesse Owens, en su lecho de muerte, desmintió una mentira mil veces repetida: jamás vió de cerca a Hitler. Autógrafo de Jesse Owens.”To Miguel my best wishes. Abrazos”, dice. Mil novecientos ochenta puede suponer, supuso, una puñalada mortal para el olimpismo. La politización del evento de Moscú llevaba trazas de acabar con el sentido de los Juegos. Por otro lado, se nos fue Jesse Owens, el genuino representante de un movimiento que junto al esfuerzo físico exige un espíritu excepcional. Y Jesse Owens lo tenía, ayudado por una mujer, Ruth, de una simpatia y una bondad absolutamente increíble. Cuarenta y siete años junto al hombre-ídolo, junto al hombre-símbolo, sin que jamás haya habido una desavenencia. El matrimonio perfecto. "Jamás --dice Ruth en un aparte, mientras me enseña la piscina-- he discutido con Jesse. Es un hombre bueno como pocos". El caso es que James Cleveland Owens, Jesse para todos, se nos fue, víctima de un cáncer de pulmón, él, que siempre tuvo una vida oxigenada. Fue una fuerte Autógrafo de Jesse Owens. “Para Miguel mis mejores deseos. Abrazos”, dice. impresión encontrármelo en su soleada casa de Arizona, en la East Acotilla Lane de Phoenix, la capital del Estado, alimentándose por un tubo y hablando con un hilo de voz. --Oh!, boy... I'm very sick... Pero muy enfermo y todo, enfermo de irse, tuvo un gesto de grandeza que nunca podré agradecerle bastante. Un gesto que sólo un hombre de su categoría puede tener. Pidió unas nuevas gafas a su mujer, a la que llamaba Baby, se quitó los tubos de la nariz para las fotos --"no quiero que los aficionados españoles me vean así"-- y me rogó paciencia para la charla, en la que de vez en cuando iba intercalando las pocas palabras en español que conocía. El recuento de su vida en estas condiciones revestía una especial emoción. Algo difícil de explicar con palabras. -Nací en Oakville, Alabama, en 1916. Desdé muy niño trabajé con mis otros hermanos en los campos de algodón. Mi padre, Henry Owens, trabajaba una parcela de veinte hectáreas con nuestra ayuda. Trabajábamos de sol a sol. Apenas veía a nadie y la vida, aunque dura, transcurría tranquilamente. Recuerdo que mi primer enfado, mi primera pena, la tuve a los ocho años, cuando alguien me llamó "negro" por primera vez. En tono despectivo, claro, que es como duele. Una larga pausa, por recomendación de su mujer. Después, vuelta a la carga: --A los diez años nos fuimos a vivir a Cleveland, en Ohio. Pisé por primera vez un colegio, trabajé como vendedor de gasolina, de periódicos, de ascensorista, hasta que teniendo trece años se cruzó en mi camino un hombre, Charles Riley, que se propuso hacer de mí un atleta. --Hizo de usted un campeón... --Un campeón y un hombre. Yo entonces tenía un físico muy raquítico, e incluso sufría frecuentemente de neumonía, pero cuando Riley se hizo cargo de mi preparación también mi físico cambió como por milagro. Bien es verdad que los nueve hermanos trabajábamos todos y en casa no faltaba ni ropa ni comida caliente. Algo importante y que siempre he deseado para todas las familias, sean del color que sean. A los diecisiete años Jesse y Ruth se conocieron y decidieron casarse. Ambos aún sonreían tímidamente cuando me lo recordaban. A Jesse, quizá por la emoción del recuerdo mezclada con la angustia del presente, se le hizo la voz más fuerte, más audible, cuando decía: --Ruth fue mi primera novia y mi primer y único amor. Y ha tenido una importancia decisiva en mi vida, ya que para obtener una posición decente luché con todas mis fuerzas contra el tiempo y la distancia, que son las metas del atleta. Y me fue bien. --Va a la Olimpiada de Berlín y causa sensación... --Tuve suerte. Yo confiaba en mis fuerzas, pero como en aquellos tiempos los medios de comunicación eran escasos, la Olimpiada era una especie de sorpresa. Nadie conocía las marcas previas del rival, lo que hacía que cada una acudiera creyendo que era el mejor. --Pero el mejor fue usted... --Gané cuatro medallas de oro, y lo que es mejor, un gran amigo: Lutz Long. Sabíamos que Adolf Hitler proclamaba diferencias de razas y él era blanco y yo negro. Pero en el deporte, por encima de todo, está el compañerismo y Long me dio una maravillosa lección en este sentido cuando colocó su chándal en el punto exacto donde debía colocar el pie en el salto de longitud y evitar así que me descalificaran. Le gané la prueba, porque así es el deporte, y cuando nos abrazamos, las cien mil personas del estadio nos ovacionaron. ¿Hitler? Ni me acordé de mirarle. Sabía que llegaba al estadio por los murmullos de la gente: para mí lo importante era competir y ganar. Y haber hecho un amigo. Lloré el día que supe que Lutz Long había muerto en la guerra. Cargado de gloria y con cuatro medallas de oro en el equipaje --100 metros, 200, 4 x 100 metros relevos y longitud--, Jesse Owens tuvo un recibimiento gigantesco a su llegada a Nueva York. Como ha habido pocos. Los negros le veían como un símbolo de su raza y los blancos como el americano que había ridiculizado al Führer. Pero detrás de los aplausos y las serpentinas se escondía la realidad. Una realidad amarga: --Después de Berlín, a pesar de las cuatro medallas, nadie me ofreció un trabajo decente. Y como tenía una familia que mantener, empecé ganándome la vida corriendo contra caballos. Quizá fuera degradante desde el punto de vista atlético, pero jamás uno debe ser tan orgulloso como para despreciar un ingreso decente. Después, en 1938, alguien me propuso participar en un negocio de lavanderías: él ponía el dinero y yo el nombre. Pero el "pájaro" voló y yo tuve que hacerme cargo de las deudas. Nada menos que cincuenta mil dólares. Tuvimos que vender una casa que teníamos en Chicago y, con la guerra y todo, me encontré con que a los cuarenta años no tenía oficio ni beneficio. Menos mal que surgió la posibilidad de convertirme en relaciones públicas y en esto sigo. Trabajo ahora para cinco empresas distintas. Una de ellas comercializa los sellos y las medallas conmemorativas de la Olimpiada de Moscú. --Una Olimpiada polémica, Mr. Owens... Se ha quedado callado y pensativo. Y mide sus palabras al responder: --La política se ha adueñado de todo. La Olimpiada de 1936 también suscitó muchos comentarios, pero hoy los jóvenes están más politizados que en mi época: yo fui a Alemania porque era una oportunidad para viajar. Y una oportunidad para tener una vida más agradable a partir del éxito: desde que comencé en el atletismo siempre había soñado con una medalla. Y esto es lo que debe de tenerse en cuenta fundamentalmente: el deportista sólo piensa en ganar. En nada más. Tengo que poner punto final. La cortesía con el enfermo lo exige. Pero antes no resisto a preguntarle si se considera un símbolo para su raza. Su carisma es tan grande que incluso puede compararse al de Martin Lutero King. --Más que un símbolo, me considero un hombre realizado. Tengo amor, tengo recuerdos y mis semejantes me respetan. Ruth, con un tacto exquisito, me invita a ver la soberbia casa, desde la que se divisa la Squaw Pike, una de las montañas más bonitas de Arizona. La montaña de la mujer india. Y con un tono apagado, rezumando tristeza por lo que se avecina, me habla de sus cuatro hijas, de su hijo Jesse, de los siete nietos y ya un bisnieto, que viven, todos ellos, en Chicago. James Cleveland Owens, Jesse para todos, se nos iba. Se fue. La leyenda olímpica consumía sus últimas fuerzas en un sillón de la East Acotilla Lane de Phoenix. Un sillón desde el que podía contemplar toda una pared cubierta de fotografías, trofeos, premios y las cuatro medallas de oro conseguidas hace ya cuarenta y cuatro años en la Olimpiada de Berlín, que le han valido justa fama de dios Zeus en el Olimpo de tartán. ------------------------------