IMPERIO ROMANO

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IMPERIO ROMANO
periodo de la historia de Roma caracterizado por un régimen político dominado por un emperador, que
comprende desde el momento en que Octavio recibió el título de augusto (27 a.C.) hasta la disolución del
Imperio romano de Occidente (476 d.C.).
ARTE Y ARQUITECTURA DE ROMA
El arte y arquitectura de la antigua Roma y su imperio que en su periodo de máximo apogeo se extendió desde
las islas Británicas hasta el mar Caspio. El arte romano más primitivo comenzó con el derrocamiento de los
reyes etruscos y el establecimiento de la república el año 509 a.C. Se considera que el final del arte romano, y
por consiguiente el inicio del arte medieval, llegó con la conversión del emperador Constantino al cristianismo
y con el traslado de la capital del imperio desde Roma a Constantinopla en el año 330. Sin embargo, el estilo
romano e incluso sus temáticas romanas paganas continuaron representándose durante siglos, a menudo bajo
la impronta cristiana.
El arte romano se divide tradicionalmente en dos periodos: el arte de la Roma republicana y el de la Roma
imperial (desde el año 27 a.C. en adelante), con subdivisiones correspondientes a los emperadores más
importantes o a las diferentes dinastías. En la época de la república, el término romano se aplica prácticamente
al arte realizado en la ciudad de Roma, que conserva la huella de su pasado etrusco. Poco a poco, el arte se
liberó de su herencia etrusca, gracias a la expansión a través de Italia y el Mediterráneo y a medida que los
romanos asimilaron otras culturas como la griega. Durante los dos últimos siglos antes del nacimiento de
Cristo surgió una manera típicamente romana de construir edificios, realizar esculturas y pintar. Sin embargo,
debido a la extraordinaria extensión geográfica del Imperio romano y a sus diversos pobladores, el arte y la
arquitectura romanas fueron siempre eclécticas y se caracterizaron por emplear distintos estilos atribuibles a
los gustos regionales y a las preferencias de sus mecenas. El arte romano no es sólo el arte de los
emperadores, senadores y patricios, sino también el de todos los habitantes del vasto imperio romano,
incluyendo a la clase media de los hombres de negocios, los libertos o plebeyos, esclavos y legionarios de
Italia y sus provincias. Curiosamente, a pesar de que subsisten una gran cantidad de ejemplos escultóricos,
pictóricos, arquitectónicos y decorativos, conocemos pocos nombres de sus artistas y arquitectos. En general
los monumentos romanos se realizaron para glorificar a sus mecenas más que para expresar la sensibilidad
artística de sus creadores.
La arquitectura
Podemos hacernos una clara idea de la arquitectura romana a través de los impresionantes vestigios de los
edificios públicos y privados de la Roma antigua y gracias a los escritos de la época, como el De Architectura,
un tratado en 10 volúmenes compilado por Vitrubio hacia el final del siglo I a.C.
La planificación de la ciudad romana
La típica ciudad colonial romana del periodo final de la república y del pleno imperio tuvo una planta
rectangular similar a la de los campamentos militares romanos con dos calles principales el cardo (de norte a
sur) y el decumano (de este a oeste), una cuadrícula de pequeñas calles que dividen la ciudad en manzanas y
un perímetro amurallado con puertas de acceso. Las ciudades anteriores a la adopción de este tipo de
planificación, como la propia Roma, conservaron el esquema laberíntico de calles sinuosas. El punto focal era
el foro, por lo general situado en el centro de la ciudad, en la intersección del cardo y el decumano. Este
espacio abierto, rodeado de tiendas, funcionó como el lugar de reunión de los ciudadanos romanos. Fue
además el emplazamiento de los principales edificios religiosos y cívicos, entre ellos el senado, la oficina de
registro y la basílica, que consistía en una gran sala cubierta, flanqueada por naves laterales, con frecuencia de
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dos o más pisos. Las basílicas romanas albergaban las transacciones comerciales y los procesos judiciales,
pero este edificio se adaptó en tiempos cristianos, convirtiéndose en la tipología de iglesia occidental con un
ábside y un altar al final de la nave mayor. Las primeras basílicas se levantaron a comienzos del siglo II a.C.
en el propio foro romano, pero es en Pompeya donde se encuentran los ejemplos de basílicas más antiguas y
mejor conservadas (c. 120 a.C.).
En la Hispania romana se ha descubierto, gracias a diferentes excavaciones y a los vestigios arqueológicos, la
planificación de algunas de las más importantes ciudades hispanorromanas, como Baelo Claudia en Cádiz,
Itálica cerca de Sevilla (fundada por Publio Cornelio Escipión el año 206 a.C.), Emerita Augusta (Mérida),
Caesar Augusta (Zaragoza) o Tarraco (Tarragona).
Los templos romanos
El templo principal de la ciudad de Roma, el capitolio, estuvo por lo general localizado en un extremo del
foro. El templo romano fue el resultado de una combinación de elementos griegos y etruscos: planta
rectangular, tejado a dos aguas, vestíbulo profundo con columnas exentas y una escalera en la fachada dando
acceso a su alto pódium o plinto. Los romanos conservaron los tradicionales órdenes o cánones griegos
(dórico, jónico y corintio), pero inventaron otros dos: el toscano, una especie de orden dórico sin estrías en el
fuste y el compuesto, con un capitel creado a partir de la mezcla de elementos jónicos y corintios. La Maison
Carrée de la ciudad francesa de Nimes (c. 16 d.C.) es un ejemplo excelente de la tipología romana templaria.
Los templos romanos no se levantaron únicamente en el foro, sino que aparecen también a lo largo de toda la
ciudad y en el campo. Uno de los ejemplos posteriores más influyentes fue el Panteón (118−128 d.C.) de
Roma, que consistió en el habitual vestíbulo o pórtico columnado cubierto a dos aguas, seguido por un
espacio cilíndrico cubierto por una cúpula, sustituyendo la tradicional cella o habitación principal rectangular.
Los templos rotondos, más simples, como el construido hacia el 75 a.C. en Tívoli, cerca de Roma, basados en
prototipos griegos de cellas circulares perípteras, fueron también populares.
En España subsisten algunos restos arqueológicos de templos de época romana en las ciudades de Barcelona,
Mérida (dedicado a la diosa Diana), Córdoba (columnas de la calle Claudio Marcelo) y Sevilla.
Las tiendas y los mercados
Los edificios lúdicos y las tiendas estaban diseminados por toda la ciudad de Roma. Generalmente las tiendas
eran unidades de una habitación (tabernae) abiertas a las aceras. Muchas muestras, incluyendo las que
asociaban el molino con la panadería, se conservan aún en Pompeya y en otros lugares. A veces, se construyó
un complejo unificado de tiendas, como los mercados de Trajano (98−117 a.C.) en la colina del Quirinal en
Roma, que incorporaron numerosos locales comerciales (tabernae) en diferentes niveles y grandes vestíbulos
abovedados de dos pisos.
Los teatros y anfiteatros
Los teatros romanos aparecieron por primera vez al final del periodo republicano. Constaban de un alto
escenario junto a un foso semicircular (orchestra) y un área circundante de asientos dispuestos en gradas
(cavea). A diferencia de los teatros griegos, situados en pendientes naturales, los teatros romanos se
construyeron sobre una estructura de pilares y bóvedas y de esta manera pudieron ubicarse en el corazón de
las ciudades. Los teatros fueron populares en todos los lugares del Imperio. Podemos encontrar ejemplos
impresionantes en Orange (principios del siglo I d.C., Francia) y en Sabratha (finales del siglo II d.C., Libia).
Los teatros de Itálica y de Mérida fueron realizados en tiempos de Augusto y de Agripa, respectivamente. El
segundo de ellos, aunque presenta diferentes fases constructivas, destaca por su pórtico a modo de gran
fachada trasera del escenario (frons scaenae) del siglo I d.C. y por su orchestra semicircular. Los anfiteatros
(literalmente, teatros dobles) tuvieron planta elíptica con una pista (arena) central, donde se celebraban
combates entre gladiadores y animales, y un graderío alrededor similar al de los teatros. El anfiteatro más
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antiguo conocido es el de Pompeya (75 a.C.) y el más grande es el Coliseo de Roma (70−80 d.C.), que podía
albergar a unos 50.000 espectadores, más o menos la capacidad actual de los estadios deportivos. En la
Hispania romana destacan los anfiteatros de Mérida, Tarragona e Itálica. Los circos o hipódromos se
construyeron también en las ciudades más importantes; la plaza Navona de Roma ocupa el lugar de un circo
que fue construido durante el reinado de Domiciano (81−96 d.C.).
En las ciudades de Tarragona, Sagunto y Toledo pueden hoy día contemplarse algunos restos de antiguos
circos romanos.
Los baños públicos o termas
Las ciudades grandes, como las pequeñas, tuvieron termas o baños públicos (thermae). Bajo la república se
completaron generalmente con un vestuario (apodyterium) y habitaciones para bañarse con agua caliente,
templada y fría (caldarium, tepidarium, frigidarium) junto a una zona de ejercicios, la palestra. Las termas
(75 a.C.) cerca del foro de Pompeya son un ejemplo excelente de los modelos más antiguos. Bajo el imperio
estas estructuras comparativamente modestas se volvieron progresivamente más grandiosas. Ejemplos
posteriores, como los baños de Caracalla (c. 217 d.C.) en Roma tenían incluso bibliotecas, tiendas y enormes
espacios públicos abovedados, decorados con estatuas, mosaicos, pinturas y estucos.
Las obras públicas
Entre los diversos proyectos de construcciones públicas de los romanos, la red de puentes y calzadas que
facilitaron la comunicación a través de todo el imperio y los acueductos que traían el agua a las ciudades
desde los manantiales cercanos (Pont du Gard, año 19 d.C., cerca de Nimes), son los más extraordinarios.
El puente de Alcántara sobre el río Tajo, en Cáceres (España), puede ser considerado como una gran obra de
ingeniería, gracias a la combinación del arco y la bóveda. Fue construido por el arquitecto Lacer en tiempos
de Trajano y llevaba asociados un arco de triunfo y un templo. Aún se yergue el famoso acueducto de
Segovia. Está formado por dos series de arquerías (118 arcos en su totalidad), superpuestas en dos niveles por
robustos pilares de granito. Su cometido radicaba en surtir y proveer a la ciudad del agua necesaria. Fue
construido en el siglo I a.C. Debemos destacar también los acueductos de los Milagros y de San Lázaro en
Emerita Augusta (Mérida).
Las viviendas
Aunque los edificios públicos fueron las construcciones urbanas más grandes y costosas, la mayor parte de la
ciudad de Roma estaba ocupada por viviendas particulares.
La domus o casa romana
Las viviendas unifamiliares se construyeron con una amplia variedad de formas y tamaños, pero las domus
romanas generalmente exhibieron su preferencia por la simetría axial, que caracteriza también la mayor parte
de la arquitectura pública. Las casas más antiguas, fechadas entre los siglos III y IV a.C., parecen haber sido
construidas de acuerdo con los modelos etruscos. La domus itálica, o casa de los inicios de la República,
constaba de un pasillo de entrada (fauces), un espacio principal a cielo abierto (atrium) con un estanque
central para recoger el agua de la lluvia (impluvium), una serie de pequeñas habitaciones (cubicula), una zona
de recepción y trabajo (tablinum), un comedor (triclinium), una cocina (culina) y a veces un pequeño jardín
trasero (hortus). La parte delantera contaba en ocasiones con estancias abiertas a la calle que servían de
tiendas. Durante el final de la República y el comienzo del Imperio, las casas romanas se convirtieron en
unidades más complicadas. En el atrium se instalaron columnas de estilo griego, el antiguo hortus se
ensanchó y se rodeó de una columnata (peristilo), y la decoración se hizo bastante profusa. Las viviendas de
las ciudades más ricas llegarían a ocupar un bloque entero, como ocurrió con la denominada casa del Fauno
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de Pompeya, construida a principios del II siglo d.C.
La villa y el palacio
Las villas suburbanas, como las que pertenecieron a Cicerón, el orador y hombre de estado, y a otros romanos
famosos, incorporaron grandes terrenos, lagos, santuarios y complejos termales. La más extraordinaria de las
villas imperiales conservadas es la de Adriano en Tívoli (iniciada el 118 a.C.). El primer emperador, Augusto,
que reinó desde el 27 d.C. al 14, vivió en una residencia relativamente austera en la colina Palatina en Roma,
pero Domiciano ordenó construir a su lado un gran palacio imperial (iniciado aproximadamente el 81 d.C.).
La domus augustana de Domiciano sirvió también como cuartel general de los emperadores posteriores. Tuvo
grandes salones de recepción, comedores públicos, fuentes y un jardín en forma de estadio, además de un ala
residencial.
La insulae
Los ciudadanos del periodo imperial que no pudieron permitirse tener viviendas particulares, vivían en
insulae, viviendas colectivas de muchos pisos, construidas de ladrillo y argamasa, similares a los edificios de
apartamentos actuales. Los ejemplos mejor conservados, fechados en los siglos II y III, están en Ostia, el
puerto de Roma en la desembocadura del río Tíber.
Los enterramientos romanos
La tumba sepulcral fue un tipo de construcción que casi siempre estaba emplazada fuera de la urbe
propiamente dicha. Las tumbas romanas, levantadas generalmente junto a las calzadas principales de entrada a
la ciudad, tuvieron una extraordinaria variedad formal porque reflejaron los gustos personales de sus
promotores y porque su función, alojar los cuerpos o restos incinerados de los muertos, podía adecuarse a
cualquier forma. El emperador Augusto construyó su propio mausoleo en Roma entre los años 28 y 23 a.C.,
un gigantesco tambor macizo coronado por un túmulo, recordando los sepulcros de tierra de la época etrusca.
El emperador Adriano erigió en el otro lado del Tíber un mausoleo aún mayor, construido para él mismo y sus
sucesores (135 d.C.−139 d.C.), que en el siglo V se transformó en el castillo de Sant'Angelo. Un potentado
contemporáneo a Augusto, Cayo Sestio, eligió hacia el año 15 a.C. una pirámide sepulcral, mientras que en la
misma época un próspero panadero, Marcus Virgilium Eurysaces, decoró su tumba con un friso en el que se
detallaban las diferentes fases de la cocción del pan. Las personas con menos recursos, los libertos en
particular, fueron enterrados en tumbas comunales llamadas columbaria, en las que las cenizas de los
fallecidos se depositaban en alguno de los innumerables nichos diferenciados por una simple inscripción. Se
erigieron también grandes tumbas verticales, como la realizada en honor de la familia patricia de los Julios en
Saint−Rémy de Provenza (Francia). Su mausoleo, construido hacia el 25 d.C., consiste en una gran base bajo
un cuerpo de cuatro arcos y un pequeño templo circular rematado por dos estatuas. Los sepulcros también
podían estar horadados en las laderas de las montañas, con portadas monumentales talladas en los taludes de
piedra, como en la necrópolis romana de Petra (actual Jordania).
La denominada Tumba o Torre de los Escipiones (primera mitad del siglo I d.C.) constituye uno de los
mejores sepulcros conservados en la Hispania romana. Localizado cercano a Tarragona, presenta un aspecto
de torre con cuerpos superpuestos, en los que se colocaron esculturas del dios Atis y bajorrelieves que quizás
representan a los difuntos para los que se realizó el monumento, supuestamente rematado por una pequeña
pirámide.
Los materiales y métodos de construcción
El principal material de construcción romano a partir del periodo republicano, fue el sillar de piedra de
cantería local, utilizado junto con vigas de madera, tejas y baldosas cerámicas. La piedra elegida variaba
desde la toba y el travertino del centro de Italia al brillante mármol blanco importado de Grecia y Asia Menor
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o, en tiempos de Julio César, desde Luna (actual Luni, cerca de Carrara, Italia) y los mármoles polícromos
traídos desde las canteras de todo el mundo antiguo. A menudo se utilizaron finas placas de mármol como
revestimiento para cubrir las paredes construidas de sillería o sillarejo ligado con mortero.
Los mármoles dieron esplendor a las construcciones romanas, al igual que a los edificios griegos anteriores,
pero la argamasa, material equiparable al hormigón actual inventado por los romanos, les permitió levantar
edificios imposibles de construir con el anterior sistema de estructuras adinteladas. El opus caementicium
romano era una amalgama de piedras informes, cal y puzzolana volcánica, que suministró a los arquitectos
romanos los medios para cubrir espacios enormes con grandes arcos y bóvedas, y liberar al diseño
arquitectónico de los modelos rectilíneos que se usaron en la arquitectura griega.
Las cubiertas concrecionadas hicieron posible la construcción de los grandes anfiteatros y baños del mundo
romano, así como la cúpula del Panteón y algunos santuarios espectaculares en las colinas, como el de
Fortuna Primigenia en Palestina (finales del siglo II d.C.). Debido a que los muros y cubiertas estaban hechas
con moldes, los arquitectos comenzaron a experimentar con configuraciones irregulares que proporcionaban
un cierto dramatismo al interior de los edificios. Aunque la argamasa romana podía ser revestida con gran
variedad de materiales, el ladrillo fue el más popular durante el imperio. De hecho, durante los dos siglos
anteriores a nuestra era, el ladrillo llegó a ser apreciado por derecho propio como elemento de construcción en
las fachadas de los edificios. Las fachadas de argamasa revestida de ladrillo se convirtieron rápidamente en el
modelo favorito para los edificios grandes como las insulae o casas de apartamentos, las termas y los horrea o
almacenes (como los horrea de Epagathius en Ostia, del 145 al 150 d.C.).
La escultura
A lo largo de todo el mundo romano las estatuas y relieves escultóricos adornaron los edificios públicos y
privados. De hecho, algunas construcciones romanas fueron poco más que soportes monumentales para la
escultura.
Los arcos de triunfo
Los arcos de triunfo levantados en todas las partes del imperio se destacan como uno de los monumentos más
importantes. Aunque casi ninguno de los grandes grupos escultóricos (a menudo cuadrigas) que alguna vez
remataron estos arcos ha subsistido, el propósito originario de tales construcciones fue únicamente servir de
soporte a la estatuaria honorífica. Los arcos primitivos eran muy sencillos pero bajo Augusto y los
emperadores posteriores se fueron complicando. Con el tiempo se convirtieron en verdaderos soportes
propagandísticos, recubiertos con series extensas de bajorrelieves, anunciando las victorias y las grandes
hazañas de los emperadores. Las imágenes solían representar acontecimientos históricos concretos, pero
frecuentemente se desarrollaron también temas alegóricos en los que el emperador podía aparecer en
compañía de los dioses o recibiendo el homenaje de los pueblos conquistados.
Entre los arcos más importantes conservados en Roma están el de Tito (c. 81 d.C.), en el foro romano y el de
Constantino (315 d.C.) cerca del Coliseo. En los dos bajorrelieves del arco de Tito se representa el desfile
triunfal del emperador, los tesoros del gran templo de Jerusalén. El arco de Constantino presenta una mezcla
de relieves reutilizados de monumentos más antiguos y otros realizados especialmente para dicho arco. Los
medallones y frisos muestran una gran cantidad de temáticas, incluyendo escenas de batalla, sacrificio y
distribución de dádivas. En los relieves antiguos la cabeza de Constantino fue labrada en sustitución de las de
sus predecesores. Esta remodelación de los relieves antiguos fue algo corriente en la Roma imperial. Los
monumentos de los emperadores condenados a título póstumo por el Senado (damnatio memoriae) fueron
modificados o destruidos.
Algunos arcos decorados con suntuosidad pueden contemplarse también fuera de Roma. En Benevento, en el
sur de Italia, se levantó hacia el 114 d.C. un gran arco con 14 placas en las que se rendía homenaje a Trajano.
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En Orange, Francia, el arco de Tiberio (225 d.C.) se decoró con representaciones de las tropas militares y de
los prisioneros fronterizos, escenas de los romanos luchando contra los galos, escudos y armas de los
prisioneros. En España se conservan en la actualidad los arcos de Bará en Tarragona, el de Caparra en la
ciudad antigua de Capeta (Cáceres) y el de Medinaceli en Soria. El primero de ellos presenta un único vano
central, el segundo de ellos, de finales del siglo I d.C., presenta una configuración cuadrifonte y el tercero una
estructura tripartita, con un arco central más grande flanqueado por otros dos de menor tamaño.
Las columnas rostrales y los altares
Ocasionalmente se levantaron también columnas historiadas, con frisos de bajorrelieves en espiral, relatando
con gran detalle las campañas militares de los romanos. La primera y más grande de ellas fue la del foro de
Trajano (113 d.C.) de Roma, levantada por el arquitecto Apolodoro de Damasco. Describe las actividades de
la armada romana en su guerra contra los Dacios, en la frontera septentrional del Imperio (actual Rumania).
Los relieves históricos adornaron también grandes altares como el Ara Pacis de Augusto (fechado en Roma
del 13 al 9 a.C.), cuyos relieves celebran el inicio con Augusto de la pax romana, la gran época de paz y
prosperidad del Imperio romano.
Los estilos escultóricos
El estilo de los relieves escultóricos del imperio se extiende desde el consciente neoclasicismo griego de los
frisos del Ara Pacis al esquemático, frontal e hierático estilo de los nuevos bajorrelieves labrados para el arco
de Constantino. En muchos monumentos pueden contemplarse dos o más estilos superpuestos. Como se ha
señalado anteriormente, la historia del arte romano fue ecléctica hasta su final y ningún periodo tuvo un estilo
unificado. De hecho, las construcciones oficiales a menudo difieren, como se aprecia en los monumentos
coetáneos de la capital y las provincias.
Los relieves funerarios
Los encargos privados de esculturas en relieve se hicieron por lo general en contextos funerarios. Los
comerciantes prósperos, como el panadero Eurysaces, hicieron inmortalizar en sus mausoleos las actividades
comerciales realizadas en vida. Durante el final de la República y el inicio del Imperio se labraron relieves
escultóricos de los libertos para las fachadas de sus sepulcros comunales. En los siglos I y II d.C. los retratos
en relieve se colocaron generalmente en los altares funerarios o alrededor de las tumbas.
Los relieves sepulcrales más importantes, utilizados a partir de mediados del siglo II tanto por las clases
medias como por las altas, decoraron los sarcophagi (literalmente carnívoros), sarcófagos, producidos en
Roma y otras metrópolis importantes del Mediterráneo, incluyendo Atenas y varias ciudades griegas. Muchos
de los relieves de los sarcófagos conservados están compuestos únicamente de guirnaldas y otros motivos
decorativos, pero se representaron también gran variedad de temas narrativos. Los relatos mitológicos, como
Las labores de Hércules, Meleagro cazando el jabalí de Calidonia y La leyenda de Niobe y sus hijos, fueron
particularmente estimados. El Museo Arqueológico Nacional de Madrid conserva un sarcófago procedente de
Husillos (Palencia) realizado en tiempos de Adriano, en el que sus relieves escultóricos muestran una temática
relacionada con el mito de Orestes y su venganza, y el Museo Arqueológico de Barcelona conserva otra pieza
procedente de Alicante que representa el rapto de Proserpina (siglo II d.C.). A menudo se sustituyó el retrato
del fallecido por el busto de un héroe o heroína mitológica. Algunas veces los relieves sepulcrales fueron
también de naturaleza pseudobiográfica de modo que el cliente pudiera elegir, a partir de un catálogo, las
representaciones de escenas de guerra, sacrificio y matrimonio. La composición de estas escenas se basaba en
los relieves imperiales, que podían mostrar al emperador haciendo sacrificios a los dioses oficiales o
recibiendo a los emisarios de los bárbaros.
El mármol blanco fue el material preferido por los romanos para los relieves escultóricos, pero en muchas
ocasiones emplearon variedades menos costosas de piedra. Por lo general, los relieves se policromaron y en
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ocasiones incluyeron piedras de colores como el pórfido, material predilecto en el siglo IV, sobre todo en los
sarcófagos imperiales.
La escultura exenta
En la estatuaria de bulto redondo utilizaron los mismos materiales pétreos, aunque se hicieron también gran
cantidad de estatuas en bronce o incluso en oro y plata. Se conservan relativamente pocas estatuas en bronce y
casi ninguna en oro o plata, ya que muchas de ellas se fundieron en la edad media y periodos posteriores. La
estatua ecuestre en bronce (c. 175 d.C.) del emperador Marco Aurelio en la plaza del Capitolio en Roma
(conservada únicamente porque se creyó que representaba a Constantino), el busto en oro del mismo
emperador en Avenches (Museo Cantonal de arqueología e historia, Lausana, Suiza) y el busto de plata
(Museo de Antigüedades de Turín, Italia) de Lucio Aurelio Vero, corregente (161−169 d.C.) con Marco
Aurelio, son excepciones notables.
También se realizaron estatuas de dioses, héroes y seres humanos en una amplia variedad de contextos. Cada
templo tuvo su estatua de culto. Las imágenes en mármol y bronce de dioses y héroes, originales romanos o
copias de las antiguas estatuas griegas, fueron comunes no sólo en los lugares públicos como las termas, sino
en los atrios, jardines y estanques de viviendas privadas. Los edificios civiles importantes solían poseer un
retrato del emperador vivo y a veces incluso de su mujer e hijos. Así por ejemplo en el Museo Arqueológico
de Córdoba se conserva una cabeza que representa a uno de los hijos del emperador Tiberio y en el Museo
Arqueológico de Tarragona un retrato de Livia.
Los retratos escultóricos
El retrato escultórico romano compone uno de los grandes capítulos en la historia del arte antiguo. Los
retratos conservados varían en tamaño, desde bustos pequeñísimos a enormes estatuas como la de Constantino
(c. 315 d.C.−330 d.C.), ubicada en su basílica del foro romano. Durante la República fue costumbre que los
miembros de la familia portaran imágenes del fallecido durante el cortejo fúnebre. Recientes estudios sugieren
que la representación de hombres y mujeres ancianos asociados con monumentos funerarios no son retratos
concretos del fallecido sino convenciones culturales sobre su imagen. Esta costumbre se complementaba con
los actos conmemorativos y otros eventos como la presencia de sus imágenes en espacios públicos. En
cualquier caso, la representación veraz se incluía para completar el compendio de virtudes republicanas. Otra
teoría ha sugerido que estas imágenes fueron esculpidas por artistas griegos cuya propia hostilidad hacia los
romanos les impulsó a exagerar estos convencionalismos hasta el límite caricaturesco. El concepto simbólico
de las imágenes continuó en el periodo de la Roma imperial, tal como revelan las imágenes de Augusto.
Cuando el primer emperador murió en el año 14 d.C. a la edad de 76 años, sus retratos oficiales todavía lo
representaban como un hombre joven. Aunque la representación oficial varió a lo largo de su vida en
innumerables ocasiones, ninguna le muestra como un monarca anciano. Con el tiempo, sin embargo, las
imágenes de los emperadores se volvieron más figurativas.
La pintura
Actualmente se conservan pocas tablas pintadas, pero se sabe por la literatura antigua que los artistas romanos
elaboraron sobre este soporte una gran variedad de temas, incluyendo acontecimientos históricos, mitos,
escenas de vida cotidiana, retratos y bodegones.
Los retratos pintados
En el periodo de la Roma imperial, los retratos pintados están tipificados por unas tablas que han aparecido en
diferentes lugares de Egipto. Estas pinturas, tradicionalmente denominadas retratos del Fayum, por el distrito
agrícola en Egipto donde fueron descubiertas, están realizadas con la técnica de la encáustica, un método que
disuelve los pigmentos en cera fundida. Estas tablas son los únicos retratos que se conservan en cierto número
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y aunque se trata de trabajos provincianos, muestran el alto nivel de los pintores romanos. Estas imágenes
reflejan los gustos imperantes del momento y suministran una visión de la evolución del retrato durante el
periodo imperial. Se conserva (Museo Staatliche de Berlín) un retrato imperial pintado que representa a Lucio
Septimio Severo, su mujer Julia Domna y sus hijos Caracalla y Geta. La cabeza de Geta fue borrada después
de su condena oficial (damnatio memoriae).
La pintura mural
La pintura mural, en cambio, está bien documentada, sobre todo en Pompeya y en las otras ciudades que
fueron enterradas en el año 79 d.C. por la erupción del volcán Vesubio. Se distinguen cuatro etapas
denominadas estilos pompeyanos.
Los estilos primero y segundo
El primer estilo, popular aproximadamente entre los años 120 y 80 a.C. (Casa de Salustio, Pompeya), se basa
en la decoración griega de interiores y a veces se denomina como el estilo de incrustación porque sus pinturas
sobre el yeso se utilizaron para imitar el aspecto de los muros de mármol pulidos. Los pintores que trabajaron
en el segundo estilo, desde el 80 al 15 a.C., intentaron crear por medio de la perspectiva una ilusión espacial
que se prolongaba más allá de la superficie mural. Las columnatas, los jardines, los escenarios teatrales y los
templos circulares fueron motivos usuales. Hoy se pueden encontrar extensas series de frescos del segundo
estilo en Pompeya (villa de los Misterios, año 50 a.C.), en una magnífica villa excavada recientemente cerca
de Oplontis (también del año 50 a.C.) y en otros lugares. La casa de Augusto en la colina del Palatino en
Roma estuvo decorada, incluso, en este elegante estilo (c. 25 a.C.).
Los estilos tercero y cuarto
El tercer estilo, datado desde el 15 a.C. hasta el 63 d.C. es una pintura delicada en la que el ilusionismo del
segundo estilo se suprimió en favor de arabescos lineales sobre fondos monocromos. Las habitaciones más
hermosas pintadas en el tercer estilo se conservan en la villa de Agripa Postumo en Boscotrecase (10 a.C.). El
cuarto estilo, desarrollado entre el 63 al 79 d.C., antes de la erupción del Vesubio, es el estilo último y más
complejo. Los motivos arquitectónicos fueron de nuevo populares, pero no de acuerdo con una perspectiva
lógica, sino con estructuras fantásticas e imposibles de construir, como las de la casa Vetii en Pompeya. En
los estilos tercero y cuarto la parte central de los murales está pintada al estilo de las tablas, mostrando temas
mitológicos, aunque también se conocen ejemplos de vida cotidiana y retratos. El desarrollo de la pintura
mural después de la destrucción de estas ciudades por el Vesubio está menos documentado, pero se pueden
encontrar estancias pintadas en los siglos II, III y IV en Ostia y, sobre todo, en las catacumbas romanas, donde
los temas cristianos se desarrollaron mucho antes de la conversión de Constantino al cristianismo.
Entre los restos murales pictóricos de la Hispania romana debemos destacar los conservados en el Museo de
Arte Romano de Mérida y los de Santa Eulalia de Bóveda (Lugo).
Otras artes
Dondequiera que existieran pinturas murales, es probable que también hubiera suelos polícromos. Éstos
estaban pintados de forma sencilla, a menudo con tonos uniformes, pero en muchos casos se completaron con
baldosas de mármol de colores o pequeños paralelepípedos vítreos (teselas) formando mosaicos.
Los mosaicos
En todas las partes del imperio se han encontrado mosaicos romanos. Oscilan desde los modelos abstractos de
teselas blancas y negras hasta las ambiciosas composiciones figurativas polícromas, como el gran suelo de la
casa del Fauno en Pompeya, que reproduce una pintura griega del siglo IV a.C. (la Batalla de Issos, un
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encuentro entre los ejércitos de Alejandro Magno y el rey Darío III de Persia). A menudo los techos romanos
estuvieron pintados o recubiertos de mosaicos, pero también se decoraron con relieves polícromos de estuco.
Se han excavado hermosas bóvedas estucadas en la Casa Farnesina (20 a.C.) y en la tumba de los Pancratii en
Roma (160 d.C.).
En España se conservan muchos mosaicos de época romana. Entre ellos cabe destacar los del Museo de
Barcelona (temática circense y pisciforme), los del Museo Arqueológico Nacional de Madrid (sobre todo los
que representan los trabajos de Hércules), los de Tarragona (con el tema de la Medusa), los del Museo de
Navarra en Pamplona (Triunfo de Baco y Teseo y el Minotauro), los de Itálica (mosaico de Neptuno), los de
Mérida (mosaico de los siete sabios y mosaicos de la casa del Mitreo) y los de Ampurias en Gerona
(Sacrificio de Ifigenia).
Las gemas, los camafeos, la metalistería y la cristalería
En la Roma antigua las denominadas artes menores, la metalistería, el tallado de gemas o el soplado y
moldeado del vidrio, aunque tuvieron un desarrollo menor, fueron muy apreciadas. Los nombres de los
artistas rara vez se hicieron constar, pero conocemos al grabador de los sellos oficiales del emperador
Augusto, un artífice llamado Dioscorides. Se conservan un gran número de camafeos y piedras preciosas
grabadas en hueco, con retratos y figuras mitológicas, así como algunos grandes camafeos con escenas
narrativas y alegóricas. Entre los más importantes están la Gemma Augustea (principios del siglo I d.C.,
Museo Kunsthistorische de Viena), dedicada a Augusto y el Gran Camafeo de Francia (París, Biblioteca
Nacional), realizado en honor de Tiberio, sucesor de Augusto.
Los orfebres fueron diestros en la elaboración de joyas de metales preciosos y costosas vajillas. Se han
encontrado vajillas de plata romanas en una villa en Boscoreale y en la casa de Menander en Pompeya.
Ambos tesoros, enterrados por la erupción del Vesubio, incluyen motivos abstractos, vegetales y figurativos.
Los trabajos en miniatura más difundidos del arte romano fueron las monedas acuñadas en oro, plata y cobre.
Bajo el Imperio, las monedas mostraban en el lado anverso los retratos de los emperadores y en el reverso
representaciones de dioses, de edificios o de relatos mitológicos.
El vidrio romano, a pesar de su fragilidad, se ha conservado en cantidades considerables. La fabricación
incluyó las técnicas del vidrio moldeado y del vidrio soplado, además de variantes lujosas como los camafeos
de cristal (vaso Portland, finales del primer siglo a.C., Museo Británico de Londres), los mosaicos vítreos
(ejemplos del siglo I a.C. en el Museo del cristal de Corning, Nueva York), la fondi d'oro (cristal realzado con
oro, ejemplos varios del siglo IV d.C. en el Museo Metropolitano de Nueva York) y la diatreta (vasos
torneados), vasijas de cristal de una pieza con figuras talladas en altorrelieve sobre la superficie exterior (vaso
Licurgo, siglo IV d.C., Museo Británico).
Influencia
El arte y la arquitectura de Roma marcaron una profunda impronta no sólo en el arte posterior de la edad
media sino también en los periodos renacentista y barroco, e incluso en gran parte del arte contemporáneo que
muestra algunos rasgos heredados del pasado romano.
CRISTIANISMO
religión monoteísta, la más extendida en el mundo debido a los más de 1.700 millones de personas que la
profesan.
El cristianismo, en muchos sentidos y como cualquier otro sistema de creencias y de valores, se comprende
sólo desde el interior de aquéllos que comparten la creencia y se esfuerzan por vivir de acuerdo con esos
valores. Cualquier descripción de la religión que ignorara estas concepciones internas, no sería fiel en el orden
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histórico. Sin embargo, un aspecto que aquéllos que profesan esta fe no reconocen por regla general es que
semejante sistema de creencias y de valores también puede ser descrito de una forma que tenga sentido para
un observador interesado, pero que no comparte, o que no puede compartir, su punto de vista.
Doctrina y práctica
Una comunidad, un modo de vida, un sistema de creencias, una observancia litúrgica, una tradición; el
cristianismo es todo eso y más. Cada uno de estos aspectos del cristianismo tiene afinidades con otras
creencias, aunque cada una de éstas también muestra señas particulares, consecuencia de su origen y
evolución. Teniendo en cuenta esto, es una ayuda, y de hecho se hace inevitable, estudiar las ideas e
instituciones del cristianismo en forma comparativa, relacionándolas con las afinidades que tiene con otras
religiones. Sin embargo, resulta asimismo importante el estudio de los rasgos distintivos que son exclusivos
del cristianismo.
Principales enseñanzas
Un fenómeno tan complejo y vital como el cristianismo resulta más fácil describirlo desde una perspectiva
histórica que definirlo de una forma lógica, aunque esta descripción histórica incluya concepciones
interiorizadas por los creyentes y que son también características esenciales de la religión. Uno de los
elementos esenciales lo constituye el protagonismo de la figura de Jesucristo. Ese protagonismo es, de uno u
otro modo, el rasgo distintivo de todas las variantes históricas de la creencia y práctica del cristianismo. Los
cristianos no han logrado llegar a un acuerdo sobre la comprensión ni sobre la definición de qué es lo que hace
que Cristo sea tan característico y único. Desde luego, todos coinciden en que su vida y su ejemplo deberían
ser seguidos y que sus enseñanzas referentes al amor y a la fraternidad deberían sentar las bases de todas las
relaciones humanas. Gran parte de sus enseñanzas encuentran su equivalencia en la predicación de los
rabinos, después de todo Jesús era uno de ellos, o en las enseñanzas de Sócrates y de Confucio. En las
enseñanzas del cristianismo, Jesús no puede ser menos que el supremo predicador y ejemplo de vida moral,
pero, para la mayoría de los cristianos, eso, por sí mismo, no hace justicia al significado de su vida y obra.
Todas las referencias históricas que se tienen de Jesús se encuentran en los Evangelios, parte del Nuevo
Testamento englobada en la Biblia. Otras partes del Nuevo Testamento resumen las creencias de la Iglesia
cristiana primitiva. Tanto san Pablo como otros autores de las Sagradas Escrituras creían que Jesús fue el
revelador no sólo de la vida humana en su máxima perfección, sino también de la realidad divina en sí misma.
Véase también Cristología.
El misterio fundamental del Universo, llamado de muchas formas en las distintas religiones, en palabras de
Jesús se llamaba Padre, y por eso los cristianos llaman a Jesús, Hijo de Dios. En todo caso, tanto en su
lenguaje como en su vida, existía una profunda intimidad con Dios y un anhelo por acceder a Él, así como la
promesa de que, a través de todo lo que Jesús fue e hizo, sus seguidores podrían participar en la vida del Padre
en el cielo y podrían hacerse hijos de Dios. La crucifixión y resurrección de Jesucristo, a la que los primeros
cristianos se refieren cuando hablan de Él como de aquél que reconcilió a la humanidad con Dios, hicieron de
la cruz el principal centro de atención de la fe y devoción cristianas, y el símbolo más importante del amor
salvador de Dios Padre.
En el Nuevo Testamento, y por lo tanto en la doctrina cristiana, este amor es el atributo más importante de
Dios. Los cristianos enseñan que Dios es omnipotente en su dominio sobre todo lo que está en la tierra y en el
cielo, recto a la hora de juzgar lo bueno y lo malo, se encuentra más allá del tiempo, del espacio y del cambio,
pero sobre todo enseñan que Dios es amor. La creación del mundo a partir de la nada y de la especie humana
fueron expresiones de ese amor, como también lo fue la venida de Jesús a la Tierra. La manifestación clásica
de esta confianza en el amor de Dios viene dada por las palabras de Jesús en el llamado Sermón de la
Montaña: Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? (Mat. 6,26). Los primeros cristianos descubrían en
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estas palabras una demostración de la privilegiada posición que tienen los hombres y las mujeres por ser hijos
de un padre celestial como Él, y del lugar aún más especial que ocupa Cristo. Esa posición de excepción llevó
a que las primeras generaciones de creyentes le otorgaran la misma categoría que al Padre, y a que más tarde
utilizaran la expresión el Espíritu Santo, a quien el Padre envió en el nombre de Cristo, como parte de la
fórmula que se utiliza en la administración del bautismo y de los diversos credos de los primeros siglos.
Después de numerosas controversias y reflexiones, aquella expresión adoptó la forma en la doctrina de Dios
de la Santísima Trinidad. Véase también Espíritu Santo.
Desde un principio, el camino para iniciarse en el cristianismo ha sido el bautismo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo o a veces, más simplemente, en el nombre de Cristo. En un comienzo, parece ser que
el bautismo le era administrado sobre todo a los adultos, después de haber hecho manifiesta su fe y de haber
prometido corregir sus vidas. La práctica del bautismo se generalizó más al extenderse también a los niños.
Otro rito que es aceptado por todos los cristianos, es el de la eucaristía o cena del Señor, en la que los
cristianos comparten pan y vino, expresando y reconociendo así la realidad de la presencia de Cristo, tal como
lo conmemoran en la comunión de unos con otros, en la misa. La forma que fue adquiriendo la eucaristía a
medida que evolucionó, fue la de una cuidada ceremonia de consagración y de adoración, a partir de textos
eucarísticos escritos sobre todo en los primeros siglos del cristianismo. La eucaristía también se ha
transformado en uno de los principales motivos de conflicto entre las distintas Iglesias cristianas, pues no
todas están de acuerdo con la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrados y con el efecto que
produce esta presencia en los que lo reciben. Véase también Liturgia; Misa; Partes musicales de la misa.
La comunidad cristiana misma, es decir, la Iglesia, es otro componente fundamental dentro de la fe y las
prácticas del cristianismo. Algunos estudiosos cuestionan el hecho de que se pretenda asumir que Jesús
intentó fundar una iglesia (la palabra iglesia se menciona sólo dos veces en los Evangelios), pero sus
seguidores siempre estuvieron convencidos de que su promesa de estar con ellos siempre, hasta el fin de los
días se hizo realidad mediante su cuerpo místico en la tierra, es decir, la santa Iglesia católica (universal). La
relación que mantiene esta santa Iglesia universal con las distintas organizaciones eclesiásticas que existen por
toda la cristiandad es la causa de las principales divisiones entre ellas. El catolicismo ha tendido a equiparar su
propia estructura institucional con la Iglesia universal, mientras que algunos grupos protestantes extremistas
han estado prontos a reclamar que ellos, y sólo ellos, representan la verdadera Iglesia visible. Sin embargo,
cada vez un mayor número de cristianos de todos los sectores han comenzado a reconocer que no existe un
único grupo que tenga el derecho de apropiarse el concepto de Iglesia, y han empezado más bien a trabajar
para lograr la unión de todos los cristianos. Véase Movimiento ecuménico; Protestantismo; Iglesia católica
apostólica romana.
Culto
Cualquiera que sea su organización institucional, la comunidad de fe dentro de la Iglesia es la primera
condición para proceder al culto cristiano. Todos los cristianos de las distintas tradiciones han subrayado el
papel trascendente de la devoción y de la oración individual, tal y como lo indicó Jesús. Pero él también
instituyó una oración universal, el Padrenuestro, cuyas primeras palabras subrayan la naturaleza y el sentido
de comunidad que tiene el culto: Padre Nuestro que estás en el cielo. A partir del Nuevo Testamento, se
estableció que el día que toda la comunidad cristiana destinaría a la adoración sería el primer día de la semana,
el domingo, en conmemoración a la resurrección de Cristo. Lo mismo que el shabat judío, el domingo se
destina al descanso. También es el día en que los creyentes se reúnen para oír la lectura y la predicación de la
palabra de Dios recogida en la Biblia, de participar en los sacramentos y de rezar, alabar al Señor y darle
gracias. Las necesidades del culto en comunidad han motivado la creación de miles de himnos, coros y cantos,
así como de música instrumental, en especial para órgano. Desde el siglo IV, las comunidades cristianas han
edificado construcciones especiales destinadas al culto, un hecho decisivo en la historia de la arquitectura y
del arte en general.
Vida cristiana
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El mandato y la exhortación de la predicación y las enseñanzas cristianas abarcan todos los temas referentes a
la doctrina y a la moral. Los dos mandamientos más importantes dentro del mensaje ético de Jesús (Mt.
22,34−40) son el amor a Dios y el amor al prójimo. La aplicación de estos mandamientos a situaciones
concretas en la vida, ya sea en el orden personal como en el social, no genera uniformidad en el
comportamiento moral ni en el social. Por ejemplo, hay cristianos que consideran pecaminosas las bebidas
alcohólicas, pero los hay que no opinan igual. Existen cristianos que adoptan diferentes posturas sobre temas
de actualidad, ya sea desde puntos de vista de extrema derecha, de extrema izquierda o de centro. A pesar de
ello, es posible hablar de un modo de vida cristiano, aquél que participa de la llamada al servicio y a
convertirse en discípulo de Cristo. El valor inherente a cada persona creada a la imagen de Dios, la santidad
de la vida humana, así como el matrimonio y la familia, el esfuerzo por alcanzar la justicia, aunque sea en un
mundo caído en la desgracia, son compromisos morales dinámicos que los cristianos deberían aceptar; sin
embargo, sus conductas pueden no conseguir las metas que imponen estas normas. Ya desde las páginas del
Nuevo Testamento se hace patente que siempre ha sido difícil la tarea de desarrollar las implicaciones o el
alcance que puede tener una ética del amor, bajo las condiciones de la existencia cotidiana, y que en realidad
nunca ha existido una `época dorada' en la que haya sucedido lo contrario.
Escatología
Sin embargo, dentro de la doctrina cristiana late la idea de esta época de oro, representada en la esperanza
cristiana de una vida eterna. Jesús se refirió a esta esperanza con tanta insistencia que muchos de sus
seguidores estaban a la espera del fin del mundo de un modo declarado y abierto, pues con ese fin sus vidas
alcanzarían el reino de la eternidad. Desde el siglo I, esta expectación creó una actitud de flujo y reflujo,
alcanzando a veces niveles de gran intensidad, y otras veces de una aparente aceptación del mundo en sus
formas más crueles. Los credos de la Iglesia se refieren a esta esperanza usando el lenguaje de la resurrección,
de una nueva vida, participando de la gloria de Cristo resucitado. Teniendo estos símbolos en cuenta, el
cristianismo debería considerarse como una religión espiritual, y en ocasiones se ha limitado exclusivamente a
cumplir este papel. Pero, a través de la historia de la Iglesia, la esperanza cristiana también ha servido para
motivar el desarrollo de una vida terrenal más conforme a los deseos de Dios según fue revelado por Cristo.
Véase también Catecismo; Escatología; Segunda venida.
Historia
Casi toda la información de la que se dispone sobre la vida de Jesús y los orígenes del cristianismo, proviene
de aquéllos que proclamaban ser sus discípulos. Considerando que escribieron más para convencer a los
creyentes que para satisfacer la curiosidad histórica, esta información consta por lo común de más preguntas
que respuestas, y nunca se ha podido armonizar dentro de un coherente y satisfactorio orden cronológico.
Dada la naturaleza de las fuentes, es imposible, excepto de un modo especulativo, distinguir entre las
enseñanzas originales de Jesús y el desarrollo que tuvo este magisterio dentro de las primeras comunidades
cristianas.
Lo que sí se sabe es que tanto la persona como el mensaje de Jesús de Nazaret, desde épocas muy tempranas,
logró tener seguidores que creían en él como en un nuevo profeta. El recuerdo de sus palabras y hechos,
transmitidos a la posteridad por quienes con el tiempo fueron escribiendo los Evangelios, mencionan los días
que Jesús pasó en la tierra a la luz de las experiencias que los primeros cristianos identificaron con el milagro
de su resurrección de la muerte en la primera Pascua cristiana. Concluyeron que lo que Él había demostrado
ser, a través de su resurrección, ya lo debía haber sido antes, cuando caminaba entre los habitantes de
Palestina e incluso antes de haber nacido del vientre de María de acuerdo con su condición divina y, por tanto,
eterna. Se inspiraron en el lenguaje de las Sagradas Escrituras (la Biblia hebrea, que los cristianos llamaron
Antiguo Testamento) para componer un relato de la realidad siempre antigua, siempre nueva, que habían
aprendido a conocer como apóstoles de Jesucristo. Creyendo que era deseo y mandato de Jesús el que se
unieran y formaran una nueva comunidad de lo que aún quedaba rescatable del pueblo de Israel, estos judíos
cristianos formaron la primera Iglesia en Jerusalén. Consideraban que ése era el lugar más apropiado para
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recibir lo prometido: el don del Espíritu Santo y de una innovación espiritual.
Los comienzos de la Iglesia
Jerusalén era el núcleo del movimiento cristiano; al menos lo fue hasta su destrucción a manos de los ejércitos
de Roma en el 70 d.C. Desde este centro, el cristianismo se desplazó a otras ciudades y pueblos en Palestina, e
incluso más lejos. En un principio, la mayoría de las personas que se unían a ellos eran seguidores del
judaísmo, para quienes representaba algo nuevo, no en el sentido de algo novedoso por completo y distinto,
sino en el sentido de ser la continuación y realización de lo que Dios había prometido a Abraham, Isaac y
Jacob. Por lo tanto, ya en un principio, el cristianismo se manifestó como una relación dual de la fe judía: una
relación de continuidad y al mismo tiempo de realización, de antítesis, y también de afirmación. La
conversión forzada de los judíos durante la edad media y la historia del antisemitismo (a pesar de que los
dirigentes de la Iglesia condenaban ambas actitudes) constituyen una prueba de que la antítesis podía
ensombrecer con facilidad a la afirmación. Sin embargo, la ruptura con el judaísmo nunca ha sido total, sobre
todo porque la Biblia cristiana incluye muchos elementos del judaísmo. Esto ha logrado que los cristianos no
olviden que aquél al que adoran como Señor era judío y que el Nuevo Testamento no surgió de la nada, sino
que se convirtió en una continuación del Antiguo Testamento.
Una importante causa del alejamiento del cristianismo de sus raíces judías fue el cambio en la composición de
la Iglesia, que tuvo lugar más o menos a fines del siglo II (es difícil precisar el periodo de una forma concreta
y cómo se produjo). En un momento dado, los cristianos con un pasado no judío comenzaron a superar en
número a los judíos cristianos. En este sentido, el trabajo del apóstol Pablo tuvo una poderosa influencia.
Pablo era judío de nacimiento y estuvo relacionado de una forma muy profunda con el destino del judaísmo,
pero, a causa de su conversión, se sintió el instrumento elegido para difundir la palabra de Cristo a los
gentiles, es decir, a todos aquéllos que no tenían un pasado judío. Fue él quien, en sus epístolas a varias de las
primeras congregaciones cristianas, formuló muchas de las ideas y términos que más tarde constituirían el eje
de la fe cristiana; merece el título de primer teólogo cristiano. Muchos teólogos posteriores basaron sus
conceptos y sistemas en sus cartas, que ahora están recopiladas y codificadas en el Nuevo Testamento. Véase
también San Pablo.
De las epístolas ya consideradas y de otras fuentes que provienen de los dos primeros siglos de nuestra era, es
posible obtener información de cómo estaban organizadas las primeras congregaciones. Las epístolas que
Pablo habría enviado a Timoteo y a Tito (a pesar de que muchos estudiosos actuales no se arriesgan a afirmar
que el autor de esas cartas haya sido Pablo), muestran los comienzos de una organización basada en el
traspaso metódico del mando de la primera generación de apóstoles, dentro de los que se incluye a Pablo, a
sus continuadores, los obispos. Dado el frecuente uso de términos tales como obispo, presbítero y diácono en
los documentos, se hace imposible la identificación de una política única y uniforme. Hacia el siglo III, se
hizo general el acuerdo respecto a la autoridad de los obispos como continuadores de la labor de los apóstoles.
Sin embargo, este acuerdo era generalizado sólo en los casos en que sus vidas y comportamientos asumían las
enseñanzas de los apóstoles, tal como estaba estipulado en el Nuevo Testamento y en los principios
doctrinales que fundamentaban las diferentes comunidades cristianas.
Concilios y credos
Se hizo necesario aclarar esta doctrina cuando surgió la duda de que había interpretaciones erróneas de las
normas transmitidas en el mensaje de Cristo. Las desviaciones más importantes o herejías tenían que ver con
Cristo como ser humano. Algunos teólogos buscaban proteger su santidad, negando que fuera un individuo
como cualquier otro, mientras que había quienes buscaban proteger la fe monoteísta, haciendo de Cristo una
figura divina de rango inferior a Dios, el Padre.
En respuesta a estas dos tendencias, en los credos comenzó, en época muy temprana, un proceso para
especificar la condición divina de Cristo, en relación con la divinidad del Padre. Las formulaciones definitivas
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de estas relaciones se establecieron durante los siglos IV y V, en una serie de concilios oficiales de la Iglesia;
dos de los más destacados fueron el de Nicea en el 325, y el de Calcedonia en el 451, en los que se acuñaron
las doctrinas de la doble naturaleza de Cristo, forma aún aceptada por muchos cristianos (véase Concilio de
Calcedonia; Credo de Nicea). Hasta que se expusieron estos principios, el cristianismo tuvo que refinar su
pensamiento y su lenguaje, proceso en el que se fue creando una teología filosófica, tanto en latín como en
griego. Durante más de mil años, éste fue el sistema intelectual con más influencia en Europa. El principal
artífice de la teología en Occidente fue san Agustín de Hipona, cuya producción de textos literarios, dentro de
los que se incluyen los textos clásicos Confesiones y La ciudad de Dios, hizo más que cualquier otro grupo de
escritos, exceptuando los autores de la Biblia, para darle forma a este sistema.
Persecución
Sin embargo, el cristianismo tuvo primero que asentar su relación con el orden político. Dentro del Imperio
romano, y como secta judía, la Iglesia cristiana primitiva compartió la misma categoría que tenía el judaísmo,
pero antes de la muerte del emperador Nerón en el 68, ya se le consideraba rival de la religión imperial
romana. Las causas de esta hostilidad hacia los cristianos no eran siempre las mismas y, por lo general, la
oposición y las persecuciones tenían causas muy concretas. Sin embargo, la lealtad que los cristianos
mostraban hacia su Señor Jesús, era irreconciliable con la veneración que existía hacia el emperador como
deidad, y los emperadores como Trajano y Marco Aurelio, que estaban comprometidos de manera más
profunda con mantener la unidad ideológica del Imperio, veían en los cristianos una amenaza para sus
propósitos; fueron ellos quienes decidieron poner fin a la amenaza. Al igual que en la historia de otras
religiones, en especial el islam, la oposición a la nueva religión creaba el efecto inverso al que se pretendía y,
como señaló el epigrama de Tertuliano, miembro de la Iglesia del norte de África, la sangre de los mártires se
transformará en la semilla de cristianos. A comienzos del siglo IV el mundo cristiano había crecido tanto en
número y en fuerza, que para Roma era preciso tomar una decisión: erradicarlo o aceptarlo. El emperador
Diocleciano trató de eliminar el cristianismo, pero fracasó; el emperador Constantino I el Grande optó por
contemporizar, y acabó creando un imperio cristiano.
La aceptación oficial
La conversión del emperador Constantino situó al cristianismo en una posición privilegiada dentro del
Imperio; se hizo más fácil ser cristiano que no serlo. Como resultado, los cristianos comenzaron a sentir que
se estaban rebajando los grados de exigencia y sinceridad de la conducta cristiana y que el único modo de
cumplir con los imperativos morales de Cristo era huir del mundo (y de la Iglesia que estaba en el mundo), y
ejercer una profesión de disciplina cristiana como monje. Desde sus comienzos en el desierto egipcio, con el
eremitorio de san Antonio, el monaquismo cristiano se propagó durante los siglos IV y V por muchas zonas
del Imperio romano. Los monjes cristianos se entregaron al rezo y a la observación de una vida ascética, pero
no sólo en la parte griega o latina del Imperio romano, sino incluso más allá de sus fronteras orientales, en el
interior de Asia. Durante el inicio de la edad media, estos monjes se transformaron en la fuerza más poderosa
del proceso de cristianización de los no creyentes, de la renovación del culto y de la oración y, a pesar del
antiintelectualismo que en reiteradas ocasiones trató de hacer valer sus derechos entre ellos, del campo de la
teología y la erudición.
El cristianismo en Oriente
Uno de los actos del emperador Constantino que tuvo más repercusión dentro del mundo cristiano, fue su
decisión, en el año 330, de trasladar la capital del Imperio desde Roma hasta una Nueva Roma, la ciudad de
Bizancio, en el punto más oriental del mar Mediterráneo. La nueva capital, Constantinopla (actual Estambul),
así llamada en honor al emperador, se transformó también en el centro intelectual y religioso del mundo
cristiano de Oriente. Mientras tanto, el mundo cristiano de Occidente se fue centralizando de forma
progresiva: una pirámide cuya cima la constituía el papa de Roma (véase Papado), y los principales centros
del mundo oriental, Constantinopla, Jerusalén, Antioquía y Alejandría, se desarrollaron de forma autónoma.
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El emperador de Constantinopla tenía una posición muy destacada en la vida de la Iglesia. Por ejemplo, él era
quien convocaba y presidía los concilios generales de la Iglesia, órganos supremos de legislación eclesiástica
con respecto a la fe y a los códigos morales. Esta relación especial que surgió entre la Iglesia y el Estado, se
denominó, aunque con algunas simplificaciones excesivas, cesaropapismo. Fomentó una cultura cristiana
(como lo atestigua la gran basílica de Santa Sofía en Constantinopla, erigida por el emperador Justiniano I),
que unió y sintetizó elementos cristianos y de la antigüedad clásica.
El problema radicaba en que esta simbiosis podía significar que la Iglesia se subordinara a la autoridad del
Estado. La crisis del siglo VIII respecto a la legitimidad del uso de imágenes en las iglesias cristianas significó
también un choque entre la Iglesia y el poder imperial. El emperador León III el Isaurio prohibió las
imágenes, precipitando así un conflicto en el que los monjes de Oriente se convirtieron en los principales
defensores de los iconos. Más adelante, se restauró el culto a los iconos, lo que supuso una medida de
independencia para la Iglesia respecto al Estado (véase Iconoclasia). Durante los siglos VII y VIII, tres de los
cuatro centros orientales cayeron bajo la influencia expansiva del islam; el único núcleo que quedó sin
conquistar fue Constantinopla, ciudad que fue sitiada en repetidas ocasiones, hasta que cayó en manos de los
turcos en 1453. Sin embargo, la lucha con los musulmanes no era tan sólo de carácter militar. Tanto los
cristianos de Oriente como los seguidores del profeta Mahoma trataban de aumentar su mutua influencia en
aspectos de índole intelectual, filosófica, científica e incluso teológica.
El conflicto con respecto a la adoración de las imágenes resultó ser tan grave porque amenazaba un hecho
fundamental para la Iglesia de Oriente: su liturgia. El cristianismo de Oriente era, y lo sigue siendo, una
manera de adoración a partir de la que se crea una forma de vivir y de pensar. La palabra griega ortodoxia
(junto con su sinónimo, en esloveno, pravoslavie) se refiere a la manera correcta de alabar a Dios, lo cual
resulta indisociable del modo correcto de proclamar la verdadera doctrina de Dios y de vivir de acuerdo con
su voluntad. Este énfasis aportó a la liturgia y a la teología de Oriente una categoría que los observadores
occidentales, incluso durante la edad media, caracterizarían como mística, categoría que se intensificó por la
fuerte presión que ejercía el neoplatonismo sobre la filosofía bizantina. A pesar de que el monaquismo de
Oriente por lo general se mostraba hostil ante estas corrientes filosóficas de pensamiento, se llevaba a la
práctica una vida de devoción bajo la influencia de los escritos de los Padres de la Iglesia y de teólogos como
san Basilio, quien había asumido un cristianismo helenístico a partir del cual desarrollaban muchas de esas
ideas filosóficas.
Todos los rasgos distintivos del cristianismo de Oriente, como la ausencia de una autoridad eclesiástica
central, la estrecha relación con el Imperio, la tradición litúrgica y mística, el uso continuado de la lengua y de
otros elementos de la cultura griega, así como su aislamiento, a consecuencia de la expansión musulmana,
contribuyeron a su alejamiento de Occidente, lo que por último desembocó en el cisma entre las iglesias
occidental y oriental. De modo general, los historiadores fechan el Gran Cisma a partir de 1054, cuando Roma
y Constantinopla se excomulgaron mutuamente, aunque también se puede decir que la fecha fue 1204, cuando
ejércitos procedentes de Occidente, de camino para arrebatar la Tierra Santa del dominio otomano (véase
Cruzadas), atacaron y arrasaron la ciudad cristiana de Constantinopla. Cualquiera que sea la fecha, la ruptura
entre el cristianismo oriental y el occidental se ha mantenido hasta hoy, a pesar de los repetidos esfuerzos por
lograr la reconciliación.
Uno de los puntos de conflicto entre Constantinopla y Roma, a comienzos del siglo IX, fue el relativo a la
evangelización de los eslavos. Pese a que muchas tribus eslavas, como los polacos, moravos, checos,
eslovacos, croatas y eslovenos terminaron envueltas en la órbita de la Iglesia de Occidente, la gran mayoría de
la población eslava se convirtió al cristianismo de acuerdo a las normativas de la Iglesia oriental (bizantina).
Desde su temprana fundación en Kíev, la ortodoxia eslava impregnó Rusia, donde los rasgos distintivos del
cristianismo de Oriente, ya descritos, enraizaron con mucha fuerza. La autoridad autocrática del zar moscovita
tomó algunas de sus actuaciones del cesaropapismo bizantino; el monaquismo ruso se dejó influir por el
ascetismo y la devoción cultivada por los monasterios griegos del monte Athos. La fuerza que ejercían con
respecto a la autonomía cultural y étnica hizo evidente, desde muy temprano, que el cristianismo eslavo tenía
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su propio lenguaje litúrgico (conocido aún como antigua Iglesia eslava). Por otra parte, esta Iglesia fue
incorporando los estilos artísticos y arquitectónicos importados de los centros ortodoxos de las zonas de habla
griega. En la Iglesia de Oriente también había algunos grupos eslavos de los Balcanes (serbios,
montenegrinos, bosnios, macedonios y búlgaros), albaneses, descendientes de los antiguos ilirios, y rumanos,
un pueblo de lengua romance. A lo largo de los siglos de dominio turco en los Balcanes, algunas de las
poblaciones cristianas locales fueron forzadas a convertirse al islam, como en el caso de algunos bosnios,
búlgaros y albaneses.
El cristianismo en Occidente
A pesar de que el cristianismo de Oriente era en muchos sentidos el heredero directo de la Iglesia primitiva,
una parte del desarrollo más dinámico se dio en la zona occidental del Imperio romano. De las muchas
razones que hubo para ese desarrollo, merecen mención especial dos causas relacionadas de una forma
directa: el crecimiento del poder del Papado y la migración de los pueblos germanos. Cuando se trasladó la
capital del Imperio a Constantinopla, la fuerza más poderosa que quedó en Roma fue la de los obispos. La
antigua ciudad, capital de la Iglesia de Occidente, desde la que se podía seguir la huella de la fe cristiana a
partir de la obra de los apóstoles Pablo y Pedro, en reiteradas ocasiones actuó como árbitro de la ortodoxia
mientras otros centros, incluida Constantinopla, caían en la herejía o en los cismas. Roma sostenía esta
posición cuando las sucesivas oleadas de tribus, en lo que fue llamado el periodo de las invasiones bárbaras,
asolaron Europa. La conversión de los invasores al cristianismo, como en el caso del rey de los francos,
Clodoveo I, significó al mismo tiempo su incorporación a una institución presidida por el obispo de Roma. A
medida que fue decayendo el poder de Constantinopla sobre las provincias del oeste, se fueron creando reinos
germánicos autónomos, hasta que en el 800 nació un nuevo imperio soberano en Occidente, cuando el papa
León III coronó emperador a Carlomagno. Véase Sacro Imperio Romano Germánico.
Por lo tanto, el cristianismo occidental durante la edad media, al contrario de su réplica oriental, era una
entidad única, o por lo menos eso trataba de ser. Cuando alguno de los pueblos se convertía al cristianismo
adoptaba como lengua oficial el latín, proceso en el que, por lo común (como fue el caso de los francos y los
visigodos en la península Ibérica), perdían incluso su propia lengua. Así fue como el lenguaje de la antigua
Roma se transformó en la lengua litúrgica, literaria y cultural de Europa occidental. Si bien los arzobispos, los
obispos y los abades ejercían gran poder en sus regiones, estaban subordinados a la autoridad del papa, a pesar
de que con bastante frecuencia éste era incapaz de satisfacer sus peticiones. Durante los primeros siglos de la
edad media, en Europa occidental hubo largas controversias teológicas, aunque nunca llegaron a las enormes
proporciones que alcanzaron en Europa oriental. La teología occidental no pudo, al menos hasta después del
siglo XI, alcanzar los extremos de complejidad filosófica de Oriente. La sombra de san Agustín continuó
dominando durante mucho tiempo la teología latina, y había dificultades para acceder a los textos de las
meditaciones doctrinales de los antiguos pensadores cristianos.
La imagen de cooperación que existía entre Iglesia y Estado, simbolizada por la coronación de Carlomagno
por el Papa, no debe interpretarse como que no hubo problemas entre ellos durante la edad media. Muy al
contrario, con frecuencia surgían conflictos con respecto a sus respectivas esferas de autoridad. El desacuerdo
más común era el referente al derecho de soberanía para nombrar obispos en el campo de dominio de cada
cual (investidura laica), problema que llevó al papa Gregorio VII y al emperador Enrique IV a un callejón sin
salida en 1075. El Papa excomulgó al Emperador y éste se negó a reconocer la autoridad papal. Estuvieron un
tiempo reconciliados cuando el mismo Enrique se sometió en Canosa a la penitencia que le impuso el
pontífice en 1077, pero la tensión continuó. Poco tiempo después, se estaba discutiendo un asunto muy
parecido con respecto a la excomunión del rey Juan Sin Tierra, de Inglaterra, dictada por el papa Inocencio III
en 1209, controversia que terminó cuatro años más tarde, cuando el Rey aceptó los dictámenes del Papa. La
base de estas disputas estaba en que la Iglesia tenía una injerencia muy compleja en la sociedad feudal. Los
obispos y abades administraban grandes extensiones de terrenos y otros bienes, constituyendo así una gran
fuerza económica y política, sobre la que el rey tenía que ejercer un cierto control si quería hacer valer su
autoridad sobre la nobleza secular que estaba bajo su potestad. Por otro lado, el Papado no podía permitir que
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la Iglesia del país se transformara en el títere de un régimen político. Véase Querella de las Investiduras.
A pesar de lo referido, sí existió cooperación entre la Iglesia y el Estado cuando, durante las Cruzadas,
cerraron filas contra el enemigo común. La conquista musulmana de Jerusalén significó que los Santos
Lugares vinculados a la vida de Jesús quedaron bajo el control de un poder no cristiano, aunque se debe
reconocer que las noticias que llegaban referentes a las molestias que sufrían los peregrinos a manos de los
musulmanes eran sumamente exageradas. El hecho es que en el exaltado ambiente medieval del cristianismo
fue intensificándose la certeza de que era deseo de Dios organizar un ejército cristiano para liberar Tierra
Santa. Al emprender la primera Cruzada en 1095, las tropas cristianas lograron formar un reino latino y un
patriarcado en Jerusalén, aunque un siglo más tarde la ciudad volvió a caer bajo dominio musulmán; en el
plazo de 200 años ya había sucumbido hasta el último reducto cristiano. En este sentido, las Cruzadas fueron
un fracaso, o incluso, como ocurrió en el curso de la cuarta Cruzada (1202−1204), un verdadero desastre. No
sirvieron para restaurar el cristianismo de forma permanente en Tierra Santa, ni tampoco para unificar
Occidente, ni en el plano eclesiástico ni en el orden político. Al contrario, aumentaron los rencores entre los
cristianos orientales y occidentales, ahondando más en sus diferencias.
No obstante, la Iglesia medieval sí logró un triunfo muy importante durante este periodo, que fue el desarrollo
de la filosofía y la teología escolásticas. Partiendo siempre del sustrato doctrinal de las enseñanzas expuestas
por san Agustín, los teólogos latinos volcaron su interés por la relación entre el conocimiento de Dios,
alcanzable por la razón humana por sí misma, y el conocimiento que se adquiere a través de la revelación. Se
adoptó el lema de san Anselmo: Creo en aquello que puedo entender, y se buscó una prueba concluyente para
demostrar la existencia de Dios basada en la estructura misma del pensamiento humano (el argumento
ontológico). En esa época, Pedro Abelardo estudió las contradicciones que existían entre las distintas
tendencias de la tradición doctrinal de la Iglesia, con la idea de desarrollar métodos para lograr armonizarlas.
Esos dos cometidos dominaron el pensamiento de los siglos XII y XIII, hasta que la recuperación de las obras
perdidas de Aristóteles hizo posible el acceso a un conjunto de definiciones y de matices que pudieron ser
aplicados en ambos casos. La teología filosófica de san Agustín buscó hacer justicia al conocimiento natural
de Dios, a la vez que exaltaba las enseñanzas reveladas en los Evangelios, y entrelazó las partes dispersas de
la tradición formando una sola unidad. San Agustín, junto con sus contemporáneos, san Buenaventura y santo
Tomás de Aquino, representaba el ideal intelectual del cristianismo medieval. Véase también Escolasticismo.
Sin embargo, coincidiendo con la muerte de santo Tomás de Aquino, aparecieron nubes de tormenta que
amenazaban a la Iglesia de Occidente. En 1309, el Papado se trasladó de Roma a Aviñón, donde se mantuvo
hasta 1377 en la denominada cautividad de Babilonia de la Iglesia. A estos acontecimientos siguió el Gran
Cisma de Occidente, durante el cual hubo dos, y a veces hasta tres, aspirantes al solio pontificio. Este litigio
no se resolvió hasta 1417, cuando se volvió a unir el Papado, aunque jamás logró recuperar el férreo control ni
la autoridad anteriores.
La Reforma y la Contrarreforma
Hubo reformadores de distintas tendencias, como por ejemplo John Wycliffe, Jan Hus y Girolamo
Savonarola, que denunciaron públicamente el relajamiento moral y la corrupción económica que existía
dentro de la Iglesia en sus miembros y en sus mentes; buscaban provocar un giro radical de la situación. Al
mismo tiempo, se estaban produciendo profundos cambios de tipo social y político, producto del despertar de
la conciencia nacional y de la fuerza e importancia cada vez mayores que iban adquiriendo las ciudades, en las
que surgió con gran poder una nueva clase social sostenida por el comercio. La Reforma protestante podría ser
considerada producto de la convergencia de dichas fuerzas: un movimiento para introducir cambios dentro de
la Iglesia, el ascenso del nacionalismo y el avance del espíritu del capitalismo.
El reformador Martín Lutero fue la figura catalizadora que aceleró el nuevo movimiento. Su lucha personal
por buscar la certeza religiosa lo condujo, en contra de sus deseos, a cuestionar el sistema medieval de
salvación, e incluso la propia autoridad de la Iglesia; su excomunión por el papa León X fue un paso adelante
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hacia la irreversible división del mundo cristiano en Occidente. El proceso tampoco se limitó a la Alemania de
Lutero. Hubo movimientos reformistas en Suiza, que pronto encontraron el apoyo y liderato de Ulrico
Zuinglio y en especial de Juan Calvino, cuya obra Christianae Religionis Institutio se transformó en el más
influyente compendio de la nueva teología. La Reforma inglesa, desencadenada por los problemas personales
del rey Enrique VIII, evidenció la fuerte influencia que tenían los reformadores en Inglaterra. La Reforma en
Inglaterra tomó su propia vía, manteniendo algunos elementos procedentes de la religión católica, como el
episcopado histórico, con otros rasgos protestantes, como el reconocimiento de la exclusiva autoridad de la
Biblia. El pensamiento de Calvino ayudó en Francia al desarrollo de los hugonotes, grupo que era rechazado
con violencia tanto por la Iglesia como por el Estado, aunque al final logró ser reconocido por el Edicto de
Nantes en 1598 (revocado en 1685). Los grupos reformadores más radicales, dentro de los que destacan los
anabaptistas, se pusieron en contra tanto de otros grupos protestantes como de Roma, rechazando prácticas tan
antiguas como el bautismo infantil e incluso dogmas como el de la Santísima Trinidad; también estaban en
contra de la alianza entre Iglesia y Estado. Véase también Calvinismo; Luteranismo; Presbiterianos.
La unión de la Reforma religiosa con el creciente nacionalismo ayudó a determinar su éxito allí donde logró
contar con el respaldo de los nuevos estados nacionales. Como consecuencia de estos lazos, la Reforma ayudó
a fomentar las lenguas vernáculas, en especial a través de traducciones de la Biblia, que contribuyeron a
modelar el lenguaje y el espíritu nacional de los pueblos. También otorgó un nuevo impulso a las
predicaciones bíblicas y al culto en lengua vernácula, en la que se compusieron himnos nuevos. Dada la
importancia que se concedió a que todos los creyentes participaran en el culto y en las oraciones, la Reforma
desarrolló sistemas para enseñar y difundir la doctrina y la ética, presentados en forma de catecismos.
La Reforma protestante no fue suficiente para agotar el espíritu renovador que existía dentro de la Iglesia
católica. Como respuesta al desafío protestante, y en función de sus propias necesidades, la Iglesia convocó el
Concilio de Trento, que se prolongó desde el año 1545 hasta 1563, año en que se logró dar una formulación
definitiva a las doctrinas que se debatían, y asimismo instituir reformas legislativas prácticas respecto a la
liturgia, la administración de la Iglesia y la enseñanza de la fe. La responsabilidad de llevar a cabo las
decisiones tomadas en el Concilio recayó sobre todo en la Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de
Loyola. Considerando que estos cambios religiosos coincidieron con el descubrimiento del Nuevo Mundo, el
hecho fue contemplado como una oportunidad providencial para evangelizar a quienes jamás habían oído el
anuncio evangélico. El hecho de que el Concilio de Trento no tomara en consideración ninguna de las
propuestas de los reformistas y reafirmara las de la Iglesia católica tuvo el efecto de hacer de la división de la
Iglesia algo permanente, aunque hubo cambios, con el tiempo, entre sus diferentes planteamientos.
En un plano histórico, es probable que las divisiones menos importantes fueran las que surgieron en la Iglesia
de Inglaterra. Los puritanos se oponían a los remanentes del papismo que existían aún en la vida litúrgica e
institucional del anglicanismo, y presionaron para lograr su eliminación total. Dada la unión anglicana entre la
Corona y la Iglesia, este problema adquirió, a medida que se fue desarrollando, consecuencias políticas
violentas, que culminaron con el estallido de la Guerra Civil inglesa y la ejecución del rey Carlos I en 1649. El
puritanismo encontró su más completa expresión en Estados Unidos, tanto en el aspecto político como en el
teológico. Los pietistas de las Iglesias calvinistas y luteranas de Europa orientaban sus actitudes de tal modo
que podían permanecer como un grupo dentro de la organización, en vez de formar una Iglesia independiente.
Pero en Estados Unidos el pietismo representó los puntos de vista y las perspectivas de futuro de muchos de
los grupos llegados de Europa. El pietismo europeo también tuvo eco en Inglaterra, gracias a las doctrinas de
John Wesley, fundador del movimiento metodista.
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