Tryggvi, el conserje, miró a su alrededor, alarmado. ¿Qué había sido aquello? Por encima del murmullo de las limpiadoras oyó un sonido extraño. Al principio era muy bajo, pero se fue haciendo cada vez más nítido. Siseó y las mujeres se pusieron a escuchar también. Se miraron unas a otras con los ojos muy abiertos, y dos de ellas se santiguaron. El conserje dejó la taza de café y se dirigió hacia el corredor. Tryggvi estaba gozando de la soledad cuando llegaron las mujeres. Esperaba tranquilamente su café matutino, al lado de la cafetera. Las limpiadoras llegarían en cualquier momento. Llevaba más de treinta años como conserje del edificio de la Facultad de Historia, y en aquellos años había vivido transformaciones increíbles. Al principio, las mujeres eran todas islandesas y comprendían perfectamente lo que les decía. Ahora les tenía que indicar sus labores con gestos y órdenes sencillas. Eran todas inmigrantes, y si no fuese por los profesores y los estudiantes, habría creído estar en Bangkok o en Manila. Cuando el café estuvo listo, Tryggvi se acercó a la ventana exterior del edificio con la taza humeante en la mano, echó un vistazo fuera y contempló el campus universitario cubierto de nieve. Hacía un frío desacostumbrado y la humedad blanca resplandecía. El silencio era absoluto. Aquello le recordó la fiesta del nacimiento del Salvador, que estaba a la vuelta de la esquina, y sintió que el corazón se le llenaba de calor. Siguió con la mirada un coche que entraba en el campus a bastante velocidad. Allá va Papá Noel, pensó. Tryggvi observó al conductor salir del vehículo, cerrar la portezuela y dirigirse hacia el edificio. Dejó caer la cortina y se apartó de la ventana. Oyó el ruido que hacía el conductor al abrir la puerta del edificio. Catedráticos, adjuntos, asociados, ayudantes o lo que fuera, pero con aquella persona Tryggvi no quería tener trato alguno. Se llamaba Gunnar y estaba siempre complicándole el trabajo. Tryggvi no soportaba sus ínfulas y torcía el gesto cuando le tenía cerca. Para empezar, aquel catedrático de Historia había acusado a las limpiadoras de robarle un viejo artículo, muy bien escrito, sobre los monjes irlandeses en Islandia. Al final, el artículo apareció y el asunto se fue apagando. Desde entonces, Tryggvi no sólo le consideraba insoportable: le despreciaba. ¿Para qué iban a robarle unas limpiadoras asiáticas nada menos que un artículo sobre monjes irlandeses? Ni el mismo Tryggvi tenía el más mínimo interés por los escritos del catedrático. A sus ojos, aquello no había sido sino una mezquina agresión a unas personas incapaces de defenderse por sí solas. A Tryggvi no le gustó nada que Gunnar fuera nombrado decano de la Facultad de Historia. El caso es que el nuevo decano enseguida se puso a discutir con él diversos cambios que consideraba imprescindibles. Entre otras cosas, quería que las limpiadoras no dijesen ni pío mientras trabajaban. Tryggvi intentó sin éxito convencer a aquel presuntuoso de que las charlas de las buenas mujeres no molestaban a nadie, pues mientras ellas estaban trabajando no había ni un alma en el edificio. Excepción hecha de Gunnar, naturalmente. ¿Por qué tenía que asomar él por allí cada mañana antes de que empezaran incluso a circular los autobuses? ¿Tanto tenía que hacer? No es que todo el mundo estuviera precisamente en ascuas a la espera de las últimas noticias sobre los antiguos monjes. Tryggvi no siguió las instrucciones de Gunnar, así que no ordenó a las mujeres guardar silencio mientras trabajaban: no tenía ni idea de cómo comunicarles tal orden, y además no le apetecía hacerlo. Aunque en ocasiones le fastidiaba la complicación que representaban sus lenguas, había aprendido a valorar la alegría vital de aquellas mujeres, que trabajaban muy duro. Aquella mañana no era distinta de lo habitual. Las mujeres entraron juntas a la salita donde tomaban el café y le dieron los buenos días a coro, con fuerte acento extranjero. Luego comenzó el intenso barullo habitual. Tryggvi no pudo evitar una sonrisa, como siempre. Las mujeres se despojaron de sus vistosos abrigos de colores, mientras él permanecía a cierta distancia, observándolas. Un día de lo más normal y corriente, que ahora parecía tomar un rumbo poco habitual. Tryggvi se escurrió por entre el grupo de mujeres, en dirección al corredor. Sintió que el sonido se transformaba de gemido en alarido. Tryggvi no identificaba si provenía de un hombre o de una mujer, ni siquiera estaba seguro de que fuera humano. ¿Podía ser que algún animal hubiera entrado en el edificio y se hubiera hecho daño? No tuvo tiempo de pensar aquella idea hasta el final, pues al chillido se añadieron unos crujidos, como de algo haciéndose pedazos al caer. Tryggvi aceleró el paso por el corredor. El ruido parecía proceder del piso superior, de modo que giró hacia la escalera y subió los escalones de dos en dos. Las mujeres corrieron tras él, habían empezado a gemir ellas también. No cabía duda alguna de que el alarido procedía de los despachos del departamento de Historia. Tryggvi echó a correr y las mujeres le siguieron casi pisándole los talones. Abrió de un empellón la puerta a prueba de incendios que daba al pasillo de los despachos y se quedó inmóvil como una estatua... las mujeres se detuvieron apelotonadas detrás de él. Tryggvi miró fijamente al frente. No fue la librería caída en el suelo, ni el decano a cuatro patas encima del montón de libros desparramado por el pasillo lo que dejó a Tryggvi petrificado. A su lado yacía bien visible un cadáver medio metido en el cuarto de las impresoras. Tryggvi notó que se le revolvía el estómago. ¿Qué demonios eran aquellos trapos en los ojos? ¿Había una cosa dibujada en el pecho? Y la lengua... ¿qué le pasaba? Las mujeres miraban por encima de los hombros de Tryggvi, que notó cómo le tiraban de la camisa. Intentó soltarse sin éxito. El decano de Historia extendía las manos pidiendo ayuda. El hombre parecía totalmente fuera de sí por el terror y tenía una de sus manos sobre el corazón, con el rostro lívido. Se derrumbó a un lado. Tryggvi sintió la tentación de agarrar a las mujeres y salir corriendo. Dio una zancada hacia delante y las mujeres intentaron con más afán todavía llevárselo de allí, pero él consiguió quitárselas de encima. Se aproximó a Gunnar, que parecía estar intentando decirle algo a Tryggvi. Apenas podía comprender nada en los murmullos inconexos que surgían del hombre. Sin embargo, logró entender que el cadáver (tenía que ser un cadáver, una persona viva no tenía ese aspecto) se le había venido encima a Gunnar al abrir la puerta del cuarto de impresoras. Los ojos de Tryggvi contemplaron sin querer aquel horrible despojo humano. Dios mío santísimo. Las franjas negras sobre los ojos no eran tiras de tela.