NUEVE MIL KILÓMETROS Y TU ABRAZO Novela Juvenil, 2006 Capítulo 1 -- Dispararon tres veces. Susana entrecerró los ojos y sacó su cantimplora. Un sabor a cobre se deslizaba bajo su lengua como una pequeña lagartija. Dio un sorbo largo, intentando borrar todo rastro metálico dentro de su boca. -- No debiste correr sin mirar. ¿Te doblaste el tobillo? -- Creo que sí -- respondió Andrés. El muchacho frotó sus piernas mientras sus pómulos se encendían como una fruta a punto de estallar. Susana le ofreció agua. Él la miró: rabioso, ausente, y sus párpados parecieron hundirse dentro de unas ojeras color ceniza. Quedaron callados. Andrés respiró hondo y se puso en pie. El grupo entero lo vio dar varios pasos, tropezarse, resbalar en cuatro ocasiones y luego retomar la marcha dejando tras de sí un rastro de polvo. -- Si él quiere seguir hay que dejarlo -- susurró Susana. -- No llegaremos nunca, y ahora con estos cazadores sin control tardaremos más -- murmuró Dimas. La brisa envolvió sus cuerpos. Alejandro hizo una señal para que todos siguieran avanzando. Durante media hora disminuyeron el ritmo procurando que no se notase el caminar abúlico de Andrés. Luego Alejandro y Dimas aceleraron sus zancadas. Susana continuó detrás de ellos manteniendo su paso firme, deteniéndose en ocasiones para curiosear un pedrusco o morder un tallo de paja mientras Helena y Lorenita la seguían a pocos metros. Andrés quiso alcanzarlos. Trataba de estirar sus piernas y lanzar sus pies hacia adelante como si estuviese venciendo un abismo, pero fue imposible, le dolían las costillas y el aire atravesaba su garganta con sonidos vidriosos. Exhausto se detuvo a anudar con fuerza un pañuelo alrededor de su tobillo. Adolorido, pensó por unos instantes en Gabriela, en su abandono, en la inutilidad de este viaje. Recordó luego la serena placidez de su habitación en Madrid. Escupió con furia en medio del camino. La boca le ardía. Dentro de su estómago, sintió la ira de tener casi dieciocho años y no encajar con comodidad en medio de la gente. Vio cómo sus compañeros se convertían en pequeñas siluetas devoradas por el atardecer. -- No me esperen- gritó al llegar a una quebrada y lanzó sus botas contra el suelo. Capítulo 2 Seis meses atrás, Alejandro se encontraba de visita en Madrid y una tarde le contó a Andrés que algunas noches cuando entrecerraba los ojos veía el temblor de la montaña. -- ¿Qué dices?- le preguntó Andrés. -- El Roraima, sigo viendo el Roraima. Es un lugar maravilloso, primo. Un tepuy, como la llamaban los indígenas, una meseta inmensa de pura roca. -- No lo recuerdo- comentó Andrés y se limpió el sudor que le caía sobre la frente. -- Es imposible que lo recuerdes. Queda muy lejos de Caracas. En ninguna de tus vacaciones te acercaste por allí. Es un viaje largo. Atraviesas Venezuela y llegas justo a la frontera con Brasil. Uno de los sitios más antiguos del planeta. -- Pues no, no me suena. -- Búscalo en Internet. Yo viví en esa zona un tiempo. Muchas noches cuando estoy en Caracas buscando tomarme una última cerveza, me parece que detrás de los edificios está el Roraima. Y es como si fuese un animal dormido, un animal peligroso, pero también amable, que me llama. Un animal al que uno debe vencer. -- Tiene buena pinta ese paseo- comentó Andrés y destapó un par de refrescos. Alejandro sonrió. Luego bebió un sorbo y se limpió la boca. Junto a ellos, el verano impregnaba las ventanas de un brillo quemante, calcáreo. -- Lo es. Cuando llegas a la cima descubres que el silencio tiene cuerpo. Lo tocas. Y el cielo tiembla sobre tu cabeza, como si fuese agua, como si fuese una playa llena de nubes. Y tú estás allí, como dominándolo todo, el mundo a tus pies gracias a tu esfuerzo, porque cada uno de esos días piensas en devolverte, en rendirte, pero al final puede más tu voluntad. -- ¿Y vuelves con frecuencia?- dijo Andrés. -- Muchas veces imagino que regreso- continuó Alejandro- Me veo caminando por la grieta que rodea el tepuy. Caminar, caminar. Hasta que llegas a una cascada y luego continúas ascendiendo y luego encuentras otra cascada que llaman el valle de las lágrimas y esa es la señal de que ya estás muy cerca de la cima. Y cuando llegas te duele el cuerpo entero, te duele cada músculo, cada articulación, pero estás tan eufórico que esa noche duermes sintiéndote feliz. -- A lo mejor Gabriela conoce ese sitio. A lo mejor ha ido. -- No lo creo, Andrés. No es fácil llegar. Fíjate, que con tantas veces que fuiste de vacaciones a ver a tu familia, jamás tuviste noticias del Roraima. -- Bueno, pero quizás... -- Yo conocí a Elvira en un paseo al Roraima. La pasamos muy bien esa vez. Pero ahora le dije para volver, le pedí que regresáramos a fin de año y me comentó que tenía demasiado trabajo, que ya no estábamos en edad de hacer esos paseos. -- Es que las chicas son muy raras, Alejandro. -- Para Elvira el tepuy desapareció. Es triste, pero esas cosas pasan. La montaña es un lugar especial, un reto, y para Elvira se hizo invisible. Fíjate que tampoco quiere hablar nunca del tiempo que estuvimos en el Amazonas. Hay demasiadas cosas importantes que ella ha ido olvidando. -- Qué duro, ¿no? Es como mi caso con Gabriela. A veces creo que su historia con ese panameño no es tan... -- Pero este diciembre pienso regresar- dijo Alejandro con voz gruesa, decididaTengo que hacerlo. Hay algo que hacer allí. Andrés descubrió en su primo Alejandro un rostro que le desconocía: una mirada terrosa, unas facciones pétreas, oscuras. “jamás lo vi ponerse de esa manera”, pensó sorprendido y sacó de la nevera un melón que picó en varios pedazos. Luego comieron en silencio. Un silencio incómodo, infinito. Andrés intentó romper ese clima pausado que se había instalado entre ambos. Sin que viniera a cuento, le preguntó a Alejandro algunos detalles sobre los tiempos de la lucha ecologista. Su primo pareció iluminarse. Recordaba muy bien aquellos años en los que había abandonado la universidad en Caracas para viajar hasta el Amazonas y manejar una radio clandestina desde la que se promovían actos de sabotaje hacia los empresarios madereros. Estuvieron un buen rato deslizándose sobre el tema. Alejandro relataba persecuciones, caminatas en medio de un río, noches durmiendo en la selva, programas noticiosos con el sonido ocasional de disparos. Andrés disfrutaba de estas historias. Las repetía a sus amigos, muchos de ellos orgullosos por algún hermano, por alguna tía que cada tanto participaba en una marcha madrileña a favor del tercer mundo. “Esas son estupideces”, les decía, “uno de mis primos venezolanos estuvo en primera línea de los frentes de batalla. Nada de manifestaciones y pancartas. Acción pura y dura”. Minutos después, Alejandro fue el primero en sorprenderse cuando se escuchó planteándole a su primo la posibilidad del viaje. Preguntó si durante las vacaciones de diciembre no deseaba conocer el Roraima. Andrés sintió una punzada en el estómago y aceptó. De inmediato, frente a sus ojos se dibujó la imagen de Gabriela. Nunca quiso admitirlo y desde el principio quiso creer que sólo lo guiaba la curiosidad o el deseo de una pequeña aventura, pero en el fondo de sí mismo pensaba que volver a Venezuela era desatar una serie de combinaciones posibles para reencontrarse con su amiga y reanudar la relación que ella había concluido el verano pasado. Esa noche, cuando cerraba la puerta de su habitación, Andrés pensaba en aquella meseta de piedra, pero a la vaga silueta que podía atisbar del Roraima, se le superponía siempre la piel cobriza, los ojos oscuros de Gabriela. Gabriela. Roraima. Aquel nombre le sonaba a ríos infinitos, árboles gigantes, lianas, cocodrilos de bocas oscuras. Gabriela. Ríos inmensos, ojos oscuros, piel de cobre, cintura estrecha, vegetación tupida. Roraima. Gabriela. Por si fuera poco, Alejandro le había revelado a su primo que la excursión tendría otra finalidad. Se trataba de verificar unos rumores que circulaban en los ambientes universitarios. Al parecer, un helicóptero sin identificar colocó un hito en medio del Roraima. Alejandro se encontraba convencido de que se trataba de alguna empresa trasnacional que intentaba extraer algún nuevo tipo de mineral desconocido para utilizarlo con fines militares. La idea era verificar el dato y denunciarlo para que los periódicos se percataran de que la Guardia Nacional descuidaba su trabajo, y que algunas empresas pretendían destruir el tepuy para explotarlo comercialmente. Andrés quedó feliz. Se vio con un cuchillo entre los dientes, un pañuelo anudado sobre la cabeza y una mochila en la espalda. Pero además imaginaba junto a él una figura de gestos dulces, delicados, una muchacha de ojos negros. -- Eso sí, tienes que ser juicioso. A tus viejos excursión. Más nada- le advirtió Alejandro. diles tan sólo lo de la La luna arropó la ciudad y luego se fue borrando tras el paso de unas nubes que avanzaban desde el sur. Un color espeso, metálico, descendió sobre los edificios. Al acostarse, Alejandro sentía que estaba cometiendo una oscura traición, que la conversación con Elvira preguntando si deseaba volver al tepuy era un simulacro. Sabía que para ese viaje sólo podría contar con algunos amigos (y ahora quizás con su primo Andrés), pero a medida que el sueño lo fue ganando comenzó a percatarse de la verdad. Cuando se reunieran en Caracas y ella volviese a insistir en que no quería acompañarlo, ambos estarían dándose la espalda, iniciando los gestos de una despedida. Recordó la letra de una canción: "bajo el nogal de las ramas extendidas/ tú me traicionaste/ y yo te traicioné", y comenzó a tararear la melodía al tiempo que aumentaba la velocidad del aire acondicionado. Justo cuando comenzó a preguntarse si habría sido una buena idea invitar a su primo para subir el Roraima, Alejandro se quedó dormido.