autor : Ana Rocío Jouli Fábulas para niños feos ¡Párense derecho!, de Eduardo Ainbinder, Buenos Aires, Gog & Magog, 2015. Desde del título del libro, entre signos de exclamación, una voz exige enderezar lo torcido. El coro de los abominados, los encorvados y los decrépitos, dando un salto se aparta de la vara que intenta corregir sus defectos. No se quieren adaptar, dicen: “la fealdad genera desconfianza”. Entonces rechazan a las niñas hermosas y se escapan de los científicos que desde su recto reino les extienden la mano para acercarlos y estudiarlos mejor. No sólo los defectos de forma, sino los infortunios y las miserias se enumeran entre las fealdades de estos personajes: el grafómano, el pordiosero, el pariente pobre, el inútil, el insecto que antes fuera fumigador. En los poemas de¡Párense derecho! nadie busca sentar a la Belleza en sus rodillas: prefieren, en cambio, “echarse en los musculosos brazos del absurdo”, o sentarse en el “regazo de lo ridículo” a esperar que lo peor no deje de llegar. Del mismo modo que el pordiosero “preside su no lugar en el mundo” hablando desde la cima de una montaña de basura, el poema instala un mundo donde la cobardía, la improductividad, la pereza y el desprecio son fuerzas que arman con el rechazo ajeno su propio orden, y desde allí se burlan de “la construcción de la Gran Obra”. Poemas que comienzan como fábulas y ponen en el centro a “cucos y cuquillos” de lo más diversos: los hay que se las ingenian para hacer lo menos posible, y otros que se encierran a esperar que las cucarachas se transformen en señoras esculturales. Con títulos que remiten a las fórmulas de los cuentos populares, poemas como “Érase un señor” y “Había un anciano” introducen una mirada enrarecida, encorvada, donde la fealdad puede encontrar su “felices por siempre” sin alterar el encanto de su anomalía. ¿De qué tiempo viene esta escritura que oscila entre el cuento de hadas y la libreta de un científico naturalista? En los versos donde la voz presenta, como lo haría el dueño de un circo, los dudosos atributos de sus criaturas, la escritura se sustrae de cualquier marca de época y se mueve sin asombro, con el fastidio del que ya lo ha visto todo, entre el origen de la Historia y su posible destrucción. La figura de la viejecita encorvada, que en los cuentos populares casi siempre es algo más (una bruja disfrazada de mendiga en los caminos), es aquí “la madre de todas las cosas”: “una anciana requetevieja/ a la que no se le ven los ojos ni la cara, arrastra los pies y como encorva cada vez más el lomo/ cada tanto hay que gritarle: ¡Párese derecha!”. El origen “de todas las cosas” se hace presente en el poema, ya despojado de cualquier halo de sacralidad, arrojado a la misma decrepitud que las criaturas que lo increpan e intentan enderezarlo: “odiada y odiado”, una suerte de Adan y Eva que han perdido “su antigua forma humana” en el transcurrir interminable y envilecido de un tiempo que nunca concluye, sólo continúa encorvándose, cerrándose sobre sí mismo. El tiempo ancestral al que se remontan estos poemas-fábulas, como algo repetido hasta el hartazgo y con la única variación del incremento de su decadencia, contagia de fastidio la escritura. La duración del tiempo del tedio es incalculable, salvo por mínimas diferencias: “ni se daría cuenta de que las jornadas pasan y pasan/ si no fuera por esa rana que todos los días/ viene a mear en el acervo de lo cotidiano”. La rima que irrumpe de manera intermitente en los poemas introduce, a través de sentencias irónicas y preguntas como adivinanzas, una cierta ternura por ese fastidio tan singular e incorregible que aqueja a la voz poética y sus criaturas. Porque de todo lo que le desagrada, lo único que realmente la agobia no son las personas ni las palabras, sino las cosas. Las cosas y la madre de las cosas. En “El grafómano”, lo inanimado persigue al hombre que escribe para que éste narre sus secretos. Las cosas le dicen: “Somos ágrafas, escribe sobre nosotras/ cuenta la historia de nuestras vidas./ Estamos dispuestas a colaborar”. Pero el grafómano finalmente huye, hasta un bosque donde hadas y gnomos le piden cuentos infantiles. Tal vez sea saltar demasiado fuera del eje, o hacer que la lectura se tambalee en un biografismo escandaloso, pero vale preguntarse si algunos fragmentos de estos poemas no pueden leerse como una puesta en escena de la poética de Ainbinder, y su periplo desde las polémicas de la poesía de los noventa hasta la publicación de este libro: escapar de la escritura de los objetos hacia los cuentos de hadas y las fábulas, como quien “adopta la falta de lógica más elemental,/ a ninguna cosa por su nombre llama,/ nombra en forma solapada a quien más ama,/ y aunque sea del todo impostergable,/ nada designa con apodo perdurable”. (Actualización mayo – junio 2016/ BazarAmericano)