DE TROYA A LA ATLÁNTIDA, PASANDO POR CRETA María Francisca Fornieles Medina IES “Torre Atalaya”, Málaga La Grecia clásica es, como sabemos, cuna del pensamiento moderno de Occidente y fuente de la democracia, la filosofía, la razón y el mito eterno. Desde Homero, los poetas griegos hablaban de una época fantástica anterior a la historia escrita, una época de dioses y de héroes, de monstruos y de guerras épicas. Hasta comienzos del siglo XX, se creía que se trataba solo de mitos y fábulas legendarias. Pero primero un osado comerciante alemán, llamado Heinrich Schliemann, luego un estudioso inglés, llamado Arthur Evans, y finalmente un arqueólogo griego, llamado Spiridón Marinatos, nos enseñarían que las historias de los poetas y los filósofos contenían verdades mucho más profundas. Schliemann demostró la existencia real de la Troya de Homero y sacó a la luz el poderío de Micenas, la ciudadela gobernada por el rey Agamenón, de la que hablan los poemas de la Ilíada y la Odisea. Evans descubriría una cultura aún más antigua: la cultura minoica, una deslumbrante civilización perdida en el tiempo, constructora del mítico laberinto del Minotauro. Marinatos, en fin, con sus excavaciones en Akrotiri, en la isla de Tera, demostraría que la cultura minoica fue la nación de los desaparecidos habitantes de la Atlántida, la antigua civilización insular de extraordinario poderío comercial y político, cuyo ocaso, según contó el filósofo Platón, fue originado por violentos terremotos e inundaciones que provocaron finalmente el hundimiento de la isla en las profundidades del mar. Pero vayamos por partes. A finales del siglo XIX, los historiadores sostenían que el esplendor de la Grecia clásica surgió de la oscuridad como un sol brillante, un verdadero “milagro griego”, como se dio en llamar. No existían indicios de que ninguna civilización occidental precediera a los griegos, ochocientos años antes de Cristo. Pero Schliemann, Evans y Marinatos dedicarían sus vidas a ampliar y esclarecer los límites de la historia. Después de enriquecerse en el comercio, Schliemann abandonó sus negocios y, fascinado desde su infancia por los poemas homéricos, se dedicó a la arqueología. Así, convencido de que los poemas de Homero describían una realidad histórica, con la Ilíada en una mano y una pala en la otra excavó en la colina de Hissarlik, en el extremo noroccidental de Turquía, donde suponía la existencia de Troya, y encontró, en el curso de varias campañas de excavaciones entre 1870 y 1890, varias ciudades superpuestas, correspondientes a distintas fases de ocupación de Troya. Inicialmente, Schliemann creyó que el nivel correspondiente a Troya II era la Troya cantada en la Ilíada, aunque actualmente sabemos que la Troya de Homero corresponde a los niveles VI y VII, y que fue en realidad una gran ciudad residencial y comercial que controlaba el tráfico marítimo en el paso de los Dardanelos y tenía estrechas relaciones con el imperio hitita. Schliemann excavó también con notable fortuna en el Peloponeso griego, concretamente en Micenas, de cuyas ruinas hasta entonces solo se conocían la Puerta de los Leones, la muralla ciclópea adosada a ella y el llamado Tesoro o tumba de Atreo. Schliemann usó la obra del geógrafo griego Pausanias para localizar las tumbas, entre las cuales se creía que se encontraba la correspondiente al rey Agamenón. Hasta entonces, los eruditos habían interpretado erróneamente las indicaciones de las tumbas legendarias de las que hablaba Pausanias, creyendo que estaban ubicadas todas fuera de la muralla de la acrópolis de Micenas. Reinterpretando los textos de Pausanias, Schliemann halló en sus excavaciones cinco tumbas (en un recinto que ha sido llamado Círculo funerario A), con un total de 20 cadáveres y en torno a ellos abundantes y ricos ajuares funerarios, con numerosos objetos de oro, bronce, marfil y ámbar. Además halló sesenta dientes de jabalí (con los que se guarnecían los típicos cascos micénicos) y un numeroso grupo de sellos con grabados de escenas religiosas, de luchas o de caza. Schliemann excavó también en Orcómeno (1880), donde descubrió una tumba y abundante cerámica de época micénica, y en Tirinto (1884), donde desenterró un palacio micénico de considerables dimensiones. Los descubrimientos de Schliemann no solo confirmaron la historicidad de la guerra de Troya y de muchos otros aspectos de los poemas homéricos, sino que sentaron las bases para el conocimiento de la primera etapa histórica de la cultura griega, la micénica, que recibe su nombre de Micenas, la ciudad más importante de aquel período, cuyo rey fue, según la mitología, el legendario Agamenón, que acaudilló la expedición contra Troya. Como sabemos por la arqueología actual, los primeros grupos de población griega, procedentes de los Balcanes, llegaron a Grecia hacia el año 2000 a. C., pero durante varios siglos llevaron una existencia poco destacada. Sin embargo, del siglo XVI al XII a. C. hubo un florecimiento, que se refleja en una presencia intensa en el Mediterráneo: es la etapa micénica, que se corresponde con la Edad del Bronce Reciente de la historia universal. En efecto, hacia el año 1600 a. C. irrumpe en Grecia una nueva oleada de población (los que luego se conocerían como aqueos y jonios) cuya lengua es griega, como lo atestiguan las numerosas tablillas de barro escritas en el silabario llamado lineal B (descifrado a mediados del siglo XX). Frente a la pacífica población agraria anterior, aparece entonces una brillante cultura. Se construyen grandes fortalezas, en especial la de Micenas. Los aqueos y jonios son amantes de la guerra: traen el carro de guerra de dos caballos y sobresale el esplendor de sus armaduras. Es una sociedad básicamente varonil y patriarcal, que adopta la monarquía militar como sistema político. Hasta ese momento, el centro cultural más desarrollado era la isla de Creta, de población no indoeuropea. Ahora los micénicos, atraídos por el brillo de la civilización cretense, adoptan muchas de sus características culturales y terminan por adueñarse del Egeo: las naves micénicas surcan en todas direcciones el Mediterráneo. Y en este contexto se entienden bien los orígenes heroicos de la Ilíada y la Odisea, pues en estos poemas quedan ecos de muchos elementos de la época micénica. Pero entre 1200 y 1100 a. C., los distintos enclaves micénicos van siendo sistemáticamente atacados y destruidos. Los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre las causas: unos piensan en la llegada de una nueva oleada de población griega, los llamados dorios, que destruyen los palacios micénicos; otros se inclinan por una revuelta social. En cualquier caso, hacia el año 1100 a. C. es destruida la fortaleza de Micenas, y con ello termina esta primera etapa en la historia griega. Siguiendo los pasos de Schliemann, el inglés Arthur Evans, conservador de antigüedades del Ashmolean Museum de Oxford, se trasladó a Creta en los últimos años del siglo XIX con la idea de encontrar y estudiar restos de la civilización micénica que se estaba empezando a conocer. Tras varios años de preparativos y negociaciones, en 1900 adquirió unos terrenos en la zona donde se creía que estaba sepultada la antigua ciudad de Cnosos y, con una pequeña cuadrilla de hombres, emprendió la excavación del yacimiento, esperando encontrar ruinas micénicas. Pero pronto todas sus expectativas quedarían desbordadas, pues no solo descubrió un magnífico complejo palacial, sino que, en una serie de campañas que lo ocuparían durante más de treinta años, sacó a la luz una civilización deslumbrante, mil años anterior a la Grecia de época histórica. Evans no se imaginaba entonces que Cnosos acabaría significando para él mucho más que el descubrimiento de un palacio o el hallazgo de testimonios sobre las escrituras más antiguas de los griegos, que era el objetivo inicial de su misión cretense. La Antigüedad le ofreció la posibilidad de resolver, al menos en parte, uno de sus enigmas: un misterio que, al igual que el de Troya, hunde sus raíces en las leyendas de la mitología. Es el misterio de la civilización minoica, que Evans llamó así por la figura de Minos, el legendario rey hijo de Zeus y padre de Ariadna; el que encargó a Dédalo la construcción del Laberinto para guarida del espantoso Minotauro, el monstruo mitad hombre y mitad toro al que, con ayuda de Ariadna, dio muerte el ateniense Teseo. En efecto, a las pocas semanas de iniciar las excavaciones, los ojos atónitos de Evans descubren en el terreno removido los restos de un edificio que en seguida adquiere las dimensiones de un palacio enorme: muros, estancias, patios, techos sustentados sobre pilastras, santuarios, jardines colgantes, frescos, baños con conducción de aguas, impresionantes almacenes con depósitos capaces de contener hasta 75.000 litros de aceite… Y todo aquel asombroso mundo daba la impresión de estar como fijado en el tiempo, como si la vida se hubiera detenido de pronto durante las actividades de un día cualquiera, barrida por un tremendo cataclismo que en un instante lo destruyó todo y borró literalmente de la faz de la tierra toda una civilización floreciente y milenaria. Muchos de los objetos que los trabajadores iban sacando a la luz parecían poderse datar en torno al 1500 a. C., pero otros eran bastante más antiguos. ¿Qué ocurrió realmente en una época tan remota? ¿Qué luz podía arrojar aquel palacio, reaparecido milagrosamente tras un larguísimo sueño, sobre una época perdida para siempre en la noche de los tiempos? Tras las descubrimientos de Evans y las continuas campañas de excavación de arqueólogos de distintas nacionalidades en Creta, hoy sabemos que la civilización minoica se desarrolló aproximadamente entre 2700 y 1400 a. C. En una primera fase, llamada minoico antiguo (c. 2700-2000 a. C.), comienzan a aparecer grandes núcleos de población, sobre todo en el este de la isla, con notables manufacturas de alfarería y orfebrería, y a establecerse contactos con Egipto y el próximo Oriente, gracias a la privilegiada situación geográfica de Creta, enclavada en la confluencia de las rutas comerciales marítimas de los continentes europeo, africano y asiático. En el minoico medio (c. 2000-1700 a. C.) se intensifican los intercambios comerciales y culturales y Creta conoce una formidable expansión. Comienza a utilizarse la escritura, y las naves cretenses se lanzan a comerciar en los puertos de todo el Mediterráneo oriental, exportando principalmente aceite y vino e importando sobre todo metales preciosos (oro, estaño) y otras materias primas que a su vez alimentaban el desarrollo de la artesanía local. Este desarrollo económico, con el consiguiente crecimiento demográfico, hizo que la isla se poblara de ciudades y de palacios que testimonian un elevado nivel de bienestar. En esta época, también llamada protopalacial, se construyen los primeros palacios, grandes conjuntos arquitectónicos de compleja estructura, como los de Cnosos, Festo, Zakro y Maliá, que muestran la vitalidad de la civilización minoica. Estos palacios tienen una serie de detalles comunes que indican un mismo tipo de organización funcional: se organizan en torno a un gran patio rectangular, orientado de norte a sur; se levantan sobre varios pisos (cinco en Cnosos) e incluyen barrios residenciales, grandes salones, lugares de culto, silos para almacenar las mercancias y talleres; los edificios no están delimitados por murallas ni torreones y, salvo el de Cnosos, que está algo más en el interior, suelen extenderse en dirección al mar, siguiendo la línea natural del terreno. Pero esta cultura floreciente sufrió un golpe imprevisto hacia el año 1700. Por esas fechas, las excavaciones arqueológicas documentan la destrucción de los palacios y las viviendas minoicas. Para explicar esta destrucción se han barajado distintas hipótesis: la más probable es la de un tremento seísmo, aunque también se ha pensado en la intervención de elementos externos (por la misma época, los hicsos, un pueblo de origen semita, conquistaron buena parte de Egipto) o en graves problemas internos, como guerras y desórdenes civiles. En todo caso, las reconstrucciones son inmediatas, y los acontecimientos no representan una ruptura cultural. Así, a comienzos de la siguiente fase, llamada minoico reciente o neopalacial (c. 1700-1400 a. C.), sobre los antiguos cimientos se construyen nuevos edificios y se restauran, amplían y mejoran los palacios destruidos, aunque manteniéndolos sin fortificaciones ni elementos defensivos. Es el apogeo de palacios como el de Festo y sobre todo Cnosos, que, con sus 17.000 metros cuadrados construidos y unas 1500 habitaciones, nunca sería tan hermoso como entonces. Se construyen nuevos propileos, columnatas, largos corredores, terrazas, patios y amplias escalinatas que unían las distintas alturas de los edificios. El conjunto incluye una serie de pozos, así como un sistema de conducciones de agua, en parte mediante cañerías subterráneas, que abastecen las numerosas fuentes y los baños privados. Los muros, los pavimentos y las escalinatas estaban recubiertos de mármol, y las paredes internas adornadas con espléndidos frescos policromos que representaban personas, plantas, flores, animales y escenas de la vida social y religiosa, en la que juega un importante papel el toro, verdadero símbolo de la civilización minoica. En este período se construyeron también otros edificios, de dimensiones más reducidas pero no menos lujosos que los palacios, y adornados a su vez con espléndidas obras de arte: el más célebre es sin duda la villa de Ayia Triada, cercana a Festo, considerada por algunos estudiosos la residencia estival del soberano de este palacio. Precisamente en Festo, pero también en otros palacios, se ha hallado una gran cantidad y variedad de sellos, pertenecientes presumiblemente a altos oficiales, que constituirían una organizada y potente clase burocrática que ayudaba al señor local a administrar sus riquezas. Durante este período se mantiene aún la supremacía marítima de los cretenses, que extienden su poder hasta las regiones costeras de Grecia, estableciendo estrechos contactos con los griegos micénicos. De hecho, el historiador Tucídides, en el siglo V a. C., contará que Minos, el legendario rey cretense, había impuesto su dominio sobre la propia Atenas y otros lugares de Grecia, a los cuales exigía tributo (esto lo vemos reflejado en el mito de Teseo y el Minotauro: Minos exigía anualmente a Atenas el tributo de siete hombres jóvenes y siete doncellas, que eran sacrificados al Minotauro, fruto de los amores de Pasífae, la esposa del rey, con un toro marino; hasta que el heroico Teseo entró en el Laberinto y mató a la bestia). Pero en este momento de apogeo, la civilización minoica se derrumbó de nuevo, y esta vez para siempre. Las excavaciones de Evans determinaron, y luego las de otros arqueólogos lo han confirmado, que, hacia la primera mitad del siglo XV a. C., Creta sufre una oleada de devastaciones que asolan las casas, los templos y los palacios. De nuevo se han barajado como causas de esta destrucción la conquista extranjera, las luchas internas o una catástrofe natural, pero los estudiosos no acaban de ponerse de acuerdo. El hecho es que, en un breve período de tiempo, los palacios fueron totalmente devastados, salvo el de Cnosos, aunque su actividad se vio seriamente afectada y comenzó un lento declive hasta quedar prácticamente abandonado a finales del siglo XV a. C. Después de la destrucción hay un éxodo general de la población hacia el suroeste de la isla, que hacia el 1450 empieza a ser ocupada por los griegos micénicos hasta convertirse en un reino micénico más, y, aunque gran parte de su población, sobre todo los artesanos, son trasladados al Peloponeso, en donde actúan como transmisores de la cultura minoica al mundo griego (arquitectura, pintura, cerámica, escritura; también elementos de la religión y el mito), sin embargo puede decirse que la civilización minoica como tal desaparece en torno al 1400 a. C. Durante más de 30 años, Arthur Evans se esforzó por encontrar la realidad histórica oculta tras el mito griego de Teseo y el Minotauro y acabó sacando a la luz la espléndida civilización minoica. Pero, entre las cuestiones sobre los minoicos que dejó sin responder, una de las más intrigantes era la de su desaparición. El misterio de la desaparición de esta civilización siguió guardando sus secretos durante varias décadas, pero acabaría por salir a la luz cuando los estudiosos lo relacionaran con una de las leyendas más seductoras de la Antigüedad clásica: el mito de la Atlántida. Tras la muerte de Evans, el arqueólogo griego Spiridón Marinatos retomó su estela. Marinatos encontró su primera pista en 1932; excavaba en el yacimiento de Amniso, en la costa septentrional de Creta, una ciudad descrita por Homero como el puerto de Cnosos. En una parte del yacimiento, Marinatos encontró grandes bloques que estaban fuera de su sitio, lo que atribuyó a un tsunami u ola gigantesca. Además, por todas partes encontraba pedazos de piedra pómez, que proceden de erupciones volcánicas, e incluso aparecieron en lo alto de los montes cercanos a la costa, a donde sólo pudieron llegar arrastrados por las aguas. Pero ¿qué podía haber producido una ola tan letal? Marinatos dedujo pronto la respuesta. A 120 km al norte de Creta, hay una isla volcánica llamada Tera o Santorini (es el único volcán actualmente activo del Egeo), una isla que había sufrido un cataclismo cuya potencia debió ser centenares de veces mayor que el de una bomba atómica. Santorini tiene un paisaje agreste, escarpado, y sus altos acantilados son lo único que queda después de que una catástrofe terrible destruyera el corazón de la isla. Marinatos lo vio claro: el cataclismo que había destruido la isla de Tera y arrasado los palacios de la civilización cretense, más de cien kilómetros al sur, debía ser el mismo que destruyó el continente de la Atlántida, cuya leyenda describió el filósofo griego Platón a mediados del siglo IV a. C. Según Platón, la Atlántida era una isla tan extensa como un continente, “más grande que Libia y Asia juntas”, y estaba situada en el mar Atlántico, “más allá de las columnas de Heracles” (es decir, el estrecho de Gibraltar). Los atlantes, descendientes del dios Poseidón, eran gente próspera y pacífica, y disfrutaban de todas las comodidades y riquezas de la tierra. Pero la soberbia y la codicia se fue apoderando de ellos, y llegaron a declarar la guerra a Atenas, que esta terminó ganando. Finalmente, como castigo de los dioses, se produjeron violentos terremotos y grandes cataclismos, y, en un día y una noche terribles, la Atlántida se hundió en el mar y desapareció. ¿Escribió Platón un mito, o estaba transcribiendo la historia? Marinatos afirmó que la leyenda era un recuerdo distorsionado de la destrucción de Creta y Santorini, que supuso el fin de la hegemonía minoica en el Mediterráneo oriental. Por supuesto, esta identificación entre la Atlántida y la Creta minoica no habría sido posible sin los descubrimientos de Arthur Evans, que nos permitieron hacernos una idea global de la imponente cultura y civilización minoicas. La verdad es que la Atlántida, tal como la describe Platón, guarda un parecido asombroso con el mundo que Evans descubrió en Creta. Platón narra repetidamente la fascinación de los atlantes por los toros, y describe la geografía de la isla de un modo que recuerda bastante a la de Creta. Marinatos llegó, pues, a la conclusión de que los minoicos eran los habitantes de la Atlántida; estaba convencido de que en Santorini se ocultaba un gran secreto que esperaba ser descubierto. Pero, entre la segunda guerra mundial y luego la guerra civil griega, pasarían 30 años antes de que pudiera comprobar su teoría. Marinatos no pudo excavar en Santorini hasta 1967. Pero en cuanto empezó sus trabajos en la aldea de Akrotiri, al sur de la isla, comenzaron los descubrimientos: muros y jarros conservados intactos bajo la ceniza volcánica durante más de 3000 años. Igual que ocurrió en Pompeya, las casas de Akrotiri están también prácticamente intactas; algunas son de dos plantas, a las que se puede acceder por escaleras de piedra o de madera. A las paredes de adobe se adosaban tuberías de terracota que conducían las aguas residuales hasta las cloacas situadas debajo de las calles. En la planta baja estaban los talleres y los almacenes, donde se guardaban los productos perecederos dentro de grandes tinajas de arcilla. Los pisos superiores se destinaban a vivienda. En ellos los arqueólogos han encontrado vasos y muebles y una rica decoración: en cada casa había por lo menos una habitación decorada con frescos que representaban escenas de la vida cotidiana: un joven con los peces que ha capturado, una flota de guerra zarpando del puerto... Los frescos se han conservado bastante bien, y muestran el arte y la cultura de un pueblo desaparecido. A diferencia de la representaciones murales de la vida cortesana de Cnosos, los frescos de Akrotiri describen la vida de una clase media de comerciantes, tal como aparece descrita en la Atlántida de Platón. Reflejan los sueños de un pueblo vinculado al mar, de una tierra de marineros y comerciantes que coincide con el relato de Platón, una tierra próspera que gozaba de un nivel de civilización comparable al de Creta. La vida era allí agradable, y sus habitantes, instalados en confortables casas, vivían del producto de sus cosechas, de la ganadería y la pesca y también de las relaciones comerciales que mantenían con sus vecinos de las islas Cícladas, con Creta e incluso con las costas de Egipto, Libia y Mesopotamia. Los frescos de Akrotiri representan escenas bucólicas, escenas de comercio y también de combates. Una vida normal que se vio interrumpida por la erupción volcánica más terrible que se recuerda en la historia. Una explosión tan potente que provocó un cráter de 83 km cuadrados en el centro de la isla; tan fuerte, que expulsó y lanzó piedras y cenizas a cientos de km de distancia. A más de 100 km al sur, en Creta, olas gigantescas arrasaron los puertos minoicos; en el interior, una devastadora lluvia de cenizas cayó sobre Cnosos y otros palacios minoicos: las cosechas se perdieron, el comercio se interrumpió, el imperio sufrió una letal sacudida. En Akrotiri no se encontraron cuerpos, lo que hace suponer que sus habitantes huyeron antes del tremendo cataclismo. Pero los arqueólogos creen que en la isla de Santorini debe haber más ciudades enterradas bajo la ceniza volcánica, y es muy posible que en estas puedan hallarse cuerpos de personas que, como ocurrió 15 siglos después en Pompeya, esperaron hasta el último momento para irse, cuando ya no había escape posible, y perecieron. Marinatos siguió excavando en Santorini hasta 1974, cuando murió accidentalmente en el mismo yacimiento. Allí fue sepultado, en una casa minoica, para reposar eternamente en las ruinas de la Atlántida. Pero en Santorini queda aún tarea como para que otros arqueólogos continúen recuperando tesoros y valiosa información histórica durante muchos años más… siempre que el volcan y el dios Poseidón, “que agita la tierra por dentro”, se lo permitan.