COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL DON LEN EL CIPRÉS Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes Primera edición ISBN 978-956-8800-01-7 15 de diciembre de 2010 Estimados amigos, En los rincones más recónditos y abruptos del Alto Cachapoal podemos descubrir los sorprendentes bosques de ciprés de la cordillera, un árbol que es pariente del reconocido y milenario alerce y de la imponente araucaria. El ciprés se distribuye desde la Región de Valparaíso hasta la Región de Los Lagos en Chile. En Argentina también se puede encontrar en la vertiente oriental de la Cordillera de los Andes. Por siglos, los bosques de ciprés han sido utilizados por el hombre. Todavía es posible observar en algunos rincones del valle, restos de postes del telégrafo, todos ellos de ciprés. El fuego también ha sido implacable con las poblaciones de ciprés, siendo uno de los factores que han acotado la presencia de esta especie a los sectores más protegidos del valle. Este cuento nos invita a compartir y ser testigos del mundo dentro del bosque de ciprés, particularmente en el momento donde todos sus habitantes, animales, plantas y elementos mágicos se encuentran sumamente preocupados, pues Don Len, el ciprés centenario, patriarca y referente de todos los habitantes ya no es el mismo, lo invade una gran preocupación y tristeza. El apoyo y sentir de todos, habitantes vivos y otros inanimados pero mágicos, nos dejan entrar al bosque, para aprender y llenarnos de esperanza. José Antonio Valdés Gerente General Pacific Hydro Chile 1 2 DON LEN, EL CIPRÉS Allá en lo alto se distingue el hilo de una cascada que se desliza entre las rocas de un despeñadero. Más arriba, la mole de las nieves eternas brilla bajo el sol del mediodía. Abajo, el valle del Cachapoal se extiende como una mancha verde cruzada por aguas que a la distancia parecen detenidas. Y entre el río y las cumbres, aferrados a las pendientes rocosas como diestros escaladores, se yerguen largos brazos que apuntan al cielo. Son árboles. Son cipreses. En medio de su loca carrera, el río Cachapoal se alegra al distinguirlos. Los conoce desde hace muchos años; y a uno de ellos, a don Len, que es el más fornido, lo saluda con un gran brinco de agua como si intentara llegar a su lejana copa. ¡Qué viejo es don Len! Últimamente su memoria sólo se remonta al pasado más lejano, justamente lo que les gusta escuchar a los que lo rodean. Cuando el anciano árbol habla, todos los cipreses, aunque el viento llegue a jugar con ellos, se quedan inmóviles para no perder ni una sola de sus palabras. 3 4 Pero desde hace algún tiempo don Len está menos locuaz. Cuesta mucho que cuente historias y cuando lo hace son breves y poco entusiastas. Incluso a veces dice que no tiene ganas de hablar. Una mañana, un esbelto ciprés despertó con ganas de hacer preguntas: -¿Se acuerda, don Len, de cuando esa cabra joven se alejó de su rebaño y de brinco en brinco llegó hasta nosotros y se comió al único retoño que teníamos? -¡No le recuerdes cosas tristes!- lo recriminó otro árbol. El ciprés acomodó sus ramas y cambió su pregunta. -Don Len, ¿se acuerda de cuando a esos hermanos los convirtieron en postes de teléfono? -¡¿Podrías callarte?!- se indignó ahora el otro. -¡Quería saber si me escuchaba! Creo que además de mudo, está quedando sordo- respondió el árbol esbelto, que era muy melodramático. En efecto, don Len parecía completamente ajeno a cualquier comentario. -Quizás se quedó sin recuerdos- gritó a lo lejos el río que nunca se callaba. -¡Déjenlo tranquilo: ya no quiere contar!- siguió la friolenta lagartija echada al sol sobre una roca. -Me temo que está enfermo- dictaminó el zorro culpeo. Y entrecerrando los ojos para mirar hacia lo alto, interpeló al águila que los sobrevolaba: -¿Por qué no revisas si algún insecto lo está infectando? 5 -¡Ni lo digas!- exclamaron todos los cipreses, aterrados ante la idea de una peste. El águila, respondiendo al requerimiento del zorro, batió dos veces sus alas y fue descendiendo como un enorme y lento manchón oscuro hasta posarse en una rama de don Len para examinar, cual doctor meticuloso, muy de cerca su follaje. -¡Nada: está limpio! – chilló. -¿Respira?- preguntó el zorro, ladeando la cabeza. -Sí, respira. -¿Tendrá hambre?- preguntó el río, lanzando espuma sobre una familia de patos cortacorrientes que ascendían por su caudal. -No es hambre- respondió una voz férrea, desde el fondo de la tierra. 6 -¿Tendrá sed? –siguieron los chaguales, estirando sus hojas de espina, como si quisieran ofrecer la humedad que guardaban. -No es sed- hablaron las rocas- Sus raíces están húmedas. -¿Será frío? – se preocupó el viento. -No es frío- respondió el sol, que brillaba esplendoroso. -¡¿Qué tiene entonces?! –gritaron todos. -¡Se ha transformado en un dormilón!- concluyó un mero gaucho en un aleteo gris sobre unas piedras cubiertas de líquenes. Un enorme silencio se instaló en la cuenca del Cachapoal. 7 Don Len no sólo los había entretenido con sus historias. Como árbol con largos años de vida que era, también les había enseñado a reconocer la diferencia entre el silencio del paso del puma y el silencio de una lagartija que se esconde, entre el chillido del águila y el bufido del cóndor, entre el bramido de un trueno y el estruendo de un alud. Otro día hablaron del fuego que nace de la chispa del rayo que cae del cielo y del que nace de la chispa que provoca el hombre con su descuido. En ese momento habían recordado con pena y rabia los troncos ennegrecidos, vestigio del incendio que años atrás casi había destruido a toda una población de cipreses que vivían más abajo, donde el río forma terrazas. 8 -¡Somos un milagro!gritaba siempre don Len- ¡Miren dónde estamos parados! ¿Qué otro árbol puede crecer y elevarse tan alto en un despeñadero y tener unas raíces tan poderosas que encuentran alimento y agua entre montañas de piedra? Los más jóvenes miraban la mole de granito que los rodeaba y un estremecimiento de triunfo sacudía sus fuertes raíces que se adentraban entre las grietas. Pero todas esas conversaciones hacía tiempo que habían quedado atrás. Nuevamente, desde su escondite afloró la voz del zorro culpeo: -Creo que sé lo que tiene. 9 10 -¿Qué cosa?- preguntó el águila, sin despegar la vista de los matorrales. -Es pena. -¿Espina?- preguntaron los cactus. -¡Pena!- afirmó la voz grave y soñolienta de don Len, ante el asombro de todos.-Estoy viejo, ya cumplí cuatrocientos tres años. Antes, todos mis sueños eran alegres, pero desde hace un tiempo, todos mis sueños son tristes. -¿Y qué sueña?- pió el mero gaucho. -Sueño que alguien o algo nos persigue y que nuestras semillas ya no pueden seguir subiendo para germinar, porque se nos acaba la cordillera. -¡Si eso sucediera, nosotras las recibiríamos!gritaron unas nubes deshilachadas expandiéndose para formar una pradera blanca. Don Len alzó sus ramas con languidez y saludó a las ingenuas amigas. -¡Espante esos sueños!- se agitó la brisa –Me parece que sus pesadillas son con los hombres, pero yo sé de muchos hombres que quieren protegerlos. -¿Para qué? No servimos de mucho- el abatimiento de don Len era cada vez mayor. -¡¿Cómo que no?!- se escuchó el griterío indignado de una bandada de loros tricahues que venían llegandosin ustedes, ¿quién nos cobijaría del frío o del calor aquí en lo alto cuándo nos detenemos para conversar? 11 - ¿Y quién le daría color a mi falda gris?- se oyó por primera vez el rumor de la montaña. -¿Escuchó don Len? ¡Lo necesitamos!- coreó una pareja de cóndores desde muy arriba. - ¡Sí! ¡Todavía le queda mucha vida! - saltó el río. -Ustedes aún tienen sueños de esperanza. A mí se me acabaron- respondió don Len y volvió a cerrar los ojos. Sus ramas cayeron desganadas. -Sólo está un poco deprimido: don Len es fuerte, se le pasará –aseguró el zorro culpeo. -Esperemos- respondió el águila, mientras buscaba una buena corriente para su vuelo. Aguardaron con paciencia. 12 Contaron las veces que el halcón peregrino voló en picada para atrapar a un pajarito y las veces que la tenca cortó el aire con su cola de tijera. Dejaron que el sol bajara muchas veces en el horizonte y las nubes se pusieran rojas. Esperaron que la luna se hiciera redonda y se hiciera afilada. Pasaron muchas noches. Pasaron muchos días. Y los cipreses seguían esperando que don Len les hablara. Una mañana el águila batió clap-clap-clap sus alas, como siempre lo hacía cuando sobrevolaba el anciano árbol. Pero esta vez las ramas del ciprés no respondieron ni con el más leve movimiento. 13 14 -¡Don Len nos está abandonando!- chilló fuerte, dando lentas vueltas entre las angulosas y empinadas laderas cordilleranas. Nuevamente un silencio triste se instaló en la cuenca del Cachapoal. ¿Sería que a don Len le había llegado la hora de morir? Inmóvil sobre una piedra, la iguana escuchaba y miraba. Quería decir algo, pero su temor a que el águila advirtiera su presencia y no pudiera resistir la tentación de comérsela, la hacía mantenerse callada. Ella también amaba a don Len y muchas veces se había quedado oyendo sus historias, muy quieta entre las rocas tan parecidas a su piel. Y ahora acababa de ver algo que podría devolver el ánimo al anciano. Sólo tenía que esperar el momento justo en que los ojos rapaces del ave no miraran hacia abajo. Entonces gritaría su descubrimiento y con un salto de sus poderosas patas se escurriría a través del escondite que tenía estudiado en una grieta. Y eso fue lo que hizo. -¡Miren, miren ahí!- indicó con movimientos de su cabeza, al tiempo que su cola manchada de negro daba tres golpes sobre la roca. Los plaf, plaf, plaf llamaron de inmediato la atención de los cipreses y del águila. Y mientras la exclamación de asombro y alborozo de los árboles crecía con un rumor fresco que inundó el valle, el águila se lanzó en picada sobre su presa, que se escabulló como un rayo pardo entre las hendiduras. 15 16 El grito de frustración del águila no empañó el júbilo de los árboles porque ahí, en medio de la aridez de esa ladera que caía a pique sobre el lecho del río, estaban presenciando el renovado milagro: entre dos rocas afiladas, que lo protegían como si fueran una cuna, se asomaba el débil tallo de un ciprés recién nacido. ¡Hacía tanto tiempo que en esa ladera de rocas no se veía nacer un árbol! Era un brote verde y tembloroso. Imposible adivinar el tronco robusto y las fuertes y aceradas ramas que llegaría a tener. La plantita, como si supiera que los ojos de sus mayores estaban fijos en ella, se meció una y otra vez. Y tanto se meció, que la brisa, enternecida, se hizo viento para levantar las aguas de la fina cascada y llevarle rocío; el tucúquere abrió los ojos y cantó “bubú-bubububu” aunque fuera de día; y hasta el puma dejó su soledad y se acercó un poco más para mirar lo que sucedía. Fue en ese momento, quizás presintiendo que algo estaba pasando, que don Len entreabrió los ojos. -¡Don Len, don Len despertó!- gritó el ciprés frondoso. -¿Qué pasa? -dijo el viejo árbol, con voz cansada. -¡Algo muy lindo! -exclamó la lagartija negro verdosa. -Algo muy frágil -gritó la iguana desde su escondite. 17 18 -Algo muy verde -siguió el zorro con voz seria. -Algo que crecerá muy alto –completó el águila. -Alguien que necesita conocer tus historias –murmuró finalmente el viento, despeinando la cabeza del anciano ciprés. Don Len enderezó su copa y abrió grandes sus ojos verdes. -¿Ha nacido otro ciprés de la cordillera? –preguntó. -¡Síii! ¡Míralo que lindo y sano es!-exclamó su vecino. Don Len lo contempló largo rato en silencio y volvió a inclinar la cabeza. Pareció que se quedaba nuevamente dormido, pero en realidad meditaba. Luego de unos minutos que a todos se les hicieron eternos, el viejo ciprés se irguió. Sus centenares de brazos se inclinaron hacia la cuna de rocas y su voz de cuatro siglos se dejó oír para contar una historia nueva: -¿Sabías tú, pequeño ciprés, que cuando vi al primer hombre lo confundí con un animal feo y ridículo? Abajo, el recién nacido pareció reír. -No te rías, pequeño, porque a veces los hombres nos hacen daño. Abajo, el recién nacido tiritó. -No te asustes pequeño, me han recordado que no siempre hacen daño y mi memoria me dice que más de alguno durmió bajo mi sombra, acarició con suavidad mi tronco y se admiró de la fuerza de mis raíces. 19 Abajo, el recién nacido se meció suavemente. Don Len volvió a cerrar los ojos, pero ahora no fue para dormir. Volvía a meditar. Contemplando ese pequeño arbolito que se preparaba para vivir, don Len sintió que la savia recorría otra vez con fuerza su cuerpo, que se acababan los sueños peligrosos y que renacía la esperanza perdida. Y fue entonces que el más viejo de los cipreses de la cordillera supo que debía mantener la fuerza y la alegría para contar a los que iban naciendo lo que sus años le habían enseñado: a descubrir tantas cosas bellas a su alrededor y también advertir los peligros que los acechaban. A no asustarse de las puestas de sol que convertían el cielo en fuego dorado y sí a temer el fuego rojo y el humo negro que se elevaban desde la tierra. A extender sus brazos para hospedar con cariño al fío-fío y a la tenca que construyen sus nidos en sus ramas amables y a no enojarse con el peuco cuando se posa entre el follaje, a la espera de su presa. ¡Debía seguir siendo el cuentacuentos de la cordillera! Y si lo pensaba bien… ¡no era tan viejo! Y si tenían suerte y los dejaban tranquilos en su ladera, podría vivir otros cien años para contar otras cien historias. 20 R emontando por la cuenca del río Cachapoal, en las inaccesibles laderas rocosas, allá donde los suelos, el frío y el viento, no permiten que prosperen los matorrales y bosque esclerófilos de litres, peumos y quillayes, allá crece el ciprés de la cordillera (Austrocedrus chilensis). Su resistencia ha permitido a algunos bosques de ciprés sobrevivir hasta nuestros días, salvando de la suerte corrida por la mayor parte de su población original: la desaparición por tala y fuego, y la imposibilidad de regeneración por acción del ganado que se come a los retoños. Son muy pocos los sitios en donde se puede caminar tras el rastro del puma, y descansar bajo un viejo ciprés de 500 años, mientras se es observado por guanacos y cóndores. Uno de esos escasos lugares es la cuenca del Cachapoal. De nosotros depende que Don Len pueda seguir contando historias a esos pequeños que crecen entre las rocas, que se yerguen alegres buscando la luz, y cuya misión es perpetuar esos bosques maravillosos de ciprés de la cordillera. De nosotros depende que esos bosques no desaparezcan, y para ello te recomendamos lo siguiente: ● No hagas fogatas cuando vayas de excursión para evitar incendios forestales. ● Si acampas al interior de un bosque de cipreses o en cualquier otro lugar, no dejes rastros de tu estadía: no marques los troncos de los árboles, no cortes ramas, no dejes basura en el lugar. ● Denuncia en Carabineros o en CONAF cuando veas la tala de bosques de ciprés, ellos están protegidos por la ley.