Era la primera vez que entraba en esa web

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Era la primera vez que entraba en esa web. Mi licenciatura en Ciencias del Mar por la
Universidad de Galway me había llevado a Cushendun, un pueblo precioso de la costa
irlandesa, tan precioso como deshabitado. Una iglesia, dos pubs y cuatro casas de
vecinos se desparramaban por la calle mayor, quiero decir, por la única calle que
merecía verdaderamente llamarse así. Un pequeño puente de piedra recubierto de musgo
unía Mill St. con el pequeño muelle donde se resguardaban tres o cuatro pequeñas
embarcaciones. La cercanía de Ballycastle había hecho desaparecer toda actividad
pesquera en la villa, lo que hacía que sus aguas se hubieran vuelto limpias, cristalinas y
llenas de vida. Un lugar perfecto para el estudio del Cetorhinus maximus, pero también
muy, muy aburrido.
Ese aislamiento había hecho que me refugiara en mi otra pasión, el cine. A pesar de ser
más blanca que la mantequilla de Irlanda, y que apenas fuera incapaz de domar mis
rebeldes rizos pelirrojos, había elegido como nick un nombre tan latino como el de
Carmen, no por la cigarrera de Bizet, sino por la heroína de Chandler, la preciosa
Carmen Sternwood de “El sueño eterno”.
Esa noche le conocí, precisamente en el hilo sobre la película de Hawks.
- ¿Te pareces a la Bacall?
- ¿Y tú a Bogart?
- Sí que me parezco, sí. Algún dia lo descubrirás.
Se hacía llamar Bateman. A pesar de adorar el cine-clásico, su nick venía de
"American psycho", no la película, que confesó odiar, sino la novela de Bret Easton
Ellis, que yo también había leído hace tiempo y reconozco que me había hecho mirar
debajo de la cama más de una vez.
Durante meses estuvimos compartiendo charlas en Filmnoir.com, nuestro pequeño
refugio virtual. Pero parecía que los dos queríamos más. Dos privados, uno de ellos
conteniendo su dirección de messenger, bastaron para que comenzáramos a hablar todas
las noches. Rodeada de libros de Connolly y Bruen, música de Morrison y MacGowan y
una botella de Bushmills, las charlas empezaron a hacerse más íntimas. Y con ellas,
llegaron las sorpresas. No estábamos tan lejos como pensábamos. Unos 60 kilómetros
separaban Cushedun de Newtownabbey, barrio periférico de Belfast, lleno de jardines,
edificios nuevos y grandes avenidas, pero que me confesó apenas pisar.
Bateman no solía salir de casa. Su agorafobia había hecho que prácticamente no
tuviera amigos. Años y años de psiquiatras sólo habían servido para diagnosticarle un
trastorno esquizoafectivo, enfermedad que le producía episodios maniacos, depresivos y
paranoides. Increiblemente, y a pesar de todo eso, sus conocimientos sobre cine,
música, libros, incluso ciencia, le hacían irresistible. ¿De qué no sabía hablar este tipo?
Lamentablemente, el penoso disco duro de mi ordenador portátil, lleno de tablas de
temperaturas basales, tasas de puesta de huevos, ciclos de mareas y demás datos con
olor a salitre, hacían imposible que fuera guardando esas conversaciones. Pero en mi
mente las iba recordando, una a una. Como cuando me confesó que había intentado
tirarse al tren dos veces, pero que también habia tenido tentaciones de empujar a la via a
más de uno. Conocer el olor de la muerte, sentir el poder de quitarle la vida a otra
persona. ¿Cómo sería matar? ¿Y morir?
Aquellas conversaciones me asustaban, lo confieso. Él me decía que no debía hacerlo.
Que su enfermedad le hacía tener esas fantasias. Que a veces planeaba como matar a tal
o cual político, pero también como matarse a sí mismo. Cómo hacerlo para que
pareciera un asesinato, ocultando su propio suicidio. Morir engañando a todos, como los
viejos capos de la mafia. Pero todo eran fantasias...sólo fantasias.
Un día me pidió que nos vieramos. Últimamente habiamos hablado de viajes, de
conocernos y escaparnos juntos por ahí. Gracias a un tratamiento nuevo, había
conseguido dar un paseo por Manse Rd., un logro enorme para él. Dos o tres horas fuera
de casa. Hacía meses que no había sentido el aire fresco en su cara, por lo menos
durante tanto tiempo. En unas semanas estaría listo para llegar hasta Carrickfergus,
incluso a Whitehead, y yo podría conocerle por fin.
Y lo hicimos. Una mochila, un par de mudas, dos libros sobre los que habiamos
charlado, y su dirección. Estas últimas semanas habían sido maravillosas. Nada de
asesinatos ni muertes. Joyce, Heaney, Mahon...horas y horas de charlas. Y por fin iba a
conocerle.
---------------------------------------------------------------Aquella casa no era como me imaginaba. Me había hablado de un edificio moderno de
cemento gris y granito verde. Pero aquella casa parecía construida en los años 40.
Ladrillo rojo y madera, diminuta, rodeada de un jardín un poco descuidado...y muy,
muy oscura.
No había luz por ningún lado. El timbre no funcionaba, pero la puerta estaba abierta.
Entré...y allí no había nadie. Los interruptores parecían como quemados. Eran más de
las diez y apenas dos farolas iluminaban el porche de la casa. Lo demás era oscuridad.
Oscuridad y un olor nauseabundo que parecía venir de la cocina. Tanteando la pared
conseguí llegar a ella. Una atmósfera irrespirable y...¿qué había en el suelo? Un líquido
viscoso y caliente lo cubría todo. Era, era...era sangre.
Un mechero, un mechero...Sabía que tenía uno. Lo palpé dentro del bolsillo interior de
la chaqueta. Un chasquido y el horror se hizo presente. Un cuerpo sin vida yacía sobre
aquella mezcla de sangre y vísceras. Un disparo certero había hecho diana en el
estomago de aquel hombre. Su cara, desfigurada por el dolor, había adoptado una mueca
casi fantasmagórica, que apenas podía adivinarse y...
De repente, la luz lo iluminó todo. Los reflectores de la policía del Condado de Antrim
atravesaron la habitación y dieron paso a la pesadilla.
- No se mueva. Las manos en la nuca y ni un movimiento.
- Tranquilo, jefe, ya la tenemos.
Un hombre de unos cuarenta años, todo vestido de verde, parecía informar a su
superior a la vez intentaba no respirar ese hedor inmundo.
- No llegamos a tiempo, jefe. El chaval cayó en manos de esta psicópata. Sospechó
que podía estar en peligro, pero fue tarde.
¿Psicópata? ¿Yo, psicópata? Era él, él, él...
Dos meses más tarde mi abogado me informó que habían registrado el disco duro del
ordenador de Bateman. Encontraron miles y miles de conversaciones en las que una tal
Carmen le confesaba que a veces tenía fantasías con matar a alguien. En las que él
expresaba sus miedos ante esas ideas tan macabras y en las que Carmen insistía en
llegar a conocerse. Unos minutos antes del fatídico encuentro, el jóven intuyó que podía
estar en peligro y llamó a la policía, pero fue tarde. La suposición de un suicidio
quedaba totalmente descartada. Nadie se suicida pegándose un tiro en el estómago. La
muerte es lenta y dolorosa. Además, ¿por qué iba a suicidarse? Bateman era un tipo
normal. Había sido un buen estudiante, quizás un poco solitario, pero nunca se le
detectó ningún síntoma de psicopatía alguna. Ni siquiera de una leve depresión. Y
ademas, ¿por qué implicar a otra persona en ello?
Yo no podía ofrecer prueba alguna de mi inocencia. No tenían constancia de mis
conversaciones. Sólo existían en mis recuerdos. Mis recuerdos. Mi abogado acordó una
condena de 30 años gracias a un atenuante de enajenación mental, que me salvó de la
pena de muerte.
-----------------------------------------Lo había conseguido. Había muerto y me había quitado la vida. Quizás fuera mejor que
yo también lo experimentara. Quizás...
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