1 EL PROBLEMA NACIONAL, UN DESAFÍO

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EL PROBLEMA NACIONAL, UN DESAFÍO CONTEMPORÁNEO.
Dr. Armando Cristóbal Pérez
Una revisión del acontecer mundial y de su reflexión en el
pensamiento teórico contemporáneo, evidencia: 1) que el incremento
de conflictos violentos, al interior de y entre Estados, derivados de
agresiones al, y reivindicaciones del derecho identitario –religioso,
étnico, y sobre todo, nacional-, es también uno de los grandes
problemas que enfrenta la humanidad en esta centuria que se inicia;
2) que la actual dispersión de las ciencias sociales limita y dificulta un
análisis científicamente complejo de este fenómeno, que contribuya a
su descripción, explicación y pronosticación en conjunto, que ayude al
diseño de las estrategias y las tácticas indispensables para el
despliegue adecuado de la acción revolucionaria en cada caso; y 3)
que resulta indispensable que los pensadores de orientación
revolucionaria aborden –con preferencia similar a la de otros temas
acuciantes- la significación contemporánea de tales conflictos en el
contexto de la lucha de clases.
Respecto a esta última cuestión, recordaré que Marx y Engels
abordaron tales temas en sus reflexiones, denominándolas en
ocasiones como problema nacional (que yo identificaré
indistintamente también como el problema) pero, por razones
históricas, el asunto no llegó a constituirse en objeto priorizado de su
teoría general. Desde la segunda mitad del siglo XIX hasta principios
del XX, pensadores de orientación marxista tan disímiles como Rosa
Luxemburgo, Carlos Kautsky y Otto Bauer, también expusieron
criterios al respecto. Durante las primeras décadas del siglo XX, los
teóricos marxistas del mundo entero otorgaron relevancia y carácter
de paradigma a una definición de José Stalin sobre la Nación que,
muy limitada en su validez teórica, representó el concepto más
generalizado en esa etapa.
Lenin fue, sin lugar a dudas, quien desarrolló desde el pensamiento
político marxista una visión teórica mas amplia. En medio de la ardua
lucha revolucionaria, dedicó tiempo a investigaciones y ensayos
teóricos y llevó a cabo acciones políticas encaminadas a su
tratamiento, sobre todo cuando resultó inaplazable buscar soluciones
a la violenta conflictualidad entre las diferentes comunidades etno-
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culturales y sociales que heredara el Estado soviético del Imperio
multinacional zarista.
Es significativo que, aún en medio de enormes dificultades de toda
índole y obligado a resolver problemas más urgentes, él dedicara
sistemáticamente tiempo y atención al problema. Pero merece la
pena subrayarlo no sólo por eso, sino por la manera en que lo hizo. El
análisis cronológico de sus textos muestra, cómo fue modificando sus
criterios iniciales para enriquecerlos en función de la práctica
revolucionaria. Y cómo, estableció una metódica propia .para alcanzar
mayor claridad y precisión teóricas.
Para lograrlo, asumió conscientemente métodos de investigación y
enfoques de disciplinas científicas que no habían sido avalados
previamente por la teoría marxista; y –en consonancia con su
riguroso estudio en términos económicos del naciente Imperialismo
moderno- extendió sus consideraciones sobre la significación de lo
nacional a la expansión del capital mas allá de Europa.
Es decir, avanzó en profundidad y en diversas direcciones para
dilucidar el papel del problema en el contexto mundial de la lucha de
clases, y para enriquecer así una mejor comprensión de esta que
permitiera trazar la estrategia y la táctica de la lucha revolucionaria.
Infortunadamente, toda esa ingente labor creadora –de lo más
avanzado al respecto en su época- quedó detenida a su muerte.
Después, fue desplazada por la difusión hegemónica de los trabajos
teóricos de Stalin ya referidos.
No obstante, a pesar de su valor histórico y heurístico, ésos y otros
textos, en su conjunto resultan insuficientes para conformar una teoría
consensuada que dé respuesta coherente a la diversidad del
fenómeno, cuando ha sido subsumido en la ambigüedad de una
globalización neoliberal emergente en un planeta estructurado en
sociedades políticas denominadas Estado-Nación.
Por supuesto, ello no puede hacernos olvidar los valiosos y esforzados
intentos de numerosos teóricos de orientación marxista, que con
posterioridad han intentado
dar continuidad a una teoría
revolucionaria del problema nacional, en primer lugar a
Gramsci.rabajos
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Pero –desde el reparto definitivo de todos los territorios y pueblos del
planeta entre las potencias capitalistas entre finales del siglo XIX y
principios del XX-, a la problemática inicial que caracterizara el
problema, se han añadido otros asuntos tales como la creciente
proliferación de movimientos nacionalistas, el fortalecimiento y
transformación en múltiples comunidades de la identidad nacional y
otras, la tendencia programática a crear nuevas entidades regionales como
macrocomunidades
supranacionales
o
comunidades
subnacionales-, y un discurso muy poco definido sobre el carácter
inevitable de la desaparición del llamado Estado-Nación (o al menos
su “redimensionamiento” en función del desarrollo de la globalización
neoliberal planetaria). Por otra parte, tales temas han pasado a
constituir objeto de estudio de ciencias sociales y políticas diversas,
constituidas o en desarrollo, así como de los numerosos
entrecruzamientos de ellas.
En mi opinión, ahora resulta necesario analizar de conjunto las
diversas manifestaciones del núcleo sustantivo del fenómeno (la
controvertida existencia de la Nación), y es por eso que he retomado y
propongo -como denominación más general y abarcadora para la
nueva problemática esbozada- el concepto de problema nacional.
Como es sabido, en la filosofía marxista sistematizada por algunos
círculos académicos y políticos de los países socialistas de la Europa
del este y la URSS -sobre la base de la teoría política consensuada a
fines del siglo XIX-, era denominado de esa manera el tema de la
liberación y las condiciones del libre desarrollo de las Naciones,
entendiendo como tales aquellas comunidades humanas conformadas
históricamente a partir de la ya mencionada definición estaliniana.
Pero es evidente el carácter excesivamente limitado de ese contenido
para abarcar la problemática en nuestra época, .
En tal sentido, al utilizar en este texto la categoría problema nacional,
se entenderá su significado operacionalmente, de la manera siguiente:
“conjunto de fenómenos socio-políticos, intra e interestatales, y las
implicaciones conflictuales de diversa índole asociadas a él, vinculado
por su esencia al existir de una Nación y su identidad, cualesquiera
que sea la manera en que éstas se conciban. Es que se necesita un
enfoque de la problemática lo suficientemente amplio para poder
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aprehenderlo históricamente, generalizarlo científicamente y utilizarlo
en la actividad política, teórica y práctica.
Considero necesario recordar que también la teorización derivada de
la filosofía clásica y el pensamiento político democrático-liberal
europeos, han realizado su propio acercamiento al problema desde el
siglo XVIII, en correspondencia con el triunfo social y político de la
burguesía francesa, a través del pensamiento de Bolingbroke, Hume,
Bentham, Montesquieu, Rousseau, Sieyés, Renán, Fichte, Schlegel,
Hegel, Kant y Weber, entre otros. Es cierto que, el pensamiento de
cada uno de ellos constituye un momento significativo en el desarrollo
teórico de la modernidad, de gran interés para el estudio de la historia
de las ideas y del pensamiento filosófico, social y político.
Pero, la específica manera de abordarlo por tales pensadores, poco
aporta a la búsqueda de una teoría científica contemporánea sobre la
evolución histórica y las expresiones actuales del problema, es decir,
su expresión concreta en tiempos y espacios diferentes. De manera
que, al no existir aquella, resulta imposible plantearse de manera
razonada su dimensión actual. Podría preguntarse entonces, por qué
puede considerarse tan importante y urgente el trabajo teorizador de
los pensadores de orientación revolucionaria en este sentido.
Yo respondería que, en primer lugar, por una razón de índole práctica:
la lucha revolucionaria contra las expresiones locales, regionales y
globalizadoras del imperialismo contemporáneo y la acción del Imperio
estadounidense como su fuerza generadora y más importante en todo
el planeta, se ve obstaculizada en gran medida por las diversas
manifestaciones no resueltas del problema. Peor aún, la propia
expansión desaforada de la violencia imperialista en su forma de
terrorismo de Estado, sumada a siglos de explotación discriminadora,
genera una reacción nacionalista creciente en los pueblos agredidos
(que se asocia a otros conflictos étnicos o religiosos) y –en ocasioneses incluso provocada como pretexto por el agresor para justificar y
manipular su acción agresiva, mediante el enfrentamiento entre
comunidades religiosas, étnicas y nacionales diferentes. En tales
casos, el conflicto socio-clasista que ha generado
el propio
imperialismo con la imposición de su sistema en todas partes del
mundo, queda subordinado transicionalmente al problema.
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Porque los sentimientos identitarios más generales tienden a unificar
el sentir y la acción de las poblaciones que con ellos se reconocen al
interior de una comunidad, mientras, de manera simultánea, la lucha
de las clases en una comunidad tiende a dividirla según sus intereses
sociales. Y la orientación general del movimiento popular en cada
caso dependerá de cuáles son aquellos sectores, fuerzas o grupos
que en tanto actores o sujetos sociales logren establecer una
coordinación entre ambas tendencias, que ante la agresión del opresor
respondan con la rebeldía. Para verificarlo, bastaría analizar
históricamente con esta óptica algunas de los muy diversos conflictos
contemporáneos a nosotros.
Es claro que –en un foro como este- no es necesario insistir sobre las
consecuencias. No resulta indispensable subrayar la magnitud de las
pérdidas de vidas que tales conflictos originan, ni sus afectaciones al
equilibrio ecológico del planeta o al patrimonio de la cultura universal.
No hace falta recordar la dilapidación de cuantiosos recursos
económicos en armas para la guerra, ni la violación sistemática,
masiva, generalizada de los derechos humanos de la población civil –
especialmente niños, mujeres y ancianos- por los Estados agresores
de las antiguas metrópolis, por otros Estados del capitalismo
desarrollado, y por círculos dirigentes de ciertos gobiernos de las que
fueron colonias. Eso, y mucho más, es lo que avala esta primera
razón.
La segunda razón que urge la necesidad de repensar y dar atención
desde la teoría revolucionaria al problema, sobre todo en términos de
contemporaneidad, es que –a partir de los resultados de las ciencias
sociales contemporáneas de orientación no revolucionarias, aun
adoleciendo de consenso académico-, corrientes de pensamiento
neofascistas se sirven de ellas, como fundamento ideológico para que
el imperialismo estadounidense y los centros capitalistas de poder
que se le subordinan nieguen valor real a las diversas reivindicaciones
de los pueblos; las instiguen como conflictos propicios a su
manipulación; intervengan tendenciosamente cuando existan en otros
Estados independientes; las criminalicen como terroristas; y
propendan sobre tales bases de manera discriminatoria,
el
redimensionamiento e incluso la desaparición de otros Estados no
sometidos al orden imperial.
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Ante tales circunstancias, también a la teoría revolucionaria
corresponde saber dilucidar la validez de las tendencias reivindicativas
de los pueblos en el sentido identitario más general y refrendar
científicamente su valor y justicia cuando estas se manifiesten -aun
cuando tengan un carácter histórico transitorio-; negar la práctica de la
instigación de tales conflictos y su manipulación por ninguna motivo;
oponerse a la intervención tendenciosa en Estados independientes
cuando existan tales conflictos; no identificarlas con principios,
métodos o acciones –cuando sean cuestionables en sí mismos- para
evitar que sean criminalizadas; y no propender arbitraria, irracional y
discriminatoriamente acción foránea alguna que se proponga la
desaparición o “redimensionamiento” de un Estado legalmente
constituido, mucho menos si dicha acción representa un beneficio para
el imperialismo contemporáneo y se fundamenta en la globalización
neoliberal a que tiende su sistema económico-social; y en tanto tales
cambios no se correspondan con un nuevo orden mundial, libre y
globalmente acordado de integración por todos los Estados legalmente
constituidos.
Por supuesto, todo esto significa oponerse a la interesada
desaparición en marcha del sistema de relaciones internacionales
constituido a partir de los Tratados de Westfalia de 1648 y orientados
–a pesar de numerosísimos obstáculos- hacia un modelo que quedó
establecido tras la segunda guerra mundial con la constitución de la
ONU y su sistema de organizaciones interestatales. Y he aquí, de
nuevo, el punto de conflicto. ¿Son realmente, en todos los casos,
pueblos y Naciones los que integran ese sistema? ¿O son sólo
Estados legalmente constituidos?
Por eso resulta conveniente detenernos brevemente en la formulación
Estado–Nación, ambiguo binomio en su expresión actual, e indefinido
en la mayor parte de los trabajos teóricos que abordan aspectos del
problema, con el que se pretende zanjar la cuestión. De ambos
términos, a pesar de la diversidad de definiciones y concepciones de
las que se parta, no cabe duda alguna que el primero, el Estado, dado
el papel preeminente que respecto a él tiene la posesión del poder
que se identifica con la asignación de valores societales escasos según lo formula Easton-, se reconoce su carácter esencialmente
político.
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En cambio, el segundo, no tiene una filiación tan definida. La Nación
presenta históricamente dos maneras diferentes de ser concebida.
Una podría ser llamada “civilista” o política y se corresponde,
principalmente, con la concepción tradicional del pensamiento
democrático liberal al que ya me referí. Es obvio que según esa
concepción, la Nación se identifica con el sistema político, por lo que
toda comunidad así ordenada, es también un Estado. Y de ahí la base
para la generalización actual: toda comunidad organizada bajo esos
principios es un Estado-Nación.
Apenas un siglo después, el romanticismo burgués buscó otra
aproximación al problema. Se había descubierto la condición
identitaria de las comunidades humanas, que la sociología y sobre
todo la etnografía o la antropología políticas incorporarán al estudio del
tema. De ellas dimana –en buena medida- el concepto de la Nación
como una comunidad etno-cultural formada históricamente, no
necesariamente vinculada a un Estado, aunque sí con el derecho a
tenerlo en un momento dado.
Al margen de la complejidad que reviste el debate internacional
contemporáneo alrededor del concepto mismo de Nación y su
desenvolvimiento histórico, que no me es posible abordar aquí por
razones de tiempo, resulta conveniente apuntar que antes que se
produjera la repartición territorial y poblacional definitiva del planeta a
principios del siglo XX –esa a la que se refiere Lenin en “El
Imperialismo: fase superior del capitalismo”-, era usual establecer una
relación más matizada entre ambos términos. Eran Estados
nacionales aquellos en los que su territorio era habitado sólo por un
pueblo. En cambio, aquellos Estados –por lo general monarquías
imperiales- donde convivían, conflictualmente o no,
varias
comunidades diferentes, se calificaban como multinacionales. Lo
significativo es que transcurrido apenas un siglo, ahora todos los
Estados son Naciones, pero los conflictos debidos a la convivencia
forzosa y violenta de pueblos diferentes dentro de un mismo
ordenamiento político se han incrementado. Por lo que es en estos
donde se manifiesta, por lo general, el Problema Nacional. Entonces,
¿qué es en realidad lo qué caracteriza el nuevo Estado-Nación?
Desde mi punto de vista un Estado-Nación es aquel cuyas fronteras
políticas coincidan con las etno-culturales de un solo pueblo, según la
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sintética caracterización de Connor. ¿Y cuántos Estados en la
actualidad pueden decir con certeza que son al propio tiempo una
Nación según este criterio? Su encuesta, aplicada a la totalidad de los
Estados legalmente reconocidos en 1977, muestra que sólo el diez
por ciento de ellos puede ser aceptado como tal. Es decir, el EstadoNación no constituiría la regla, sino la excepción. ¿Cómo entonces se
ha producido en tan pocas décadas esta sorprendente transformación
de los términos en una generalización absoluta? ¿Y que importancia
práctica tiene el esclarecer este aspecto del problema?
Por supuesto, yo no creo que pueblos distintos -siempre que no exista
explotación de los unos por los otros-, no puedan convivir
armónicamente en los marcos de un mismo ordenamiento político
consolidado como Estado Ni existen evidencias históricas de que tales
diferencias (culturales, étnicas, religiosas) por sí solas, sean motivo
suficiente para que se enfrenten los pueblos, convivan o no dentro de
un mismo ordenamiento político. Entre otras muchas razones
poderosas, porque el Estado -lo sabemos-, es un constructo resultado
de la lucha de las clases. Si una comunidad, llegado un momento
dado de su devenir, aspira a tener un Estado propio, es porque se ha
originado en ella una estructura económica, social e identitaria, pero
son las clases las que aseguran la preeminencia de un sector
dominante por medio del poder político. Y este no sólo utiliza con tal
objetivo el ejercicio de la coerción pura. Las identidades étnicas,
nacionales o religiosas –únicas o múltiples- de la comunidad, también
son manipuladas para alcanzar la hegemonía, como estableciera
oportunamente Gramsci.
Digamos, que este es un tema que sólo puede dilucidarse de manera
histórico-concreta, lo que escapa a las posibilidades de este texto. En
cuanto a los principios fundamentales -estructurales y organizativos-,
con los que han sido construidos los actuales Estados del planeta,
fueron establecidos y aplicados por primera vez en el territorio
occidental del continente europeo desde el siglo XV, una vez
resueltos sus conflictos étnicos, culturales y religiosos mediante la
fuerza, incluso con formas genocidas y etnocidas, si utilizáramos
criterios contemporáneos.
Las monarquías unitarias en Francia, Inglaterra y parcialmente en
España, (todas en transito ya hacia el absolutismo) construyeron el
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esquemático modelo de lo que ha devenido Estado-Moderno, con su
autoritarismo vertical desde una cúspide, sus fronteras políticas que
limitan el movimiento de las personas, su territorio estructurado
modularmente
de
manera
horizontal,
su
ininterrumpida
burocratización, formación de un mercado nacional, etc. Con ese
Estado y a partir de él, creció la burguesía nacional que asumió el
poder político y se hizo imperial y planetaria. Y la desaparición o
“redimensionamiento” de los llamados Estados-Nación se refiere sólo
o principalmente a aquellos que no cumplan ya con el papel asignado
en el sistema y no puedan o no quieran contribuir a la regionalización
neoliberal actual y a la globalización del futuro. Es en realidad a ese
Estado- Moderno, sea nacional o no, al que se refiere el debate
político de su “redimensionamiento” o su desaparición cuando ya no
conviene.
Por otra parte, ahora más que nunca, el Problema Nacional es un
fenómeno de índole política, vinculado a la concepción general del
poder y a la construcción y defensa de nuevos Estados
revolucionarios, ajenos por su esencia a .la estructura y
funcionamiento del Estado-Moderno burgués. Estados de una nueva
democracia que para serlo, debe –entre otras cosas- asumir a través
de la concepción y los comportamientos políticos la socio-diversidad
en igualdad de condiciones de individuos, grupos, pueblos,
comunidades y organismos etno-sociales, como la Nación.. Sólo
avanzando por esa ruta podrán coordinarse la lucha social y clasista y
las justas reivindicaciones de los pueblos, independientemente de sus
diferencias identitarias, en un solo movimiento. Será el devenir de los
pueblos en la historia el que ofrezca diferentes alternativas de
organizar el poder político mientras sea necesaria su existencia y
quede en el pasado, como una etapa vencida, el Problema Nacional.
Corresponde entonces a los pensadores de la llamada nueva
izquierda, sean dirigentes o teóricos políticos , fuerzas que –como
apuntara recientemente Luis Suárez- luchan al unísono contra el
Imperio estadounidense y el imperialismo, contra el neoliberalismo,
por el cambio social del status quo y por la defensa de la soberanía
nacional, contribuir con la praxis y la teoría revolucionarias, a la
manera de un José Carlos Mariátegui, a una movilización de los
pueblos que junte, asocie, sume la orientación social anticapitalista y
el reconocimiento de sus derechos étnicos, culturales y religiosos –
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históricamente postergado-, para poder así asentar las bases de un
socialismo tan diverso en sus formas como diversos son los pueblos
del planeta.
Nuestra América -en momentos en los que la lucha contra su
tradicional y más fuerte enemigo se recrudece- posee de conjunto en
su historia un venero de experiencias propias y una trayectoria de
liberación que trazan como hitos significativos, próceres como Tupac
Amaru, Benito Juárez, Toussaint Louverture, Antonio José de Sucre,
Simón Bolivar y José Martí, experiencias y valores emancipatorios que
unidos a la teoría revolucionaria y las ciencias contemporáneas hacen
posible proponerse una integración libre, no formal, de sus pueblos
(los americanos originarios, los inmigrantes -forzados o no- europeos,
africanos, asiáticos, sus mestizos y los descendientes de todos ellos)
en un conjunto de comunidades humanas, socialmente justas y
políticamente acordadas Esto podría hacer de la nuestra, una tierra
donde -por primera vez-, la humanidad se plantee vivir sin el
problema nacional, ese desafío del siglo XXI.
III Conferencia Internacional “La obra de Carlos Marx y los desafíos
del siglo XXI”, Palacio de las Convenciones, La Habana, 3 al 6 de
mayo de 2006.
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