Interés general La Plata, lunes 17 de febrero de 2003 13 CON EL SELLO AUTÓCTONO DE UN PUÑADO DE FAMILIAS Y LA AÑORANZA DEL PASADO... A pesar de la debacle, Berisso todavía conserva el sabor del “Vino de la Costa” En las quintas de Los Talas, Villa Zula, en las islas Paulino y Santiago, en Palo Blanco con la familia Ricci, el “vino de la costa” sobrevive con la venta al menudeo, casi para los amigos. Sus bodegas y viñedos, marca registrada y autorizada, compitieron con las mejores uvas seleccionadas Rumbo a la playa de Palo Blanco, con el rechinar de los pájaros y el sol que pareciera sacarle brillo al verde de una vegetación absoluta, la casa de los Ricci, solitaria y pacífica, con una Virgencita de Luján en su ingreso, se descubre a un costado del camino como “el histórico viñedo” que hoy sólo agasaja a los amigos. Al lejano hogar, casi en las puertas mismas del monte, también suelen llegar en los últimos años algunos intrigados dispuestos a adquirir algunos litros del exquisito tinto. Sin embargo, los Ricci, como muchos berissenses que vivieron la “bella época”, llevan en su piel el dolor de ya no ser... El viñedo ya no es ganancia ni tampoco se puede mantener la mano de obra. Don Raúl interrumpe la siesta para atender a este medio. Tiene 71 años y nos recibe amable con dos palabras: “demasiado tranquilo”. El y su hermano Pedro, de 76, son los herederos de una tradición que empezó su padre en 1920. “Bodegas y Viñedos El Zorzal, de Emilio Ricci e hijos”, era la etiqueta registrada y autorizada, la que competía orgullosamente por la mejor uva (la americana, tal se la conoce entre los cosechadores), esa uva que gracias a las manos del hombre-productor llegaba dulzona a la mesa de los propios coterráneos. La preciada bebida alegraba la mayoría de las casas de Berisso, extendiéndose por toda la zona. Al vino en cuestión se lo conoció toda la vida como “el de la costa”, y entre las décadas del ‘40 y el ‘60 se llegaron a vender más de un millón de litros anuales. La uva chinche, negra, “a punto de explotar de lo grandota” -como parafraseó el fotógrafo-, luego de De etiqueta. Raúl Ricci, muestra orgulloso la emblemática marca con la que se cubrían los toneles un intenso trabajo de recolección (que incluía aventuras en canoa a la Isla Río Santiago) pasaba al período de estacionamiento en las inmensas cubas hechas en roble, algunas de 6.000 litros cada una. Así empezaba el proceso casero, En los 60, llegaron a vender un millón de litros anuales de su mejor vino, hecho con la uva americana sin productos químicos, con mucho corazón, con toda la paciencia, buscando el encanto de los paladares para esa masa laburante que lo consumía luego de despojarse de la fajina del Swift, ese otro gigante del que sólo quedan huesos. Sólo buenos recuerdos “Hasta hace 15 años hacíamos una buena venta, pero ya no rinde, se ha caído todo. Te imaginás que tendríamos que poner mucha gente a trabajar, en fin... nosotros dejamos porque estamos grandes” dice con resignación y su bonanza Raúl Ricci, con algún dejo de impotencia al ver cómo decayó la fabricación. Además de los Ricci, otros pioneros fueron los Mena, los Desimone, los Cretacotta, los Antonelli, los Di Lorenzo, los Floro Espósito, entre otras familias con raíces inmigrantes. La actualidad se resume en un esfuerzo casi sin ganancia, sólo para sobrevivir y seguir la mística familiar, además del pedido de algunos conocidos. El vino de la costa fue furor cuando el puerto hacía girar al mundo alrededor de esta ciudad. Sudor y placer Sus características salientes eran el aroma frutado, y una consisten- Sus características eran el aroma frutado y una espesa consistencia. Había de ciruela, blancos y rosados cia más espesa que el común. También los había de ciruela, blancos y rosados. Raúl, que sólo se dedicó al tinto, sigue la charla. Extiende su brazo para que dirijamos la mirada hacia el camino de la entrada: “por acá mismo pasaba el Tranvía 24, iba y venía con gente del Armour, que se llevaba las bordalesas (barriles) gigantes, hasta de 200 litros” recordó. Pero su comercialización llegó a restaurantes y comercios de barrio. En las fondas de la Nueva York (así se le decían a los boliches en la histórica arteria paralela a los frigoríficos), incluso en Ensenada y en La Plata, la degustación del Vino de la Costa era una cita obligada. “Todo lo que cuesta, vale doble” dice el refranero. Y el trabajo de los viñateros es por demás sacrificado, rudo: cortar el paso, podar la parra, arreglar los alambres. Y cuando llega el mes de octubre, llega la época de “cura” para que el fruto sea sano. En el final del proceso, se enviaban algunas botellas al Instituto de Vinicultura para efectuar los análisis y de allí eran enviadas a la dirección de Química de Buenos Aires. Alcanzó la popularidad en todos los sectores sociales, pero la irrupción de los vinos de San Juan y Mendoza desplazaron a un plano secundario al “fato in casa”. Además, hubo tiempos en que el combate se hizo cuesta abajo por las plagas y el éxodo de hijos de viñateros que buscaron otra actividad más rentable. Tras largos años fuera del circuito comercial, durante las últimas ediciones de la Fiesta del Inmigrante, en los stands volvieron a servirse los Vinos de la Costa gracias a un grupo de gente que nunca para de soñar: los productores de siempre, los de la Facultad de Ciencias Agrarias de la UNLP y don Oscar Alcoba quien luchó para que se declare de interés municipal y se reactive esta antigüa industria regional.