El mundo de Sofía Conoce tu fe / Historia de la Filosofía Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net Jostein Gaarder (nacido en Oslo en 1952), además de docente de historia de la filosofía durante once años, se ha distinguido como escritor fecundo de literatura juvenil. El mundo de Sofía reune las dos vertientes de su autor. El éxito de esta novela sobre la historia de la filosofía (una materia en sí difícil, aunque siempre apasionante) muestra que es posible llevar al campo de la divulgación lo que es propio de una ciencia más rigurosa. El sentido de la obra, que se descubre desde las primeras páginas, se hace manifiesto al final. Albert Moller, mayor del contingente noruego de la ONU en el Líbano, quiso comprar un libro de filosofía para su hija Hilde, pero, al no encontrar nada adaptado a los jóvenes, “escribió” El mundo de Sofía, para cubrir el vacío que había encontrado en el mercado (p. 633). ¿Cómo está construida esta novela, que está teniendo un enorme éxito en los distintos países de Europa, y que ya ha sido traducida a más de 15 lenguas? Sofía Amundsen llega a su casa, y encuentra un sobre blanco, sin sellos, con una única pregunta “¿Quién eres?” (p. 2). Luego, un segundo sobre la sobresalta, y la coloca ante un nuevo interrogante: “¿De dónde viene el mundo?” (p. 6). El corazón de la joven, que pronto cumplirá los 15 años, inicia así una serie de pensamientos y reflexiones que la abren al pensar filosófico, precisamente desde el fenómeno de la pregunta y la maravilla. Luego, una postal, dirigida a Hilde Moller Knag, llega al buzón de Sofía, y la llena de interrogantes. Sólo en el momento central de esta obra descubriremos que El mundo de Sofía es un “libro” escrito por Albert Moller para su hija Hilde (pp. 346-351), y que los protagonistas de esta novela, Sofía y su maestro Albert Knox, luchan por salir de la misma para poder entrar en contacto con quien la escribe y quien la va a leer el día de su cumpleaños... Desde el marco de esta trama, Gaarder (que se oculta bajo la figura de Alberto Moller) da el salto que desea. Lo mejor para iniciarse a la filosofía es conocer lo que han dicho los filósofos, es decir, hacer una historia. El “curso” va llegando a Sofía en amplios sobres amarillos, como pequeñas dosis que despiertan el creciente interés de la joven, así como su curiosidad por conocer quién es el que se los hace llegar. Las dos primeras “lecciones” (pp. 13-16, 17-22) invitan a superar el nivel de lo cotidiano para aventurarse en aquellas preguntas más decisivas, que dan el inicio de la aventura intelectual de los hombres que han llegado a ser filósofos. Los latidos del corazón de Sofía, cada vez más acelerados, reflejan su “sintonía” con el misterioso curso que está recibiendo, y que no es comprendido por su madre, con la que inicia una sórdida batalla de reproches recíprocos. A partir de la p. 25 se suceden las distintas “escuelas” que han dado vida a toda la tradición filosófica occidental. Su presentación no es la propia de un “manual” frío. Gaarder intenta penetrar en cada pensador (con una cierta competencia en la materia, aunque con algunos errores propios de quien quiere hacer divulgativo lo que es objeto de estudio por parte de cada especialista) y hacerlo cercano y asequible a Sofía, a sus problemas, al mundo de su experiencia cotidiana. El mito, el inicio de la filosofía con las distintas escuelas presocráticas (aunque no todas, pues la escuela pitagórica no es tratada en absoluto, lo cual constituye una deficiencia importante del libro), Sócrates, Platón y Aristóteles, las escuelas del helenismo y del imperio romano, reciben una amplia y atractiva presentación. Quizá el logro pedagógico mayor de esta primera parte del libro (pp. 25-170) sea el ir introduciendo a cada autor o corriente con una serie de preguntas que llegan a Sofía en un pequeño sobre. Por ejemplo, antes de que le llegue la explicación de Aristóteles, Sofía debe afrontar su “tarea”, que consiste en contestar a las siguientes cuestiones: ¿Qué fue primero? ¿La gallina o la idea de gallina? ¿Nace el ser humano ya con alguna idea? ¿Cuál es la diferencia entre una planta, un animal y un ser humano? ¿Por qué llueve? ¿Qué hace falta para que un ser humano viva feliz? (p. 119). Como pórtico a la Edad Media, Gaarder introduce una presentación del cristianismo, desde el contraste entre el mundo grecorromano y la religión judía (pp. 181-200). A pesar de la corrección general con la que se trata la fe cristiana y el personaje Jesús, alguna afirmación muestra escasa competencia en temas fundamentales, como el de la inmortalidad del alma (según Gaarder, en el cristianismo ni siquiera el alma humana es inmortal, p. 195, lo cual contradice toda la tradición de casi dos mil años de reflexión teológica y filosófica en el ámbito cristiano), y una difusa idea de que conviene separar al Jesús histórico del Jesús en el que creen los cristianos (p. 77). Tal exposición, en general, parece omitir completamente temas como el de la fe y la gracia, que resultan fundamentales para comprender el cristianismo. De todos modos, Gaarder es consciente de que el tema no puede quedar suficientemente aclarado en el ámbito filosófico, por lo que el maestro de filosofía recuerda a su alumna que debe ser su profesor de religión quien profundice en estos temas (p. 194). La Edad Media (10 siglos) ocupa sólo las pp. 205-228. En esto Gaarder no escapa al error de tantos históricos que no prestan la atención debida a las contribuciones filosóficas de este periodo, a pesar de los esfuerzos de pensadores como Gilson por dar a entender la importancia del pensamiento medieval. Pero, a pesar de la brevedad, la novela respira cierto respeto a esta época, que es expuesta no ya por medio de cartas, sino en el diálogo directo entre Sofía y su misterioso maestro, Alberto Knox. La explicación de la doctrina agustiniana sobre la predestinación (pp. 216-218) deja que desear, por carecer de la necesaria contextualización polémica en la que se origina. Santo Tomás es visto con respeto, aunque su antropología queda caricaturizada por la idea que tenía de la mujer, lo que muestra escasa competencia en el estudio de la filosofía tomista sobre el hombre. Se podría justificar la total ausencia de una presentación de Buenaventura, Duns Scoto o Ramón Llull por razones de brevedad. Pero el que no se dedique ninguna línea a Guillermo de Ockham, que influyó decisivamente en la mentalidad de los siglos XIV y XV (y, de modo más o menos directo, en Lutero y en la Reforma) sólo puede quedar explicado por una muy pobre visión científica de la evolución del pensamiento en este periodo de la historia occidental. Tras una atractiva presentación del Renacimiento y de la nueva ciencia (pp. 239-261), se inicia la exposición de la Edad Moderna (pp. 274-409), en la que se intenta llegar al fondo del pensamiento de cada autor, dentro de un gran respeto general por sus distintas concepciones. Quizá extraña el papel central que se da a Berkeley en la novela, y que sirve para desvelar el misterio de El mundo de Sofía: sólo después de la tensión dramática que rodea la presentación de este autor, Gaarder “encierra su novela” en el regalo que hace Albert Moller a su hija Hilde... Con el Romanticismo se inicia la exposición de los grandes pensadores alemanes (Fitche, Schelling, Hegel), así como del principal antagonista de Hegel, el danés Kierkegaard, y luego el pensamiento de Marx, Darwin y Freud. Todos ellos cubren las pp. 418-549. Extraña el amplio espacio que se da al padre de la teoría evolucionística, aunque la difusión de la misma, en su forma neodarwinista, quizá da pie para ello. Sin embargo, en estos momentos de la exposición aparecen afirmaciones siniestras (es Sofía quien lo nota y levanta su voz de protesta) que abren un espacio a las ideas eugenésicas, camufladas bajo la expresión “higiene de la herencia” (p. 517). Gaarder debería recordar que sus páginas influirán en los lectores, como dejaron una huella en su personaje Sofía y su extraña interpretación (muy poco bíblica) de la Torre de Babel en un examen de su colegio (p. 151), y que de ello tiene una responsabilidad no pequeña. Del todo insatisfactoria resulta la ilustración del siglo XX (pp. 559-580). Gaarder se limita a una presentación (que privilegia sólo los puntos positivos) de Sartre; a dos ideas sobre Simone de Beauvoir; y a algunas fenómenos “culturales” de nuestra época. Las demás corrientes filosóficas son sólo nombradas (neotomismo, filosofía analítica, neormarxismo). Heidegger sólo aparece en dos líneas (cuando resulta ser el autor más estudiado del siglo XX, muy por encima de Sartre), y Jaspers y Marcel (que tanto han contribuido en sus reflexiones sobre el hombre y sus problemas más vitales y concretos) parecen no haber existido. Las escuelas psicológicas que han nacido después de Freud (autor al que El mundo de Sofía valora enormemente) parecen no ser conocidas. Gaarder ofrece un severo juicio sobre el New Age y sobre el resurgir de grupos pseudoespirituales o místicos (pp. 574-580), dentro del marco de la consigna general de la obra: hay que tener los ojos bien abiertos y examinar con la razón todo lo que vemos, lejos de cualquier dogmatismo (p. 580). La novela termina con la fiesta en el jardín de la casa de Sofía. En ella los “protagonistas” de la historia de la filosofía escrita por Albert Moller (es decir, Sofía Amundsen y Alberto Knox) consiguen “escapar” de las manos del “Mayor” y entrar en el reino de la fantasía, desde el cual pueden llegar a tramar contacto con la hija de Albert Moller, Hilde. Por desgracia, la escena de la fiesta del jardín incluye una escena en la que dos amigos de Sofía se entregan, como si se tratasen de animales, a la relación sexual. Gaarder podría haberse ahorrado este elemento “comercial” en su novela, que, sin necesidad de recurrir a este “cliché” de ventas, conserva su atractivo y misterio. Si la filosofía es la independencia que tanto defiende el libro, ¿por qué tuvo que ceder a la idea dominante en algunos ambientes del salvajismo sexual? Aunque ya hemos ido señalando algunos puntos de reserva en distintos momentos de este análisis, conviene ofrecer una valoración global. Creo que el objetivo fundamental de la obra, iniciar al pensamiento filosófico a quien vive ajeno al mismo (se trate de adolescentes o de personas en edad adulta) es conseguido sólo en parte. Si bien es cierto que se suscita la “maravilla” desde la cual nace el filosofar, así como las preguntas que lo inician, la obra, al limitarse a caminar sólo con la historia, no llega a ofrecer un cuadro de referencias desde las cuales poder enjuiciar la mayor o menor verdad de cada pensador. El hecho de que Sofía (y Hilde, y el mismo lector) vaya oscilando según la “música” que interpreta Gaarder con la ayuda de las partituras de cada pensador, es la simple consecuencia de este defecto de fondo. De una obra como esta puede salir un maniático del orden (desde la lógica de Aristóteles), un cristiano más o menos convencido (quizá, en el fondo, sin la verdadera fe teologal, que está a la base de nuestra religión), un moralista cerrado “a la Kant”, un nuevo “Hitler” defensor de la eugenesia, o un hombre que se sumerge, feliz y anonadado, en el todo de un Yo superior (como le ocurre a Sofía en las pp. 169-170 o en las pp. 457-458). Cada uno podrá escoger, al final de la lectura, qué idea de fondo le satisface más, y entonces no se habrá conseguido el objetivo global de la obra: iniciar al pensamiento filosófico, que es la búsqueda de la verdad. Tampoco se aprecia un “razonable” amor a la “razón”, en el sentido de revelar los límites de la misma. El racionalista quiere justificarlo todo, y queda desconcertado ante el misterio (que no queda excluido en la obra, dicho sea en honor de la verdad). La apertura a la revelación (algo que quiso probar Blondel, otro gran ausente en el libro de Gaarder) no es irracional, sino fruto del movimiento de la mente y del corazón del hombre que parte de la filosofía y llega, desde ella y más allá de ella, a la religión. Igualmente deja que desear la imagen fría y distanciada de la madre de Sofía (una pobre mujer que no ha llegado al estado filosófico y es así colocada como “enemiga” del uso “adulto” de la razón), y el sabor “feminista” (si es que la defensa de la mujer implica seguir las ideas que propugnan ciertos grupos, no siempre con intenciones leales) que se respira en toda la obra. Al hablar de Aristóteles y su “desprecio” hacia la mujer, Alberto afirma que ello “nos muestra dos cosas: en primer lugar que Aristóteles seguramente no tuvo mucha experiencia práctica con mujeres ni con niños. En segundo lugar muestra lo negativo que puede resultar que los hombres hayan imperado siempre en la filosofía y en las ciencias” (p. 142). Gaarder haría bien en leer la Investigación sobre los animales para ver que Aristóteles sí conocía “experimentalmente” mucho en lo que se refiere a los sexos. Y es un error afirmar que resulte perjudicial para la mujer el “dominio” masculino en el campo científico, pues, como dice el mismo Gaarder en la p. 226, los datos biológicos necesarios para superar ciertas ideas sobre la reproducción que dominaban en la Antigüedad y en la Edad media sólo se corrigieron a partir del siglo XIX (y, precisamente, por científicos en su mayoría “varones”). Poner como ejemplo de “filósofa” a Simone de Beauvoir no creo que honre mucho a las mujeres, cuando podría haberse recordado a una pensadora mucho más profunda y rica, como lo fue Edith Stein... Otro aspecto que conviene señalar es la visión de la historia que va dibujando aquí y allá Gaarder. La frase de Goethe que abre el libro (“El que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive al día”) indica el deseo de conectar con la experiencia humana global, para, desde ella, zambullirse en el filosofar. Pero el hacerlo implica seleccionar, y toda selección es, en el fondo, subjetiva. Si se habla del año 529 como el momento en el que la Iglesia clausura la Academia y pone una tapadera al pensamiento griego (p. 208: Gaarder hubiera sido más “histórico” si hubiese señalado que tal cierre fue obra de Justiniano y no “de la Iglesia”, y que la Academia de Platón no existía, en su forma original, desde el siglo I a.C.), o de la muerte de Giordano Bruno como si se tratase del acto tonto de un grupo de malos y antihumanistas (p. 245), no se dice nada de las persecuciones contra los cristianos incluso por parte de un emperador filósofo (Marco Aurelio), ni del asesinato de Miguel Servet por parte de los calvinistas, por poner otros datos de la historia. La ausencia explícita del tema de las crueldades y locuras de nuestro siglo (las dos guerras mundiales, las cientos de “pequeñas guerras”, las persecuciones sistemáticas de grupos raciales o religiosos en nombre de las ideologías) parece una extraña omisión que debería dar que pensar a toda persona que no sea “un ignorante”, según el propósito del libro. Y Gaarder seguro que lo tiene presente. El mundo de Sofía supone, para quienes se dedican a enseñar filosofía a los jóvenes, un reto no pequeño. Desde ahora serán muchos los lectores que habrán recibido una iniciación no despreciable al pensamiento racional. Quizá no pocos habrán quedado con más dudas que con respuestas. Y los más pedirán que la filosofía sea explicada, de una vez por todas (como nos lo ha recordado el recientemente desaparecido Popper, otro “desconocido” en nuestra novela) desde la claridad y la cercanía de la lengua corriente, y no desde una jerga que impide el acceso a la misma. Gaarder, a pesar de sus defectos, lo ha conseguido. Nos queda a los demás seguir, en lo bueno, sus pasos. Novela sobre la historia de la filosofía, trad. de Kirski Baggethun y Asunción Lorenzo, Siruela, Madrid 1995, 9ª ed. (título original: Sofies verden, Oslo 1991), pp. 638 (en 2004 se llegó a la impresión n. 47). Preguntas o comentarios al autor P. Fernando Pascual LC