Ponencia preparada para el XI Congreso Nacional de Ciencia Política, organizado por la Sociedad Argentina de Análisis Político, Paraná, 17 al 20 julio de 2013 La construcción de instituciones ambientales en Argentina, Brasil y Chile Rebecca Abers Instituto de Ciência Política, Universidade de Brasília Ricardo A. Gutiérrez Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín/CONICET Fernando Isuani Instituto del Conurbano, Universidad Nacional de General Sarmiento Marisa von Bülow Instituto de Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile contacto Ricardo.Gutierrez@unsam.edu.ar Panel: Instituciones y actores en la implementación de políticas ambientales La construcción de instituciones ambientales en Argentina, Brasil y Chile Rebecca Abers Instituto de Ciência Política, Universidade de Brasília Ricardo A. Gutiérrez Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín/CONICET Fernando Isuani Instituto del Conurbano, Universidad Nacional de General Sarmiento Marisa von Bülow Instituto de Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile Resumen Este trabajo presenta una comparación de la construcción de instituciones ambientales (i.e. normas y organizaciones estatales) en Argentina, Brasil y Chile. Muestra que las trayectorias de construcción de instituciones ambientales fueron diferentes en Argentina, Brasil y Chile. Por un lado, tanto en Argentina como en Brasil, las primeras secretarías de política ambiental fueron creadas en 1973, un año después de la Conferencia de Estocolmo, mientras que en Chile, en cambio, la creación de instituciones ambientales nacionales comenzó mucho más tardíamente. Por otro lado, el proceso de construcción de instituciones ambientales ha sido mucho más lineal y sostenido en Brasil que en los otros dos países. El trabajo muestra también que el modo de interacción entre estado y sociedad ha sido diferente en los tres países. Mientras en Chile y Argentina parecen haber predominado el distanciamiento y/o la confrontación entre los actores estatales y las organizaciones sociales, Brasil se destaca por un mayor grado de colaboración a través de la frontera estado‐sociedad. ¿Cómo explicar esas trayectorias diferentes? Para responde esta pregunta, nuestro análisis recurre a la comparación como ventana para vincular factores internacionales y del régimen político con la interacción entre actores estatales y no estatales. Ese análisis parte del argumento según el cual la construcción de instituciones ambientales emerge de la interrelación entre actores estatales y no estatales en el marco de oportunidades políticas que se abren en coyunturas críticas signadas por dinámicas del régimen político y del contexto internacional. Introducción 1 Aunque algunos países tienen una larga tradición de políticas públicas orientadas a la protección de los recursos naturales, las políticas ambientales propiamente dichas comenzaron a difundirse, tanto en el norte como en el sur, en los años 1970. Ese proceso fue impulsado por una serie de informes científicos y de reuniones internacionales, destacándose el informe del Club de Roma (Limits to Growth), publicado en 1972, y la Conferencia sobre el Medio Ambiente Humano de las Naciones Unidas, realizada ese mismo año en Estocolmo. Es para esa misma época que surgen las primeras organizaciones estatales encargadas de la conservación y la defensa del ambiente 1 . Los países del Cono Sur no fueron ajenos a ese proceso. Este trabajo presenta una comparación de la construcción de instituciones ambientales (i.e. normas y organizaciones estatales) en Argentina, Brasil y Chile. Se trata de un trabajo exploratorio realizado en forma conjunta por investigadores de universidades de los tres países. Recurre a la comparación como ventana para vincular el análisis del impacto de los factores internacionales y de la dinámica del régimen político con el análisis de las formas de interacción entre actores estatales y no estatales. Mientras aquellos factores enmarcan la construcción de las instituciones ambientales, la interacción estado‐sociedad influye a la vez que se ve influida por esa construcción. Este trabajo muestra que las trayectorias de construcción de instituciones ambientales fueron diferentes en Argentina, Brasil y Chile. Por un lado, tanto en Argentina como en Brasil, las primeras secretarías de política ambiental fueron creadas en 1973, un año después de la Conferencia de Estocolmo, mientras que en Chile, en cambio, la creación de instituciones ambientales nacionales fue mucho más tardía. Por otro lado, el proceso de construcción de instituciones ambientales ha sido mucho más lineal y sostenido en Brasil que en los otros dos países. Nuestro trabajo muestra también que el modo de interacción entre estado y sociedad ha sido diferente en los tres países. Mientras en Chile y Argentina parecen haber predominado el distanciamiento y/o la confrontación entre los actores estatales y las organizaciones sociales, Brasil se destaca por un mayor grado de colaboración a través de la frontera estado‐sociedad. ¿Cómo explicar esas trayectorias diferentes? Sin ofrecer una respuesta exhaustiva a esta pregunta, nuestro análisis comparativo discute la relevancia de factores internacionales (ideológicos y financieros) y domésticos (cambios de régimen y cambios institucionales intra‐régimen) y del modo en que esos factores devienen recursos u oportunidades para la acción de las organizaciones estatales y sociales. La primera sección presenta una breve discusión conceptual sobre la construcción de instituciones, situando nuestro argumento en referencia a las literaturas de política comparada y de movimientos sociales. Las tres secciones siguientes reconstruyen el proceso de construcción de instituciones ambientales en Brasil, Argentina y Chile; es importante aclarar que en este trabajo nos centramos en la construcción de instituciones de nivel nacional sin adentrarnos en el análisis de los procesos 1 Por ejemplo, en 1970 Reino Unido crea su Secretaría de Ambiente y en 1971 Estados Unidos crea la Environmental Protection Agency (EPA). 2 subnacionales (los que son especialmente relevantes en países federales como Argentina y Brasil). Finalmente, cerramos el trabajo con algunas consideraciones generales sobre cómo la relación entre factores internacionales y del régimen político, por un lado, y las formas de interacción entre estado y sociedad, por el otro, ayudan a explicar las diferentes trayectorias reconstruidas. La construcción de instituciones Dos perspectivas resultan especialmente interesantes para los objetivos de este trabajo: la literatura de política comparada sobre cambios institucionales y el enfoque del proceso político dentro de la literatura sobre movimientos sociales. Es claro que ambas perspectivas no agotan el complejo debate sobre la creación de instituciones, pero argumentamos que, al vincularlas, ellas nos ayudan a entender las diferentes trayectorias mapeadas en nuestros casos. Distintos debates del área de política comparada buscan explicar los cambios institucionales en términos de una confluencia entre presiones o estímulos producidos por el contexto (definido de las formas más diversas) y la acción (estratégica o no) de los actores políticos. Hace dos décadas, Thelen & Steinmo (1992), en la introducción a su volumen sobre el institucionalismo histórico, lamentaban la dificultad que tenía el neo‐institucionalismo de la época para explicar el cambio institucional. Desde entonces, ha surgido una rica literatura sobre los orígenes y los cambios de las instituciones. En el campo específico del neo‐institucionalismo histórico, se han delineado dos enfoques que no son mutuamente excluyentes. El primero concibe al cambio como fruto de “coyunturas críticas”, i.e. de momentos históricos en los que factores coyunturales favorecen la construcción de nuevas instituciones por parte de los actores (Collier & Collier, 1991; Mahoney, 2001; Capoccia & Kelemen, 2007). El segundo enfoque, liderado por Thelen y sus colaboradores, centra su atención en los procesos de cambio paulatino; el argumento central es que los cambios incrementales se explican menos por factores coyunturales o transformaciones contextuales que por las ambigüedades de las propias instituciones y por los usos estratégicos que los actores hacen de las mismas (Thelen, 1999; Streek & Thelen, 2005; Mahoney & Thelen, 2010). Mientras que el primer enfoque tiende a explicar el cambio institucional en base a transformaciones históricas o factores externos a las instituciones en cuestión, el segundo presta más atención a la dinámica de las coaliciones que sostienen la vigencia de una institución o, en virtud de la ambigüedad propia de toda institución, buscan redefinir su sentido o impulsar su transformación. Aunque la literatura sobre los movimientos sociales no presta una atención especial a la construcción de instituciones, el enfoque del proceso político (y más recientemente, el de la política contenciosa) busca comprender de modo general la relación entre los movimientos sociales y el contexto político. Clave en esa búsqueda es el concepto de “estructura de oportunidades políticas”. El concepto fue primero desarrollado por Tilly (1978) en términos de “oportunidades y amenazas políticas”. El término 3 “oportunidades políticas” fue pronto adoptado por otros autores (Tarrow, 1994; McAdam, McCarthy & Zald, 1996; y muchos más) para describir factores que “reducen los costos de la acción colectiva, revelan potenciales aliados y muestran dónde las elites y las autoridades son vulnerables” (Tarrow, 1994:16; nuestra traducción) 2 . La manera en que tanto Tilly (Tilly, 1978; Tilly & Wood, 2010) como Tarrow (1994) usan el concepto de oportunidades políticas en sus trabajos no es unívoca. Sin embargo, ambos remiten a las dinámicas del régimen político, en especial, a los cambios de régimen y, en menor medida, a los cambios producidos dentro del régimen (tales como cambios en las grandes configuraciones institucionales del régimen o en las coaliciones políticas que las sustentan). De ahí la existencia de lo que Tilly & Wood (2010) denominan “superposición imperfecta” entre movimientos sociales y procesos de democratización. La democratización abre una nueva estructura de oportunidades para los movimientos sociales, la que es percibida como tal por los actores. Pero los movimientos sociales pueden, al mismo tiempo, contribuir al proceso de democratización, no tanto por sus objetivos (los que no son necesariamente democráticos) como por las prácticas políticas que los sustentan. En términos más generales, esto quiere decir que el concepto de oportunidades políticas implica la idea de que los actores pueden, no sólo “aprovechar”, sino también “crear” oportunidades (Tarrow, 1994). Tenemos entonces que, por un lado, el neo‐institucionalismo histórico permite avanzar en la comprensión de cómo funcionan y por qué cambian las instituciones políticas. Mientras el análisis de coyunturas críticas echa luz sobre las grandes transformaciones históricas que impulsan o favorecen determinados cambios institucionales, el enfoque centrado en el incrementalismo permite entender mejor los cambios que surgen de la confluencia entre la ambigüedad propia de las instituciones y realinemientos (probablemente marginales) en las coaliciones políticas. Por otro lado, la literatura sobre movimientos sociales aporta elementos teóricos para analizar cómo ciertos actores sociales se organizan en relación a los obstáculos y posibilidades generados por los cambios en el contexto político en el que actúan. Las teorías sobre cómo los movimientos sociales movilizan recursos, reclutan miembros, encuadran demandas y construyen identidades permiten entender no sólo esos movimientos sino también su interacción con los actores estatales. Tomados en conjunto, ambos enfoques permiten, entonces, echar sobre luz sobre los distintos aspectos de nuestro objeto estudio, a saber: 1) la construcción de instituciones ambientales, 2) la interacción estado‐sociedad y 3) la relación entre ambas. Se trata de saber, en primer lugar, cómo factores coyunturales afectan la construcción de instituciones ambientales; en segundo lugar, cómo esos mismos factores pueden ofrecer una nueva estructura de oportunidades política para la emergencia de organizaciones sociales y la transformación de las interacciones estado‐ sociedad, las que influyen a su vez en la vida de las nuevas instituciones ambientales; por último, cómo las propias instituciones ambientales afectan la interacción estado‐ 2 Existe en la literatura un largo y complejo debate sobre el concepto de oportunidades políticas, cuya revisión va más allá de los objetivos de este trabajo. Para una buena revisión crítica del concepto, cf. Goodwin & Jasper, 1999. 4 sociedad. Así, nuestro análisis parte del argumento según el cual la construcción de instituciones ambientales emerge de la interrelación entre actores estatales y no estatales en el marco de oportunidades políticas que se abren en coyunturas críticas signadas por dinámicas del régimen político y del contexto internacional. Cabe realizar, al respecto, varias aclaraciones. Primero, los mismos factores que propician “coyunturas críticas” para la construcción de nuevas instituciones ambientales pueden ser vistas como parte de “estructuras de oportunidades políticas” para el desarrollo de organizaciones sociales y para la emergencia de nuevas formas de interacción estado‐sociedad. Como veremos, el ejemplo más claro en este sentido (aunque no el único) es la democratización, la que favorece tanto el florecimiento y la movilización de organizaciones sociales de diverso tipo como la jerarquización de ciertas organizaciones burocráticas y la sanción de una nueva legislación ambiental. Segundo, los factores que generan nuevas coyunturas críticas o nuevas oportunidades políticas no se reducen al plano doméstico. Aunque la discusión en la literatura sobre movimientos sociales se ha centrado en el impacto que el cambio de régimen y otros cambios domésticos tienen en las estructuras de oportunidades políticas en el nivel nacional, estudios recientes llaman la atención sobre la necesidad de investigar las oportunidades que se abren (o se cierran) tanto en el plano doméstico como en el internacional (Sikkink, 2005; Von Bülow, 2013). En nuestro análisis, mostraremos cómo la receptividad de la influencia internacional estuvo mediada por actores domésticos y potenciada por el proceso de democratización. Puesto en términos del análisis de coyunturas críticas (cf. Pierson, 2000), puede decirse que la secuencia de eventos internacionales que favorecen la emergencia de nuevas instituciones ambientales y el surgimiento de nuevas formas de interacción estado‐sociedad sólo tiene real incidencia cuando se cruza con una cierta secuencia de eventos domésticos. En nuestros casos de estudio, esta última secuencia está vinculada con el proceso de democratización y con grandes cambios institucionales dentro del régimen democrático. Tercero, así como los cambios institucionales pueden pensarse también incrementalmente (en base a las “ambigüedades” de las propias instituciones y al uso estratégico que los actores hacen de ellas), las organizaciones sociales pueden “crear” nuevas oportunidades políticas, no sólo participando de procesos “macro” como la democratización, sino también apropiándose de instituciones creadas sin su participación. Como veremos, ya establecida la democracia, la creación de normas y organizaciones ambientales sigue, en los tres países, una trayectoria incremental (aunque no necesariamente lineal), donde los “incrementos” se ven favorecidos por cambios de partido gobernante, grandes cambios institucionales (como la reforma constitucional) o eventos internacionales (como la conferencia de Naciones Unidas de 1992). Esos mismos “incrementos” pueden favorecer, a su vez, cambios en el ambientalismo social y en la interacción estado‐sociedad, como quizá se vea más vívidamente en la apropiación que las organizaciones sociales argentinas hicieron, en la última década, de los derechos ambientales consagrados constitucionalmente una 5 década antes y sin que las organizaciones sociales hubiesen tenido mucha incidencia en su definición. Cuarto, la relación entre agentes estatales y organizaciones sociales no debe verse de modo exclusivamente contencioso ni segmentado. No tenemos por qué presuponer (como cierta literatura sobre movimientos sociales o sobre la sociedad civil nos llevaría a hacerlo) que los activistas de la sociedad civil no interactúan con el estado ni pueden, incluso, actuar por dentro de la estructura del estado (Abers & Von Bülow, 2011). Esta lectura es afín al modo en que el enfoque incrementalista dentro del neoinstitucionalismo histórico entiende la dinámica de las coaliciones políticas (Thelen, 1999; Streek & Thelen, 2005; Mahoney & Thelen, 2010). Nuestro análisis sugiere que las organizaciones sociales pueden crear oportunidades políticas a partir de la interacción directa con el estado en la construcción de nuevas instituciones. Esa interacción puede incluir la movilización en torno a conflictos sobre cuestiones específicas (como la construcción de represas o minas a cielo abierto) que lleva a que los gobiernos cambien de política. Puede incluir también la participación directa de activistas en el gobierno ocupando posiciones importantes en la burocracia estatal. Entra una y otro posibilidad, existen varias alternativas de participación que no son aprehendidas por una visión muy contenciosa o segmentada de la interacción estado‐ sociedad, como tampoco lo son por un enfoque circunscripto a la “participación institucionalizada” (vg. Avritzer, 2002, 2009). Esto implica que debemos examinar las organizaciones sociales tanto desde una perspectiva cuantitativa (cuántas organizaciones existen, cuán densas y cohesionadas son las redes sociales, etc.) como desde una perspectiva cualitativa que indaguen sus distintos modos de acción y su postura más contenciosa o más colaborativa frente al estado (Dalton, Recchia, & Rohrschneider, 2003). El caso de Brasil Las políticas brasileras relacionadas con la protección del ambiente pasaron por dos grandes fases 3 . La primera fase, iniciada en pleno régimen autoritario, comprende de los años 1960 hasta los años 1980. La segunda fase, durante la cual se consolidaría el paradigma del desarrollo sostenible, abarca desde los años 1990 hasta nuestros días. Los primeros pasos en la construcción de instituciones ambientales se dieron bajo el régimen militar inaugurado en 1964. A pesar de que tenían como objetivo principal permitir la explotación de recursos naturales para fines económicos, varias leyes creadas durante los primeros años de ese régimen incluían ítems con implicancias preservacionistas. El Estatuto de la Tierra de 1964, por ejemplo, establecía que la función social de la tierra debía depender no solamente de la distribución justa y el uso adecuado del recurso sino también de su conservación (Drummond & Barros‐Platiau, 2006). El Código Forestal de 1964 también incluía innovaciones conceptuales, tales 3 En un período anterior se crearon los primeros códigos de gestión de recursos naturales y el Servicio Forestal Brasilero. Sin embargo, el objetivo de esas medidas no era preservar el ambiente sino garantizar el uso de esos recursos para el desarrollo económico (cf. Drummond & Barros‐Platiau, 2006). 6 como la creación de bosques para el manejo de recursos madereros. En general, sin embargo, estas innovaciones no llevaron a políticas concretas (Drummond & Barros‐ Platiau, 2006; Hochstetler & Keck, 2007). Por ejemplo, el Instituto Brasilero de Desarrollo Forestal, creado en 1967 en el ámbito del Ministerio de Agricultura, dio continuidad al énfasis productivista del sector. Pese a ello, un grupo de técnicos conservacionistas del Instituto consiguió introducir una agenda ambientalista por medio de la creación de algunas áreas de preservación (Drummond & Barros‐Platiau, 2006), lo cual indica que actores imbuidos de ideas ambientalistas ya tenían alguna influencia dentro del estado autoritario. Como mencionamos en la introducción, la Conferencia sobre el Medio Ambiente Humano de las Naciones Unidas de 1972 fue un evento clave, en el nivel internacional, en la historia de la agenda ambientalista. La respuesta del régimen militar brasilero fue la creación, en 1973, de la Secretaría de Medio Ambiente (SEMA), vinculada al Ministerio del Interior. La SEMA se convirtió en el primer espacio en el interior del gobierno nacional claramente dominado por actores con origen en organizaciones ambientalistas. El primer secretario ambiental fue Paulo Nogueira Neto, quien se mantuvo en el cargo por doce años. Nogueira Neto era un activista ambiental de San Pablo formado en derecho y biología, quien en 1995 había fundado una las primeras asociaciones conservacionistas del país (Asociación en Defensa del Medio Ambiente) y en 1970 fue nombrado para formar parte del directorio de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (Hochstetler & Keck, 2007:27). Para la época, la mayoría de los grupos ambientalistas, tales como la mencionada Asociación en Defensa del Medio Ambiente y la pionera Fundación Brasilera para la Conservación de la Naturaleza (fundada en 1958), eran conservacionista. Esos grupos eran liderados por científicos que practicaban una suerte de activismo por medio de la investigación y de la difusión de la información (Alonso et al., 2007; Hochstetler & Keck, 2007). Muchos de ellos aceptaron empleos en órganos ambientales, como ser el Servicio Forestal del Ministerio de Agricultura (Alonso et al., 2007:27). Ya para ese entonces, comenzaron a construirse redes de activismo que atravesaban la frontera entre estado y sociedad. Los ambientalistas de dentro y fuera del estado tenían relaciones próximas entre sí, en una dinámica que Viola & Leis (1992) denominan “bisectorial”. La interacción entre ambos bandos era intensa y no era infrecuente que agentes del gobierno también actuasen en organizaciones no gubernamentales. Los actores estatales y sociales compartían el hecho de estar mutuamente marginalizados por el pensamiento dominante, ya que tanto los sectores políticos conservadores como los movimientos sociales de izquierda privilegiaban el desarrollo económico (Ferreira & Ferreira, 1992; Drummond & Barros‐Platiau, 2006). En contraste con los casos argentino y chileno, el proceso brasilero de transición a la democracia fue lento y progresivo. Para recuperar prestigio y restablecer el orden, en 1974 el gobierno militar decidió iniciar un proceso gradual de apertura política, conocido como la “liberalización” del gobierno autoritario (Martins, 1986). Dicha liberalización comenzó ese mismo año con elecciones legislativas y avanzó progresivamente, aunque siempre bajo firmes controles autoritarios, hasta la elección indirecta del primer candidato de oposición para la presidencia (Tancredo Neves) en 7 1985, completándose con la sanción de la nueva constitución en 1988 y la primera elección directa del presidente (Fernando Collor de Melo) en 1989 (Martins, 1986; Fausto, 2003: 463‐527). En el marco de ese proceso de liberalización, los ambientalistas de dentro y fuera del estado consiguieron elaborar varias iniciativas que se tornarían marcos importantes para la gestión ambiental futura. En 1981 fue lanzada, mediante la sanción de la Ley 6.938, la Política Nacional de Medio Ambiente, escrita principalmente por funcionarios de la SEMA (Drummond & Barros‐Platiau, 2006). La Ley 6.938/81 creó el Sistema Nacional del Medio Ambiente y el Consejo Nacional de Medio Ambiente (CONAMA). Ideas que serían importantes para la futura gestión ambiental ya estaban presentes en esa legislación, tales como la subsidiariedad, el licenciamiento ambiental, el estudio de impacto ambiental y otras innovaciones. A lo largo de los años 1980, los ambientalistas se organizaron para fortalecer los avances hasta entonces alcanzados, especialmente en ocasión de la Asamblea Constituyente de 1988, cuando una coalición de organizaciones sociales ambientalistas apoyó a un grupo de candidatos para la Asamblea. Pese a que sólo uno de ellos fue electo, el 15% de los constituyentes se sumó al Frente Parlamentario Verde que promovió la introducción de un artículo específico sobre ambiente en la Constitución de 1988 (Viola & Vieira, 1992). El artículo 225 de la nueva constitución contiene una formulación general y seis párrafos específicos. En su formulación general, ese artículo establece que “Todos tienen derecho al medio ambiente ecológicamente equilibrado, bien de uso común del pueblo y esencial a la sana calidad de vida, imponiéndose al Poder Público y a la colectividad el deber de defenderlo y preservarlo para las generaciones presentes y futuras” (traducción nuestra). Como sostienen, Hochstetler & Keck (2007:12), el cambio de régimen político tuvo un fuerte impacto en el proceso de construcción de instituciones y en el desarrollo del ambientalismo en general, aunque no de manera estrictamente lineal: “La lenta transición del gobierno militar al civil que tuvo lugar entre 1974 y 1989 configuró la estructura de oportunidades políticas del ambientalismo brasilero, introduciendo cambios fuera del dominio ambiental que se volverían muy importantes dentro de él. Esos cambios consistieron, a veces, en eventos puntuales, como la amnistía de 1979, que impulsó el retorno de activistas con nuevas ideas y estrategias… tales como la creación de un Partido Verde. A veces, consistieron en cambios legales que incorporaron nuevas herramientas que podían ser usadas por los ambientalistas y sus oponentes, tales como la ley de 1985 que protege los intereses difusos… La democratización claramente transformó la política del ambiente en Brasil, aunque no de un modo unidireccional ni unilineal” (traducción nuestra). Durante esos años de transición, también comenzó a crecer dentro del ambientalismo el número de grupos que se distanciaban de la vertiente conservacionista. Aun en los años 1970, comenzaron a aparecer grupos más politizados, principalmente en el nivel 8 local, que se movilizaban contra determinadas políticas públicas. Un ejemplo destacable fue la campaña lanzada entre 1976 y 1978 contra la localización de un aeropuerto en el área metropolitana de San Pablo, la que reunió una gran diversidad de actores (además de organizaciones locales, participaron periodistas, científicos, abogados, diputados y hasta burócratas). En los años 1980, comenzó a aparecer en la escena política otro tipo de actores sociales: los grupos que representaban poblaciones tradicionales. Entre estos, se destacó el movimiento de los extractores de caucho (seringueiros), el cual consiguió construir redes internacionales aprovechando la onda de preocupación internacional por el desmonte de la región amazónica. La idea de que este tipo de comunidades protege el ambiente al mismo tiempo que depende de su explotación para sobrevivir empezó a ganar resonancia, en parte por la popularización internacional de la idea del desarrollo sostenible, especialmente después de la publicación en 1987 del llamado Informe Bruntland (World Commission on Environment and Development, 1987). Con todo, como afirman Hochstetler & Keck (2007:10), la fuerza del “socioambientalismo” en Brasil no es un mero reflejo de las modas internacionales. También se debe al hecho de que el ambientalismo haya surgido en Brasil durante el lento proceso de transición democrática, fortaleciendo la idea de democracia entre las organizaciones sociales ambientalistas. El “socioambientalismo” surge como una visión que, en vez de situarse en oposición al desarrollismo, propone que desarrollo y protección ambiental pueden ser compatibles. Junto con este discurso económico alternativo, viene un discurso político que enfatiza la importancia de la sociedad civil en la construcción de las políticas ambientales (Viola & Viera, 1992; Santilli, 2005). A lo largo de los años 1980, al mismo tiempo que crecía y se diversificaba el ambientalismo social en Brasil, también se fortalecían determinadas instituciones estatales. En ese proceso fue clave el papel del Ministerio Público, órgano responsable por la defensa del interés público, el que se volvió cada vez más fuerte a lo largo de los años. La Política Nacional del Medio Ambiente de 1981 autorizó al Ministerio Público a iniciar procesos en nombre de intereses ambientales. La Ley de Acción Pública de 1986 fortaleció aun más ese poder. Finalmente, la Constitución de 1988 garantizó al Ministerio Público una substancial autonomía organizativa y financiera (McAllister, 2008). Ese fortalecimiento se tradujo en una mayor capacidad para hacer cumplir las normas ambientales. Tal el caso de las resoluciones del CONAMA que, a lo largo de la década, establecieron importantes patrones para el control de la contaminación así como procedimientos y reglas para el licenciamiento ambiental; esas resoluciones otorgaron al Ministerio Público nuevas herramientas para promover la protección ambiental. La segunda fase de la política ambiental brasilera comienza en la década de 1990 y se caracteriza por el fortalecimiento tanto del sector no gubernamental como de las instituciones estatales y, sobre todo, por el predominio del socioambientalismo en el discurso ambiental. Ese proceso se vio intensificado durante las preparaciones para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, realizada en Río de Janeiro en 1992, las que llevaron a la creación del Foro Brasilero de ONG y Movimientos Sociales para el Medio Ambiente y el Desarrollo. Ese foro era bastante 9 diverso, incluyendo organizaciones que no se identificaban propiamente como ambientales, tales como algunos sindicatos y organizaciones de derechos humanos. Además de crecer en número, las organizaciones sociales construyeron conexiones internacionales y obtuvieron acceso a nuevos recursos (Hochstetler & Keck, 2007). También en 1992, mediante la sanción de la Ley 8.490, la SEMA fue trasformada en el Ministerio del Medio Ambiente, vigente hasta hoy día. Las políticas nacionales de los años 1990 estuvieron fuertemente influenciadas por el ideario socioambientalista. La idea de que los “pueblos de la selva” son más competentes para llevar a cabo la gestión ambiental en sus propios territorios informaba las políticas públicas, especialmente en lo referido a la creación de reservas extractivistas. Un buen ejemplo es el Programa Piloto para Conservar el Bosque Brasilero, en el ámbito del cual diversos proyectos buscaban promover el uso sostenible de los recursos forestales y la gestión participativa (Abers et al., 2000). En 2000 fue creado, bajo esa misma visión, el Sistema Nacional de Unidades de Conservación, consolidándose la opción por unidades de conservación de uso directo (o sea, con presencia humana) y garantizándose la participación de la comunidad en la gestión de la conservación (Drummond & Barros‐Platiau, 2006). En la creación de todas estas políticas, fue importante la participación de ONGs ambientalistas. Varios activistas asumieron cargos en el gobierno. Por ejemplo, activistas vinculados al movimiento de los seringueiros fueron incorporados a la Secretaría de la Amazonia. Más allá de ello, había en el Ministerio de Medio Ambiente una constante comunicación y diálogo entre gobierno y ONGs, especialmente con las organizaciones más calificadas y profesionalizadas que tenían sede en Brasilia. El hecho de que se percibiese que el Ministerio era poco poderoso dentro del Poder Ejecutivo (hecho revelado, por ejemplo, por la ausencia casi total de una planta permanente) parece haber sido la base de la relación entre ONGs y agentes estatales que tenían como adversario común fuerzas anti‐ ambientalistas dentro del propio gobierno (Abers et al., 2000; Hochstetler & Keck, 2007; Losekan, 2009). La década de 2000 está signada por la continuidad de esas tendencias, pero dentro del marco de la elección de Luis Ignácio “Lula” da Silva (PT, 2003‐2010) como presidente. El nombramiento de Marina Silva (activista histórica del movimiento de los seringueiros) como ministra de Medio Ambiente marcó un nuevo tipo de relación entre el gobierno nacional y el ambientalismo social. Por un lado, era un momento de aparente aproximación entre las organizaciones sociales y el gobierno. Había, especialmente en los primeros años, mucho entusiasmo con el nombramiento de la nueva ministra, ya que los activistas creían que ello implicaría un cambio estructural de la política ambiental del gobierno nacional. Varios ambientalistas entrevistados por Losekan (2009) destacan que nunca en la historia anterior el ministerio había sido asignado a un político del partido del presidente. Con todo, pese a existir mucha colaboración entre ONGs y el ministerio, también había tensiones. Más allá de la crítica de que el ministerio no conseguía imponer sus decisiones frente a un gobierno esencialmente “desarrollista”, también hubo un cambio en la forma en que el ministerio se relacionaba con la sociedad. A través de las Conferencias Nacionales de Medio Ambiente (que movilizan actores en el nivel municipal, estadual y nacional), el ministerio explícitamente pasó a buscar la participación de actores históricamente 10 distantes del ambientalismo, como ser los sindicatos locales. Por primera vez, las políticas ambientales del gobierno nacional buscan intencionalmente movilizar a la sociedad y no solamente ser movilizadas por ella. El caso de Argentina 4 Para reconstruir el recorrido del ambientalismo argentino, distinguimos tres grandes fases: desde comienzos de los años 1970 hasta 1991, de 1991 a 2003 y de 2003 hasta la fecha. La primera fase se caracteriza por la emergencia, retroceso y letargo de la cuestión ambiental, sobre todo en la arena estatal. Si bien la preocupación por la protección de los recursos naturales tenía antecedentes en el país, los primeros pasos en el desarrollo de la institucionalidad ambiental fueron dados en el tercer gobierno de Juan Domingo Perón (Partido Justicialista/PJ), cuando en 1973 éste crea la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (SRNAH). Perón fue el primer político nacional que comprendió la importancia que la problemática ambiental estaba adquiriendo internacionalmente (Aramouni, 1993; Díaz, 2008). De hecho, el 21 de mayo de 1972, desde su exilio en Madrid, difundió el Mensaje a los Pueblos y los Gobiernos del Mundo. Entre otros aspectos, apeló a que los pueblos y los gobiernos tomasen conciencia sobre “la marcha suicida que la humanidad ha emprendido mediante la contaminación del medio ambiente y la biósfera, la dilapidación de los recursos naturales” (citado en Díaz, 2008:51). Ciertamente, el ideario de Perón en materia ambiental se expresó en un contexto internacional que venía mostrando una tendencia a favor de la creación y consolidación de estructuras ambientales en diversos países. En esos años, informes como los del Club Roma ya alcanzaban impacto internacional, a la par que se organizaba y realizaba la conferencia de Estocolmo. Todo esto, mientras Perón vivía su exilio en Europa antes de volver Argentina en 1973. Aunque el ambientalismo social era aún incipiente, debemos señalar la presencia ya en esos años de algunos actores cuyas voces calificadas participaban del debate internacional sobre ambiente, como es el caso de la Fundación Bariloche, creada en 1963, y de la Asociación Argentina de Ecología, creada en 1972. La ruptura del régimen democrático por parte de la dictadura militar que gobernó el país entre 1976 y 1983 tuvo un marcado impacto negativo sobre la trayectoria que la política ambiental nacional había comenzado a desplegar hasta ese momento. En efecto, en el marco de una visión que asociaba el ambientalismo con una ideología subversiva, el gobierno militar tomó la decisión de desmantelar la SRNAH (Hochstetler, 2003; Díaz, 2008) y crear en su lugar una Subsecretaría de Recursos Naturales Renovables y Ecología, dependiente del Ministerio de Agricultura y Ganadería. 4 Para un análisis más detallado del caso argentino, cf. Gutiérrez & Isuani, 2013. 11 En cuanto al papel de la sociedad civil, debemos señalar que aquí también se sintió el impacto negativo de la dictadura militar, ya que ésta llevó al extremo la represión sobre las organizaciones políticas y sociales en todo el país (Forni & Leite, 2006), prohibiendo las actividades políticas, sindicales y asociativas en general. Pese a ello, surgieron en el período unas pocas organizaciones sociales de tipo “profesionalista” (Reboratti, 2007:135) preocupadas por el tema ambiental. Con la recuperación de la democracia en 1983, Argentina dejó atrás una de las etapas más oscuras de su historia. La agenda post dictadura llevó a que el primer gobierno democrático (Raúl Alfonsín –UCR‐, 1983‐1989) no produjera grandes avances en la institucionalidad ambiental respecto de lo ocurrido en el período anterior. Debe destacarse, sin embargo, una experiencia que tendría influencia en la consagración de los derechos ambientales de 1994. Se trata de la creación del Consejo para la Consolidación de la Democracia en diciembre de 1985. El Consejo tuvo por tarea estudiar una posible reforma de la Constitución Nacional. En su dictamen, el Consejo propuso incorporar nuevos derechos sociales “como una extensión necesaria de los [derechos individuales clásicos]” y en íntima conexión con el “principio de dignidad de la persona humana” (1986:42). El Consejo sostuvo que, entre esos derechos, “debería garantizarse a todos los habitantes la protección de la calidad de vida y del medio ambiente y de su condición de consumidores” (1986:43). Esa propuesta fue largamente fundamentada en el dictamen. Es evidente que quienes elaboraron la propuesta ambiental del Consejo estaban familiarizados con el debate sobre protección ambiental y desarrollo que se estaba sosteniendo en esa misma época. En este clima, en 1987 y de manera contemporánea a la difusión del Informe Bruntland (World Commission on Environment and Development, 1987), el gobierno nacional avanzó con la creación de la Subsecretaría de Política Ambiental (SPA), luego sustituida por la Comisión Nacional de Política Ambiental (CNPA). Con ello, el gobierno dio señales de querer avanzar en un esquema de gestión que dotara de mayores niveles de integración a la política ambiental y que iba en línea con las propuestas reformistas del Consejo para la Consolidación de la Democracia. Debilitado políticamente por una serie de sublevaciones armadas y el deterioro de la situación socio‐económica que desembocó en la crisis de la hiperinflación y los saqueos de 1989, Alfonsín abandonó finalmente su proyecto reformista. Fue sucedido por el candidato de la oposición, Carlos Menem, quien se impuso en las elecciones presidenciales de 1989. Importa señalar que con el retorno a la democracia se dio un proceso de intensa creación de organizaciones no gubernamentales vinculadas a cuestiones tales como la defensa del consumidor, el ambiente, el género, etc. (Forni y Leite, 2006; Aguilar, 2002). En 1984, se llevó adelante la primera reunión nacional de ONGs ambientalistas en Alta Gracia (Córdoba), la cual congregó a representantes de más de 80 organizaciones de todo el país (Montenegro, 2000; Bueno, 2010:93‐96). Pero más allá del aumento en su cantidad, la incidencia de las organizaciones ambientalistas en la política pública siguió aun siendo escasa. 12 La segunda fase abarca desde 1991 hasta 2003. Dos transformaciones diferencian esta fase de la anterior: 1) mayor jerarquización burocrática de la máxima organización ambiental nacional y 2) sanción de una profusa legislación propiamente ambiental. Las transformaciones institucionales de la época no siguieron, por cierto, un curso linealmente incremental. Con todo, pese a esas contramarchas y dilaciones, es innegable que, en esta fase, se constituyeron nuevas bases normativas y organizacionales sin las cuales sería impensable el ingreso de la cuestión ambiental a la agenda pública. Adicionalmente, el crecimiento de organizaciones sociales vinculadas con el ambiente siguió, en esta fase, la tendencia expansiva de la década anterior. Pese a ello, el ambientalismo social todavía tendría poco contacto con, o escaso impacto en, la política estatal. El nuevo presidente Carlos Menem (PJ, 1989‐1999) decidió crear en 1991 la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (SRNAH). La nueva organización adquirió rango de ministerio (dependiente directamente de la Presidencia) y pasó a concentrar funciones que hasta entonces estaban dispersas en varias organizaciones ejecutivas. La creación de la nueva secretaría no habría respondido a demanda social alguna ni a una genuina preocupación ambiental de parte de Menem sino a la decisión presidencial de dar respuesta a estímulos internacionales (Acuña, 1999; Hochstetler, 2003; Díaz, 2006; Estrada Oyuela, 2007; Bueno, 2010). La SRNAH surgió mientras se organizaba la Conferencia Río 92 y su creación constituyó de hecho un modo de prepararse para esa conferencia. De esa manera, el gobierno argentino buscaba adaptarse a un nuevo paradigma ideológico y normativo internacional que permeaba cada vez más los organismos internacionales. Ese paradigma, centrado en el concepto de desarrollo sostenible, comenzó a tomar cuerpo con el Informe Bruntland de 1987 (World Commission on Environment and Development, 1987) y quedó plasmado en los principios acordados en la Conferencia Río 92. Todo ello puede ser interpretado como un capítulo más del esfuerzo del presidente Menem por ajustarse a la agenda de los organismos internacionales y, en particular, a la del gobierno de los Estados Unidos (cf. Díaz, 2006; Bueno, 2010:107‐114). De hecho, algunos analistas entienden que la nueva política ambiental de Carlos Menem estuvo favorecida por la adopción de políticas económicas neoliberales (Díaz, 2006; cf. también Acselrad, 2006; Alimonda, 2008) y las consecuentes transformaciones macroeconómicas (Acuña, 1999). Pero esa política respondía también (y según algunos autores, de modo más decisivo) a las expectativas de obtener préstamos multilaterales y fondos de cooperación internacional sujetos a la adopción del nuevo paradigma (Acuña, 1999; Hochstetler, 2003). Fuera de la creación de la SRNAH, el legado en materia ambiental más importante del gobierno de Carlos Menem fue, aunque no intencionalmente, la incorporación de los derechos ambientales en la Constitución Nacional. Transcurridos los primeros años de su gobierno, Menem se propuso reformar la Constitucional Nacional de 1853 para habilitar la posibilidad de reelección presidencial. Menem podía contar con la mayoría parlamentaria especial requerida para declarar la necesidad de reformar la constitución. Sin embargo, buscó un acuerdo con el líder del principal partido de la 13 oposición, el ex presidente Raúl Alfonsín (UCR), con el propósito de otorgar mayor legitimidad a la reforma (Acuña, 1995; Smulovitz, 1995). Luego de arduas negociaciones, el 14 de noviembre de 1993 Menem y Alfonsín firmaron el Pacto de Olivos. Mediante ese pacto, el peronismo y la Unión Cívica Radical se comprometían a declarar, mediante ley del congreso, la necesidad de reformar la constitución. El Pacto incluía el listado de puntos que podrían ser tratados durante la Convención Constituyente para su posterior incorporación en la constitución. De ese modo, Menem se garantizaba el apoyo del (todavía) principal partido de la oposición para su proyecto reeleccionista y Alfonsín conseguía introducir en la constitución varios de los temas recomendados en su momento por el Consejo para la Consolidación de la Democracia – entre ellos, la preservación ambiental. El artículo 3 de la ley que convocó a la Convención Constituyente (Ley 24.309/93) habilitó el debate sobre la “preservación del medio ambiente”, previéndose la posibilidad de “un artículo nuevo a incorporar en el capítulo segundo de la Primera Parte de la Constitución Nacional”. Era gestado el nuevo artículo 41 de la Constitución Nacional. Así, provocado por el afán reeleccionista de Menem, el Pacto de Olivos constituyó el vehículo mediante el cual ideas que empezaron a plasmarse en el marco del debate por la reforma constitucional de los años 1980 encontraron su camino hacia la consagración constitucional. El artículo 41 establece el derecho a un ambiente sano, el cual es acompañado por una serie de “derechos procedimentales” (Hiskes, 2009) instituidos en ese y en otros artículos, razón por la cual es más apropiado hablar de “derechos ambientales” en plural (Gutiérrez, 2010). Dice el artículo 41: “Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo. El daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer, según lo establezca la ley. Las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización racional de los recursos naturales, a la preservación del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica, y a la información y educación ambientales. Corresponde a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias, las necesidades para complementarlas, sin que ellas alteren las jurisdicciones locales. Se prohíbe el ingreso al territorio nacional de residuos actual o potencialmente, y de los radioactivos” 5 . 5 Si comparamos este artículo con la propuesta del Consejo para la Consolidación de la Democracia (1986:202‐211), notamos que el primero recoge prácticamente todos los elementos contenidos en esa propuesta: desarrollo de las generaciones presentes y futuras, derechos y deberes individuales, deber del estado de preservar el ambiente, deslinde de facultades entre Nación y provincias, umbrales mínimos de preservación. 14 El artículo 41 se complementa con los artículos 43 (acción de amparo, derechos colectivos, acción colectiva), 75 inciso 19 (desarrollo humano), 75 inciso 22 (tratados internacionales), 86 (Defensor del Pueblo de la Nación) y 124 (dominio provincial sobre los recursos naturales. Todas juntas, esas normas definen el derecho al ambiente sano para las generaciones presentes y futuras junto con una serie de importantes principios y derechos procedimentales: derecho a la educación y la información ambientales; deber de protección y de reparación de acuerdo con los procedimientos legales establecidos; derecho al recurso de amparo (demanda judicial expedita para la protección constitucional de derechos y garantías); derecho a la acción colectiva (las demandas judiciales pueden ser presentadas por aquellos afectados directamente por la contaminación o riesgos ambientales, por el Defensor del Pueblo de la Nación o por asociaciones civiles que representen intereses difusos); principio del “federalismo concertado” para la distribución de competencias legislativas y ejecutivas entre el estado nacional y las provincias (el estado nacional debe establecer los presupuestos mínimos de protección y las provincias deben sancionar y ejecutar la legislación complementaria). Una vez consagrados constitucionalmente los derechos ambientales en línea con el dominante paradigma del desarrollo sostenible, el principal desafío, desde el punto de vista normativo, consistía en definir los “presupuestos mínimos de protección” instituidos por el artículo 41. La secretaría ambiental contaba con fondos de un programa del BID (Programa de Desarrollo Institucional Ambiental) para elaborar legislación ambiental. Pero ningún proyecto fue tratado en el congreso hasta el final del mandato de Carlos Menem en 1999. El gobierno de Fernando De La Rua (ALIANZA UCR‐FREPASO, 1999‐2001) desjerarquizó a la secretaría ambiental (ahora llamada Secretaría de Desarrollo Sustentable y Política Ambiental), transfiriéndola al Ministerio de Desarrollo Social. Existe consenso entre los distintos autores (Díaz, 2006, 2008; Estrada Oyuela, 2007; Bueno, 2010) en que nada relevante ocurrió durante la corta gestión de De La Rua en materia de política ambiental. Fuera del probable desinterés del nuevo presidente por el tema, una primera razón que explicaría el letargo en que volvió a caer la política ambiental durante el gobierno de la ALIANZA podría ser la identificación, por parte del nuevo gobierno, de la SRNAH/SRNDS como un símbolo emblemático del desprestigiado gobierno de Menem (cf. Estrada Oyuela, 2007:34). Una segunda razón, más coyuntural, sería el creciente deterioro socio‐económico, el cual desembocó en una de las peores crisis sociales y políticas del país, a tal punto que forzó la renuncia de De La Rua a la mitad de su mandato (diciembre de 2001). Con todo, sin negar el impacto que la crisis de 2001‐ 2002 tuvo en la agenda de gobierno y en la gobernabilidad en general, es interesante resaltar que la mayor productividad en materia de legislación ambiental de todo el período analizado (1973‐2013) tuvo lugar bajo el gobierno transicional de Eduardo Duhalde (PJ, 2002‐2003), esto es, en pleno coletazo de la crisis. Duhalde fue electo por la Asamblea Legislativa para completar el mandato de De La Rua hasta las próximas elecciones presidenciales que debían realizarse en 2003. Pese a su carácter provisional, el nuevo gobierno impulsó la postergada producción de la 15 legislación que debía definir los presupuestos mínimos de protección y establecer los lineamientos de la política ambiental nacional (Bueno, 2010:119‐122). Para ello, fueron claves los vínculos entre el nuevo secretario ambiental (Carlos Merenson) y dirigentes políticas cercanas al presidente (Estrada Oyuela, 2007:35). Gracias al impulso de la legisladora oficialista Mabel Müller y su alianza con el secretario Merenson, entre 2002 y 2003 fueron sancionadas varias leyes ambientales concebidas como parte de un paquete cuya pieza central era la Ley General del Ambiente. El paquete de leyes aprobadas entre 2002 y 2003 incluyó: Ley 25.612/02, Presupuestos Mínimos de Protección para la Gestión de Residuos Especiales; Ley 25.670/02, Presupuestos Mínimos de Protección para la Gestión de PCBs; Ley 25.675/02, Ley General del Ambiente; Ley 25.688/02, Presupuestos Mínimos de Protección para la Gestión Ambiental de Aguas; Ley 25.831/03, Presupuestos Mínimos de Protección para el Acceso a la Información Pública Ambiental. La Ley General del Ambiente (Ley 25.675/02) define el concepto de presupuesto mínimo y fija los principios de la política ambiental nacional. La definición general de presupuesto mínimo quedó establecida mediante el Art. 6 de la Ley General del Ambiente: “Se entiende por presupuesto mínimo, establecido en el artículo 41 de la Constitución Nacional, a toda norma que concede una tutela ambiental uniforme o común para todo el territorio nacional, y tiene por objeto imponer condiciones necesarias para asegurar la protección ambiental. En su contenido, debe prever las condiciones necesarias para garantizar la dinámica de los sistemas ecológicos, mantener su capacidad de carga y, en general, asegurar la preservación ambiental y el desarrollo sustentable”. Por último, la tercera fase (2003‐2013) se distingue por el “encuentro” entre el ambientalismo social y el ambientalismo estatal, haciéndose visible el impacto del primero sobre el segundo a partir de una serie de conflictos ambientales. Con el cambio de milenio, continuó el crecimiento de organizaciones ambientales pero uno de los elementos más novedosos de esta última década ha sido la expansión de nuevas formas de organización social que se aproximan a lo que Bryant & Bailey (1997) denominan “organizaciones de base” (grassroots organizations), en contraposición a las “organizaciones no gubernamentales ambientales”. Estas nuevas organizaciones componen actualmente, junto con las organizaciones de tipo más profesional, el heterogéneo universo de las organizaciones ambientales argentinas. Si es difícil rastrear la trayectoria de las organizaciones profesionales, tanto o más difícil es datar el origen de las nuevas organizaciones de base. Pero sí es posible establecer un acontecimiento bisagra en función de su impacto en la política estatal y en la movilización social: la resistencia contra la instalación de una mina de oro en la localidad patagónica de Esquel (Chubut) en 2002‐2003. Fue la primera vez que demandas sociales expresadas de modo contencioso por una organización de base cambiaron el rumbo de una política estatal (en este caso, provincial), dejando un legado tanto para futuras movilizaciones sociales como para las empresas y las organizaciones estatales (cf. Reboratti, 2007, 2008; Svampa et al., 2009). 16 La combinación de tres elementos hacen de Esquel un acontecimiento bisagra: 1) la figura de la Asamblea de Vecinos Autoconvocados como prototipo de las organizaciones de base ambientales, 2) el recurso a la protesta como mecanismo para la reivindicación de demandas y 3) la demostración de que, mediante ambos instrumentos organizacionales, puede torcerse el rumbo de la política estatal. Tras el suceso de la protesta de Esquel, surgirían en distintos puntos del país asambleas de vecinos o figuras similares para posicionarse contra la minería a cielo abierto, el uso del glifosato u otros problemas. Esas organizaciones incluso llegarían a formar redes entre sí. Pero un caso se destacaría de todos los demás por su alto impacto en la política nacional: el conflicto por las pasteras del río Uruguay 6 . Tanto en el caso de las pasteras como en múltiples protestas contra la minería a cielo abierto (cf. Svampa et al. 2009; Christel, 2012), el derecho al ambiente sano y el aparato legal a él asociado se convirtieron en marco de referencia y en herramientas que las nuevas organizaciones de base utilizaron para construir y expresar sus reivindicaciones. Pero probablemente el caso que más vívidamente mostró la fertilidad de los nuevos recursos legales a la hora de plantear demandas ambientales haya sido el caso Matanza‐Riachuelo (cf. Merlinsky, 2009). No se trató de una protesta social llevada a cabo por organizaciones de base sino de un litigio judicial con participación de organismos estatales de control y organizaciones sociales de distinto tipo. Sin embargo, este caso, se alinea con los anteriores en el recurso a las nuevas herramientas legales para forzar a las autoridades estatales (fundamentalmente, ejecutivas) a tomar un curso de acción. Sería exagerado afirmar que el nuevo ambientalismo social cambió el rumbo de la política ambiental del país. Sin embargo, es evidente que obligó al gobierno (de los tres niveles) a prestar más atención a las demandas y posiciones de las organizaciones ambientales sociales. En el nivel nacional, el impacto del ambientalismo social en la política ambiental puede apreciarse tanto en el plano normativo como en el organizacional. En el plano normativo, ese impacto se evidencia en el origen de las dos leyes de presupuestos mínimos más importantes del período: la Ley de Bosques Nativos (Ley 26.331/2007) y la Ley de Protección de Glaciares (Ley 26.639/10). Como vimos, las leyes aprobadas entre 2002 y 2003 fueron iniciativas de legisladores oficialistas que actuaban en coordinación con la secretaría ambiental. Las nuevas leyes, en cambio, surgieron de iniciativas presentadas por legisladores (oficialistas y de la oposición) en respuesta a demandas sociales, sin que la secretaria ambiental o el COFEMA participarán en su formulación. En el plano organizativo, la sentencia de la Corte en la causa Beatriz Mendoza forzó al poder legislativo a crear en 2006 la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (ACUMAR), colocando en la presidencia de la misma al secretario ambiental nacional. 6 Sobre el conflicto por las pasteras del río Uruguay, puede verse Alcañiz & Gutiérrez, 2009; Gutiérrez & Almeira, 2011. 17 De hecho, tanto la causa Beatriz Mendoza como el conflicto por las pasteras del río Uruguay tuvieron un impacto directo en la secretaría ambiental. En los comienzos del gobierno de Néstor Kirchner (PJ, 2003‐2007), la política ambiental quedó bajo la órbita de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable (SAyDS), dependiente del Ministerio de Salud. Lo cierto es que la política ambiental no parecía despertar mucha preocupación en el presidente Kirchner hasta 2006, cuando la cuestión cobró repentino interés a raíz del conflicto por la construcción de pasteras en el río Uruguay (Alcañiz & Gutiérrez, 2009; Gutiérrez & Almeira, 2011). Frente a dicho conflicto, Kirchner decidió nombrar como nueva secretaria ambiental a Romina Picolotti, una abogada ambientalista que presidía una ONG ambientalista (Centro de Estudios de Derechos Humanos y Ambiente – CEDHA) y quien, al momento de asumir la secretaría ambiental, asesoraba a la propia Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú por el conflicto de las pasteras. Fue la única oportunidad en que un representante de una ONG ambientalista estuvo a cargo de la máxima organización ambiental nacional. Además de nombrar a Picolotti, Kirchner colocó la secretaría bajo dependencia directa de la Jefatura de Gabinete de Ministros. De ese modo, la secretaría recuperaba el rango de secretaría de ministerio que había tenido bajo el gobierno Menem. Los fondos presupuestarios de la secretaría se multiplicaron ampliamente y la agenda de programas nacionales alcanzó mayor diversificación y visibilidad. Con el nombramiento de Picolotti, Kirchner buscaba gozar de “una ‘luna de miel’ con las ONGs y movimientos ambientalistas” (Rey, 2011:199; cf. también Alcañiz & Gutiérrez, 2009). Acabada la luna de miel, Picolotti fue desplazada por la sucesora de Kirchner, su esposa Cristina Fernández de Kirchner (Frente para la Victoria, 2007‐ 2015). En 2008, Fernández de Kirchner reemplazó a Picolotti por Homero Bibiloni, un funcionario histórico de la secretaría, quien fue luego reemplazado por el actual secretario, Juan José Mussi, ex intendente de un municipio de los suburbios de la Ciudad de Buenos Aires. Los dos sucesores de Picolotti concentraron la mayor parte de su energía en ACUMAR y en el saneamiento de la cuenca Matanza‐Riachuelo. Puede interpretarse que, de ese modo, además de dar respuesta a las exigencias de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la secretaría ambiental busca no involucrarse con temas que puedan entrar en conflicto con otros objetivos del gobierno nacional, tales como la minería y la producción de soja. Lo cierto, en cualquier caso, es que, a partir de 2006, el nombramiento (y desplazamiento) de los tres secretarios ambientales (Piccolotti, Bibiloni y Mussi) estuvieron directamente vinculados con los conflictos ambientales más resonantes del período (pasteras del río Uruguay, saneamiento del río Matanza‐ Riachuelo, minería a cielo abierto). Luego de décadas de recorrer caminos paralelos, el ambientalismo social y el estatal empezaron a encontrarse como resultado de una serie de conflictos ambientales de gran notoriedad pública. Como vimos, dos elementos fueron claves en este proceso: la expansión de un ambientalismo social más de base que busca respuesta estatal a problemas ambientales locales y la disponibilidad de nuevas instituciones ambientales 18 que habían sido introducidas durante la década anterior en el marco de la reforma constitucional. Todo lo dicho no implica afirmar que la política ambiental se haya convertido en primera prioridad del estado (en todos sus niveles) ni que sus objetivos siempre coincidan con las demandas sociales. Pese a los importantes avances normativos, la política ambiental no ha alcanzado altos niveles de institucionalización e implementación, y sus objetivos siguen siendo secundarios respecto de otros objetivos estatales, especialmente de índole económica. Sin embargo, está en pleno desarrollo un proceso que presenta evidencias de encuentros (contenciosos o consensuales) entre el ambientalismo social y la agenda gubernamental. Por ello afirmamos que, en el nuevo milenio, ha emergido, en torno a la cuestión ambiental, lo que Steinberg (2001) llama una policy culture, esto es, “un interés público amplio y duradero en una cuestión en particular en una sociedad dada” (153‐154), el cual incluye una expectativa general de que el gobierno tiene que ocuparse de la cuestión en juego. La emergencia de una policy culture no implica la existencia de un consenso entre todos los interesados en una cuestión (organizaciones sociales y estatales). Implica que todos consideran, desde sus respectivas visiones, que la cuestión merece ser objeto de política pública, que el estado le dedica recursos legales, organizacionales y financieros, que organizaciones sociales de las más diversas evalúan que la cuestión amerita movilizarse e ir al encuentro del estado y que los medios de comunicación masiva deciden que vale la pena cubrir extensamente el tema. El caso de Chile La historia de la construcción de instituciones ambientales en Chile se divide en cuatro fases: entre los años 1960 y el golpe militar de septiembre de 1973, el período de la dictadura militar (1973‐1990), la primera fase de la transición y consolidación democráticas (1990‐2006) y el período de discusión e implementación de un nuevo modelo de gestión ambiental (2006 a la fecha). Esta periodización no implica una trayectoria lineal de fortalecimiento progresivo de las instituciones encargadas del tema ambiental. Se trata, más bien, de un proceso marcado por momentos en los cuales los actores políticos y de la sociedad civil le han dado mayor o menor importancia a la temática ambiental. La evolución de dicho proceso es claramente interrumpida por la dictadura militar y volverá a ganar centralidad solamente a partir de la transición para la democracia. Así, los cambios de régimen político son fundamentales para comprender la dinámica de la construcción de instituciones ambientales en el país. En Chile, la democracia ha sido condición mínima (aunque no suficiente) para que el tema ambiental entre en la agenda política. Durante el primer período, que va de los años 1960 hasta 1973, hubo un proceso incipiente de construcción de instituciones y de desarrollo de un movimiento ambientalista. Sin embargo, el debate sobre los impactos de la acción humana en el ambiente se limitaba a dos temas en particular: el de la contaminación del aire y el de la protección de bosques. Esos temas encontraron su paralelo institucional en la creación de dos comisiones, ambas de 1970. Frente a la ausencia de una autoridad 19 ambiental nacional, los debates se desarrollaban bajo las políticas de salud o las políticas agrícolas del país. Pese a la relevancia que la actividad minera ya tenía para el país en esta época, llama la atención la ausencia de un debate sobre los impactos ambientales de dicha actividad productiva, debate que ganaría mayor importancia solamente a partir del tercer período 7 . También es interesante notar que fueron creadas en esta época algunas de las primeras ONGs ambientalistas del país. Podemos mencionar, en especial, el Comité Nacional Pro Defensa de la Flora y Fauna, creado en 1968. El golpe militar del 11 de septiembre de 1973 interrumpió ese proceso incipiente de involucramiento del poder público y de la sociedad civil sobre el tema ambiental. Durante el régimen autoritario (1973‐1990), tres factores contribuyeron a paralizar el debate: el énfasis del nuevo gobierno en un modelo económico basado en la explotación de recursos naturales para la exportación, la represión y consecuente desarticulación de las organizaciones de la sociedad civil y la radical disminución del rol del Estado como regulador de la economía 8 . La discusión ambiental como temática de políticas públicas fue retomada en los años 1980, pero aún de manera muy limitada dadas las restricciones vinculadas con la continuidad de la dictadura militar. Según Ossandón (2005), un sector del ambientalismo social logró sobrevivir durante el régimen militar, lanzando campañas de protección de la fauna y flora basadas en un discurso patriótico que no amenazaba al gobierno autoritario. Ese sector llamó la atención hacia los importantes impactos ambientales de la explotación de recursos naturales. Por ejemplo, en 1983 fue fundado el Centro de Investigación y Planificación del Medio Ambiente (CIPMA), organización académica que tenía como objetivo desarrollar una consciencia nacional sobre la importancia del medio ambiente, la cual organizó sucesivos encuentros con actores‐clave de la política ambiental a lo largo de la década. Otro hito importante fue la creación, en 1987, del Partido Los Verdes. Es importante resaltar la aprobación en este período de una nueva constitución (la Constitución de 1980, todavía vigente). En su artículo 19, la nueva constitución reconoce el “derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación” y señala que “es deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza”. Finalmente, el texto constitucional dice que “la ley podrá establecer restricciones específicas al ejercicio de determinados derechos o libertades para proteger el medio ambiente”. Barton et al. (2007:139) sostienen que las disposiciones ambientales de la nueva constitución resultan muy restringidas para la gestión de la sustentabilidad dado que la noción de “medio ambiente libre de contaminación” limita la calidad ambiental a un asunto de niveles aceptables de presencia de contaminantes. 7 Para un análisis más detallado sobre este período, cf. Camus & Hajek, 1998:11‐ 16. Hay una extensa literatura sobre el modelo económico adoptado por la dictadura militar. Ver, por ejemplo, Constable & Valenzuela, 1991; Moulián, 1997. 8 20 En ese contexto, en 1984 el gobierno llamó al fundador de la organización Instituto de Ecología, el médico Juan Grau, a presidir una Comisión Nacional de Ecología, órgano que tenía la función de asesorar a la presidencia de la República respecto a la temática ambiental. Posteriormente, el Poder Ejecutivo creó una comisión encargada de proponer un nuevo marco legal para el medio ambiente. Sin embargo, dicha iniciativa solamente se materializaría después de la transición a la democracia. El tercer período va desde la toma de posesión del primer gobierno democrático, el 11 de marzo de 1990, hasta el fin del gobierno de Ricardo Lagos (Concertación de Partidos para la Democracia, 2000‐2006), el 10 de Marzo de 2006. Este es el período de formulación e implementación del modelo coordinador de gestión ambiental. Por primera vez, Chile pasó a tener una legislación dirigida a regular de forma integral la protección del ambiente (Figueroa y Hervé, 2006:1). Es necesario aclarar que la temática ambiental no era prioritaria para la victoriosa Concertación de Partidos para la Democracia (que asumió la presidencia en marzo de 1990), la cual estaba fundamentalmente preocupada con los desafíos políticos de la transición. Sin embargo, tres procesos interrelacionados ayudan a explicar por qué se tomó la iniciativa de cambiar el marco regulatorio: la creciente importancia del problema de la contaminación atmosférica en Santiago y de los conflictos ambientales, las presiones derivadas del contexto internacional (específicamente, el proceso preparatorio y los resultados de la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de 1992) y el activismo de algunas organizaciones ambientalistas 9 . Entre estas últimas se contaba CIPMA, quien aún antes de la primera elección presidencial de 1989, organizó el tercer Encuentro Científico sobre Medio Ambiente, del cual participaron los dos principales candidatos, Patricio Aylwin y Hernán Büchi. Durante los primeros meses de mandato, el nuevo gobierno creó la Comisión Nacional de Medio Ambiente (CONAMA), con el mandato de coordinar las actividades de los organismos con competencias ambientales. Al mismo tiempo, empezó a debatirse la necesidad de un nuevo marco legal. En 1994 fue aprobada la Ley de Bases Generales sobre Medio Ambiente (Ley 19.300), que ratificó la creación de la CONAMA (sin status de Ministerio) y creó Comisiones Regionales del Medio Ambiente (COREMAs) y un Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), el cual entró en vigencia en 1997. En vez de crear un Ministerio de Medio Ambiente que concentrase atribuciones, lo que se aprobó fue un modelo coordinador y transversal que preservaba las competencias ambientales de distintas autoridades sectoriales. Además, la nueva ley introdujo otros instrumentos de gestión, como las Normas de Calidad y de Emisión y los Planes de Prevención y Descontaminación, y creó la figura 9 Estos tres procesos son mencionados, por ejemplo, por Larrain (2006). Entre los conflictos ambientales más visibles durante el gobierno de Patricio Aylwin (Concertación de Partidos para la Democracia, 1990‐ 1994), la autora menciona, además de los problemas relacionados con la contaminación atmosférica de Santiago, la contaminación de la Bahía de Chañaral por actividades mineras, las movilizaciones en contra del basural de Lo Errázuriz, entre otros (2006:1). Para un análisis sobre el basural de Lo Errázuriz y otros conflictos relacionados al tema de la basura en Santiago entre los años 1980 y 1990, cf. Sabatini & Wormald, 2004. 21 legal de la “Responsabilidad por Daño Ambiental”, otorgando la posibilidad a miembros de la sociedad civil de establecer acciones civiles en los tribunales. Esta figura legal (art. 51) se sumó a la ya establecida por la constitución de 1980 que, como vimos, consagró como un derecho fundamental el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación (Reyes, 2012). Finalmente, en términos de gobernabilidad ambiental, la nueva ley creó un Consejo Director, integrado por la CONAMA y por los ministros con competencias ambientales, presidido por la Secretaría General de la Presidencia. Es interesante notar que la Ley 19.300/94 sufrió a lo largo de los años diversos intentos de modificación. Muchas de las inquietudes presentes en dichas propuestas se recogieron en el proceso de reforma a la institucionalidad iniciado en 2006, mientras otras lograron ser exitosamente consideradas durante este período. Entre ellas, cabe mencionar la reforma de 1999, que le asignó la responsabilidad sobre la agenda de desarrollo sustentable al Consejo de Desarrollo Sustentable, organismo compuesto por 92 miembros reunidos anualmente. Sin embargo, de acuerdo a Barton et al. (2007), esta Comisión no ha logrado promover una estrategia de desarrollo sustentable en el país. Prueba de ello sería el poco avance en Chile de la implementación de las iniciativas de la Agenda 21 (Barton et al., 2007:144). Cualquiera sea el caso, es importante aclarar que las modificaciones sufridas por la ley de 1994 no fueron en ningún caso substantivas y que el modelo coordinador tuvo vigencia por más de una década. La última y cuarta fase comenzó en 2006, cuando se inició una segunda reforma del marco legal ambiental. En una primera etapa de la reforma, el 11 de abril de 2006 el Poder Ejecutivo envió al Congreso un proyecto de ley para crear el cargo de Ministro Presidente de la Comisión Nacional del Medio Ambiente. La ley 20.173 (sancionada en 2007) efectivamente aprobó dicho cargo, cuya primera tarea fue elaborar una propuesta de creación de un Ministerio del Medio Ambiente y de una Superintendencia Ambiental. El modelo coordinador estaba oficialmente muerto. El debate pasó a centrarse en las competencias específicas que deberían tener los nuevos organismos. El agotamiento del modelo coordinador estuvo vinculado con la percepción de que ese modelo no consiguió prevenir o resolver una serie de conflictos que tuvieron gran repercusión en la opinión pública, relacionados con los impactos ambientales de la minería, la producción de energía y otras actividades. Podemos citar, como ejemplos, los conflictos en torno a los cisnes de cuello negro, amenazados por la contaminación de un lago que habría sido causada por una planta de celulosa, y al emprendimiento Pascua Lama, que buscaba explotar oro en la región de los Andes Centrales poniendo en riesgo fuentes de agua y glaciares de la región. Para esa misma época, Chile se sometió a un proceso de evaluación ambiental promovido por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), a la cual el país había solicitado ingresar (OCDE/CEPAL, 2005). El informe de esa evaluación, publicado en 2005, se sumó al diagnóstico crítico que sectores cada vez más amplios del gobierno y de la sociedad hacían del modelo coordinador. En términos muy generales, esas críticas señalaban 22 que el modelo era demasiado caro e ineficiente y que no era suficientemente transparente. Después de meses de debate, en julio de 2008 finalmente el Poder Ejecutivo envío al Congreso chileno el proyecto de ley del nuevo marco regulatorio. Esa versión inicial resultó en la presentación de un número sin precedentes de propuestas de enmiendas legislativas, hasta que en octubre de 2009 el Poder Ejecutivo y un grupo de senadores firmaron un “Protocolo de Acuerdo” que establecía once puntos de consenso, el cual permitió la aprobación de la ley 20.417 en 2010. La Ley 20.417/10 sentó las bases de una nueva estructura burocrática ambiental, creando el Ministerio de Medio Ambiente, la Superintendencia de Medio Ambiente (encargada de la fiscalización y aplicación de sanciones), el Servicio de Evaluación Ambiental (órgano encargado de administrar el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental) y un Tribunal Ambiental. Al mismo tiempo, la ley estableció nuevos mecanismos de acceso a información y de participación ciudadana en los procesos de evaluación de impacto ambiental. El proceso de la formulación, debate y aprobación de la Ley 20.417/10 constituye un buen escenario para sopesar la influencia de las organizaciones sociales en las políticas ambientales. Un análisis preliminar del debate parlamentario de la Ley 20.417 indica que la participación de la sociedad civil en los debates fue muy restringida y que esa participación estuvo polarizada entre ONGs ambientales y organizaciones empresariales. Sugiere, además, que las organizaciones empresariales fueron más exitosas que las ONGs en lograr que se atendieran sus demandas, en especial la creación de tribunales ambientales. Por otra parte, no se aprecia participación del movimiento sindical ni de asociaciones y comunidades locales, a pesar de que estas últimas fueron y son principales protagonistas de numerosos conflictos ambientales. De cara a esta baja interacción entre las organizaciones sociales y los canales formales de política pública, que afecta de modo general a las políticas ambientales, queda por ver si, a futuro, los nuevos mecanismos de participación ciudadana establecidos por la nueva ley de 2010 redundarán en una mayor incidencia de las organizaciones sociales en las políticas ambientales chilenas. Conclusión Si bien no es fácil caracterizar el desarrollo histórico de las políticas ambientales de tres países complejos en términos de un número limitado de elementos, algunas diferencias claves entre los casos examinados revelan la importancia tanto de la dinámica del régimen político como de las estrategias de los actores sociales. En Brasil, la capacidad de implementar y hacer cumplir instrumentos de gestión ambiental (licenciamiento ambiental, estándares de control de la contaminación, etc.) se desarrolló de forma más continua y robusta que en los otros dos países. El país llega a los años 1990 con capacidades incipientes en lo que respecta a las políticas de “comando y control” que se vieron fortalecidas a lo largo de las dos décadas siguientes. Aunque la eficacia de estos instrumentos puede ser cuestionada, es claro 23 que hoy día el licenciamiento ambiental devino una gran piedra en el zapato para los defensores de grandes proyectos de infraestructura. Chile es el país donde la construcción de las instituciones ambientales comenzó más tardíamente, registrándose avances significativos solo en la última década. Argentina se ubica en una posición intermedia. Luego de un inicio temprano a comienzos de los 1970, simultáneo al de Brasil y otros países, la construcción de instituciones ambientales pasó por una etapa de retroceso y letargo que se extendió hasta fines de los años 1980. ¿Cómo podemos explicar estas diferencias? Tal como adelantamos en la introducción y en la primera sección, de la comparación surgen tres elementos interrelacionados que parecen especialmente relevantes para explicar la trayectoria de los tres países: la influencia del contexto internacional, la dinámica del régimen político y la interrelación entre actores estatales y no estatales. Nuestro trabajo comparativo muestra cómo ciertos eventos internaciones (tales como las conferencias de la ONU) influyen en la adopción de ideas ambientales en el nivel local. Pero la comparación muestra también que la dinámica del régimen político tiene implicaciones en lo que respecta a la receptividad nacional de las ideas internacionales y su impacto en las políticas públicas 10 . El timing de las ondas internacionales de difusión de políticas de protección ambiental vis‐à‐vis el momento político de cada país parece un factor importante para explicar por qué las políticas ambientales surgieron más tempranamente en Argentina y Brasil que en Chile y se consolidaron más rápidamente en el segundo país. El período en torno a la Conferencia de las Naciones Unidas de 1972 (Estocolmo) estuvo asociado en muchos países con importantes avances en materia de políticas ambientales. Eso no es menos cierto en los casos de Argentina y Brasil. En ambos países, el primer órgano nacional dedicado explícita y exclusivamente a la política ambiental fue creado en 1973, esto es, a la vuelta de la conferencia de Estocolmo. En Argentina, 1973 fue el año del retorno a la democracia, interrumpida nuevamente en 1976. En Brasil, fue el año previo al comienzo del proceso de apertura política que marcaría la larga transición a la democracia (1974‐1989) del país. En Chile, en cambio, fue el año del golpe de estado que inauguró la férrea dictadura militar de Augusto Pinochet. Ello impidió que surgiesen allí iniciativas similares a las que tuvieron lugar en Argentina y Brasil en 1973. En Chile, el contexto internacional parece haber tenido mayor impacto en la década de 1990, ya bajo el régimen democrático, tanto por los debates en torno a la Conferencia de las Naciones Unidas de 1992 (Río de Janeiro) como por el proceso de ingreso del 10 Existe una robusta literatura sobre los procesos de difusión internacional de instituciones, muchos de los cuales (cómo es el caso de las políticas ambientales) parecen barrer el globo en “ondas” (cf. Weyland, 2005). Respecto de la difusión internacional de instituciones y políticas ambientales, Steinberg (2001) critica las explicaciones estructuralistas (especialmente las que asocian la emergencia de política ambientales a determinadas etapas de desarrollo económico) y prioriza el análisis de las estrategias de los actores nacionales. Este enfoque tiene bastante correspondencia con el que presentamos en este trabajo. 24 país a la OCDE. Pero la conferencia de Río de Janeiro de 1992 fue más influyente en los otros dos países, donde el régimen democrático mostraba ya signos de consolidación. En Brasil, país sede de la conferencia, ese mismo año la secretaría ambiental fue promovida a ministerio y se conformó, en paralelo a la conferencia, un amplio foro nacional de organizaciones sociales preocupadas por cuestiones ambientales, lo cual ayudó a intensificar el predominio del socioambientalismo en el discurso ambiental. En Argentina, el gobierno nacional decidió refundar y rejerarquizar la secretaría ambiental en el marco de las preparaciones para la conferencia de Río de Janeiro, como un modo de adaptarse estratégicamente a las ideas predominantes en el ámbito internacional. En resumen, nuestra comparación muestra que la influencia del contexto internacional está mediada por la dinámica del régimen político y que la adopción de las nuevas ideas internacionales en materia ambiental se ve favorecida por la democratización del régimen político. Como afirma Risse‐Kappen (1994), las ideas internacionales no viajan libremente. Nuestro trabajo comparativo sugiere que las ideas ambientales parecen viajar mejor bajo regímenes democráticos o con mayor grado de apertura política, como se verá más claramente a continuación. Determinar el impacto de la dinámica del régimen político en el proceso de construcción de instituciones ambientales no es simple. Para comenzar, no hay una relación perfecta entre democracia y construcción de instituciones ambientales. En Argentina, la primera secretaría ambiental fue creada el mismo año del retorno a la democracia (1973) y desmantelada con el golpe militar de 1976. En Chile, el golpe militar de 1973 directamente inhibió la creación de cualquier organismo ambiental equivalente al argentino o al brasilero. Pero el posterior retorno a la democracia en Argentina (1983) y Chile (1990) no derivó en la “inmediata” jerarquización de las instituciones ambientales. En ambos países, debieron pasar varios años y darse ciertas condiciones para que comenzara un (nuevo) proceso de construcción de instituciones ambientales. Por su parte, vimos que en Brasil la primera secretaría ambiental fue creada bajo un gobierno militar (1973) y que, de modo general, las instituciones ambientales crecieron paulatinamente a lo largo de los años 1970 y 1980, esto es, bajo un régimen autoritario. Pero debemos recordar que, a diferencia de los otros dos países, el régimen autoritario brasilero se abrió paulatinamente desde 1974 y que, por tanto, el crecimiento y consolidación de las primeras instituciones ambientales coincidió con el proceso de “liberalización” del régimen autoritario que se cerró con la sanción de una nueva constitución en 1988 y la inauguración de elecciones presidenciales directas en 1989. Por lo tanto, la consolidación de las primeras instituciones ambientales brasileras durante el largo proceso de “liberalización” reforzaría la hipótesis que asocia el desarrollo de las instituciones ambientales con el grado de apertura política (i.e. democratización) del régimen político. Así, el análisis comparativo de los tres países muestra que, de modo general, los procesos de transición y consolidación democrática favorecen tanto la creación y fortalecimiento de las instituciones ambientales como el florecimiento de organizaciones sociales ambientalistas. Es importante destacar que las instituciones ambientales y el ambientalismo social pueden verse favorecidas no sólo por el cambio 25 de régimen sino también por importantes cambios institucionales dentro del régimen democrático. En Argentina, por ejemplo, la reforma constitucional de 1994 consagró principios y derechos fundamentales que estimularon el avance de la política estatal y ofrecieron nuevos recursos y marcos de acción para las organizaciones sociales 11 . Llegados a este punto, podemos precisar cuáles fueron las coyunturas críticas que en los tres países impulsaron la creación de nuevas instituciones ambientales. En Brasil, esa coyuntura puede situarse entre 1972 y 1988. Tres elementos hacen de ese período una coyuntura propicia para la creación de nuevas instituciones ambientales: la divulgación de nuevas ideas internacionales a través de las Naciones Unidas y otros foros internacionales, la gradual apertura política del régimen que desemboca en la constitución de 1988 y la relativa continuidad y burocratización de las políticas estatales brasileras 12 . Los elementos de esta coyuntura, junto con la colaboración estado‐sociedad que caracterizó desde el comienzo el proceso de construcción de instituciones ambientales, explicarían la mayor continuidad de la política ambiental brasilera en comparación con la de los otros países. Truncado el primer proceso iniciado en 1973, la coyuntura crítica que dio origen al proceso de construcción de instituciones ambientales argentinas puede datarse entre 1983 y 1994. Tres elementos conforman esa coyuntura: la estabilización democrática (signada por el cambio de partido en el gobierno de 1989), la difusión de las nuevas ideas ambientales consagradas en la conferencia de Río de Janeiro de 1992 (centralmente, la noción de desarrollo sostenible) y la reforma constitucional de 1994. Aunque el proceso posterior fue menos sostenido que en Brasil (debido en buena medida a la mayor sensibilidad de las políticas estatales a los cambios de partido en el gobierno), fue recién con la refundación de la secretaría ambiental en 1991 y la consagración constitucional de los derechos ambientales en 1994 que tomó fuerza el proceso de creación de instituciones ambientales en Argentina. En la fase más reciente de ese proceso, las políticas ambientales y el ambientalismo social, que hasta entonces habían recorrido caminos paralelos, comenzaron a “encontrarse” cuando la acción contenciosa del segundo (favorecida por el propio desarrollo de las instituciones ambientales) comenzó a dejar su marca en las primeras. Dado el menor desarrollo de las instituciones ambientales chilenas y el fracaso del llamado modelo coordinador de los primeros quince años del régimen democrático (1990‐2006), es difícil determinar si existe y (cuál es) una coyuntura crítica en Chile. Claramente, en 2006 se inició un nuevo proceso de construcción de instituciones ambientales, el cual desembocó en la sanción de la Ley 20.417 en 2010. Pero aún es temprano para hacer cualquier evaluación sobre el impacto de esa ley y los nuevos organismos y mecanismos mediante ella creadas. Lo que sí puede afirmarse es que, en comparación con los otros dos casos, Chile ha sido el país más resistente a la innovación institucional y también el país donde el ambientalismo social parece haber 11 Vale recordar, al respecto, que, mientras la actual constitución brasilera fue sancionada como cierre del proceso de transición a la democracia, la constitución (aún) vigente en Chile fue aprobada mediante un plebiscito realizado en 1980, esto es, en plena dictadura militar. 12 Para un análisis del proceso de burocratización del estado brasilero, cf. Geddes, 1990; Sikkink, 1991, 1993; Weyland, 1997; Nunes, 2003. 26 tenido menos impacto en la política ambiental, sea por la vía colaborativa o por la vía contenciosa. Como se desprende de los párrafos anteriores, los mismos factores que influyen en la construcción de instituciones ambientales inciden en la interacción estado‐sociedad, la cual adquiere diferentes características en los tres países estudiados. En Argentina y Chile, los actores de la sociedad civil se relacionan con los tomadores de decisiones de manera distante o mediante la confrontación. En ambos países, la participación de la sociedad civil se da en gran medida (aunque no exclusivamente) a través de prácticas contenciosas (a veces, en alianza con agentes estatales de control, como es el caso del Defensor del Pueblo en Argentina). En Brasil, en cambio, hay una tradición mucho más fuerte de colaboración entre gobierno y activistas ambientales. En primer lugar, es mucho más frecuente la presencia de activistas ambientales en cargos de gobierno que en los otros dos países. En segundo lugar, existe un sistema mucho más desarrollado de arenas formales participativas, tales como consejos y otros tipos de foros en los cuales las organizaciones sociales tienen voz y voto. Gran parte de estas arenas formales son frágiles, privilegian sólo algunos actores sociales o no funcionan plenamente. Aún así, el sistema participativo brasilero no tiene par en los otros dos países. De hecho, es imposible entender la construcción más sólida de las instituciones ambientales brasileras sin comprender el papel fundamental que tuvieron actores de la sociedad civil en el proceso. Más allá de esas diferencias, nuestra comparación muestra que los cambios de régimen, junto con los grandes cambios institucionales dentro del régimen (tales como la reforma constitucional), afectaron la interacción estado‐sociedad, ofreciendo nuevas oportunidades políticas para la acción de las organizaciones sociales. En los tres países emergieron oportunidades para la acción contenciosa, vinculadas centralmente con la forma que asumió el proceso de democratización en cada país. El caso brasilero se destaca porque, además, allí surgieron oportunidades para la acción colaborativa entre estado y sociedad que no estuvieron presentes en los otros dos países. A su vez, lo que parece distinguir a Chile es que allí no estuvieron presentes los mismos cambios institucionales que dieron mayor fuerza política a las reivindicaciones ambientales en Brasil y Argentina, lo que podría explicar la menor incidencia del activismo social chileno (sea por la vía contenciosa o por la colaborativa) en las políticas estatales. De ninguna manera sería posible afirmar que el ambientalismo ganó gran fuerza en las coaliciones políticas que sustentaron los gobiernos nacionales de los tres países. Aún en Brasil, por ejemplo, ni el autoritarismo burocrático, ni el “neoliberalismo” socialdemócrata, ni el “nuevo desarrollismo” petista priorizaron la protección ambiental vis‐à‐vis los requisitos del crecimiento económico. En ese contexto, el apoyo dado a las políticas ambientales por una red crecientemente densa de organizaciones de la sociedad civil puede ser de gran importancia para explicar la capacidad que tuvieron esas políticas de consolidarse a lo largo del tiempo. La práctica, común entre ambientalistas brasileros, de ocupar lugares dentro del estado pudo haber fortalecido aún más esa red de apoyo. De esa manera, el ambientalismo social habría “creado” nuevas oportunidades políticas para el desarrollo de su acción reivindicativa mediante 27 la construcción de redes y alianzas pro‐ambiente que atravesaban la frontera estado‐ sociedad. La pregunta que surge a continuación es qué es lo que explica esa particularidad del caso brasilero. Una forma de entender la postura más cooperativa de la sociedad civil brasilera en las políticas ambientales sería insertar esa experiencia en un contexto más amplio, en el cual la sociedad civil ocupa un lugar en la vida política que en los otros países es ocupado por los partidos políticos. La forma en que el estado, los partidos políticos y la sociedad civil se relacionan en la transición a la democracia deja una marca en la estructura normativa del estado que explica, en parte, la apertura participativa de cada estado nacional. Varios autores (Avritzer 2002; Dagnino 2002; entre otros) argumentan que la importancia de los “espacios públicos” de participación de Brasil se explican por el resurgimiento de la sociedad civil que tuvo lugar a partir de la década de 1970 en la lucha contra el autoritarismo. Una razón señalada por algunos analistas para ese resurgimiento es la precariedad de la función mediadora entre estado y sociedad que los partidos políticos sí cumplían en otros países de América Latina (Dagnino, 2002:279; Gurza Lavalle, et al., 2012). 13 Siguiendo esta línea de pensamiento, sería posible explicar la mayor interacción entre las organizaciones ambientalistas (y sociedad civil en general) y el estado en Brasil en base al menor peso que los partidos políticos y los sindicatos tuvieron, en comparación con Argentina y Chile, en el proceso de transición y de configuración del estado post‐ autoritario. En Argentina y Chile, los partidos predominantes en el momento del retorno a la democracia eran los mismos que predominaban en el período pre‐ autoritario. Ese hecho puede haber contribuido a una mayor impermeabilidad del estado frente a otros tipos de organizaciones sociales al mismo tiempo que desestimuló que estas últimas asumieran un papel colaborativo en la construcción de políticas públicas. La diferencia entre Brasil y los otros dos países también podría vincularse con variaciones en lo que respecta a la burocratización del estado y la continuidad de las políticas estatales. La mayor burocratización del estado brasilero desde, por lo menos, los años 1950 pudo haber funcionado como condición de posibilidad de la mayor interacción estado‐sociedad. Tanto porque la mayor burocratización estatal garantiza mayor continuidad de la política ambiental pese a los cambios de gobierno como por la simple razón de que la carrera burocrática ofrece posibilidades de empleo seductoras para expertos que pueden, a su vez, participar de organizaciones ambientales. Ambas razones pudieron haber hecho que la colaboración con el estado resultase más atractiva para los activistas brasileros que para sus colegas chilenos y argentinos. Como ya se adelantó en la introducción, este trabajo no tiene por propósito dar una explicación exhaustiva de las distintas trayectorias de los tres países bajo estudio. Lo 13 De modo similar, aunque sin referirse a Brasil, Panfichi & Muñoz Chirinos (2002) argumentan que la importancia de la sociedad civil es proporcional a la fragilidad de las formas tradicionales de organización de intereses y de representación política: sindicatos y partidos políticos. Para ellos, los casos de Argentina y Chile contrastan con los de Perú y Colombia por la mayor importancia que los partidos siguen teniendo en los primeros. Cf. también Collier & Handlin, 2009. 28 que buscamos es ofrecer algunas hipótesis sobre cómo la influencia del contexto internacional, la dinámica del régimen político y la interrelación entre actores estatales y no estatales afectaron la construcción de instituciones ambientales en los tres países. Por un lado, buscamos mostrar cómo las características que asumió el proceso de democratización en cada país influyeron en el proceso de construcción de instituciones estatales, afectando tanto la adopción de las nuevas ideas internacionales como la interacción estado‐sociedad. Por otro lado, procuramos mostrar cómo esta interacción redundó en la construcción de las instituciones ambientales, destacando los modos en que los activistas ambientales (de fuera y dentro del estado) aprovecharon las oportunidades abiertas (sea para la acción contenciosa o para la acción colaborativa) para avanzar sus reivindicaciones frente a los actores menos permeables dentro del estado. 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