EXPLOSIÓN DE TRAZO / EXPANSIÓN DEL COLOR. A propósito de la Exposición de Jesús Calle. Jairo Montoya G. Medellín, junio 2016 Con la seguridad que da el oficio refinado de una labor aprendida, estudiada y sobre todo puesta en práctica ya por muchos años de trabajo; con la serenidad lograda mediante el aprendizaje -a veces demasiado duro- de que las afecciones y las percepciones de este mundo son el basamento de un trabajo como el del arte; y con esa sonrisa a medio camino entre una ingenua malicia y el desbordamiento exultante de un “saber vivir”, Jesús Calle nos resumía así - en una de tantas tardes compartidas en su taller-, la encrucijada de su oficio: “En pintura, o escoges el dibujo o te la juegas con el color”. Con esta escueta pero contundente frase, Chucho –como coloquialmente lo llamamos- despierta aún en sus aprendices-cómplices la pasión por este asombroso oficio que es capaz de transformar una tela en blanco en un testimonio vivo de las experiencias afectivas humanas. Aprendices-cómplices he dicho, porque su taller es eso: el espacio propicio para “estar juntos”, alrededor de una expresión poiética como la pintura. Aunque viéndolo bien, esta frase no es más que la versión coloquial de las profundas enseñanzas que nos dejó el renacimiento italiano -sobre todo en el cinquecento- en esa doble vertiente que hizo del dibujo y del color los soportes de sus creaciones y que Chucho, comprendiéndola y asimilándola al máximo, recrea con la sencillez de ese maestro que quiere simplemente “dejar aprender” a partir de su misma experiencia. No en vano la sutileza figural del dibujo y la potencia expresiva del color se convierten en sus manos en la encrucijada de su propia obra. Porque buena parte de ella ha cultivado el dibujo como ejercicio cuidadoso de un saber-hacer que exige la destreza, la habilidad y sobre todo la sensibilidad para captar en la línea figural ese halo misterioso que sólo cobra presencia en la confección del entorno pictórico: ejercicio dispendioso que es capaz de sacar a la luz esos entresijos no manifiestos de lo humano. Y porque ese mismo ejercicio convirtió al color en un potente detonador que hizo explosionar la condición figural de la línea para dejarnos ante la presencia contundente de unos trazos y unas huellas que nos interpelan ahora de su misma condición material, a veces pegajosa o vidriosa, sutil o incluso sugestiva; a veces densa y tan rugosa como para recordarnos que estamos siempre ante la presencia de una masa de color. O lo que viene a ser lo mismo, como si el color al expandirse, nunca mejor dicho al desparramarse por la superficie de la tela, hubiese invadido el dibujo para literalmente embadurnarlo y hacerlo explotar en mil fragmentos: fragmentos expresivos que ya no remiten a ese halo de misterio en el cual –entre otras cosasse puede encontrar el sosiego de una obra para ser vista y contemplada, sino que adquieren ahora el poder provocador de unas incisiones cargadas de vitalidad y de fuerza expresiva, capaces de recrear la condición fragmentaria de nuestra existencia para convertir la obra en una auténtica pregunta sin respuesta tranquilizadora. En sus “cuadros”, Chucho hizo del color un personaje (a la vez autor y actor) de sus composiciones -o como él mismo los denomina, de sus “construcciones”- para confundirlo, es decir para fundirlo con atmósferas del paisaje –los paisajes cromáticos-, o de estancias de ánimo –las composiciones vivenciales-; para transformarlos en trazos de esas memorias individuales que ya han transitado hacia lo colectivo; y sobre todo para convertirlos en unas inscripciones palimpsésticas que más allá de cualquier evocación figurativa, son capaces de darle peso, proporción y sobre todo composición cromática a sus cuadros. Y no por azar Chucho al situarse en esta región liminar entre dibujo y color ha jugado también otro juego en su producción: apostarle a la relación dislocada entre arte y lenguaje para señalar la irreductibilidad de ambos caminos. Por eso los “títulos” de sus obras vagan por senderos a veces inauditos para desplegar otro registro expresivo; porque “tránsitos”, “fronteras”, “elementos”, “construcciones”, “desplazamientos”, “palimpsestos” etc., no son descripciones de lo que se ve, sino semáforos que detienen analogías inmediatas para producir esa especie de desconcierto que generan los trazos de sus obras y para proponerle a quienes se atreven a “tocarlas con los ojos” la actualización de unas estancias de ánimo cargadas de emotividad y de expresividad. Quizá por ello su obra es capaz de trascender cualquier localismo o particularismo para ponerse en diálogo con otros artistas y otros lugares: porque tiene el poder de ser muy cercana a lo nuestro sin dejar de preocuparse por “con-versar con otros”; porque tiene la magia de atrapar sin encerrarnos. En fin, porque tiene la capacidad de invitar a que nos detengamos ante ella y a que con ella seamos cómplices de esa fuerza expresiva que ha hecho de la expansión del color, la explosión del trazo pictórico.