Democracia, ¿la necesitamos? Rosa Alayza Una manera de mirar la política actual es hablar del tránsito a la democracia, pero rápidamente ello debe llevar a sopesar la crisis que atravesamos y tomar conciencia de cómo sus efectos siguen vivos en las personas, instituciones, relaciones y apuestas personales y grupales. Los peruanos y peruanas queremos creer que habiendo pasado el período de transición de Paniagua, las elecciones limpias y el casi año de Toledo, hemos logrado dejar atrás la destrucción de la convivencia que trajeron los diez años del período de Fujimori. Por momentos, tenemos la ilusión de que dejamos atrás ese tiempo nefasto, pero justamente algunas de las dificultades del actual proceso muestran que muchos de los efectos conviven hasta ahora entre nosotros. No se trata de ser pesimistas, pero ciertamente se podrá decir que se superó el pasado siempre y cuando se construyan nuevos acuerdos y estilos institucionales. Por eso, para dejar atrás el pasado, hay que tomar en serio el presente y superar este espejismo. EL TRÁNSITO A LA DEMOCRACIA Fruto de la debilidad institucional y de los desaciertos políticos en el Gobierno actual, sucede que, a pesar de que haya algunos canales de diálogo con la población, como las Mesas de Concertación y Lucha contra la Pobreza y otras comisiones concertadoras, como la del agro, las políticas de Gobierno no parecen alimentarse de los posibles acuerdos surgidos de ese diálogo; más bien sobresalen las discrepancias de todo tipo, los errores del Ejecutivo, lo mismo que los gestos individuales, que se contradicen con lo ofrecido, agrandando la distancia con las mayorías. Esto termina por confirmar la lejanía y opacidad de la política, lo que desgasta y socava la poca legitimidad de la democracia en cuyo nombre se ha iniciado este tránsito. La debilidad del actual Gobierno y la variedad de protestas y demandas reprimidas que se manifiestan con mucha frustración dejan entrever, de un lado, la precariedad de los canales institucionales que tiene el Estado para comunicarse con la población y, de otro, la enorme desconfianza de la población en los políticos. ¿No son estos signos los que heredamos de la etapa anterior? A esta falta de comunicación, que se ubica en el terreno institucional, se suma un estilo de gobierno que no acumula hacia delante los aciertos que existen en varios sectores (apertura a escuchar a la sociedad, lucha anticorrupción, iniciativas en educación, interior y salud, acuerdo político, etc.). La debilidad del Ejecutivo revela la falta de rumbo actual de la política nacional y transmite inseguridad a la población, ratificándole la idea de que la política es pura conversación o que tras ella siempre hay sospechosos manejos en las alturas que buscan fines privados. Es decir, si no hay efectos positivos en la vida de las personas, ¿por qué ellas tienen que apostar por el Gobierno actual? Y claro, puede resultar legítimo preguntarse: ¿de qué transito a la democracia estamos hablando cuando los beneficios no se dejan ver? Entonces, la democracia se vuelve para muchos un tema francamente esotérico. LEGITIMIDAD DE LAS DEMANDAS De acuerdo a lo dicho, no basta con analizar el comportamiento de los actores políticos para evaluar la democracia. Ciertamente, pueden y deben ser evaluados con un sentido crítico otros escenarios donde se articulan las demandas sociales y donde transcurre la vida de los ciudadanos. Allí las demandas embalsadas se expresan continuamente y en varios frentes. Para algunos, esto representa signos de caos y levantamiento, por eso exigen al Gobierno mano dura; la protesta les resulta amenazante bajo cualquier forma, con lo cual sale a flote el viejo temor que conservan ante los que no son como ellos. Para ellos, las reglas se deben imponer de modo uniforme y bajo el silencio ciudadano, es decir, basta con renovar las autoridades cada cierto tiempo. Este sentido restringido de la democracia se propone aquí y en otros países. Pero también hay que señalar que para otros las demandas sociales tienen sus explicaciones históricas, tanto en los últimos diez años como desde antes, debido al silencio obligado y al temor con el que se vivió durante los años de la violencia política. Es cierto que la sola capacidad de demanda, incluso desordenada, expresa ese proceso largo y lento, pero continuo, de maduración de los pueblos, donde aflora un sentimiento de apropiación de la sociedad; al sentir el país menos ajeno, también se sienten con más derecho a la protesta. Es claro que no se trata de justificar cualquier comportamiento de protesta, pero aquí también, en la expresión de este derecho, se demuestra la falta de canales institucionales y la incomunicación de las autoridades con la sociedad. Otra vez la pregunta asoma: ¿cómo construimos democracia en medio de todo esto? ¿No se trata acaso de que se acepte esta diversidad, incluso aunque todavía se exprese de modo precario y desordenado? Es claro que se debe aprender a protestar, pero creemos que todos, incluso aquellos que no están interesados en manifestar sus protestas, deben aprender a vivir entre ellas. Pero la convivencia también requiere de la autoridad que la ordena, o que la sostiene con ciertas reglas comunes para todos, lo que permite por tanto la libre expresión. Entonces uno se pregunta si las autoridades son débiles o no saben bien qué papel cumplir y si conocen su papel. Pero también cabe preguntar por y evaluar el papel jugado por la constante intervención de los medios de comunicación, que con sus tonos agudos y enfáticos aceleran los conflictos y, al acelerarlos, dificultan la construcción de un camino común de soluciones. No pretendo decir que los medios se callen, todo lo contrario, allí están para intervenir y mediar, pero también para enseñar a respetar los procedimientos institucionales y educar a la población, en vez de poner el micro y la cámara echando leña al fuego por aquello de sacar los titulares más llamativos y comerciales. LA PROTESTA NO ES SUFICIENTE Siendo la protesta un signo de madurez de la población, sobre todo si la comparamos con el silencio anterior, no es suficiente que ella se produzca para construir democracia. A la protesta hay que exigirle mínimos de propuesta seria y sustentada, de lo contrario, simplemente, esos ciudadanos serán susceptibles de ser manipulados y corren el peligro de terminar más frustrados, debido a que no prevén los alcances de lo que están proponiendo. La democracia debería dar lugar tanto a la expresión natural de las demandas populares como a facilitar cauces formales de comunicación con las autoridades para su canalización institucional. Es decir, no es suficiente demandar si uno no es escuchado; eso debe pasar por canales formales, de tal manera que produzca resultados reales. Las autoridades políticas todavía conservan un cierto nivel de legitimidad en la opinión de la gente. Sin embargo, debido a esta crisis de legitimidad de las autoridades, la gente exige muchas veces representantes con poder de decisión y rechazan a los que vienen a conversar como emisarios del poder central. Simplemente, ellos representan la conocida táctica de la “mecida”, que se ha vuelto un deporte nacional. Un signo claro de la crisis actual consiste en esta falta de legitimidad de las autoridades, tanto porque su palabra se ha devaluado como porque no pueden garantizar que los acuerdos básicos de la sociedad se respeten. Sin embargo, este tema no puede eliminar el hecho de que en este diálogo existen dos partes: una es el Gobierno y la otra son los líderes, que tienen que ser responsables y capaces de comprometerse en el proceso de construcción de acuerdos, haciendo propuestas e involucrando a sus bases en ellas. COMUNICACIÓN, SOCIEDAD CIVIL Y RESPONSABILIDAD CIUDADANA La expresión de las demandas sociales es solamente una cara de la convivencia democrática. También otras dimensiones de la vida personal y social deben encontrar cauces de socialización en un sistema democrático, alimentando así la vida en la comunidad local, donde intervienen las instituciones que contribuyen a formar la sociedad civil local, alimentando espacios libres de expresión y autorregulación de los ciudadanos. El desarrollo de la persona en la convivencia democrática supone que se promuevan oportunidades y espacios para que la gente se exprese, procese sus sentimientos y descubra su propia identidad en relación con los demás. Sin embargo, estos espacios se han achicado; ahora las personas se recluyen en núcleos vitales como la familia. ¿Cómo dar lugar a la expresión en grupo, por ejemplo, de las frustraciones y la inseguridad del día a día, sin hacerse daño unos a otros, en un ambiente de confianza que permita afirmarse poco a poco y despejar esa atmósfera negativa que se respira a cada rato? Esa atmósfera, que en el nivel personal demuestra el impacto de la crisis en las personas, manifiesta una falta de esperanza en la acción humana que no nos permite avanzar, porque nos fija en un sentimiento depresivo y paralizante. Las instituciones y grupos sociales permiten a las personas ser actores de procesos más amplios que los nucleares y, al mismo tiempo, entender que la sociedad no se construye solamente sobre la existencia de proveedores, llámense autoridades, líderes o poderes, a los que luego se culpa de los males que nos aquejan. Al contrario, la convivencia democrática se nutre de la vida social y pública, de la responsabilidad ciudadana de los que participan o de los que permanecen pasivos. Pero no basta participar localmente, comunicarse o demandar, también se hace necesario que la gente se adueñe de herramientas que le permitan comprender la complejidad de las realidades que vivimos, que vinculen su dinámica local con otras dinámicas o instancias. La falta de instrumental, llámese categorías de análisis o sentido común, en las personas influye y las lleva a sentirse aplastadas o impotentes, dejándose más fácilmente ganar por sentimientos de frustración que las paralizan o las llevan por caminos de desesperación. Una subjetividad personal negativa tiñe todo lo que se vive, como si los hechos objetivos que tienen un valor en sí mismos dejaran de contar. Da igual, entonces, que ocurra una cosa que otra en la política, porque todo será objeto de sanción y de crítica destructiva. Pero así como hay que desahogarse y analizar qué ocurre, también resulta necesario que, desde fuera de la localidad, se valoren las experiencias locales, es decir, demostrando su utilidad social en la construcción de la democracia. Y, a la vez, contribuir a fortalecerlas, facilitándoles conexiones que las lleven a formar redes con otros grupos diversos, de tal manera que puedan romper el aislamiento que las termina por deprimir o secar. La fragmentación social es un fenómeno corrosivo y contagioso que ha destruido sentimientos básicos de solidaridad social, alimentando una desafección e inseguridad enormes. En esta atmósfera, las experiencias locales de sobrevivencia, los pequeños negocios, ferias, etc. tejen la sociedad local, animan a las personas y por eso tienen un valor propio, puesto que apuestan por su futuro, aunque no resuelvan los problemas de fondo sobre los que se asientan. Sin embargo, muchas veces carecen de conexiones mayores, lo mismo que adolecen de una capacidad para conectar mentalmente lo que hacen con los panoramas nacionales. Sin embargo, pese a su localismo y debilidad actual, no se las puede subestimar, porque hay en ellas semillas de cooperación social que nutren a la sociedad y que siembran las bases de las sociedades civiles locales. Es clave por eso, en el llamado tránsito a la democracia, fomentar actitudes del ciudadano en el día a día que tengan que ver directamente con la responsabilidad de sus actos, porque él o ella sabe que se inscriben dentro de un proceso mayor de construcción de la sociedad. Esto implica aprender el ejercicio del diálogo antes que la confrontación con la autoridad, la propuesta y no sólo la demanda, y la aceptación de las reglas acordadas o recibidas antes que la dictadura de la mayoría. En otras palabras, el tránsito a la democracia es responsabilidad del ciudadano que actualmente tiene tareas que cumplir. No hay, entonces, que caer en la miopía política de endosar el proceso actual a las autoridades o líderes políticos, por más importantes que sean. Los ciudadanos tienen la palabra; si esta afirmación se hiciera sentido común, habríamos avanzado un buen trecho en el llamado tránsito a la democracia y estaríamos revirtiendo los sentimientos de impotencia que la crisis actual nos hace sentir con tanta fuerza.