Editorial Astrea

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PRÓLOGO
En la teoría general del derecho existen temas que
resisten los consensos. Muchas veces se los ha abordado axiomáticamente desde una dogmática apriorística, otras veces se los ha reducido a su inmensa problematicidad, aunque ni el axioma ni el problema logran
abarcarlos satisfactoriamente. Uno de esos temas es,
sin duda, el del orden público.
Por de pronto el término orden público es equívoco. El orden que la expresión predica no se refiere estrictamente al orden como puro valor en términos axiológicos –aunque tenga algo de él–, ni lo de público se
contrapone a lo privado, al menos en su formulación
tradicional. Me viene a la memoria un pensamiento
liminar debido a ALF ROSS. ¿Cómo es posible –se pregunta él– significar algo por medio de un concepto, o
implicar algo en él, si uno mismo no está consciente
de lo que quiere significar o emplear?1.
La idea de orden público –tengo para mí– marca límites. Desde la perspectiva del derecho interno, delimita el territorio en que se desenvuelve la autonomía
privada (al que se denomina orden público interno);
1
BOZA ,
ROSS, ALF, Hacia una ciencia realista del derecho, tr. JULIO BARBs. As., Abeledo-Perrot, 1961, p. 18.
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VI
PRÓLOGO
desde la perspectiva del derecho internacional señala
los límites a la aplicación del derecho extranjero (es
decir, el orden público internacional). En puridad, nace
como modo de armonizar la justicia conmutativa y la
distributiva en las relaciones sociales, del mismo modo
que intentan armonizarla otros grandes estándares como
los que encierra la noción de buena fe o la de abuso.
Aunque, como diría LARENZ, todo concepto jurídico “implica una generalización formada de notas distintivas
que son desprendidas, abstraídas, del objeto”2, no por
eso se trata de una entelequia o de un producto debido
a especulaciones sin correlato en la realidad.
Pues bien, el libro que nos ha pedido su autor prologar, vuelve una vez más a atacar frontalmente el tema
del orden público, y lo hace muy oportunamente, si se
tienen en cuenta los tiempos que nos toca vivir. Como
muy bien nos alerta el doctor HORACIO DE LA FUENTE desde sus primeras páginas (§ 8 y 9) no es correcto identificar el orden público con un conglomerado de principios
generales que atañen a las instituciones consideradas
inherentes a la propia organización social, como la familia y el Estado, ni tampoco identificarlo con los
denominados intereses generales o colectivos, intereses
públicos, el bien común, etcétera. Aquellos principios y estos intereses generales son bienes jurídicos que
se tienden a preservar. Es decir, son el objeto de la tutela jurídica.
La noción de orden público opera de modo instrumental: es como un arsenal que provee los instrumentos de defensa de aquellos bienes jurídicos. A veces
lo logra a través de la imperatividad de la ley, otras, lo
infiere a través de la irrenunciabilidad de derechos y
2
DRÍGUEZ
LARENZ, KARL, Metodología de la ciencia del derecho, tr. M. ROMOLINERO, Barcelona, Ariel, 1980, p. 440 y siguientes.
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VII
PRÓLOGO
deberes, en otras fulmina con la ineficacia los actos
que pudieren concluir quienes pretenden avanzar más
allá del territorio reservado a la autonomía privada.
Es inevitable conceder, no obstante, que la noción
de orden público es derivada (y de allí, probablemente,
la dificultad para su propia definición). Del mismo
modo –permítasenos el símil– que la noción de capacidad es una derivación de la personalidad atribuida al
sujeto de derechos, sin que se identifique con ella (desde una perspectiva existencial), la noción de orden público se ve menester identificar los principios y los intereses, y en función de ellos debe actuar. ¿Cómo lo
hace? La identificación de los principios generales de
organización social, de los intereses generales, del bien
común, en suma de todos aquellos ámbitos indisponibles a la autonomía privada, constituye no pocas veces
una cuestión de política legislativa y en otros, de modo
derivado, atañe a la interpretación judicial.
Cuando el legislador califica a una ley como de orden público, hace una auténtica valoración que es consustancial a la instrumentalidad política que adquiere
la ley en el Estado de derecho. La ley de orden público pone límites al juego irrestricto de intereses individuales que encauza la autonomía privada. Por cierto
que al tratarse de un instrumento de política jurídica,
recae en el legislador la gran responsabilidad de no
ensanchar el ámbito tutelado por el orden público de
modo de convertirse, a expensas de la autonomía privada, en un instrumento del autoritarismo.
En este tema, el autor del libro que prologamos desarrolla con claridad y precisión algunas distinciones
indispensables: así, leyes imperativas (sea que ordenen
una determinada conducta –leyes de imperatividad positiva–, sea que prohíban conductas –leyes de imperatividad negativa–), que se contrapone a las leyes suple-
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VIII
PRÓLOGO
torias (§ 25). También contrapone con agudeza el
concepto de imperatividad y el de irrenunciabilidad a
los que asigna autonomía. No todo lo que es imperativo es irrenunciable: muchos derechos son conferidos en
favor de alguien de modo imperativo, aunque esos
derechos una vez adquiridos pueden ser renunciados.
Y esto permite al autor (§ 27 a 29) ensayar la dicotomía entre orden público absoluto (casos en que a la imperatividad de la ley se añade la irrenunciabilidad de
los derechos que ella atribuye) y orden público relativo
(casos en los que la imperatividad de la ley no impide
la renuncia de los derechos ya adquiridos). A los ejemplos que plantea DE LA FUENTE (§ 27), agregamos uno
que es paradigmático: el derecho a los alimentos futuros no puede ser renunciado (art. 374, Cód. Civil), ni
cedido (art. 1453), pero ello no impide la renuncia a
las prestaciones alimentarias ya devengadas e incorporadas al patrimonio del alimentario. El derecho a alimentos es de orden público –diríamos– pero las asignaciones devengadas (percibidas o no) son renunciables.
El orden público campea en diversos ámbitos del
derecho privado: no sólo en el derecho de familia, también en el derecho contractual y en ámbito de los derechos reales y en el derecho sucesorio (aquí con notable vitalidad, como sucede en la protección de la
legítima hereditaria), en el derecho laboral, recuérdese
la denominada legislación de emergencia en materia de
locaciones urbanas y, mucho más recientemente, las
normas relativas a la convertibilidad (ley 23.928), etcétera. También rige en el derecho procesal –así, v.gr.,
en materia de competencia, allí donde ella no es prorrogable–.
Resulta sumamente interesante el desarrollo que
hace el autor en cuanto a la distinción entre nulidades
absolutas y relativas, distinción que –señala– coincide
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IX
PRÓLOGO
con la distinción entre orden público absoluto y orden
público relativo (§ 40).
Para concluir, afirmo que este nuevo aporte debido
a la pluma del doctor DE LA FUENTE se caracteriza por
su precisión y por una muy clara exposición de ideas.
Aunque ve la luz en momentos en que nos obnubilan
las coyunturas y las emergencias –esta suerte de desorden público que nos perturba y extravía– su testimonio
es prueba cabal de que la lucha por el derecho continúa y que nunca es mal momento para acicatear el
pensamiento crítico, libre y responsable.
EDUARDO A. ZANNONI
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