El rumor y la escritura - Antonio Rodríguez de las Heras

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El rumor y la escritura
El encuentro de las redes sociales y el libro electrónico
Me gusta bajar a la plaza en las primeras horas del día. Pero cuando llego ya está
animada, pues en realidad a todas horas tiene animación. Paso entre incontables corrillos,
grandes unos, pequeños otros, de los que salen retazos de conversaciones y por los que
se intuye que se habla de todo, de lo divino y de lo humano. Me cruzo con mucha gente
que está haciendo lo mismo que yo: encontrar su lugar, el corrillo que frecuenta. En
ocasiones me detengo brevemente en el borde de algún grupo atraído por la ráfaga de la
conversación que me ha rozado, pero enseguida recupero mi propósito de alcanzar el
mío. Es un pequeño grupo, es decir, cómodo, en el que hablamos casi todos los días en
torno a temas por los que compartimos interés: las transformaciones de la cultura, la
fotografía, la tecnología, los cambios sociales que necesitamos... Pasamos de uno a otro
sin dificultad y no cerramos ninguno de ellos.
Hasta hace relativamente poco la ciudad, una megalópolis imparable, sólo ofrecía
circular por ella, aunque, eso sí, para ir a múltiples ofertas que contiene la gran ciudad.
Pero una intervención urbanística ha derribado edificios y abierto espacios, varias plazas.
Han sido suficientes estos espacios despejados para que la gente afluyera, en un
fenómeno inesperado por su intensidad, a estas plazas. Ya no sólo las personas circulan
apresuradas de un sitio a otro, sino que gustan de detenerse para escuchar y hablar en
alguno de los muchos corrillos en que se arremolinan. La ancestral práctica de reunirse un
grupo de personas para hablar sin un programa previo, de lo que surja, sin más
regulación que la de los propios asistentes, ha rebrotado dentro de unas condiciones
materiales bien distintas a las existentes antes.
¿Es cierto que estoy en la plaza hablando con otros? Si utilizara el teléfono, aunque
fuera en modo multiconferencia o cualquier sistema de videoconferencia, yo estaría en el
extremo de un artefacto tecnológico y las demás personas de la conversación en el otro u
otros extremos. Tanto yo como mis contertulios nos encontraríamos fuera, en el borde del
artificio que nos está sirviendo de canal para nuestra comunicación. Ellos estarían ALLÍ,
en otro lugar que no es en el que me encuentro yo, pero el ingenio técnico permite salvar
las distancias. Si prescindimos de esta mediación técnica, sean las redes de
comunicación audiovisuales o el papel escrito dentro de un sobre, necesitamos coincidir
en un lugar. Entonces mis interlocutores están AQUÍ, conmigo. Pues bien, en la plaza, en
esta plaza digital, quienes forman el corrillo no están ALLÍ, separados por la distancia y
aproximados por la mediación tecnológica, ni tampoco AQUÍ, en el mismo lugar que yo.
Estamos ellos y yo AHÍ: al otro lado de la pantalla. ¿Y cómo podemos traspasarla? Como
lo hacemos en un espejo: nosotros de un lado, nuestra imagen del otro. Es el efecto
especular de la Red.
Cuando llegamos a una gran ciudad nos sentimos abrumados por el exceso.
Desorientados y torpes, recurrimos al taxi (una de las principales compañías de taxis es
Google) para que nos lleve a los sitios y sin poder evitar el recelo de si lo hace por el
mejor camino y sin otros intereses. Nos sentiremos cómodos en esa ciudad, de esa
ciudad, cuando hayamos trazado en la megalópolis las fronteras invisibles del barrio, de
un espacio hecho a la medida de la cotidianidad. Entonces reconocemos a gente con las
que ya nos hemos cruzado y, a la vez, nos reconocen. Como lo hace el tendero y el
camarero, que terminan ofreciéndonos lo que ya saben que buscamos, que nos gusta. Sí,
perdemos el anonimato, pero logramos identidad. En la megalópolis que hay al otro lado
de la pantalla está ocurriendo lo mismo: ya es demasiado grande. Necesitamos también
trazar el contorno de nuestro barrio, que se muestre y sea accesible aquello que
frecuentamos, un espacio urbano, con sus contenidos y actividades a nuestra medida. Es
un barrio, no un gueto, por tanto más allá se extiende la ilimitada ciudad, abierta siempre
a cualquier incursión. La megalópolis digital no puede seguir creciendo si no se articula en
barrios, si cada ciudadano no tiene un entorno en donde se siente reconocido, pues de
otra forma la magnitud extrema le ahoga.
El efecto especular de la Red cumple esta función. Ahora aún son sólo unas trazas que
apenas posibilitan el reconocimiento. El espejo es muy borroso y cuesta identificarse entre
esas manchas. Pero estamos en el comienzo, y el espejo se hará cada vez más nítido. De
manera que cuando nos ponemos delante de una pantalla, la Red, y no la superficie de la
pantalla, es un espejo que nos desdobla. Y una de las dos partes, la imagen reflejada,
habita en el espacio virtual, AHÍ, al otro lado.
Y surge la misma incomodidad que en un principio asomados a la superficie quieta del
agua, luego frente al metal bruñido o el espejo de azogue, y más recientemente, e incluso
ahora, delante de la cámara fotográfica: ¿Cómo podemos dividirnos en dos? Y de ser así,
¿qué se lleva la otra parte? Este recelo ancestral reinterpretado a lo largo del tiempo por
todas las culturas se manifiesta hoy de nuevo con el efecto especular de la Red. Hay
personas que se inquietan por el rastro que dejan sus incursiones al otro lado de la
pantalla y por poder ser reconocidas en la Red. Y como la nitidez del espejo irá
aumentando, la alarma crece también. Y, entonces, se tapan la cara como otras personas
de algunas culturas lo hacen ante la cámara. La Red es otro espacio, un espacio virtual
creado por la tecnología, que se encuentra AHÍ y que podemos habitar también
virtualmente, es decir, con nuestra imagen, como virtual es la imagen del espejo.
En el momento en que nos reconocemos y nos reconocen surge la simulación, es
decir, el esfuerzo por que nos vean como nosotros queremos. En toda exposición social
de nuestra persona hay esta representación de nosotros mismos, y en la Red, al otro lado
del espejo, no podría ser distinto. Vestidos, gestos y palabras son usados para crear esta
impresión de nosotros a los demás. Simular no significa mentir; como vestirse no tiene
que ser disfrazarse; o cubrirse, ocultarse. Sino construir nuestra identidad y marcar
nuestra intimidad.
Algunas personas bajan aún a la plaza con gafas de sol, un tocado o algún tipo de
embozo porque no quieren que se les reconozca. Pasan curiosas de corrillo en corrillo,
pero no suelen hablar, hacerse centro de atención por un momento. De pretenderlo, les
resultaría difícil captar la atención, y se quedarían solas, pues la gente rechaza tal
ocultamiento. Los círculos se consolidan con la naturalidad en el comportamiento y la
confianza que éste va generando. Aunque en este hervidero hay agrupaciones para todos
los gustos. Hay personajes verbosos, estrafalarios, sentenciosos, narcisos... Y mucha
gente interesante. Así que con un poco de tiempo se puede constituir, nunca completar,
un corrillo estimulante.
Cuando escribo este artículo para que sea publicado en papel no tengo delante a
quienes conocerán mis palabras, están en otro lugar, en un ALLÍ plural e impreciso. Y
entre nosotros media un ingenio llamado libro. Y la transmisión de estas palabras no es
AHORA, sino que se completará en un ENTONCES indeterminado. La impresión que
siento cuando me comunico en la plaza es, además de que las personas están AHÍ, como
yo, que están AHORA, conmigo. Así que siento la misma tensión de la inmediatez que
cuando hablo. Cierto que lo que digo reverbera durante unas horas, porque las palabras
se sostienen más tiempo en el espacio virtual digital que en el aire, más cuando vibran en
ristras de ceros y unos que cuando lo hacen las moléculas de aire, pero en ambos casos
son efímeras. De manera que cuando hablo las personas están AQUÍ conmigo y la
comunicación se produce y completa AHORA, en este momento; y cuando lo hago en la
plaza virtual que hay al otro lado de la pantalla me encuentro AHÍ con mis interlocutores y
en un AHORA DILATADO. Así que la coincidencia en un lugar, AHÍ, y en un mismo
momento, AHORA (reverberante o dilatado, pero pasajero) hace que la sensación sea la
de participar en un fenómeno de oralidad.
Es una conversación, no puedo, por tanto, monopolizar la palabra. Extenderme tanto
que la gente desconecte su atención. La concisión es norma imprescindible. Si escribo un
artículo o un libro las palabras no son efímeras, de manera que si el lector cierra el libro y
deja la lectura para más tarde el texto espera. Pero en la plaza, las palabras si no se
atienden en su momento, en ese AHORA DILATADO, desaparecen, son desplazadas por
otras palabras que se pronuncian por otras personas.
Como digo, bajo casi todas las mañanas a la plaza, y me encuentro con mi grupo en un
rincón bastante bien protegido del viento impertinente o del calor excesivo, y sobre unos
escalones desgastados y ahora inservibles para su función original que permanecen
olvidados de la piqueta. Escucho. Y procuro compartir alguna idea, observación,
información que considero que merece ser comunicada, y me gusta y orienta recibir el
efecto que ha producido, cómo se atiende, se enriquece con otras aportaciones... o se
vierte a otro corrillo próximo, por el que no paso, pero que alguna otra persona del mío
frecuenta.
Como en toda comunicación oral, la poca persistencia de las palabras habladas se
contrarresta con la repetición. Algo que he dicho hace un tiempo lo vuelvo a reformular
cuando la ocasión lo justifica, pero, sobre todo, lo dejo insinuado en mi exposición, igual
que hacemos oralmente, para que la persona interesada, que no lo ha oído antes, lo
conozca, a la vez que no incomodo a quienes ya me lo han oído y lo recuerdan. La
comunicación hipertextual facilita esta operación: es suficiente con marcar un enlace o link
que lleva a lo ya expresado en otra ocasión pero que es oportuno recordarlo, hacerlo
saber ahora. Un roce sobre ese enlace es como que la persona se muestre interesada por
la sugerencia de algo más de lo que estás diciendo y que no te lo había oído antes. La
ventaja de esta comunicación virtual, a diferencia de la oral de este lado de la pantalla, es
que si hay varias personas en la conversación el deseo de rememoración de una de ellas
no obliga a las demás a escuchar lo que ya conocen o recuerdan bien (una da un clic; las
otras, no).
De igual modo, procuro comunicarme en la plaza como lo hacemos normalmente en
cualquier conversación: pliegas aquello que quieres decir, de manera que tu discurso se
despliega más o menos según el interés que muestran quienes te escuchan o las
preguntas que hacen. En ocasiones valoro que mi intervención puede extenderse
demasiado para la paciencia y atención de quienes nos reunimos en círculo, así que la
pliego mediante uno o más enlaces hipertextuales y queda su despliegue a voluntad de
quienes me atienden. Lo mismo que hablamos atentos a no cansar, a no ser demasiado
prolijos, y dependiendo de la disposición mostrada implícitamente de la gente, y que todo
conversador prudente debe percibir, o explícitamente mediante preguntas nos
extendemos más o menos, nos ajustamos a cada situación de la recepción.
Hay otro fenómeno en la plaza muy atractivo. No se sedimenta sólo el polvo que se
levanta con tanto trasiego, sino también las muchas palabras que se hablan. A diferencia
de las ondas sonoras que languidecen hasta lo imperceptible, los ceros y unos se posan
como el polvo. Transcurre ese AHORA DILATADO y las palabras ya no vibran con ese
efecto de inmediatez que hace que produzca la fuerte impresión de que unos y otros
estamos presentes AHÍ, con parecida sensación de coincidencia que proporciona una
conversación en un lugar, pero no desaparecen. Se acumulan como la arena, más abajo
las más antiguas, más arriba las que hace poco que se han pronunciado. Si se remueve,
pueden levantarse, pero la percepción es otra: se está leyendo algo que se dijo en otro
momento, ENTONCES. Se dan otras emociones distintas.
Pero me gusta cuidar de estos sedimentos. No me conformo con que sólo se
acumulen, y que reaparezcan algunas cosas que he dicho cuando alguien remueve por
curiosidad estos posos. Así que juego como arqueólogo a recuperar una parte de ellas y a
ordenarlas y clasificarlas. Las trato como fragmentos, así que los reúno y los dejo
expuestos para un más fácil y no accidental acceso. Recojo y asocio lo que he venido
compartiendo sobre la utopía, la cultura, la fotografía, notas de viaje, la educación... Son
sólo piezas recuperadas y reunidas. ¿Se puede decir que fosilizadas? ¿Por qué va a
interpretarse como despectivo? Cierto que ya no vibran las palabras en el AHORA
DILATADO, pero sus ceros y unos que las hicieron posible no se han perdido.
Es en este estado cuando me surge otro reto: ¿puedo hacer algo con estos
sedimentos? ¿Verlos como arcilla y darles forma? ¿Conseguiré, juntándolos, una masa
suficientemente compacta y maleable? Ya es un trabajo de taller, no de conversador en
una plaza, de taller de escritor. Quiero escribir un texto con las palabras que pronuncié en
otros momentos, y que se han posado, con la pretensión de que persista, de que llegue a
un lector o lo encuentre y, con suerte, disponga de tiempo para leerlo. Ciertamente que
las palabras están trazadas con ceros y unos, no con tinta, y el soporte es el digital y no el
papel, y el espacio de lectura la pantalla y no la página, y el artefacto de lectura uno
electrónico y no el libro códice. Ya la Red no ofrece una plaza adonde ir gracias a su
efecto especular, y estar AHÍ, al otro lado de la pantalla, con las imágenes de otras
personas comunicándonos con palabras efímeras, pero con la intensidad inmersiva de
sentirnos presentes, semejante a la que tiene la comunicación oral. Ahora la Red vuelve a
su función de depósito, de biblioteca. En ella estará mi libro sin hojas resistiendo el paso
del tiempo. Cuando un lector lo tenga en sus manos, como los hechos de papel, merced a
un artefacto electrónico estará leyendo unas palabras escritas en otro lugar, ALLÍ, y en
otro tiempo, ENTONCES. La misma Red funciona como dos espacios de comunicación
distintos, en ella la palabra digital bascula entre la oralidad y la escritura. Y ésta es la
experiencia que estoy realizando. He comenzado comunicando en la plaza durante unos
días, a un círculo de personas, unas ideas, observaciones y reflexiones sobre las
transformaciones de la cultura escrita, y esas palabras tan efímeras como las que
sostiene el aire, después de posarse como arena de ceros y unos, las he recogido y he
buscado darles consistencia y resistencia tratándolas como escritura, es decir, creando el
entramado de un texto.
Pero aquí está la experimentación, en el modo de escritura digital. Cuando hablamos,
las palabras las enhebra el hilo de una sola dimensión. Cuando escribimos sobre un papel
las palabras se derraman por la superficie del papel aunque ahormadas por la página.
Cuando las palabras ya no son sonoras, ni trazadas con tinta, sino ristras de ceros y unos,
tienen un espacio de tres dimensiones. El texto que puede resultar por escribir en tres
dimensiones es un hipertexto.
Sabemos colocar las palabras en una y en dos dimensiones, pues la cultura oral y la
cultura escrita nos lo han enseñado, pero ahora la cultura digital nos pide que para
comunicarnos con aprovechamiento de sus posibilidades en el espacio digital coloquemos
las palabras en tres dimensiones.
Ya en el aula, no en la plaza, intento que mis alumnos se sumerjan en la idea de la
tridimensionalidad del texto y practiquen la escritura hipertextual, pues cuesta trabajo
aprovechar la posibilidad que abre disponer de una tercera dimensión. Para materializar
en lo posible estas tres dimensiones, hacemos los siguientes ejercicios de escritura.
Una imagen en papel puede recibir palabras si se escriben al pie, sobre ella, o en el
reverso. Pero esa misma imagen en soporte digital también puede guardar texto bajo sus
detalles, de manera que interactuando con ella, rozando los elementos de la imagen, se
despliegan las palabras. Es reinterpretar el viejo arte de la memoria de la cultura oral, que
como práctica nemotécnica plegaba el discurso bajo imagines y loci. A mis alumnos les
doy una imagen o les pido que busquen o creen una y que escriban un texto dosificado
bajos los dobleces de los detalles de esa imagen.
De principio un muro se presenta poco apropiado como soporte y espacio para una
escritura hipertextual, pues parecen evidentes sus dos únicas dimensiones. Pero la
proximidad o alejamiento a la pared define la tercera dimensión. Así que en un muro
digital, naturalmente, no en una pared encalada, el alumno dosifica y distribuye el texto, y
por el tamaño de los trazos será imperceptible a distancia pero se mostrará legible con la
aproximación. Este juego de aproximación y alejamiento, tan fácil de reproducir en
pantalla, estimula a ejercitar la manera de componer un texto haciendo uso de tres
dimensiones.
Y hago una tercera experiencia. Esta vez en la calle o en un edificio. El texto, como si
de hojas de un libro desencuadernado se tratara, se va colocando en lugares
significativos por lo que se dice en el texto. No se va a escribir en la pared, ni pegar una
hoja, sino que son hojas virtuales, sólo visibles en la pantalla de un móvil o tableta. Basta
fijar con una marca QR el lugar donde el lector debe mirar a través del smartphone. (La
evolución y mayor facilidad de edición de la Realidad Aumentada no harán necesario
recurrir a estas marcas para las prácticas).
Así que un lector será un caminante que se moverá por un espacio urbano, por
ejemplo, para ir leyendo un texto dosificado en entregas situadas en lugares con alguna
relación con lo que se dice. Otro lector se alejará y se aproximará a un muro, como si la
lectura fuera una sucesión de latidos. Y otro lector, como viejo practicante del arte de la
memoria, explora una imagen buscando insinuaciones de lugares de esa imagen donde
está plegado el texto.
Si me he detenido para hablar de las prácticas de escritura hipertextual que realizo con
mis alumnos de la Universidad es porque hacen ver la necesidad de otra habilidad en el
escritor: tiene que encontrar lugares para las palabras. Ya no es suficiente el carril del
renglón. Imaginar espacios tridimensionales y lugares en él donde distribuir y colocar el
texto. La pantalla no es una página, aunque se pretenda simular, y la Red es un espacio
sin lugares, por eso lo que hay en ella, las palabras también, es ubícuo y deslocalizado.
Propiedades que han afectado tanto a los modos hasta ahora de transmisión, como el
caso del libro impreso (que es ahora lo que nos interesa), que ya no se tiene que salvar la
distancia con ninguna mediación (ubicuidad) ni siquiera necesita estar encuadernado
(deslocalización), porque, insisto, el mundo digital, el mundo virtual que hay al otro lado de
la pantalla, con su estructura reticular, con su efecto especular... es también un espacio
sin lugares.
De manera que el libro que he querido hacer a partir del sedimento que mi
conversación en la plaza durante semanas había dejado ha tenido la tarea principal de
levantar lugares donde colocar estas palabras ya dichas. El lugar imaginario que encierra
todo el texto del libro es una breve historia de un naufragio en el siglo XVIII. Esta historia
contiene cuatro imágenes: la de un barco cargado de libros, la del propio naufragio, la de
una isla con un arenal interminable y la de una Biblia que ha perdido sus hojas. Cada una
contiene otras imágenes y bajo los lugares de los detalles de todas ellas coloco las partes
del texto. ¿Son piezas fósiles porque provienen de un yacimiento de sedimentos? ¿El
texto construido, y de esta forma, las ha transformado? ¿Tengo un libro que quiere
permanecer, llegar a lectores que no pasan por la plaza, y que si lo hacen no
compartimos corrillo? Persistir en el tiempo a través de la escritura, a diferencia de la
fugacidad, pero también intensidad, de la oralidad de la plaza, ya que si mis palabras
están hechas de ceros y unos no necesito el libro de papel para transportarlas y vencer
así la distancia pues son ubícuas.
Si el libro es deseo de persistencia, es intemporalidad (no hay necesidad de
coincidencia temporal para que lleguen las palabras), es deslocalizar el texto (es decir,
que no se necesita un sitio concreto y exclusivo para leerlo) entonces lo que el lector se
puede encontrar en El esplendor de la escritura es un libro. Escrito sin tinta, con ceros y
unos, que no se ofrece en páginas sucesivas, sino en diferentes lugares imaginarios que
el lector debe explorar. No tiene que hojear el libro, sino desplegarlo. Un libro sin papel,
sin hojas, sin páginas, pero con lugares. Una práctica de escritura y de lectura nueva.
Adviértase que un libro trasladado del papel al soporte digital no tiene hojas, pero sí
páginas. Estos libros escritos ya para la pantalla no tienen ni hojas ni páginas.
Si quieren leer en algún momento el libro, está disponible en http://www.ardelash.es
Y les animo a que bajen a la plaza y se acerquen al corrillo que frecuento
http://twitter.com/ARdelasH . (Háganlo sin compromiso, es decir, sin registrarse en Twitter
si no están ya y no lo desean). Así podrán comprobar cómo se plasma lo que acaban de
leer sobre esta experiencia de escritura, conocerán lo que estoy hablando en esos
momentos y revolver, si les apetece, en las palabras que ya se han posado y cuyos
sedimentos he ordenado.
Ahora he iniciado otra experiencia: escribir un libro y ver luego cómo ventear sus
páginas, sus palabras en la plaza ¿Podré contar en la plaza, en el corrillo, lo que ya esta
escrito? Es el proceso inverso. En esta nueva experiencia, un proceso que va de la
escritura a la oralidad. Pero en ambos casos soy consciente de que lo que hago no es
exactamente oralidad ni escritura sino digitalidad, una comunicación nueva que vibra sin
tocar los extremos entre la escritura y la oralidad.
Por esta novedad en la comunicación, más profunda de lo que en principio se podría
pensar, son explicables las reacciones y las inercias, aunque algunas veces los modos de
mostrarlas incomode.
Decía que la intervención urbanística que ha creado esta plaza ha dejado más
expuestos, casi exentos, nobles edificios, que ahora se enfrentan al espacio abierto e
inacabado de la plaza. Soberbios por su envergadura, distantes por sus escalinatas que
empequeñecen, escoltados por imponentes columnas como guardianes, pero ya con
algunas grietas. En su interior, las amplias estancias están casi vacías. La gente ya no
sube y entra respetuosa a escuchar lo que se dicta desde la tribuna, el púlpito, el estrado,
la cátedra, el escenario... Prefiere quedarse enredada en los corrillos de la plaza. Desde
dentro este proceder se mira con desprecio, por vano, dispendioso del tiempo, por inculto.
Este caos para estas personas, residentes y resistentes en estos edificios seculares, es
sólo un ruido molesto que asciende desde la plaza, y mandan por eso que cierren las
ventanas. Confunden ruido con rumor. Y del rumor brota la emergencia.
Algunos más perspicaces no optan por el encierro y deciden bajar a la plaza... Pero
bajan con la cátedra, el atril y el púlpito.
Cierto que es difícil entender una comunicación basada en lo pequeño y abierto
procediendo de una cultura basada en la comunicación masiva. Desde esta perspectiva,
la plaza se vería como un espacio ideal para reunir a mucha gente, pues los altavoces y
pantallas gigantes podrían tener su máximo rendimiento. Por eso puede resultar
incomprensible que se malgaste tal espacio para que los congregados se desmigajen en
incontables círculos en constante reorganización. ¿Qué va a salir de este guirigay? Lo
primero que hay que aceptar es la contigüidad de corrillos con personas y temas de
conversación muy dispares, pues de todo hablan los humanos, y no hay aquí ningún
impedimento para agruparse y para hablar quien quiera. Otra cosa es la aceptación que
tenga lo que se diga, el número y tipo de gente que atiende a otra. Si se consigue
pertenecer a un grupo de personas adecuadas para lo que se desea compartir, para
escuchar y para hablar, encontrarse con ellas regularmente AHí, en un círculo pequeño,
próximo y nunca completado, resulta muy eficaz para la comunicación. Es sólo el
comienzo, y hay que ejercitarse en esta nueva forma de oralidad y perfeccionar su
práctica. Pero soy de los que confío en que cuajarán modos de comunicarse AHÍ muy
provechosos, por eso ensayo. Hoy no tenemos aún todas las habilidades necesarias ni
nos hemos dado todas las normas de civismo para estar en la plaza, a la vez que nos
sentimos aún condicionados por las otras maneras de comunicarnos que tenemos.
El trasiego constante que se ve en la plaza tiene también una importante función. Hace
que los círculos, aunque pequeños (tamaño mucho más conveniente) sean abiertos. Lo
que se dice en uno, puede, como en la difusión oral, transmitirse a otros, así que, sin
agrandar el círculo, en ocasiones algo de lo que se dice se comparte con muchas más
personas que la que alberga su circunferencia. Por tanto a veces, de tantas cosas que se
hablan, una se derrama más allá del circulo y empapa parte de la plaza. El rumor, porque
no era ruido, ha hecho que emerja, es decir, se escuchen en toda la plaza unas palabras
que fueron dichas para un pequeño corrillo. No ha hecho falta el silencio de la masa, sino
la proximidad y atención de unos pocos.
----------------Terminado este artículo vuelvo a la tarea de escritura de un nuevo libro, con el
propósito, no sólo de que se lea en un artefacto electrónico, sino que una vez finalizado lo
baje a la plaza, lo desencuaderne, y lo vuelva a contar.
Antonio Rodríguez de las Heras
Instituto de Cultura y Tecnología
Universidad Carlos III de Madrid
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