El rumor y la escritura El encuentro de las redes sociales y el libro electrónico Me gusta bajar a la plaza en las primeras horas del día. Pero cuando llego ya está animada, pues en realidad a todas horas tiene animación. Paso entre incontables corrillos, grandes unos, pequeños otros, de los que salen retazos de conversaciones y por los que se intuye que se habla de todo, de lo divino y de lo humano. Me cruzo con mucha gente que está haciendo lo mismo que yo: encontrar su lugar, el corrillo que frecuenta. En ocasiones me detengo brevemente en el borde de algún grupo atraído por la ráfaga de la conversación que me ha rozado, pero enseguida recupero mi propósito de alcanzar el mío. Es un pequeño grupo, es decir, cómodo, en el que hablamos casi todos los días en torno a temas por los que compartimos interés: las transformaciones de la cultura, la fotografía, la tecnología, los cambios sociales que necesitamos... Pasamos de uno a otro sin dificultad y no cerramos ninguno de ellos. Hasta hace relativamente poco la ciudad, una megalópolis imparable, sólo ofrecía circular por ella, aunque, eso sí, para ir a múltiples ofertas que contiene la gran ciudad. Pero una intervención urbanística ha derribado edificios y abierto espacios, varias plazas. Han sido suficientes estos espacios despejados para que la gente afluyera, en un fenómeno inesperado por su intensidad, a estas plazas. Ya no sólo las personas circulan apresuradas de un sitio a otro, sino que gustan de detenerse para escuchar y hablar en alguno de los muchos corrillos en que se arremolinan. La ancestral práctica de reunirse un grupo de personas para hablar sin un programa previo, de lo que surja, sin más regulación que la de los propios asistentes, ha rebrotado dentro de unas condiciones materiales bien distintas a las existentes antes. ¿Es cierto que estoy en la plaza hablando con otros? Si utilizara el teléfono, aunque fuera en modo multiconferencia o cualquier sistema de videoconferencia, yo estaría en el extremo de un artefacto tecnológico y las demás personas de la conversación en el otro u otros extremos. Tanto yo como mis contertulios nos encontraríamos fuera, en el borde del artificio que nos está sirviendo de canal para nuestra comunicación. Ellos estarían ALLÍ, en otro lugar que no es en el que me encuentro yo, pero el ingenio técnico permite salvar las distancias. Si prescindimos de esta mediación técnica, sean las redes de comunicación audiovisuales o el papel escrito dentro de un sobre, necesitamos coincidir en un lugar. Entonces mis interlocutores están AQUÍ, conmigo. Pues bien, en la plaza, en esta plaza digital, quienes forman el corrillo no están ALLÍ, separados por la distancia y aproximados por la mediación tecnológica, ni tampoco AQUÍ, en el mismo lugar que yo. Estamos ellos y yo AHÍ: al otro lado de la pantalla. ¿Y cómo podemos traspasarla? Como lo hacemos en un espejo: nosotros de un lado, nuestra imagen del otro. Es el efecto especular de la Red. Cuando llegamos a una gran ciudad nos sentimos abrumados por el exceso. Desorientados y torpes, recurrimos al taxi (una de las principales compañías de taxis es Google) para que nos lleve a los sitios y sin poder evitar el recelo de si lo hace por el mejor camino y sin otros intereses. Nos sentiremos cómodos en esa ciudad, de esa ciudad, cuando hayamos trazado en la megalópolis las fronteras invisibles del barrio, de un espacio hecho a la medida de la cotidianidad. Entonces reconocemos a gente con las que ya nos hemos cruzado y, a la vez, nos reconocen. Como lo hace el tendero y el camarero, que terminan ofreciéndonos lo que ya saben que buscamos, que nos gusta. Sí, perdemos el anonimato, pero logramos identidad. En la megalópolis que hay al otro lado de la pantalla está ocurriendo lo mismo: ya es demasiado grande. Necesitamos también trazar el contorno de nuestro barrio, que se muestre y sea accesible aquello que frecuentamos, un espacio urbano, con sus contenidos y actividades a nuestra medida. Es un barrio, no un gueto, por tanto más allá se extiende la ilimitada ciudad, abierta siempre a cualquier incursión. La megalópolis digital no puede seguir creciendo si no se articula en barrios, si cada ciudadano no tiene un entorno en donde se siente reconocido, pues de otra forma la magnitud extrema le ahoga. El efecto especular de la Red cumple esta función. Ahora aún son sólo unas trazas que apenas posibilitan el reconocimiento. El espejo es muy borroso y cuesta identificarse entre esas manchas. Pero estamos en el comienzo, y el espejo se hará cada vez más nítido. De manera que cuando nos ponemos delante de una pantalla, la Red, y no la superficie de la pantalla, es un espejo que nos desdobla. Y una de las dos partes, la imagen reflejada, habita en el espacio virtual, AHÍ, al otro lado. Y surge la misma incomodidad que en un principio asomados a la superficie quieta del agua, luego frente al metal bruñido o el espejo de azogue, y más recientemente, e incluso ahora, delante de la cámara fotográfica: ¿Cómo podemos dividirnos en dos? Y de ser así, ¿qué se lleva la otra parte? Este recelo ancestral reinterpretado a lo largo del tiempo por todas las culturas se manifiesta hoy de nuevo con el efecto especular de la Red. Hay personas que se inquietan por el rastro que dejan sus incursiones al otro lado de la pantalla y por poder ser reconocidas en la Red. Y como la nitidez del espejo irá aumentando, la alarma crece también. Y, entonces, se tapan la cara como otras personas de algunas culturas lo hacen ante la cámara. La Red es otro espacio, un espacio virtual creado por la tecnología, que se encuentra AHÍ y que podemos habitar también virtualmente, es decir, con nuestra imagen, como virtual es la imagen del espejo. En el momento en que nos reconocemos y nos reconocen surge la simulación, es decir, el esfuerzo por que nos vean como nosotros queremos. En toda exposición social de nuestra persona hay esta representación de nosotros mismos, y en la Red, al otro lado del espejo, no podría ser distinto. Vestidos, gestos y palabras son usados para crear esta impresión de nosotros a los demás. Simular no significa mentir; como vestirse no tiene que ser disfrazarse; o cubrirse, ocultarse. Sino construir nuestra identidad y marcar nuestra intimidad. Algunas personas bajan aún a la plaza con gafas de sol, un tocado o algún tipo de embozo porque no quieren que se les reconozca. Pasan curiosas de corrillo en corrillo, pero no suelen hablar, hacerse centro de atención por un momento. De pretenderlo, les resultaría difícil captar la atención, y se quedarían solas, pues la gente rechaza tal ocultamiento. Los círculos se consolidan con la naturalidad en el comportamiento y la confianza que éste va generando. Aunque en este hervidero hay agrupaciones para todos los gustos. Hay personajes verbosos, estrafalarios, sentenciosos, narcisos... Y mucha gente interesante. Así que con un poco de tiempo se puede constituir, nunca completar, un corrillo estimulante. Cuando escribo este artículo para que sea publicado en papel no tengo delante a quienes conocerán mis palabras, están en otro lugar, en un ALLÍ plural e impreciso. Y entre nosotros media un ingenio llamado libro. Y la transmisión de estas palabras no es AHORA, sino que se completará en un ENTONCES indeterminado. La impresión que siento cuando me comunico en la plaza es, además de que las personas están AHÍ, como yo, que están AHORA, conmigo. Así que siento la misma tensión de la inmediatez que cuando hablo. Cierto que lo que digo reverbera durante unas horas, porque las palabras se sostienen más tiempo en el espacio virtual digital que en el aire, más cuando vibran en ristras de ceros y unos que cuando lo hacen las moléculas de aire, pero en ambos casos son efímeras. De manera que cuando hablo las personas están AQUÍ conmigo y la comunicación se produce y completa AHORA, en este momento; y cuando lo hago en la plaza virtual que hay al otro lado de la pantalla me encuentro AHÍ con mis interlocutores y en un AHORA DILATADO. Así que la coincidencia en un lugar, AHÍ, y en un mismo momento, AHORA (reverberante o dilatado, pero pasajero) hace que la sensación sea la de participar en un fenómeno de oralidad. Es una conversación, no puedo, por tanto, monopolizar la palabra. Extenderme tanto que la gente desconecte su atención. La concisión es norma imprescindible. Si escribo un artículo o un libro las palabras no son efímeras, de manera que si el lector cierra el libro y deja la lectura para más tarde el texto espera. Pero en la plaza, las palabras si no se atienden en su momento, en ese AHORA DILATADO, desaparecen, son desplazadas por otras palabras que se pronuncian por otras personas. Como digo, bajo casi todas las mañanas a la plaza, y me encuentro con mi grupo en un rincón bastante bien protegido del viento impertinente o del calor excesivo, y sobre unos escalones desgastados y ahora inservibles para su función original que permanecen olvidados de la piqueta. Escucho. Y procuro compartir alguna idea, observación, información que considero que merece ser comunicada, y me gusta y orienta recibir el efecto que ha producido, cómo se atiende, se enriquece con otras aportaciones... o se vierte a otro corrillo próximo, por el que no paso, pero que alguna otra persona del mío frecuenta. Como en toda comunicación oral, la poca persistencia de las palabras habladas se contrarresta con la repetición. Algo que he dicho hace un tiempo lo vuelvo a reformular cuando la ocasión lo justifica, pero, sobre todo, lo dejo insinuado en mi exposición, igual que hacemos oralmente, para que la persona interesada, que no lo ha oído antes, lo conozca, a la vez que no incomodo a quienes ya me lo han oído y lo recuerdan. La comunicación hipertextual facilita esta operación: es suficiente con marcar un enlace o link que lleva a lo ya expresado en otra ocasión pero que es oportuno recordarlo, hacerlo saber ahora. Un roce sobre ese enlace es como que la persona se muestre interesada por la sugerencia de algo más de lo que estás diciendo y que no te lo había oído antes. La ventaja de esta comunicación virtual, a diferencia de la oral de este lado de la pantalla, es que si hay varias personas en la conversación el deseo de rememoración de una de ellas no obliga a las demás a escuchar lo que ya conocen o recuerdan bien (una da un clic; las otras, no). De igual modo, procuro comunicarme en la plaza como lo hacemos normalmente en cualquier conversación: pliegas aquello que quieres decir, de manera que tu discurso se despliega más o menos según el interés que muestran quienes te escuchan o las preguntas que hacen. En ocasiones valoro que mi intervención puede extenderse demasiado para la paciencia y atención de quienes nos reunimos en círculo, así que la pliego mediante uno o más enlaces hipertextuales y queda su despliegue a voluntad de quienes me atienden. Lo mismo que hablamos atentos a no cansar, a no ser demasiado prolijos, y dependiendo de la disposición mostrada implícitamente de la gente, y que todo conversador prudente debe percibir, o explícitamente mediante preguntas nos extendemos más o menos, nos ajustamos a cada situación de la recepción. Hay otro fenómeno en la plaza muy atractivo. No se sedimenta sólo el polvo que se levanta con tanto trasiego, sino también las muchas palabras que se hablan. A diferencia de las ondas sonoras que languidecen hasta lo imperceptible, los ceros y unos se posan como el polvo. Transcurre ese AHORA DILATADO y las palabras ya no vibran con ese efecto de inmediatez que hace que produzca la fuerte impresión de que unos y otros estamos presentes AHÍ, con parecida sensación de coincidencia que proporciona una conversación en un lugar, pero no desaparecen. Se acumulan como la arena, más abajo las más antiguas, más arriba las que hace poco que se han pronunciado. Si se remueve, pueden levantarse, pero la percepción es otra: se está leyendo algo que se dijo en otro momento, ENTONCES. Se dan otras emociones distintas. Pero me gusta cuidar de estos sedimentos. No me conformo con que sólo se acumulen, y que reaparezcan algunas cosas que he dicho cuando alguien remueve por curiosidad estos posos. Así que juego como arqueólogo a recuperar una parte de ellas y a ordenarlas y clasificarlas. Las trato como fragmentos, así que los reúno y los dejo expuestos para un más fácil y no accidental acceso. Recojo y asocio lo que he venido compartiendo sobre la utopía, la cultura, la fotografía, notas de viaje, la educación... Son sólo piezas recuperadas y reunidas. ¿Se puede decir que fosilizadas? ¿Por qué va a interpretarse como despectivo? Cierto que ya no vibran las palabras en el AHORA DILATADO, pero sus ceros y unos que las hicieron posible no se han perdido. Es en este estado cuando me surge otro reto: ¿puedo hacer algo con estos sedimentos? ¿Verlos como arcilla y darles forma? ¿Conseguiré, juntándolos, una masa suficientemente compacta y maleable? Ya es un trabajo de taller, no de conversador en una plaza, de taller de escritor. Quiero escribir un texto con las palabras que pronuncié en otros momentos, y que se han posado, con la pretensión de que persista, de que llegue a un lector o lo encuentre y, con suerte, disponga de tiempo para leerlo. Ciertamente que las palabras están trazadas con ceros y unos, no con tinta, y el soporte es el digital y no el papel, y el espacio de lectura la pantalla y no la página, y el artefacto de lectura uno electrónico y no el libro códice. Ya la Red no ofrece una plaza adonde ir gracias a su efecto especular, y estar AHÍ, al otro lado de la pantalla, con las imágenes de otras personas comunicándonos con palabras efímeras, pero con la intensidad inmersiva de sentirnos presentes, semejante a la que tiene la comunicación oral. Ahora la Red vuelve a su función de depósito, de biblioteca. En ella estará mi libro sin hojas resistiendo el paso del tiempo. Cuando un lector lo tenga en sus manos, como los hechos de papel, merced a un artefacto electrónico estará leyendo unas palabras escritas en otro lugar, ALLÍ, y en otro tiempo, ENTONCES. La misma Red funciona como dos espacios de comunicación distintos, en ella la palabra digital bascula entre la oralidad y la escritura. Y ésta es la experiencia que estoy realizando. He comenzado comunicando en la plaza durante unos días, a un círculo de personas, unas ideas, observaciones y reflexiones sobre las transformaciones de la cultura escrita, y esas palabras tan efímeras como las que sostiene el aire, después de posarse como arena de ceros y unos, las he recogido y he buscado darles consistencia y resistencia tratándolas como escritura, es decir, creando el entramado de un texto. Pero aquí está la experimentación, en el modo de escritura digital. Cuando hablamos, las palabras las enhebra el hilo de una sola dimensión. Cuando escribimos sobre un papel las palabras se derraman por la superficie del papel aunque ahormadas por la página. Cuando las palabras ya no son sonoras, ni trazadas con tinta, sino ristras de ceros y unos, tienen un espacio de tres dimensiones. El texto que puede resultar por escribir en tres dimensiones es un hipertexto. Sabemos colocar las palabras en una y en dos dimensiones, pues la cultura oral y la cultura escrita nos lo han enseñado, pero ahora la cultura digital nos pide que para comunicarnos con aprovechamiento de sus posibilidades en el espacio digital coloquemos las palabras en tres dimensiones. Ya en el aula, no en la plaza, intento que mis alumnos se sumerjan en la idea de la tridimensionalidad del texto y practiquen la escritura hipertextual, pues cuesta trabajo aprovechar la posibilidad que abre disponer de una tercera dimensión. Para materializar en lo posible estas tres dimensiones, hacemos los siguientes ejercicios de escritura. Una imagen en papel puede recibir palabras si se escriben al pie, sobre ella, o en el reverso. Pero esa misma imagen en soporte digital también puede guardar texto bajo sus detalles, de manera que interactuando con ella, rozando los elementos de la imagen, se despliegan las palabras. Es reinterpretar el viejo arte de la memoria de la cultura oral, que como práctica nemotécnica plegaba el discurso bajo imagines y loci. A mis alumnos les doy una imagen o les pido que busquen o creen una y que escriban un texto dosificado bajos los dobleces de los detalles de esa imagen. De principio un muro se presenta poco apropiado como soporte y espacio para una escritura hipertextual, pues parecen evidentes sus dos únicas dimensiones. Pero la proximidad o alejamiento a la pared define la tercera dimensión. Así que en un muro digital, naturalmente, no en una pared encalada, el alumno dosifica y distribuye el texto, y por el tamaño de los trazos será imperceptible a distancia pero se mostrará legible con la aproximación. Este juego de aproximación y alejamiento, tan fácil de reproducir en pantalla, estimula a ejercitar la manera de componer un texto haciendo uso de tres dimensiones. Y hago una tercera experiencia. Esta vez en la calle o en un edificio. El texto, como si de hojas de un libro desencuadernado se tratara, se va colocando en lugares significativos por lo que se dice en el texto. No se va a escribir en la pared, ni pegar una hoja, sino que son hojas virtuales, sólo visibles en la pantalla de un móvil o tableta. Basta fijar con una marca QR el lugar donde el lector debe mirar a través del smartphone. (La evolución y mayor facilidad de edición de la Realidad Aumentada no harán necesario recurrir a estas marcas para las prácticas). Así que un lector será un caminante que se moverá por un espacio urbano, por ejemplo, para ir leyendo un texto dosificado en entregas situadas en lugares con alguna relación con lo que se dice. Otro lector se alejará y se aproximará a un muro, como si la lectura fuera una sucesión de latidos. Y otro lector, como viejo practicante del arte de la memoria, explora una imagen buscando insinuaciones de lugares de esa imagen donde está plegado el texto. Si me he detenido para hablar de las prácticas de escritura hipertextual que realizo con mis alumnos de la Universidad es porque hacen ver la necesidad de otra habilidad en el escritor: tiene que encontrar lugares para las palabras. Ya no es suficiente el carril del renglón. Imaginar espacios tridimensionales y lugares en él donde distribuir y colocar el texto. La pantalla no es una página, aunque se pretenda simular, y la Red es un espacio sin lugares, por eso lo que hay en ella, las palabras también, es ubícuo y deslocalizado. Propiedades que han afectado tanto a los modos hasta ahora de transmisión, como el caso del libro impreso (que es ahora lo que nos interesa), que ya no se tiene que salvar la distancia con ninguna mediación (ubicuidad) ni siquiera necesita estar encuadernado (deslocalización), porque, insisto, el mundo digital, el mundo virtual que hay al otro lado de la pantalla, con su estructura reticular, con su efecto especular... es también un espacio sin lugares. De manera que el libro que he querido hacer a partir del sedimento que mi conversación en la plaza durante semanas había dejado ha tenido la tarea principal de levantar lugares donde colocar estas palabras ya dichas. El lugar imaginario que encierra todo el texto del libro es una breve historia de un naufragio en el siglo XVIII. Esta historia contiene cuatro imágenes: la de un barco cargado de libros, la del propio naufragio, la de una isla con un arenal interminable y la de una Biblia que ha perdido sus hojas. Cada una contiene otras imágenes y bajo los lugares de los detalles de todas ellas coloco las partes del texto. ¿Son piezas fósiles porque provienen de un yacimiento de sedimentos? ¿El texto construido, y de esta forma, las ha transformado? ¿Tengo un libro que quiere permanecer, llegar a lectores que no pasan por la plaza, y que si lo hacen no compartimos corrillo? Persistir en el tiempo a través de la escritura, a diferencia de la fugacidad, pero también intensidad, de la oralidad de la plaza, ya que si mis palabras están hechas de ceros y unos no necesito el libro de papel para transportarlas y vencer así la distancia pues son ubícuas. Si el libro es deseo de persistencia, es intemporalidad (no hay necesidad de coincidencia temporal para que lleguen las palabras), es deslocalizar el texto (es decir, que no se necesita un sitio concreto y exclusivo para leerlo) entonces lo que el lector se puede encontrar en El esplendor de la escritura es un libro. Escrito sin tinta, con ceros y unos, que no se ofrece en páginas sucesivas, sino en diferentes lugares imaginarios que el lector debe explorar. No tiene que hojear el libro, sino desplegarlo. Un libro sin papel, sin hojas, sin páginas, pero con lugares. Una práctica de escritura y de lectura nueva. Adviértase que un libro trasladado del papel al soporte digital no tiene hojas, pero sí páginas. Estos libros escritos ya para la pantalla no tienen ni hojas ni páginas. Si quieren leer en algún momento el libro, está disponible en http://www.ardelash.es Y les animo a que bajen a la plaza y se acerquen al corrillo que frecuento http://twitter.com/ARdelasH . (Háganlo sin compromiso, es decir, sin registrarse en Twitter si no están ya y no lo desean). Así podrán comprobar cómo se plasma lo que acaban de leer sobre esta experiencia de escritura, conocerán lo que estoy hablando en esos momentos y revolver, si les apetece, en las palabras que ya se han posado y cuyos sedimentos he ordenado. Ahora he iniciado otra experiencia: escribir un libro y ver luego cómo ventear sus páginas, sus palabras en la plaza ¿Podré contar en la plaza, en el corrillo, lo que ya esta escrito? Es el proceso inverso. En esta nueva experiencia, un proceso que va de la escritura a la oralidad. Pero en ambos casos soy consciente de que lo que hago no es exactamente oralidad ni escritura sino digitalidad, una comunicación nueva que vibra sin tocar los extremos entre la escritura y la oralidad. Por esta novedad en la comunicación, más profunda de lo que en principio se podría pensar, son explicables las reacciones y las inercias, aunque algunas veces los modos de mostrarlas incomode. Decía que la intervención urbanística que ha creado esta plaza ha dejado más expuestos, casi exentos, nobles edificios, que ahora se enfrentan al espacio abierto e inacabado de la plaza. Soberbios por su envergadura, distantes por sus escalinatas que empequeñecen, escoltados por imponentes columnas como guardianes, pero ya con algunas grietas. En su interior, las amplias estancias están casi vacías. La gente ya no sube y entra respetuosa a escuchar lo que se dicta desde la tribuna, el púlpito, el estrado, la cátedra, el escenario... Prefiere quedarse enredada en los corrillos de la plaza. Desde dentro este proceder se mira con desprecio, por vano, dispendioso del tiempo, por inculto. Este caos para estas personas, residentes y resistentes en estos edificios seculares, es sólo un ruido molesto que asciende desde la plaza, y mandan por eso que cierren las ventanas. Confunden ruido con rumor. Y del rumor brota la emergencia. Algunos más perspicaces no optan por el encierro y deciden bajar a la plaza... Pero bajan con la cátedra, el atril y el púlpito. Cierto que es difícil entender una comunicación basada en lo pequeño y abierto procediendo de una cultura basada en la comunicación masiva. Desde esta perspectiva, la plaza se vería como un espacio ideal para reunir a mucha gente, pues los altavoces y pantallas gigantes podrían tener su máximo rendimiento. Por eso puede resultar incomprensible que se malgaste tal espacio para que los congregados se desmigajen en incontables círculos en constante reorganización. ¿Qué va a salir de este guirigay? Lo primero que hay que aceptar es la contigüidad de corrillos con personas y temas de conversación muy dispares, pues de todo hablan los humanos, y no hay aquí ningún impedimento para agruparse y para hablar quien quiera. Otra cosa es la aceptación que tenga lo que se diga, el número y tipo de gente que atiende a otra. Si se consigue pertenecer a un grupo de personas adecuadas para lo que se desea compartir, para escuchar y para hablar, encontrarse con ellas regularmente AHí, en un círculo pequeño, próximo y nunca completado, resulta muy eficaz para la comunicación. Es sólo el comienzo, y hay que ejercitarse en esta nueva forma de oralidad y perfeccionar su práctica. Pero soy de los que confío en que cuajarán modos de comunicarse AHÍ muy provechosos, por eso ensayo. Hoy no tenemos aún todas las habilidades necesarias ni nos hemos dado todas las normas de civismo para estar en la plaza, a la vez que nos sentimos aún condicionados por las otras maneras de comunicarnos que tenemos. El trasiego constante que se ve en la plaza tiene también una importante función. Hace que los círculos, aunque pequeños (tamaño mucho más conveniente) sean abiertos. Lo que se dice en uno, puede, como en la difusión oral, transmitirse a otros, así que, sin agrandar el círculo, en ocasiones algo de lo que se dice se comparte con muchas más personas que la que alberga su circunferencia. Por tanto a veces, de tantas cosas que se hablan, una se derrama más allá del circulo y empapa parte de la plaza. El rumor, porque no era ruido, ha hecho que emerja, es decir, se escuchen en toda la plaza unas palabras que fueron dichas para un pequeño corrillo. No ha hecho falta el silencio de la masa, sino la proximidad y atención de unos pocos. ----------------Terminado este artículo vuelvo a la tarea de escritura de un nuevo libro, con el propósito, no sólo de que se lea en un artefacto electrónico, sino que una vez finalizado lo baje a la plaza, lo desencuaderne, y lo vuelva a contar. Antonio Rodríguez de las Heras Instituto de Cultura y Tecnología Universidad Carlos III de Madrid