Eduardo Navarro: la ley de la frontera

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Eduardo Navarro: la ley de la frontera
Por Lucrecia Palacios
Entre el humor y la investigación etnográfica, las obras de Eduardo Navarro tienen lugar en la
intersección precisa entre dos universos sociales y sus convenciones. Así, en 2005, organizó una
maratón antitabaco en los bosques de Palermo, en Buenos Aires. Difundió el evento, reprodujo el
podio, las mesas para anotarse y arengó al puñado de amigos y desprevenidos que se presentaron
esa mañana en el parque y corrieron. En Alemania, en 2008, instaló sillas y atrio para armar una
capilla que, al ser vendecida por un cura, se transformó en una capilla real en donde se podía dar
misa, al mismo tiempo que funcionaba como obra dentro de una exposición y era visitada tanto
por espectadores como por fieles. Tres años antes, Navarro había montado una pequeña industria
de budines en el Once, y los invitados podían pasar a ver cómo funcionaba la esforzada fábrica
dentro una galería en la avenida Rivadavia, rodeada de baratijas chinas, ropa y tecnología truchas
vendiéndose al por mayor o en cuenta gotas entre el caos de gente que se apiña revolviendo
productos y preguntando precios y descuentos.
Pero si hay un lugar en la Tierra en donde comunidades disímiles se acercan y se tocan, ese lugar
es una frontera. Por eso, que a principios de diciembre Navarro haya elegido instalar un estudio
juríco en el límite entre Argentina, Paraguay y Brasil, parece, aún dentro del nonsense de la
situación, una consecuencia lógica del interés de Navarro por los espacios en donde las leyes y las
reglas se confunden y se negocian; una materialización de las zonas grises que Navarro viene
construyendo donde ficción, representación y realidad se contaminan de manera compleja y
mudable; en resumen, el lugar perfecto para montar dentro de un camión un estudio jurídico
atendido por abogados de los tres países que recibían consultas de todo tipo de quienes pasasen y
las resolvían haciendo uso de los códigos de cada Estado. Como en toda frontera, allí dentro del
camión estaba también el bar, una barra donde mataban el tiempo quienes querían consultar o
tomaban algo quienes querían refrescarse.
Mezcla de servicio social con chiringuito, como en casi todas las obras de Navarro, hay mucho de
precario en Estudio jurídico y algo de lo que la crítica ha llamado ¨voluntarismo ingenuo¨ o
¨utopismo absurdo¨: un esfuerzo sincero y cándido pero realizado desde los medios y el lugar más
inadecuados. Colocado en la Triple Frontera, el camión asesoraba sobre leyes que, al caducar a
dos pasos, nunca parecieron tan arbitrarias e inestables. Trasladable, la movibilidad del camión
jugaba también con la continuidad de la trayectoria y la discontinuidad del viaje: ahora en un país,
cruzando una línea imaginaria en otro. Pocos días después, el camión se trasladó a las escalinatas
de la Facultad de Derecho en Buenos Aires. Allí, recortado contra las columnas grandilocuentes de
la universidad, se veía casi como una advertencia de lo que puede ser el futuro de sus estudiantes,
una versión bananera del law firm que podría prometer la fachada neoclásica.
Pero nada más lejano a la prédica o la denuncia que las obras de Navarro. Navarro observa,
reproduce y conecta situaciones sociales que generalmente no se tocan dentro de trabajos que él
denomina ¨esculturas medio absurdas de la realidad¨. Con la distancia de un bufón isabelino, su
gran capacidad consiste en registrar y activar las tensiones que existen en esos espacios y, sin
dramatismo, hacerlas trabajar en falso hasta que producen una especie de risa sorda, tan
compasiva como desencantada.
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