El cerebro social: bases neurobiológicas de interés clínico

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rEVISIÓN
El cerebro social: bases neurobiológicas de interés clínico
Luis C. Álvaro-González
Servicio de Neurología.
Hospital Universitario de Basurto.
Departamento de Neurociencias.
Universidad del País Vasco/Euskal
Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU).
Bilbao, Vizcaya, España.
Correspondencia:
Dr. Luis Carlos Álvaro González.
Servicio de Neurología.
Hospital Universitario de Basurto.
Avda. Montevideo, 18. E-48013
Bilbao (Vizcaya).
E-mail:
luiscarlosalvaro@yahoo.es
Aceptado tras revisión externa:
14.10.15.
Cómo citar este artículo:
Álvaro-González LC. El cerebro
social: bases neurobiológicas de
interés clínico. Rev Neurol 2015;
61: 458-70.
© 2015 Revista de Neurología
Introducción. Las capacidades sociales humanas son evolutivamente tardías y únicas. Permiten una especialización que
mejora la disponibilidad de recursos y facilita la reproducción. Nuestra complejidad social descansa en circuitos y mecanismos específicos, que analizamos.
Desarrollo. A esos efectos, resultan operativos: el conocimiento del otro mediante la empatía, mecanismos específicos
que nos dotan de capacidad para detectar defraudadores, factores genéticos y bioquímicos, y el sistema nervioso autónomo. La empatía es el mecanismo básico de la sociabilidad. Reconoce niveles de complejidad (emocional, cognitiva, de
atribución), con diferenciación anatómica específica. Lo social va ligado a lo emocional, y esto a lo homeostático. Así, dolor físico y social comparten matriz anatómica y terapias. Somos seres sociales de naturaleza biológica egoísta, que ajustamos gracias a una capacidad especial para detectar defraudadores, dominante sobre las de planificación o abstracción.
La oxitocina es el mediador neuroquímico prosocial esencial. La serotonina y la enzima MAO se consideran con capacidad
antisocial, dependiente de la interacción con ambientes adversos. Finalmente, el sistema vagal más reciente filogenéticamente y mielinizado, el del núcleo dorsal del vago, es requisito para la interacción social acogedora y lúdica.
Conclusiones. La neurobiología de lo social permite reconocer trastornos de esta conducta en lesiones estructurales (vasculares, de la sustancia blanca, demencias...), alteraciones del neurodesarrollo (autismo), enfermedades psiquiátricas
(esquizofrenia) o trastornos de la personalidad. Existen posibilidades de intervención terapéutica (estimulación magnética transcraneal, fármacos) prometedoras. La adición de factores culturales y ambientales a los neurobiológicos introduce
complejidad ecológica, sin restar validez a lo expuesto.
Palabras clave. Cerebro social. Empatía. Evolución. Genética de conducta. Neurología.
Evolución y cerebro social
Los humanos somos seres sociales, con rasgos a la
vez exquisitos y complejos que nos hacen únicos. El
desarrollo de las capacidades sociales es un hecho
evolutivo tardío que supone ventajas para el individuo y el propio grupo: permite aumentar la disponibilidad de recursos al facilitar la especialización
de tareas y así su eficacia.
Para Wilson, los niveles de socialización varían
en una escala de cuatro niveles, que pasaría por los
clones, los insectos eusociales y los mamíferos no
humanos, para llegar finalmente a nosotros, los humanos [1]. El grado de desarrollo y complejidad es
progresivo. Un rasgo común a todos es la búsqueda
de la reproducción y transmisión de los genes, en
ambientes de colaboración entre individuos de progresiva complejidad y diferenciación genética. El
nepotismo, es decir, la ayuda más directa hacia los
más próximos genéticamente, sería la regla. De esta
manera, pueden establecerse niveles de colaboración,
que puede ser simple, repetitiva, en patrones de iteración bien definidos, como los que ocurren entre
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individuos clónicos sin reproducción sexual o en
los insectos sociales. En estos últimos, la reproducción es a través de un tercero y todos los individuos
están próximos genéticamente entre sí. Existen, además, labores diferenciadas entre diferentes miembros
del mismo grupo. En cambio, en los mamíferos, la
socialización es diferente, con modos de reproducción que en general son en pareja y con intereses
individuales fuertemente diferenciados y competitivos. La consecuencia de éstos es la existencia de
conflictos de intereses, que hacen la socialización
especialmente compleja. De este hecho derivan los
códigos morales, un producto elaborado que es consecuencia directa de la socialización en sus niveles
más elevados [2-4].
Se ha aceptado que las raíces de nuestra socialización hay que buscarlas en el momento en que los
humanos nos hicimos cazadores. Precisábamos una
colaboración mutua y directa en la búsqueda y captura de la presa, así como un cierto nivel de especialización, por ejemplo, en la elaboración de instrumentos de uso práctico, en la propia caza, en la
crianza o en otras muchas actividades. Siendo así
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las cosas, no se explica que formáramos grupos tan
extensos como los que surgieron en los humanos a
partir del Neolítico, si no antes. Otros mamíferos
cazadores, como los felinos, caninos o chimpancés,
no alcanzan a formar grupos tan numerosos. La explicación habría que buscarla en la existencia de
competencia entre grupos humanos, que se habrían
convertido en la única especie con capacidad para
ponerse en riesgo a sí misma como consecuencia
de esa lucha por recursos entre los diferentes grupos. Ello conduce a un aumento progresivo del número de individuos y de la cohesión dentro del grupo, como una forma de defensa contra grupos humanos vecinos, que usan las mismas estrategias si
no quieren perecer por la asimilación del vecino,
que además es más distante genéticamente. Parece
indudable que por razones evolutivas somos seres
de naturaleza tribal.
Lo que convierte la socialización humana en diferente, con todos esos rasgos, es la aparición de la
consciencia, incluyendo no sólo la atención o arou­
sal, sino el conjunto de las funciones cognitivas. No
se requeriría en los vegetales clónicos o, solo en
grado mínimo, en los insectos sociales. En cambio,
la consciencia resulta esencial a los efectos de sociabilidad más avanzada, por permitir la consciencia de sí mismo y con ello la de los otros, como seres afines, pero a la vez diferentes. Ello supone capacidad para entender, por un lado, la convergencia
de intereses –que aportará ventajas individuales a
efectos de la persistencia de los genes con la reproducción–, pero también la competencia por unos
recursos y un poder que potencien aquélla.
La colaboración y la competencia dentro del
propio grupo se facilitan enormemente gracias a la
capacidad de predicción y de planificación. Somos
capaces de entender al otro, sus deseos, emociones
y pensamientos, lo que nos permite prever y dar
respuestas adecuadas a nuestros intereses. Esta capacidad de predicción y respuesta se organiza en el
tiempo, de ahí que éste se convierta en un concepto
fundamental en nuestra vida en sociedad.
Requeriremos mecanismos para reconocer las
emociones y pensamientos del otro, lo que supone
empatía, pero también, por ser seres de esencia biológica egoísta, buscadora de la transmisión de los
genes propios, recursos mentales que nos permitan
detectar las frecuentes conductas interesadas y
tramposas de los sujetos fraudulentos. Estas dos capacidades tienen circuitos neuronales diferenciados
que expondremos de modo sucesivo.
La planificación, la capacidad de respuesta y la
defensa de los intereses propios y del grupo llevan a
la socialización. Desde el punto de vista del grupo,
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se precisa que las actuaciones individuales sean consistentes, con memoria en el tiempo y con una definición y aceptación lo más precisa y universal posible de aquello que sea adecuado y de lo erróneo.
Así, llegamos al terreno de los códigos morales. Éstos se desarrollarían gracias a la existencia de unos
circuitos morales, que surgen como una búsqueda
de lo bueno o placentero frente a lo malo o doloroso, por tanto, en conexión directa con las emociones, con las que el cerebro social comparte también
funciones y sustrato biológico [5]. Así pues, otra
idea clave es que lo moral –que en su esencia es
emocional– y lo social van ligados.
Si los códigos morales aparecen y se mantienen
es gracias a que existen mecanismos de reciprocidad no sólo directa, sino indirecta. La convergencia
de intereses hace que sujetos diferentes colaboren,
entendiendo que el beneficio es siempre mayor que
el esfuerzo aportado. A cambio de lo aportado al
grupo, se espera no sólo una compensación directa
de A (donante) por B (receptor), sino compensaciones tardías, diferidas, llamadas por Alexander de
reciprocidad indirecta [5,6]. Estos sistemas de compensación son los más complejos, propios de nuestras sociedades. Una lectura biológica permite ver
que conducen a implementar mecanismos igualitarios a efectos de equilibrar las posibilidades de transmisión de genes por la reproducción.
Puesto que la búsqueda de los intereses naturales
y egoístas de transmisión genética conduce a la
competición entre individuos afines del mismo grupo, en su modo natural triunfarían los sujetos con
más habilidades y poder, ya físico, ya mental o social. Lo jerárquico natural, otro rasgo de nuestra especie, se ve limitado gracias a los códigos de conducta y normas sociales. Así, por ejemplo, la monogamia reduce las posibilidades reproductivas de individuos aislados, mientras que medidas como impuestos progresivos o protección social facilitan la
reproducción de los miembros con menos recursos.
En suma, la socialización favorecería los intereses individuales, que en su esencia biológica son genéticos, reproductivos. Una consecuencia de la naturaleza de esta sociabilidad es que las normas morales serán contractuales, no utilitaristas, como quieren las tendencias filosóficas más comunes [6]. Esto
significa que sólo la amenaza ante el uso interesado
e indebido de recursos sociales, o ante la omisión
de la norma, hace que funcionen las sociedades complejas. Que éstas lo hagan bajo supuestos de conducta general altruista sólo será un hecho si existen,
ya intereses genéticos directos y compartidos (la familia, la tribu con lazos biológicos endogámicos),
ya amenazas directas desde el exterior, que pongan
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en riesgo la existencia del mismo grupo. Esta última
situación sólo ocurre por el ataque o invasión de
otros grupos humanos, por lo que el riesgo o la amenaza deben ser neutralizados por el grupo entero.
La competencia, e incluso las guerras entre grandes
grupos humanos, puede entenderse desde esta perspectiva de competencia entre grupos que, a su vez,
favorece el crecimiento y la cohesión intragrupal.
Llegados a este punto, nos corresponde explicar
las raíces neurobiológicas de la socialización, es decir, el sustrato anatómico y funcional que nos convierte en los seres sociales que somos, de base biológica egoísta, y de complejidad social y cultural altruista, combinación que permite aproximar los intereses entre sujetos de capacidades y recursos heterogéneos.
Neurociencia del cerebro social
Empatía: tipos y funcionamiento
La empatía sería aquella capacidad que nos permite
conocer las emociones y el pensamiento de nuestros congéneres vecinos, de modo que así podamos
organizar una respuesta, que será adecuada a nuestros intereses de grupo e individuales [7,8]. El primer aspecto –conocer– hace referencia a la empatía emocional propiamente dicha (capacidad para
reconocer e imitar las emociones de otros), mientras que el segundo –responder– constituiría la empatía cognitiva, que nos permite tener un perspectiva o punto de vista, con lo que vamos un paso más
allá del puro conocer de la empatía primera o emocional. Se cree que estos dos sistemas funcionan de
manera independiente [9].
La raíz o esencia de la empatía es emocional, al
permitirnos reconocer las emociones de quienes
nos rodean. Este sistema es específico de especie, lo
que significa que su activación no ocurre igual ante,
por ejemplo, los ladridos de un perro que ante la
visión de un compañero con dolor. A estos efectos
de empatía emocional, sabemos que el área cerebral
más importante es el giro frontal inferior o área 44
de Brodmann. Esta área se activa de modo intenso
ante el contagio y el reconocimiento emocionales.
Se corresponde con el área F5 de los monos, en la
que Rizolatti describió el sistema de neuronas espejo. Éstas permiten reconocer e imitar actos motores,
por lo que resultan básicas en el aprendizaje. Además, el sistema de neuronas espejo se activa en el
reconocimiento y la evaluación emocionales no sólo
pasivos (visión), sino también en los activos de imitación emocional [10]. Por ello, no sorprende que
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estudios posteriores demostraran que los sujetos
con mayor activación de esta área 44 fueran los que
tenían puntuaciones más altas en las escalas de empatía más usadas: el índice de reactividad interpersonal, tanto en la subescala de preocupación emocional como en la de toma de perspectiva [11-13].
Las respuestas empáticas humanas incluyen
también un componente cognitivo, que se correspondería con el ‘entiendo lo que sientes’, en lugar de
con el ‘siento lo que sientes’ de la parte emocional
de la empatía que acabamos de exponer. Entender
las emociones de otra persona supone poner en
marcha funciones cognitivas como la flexibilidad
mental y la teoría de la mente o mentalización
(mentalizing) [14]. A estos efectos, el área que se
activa preferentemente es la corteza frontal ventromedial (vmPFC; áreas 10 y 11 de Brodmann), como
se demuestra en los sujetos implicados en las tareas
mentales de comprensión emocional de terceros
(metacognición), e indirectamente por el fallo de
las funciones de la teoría de la mente en los sujetos
con daños en el área ventromedial. En ellos, la capacidad de juicios morales elevados, que supongan
un componente utilitarista o del mayor beneficio a
terceros, se ve claramente mermada [13,14]. Ejemplos clínicos clásicos son la demencia frontotemporal y la esquizofrenia.
El desarrollo filogénico y el ontogénico revelan
también las diferencias en esas formas de empatía:
la emocional aparece en las aves y los roedores, en
tanto que la cognitiva no aparece hasta los simios y
los humanos [15]. De igual modo, en los niños recién nacidos existe ya contagio emocional, hasta el
punto de que en la primera infancia el niño no diferencia las emociones propias de las ajenas, mientras
que las funciones de la teoría de la mente precisan
una infancia muy avanzada o la adolescencia para
su desarrollo [16]. Estos hechos tienen una traslación histológica: la corteza de la empatía emocional
carece de la capa 5 granular y tiene conexiones más
simples (corteza disgranular y unimodal), mientras
que las zonas ventromediales de la empatía cognitiva tienen desarrolladas las seis capas neuronales y
son de conexiones más ricas o heteromodales. La
tabla I resume estas características.
Conjuntamente con las áreas frontales citadas,
otras zonas cerebrales son también capitales en la
puesta en marcha de la empatía [17]. Así, por ejemplo, entender los sentimientos de otros a través de
la prosodia o tono de voz y de la expresión facial y
gestos implica la activación del surco temporal superior, el polo temporal, el giro fusiforme, la ínsula
anterior y la amígdala, estructuras encargadas respectivamente de la comprensión de la información
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verbal expresiva (surco temporal superior, polo temporal), de la visual gestual (giro fusiforme), así como
de la sensación corporal de la emoción contagiada
(ínsula anterior) y de la valencia emocional propiamente dicha (amígdala), todas ellas de predominio
en el hemisferio derecho. De igual modo, la empatía cognitiva o de toma de perspectiva implica funciones complejas, como la flexibilidad cognitiva, la
atención, la memoria de trabajo, el razonamiento
abstracto y, finalmente, la atribución de creencias y
las funciones de agencia. La vmPFC sería el principal ejecutor del primer grupo de funciones cognitivas, tal como se expuso anteriormente. En cambio,
las funciones de atribución y agencia implicarían,
más que a aquélla, a la unión temporoparietal. A diferencia de la empatía emocional, la activación de la
unión temporoparietal suele ser bilateral y no es específica de las emociones, sino que se encarga de
actividades como la percepción espaciotemporal de
acciones de terceros [18]. De aquí que las funciones
de atribución y las llamadas de mentalizing, que suponen un juicio elaborado de la acción e intención
de terceros, no se vean afectadas en lesiones hemisféricas unilaterales, y que, además, estas mismas
funciones puedan estar preservadas en ausencia del
contagio y la empatía emocionales del primer nivel,
de asiento anatómico diferenciado.
En consonancia con los datos anteriores, los estudios de pacientes con lesiones agudas estructurales y bien diferenciadas, por patología cerebrovascular isquémica, han probado que la afectación de
las áreas anatómicas descritas para la empatía emocional de primer nivel cursaba con afectación de la
empatía afectiva y del contagio emocionales [18-20].
De todas las áreas citadas, las dañadas por los infartos que afectan a la ínsula anterior y al polo temporal, en su porción dependiente del surco temporal
superior, son las más asiduamente perjudicadas cuando se comparaban sujetos con infarto con controles. Es de especial interés clínico la afectación de la
ínsula, al ser ésta un territorio muy frecuentemente
incluido en los infartos de la arteria cerebral media.
Estos mismos sujetos tenían comúnmente daños en
la capacidad de comprensión prosódica del lenguaje, una pista sensitiva esencial para la comprensión
afectiva. No obstante, existían sujetos con afectación de la comprensión prosódica, pero con respeto
de la empatía afectiva, muy probablemente por ser
capaces de usar información visual o de niveles más
elevados y preservados. El predominio de las lesiones de la ínsula y el polo temporal es consistente
con el asiento selectivo de lesiones degenerativas en
esa zona en pacientes con atrofia por demencia frontotemporal en su forma de alteración de conducta
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Tabla I. Características esenciales de los dos sistemas empáticos (modificado de [9]).
Empatía emocional
Empatía cognitiva
Funciones
Sistema de simulación:
Contagio emocional
Reconocimiento emocional
Disconfort personal
Preocupación empática
Sistema de mentalización
y teoría de la mente:
Toma de perspectivas
Imaginación de futuro
Teoría de la mente
Estructura
Giro frontal inferior,
área 44 de Brodmann
Corteza disgranular unimodal
Corteza frontal ventromedial,
áreas 10 y 11 de Brodmann
Corteza granular polimodal
Desarrollo
Primera infancia
Infancia tardía, adolescentes
Filogenia
Roedores, aves
Chimpancés
[21]. Finalmente, merece la pena señalar que existían sujetos con lesiones agudas isquémicas talámicas [18] o cerebelosas bilaterales [20] y afectación
secundaria de la empatía afectiva, probablemente
como consecuencia del papel del tálamo en el relevo de sensaciones multimodales y del cerebelo en la
regulación de coordinación sensitivomotora.
A propósito de la coordinación de funciones, hay
que destacar la comunicación y las conexiones entre
distintas áreas de la empatía. En este sentido, resulta
capital la sustancia blanca. La red que conecta las
áreas corticales frontoorbitarias y la amígdala con la
ínsula anterior y la corteza cingular anterior es esencial a estos efectos (Tabla II). De aquí que el fascículo
uncinado, que realiza esta conexión, se haya estudiado
en publicaciones recientes [22]. En ellas se ha visto
que la lesión isquémica del fascículo uncinado es la
afectación de la sustancia blanca más ligada a la afectación de la empatía emocional. Al desconectarse
ínsula y corteza cingular anterior, se ven afectadas
las neuronas de von Economo, específicas de especies más avanzadas y sociales [23]. Idénticas lesiones
se han demostrado en la demencia frontotemporal en
su forma de alteración de conducta, encefalitis vírica y
autoinmune, y un caso de síndrome de Klüver-Bucy
de lipofuscinosis cerebral [24-27]. La cercanía fascículo uncinado-polo temporal explica que la lesión de
aquél se confunda con la de éste y se infravalore [22].
La complejidad de las áreas activas en diferentes
contextos sociales, representativas de la empatía en
sus distintas formas, plantea interrogantes de coordinación entre niveles: ¿funcionan por adición y potenciación, o por inhibición mutua?; ¿estamos dotados de forma innata para las respuestas morales,
prototipo de la sociabilidad?; ¿tenemos intuiciones
morales hacia lo que lo que es adecuado o equivocado [28]? Las respuestas a estas preguntas depen-
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Tabla II. Secuencia de estados cognitivos y emocionales que integran la empatía emocional (modificado
de [24]).
Supresión del estado afectivo propio
Contagio
emocional
Despertar y conciencia del estado afectivo de otro (consciente o inconsciente)
Adopción isomorfa del estado afectivo de un tercero
Supresión de la propia perspectiva
Toma de
perspectiva
Integración de toma
de perspectiva y
contagio emocional
Reconocimiento del estado afectivo de un tercero por adopción de su perspectiva,
mediante observación o imaginación (p. ej., de su alegría y enfado, que asimilamos)
Atribución a un tercero del origen del estado afectivo y perspectiva adoptados
Regulación emocional
den directamente de paradigmas de investigación
planteados a sujetos normales que, en el caso tipo,
son estudiados mediante resonancia magnética funcional. En un reciente estudio [29], las situaciones
experimentales planteadas a los sujetos eran dilemas morales de diferente complejidad, a diferencia
de los estudios previos, en los que se analizaban situaciones diseñadas para valorar directamente los
niveles de empatía. En ese estudio, los resultados
muestran que la cognición moral emerge de la integración y coordinación de diferentes sistemas neurales: aquellas decisiones que tengan un mayor
contenido moral, con escaso contenido social y, por
tanto, poca demanda cognitiva (‘ayudar o no a un
herido encontrado en nuestro camino’) implicarían
a la vmPFC y serían rápidas; en contraste, ante dilemas más ambiguos y difíciles (‘entregar a un allegado a un grupo terrorista a cambio de salvar a un
grupo más numeroso’), en los que se precisa mayor
deliberación, las respuestas, más lentas, activan la
unión temporoparietal en ambos lados. Las dos estructuras –vmPFC y unión temporoparietal– funcionan en equilibrio dinámico, de modo que, cuando la vmPFC está implicada y activa, la unión temporoparietal se verá inactiva, y viceversa. En consecuencia, las decisiones morales se toman gracias a
un sistema de reubicación e inhibición mutua. Existen otras evidencias indirectas del funcionamiento
de la inhibición directa de este sistema. Así, si se
inhibe la unión temporoparietal mediante estimulación magnética transcraneal y se somete a los sujetos a dilemas morales, los sujetos se vuelven moralmente más permisivos, al implementarse por
defecto la actividad de la vmPFC, que es de menor
demanda social [30]. La misma unión temporoparietal se sabe que se activa de manera atípica o que
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no se activa en pacientes autistas, incapaces de entender secuencias de estímulos y empatía [31].
La empatía emocional tiene un paradigma de
alto valor en el dolor. Ante experiencias dolorosas
directas de terceros, sentimos también dolor y lo
expresamos en lenguaje corporal. Esta experiencia,
de conocimiento común, se hace extensiva al dolor
social, es decir, el que se siente ante situaciones en
las que se ponen en juego nuestras relaciones sociales o nuestro apego. Estas sensaciones también se
comparten: se sienten, se entienden y se expresan
de manera empática. De manera no sorprendente,
el dolor social activará, gracias a la empatía, las
mismas áreas que el dolor físico: las correspondientes a la llamada ‘matriz dolorosa’. En ella se incluyen, por una parte, las zonas parietales S1-S2 y la
ínsula posterior, encargadas de funciones sensitivas
discriminativas, tales como la intensidad y la localización del dolor; y, por otra parte, las porciones anteriores de la corteza cingular anterior y de la propia ínsula en su área anterior, que codificarían los
aspectos afectivos y motivaciones del dolor [32]. En
un estudio que investigó estos aspectos, se observó
que, ante paradigmas de experiencias personales de
aislamiento y marginación, se activaban las zonas
S1-S2 y la ínsula posterior; de igual modo, la exposición a experiencias de aislamiento de terceros activaba esas mismas áreas; la región media, subgenual, de la corteza cingular anterior, actuaba a
modo de articulación entre ambos paradigmas de
dolor social [33]. Por tanto, el procesamiento afectivo y la regulación homeostática son procesos que
subyacen y se entrecruzan en las respuestas empáticas. ¿Se afectaría la respuesta empática si se careciera de sensaciones dolorosas? En un estudio clínico se dio respuesta a este aspecto: los sujetos con
insensibilidad congénita al dolor sólo eran capaces
de precisar las respuestas empáticas ante el dolor
de terceros si existía información indirecta suficiente (verbal, gestual, etc.), aunque había casos de una
alta capacidad empática en los que las respuestas se
aproximaban a las de los controles. Así pues, la experiencia personal dolorosa homeostática sería necesaria para percibir de modo adecuado y preciso el
dolor ajeno, tanto físico como social. Lo social iría,
pues, ligado a nuestras capacidades de regulación
afectiva y visceral más inmediatas.
Las relaciones sociales y la empatía son responsables de que, al entender la conducta de otros, que
puede ser egoísta y destructora de normas, respondamos con agresión (castigo) o de forma generosa (perdón). Así, en un modelo de juegos de interacción, se
ha observado que el ostracismo llevaba a reacciones
agresivas de terceros hacia los causantes del aisla-
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miento, en un intento de restituir el estatus social
perdido. Se activaban el área motora suplementaria y
la ínsula anterior de forma bilateral [34]. Área motora suplementaria/corteza cingular anterior e ínsula
anterior forman la red ‘cinguloinsular’, relacionada
con estados emocionales negativos, co­mo rabia y as­
co. El área motora suplementaria se enciende cuando la respuesta carece de beneficio o riesgo, mientras
que la ínsula anterior lo hace cuando existe beneficio
económico directo. En contraste, en otros estudios
de respuesta a una injusticia, se observó la activación
de sistemas de recompensa (estriado central y corteza
frontoorbitaria) [35], dato predictor de reiteración.
Si algunos sujetos respondían de modo violento,
en cambio, otros lo hacían con comprensión y perdón. En los que optaban por esa opción, más reflexiva y evaluadora, la activación preferente era la
unión temporoparietal bilateral, como área responsable de la toma de perspectiva (mentalizing), junto
con la vmPFC, así como la corteza prefrontal lateral
(dorsal y ventral) y la corteza cingulada anterior
dorsal (dACC), éstas con la función reconocida de
control y planificación de conflictos cognitivos. Estas zonas ‘del perdón’, más extensas, al incluir las de
mentalizing y las de control de conflictos, se demuestran más activas en los sujetos con más capacidad reflexiva y suponen una mayor activación,
muy probablemente por la necesidad de frenar las
áreas impulsivas de respuesta inmediata de represalia [34]. Existen evidencias experimentales directas que apoyan la función de la corteza prefrontal
lateral en el control de las conductas reactivas de
represalia ante el aislamiento social. Esta zona, que
funcionaría como un sistema de control o freno sobre las respuestas emocionales y motoras directas
que arrancan de la activación inicial de dACC, puede activarse mediante estimulación magnética transcraneal en forma anódica. Pues bien, el estímulo de
la corteza prefrontal ventrolateral del hemisferio
derecho conducía a una reducción significativa de
la agresión en un modelo de juego con inclusión/
rechazo social [36]. La estimulación de esta misma
zona demostró también que reducía el dolor de exclusión social, es decir, el que se experimenta en situaciones vividas como de marginación o injusticia
social [37]. Como el aislamiento social puede conducir a violencia (doméstica, escolar, laboral), se
comprende el valor clínico de esos estudios.
Empatía: respuestas inadecuadas
y detección de defraudadores
La angustia de separación es una entidad reconocida en sucesivas ediciones del Manual diagnóstico y
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estadístico de los trastornos mentales (DSM). Se caracteriza por angustia desproporcionada ante situaciones reales o imaginadas de separación de un ser
querido. Es común en trastornos diversos, como los
de ansiedad generalizada, diversas fobias, trastornos de pánico y estrés postraumático. Comparte
con ellos hiperreactividad ante señales visuales sociales negativas, específicamente caras. Ante estos
estímulos de valencia emocional negativa, aumenta
la activación de la amígdala. Se ha demostrado un
aumento del tamaño de ésta y de su conectividad
con áreas visuales y somatosensoriales [38]. Esta
conectividad exagerada sería marcadora de hiper­
respuesta y de predisposición mantenida. En cambio, estudios similares han observado reducción del
tamaño de la amígdala [39]. El mayor tamaño se ha
correlacionado con la dimensión de la red social del
sujeto [40] y sólo indirectamente con ansiedad por
separación.
En la alexitimia, los sujetos son incapaces de reconocer y describir las emociones de terceros. Esta
situación lleva a rechazo social, que, a su vez, no es
percibido por los sujetos con la carga emocional
debida, de modo que así empeorarían el propio ostracismo y la marginación social. Carentes de capacidad empática, las posibilidades de interacción social se reducen notablemente. En los pacientes alexitímicos no existiría la respuesta de alarma normal
ante emociones negativas, como el aislamiento social. En la implementación de esta respuesta ya hemos mencionado que una estructura esencial es la
dACC, que activaría las estructuras mediales frontales y las comunicaría con las posteriores temporales y las de la unión temporoparietal. Pues bien,
en estos pacientes se ha demostrado un aplanamiento de la respuesta de la dACC ante modelos de
exclusión social [41]. Carecer del sistema de alarma
que responde ante amenazas y facilita la cohesión
del grupo terminaría por excluirlos. De hecho, su
hiporreactividad se constituye en un buen predictor del aislamiento de estos pacientes en la semana
siguiente al estudio. La corteza cingular anterior se ha
propuesto como biomarcador de funcionamiento social [42], lo que resulta muy atrayente, dado el mayor riesgo de carencias y enfermedades tanto físicas
como mentales en los pacientes con alexitimia.
La relación entre riesgo de enfermar, longevidad
o bienestar físico y mental con estilos de vida se conoce desde hace tiempo. El factor más estudiado es
el tipo de respuesta emocional, que, cuando es exagerada, se correlaciona con pobre pronóstico en todas esas variables de salud, tanto en los estudios directos como en los indirectos a través de encuestas
a sujetos [43,44]. A estos efectos, el narcisismo ofre-
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ce un buen ejemplo: se sabe que se correlaciona con
riesgo alto de limitaciones a la salud y que, a su vez,
las respuestas emocionales de estos sujetos son intensas [45]. Se trata de personas que, ante el aislamiento social, muestran un encendido intenso de
áreas de matriz dolorosa ya mencionadas: la ínsula
anterior y la dACC. Se cree que la frialdad y el desapego en las relaciones que muestran es un mecanismo de evitación del riesgo de respuestas exageradas al dolor por aislamiento social al que estarían
predispuestos. La ínsula anterior y la dACC facilitan la descarga simpática y tienen conexiones que
activan el eje hipotálamo-hipófiso-adrenal de las
respuestas de estrés, lo que puede explicar el mayor
riesgo de enfermar de estos pacientes.
Si el dolor social y el dolor físico comparten estructuras anatómicas, resulta lógico utilizar estrategias terapéuticas comunes: hay ensayos en los que
se ha tratado el dolor social con paracetamol durante períodos de tres semanas. Se demostró una reducción de los sentimientos de herida por aislamiento y de la activación de la matriz dolorosa de la
ínsula anterior y la dACC en la resonancia magnética funcional [46]. Asimismo, se ha propuesto tratar
este dolor con técnicas eficaces contra el dolor físico, como la relajación [45,47]. Desconocemos si también se lograría una reducción de las conductas adictivas y compulsivas tan frecuentes en los narcisistas.
En relación con la madurez emocional, el tamaño de la amígdala se relaciona inversamente con
las repuestas de neuroticismo (ansiedad, miedo) y
las propias de personalidad de tipo A (hostilidad,
rabia). Un tamaño mayor supone menor activación
del eje hipotálamo-hipófiso-adrenal y una reducción de enfermedades vasculares e inmunológicas.
Se entiende así que la amígala se haya propuesto
como el primer centro de las conexiones mentecuerpo y diana de las estrategias de educación emocional [48]. En este sentido, esta estructura establece la saliencia o relieve emocional asociados a
un objeto o situación, que van a comportarse como
referencia social: mostrar un objeto con una sonrisa o con miedo puede hacerlo atractivo o repelente
a un niño. La propia amígdala organizaría la respuesta emocional una vez establecida la valencia
del objeto [49].
Para orquestar una respuesta ante estímulos externos, en un ambiente en el que son múltiples y
polivalentes, resulta esencial establecer prioridades
de atención y respuesta. En este sentido, las mayores amenazas pueden venir de la propia especie, de
otros animales, de objetos inanimados y de los ambiguos, en ese orden. De aquí que las prioridades de
atención sean también ésas. Pues bien, en recientes
464
experimentos del grupo de Adolphs, la amígdala,
que era la estructura propuesta para organizar la
prioridad de respuesta, se ha demostrado que –sorprendentemente– no lo es [50]. Comparando controles con pacientes afectos del síndrome de Ur­
bach-Wiethe –en los que existe una destrucción y
calcificación bilateral de la amígdala basolateral,
con preservación del hipocampo y otras estructuras neocorticales–, observaron que las respuestas
preferentes a caras humanas y a animales, con respecto a objetos y a elementos ambiguos, se mantenían en los pacientes igual que en los sujetos. Se
han propuesto otras estructuras ejecutoras, como
el núcleo pulvinar o diferentes áreas corticales.
De igual modo, ante situaciones de amenaza y
lucha por unos recursos limitados, en las que se den
respuestas arcaicas impulsivas y agresivas, la amígdala tampoco resulta central. En estos casos, socialmente reprobables por razones más culturales que
biológicas, si se establece un freno eficaz, es gracias
a la inhibición de la ínsula anterior derecha. Si, en
cambio, éste es ineficaz, la respuesta impulsiva será
mediada por amplias zonas subcorticales y corticales: ínsula anterior bilateral, tálamo, pálido, putamen y áreas bilaterales de la circunvolución frontal
superior y media [51]. De este modo, la ínsula sería
un elemento regulador no sólo de situaciones de
conflicto psicológico o fisiológico, sino también de
las de interacción social y cognitiva.
Como seres sociales que somos, mostramos empatía y otras conductas que nos han permitido
mantener la cohesión de grupo, la sociabilidad y el
progreso cultural del que goza nuestra especie. De
este modo, se ha facilitado la reproducción de la especie y su mantenimiento. Estas conductas – no exclusivas de humanos– hacen referencia, por ejemplo, a la capacidad para percatarse de quién es el
miembro dominante del grupo y conseguir su favor,
o para detectar a los defraudadores. De esta última
depende la distribución equitativa de los recursos,
por lo que resulta básica para la supervivencia. Pues
bien, en experimentos con voluntarios normales se
demuestra que estamos dotados para percibir el
fraude social mucho más que para el razonamiento
lógico [52]. Así puede apreciarse en las dos pruebas
mostradas en la figura. Nuestro poder de detección
de defraudadores resultaba básico para la supervivencia de la especie, por lo que, en términos evolutivos, surgió como consecuencia de la selección natural, al favorecer la supervivencia del grupo. Esto
explica su presencia universal, poco influida por
factores culturales [53]. Este problema de los defraudadores ha estado muy presente en la mente de
economistas, desde Adam Smith. Dado que el re-
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El cerebro social: bases neurobiológicas de interés clínico
parto de recursos sociales debe hacerse con criterios de eficiencia y equidad, la detección de estos
sujetos es capital. Se han diseñado experimentos
con modelos en los que se pide valorar cuantitativamente propuestas de mejora y ayuda económica
a la vez que mediante resonancia magnética funcional se detectan las zonas de encendido. Ello permite dibujar un mapa de valores del sujeto y decidir
cuándo dice la verdad, por ajustarse a aquéllos. Las
áreas son las relacionadas con los circuitos de recompensa (núcleo accumbens y frontoorbitarias).
El procedimiento puede ampliarse a técnicas neurofisiológicas más asequibles: registro de expresividad facial o sudación [54]. La fiabilidad es elevada,
aunque la aplicabilidad es escasa pensando en términos poblacionales.
Figura. Ejercicios de lógica y de tarea social comparados. En la imagen de arriba, el ejecutante (lector) es
el controlador de calidad de una empresa manufacturera de cartas. Como tal, tiene que confirmar la siguiente regla: ‘si una carta tiene la letra S en un lado, entonces el número 3 estará en el otro lado’. Sabe
con seguridad que cada carta tiene una letra en un lado y un número en el otro. Debe adivinar qué carta
o cartas debe voltear exactamente para encontrar las que han roto la regla inicial. En la imagen de abajo, el lector trabaja como guarda de seguridad en un bar en el que debe garantizar que se cumple la siguiente regla: ‘si una persona toma una bebida con alcohol, entonces debe tener más de 18 años’. Si
cada carta representa un cliente y sabe de antemano que en ellas hay, por un lado, una imagen de la
bebida, y por otro, la edad, debe indicar la carta o cartas precisas a voltear para conocer a los violadores
de la norma. El porcentaje de fallos es mucho mayor en el primer ejercicio (lógica) que en el segundo
(detección de defraudadores). Adaptado de [54].
Factores genéticos y bioquímicos
La psicología evolutiva establece, a partir de Cosmides y Tooby, que nuestros cráneos modernos albergan mentes de la edad de piedra (‘modern skulls
house stone-age minds’), un término descriptivo para
los desajustes entre una mente que evolucionó a los
largo de 2,5 millones de años, aunque desde el final
de Pleistoceno, hace unos 10.000 años, se haya visto
sometida a extraordinarias presiones ambientales
[55]. En este período tan corto en términos evolutivos han tenido lugar la aparición de la agricultura y
las ciudades, y el extraordinario desarrollo cultural
que nos caracteriza como especie. La consecuencia
son las maladaptaciones (maladaptations). Se trata
de rasgos físicos o de conducta que son consecuencia de la selección natural y que funcionan muy
bien en los ambientes estables en los que surgieron.
Al trasladarlos a nuestra época, tan lejana de la de
los cazadores-recolectores, y con demandas muy
diferentes, se originan los desajustes. Con éstos
surgen las enfermedades de la civilización. El ejemplo clásico son las enfermedades generadas a través
de los genes que facilitan el acumulo de sal o grasas,
necesarios en las carencias, perjudiciales hoy con la
abundancia. Por parecido mecanismo pueden explicarse los trastornos por la adicción al alcohol o a
drogas u otros rasgos de conducta, como los trastornos por déficit de atención/hiperactividad o las
conductas violentas [56]. Tememos mucho más a
una serpiente que a viajar sin cinturón de seguridad, aunque la diferencia en el número de muertos
sea desproporcionadamente mayor por el segundo
factor que por el primero.
Se ha propuesto que la presión evolutiva determina la aparición de módulos cerebrales especia­
lizados en diferentes funciones o conductas. Esta
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16 años
21 años
teoría modular explica, por ejemplo, que se pierda
la capacidad de reconocer caras y se mantenga, en
cambio, la de detectar colores o movimiento. No
obstante, sabemos que los circuitos neuronales no
son siempre específicos de función. En términos
anatómicos, forzosamente han de ser compartidos,
como, por ejemplo, la corteza prefrontal ventromedial en la empatía cognitiva y en la recompensa, o la
cingular anterior en la atención y en la empatía
emocional, de modo que la teoría modular sólo
funcionaría en ambientes de laboratorio. En la realidad ecológica deben tenerse en cuenta los factores
ambientales como los más importantes para explicar la aparición de rasgos físicos o de conducta.
Sólo porque un rasgo sea hereditario no significa
que aparezca, salvo que se den determinadas circunstancias ambientales.
Los rasgos de conducta, incluida la empatía, tienen un componente de heredabilidad elevado, co­
mo ocurre con los caracteres físicos. Así, factores
como el neuroticismo, la tendencia a la ansiedad o
la depresión y la inteligencia general tienen una heredabilidad que se acerca al 50% [57-59]. En algunos casos, se han identificado factores genéticos
precisos, como los alelos del gen 5-HTT, que en la
forma homocigoto para s (s/s, en contraposición a
s/l o l/l) conferirían un riesgo elevado de depresión
[58]. En estos casos, se sabe que la aparición de trastornos ansiosodepresivos es casi siempre la conse-
465
L.C. Álvaro-González
cuencia de eventos vitales estresantes, muchas veces
consecutivos o en número elevado, de manera que
lo heredado sería una diátesis o tendencia que precisaría el factor estresante o desencadenante para
expresarse. En relación con la HTT, merece la pena
añadir que la serotonina se considera el mediador
de los afectos negativos. Recientemente se ha implicado en los trastornos de ansiedad social, en los que,
mediante tomografía por emisión de positrones, se
ha encontrado un aumento de su síntesis presináptica en varias áreas cerebrales [60].
En referencia a la conducta de grupo, las tendencias violentas tienen también una heredabilidad al­
ta, tal como se sabe por estudios en gemelos univitelinos. Cuando éstos son adoptados y criados en
ambientes diferentes, la heredabilidad puede expresarse o no expresarse en rasgos violentos dependiendo del ambiente en el que crezcan, de modo
que, si lo hacen en un ambiente violento o con malos tratos infantiles, ello hará muy probable que se
exprese el rasgo psicopático, y a la inversa. Si nos
referimos a trastornos genéticos específicos y su relación con la conducta, merece la pena citar dos: los
varones con síndrome de aneuploidía XYY y casos
con una mutación puntual del gen MAO-A. Los primeros serían varones altos, con niveles elevados de
testosterona, bajo coeficiente intelectual y tendencias agresivas. Los casos con la mutación MAO-A
(cambio de citosina por tiamina en la posición 936)
tendrían un aumento de serotonina cerebral y, en
consecuencia, tendencias agresivas, confirmadas en
modelos animales [61]. Estos pacientes están sobrerrepresentados en instituciones carcelarias [62]. Todos estos datos han granjeado una enorme reputación al gen MAO-A, que se ha denominado gen asesino, guerrero o de la ira, y se ha utilizado como argumento de defensa ante la justicia. De nuevo, estudios detallados confirmaron que sólo la interacción
del gen con factores externos como el maltrato infantil podía llevar a rasgos psicopáticos [63]. Como
ocurre con otras formas de comportamiento y personalidad, las influencias ambientales, las compartidas y, sobre todo, las no compartidas o específicas
de individuo –como puede ser el maltrato infantil–
son decisivas a la hora de explicar la variabilidad genética [64]. Se ha demostrado que, en gemelos univitelinos, las diferencias de comportamiento o incluso físicas, especialmente las que surgen a lo largo
de la vida, pueden obedecer a mecanismos epigenéticos, que actuarían por metilación del ADN [65].
En el extremo opuesto de las conductas agresivas se encuentra la compasión. Se trata de una conducta afiliativa que es común hacia individuos del
propio grupo, en contraposición al ataque frente a
466
sujetos de otros grupos, con los que se competiría
por recursos. La compasión sería un mecanismo
prosocial que implica, además de a la empatía emocional –siento lo que sientes– y a la cognitiva –entiendo lo que sientes–, a un tercer componente: el
de motivación o preocupación empática para ayudar a otros [66]. De manera no sorprendente, en la
compasión se activan las áreas de la empatía emocional, en espejo respecto a las emociones del otro
en la circunvolución frontal inferior, la ínsula y el
polo temporal, así como las de la empatía cognitiva,
fundamentalmente en la vmPFC y la unión temporoparietal. Pero, además, el componente de motivación activa zonas específicas: la sustancia gris periacueductal y la sustancia negra del tegmento mesencefálico, gracias a las que podemos comprender
el componente de dolor ajeno y responder con calidez y ternura [67,68].
La oxitocina es conocida como la hormona que
media en las conductas prosociales y afiliativas, entre ellas la compasión, que sería una forma de emoción social compleja. La oxitocina se produce en los
núcleos supraóptico y paraventricular del hipotálamo. Se acumula y libera en la hipófisis posterior. Actuaría como neuropéptido y también como hormona. Tiene áreas diana en la amígdala, el hipocampo,
el tegmento mesencefálico y zonas periféricas que
regulan la respuesta autonómica, como el corazón,
el útero o la médula espinal. La oxitocina se ha relacionado con el apego maternofilial, desde el mismo
momento del nacimiento, en el que se libera en cantidades masivas al líquido cefalorraquídeo y al torrente sanguíneo [69]. Del mismo modo, facilitaría
el apego paternofilial o de padres adoptivos, y se ha
mostrado también como la hormona del amor romántico, de la confianza [70] y del reconocimiento
de caras [5]. Se trata de un péptico de nueve aminoácidos que se ha mantenido sin variación en la
escala zoológica a lo largo de más de dos millones
de años de evolución. Su papel se extiende a reacciones de estrés, de modo que, según el sexo, facilitaría una u otra respuesta. En los varones sería más
habitual la respuesta de lucha o ataque, en tanto que
en las mujeres, las respuestas serían más compasivas, como miembros que evolutivamente han facilitado la crianza y, con ella, los lazos sociales y las relaciones de amistad en el grupo. De ahí que las respuestas femeninas tiendan a ser más proamistosas.
Las diferentes respuestas sociales dependientes
del sexo han hecho prever respuestas diferentes a la
oxitocina en ambos sexos, que, no obstante, no han
confirmado estudios experimentales. El hallazgo más
consistente sería no una acción diferenciada dependiente del sexo, sino la capacidad de evocar compa-
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El cerebro social: bases neurobiológicas de interés clínico
sión preferentemente hacia las mujeres, de modo
que la evolución nos habría dotado de mecanismos
neurobiológicos encaminados a proteger la parte
más débil del grupo: habría una diana segregada
para las conductas más compasivas y afiliativas, representada por el sexo femenino, que sería común
para hombres y mujeres al responder a la exigencia
ambiental [71]. Como se está ensayando el uso terapéutico de oxitocina en diversos trastornos en los
que existe una limitación o alteración franca de la
sociabilidad y de las conductas afiliativas –autismo,
estrés postraumático, esquizofrenia o trastorno por
ansiedad social [72,73]–, debe tenerse presente un
posible efecto diferencial según el objetivo o diana
de la conducta.
Sistema autonómico y conducta social
La función autonómica está ligada a la conducta. Es
posible gracias a que aquélla depende de un sistema
neural desarrollado filogenéticamente para permitir
las respuestas de conducta básicas en las que se basa
la interacción social. A estos efectos, las primeras
experiencias conocidas se remontan a un siglo atrás,
al conocerse que la respuesta cardíaca y respiratoria,
definidas después como porcentaje de variabilidad
cardíaca y arritmia respiratoria sinusal, dependían
de una respuesta vagal, sincronizada con aferencias
del mismo nervio. La variabilidad mostrada en esas
respuestas oscilaba en dependencia directa con factores externos, al ser interpretados éstos como amenazantes o, por el contrario, como de aceptación, es
decir, socialmente proactivos. La teoría que explica
estos fenómenos se denomina polivagal, y ha sido
auspiciada y defendida en diversos modelos experimentales por Porges desde 1995 [73-75].
Esta teoría supone tres niveles jerárquicos, de
concepción jacksoniana, de modo que la inhibición
o disolución del primero o superior haría implementarse por defecto a los dos inferiores. En el nivel superior, la activación del vago más reciente filogenéticamente, que es el más mielinizado, actuaría de freno sobre la función cardíaca y respiratoria,
al ser interpretada la situación externa como estimulante. Si, por el contrario, la situación se vive
como amenazante, se experimentará o bien una lucha/huida, mediadas por el sistema simpático, o
bien una congelación –con inmovilidad, simulación
de muerte o incluso síncope–, caso este en el que se
activa el sistema vagal más arcaico y menos mielinizado. La activación del primer nivel es prosocial,
incitadora a la relaciones, incluso al juego, en un
contexto de acogida. En su ausencia, por una amenaza real o simplemente interpretada como tal, el
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Tabla III. Elementos autonómicos operativos en el sistema polivagal de Porges.
Sistema I
(reciente)
Sistema II
(intermedio)
Sistema III
(antiguo)
Tipo de fibra
Conducta
Origen anatómico
Vagal
mielinizada
Comunicación social, apaciguamiento
y calma, reducción de arousal
Complejo ventral:
núcleo ambiguo
Simpática
Evitación activa con
movilización (huida/lucha)
Médula espinal
Vagal no
mielinizada
Evitación pasiva (inmovilización,
muerte simulada, síncope)
Complejo dorsal:
núcleo dorsal del vago
sistema vagal mielinizado queda inactivo y en su lugar toman protagonismo los sistemas inferiores,
simpático o vagal de fibras finas amielínicas (Tabla
III). Las fibras mielínicas aparecen a partir del tercer mes de vida fetal. Su número es igual al nacer
que en los adultos. Una alteración de su desarrollo
es uno de los factores que subyacen en patologías
por reactividad negativa exagerada (llanto incoercible, mal apego) o por incapacidad para el contacto
social más básico (autismo) en la primera infancia.
Si la respuesta vagal –medida mediante porcentaje
de variabilidad cardíaca y arritmia respiratoria sinusal– se normaliza, este dato puede considerarse de
buen pronóstico en esos trastornos [74]. El proceso
central por el que se establece el tipo de contacto o
relación externa y, en consonancia con ella, la respuesta vegetativa específica, se denomina neurocepción. En él se implican estructuras corticales, como
tendremos ocasión de explicar más adelante.
Las dos porciones del nervio vago citadas tienen
orígenes diferentes en el troncoencéfalo. La primera, mielinizada y más reciente, arrancaría del núcleo ambiguo, mientras que la segunda lo haría del
núcleo dorsal del vago, caudal y lateral respecto a
aquél (Tabla III). La última, no mielinizada, estaría
presente en todos los vertebrados, mientras que la
primera sólo aparecería en las especies más recientes y sociales. De aquí que el sistema dependiente
del vago mielinizado y núcleo ambiguo se conozca
también como ‘sistema de implicación social’ (so­
cial engagement system). Por actividad del mismo
no sólo se frena la respuesta cardíaca, sino que se
ponen en marcha los sistemas de reparación y crecimiento, se inhiben las repuestas de lucha/huida
mediadas por el sistema simpático y también las de
estrés dependientes del sistema hipotálamo-hipófiso-adrenal, y, finalmente, se reduce la inflamación,
al modularse las respuestas inmunes mediadas por
citocinas. Son mecanismos facilitadores del desarrollo biológico y social plenos.
467
L.C. Álvaro-González
Esta función social del sistema polivagal, dependiente de su parte mielinizada, requiere la activación simultánea de los grupos musculares necesarios para la interacción social. En concreto, los que
dirigen la mirada y el cuello, la expresividad propia
de la musculatura facial, la contracción de la masticatoria y fonatoria, la atención auditiva y la prosodia o entonación emocional. De ahí que existan
conexiones del sistema vagal del núcleo ambiguo
con estos grupos musculares, cuyo desarrollo ontogénico depende, sobre todo, de los primitivos arcos branquiales, desarrollados especialmente en mamíferos.
Con la actividad prosocial se dirigen la mirada y
la cabeza, ésta gracias al redireccionamiento cervical; además, se contraen los músculos faciales para
expresar la emoción de relajación o aceptación y se
activan la musculatura masticatoria y bucolingual
fonatoria en el patrón adecuado para la prosodia.
Igualmente, se contrae el músculo estapedio, a la
vez que el resto de musculatura facial, para facilitar
la audición de los sonidos agudos propios del lenguaje humano, que se distinguirán más fácilmente
en un fondo ambiental de sonidos graves. De aquí
que en las otitis no sólo se oiga peor, sino que la
ausencia del reflejo estapedio dificulta la expresividad emocional y la relación social [72]. Del mismo
modo, de lo expuesto puede inferirse y entenderse
que, en patologías de tipo autismo en las que no se
desarrollan relaciones sociales, existan frecuentemente alteraciones en la audición y la atención auditiva, en la articulación del lenguaje, en la comprensión de la prosodia, en la expresividad facial y
emocional, o en la misma masticación.
La expresión facial es importante en la transmisión de emociones y en el desarrollo social: trabajos
recientes han demostrado que impactos emocionales graves, especialmente en la adolescencia, dan
lugar a una alteración en la capacidad expresiva y
comprensiva emocional del sujeto [76].
Como se ha mencionado, el sistema vagal de interacción social depende en su activación o inhibición de estímulos externos, que inciden directamente sobre áreas corticales receptivas. Así, se considera que son especialmente importantes el giro
fusiforme –que reconocería caras y formas– y el
surco temporal superior, que reconoce sonidos, por
tanto, áreas del lóbulo temporal. Si los estímulos se
interpretan como acogedores, se activa directamente el núcleo ambiguo, gracias a las conexiones corticales con él. Si, por el contrario, la vivencia es de
amenaza, se activarán la amígdala y, a través de és­
ta, los sistemas de huida/lucha del simpático, o bien
el sistema de inactivación de movimiento y conduc-
468
ta (congelación) dependiente del sistema vagal arcaico (no mielinizado). En situaciones de amenaza
se activa también la sustancia gris periacueductal,
que, al secretar opioides, explica el efecto analgésico que existe en esos momentos.
El aislamiento y la disyunción social son generadores de emociones negativas que alteran las funciones autonómicas y la conducta. Este aspecto se
ha demostrado en diferentes modelos animales experimentales [75-77] y es extrapolable a situaciones
humanas equivalentes. En estas situaciones se ve
afectada la neurocepción, es decir, el mecanismo
que permite la interacción social al distinguir los
ambientes amenazantes de los seguros. Es activada
por el sistema vegetativo y mediada por áreas corticales sensoriales, el sistema límbico, la amígdala y
la sustancia gris periacueductal. La disfunción de la
neurocepción se debe, sobre todo, a la incapacidad
para frenar los sistemas defensivos: ocurre en patologías con carencias sociales (autismo o trastorno
por ansiedad social) o en otras caracterizadas por
miedo excesivo (fobias, trastornos obsesivo-compulsivos o estrés postraumático) [76,78,79]. Cursarán con respuestas maladaptativas fisiológicas exageradas (autonómicas, inmunológicas, de crecimiento y reparación) que afectan al desarrollo social y a
diversas áreas de salud del paciente.
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The social brain: neurobiological bases of clinical interest
Introduction. Human social capacities are developmentally late and unique. They allow for a specialisation that enhances
the availability of resources and facilitates reproduction. Our social complexity rests on specific circuits and mechanisms,
which are analysed here.
Development. The following are put into operation for those purposes: knowledge of the other by means of empathy,
specific mechanisms that endow us with the capacity to detect defrauders, genetic and biochemical factors, and the
autonomic nervous system. Empathy is the basic mechanism in sociability. It has different levels of complexity (emotional,
cognitive, attribution), with specific anatomical differentiation. Social matters are linked to emotional ones, and this in
turn to the homeostatic aspects. Hence, physical and social pain share an anatomical matrix and therapies. We are social
beings of a selfish biological nature, which we adjust thanks to a special capacity to detect defrauders, which is dominant
over those involving planning or abstraction. Oxytocin is the essential prosocial neurochemical mediator. Serotonin and
the enzyme MAO are considered as having an antisocial capacity, which is dependent on the interaction with adverse
environments. Finally, the vagal system, which is more recent phylogenetically speaking and myelinated, that of the
dorsal nucleus of the vagus nerve, is a requirement for warm and leisurely social interaction.
Conclusions. The neurobiology of social matters makes it possible to recognise disorders affecting this behaviour in
structural injuries (vascular, of the white matter, dementias, etc.), neurodevelopmental disorders (autism), psychiatric
illnesses (schizophrenia) or personality disorders. There are a number of promising therapeutic interventions (transcranial
magnetic stimulation, drugs). The addition of cultural and environmental factors to the neurobiological ones introduces a
greater amount of ecological complexity, but without lessening the validity of what it outlined.
Key words. Behaviour genetics. Course. Empathy. Neurology. Social brain.
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www.neurologia.com Rev Neurol 2015; 61 (10): 458-470
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