LA TEORÍA DE LA DEMOCRACIA EN ESTADOS UNIDOS: ALMOND, LIPSET, DAHL, HUNTINGTON Y RAWLS Tesis que para obtener el grado de Doctor presenta Roberto García Jurado Asesor: Secundino González Marrero Programa Democracia: pasado, presente y futuro UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA 2 Para Cristina, Karla, Ana y Bruno 3 ÍNDICE INTRODUCCIÓN 1. GABRIEL A. ALMOND Y LA CULTURA POLÍTICA DE LA DEMOCRACIA La personalidad política La cultura política El desarrollo político 2. SEYMUR M. LIPSET Y LAS BASES ECONÓMICAS Y SOCIALES DE LA DEMOCRACIA Los fundamentos de una democracia estable Los valores de la democracia La responsabilidad social de las élites 3. ROBERT A. DAHL: POLIARQUÍA Y DEMOCRACIA La poliarquía como aproximación a la democracia La poliarquía como control del liderazgo político La poliarquía como pluralismo corporativo 4. SAMUEL P. HUNTINGTON Y LA MODERNIZACIÓN DEMOCRÁTICA Sociedades modernas y tradicionales La institucionalización del poder político La transición a la democracia 4 5. JOHN RAWLS: JUSTICIA Y DEMOCRACIA La democracia constitucional La democracia de propietarios La democracia deliberativa CONCLUSIONES BIBLIOGRAFIA 5 INTRODUCCIÓN Cuando hace poco más de 150 años Alexis de Tocqueville publicó La democracia en América, dejó en claro que los Estados Unidos de aquella época eran el mejor sitio para estudiar a la democracia, la forma de gobierno cuyo advenimiento parecía inevitable en el mundo occidental. Durante todo el siglo XIX los Estados Unidos fueron, en efecto, el mejor laboratorio social para estudiar a la democracia, aunque las instituciones políticas características de ésta se fueron extendiendo poco a poco a otras sociedades, principalmente europeas. En el siglo XX la difusión de la democracia alcanzó a las sociedades más dispares y alejadas, y se convirtió entonces en una gran ola transformadora, a partir de lo cual se hizo uno de los objetos de estudio más prominentes de la ciencia política. Un siglo y medio después de La democracia en América, a mediados del siglo XX, los Estados Unidos no eran ya sólo el terreno de estudio de esta forma de gobierno, sino que a diferencia de la época en que escribió Tocqueville, cuando la mayor parte del conocimiento social y político se producía en Europa, este país sobresalía en el desarrollo de las ciencias sociales, particularmente en el estudio y análisis de la democracia. Esa ha sido precisamente la motivación de este trabajo, es decir, el hecho de que en la segunda mitad del siglo XX las ideas y proposiciones más discutidas y relevantes en torno a la teoría de la democracia tengan origen en autores estadounidenses. Un breve repaso por las citas a pie de página, la bibliografía o los estudios que se vinculan con la teoría de la democracia muestran que los autores estadounidenses están siempre presentes, y muchas veces figuran como el núcleo central de la polémica o la reflexión. Esto no quiere decir, por supuesto, que los teóricos de esa nacionalidad sean los únicos o los que más vale la pena estudiar; en otras lenguas, en otras tradiciones y en otras sociedades hay sin duda 6 aportaciones significativas a este campo de estudio. Pero de lo que no cabe duda es que los autores de este país, y particularmente los que se incluyen en este estudio, son puntos de referencia obligados. Sin embargo, cuando se alude a los teóricos estadounidenses de la democracia de la segunda mitad del siglo XX se desata una verdadera avalancha de nombres, que además de los cinco que se analizan en este trabajo, incluye a personas como David Truman, Anthony Downs, Charles Lindblom, Daniel Bell, David Easton, Michael Walzer y un largo etcétera. Ante este panorama, se evidencia que no ha sido fácil seleccionar a los autores que se someterían a análisis en este trabajo. Inmediatamente surge la pregunta de porqué éstos y no otros, o porqué cinco y no tres o diez. La respuesta ante ello es un tanto intuitiva, es decir, la mejor explicación para reunir a este conjunto de autores y someterlos a análisis es que simplemente, a juicio del autor, son los más relevantes, los que más se estudian y, por lo tanto, los que más se discuten. Para probar esto basta considerar que no hay estudio sobre la cultura política que no tome en cuenta las aportaciones de Gabriel Almond; o que la mayor parte de las polémicas en torno a la correlación entre la democracia y el desarrollo económico se remiten a Seymour Lipset; o que siempre que trata de darse una definición de democracia, particularmente de la realmente existente, se recurre a Robert Dahl; o que el estudio de las transiciones a la democracia adquirió una de las esquematizaciones más difundidas a partir de la obra de Samuel Huntington; o, finalmente, que los ideales y valores asociados a la democracia recibieron un inusitado y vigoroso tratamiento en la teoría de la justicia de John Rawls. No obstante, más allá de que las aportaciones individuales que cada uno de ellos ha hecho, de indiscutible valor, sin duda, existe una razón poderosa para incluirlos como un conjunto dentro de este estudio. En este sentido, y para efectos teóricos, tal vez el que compartan 7 nacionalidad sea lo de menos, y lo que verdaderamente importa es que sus teorías se encuentran de algún modo emparentadas. La proximidad de estos principios teóricos es de dos tipos, uno metodológico y otro valorativo, dando origen a dos conjuntos distintos. El primero de estos conjuntos está integrado por Almond, Lipset, Dahl y Huntington, quienes son conocidos por sustentar una teoría de la democracia emanada directamente de las características sociales y políticas de los Estados Unidos, a la que se le ha llamado pluralista, elitista, económica, agregativa o mayoritaria, y que tal vez sea mejor llamarla empírica. El segundo conjunto incluye, además de los primeros cuatro, a John Rawls, quien a pesar de distinguirse de ellos por diferencias metodológicas y valorativas relevantes, puede unirse a ellos en un mismo conjunto en tanto que todos coinciden en sustentar una teoría liberal de la democracia. Para comprender plenamente las implicaciones teóricas y metodológicas de ambos conjuntos es pertinente tomar en cuenta que se encuentran estrechamente relacionadas con la naturaleza de la ciencia política en Estados Unidos, la cual tuvo un desarrollo vertiginoso en el siglo XX, cuyo desenvolvimiento ha incidido directamente en la manera de teorizar la democracia. Durante el siglo XIX la ciencia política, tanto en Estados Unidos como en otras latitudes, había estado ocupada principalmente en el estudio y descripción de las instituciones más importantes del Estado. Entonces, lo más común era que las materias de discusión y reflexión entre los politólogos fueran cuestiones como la soberanía, la ley, el poder y la autoridad política. Sin embargo, ya desde antes de finalizar ese siglo, y con mayor fuerza aún al iniciarse el siglo XX, se multiplicaron los cuestionamientos de muchos politólogos estadounidenses que discrepaban sobre esta manera de conducir la investigación política, ya que consideraban que prestaba excesiva atención a las estructuras políticas, sobre todo a su imagen formal y soporte legal, lo cual no 8 siempre era un medio adecuado para describir la realidad, y muchas veces daba una imagen distorsionada y falsa de la verdadera situación política de una sociedad. El cambio que pedían era que la indagación política se ocupara principalmente de los procesos políticos, no sólo de las estructuras. Mediante ello se podría dar cuenta no simplemente de la constitución formal de las instituciones, sino de su operación efectiva, y sobre todo, se podrían incluir en el análisis entidades y grupos sociales que de otra manera escaparían a la observación. En realidad, quienes pedían que la ciencia política se hiciera más realista se unían y confundían frecuentemente con quienes esperaban que así se hiciera más científica; deducían que una cosa llevaba forzosamente a la otra. Dos de las obras teóricas que de manera general fueron consideradas ejemplo del ánimo realista que nacía en la ciencia política y que se ocupaban precisamente de desentrañar el funcionamiento de las instituciones políticas de Estados Unidos fueron The Congresional Government, que Woodrow Wilson publicó en 1885, y The American Commonwealth, que James Bryce publicó en 1888, quien a pesar de ser británico, ejerció un enorme influjo en el medio norteamericano. Sin embargo, la significación que tuvieron estas obras en la historia del pensamiento político estadounidense no está a salvo de polémica. Para algunos, éstas forman parte de la vieja tradición legal formalista de la ciencia política; para otros se trata de obras pioneras de la nueva escuela, de orientación científica y realista. Así, poco después, en 1908, aparecieron otras dos obras que también han sido consideradas parteaguas en la historia de la disciplina, sobre todo porque éstas fueron consideradas casi por unanimidad como muestras típicas del estilo de la nueva escuela. Como en el caso de las dos obras previas, estas también eran producto de un estadounidense y un británico. La primera de ellas es The Process of Government de Arthur Bentley y la otra Human Nature in Politics del británico Graham Wallas. 9 En Estados Unidos Wallas es conocido sobre todo por esta obra, pero en Gran Bretaña tuvo una relevancia mucho mayor. Junto con Sydney Webb y otros miembros de la Sociedad Fabiana fue un activo promotor de la London School of Economics, fundada en 1895. Además, en la historia de la ciencia política británica, Wallas es reconocido como el primero que introdujo y practicó el análisis empírico, y aunque no tuvo seguidores inmediatos, a la postre quienes siguieron estos pasos reconocieron su contribución originaria. Curiosamente, también Arthur Bentley tuvo una suerte muy similar en Estados Unidos. Aunque en la actualidad su obra es considerada uno de los hitos de la disciplina, en su momento no causó una impresión muy importante. Pero, al paso del tiempo, The Process of Government ha venido a convertirse en una obra de referencia de la muy extendida e influyente escuela pluralista. Hasta ese momento, la mayor parte de los análisis sobre el Estado partían del hecho indiscutible de su soberanía, la cual quedaba fuera de toda interrogación, y lo que se trataba de dilucidar era sólo si se trataba de una soberanía popular, monárquica o aristocrática. Pero Bentley señaló que las decisiones de gobierno y los procesos políticos dentro de una democracia se debían a la interacción de una serie de grupos y organizaciones sociales que intervenían efectivamente en la política. Así, al menos en Estados Unidos, comenzó a desarrollarse una teorización de la democracia completamente nueva, una que en lugar de ponderar la soberanía popular, ponderaba el pluralismo político y social. A partir de entonces y durante toda la primera mitad del siglo XX la ciencia política norteamericana se desarrolló con un enorme vigor. La expansión de esta disciplina en Estados Unidos se debe en buena medida a las tareas y cometidos que de manera casi espontánea y natural se le asignaron por parte de la sociedad y el sistema educativo. Desde la segunda mitad del siglo XIX se difundió la noción de que la ciencia política debía encargarse de la educación cívica de la ciudadanía; 10 se consideraba que esta disciplina era la encargada de educar a los ciudadanos de la república, prepararlos para la vida civil e incluso para asumir las tareas más altas de gobierno. En toda esta labor de investigación y expansión académica que se desarrolló en el período de entreguerras, cabe destacar la contribución de tres politólogos muy destacados: Charles Merriam, George Catlin y Harold Lasswell. Estos tres personajes emprendieron una tarea de investigación muy intensa y fructífera en las décadas de los 20’s y 30’s. De ellos cabe destacar sobre todo a Merriam y a Lasswell, quienes no sólo encarnaron y encabezaron la que se llamó la Chicago school de ciencia política, sino que a partir de allí sentaron las bases de lo que después se denominaría el conductismo, que se convertiría en toda una corriente teórico metodológica, alcanzando incluso el status de un paradigma. Así, el conductismo, o el behaviorismo, asumiendo el anglicismo ya reconocido por la Academia, se comenzó a difundir con cierta intensidad desde la década de los años 20’s, pero no se instaló como un verdadero paradigma teórico y metodológico de la ciencia política norteamericana hasta después de la segunda guerra mundial. Para 1959 se había desarrollado ya de tal manera que resultaba evidente y notorio aun para muchos politólogos allende las fronteras norteamericanas, particularmente en Gran Bretaña, en donde Bernard Crick escribió su trabajo seminal The American Science of Politics (1959), en donde daba cuenta no sólo del vertiginoso desarrollo de la disciplina en este país, sino también de la emergencia del conductismo. David Easton, que desde la publicación de su The political system en 1953 se destacó como uno de los impulsores más importantes del conductismo, describía este enfoque esencialmente a partir de seis características: 1) El conductismo sostiene que hay uniformidades observables en la conducta humana; 2) Que éstas pueden ser confirmadas mediante pruebas empíricas; 3) Que está guiado por el rigor 11 metodológico; 4) Que su propósito esencial es comprender, explicar y predecir el comportamiento político de las personas; 5) Que lo mueve la neutralidad valorativa (la cual, aunque Easton no compartía, reconocía que era pregonada por una buena parte de los conductistas); y 6) Que se ponía acento en la teoría básica por sobre la investigación aplicada. Así, aunque la concepción del conductismo variaba en alguna medida dependiendo de quienes trataban de definirlo, al paso del tiempo el planteamiento de Easton ganó la mayor aceptación. Poco después, Robert Dahl, considerado ya también uno de los personajes más fulgurantes del conductismo, pronunciaría en el marco de la reunión anual de la American Political Science Association de 1961 uno de los discursos presidenciales más citados en los anales de la Asociación: The Behavioral Approach in Political Science: Epitaph for a Monument to a Successful Protest. En ese mensaje, Dahl sugería de manera hiperbólica que el conductismo había muerto. Es decir, trataba de expresar con ello que éste había muerto en tanto corriente metodológica, pues al haber triunfado sobre los otros enfoques y siendo considerada la única metodología científicamente aceptada, no tenía sentido ya referirse al conductismo, sino que a partir de entonces había que hablar simplemente de la teoría y el método de la ciencia política unánimemente aceptado. Sin embargo, el optimismo de Dahl no duró mucho, pues la hegemonía del conductismo comenzó a ser duramente cuestionada fuera y dentro de los Estados Unidos. Una buena parte de los cuestionamientos al enfoque conductista se originaron en sus propias pretensiones cientificistas, es decir, había algo en el propio planteamiento de esta metodología que no terminaba de convencer a muchos politólogos. No obstante, la hegemonía teórica del conductismo comenzó a ser cuestionada también desde otra posición, ya que desde la década de los sesentas se comenzó a desarrollar con rapidez un nuevo enfoque teórico 12 metodológico, la teoría de la elección racional, la cual muy pronto ganó una gran cantidad de adeptos. Esta nueva escuela se caracterizaba por compartir algunos de los presupuestos metodológicos básicos del conductismo, pero asumía algunos otros que se le oponían radicalmente. La teoría de la elección racional compartía con el conductismo el individualismo metodológico y el rechazo a la vieja tradición formalista y legalista, pero se diferenciaba de éste en la medida en que trataba el proceso político como una racionalización de los intereses individuales de todos los involucrados; desde los simples ciudadanos hasta los más altos líderes políticos. Así, debido esencialmente a sus criterios deductivos, la teoría de la elección racional parecía invocar un retorno a la teoría política del siglo XIX. Desde la perspectiva conductista, este enfoque recuperaba los rudimentos del método deductivo, pero a diferencia de la teoría decimonónica, esta vez los preceptos no eran extraídos de la filosofía política y moral, sino de la teoría económica clásica, particularmente de la teoría de los mercados. Más aún, uno de los estudios pioneros más importantes de este nuevo enfoque fue llamado precisamente An economic theory of democracy, publicado por Anthony Downs en 1957, al que había precedido Social choice and individual values (1951) de Kenneth Arrow y había sido seguido por The calculus of concent (1962), de James Buchanan y Gordon Tullock. Además del desafío posterior, o casi paralelo, que enfrentó en su desarrollo el conductismo por parte del enfoque de la elección racional, tuvo que afrontar también fuertes críticas provenientes del campo ideológico. El conductismo fue acusado de conservadurismo debido en buena medida a su pretendida neutralidad valorativa y a la exigencia de distanciamiento del investigador con respecto a cualquier compromiso con la política práctica. Las repercusiones de estas críticas seguramente se vieron magnificadas por el contorno político e ideológico de esos años. Hay que 13 recordar que fue la época en que se produjeron fuertes disturbios sociales y movilizaciones estudiantiles que conmocionaron a varias Universidades norteamericanas, lo cual sacudió bruscamente el apacible ambiente social e ideológico estadounidense de la época dorada de la posguerra. La mayor parte de los teóricos que se habían distinguido dentro de la corriente conductista recibieron estas críticas, sobre todo las que provenían de los sectores ideológicos izquierdistas, con cierto dejo de desdén. Sin embargo, a pesar de ello, admitieron la validez de muchas de éstas y llegaron a incorporar algunas de ellas tanto al esquema teórico como al metodológico de la ciencia política. Esta crítica, y en buena medida también autocrítica, propició que a partir de los años setentas se reconociera que la época dorada del conductismo había pasado ya, iniciándose una etapa que entonces David Easton llamó postconductista. Como ocurre con casi todas las caracterizaciones a las que se antepone el prefijo post, la realidad era que no se sabía bien a bien hacia donde se dirigía exactamente la ciencia política, ya que habiéndose jactado de poseer la única metodología valedera, es decir, científica, el conductismo no podía entrar sino en una confusión seria al reconocer que se habían cometido excesos, errores y distorsiones. Así, no bien habían pasado apenas unos cuantos años, cuando comenzó a desarrollarse con vigor el nuevo institucionalismo, otro paradigma teórico que se sumaba así al conductismo y la teoría de la elección racional, abonando, enriqueciendo y, también, complicando el terreno metodológico de la ciencia política. A pesar de que se considera que el nuevo institucionalismo se desarrolló fundamentalmente a partir del texto seminal de Johan Olsen y James Marsh, Rediscovering Institutions (1989), la gestación de este nuevo enfoque puede rastrearse un poco más atrás. El planteamiento central de la nueva corriente era que el análisis político debía prestar mayor atención a las instituciones políticas, ya que éstas tenían la 14 capacidad de ejercer una fuerte influencia en la sociedad y los individuos a la hora de determinar comportamientos, actitudes y preferencias. A diferencia del conductismo y de la teoría de la elección racional, dejaba a un lado el individualismo metodológico para encausar sus esfuerzos a través de un nuevo enfoque institucional, que se conectaba ciertamente con el institucionalismo que se había practicado en el siglo XIX, pero que asumía el calificativo de nuevo en tanto que pretendía ampliar sus fuentes de información, análisis y percepción de la realidad política, así como ajustarse a una serie de criterios metodológicos más estrictos. La sucesión de estos tres enfoques metodológicos en la ciencia política de Estados Unidos ha dejado hondas huellas en muchas ideas, conceptos y teorías. Para el caso particular, la filiación conductista de Almond, Lipset, Dahl y Huntington influyó de manera notable para que su teoría de la democracia fuera esencialmente empírica, con pretensiones cientificistas y de neutralidad valorativa. Pero sobre todo, ajustaron su teoría al modelo político que existe en los países occidentales, particularmente a la sociedad estadounidense, a partir de lo cual construyeron una teoría de la democracia que se caracteriza por los siguientes seis rasgos básicos: 1) La concepción procedimental de la democracia; 2) El liberalismo político; 3) El pluralismo como principio de convivencia social; 4) La función relevante de las élites políticas; 5) La economía de mercado como soporte de la democracia; y 6) Los límites de la democracia. Antes de realizar algunos comentarios sobre cada una de ellas, puede ser pertinente advertir que existen muchas otras concepciones e ideas que comparten estos autores, como podrá observarse en el desarrollo de la exposición, por lo que las que aquí se enumeran son apenas aquellas de más relieve y las que han servido como guía del presente trabajo. Con respecto a la primera de estas características, la concepción procedimenal de la democracia, es conveniente reconocer que se trata de una de las cuestiones más debatidas en la actualidad. No es difícil 15 suponer que uno de los conceptos más utilizados y discutidos en el debate y la teoría política contemporánea sea precisamente el de la democracia. Sin embargo, a pesar de la profusión y recurrencia de este concepto, su significado y contenido sigue siendo una cuestión polémica. La parte medular de esta polémica se encuentra en la definición de los alcances de la democracia, esto es, en tanto que para unos la democracia es solamente un método para conformar el gobierno de una sociedad y elegir a sus responsables, para otros se trata de una forma de gobierno que implica además de un método para elegir gobernantes un conjunto de objetivos específicos vinculados con la justicia social. Sin embargo, a pesar de que esta polémica continúa, se ha llegado a un consenso más o menos generalizado en el sentido de que un componente sustancial de la democracia es su aspecto procedimental, es decir, como método de selección del gobierno de la sociedad. Robert Dahl ocupa un lugar destacado en esta polémica, pues muy probablemente sea de entre los politólogos contemporáneos aquel que más ha ahondado en el tema de la democracia procedimental, y también uno de los que más explícitamente defiende esta manera de concebir a la democracia. Sin embargo, también Almond, Lipset y Huntington se han ocupado del tema. Lo han hecho de una manera menos extensa y detenida, pero cada uno de ellos ha expresado claramente su coincidencia en esta concepción, citando incluso al propio Dahl como fuente primordial de ella. En segundo término, la inspiración liberal de los cuatro, y en general del pensamiento norteamericano, es ya clásica. En este aspecto, los cuatro comparten la misma fuerza y apego a los postulados que enfatizan la libertad del individuo frente al Estado, por lo que todos rechazan con la misma intensidad la deseabilidad de un gobierno autoritario o totalitario que pase por encima de estas libertades. De éstos, quizá sea Lipset quien más se ha ocupado del tema, defendiendo un liberalismo recalcitrante, opuesto a la intervención estatal 16 excesiva en la vida social. Por su parte, Dahl ha sostenido siempre que no es posible establecer de manera general y prescriptivamente el nivel de intervención estatal en la actividad económica y social, el cual debe ser producto del mismo proceso democrático, es decir, los ciudadanos deben decidir con sus votos el tipo de intervención estatal que desean, lo que se producirá como efecto de la plataforma política del partido que elijan. En el caso de Almond y Huntington, por otro lado, han expresado de distintas maneras que uno de los valores más importantes de la democracia moderna y de la propia civilización occidental es la libertad del individuo. En tercer lugar, los cuatro se caracterizan por defender el pluralismo como principio indiscutible de convivencia social. Esto significa que para ninguno de ellos sería aceptable una organización política y social erigida sobre el principio del monismo. Podría decirse incluso que en su concepción de la democracia el principio fundamental no es aquella noción general y vaga que la concibe como un sistema que permite el gobierno del pueblo para el pueblo; los cuatro coinciden reiteradamente en señalar que la democracia moderna nunca podrá apegarse a una descripción de este tipo, que ésta debe entenderse en realidad como el gobierno que se ejerce a través de una pluralidad de grupos políticos y sociales, los cuales se enfrentan en competencia para ocupar los cargos directivos del gobierno, el cual pueden conducir de acuerdo a sus proyectos y programas políticos una vez que lo han conseguido. Sin embargo, para gobernar, estos grupos no sólo deben someterse a controles y límites constitucionales específicos, sino además, también a la vigilancia y observación de muchos otros grupos económicos, políticos y sociales, con lo cual su gestión se ve supervisada y verificada por una pluralidad de organizaciones. Así, para ellos el pluralismo no sólo es el principio integrador del gobierno democrático, sino también su antídoto; su mecanismo de 17 contención y equilibrio. Más que abogar por una sociedad democrática, los cuatro postulan una sociedad plural. Pero en este rubro también hay ciertas diferencias, particularmente en lo que se refiere al aspecto en el que cada uno centra su atención, es decir, en tanto que Almond, Lipset y Huntington ponen el énfasis en el pluralismo cultural o social, Dahl lo dirige principalmente al pluralismo político. Cada uno de ellos se caracteriza por la atención que presta a las distintas modalidades del pluralismo, pero comparten básicamente la concepción general acerca de que la democracia contemporánea no puede asentarse sobre ningún otro principio que no sea la pluralidad de grupos, partidos y organizaciones. En cuarto sitio e íntimamente vinculado con el pluralismo, los cuatro coinciden también en destacar la función relevante de las élites políticas en la conducción de la democracia moderna. Almond, Lipset, Dahl y Huntington han señalado específicamente que el funcionamiento de la democracia moderna depende en más de un sentido de la composición y disposición de las élites políticas, de su adhesión a los principios y valores democráticos. Para los cuatro no hay contradicción entre élite y democracia, son ingredientes complementarios. Sin embargo, es necesario señalar que se refieren a las élites y no a la élite, es decir, que la contribución positiva de éstas al funcionamiento de la democracia se da cuando están compuestas por una pluralidad de grupos y no por uno sólo. La utilidad de las élites para la democracia radica en su competencia, no simplemente en el tipo de gobierno que puedan conducir. En quinto lugar, para los cuatro es necesario que la democracia se asiente sobre una economía de libre mercado; ninguno admite que pueda ser compatible con un sistema de planificación centralizada. En muchos sentidos, la teoría de la democracia que postula Dahl es tributaria de la aplicación a la política de la teoría de los mercados de la economía clásica. Lipset, aunque en menor medida, también se apega 18 de cierto modo a este enfoque. Pero en lo que ambos están plenamente de acuerdo es en que se requiere una economía de libre mercado para que las instituciones democráticas modernas funcionen correctamente. Ni Almond ni Huntington han dedicado un tratamiento exhaustivo al tema, sin embargo, su idea de sociedad moderna como base del sistema democrático implica evidentemente su inclinación por la economía de libre mercado. Finalmente, en sexto lugar, los cuatro coinciden en que los procedimientos y la participación democrática tienen ciertos límites. Ninguno de ellos considera que la democracia deba implicar un elevado índice de participación política, más aún, plantean que las instituciones democráticas funcionan mejor cuando sólo un estrato de la sociedad participa activamente en ellas. Evidentemente, estos límites no pueden ser formales, es decir, no pueden ser producto de una imposición externa a los diferentes individuos y grupos sociales: la universalidad de los derechos políticos es incuestionable. Esto significa que las limitaciones deben ser el producto de la dinámica social y del diseño de las instituciones políticas, el cual debe ser tan flexible que admita variaciones amplias en el nivel de la participación, pero favoreciendo la tendencia a la moderación y el equilibrio. Como puede verse, la teoría de la democracia que sustentan estos cuatro autores puede caracterizarse por estos seis rasgos, los cuales han observado en las democracias occidentales, particularmente en los Estados Unidos, convirtiéndolos luego en todo un modelo teórico. Sin embargo, cuando se incorpora a John Rawls a este conjunto, se aprecia un notable cambio. Para empezar, podría objetarse que el trabajo de Rawls está orientado a la construcción de una teoría de la justicia y no de una teoría de la democracia. No obstante, como se verá en el capitulo correspondiente, la teoría de Rawls ha experimentado una notable evolución, a la cual él mismo alude como el paso de una 19 concepción esencialmente moral a una esencialmente política, dentro de la cual ha cobrado mayor importancia la teoría de la democracia. A diferencia de los primeros cuatro autores, la teoría de la democracia de Rawls no es empírica, sino normativa. Rawls no construyó su teoría de la democracia basándose en la observación de las características políticas que tenían las sociedades occidentales llamadas democráticas, sino a partir de la pregunta de cuál era el régimen político que mejor se adaptaba a una sociedad justa, deduciendo que éste era el de la democracia. Del mismo modo, el método que siguió Rawls para construir su teoría no fue el de la recopilación de datos sobre las características políticas de las sociedades democráticas, sino mediante la conjunción del enfoque de la elección racional y del institucionalismo, a partir de lo cual construyó un modelo teórico que consideraba podía ajustarse a los requerimientos políticos de una sociedad justa. A partir de lo anterior, no podría decirse simplemente que la teoría de Rawls es la respuesta del enfoque de la elección racional y del neoinstitucionalismo a las deficiencias del conductismo, sin embargo, es evidente que difícilmente puede sustraerse o ignorarse que Rawls formaba parte de un ambiente social, político e intelectual en el que se enfrentaban todos estos enfoques y se cotejaban distintas teorías políticas. Por otro lado, no debe sorprender que si se atienden a las seis características de la teoría empírica de la democracia que anteriormente se señalaron, se observe a primera vista que la teoría de la democracia de Rawls podría compartir algunas de ellas. Sin embargo, en el pensamiento de Rawls muchas de estas ideas tienen un valor y un significado particular, y aunque frecuentemente habla de liberalismo político, del pluralismo razonable o de la cultura política pública, el contenido de estos conceptos no siempre es equivalente al que les dan los otros autores. Pero aún así, atendiendo al conjunto de características 20 mencionadas, puede apreciarse que la concepción de Rawls se acerca en alguna medida, y a veces notablemente, a varias de ellas. Entonces, podría preguntarse ¿dónde está la diferencia? La respuesta es que, como se dijo previamente, entre los primeros cuatro autores y éste último hay tanto un punto de encuentro como uno de separación. Mientras que la pretendida neutralidad valorativa característica de Almond, Lipset, Dahl y Huntington los lleva a plantear una teoría de la democracia carente de fines y valores, para Rawls las instituciones políticas democráticas de la sociedad tienen el objetivo de promover la justicia social, de conducir y preservar una sociedad justa; como lo dice el propio Rawls: la primera virtud de las instituciones políticas debe ser la justicia. En tanto que las instituciones políticas democráticas son un punto de llegada neutro para los primeros cuatro, para Rawls son un medio y un instrumento que conduce a fines. Sin embargo, no obstante esta diferencia, existe un punto de encuentro entre estos cinco autores que resulta del mayor interés: su apego a la teoría de la democracia liberal. Desde hace aproximadamente 15 años, a partir de la caída del Muro de Berlín, la doctrina de la democracia liberal parecía imponerse de manera natural frente a cualquier otra teoría de organización social, particularmente sobre el socialismo. Hasta ese momento, los cuestionamientos más directos e insistentes dirigidos a la democracia liberal parecían provenir de su contrincante antagónico, el socialismo, y las críticas que recibía desde el propio campo de las sociedades occidentales capitalistas parecían cuestiones de menor relevancia y trascendencia. Sin embargo, en los últimos 15 años, una vez desaparecida la amenaza comunista, la crítica hacia la democracia liberal proveniente de las propias sociedades occidentales ha adquirido un mayor relieve, y han crecido las propuestas de organización democrática que no necesariamente comparten el credo liberal de los cinco autores aquí analizados. 21 De esta manera, podría observarse que algunas de las propuestas teóricas más importantes en la actualidad que rebaten los principios básicos de esta teoría democrática liberal provienen de doctrinas tan diversas como la democracia participativa, el comunitarismo, la democracia consensual, la democracia deliberativa, el republicanismo o el libertarismo. Las críticas nuevas y añejas que provienen de estas concepciones teóricas avivan el interés que despierta la democracia liberal. En las páginas que siguen, se analiza la teoría de cada uno de los autores mencionados, y aunque se tratan de destacar las características comunes que los unen, es conveniente considerar que también se trata de presentar su teoría de manera integral, por lo que en un dado caso se podría leer aisladamente cada uno de los capítulos que conforman este estudio sin que se perciba una ruptura en la secuencia que tienen. Como puede verse, en este sentido, el propósito general del texto es doble: por un lado, identificar las características de la teoría de la democracia en estos autores y, por el otro, formular una crítica específica a la teoría de cada uno de ellos. 22 1. GABRIEL A. ALMOND Y LA CULTURA POLÍTICA DE LA DEMOCRACIA Para mal o para bien, los hombres no tienen otra alternativa que vivir en sociedad. Las habilidades y aptitudes más elementales del ser humano se desarrollan gracias a la interacción social, más aún, la potencialidad que éstas encierran depende en buena medida del entorno social. Cuando es propicio, la capacidad alcanza los niveles más altos, cuando no, la conducta y actitudes de los hombres se asemejan a las de los seres más primitivos. Sin embargo, al vivir en sociedad los individuos se ven envueltos inevitablemente en múltiples disputas y conflictos. Sus intereses, deseos y expectativas los llevan a enfrentarse entre sí para obtener lo que pretenden; tal vez sea por esa razón que sin la política, es decir, sin los medios para resolver los problemas más importantes que se producen por la convivencia de los hombres en una sociedad, difícilmente se podría sostener la existencia del genero humano tal y como la conocemos. Así, una de las muchas cualidades de la política es ofrecer la posibilidad de resolver los problemas que surgen de la vida en sociedad y encausar las acciones de ésta para generar las mejores condiciones de desarrollo individual. Sin embargo, para que esto suceda, es necesario que los hombres conciban de este modo a la política, que tengan una cultura política tendiente a ver de esta manera la cooperación y confrontación social, pues de lo contrario los alcances de la actividad política no pueden tener más que un límite muy estrecho. Gabriel A. Almond, el primero de los cinco autores que se analizan en este escrito, es reconocido como uno de los pensadores modernos que más ha aportado a la teoría de la cultura política, más aún, podría considerársele legitimamante como el fundador de los estudios contemporáneos sobre esta materia. Sin embargo, su teoría de la cultura 23 política se comprende mucho mejor si se atiende a su teoría sobre la personalidad política y el desarrollo político; podría decirse incluso que estos tres temas son prácticamente indisolubles, que en conjunto constituyen lo que podría considerarse la teoría de la democracia de Almond, y que tal vez sean la mejor forma de presentar el análisis que se hace de él en este trabajo. La personalidad política Una de las características más importantes y distintivas de la ciencia política estadounidense de mediados del siglo xx fue su atención a los procesos individuales y grupales de la actividad política. Desde la perspectiva del conductismo, la ciencia política tradicional se había limitado a estudiar la realidad política mediante el análisis de las instituciones públicas y las leyes, por lo que se hacía necesario ampliar la perspectiva de estudio a las conductas políticas sociales e individuales. Al cambiar el foco de atención de las instituciones y su actividad legalmente regulada a la conducta política individual y social carente de regulación jurídica pero efectiva y observable, el análisis político se enfrentó no sólo a la tarea de captar y describir estas conductas, sino también, y sobre todo, a explicar los motivos y razones que llevaban a los individuos a actuar de un cierto modo en la vida pública. Si en el siglo XIX la ciencia política había recurrido al derecho como disciplina auxiliar para estudiar a las instituciones políticas y su desempeño jurídicamente regulado, en el siglo XX, principalmente en la primera parte, la ciencia política estadounidense recurrió con cierta regularidad a la psicología para analizar la conducta social y política del individuo.1 En Estados Unidos, y probablemente también en el mundo, 1 Un recuento de la interacción entre las dos disciplinas y, de hecho, de la generación del subcampo de la psicología política puede encontrarse en Stone, William F. “Political psychology. A whig history.” en Long, Samuel L. The handbook of political behavior. Vol. 1, Plenum, New York, 1981. También puede encontrarse una alusión 24 Harold Lasswell fue el primer politólogo en usar este recurso, basándose principalmente en las teorías psicoanalíticas de Freud. Almond, que fue discípulo distinguido de Lasswell en la Universidad de Chicago, siguió su ejemplo, lo que puede apreciarse claramente en sus primeros trabajos de investigación y en los artículos que publicaron conjuntamente en 1934 y 1935.2 Esta temprana atención de Almond hacia los aspectos subjetivos de la conducta política social e individual se ha mantenido constante a lo largo del tiempo, y puede apreciarse aún en su libro más reciente, Strong religion. The rise of fundamentalisms around the world, convirtiéndolo así en el politólogo estadounidense más reconocido que se ha ocupado de este campo de estudio.3 A pesar de que una buena parte de este prestigio y reconocimiento se deben al estudio y el concepto de la cultura cívica, sus trabajos en torno a la personalidad política no desmerecen en interés y, en buena medida, son un recurso muy valioso para comprender de una manera más amplia y profunda su teoría de la cultura política. Aunque Almond analiza el tema de la personalidad política en varios trabajos, es particularmente en uno de los más tempranos, The appeals of communism (1954), en donde lo desarrolla ampliamente.4 El libro resulta de gran interés no sólo porque en él Almond se ocupa de las actitudes y apreciaciones políticas subjetivas de los individuos, lo cual será una base fundamental para el ulterior desarrollo de los principios teóricos de The civic culture (1963),5 sino también porque éste trataba de directa a los vínculos entre la teoría de la cultura política y la sicología en la Introducción al texto de Pye, Lucian y Sydney Verba. (eds.) Political culture and political development. Princeton University Press, Princeton, 1965. 2 Véase Lasswell, Harold y Gabriel Almond. “The official” y “The client”, reunidos bajo el título “The participant-observer: a study of administrative rules in action” en Lasswell, Harold. The analysis of political behaviour. An empirical approach. Routledge and Kegan Paul, London, 1966 (11947). 3 Almond, Gabriel A., R. Scott Appleby y Emmanuel Sivan. Strong religion. The rise of fundamentalisms around the world. University of Chicago Press, Chicago, 2003. 4 Almond, Gabriel. The appeals of communism. Princeton University Press, Princeton, 1965 (11954). 5 Almond, Gabriel y Sydney Verba. The civic culture. Princeton University Press, Princeton, 1963. 25 erigirse como una replica o una respuesta crítica a uno de los libros más influyentes en la ciencia política de los años cincuentas, The authoritarian personality (1950), de Theodor Adorno y otros colaboradores, el cual muy pronto se convirtió en el punto de referencia obligado de todo estudio hecho en torno a la psicología política.6 La significación y relevancia de The authoritarian personality se debieron fundamentalmente a dos motivos, uno metodológico y otro teórico. En términos metodológicos el libro representó un hito en la historia de la ciencia política estadounidense porque por primera vez se emprendía un amplio estudio que combinaba el método de la encuesta, las entrevistas a fondo y los tests proyectivos para probar una teoría política. Así, clínica psicológica y análisis político se combinaban para tratar de explicar y esclarecer este carácter social, la personalidad autoritaria, que por estos años resultaba más que preocupante. También se distinguía por la amplitud del estudio, poco habitual por entonces, ya que se aplicaron poco más de 2000 cuestionarios, lo que produjo un volumen de información difícil de manejar con las técnicas de procesamiento de datos disponibles en la época. Otra de las novedades metodológicas del libro era la presentación de lo que sus autores denominaron la escala F. Esta medida fue elaborada a partir de una serie de indicadores proporcionados por las respuestas de los entrevistados, cuya combinación permitía atribuir a cada persona una puntuación que lo colocaba en un determinado nivel de la escala del fascismo: entre más alto calificara un individuo, se consideraba más próximo al fascismo; entre más baja fuera su nota, más democrática se consideraba su personalidad. Los individuos que se ubicaban más alto en esta medida eran los que pensaban siempre en términos jerárquicos, odiaban todo lo débil, idealizaban a sus padres, creían en el individuo medio, valoraban en exceso el éxito, eran 6 Adorno, T.W., Else Frenkel-Brunswik, Daniel J. Levinson y R. Nevitt Sanford. The authoritarian personality. Harper & Row, New York, 1950. 26 desproporcionadamente optimistas, pensaban en términos rígidos y estereotipados, rechazaban lo subjetivo y las opiniones críticas, etc. Por el contrario, los individuos que se encontraban en las posiciones bajas de la escala eran los que habían obtenido una valoración baja en todos estos indicadores. En términos teóricos, The authoritarian porsonality causó un amplio revuelo debido a que a partir de sus resultados hubo quienes encontraron bases para atribuir a la sociedad estadounidense tendencias fascistas. El proyecto de Adorno y sus asociados se inscribía dentro de una serie denominada Estudios sobre el prejuicio, de la que Max Horkheimer era el director. El planteamiento teórico original del texto era que la discriminación y prejuicio en contra de los judíos no se debía a ninguna característica intrínseca de este grupo etno-religioso, sino a la propia personalidad y estructura psíquica de quien discriminaba. Durante la etapa de preparación del estudio, los autores ampliaron su perspectiva teórica para demostrar que aquellos que discriminaban a los judíos tenían también una elevada propensión a discriminar a otros grupos sociales, y a albergar además una serie de actitudes éticas, religiosas, sociales y políticas que los convertía en fascistas potenciales. No obstante los numerosos e indiscutibles méritos de la obra, uno de sus principales problemas fue el sesgo de la muestra en que se basó, ya que la mayor parte de los entrevistados radicaban en el área de San Francisco, eran jóvenes, de clase media y estaban vinculados a una serie de organizaciones sociales formalmente establecidas.7 De acuerdo a lo dicho por los propios autores, esto no representaba problema alguno, en tanto que su propósito no era extraer una muestra representativa para definir el carácter político de la sociedad estadounidense, sino establecer la relación que existía entre un conjunto de actitudes éticas, religiosas, sociales y políticas, específicamente el 7 Algunos otros aspectos metodológicos son señalados en el artículo de Hyman, Herbert H. y Paul B. Sheatsley “’The authoritarian personality’ – A methodoligical critique.” en Christie, Richard y Marie Jahoda (eds.). Op. Cit. 27 sentimiento antijudío, con una determinada posición política, específicamente el fascismo. A pesar de ello, en muchos pasajes del libro no queda del todo claro si los juicios de los autores se refieren a la población específica entrevistada o a la sociedad estadounidense en general, ambigüedad que alimentó la impresión de que el texto documentaba las actitudes autoritarias e intolerantes de esta sociedad. En un país que se preciaba, y se precia, de ser la encarnación de las libertades y la democracia moderna, este tipo de juicios no podía sino herir profundamente incontables susceptibilidades. Alcanzado por la repercusión de este texto, Almond emprendió el proyecto The appeals of communism. Su propósito general era mostrar que los individuos con una ideología radical de izquierda, particularmente los militantes de los partidos comunistas, tenían serios problemas de adaptación social y de desorden de su personalidad, al grado de que muchos de ellos eran neuróticos. Así, el texto de Almond parecía invertir el sentido de la crítica sustentada por Adorno y sus asociados, y aunque no exculpaba a los individuos de ideología conservadora, se aplicaba en la caracterización política de los militantes comunistas, atribuyéndoles una personalidad autoritaria. Tiempo después y en un trabajo distinto, Almond explicó que en cierta medida The appeals of communism se había inspirado en los cuestionamientos críticos que Edward Shils dirigiera en contra del texto de Adorno y sus asociados. De acuerdo a esta explicación, el objetivo de The appeals of communism no era sólo caracterizar a los militantes comunistas como individuos neuróticos con serios desequilibrios emocionales, sino demostrar que los desordenes de la personalidad conducían a posiciones políticas extremistas, ya fueran de izquierda o de derecha. A propósito de la personalidad autoritaria, la crítica elaborada por Shils no sólo contribuyó a la configuración del texto de Almond, sino que aportó una idea fundamental al concepto y la teoría de la cultura cívica: una sociedad democrática liberal probablemente no funcionaría 28 adecuadamente sólo con personalidades democráticas, y seguramente funcionará mejor si ciertas funciones y actividades son desempeñadas por personalidades distintas, incluso autoritarias. Tal vez no haya sido esta la única fuente de inspiración de Almond, pero es evidente que en ella está ya la semilla de su planteamiento del ciudadano y la cultura cívica como una mezcla de orientaciones políticas.8 La metodología seguida por Almond para el análisis de la personalidad comunista fue hasta cierto punto similar a la de Adorno: elaboró y aplico un cuestionario a exmilitantes del partido comunista de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia; analizó las historias clínicas de 35 individuos gracias al acceso que le dieron a ellas algunos psicoanalistas; y realizó un análisis de contenido de la prensa comunista, técnica del todo innovadora en ese campo, ya que la había aprendido directamente de su propio creador, Harold Lasswell. La hipótesis de Almond era que los individuos que se dirigían y terminaban afiliándose al partido comunista lo hacían guiados más por desordenes personales que por sólidas convicciones políticas o ideológicas. Más aún, consideraba que la mayor parte de ellos buscaban resolver o disimular con su militancia política problemas de orden personal y privado, de ahí que los considerara individuos afectados por la neurosis.9 Para Almond, no existía nada más opuesto a la sociedad democrática, liberal y pluralista, de la que Estados Unidos era el ejemplo más prominente, que la sociedad comunista. Dentro de las mismas sociedades democráticas occidentales el partido comunista era un ejemplo de organización monolítica, absorbente y opresiva; a imagen del 8 Almond explica esto en “The appeals of communism and fascism” en Almond, Gabriel. Ventures in political science. Narratives and reflections. Lynne Rienner, Boulder, 2002. La crítica de Shils puede verse en “Authoritarism: ‘right’ and ‘left’”; su contribución al texto de Christie, Richard y Marie Jahoda (eds.). Studies in the scope and Method of “The authoritarian personality” Free Press, Glencoe, 1954. 9 “Podría sugerirse que algunos tipos particulares de desajuste emocional o algunos patrones únicos de desarrollo psicológico están en la base de la susceptibilidad neurótica al comunismo.” The appeals of communism, op. cit., p. 258. 29 modelo de sociedad que pretendía instaurar. Consideraba que si alguna vez el comunismo se había erigido como una protesta contra las injusticias del capitalismo del siglo XIX, su ética política había degenerado desde entonces hasta convertirse en una ideología decadente.10 El partido comunista era presentado como una organización que exigía del individuo una sumisión absoluta, incondicional. Su grado de exigencia llegaba a desplazar a la familia o a cualquier otra organización social que interfiriera con la lealtad y la dedicación exclusiva del individuo. A cambio, el partido se ofrecía como sustituto absoluto de toda necesidad social, ideológica y ética; se presentaba prácticamente como un cuerpo místico, dotado de una escatología trascendental, dispuesta a redimir los sacrificios temporales. A su vez, el militante comunista era presentado como un individuo hostil, agresivo e introvertido, que encontraba en el partido un medio para canalizar su hostilidad y agresividad reprimida hacia el conjunto de la sociedad; gracias al partido este resentimiento se convertía en un objetivo social dotado de sentido, ideológicamente legítimo. Almond llegó a valerse de una metáfora bélica para representar la oposición entre la democracia y el comunismo: si la democracia ofrecía a los individuos un modelo de convivencia civil y tolerante, la ideología comunista brindaba a sus militantes un modelo combativo, beligerante. No obstante, a pesar de esta imagen general, Almond reconocía que había diferencias sustanciales entre los partidos y los militantes comunistas de los cuatro países que había analizado. Una de las diferencias más importantes, por ejemplo, era que encontraba a los militantes de los partidos comunistas de Gran Bretaña y Estados Unidos más aquejados de desórdenes personales neuróticos que a los de 10 “Una de las ironías más ominosas de la historia es que el movimiento comunista, el cual tomó su primer impulso como protesta contra los males del siglo XIX, se convertiría él mismo en el más grave mal del siglo XX. La historia del comunismo puede ser contada en términos de la degradación de su ética política.” Ibid. p. 370 30 Francia e Italia. La explicación que ofrecía de ello era que en estos países la ideología y los partidos comunistas tenían una función política y social mucho más orgánica, significativa y legítima que en los primeros. En estos países europeos la ideología y los partidos comunistas eran considerados reales y verdaderos vehículos políticos para llegar a determinados fines sociales. En cambio, siendo sólo movimientos marginales y atípicos en Gran Bretaña y Estados Unidos, su imagen pública no les permitía atraer sino a personalidades políticas del mismo corte. El partido comunista de Estados Unidos, más que el de Gran Bretaña, albergaba a personas con desórdenes neuróticos debido a que en este país una gran parte de sus militantes habían nacido en el extranjero, en Europa principalmente, o bien eran hijos de estos inmigrantes. Esto significaba, en términos sociales, que eran individuos objetivamente aislados, rechazados y forzados a la introversión; marginados realmente de una sociedad que sólo muy lentamente los aceptaba e incorporaba a su dinámica interna. El partido se convertía así en un medio para resistir y superar la marginación social.11 De acuerdo a la explicación posterior de Almond, The appeals of communism pretendía mostrar que no eran los individuos con ideología de izquierda, o no sólo éstos, los que se caracterizaban por afecciones de su personalidad integral, sino más bien que los desórdenes psíquicos podían conducir a posturas políticas extremistas, ya fueran de derecha o de izquierda. Explícitamente, Almond planteaba que la personalidad normal, modal, generalmente se dirigía a una ideología normal, modal. 11 “Así, hemos visto que el comunismo puede atraer a personas abiertamente hostiles y resentidas hacia su entorno, a personas neuróticamente pasivas y dependientes, y a personas apartadas y aisladas de su entorno. Parecería que el comunismo puede atraer a personas que se sienten rechazadas o son rechazadas por su entorno...Estos aspectos del comunismo tienen una atracción obvia para personas que albergan en sí mismas sentimientos de debilidad y subestima como consecuencia de experiencias infantiles tempranas, así como para personas que han sido objetivamente rechazadas por su entorno.” Ibid., p. 279 31 The appeals of communism nunca alcanzó la notoriedad de The authoritarian personality. Una de las razones probables de ello es que mientras la primera se interpretó como una defensa de la sociedad estadounidense, sumándose a una caudalosa corriente en este sentido, la segunda fue interpretada como una crítica, como un ataque y, sobre todo, como una advertencia, lo cual provocó múltiples y encendidas reacciones. No obstante, seguramente otra de las razones que explican la menor proyección del estudio de Almond fue su congénita debilidad metodológica. Esta debilidad es notable no sólo porque él mismo criticó acremente las fallas metodologías del texto de Adorno y sus asociados, sino porque su propia carrera profesional y su obra intelectual se han caracterizado por llamar la atención sobre los aspectos metodológicos y científicos de la disciplina, para no mencionar que él mismo es identificado como uno de los máximos exponentes del conductismo, una corriente que criticaba a la ciencia política tradicional precisamente por su falta de rigor metodológico.12 Las deficiencias metodológicas más evidentes de la obra se refieren sobre todo a la muestra, tanto por lo que se concierne a su tamaño como a su sesgo. El tamaño de la muestra que usó Almond contrasta notoriamente con el de The authoritarian personality: en tanto el primero se basó apenas en 221 casos, la segunda utilizó poco más de 2000. Además, mientras Almond reunió a cuatro países en su estudio, lo que da una media de 55 casos por país, el estudio de Adorno concentró sus esfuerzos en un área de Estados Unidos más o menos acotada, la 12 Los escritos que Almond ha dedicado a las cuestiones históricas y metodológicas de la disciplina son numerosos. Algunos de los más importantes son: “Politics, science and ethics” American Political Science Review Vol. 40, No. 2, Apr. 1946; “Political theory and political science” en Sola Pool, Ithiel de (ed.). Contemporary political science: toward empirical theory. McGraw-Hill, New York, 1967; “Ciencia política: la historia de la disciplina” en Goodin, Robert y Hans-Dieter Klingeman (eds.) Nuevo manual de ciencia política. Istmo, Madrid, 2001 (1996); y el conjunto de ensayos reunidos en Una disciplina segmentada. Escuelas y corrientes en las ciencias políticas. FCE, México, 1999 (1990). 32 bahía de San Francisco, lo que si bien anuló las posibilidades de ampliar las conclusiones a todo el país, impidió que la muestra se dispersara como en estudio de Almond que, por ejemplo, elaboró sus conclusiones para el caso de Gran Bretaña basándose tan sólo en 50 casos. En lo que se refiere al sesgo de la muestra, esta falla resulta mucho más seria. Por un lado, es muy probable que su reducido tamaño se haya debido a la limitación de recursos, pero por el otro, la falla del sesgo no se puede explicar sino como una deficiencia en la concepción del proyecto. Almond realizó su estudio y análisis basándose sólo en cuestionarios e historias clínicas de exmilitantes comunistas, de personas que por una u otra razón habían dejado de pertenecer a este partido en el momento de responder al cuestionario o la entrevista. Atendiendo a las propias conclusiones de Almond, y considerando sobre todo la decisiva significación de la organización en la experiencia vital de estos militantes, tal separación debió haber provocado una seria conmoción en sus ideas y en su vida cotidiana, lo que se pasa por alto de manera más que sorprendente. Almond no ignoró el peligro de la distorsión que podía producir en sus conclusiones este sesgo; estaba plenamente consciente y lo advierte al lector en la parte introductoria del texto, por lo que extraña más aún que a pesar de esta limitación haya considerado que de una muestra semejante podía obtener conclusiones válidas para todos los militantes. Es posible que muchos de los rasgos psíquicos que Almond asocia a las personalidades que tienden al extremismo político, se presenten con aguna regularidad en cierto tipo de militantes comunistas, pero no cabe duda que difícilmente puede emprenderse una demostración empírica de ello con un método semejante. Independientemente de estas limitaciones, el estudio de Almond resulta muy interesante porque adelanta dos hipótesis teóricas que serían fundamentales para la teoría y el concepto de la cultura cívica. 33 La primera de ellas se encuentra también en The authoritarian personality y se refiere a la conexión que hay entre las actitudes no políticas y las políticas, es decir, a la estructura integral de la personalidad, que conecta así las actitudes y conductas económicas, éticas, religiosas y sociales en general con las que son específicamente políticas, es decir, la congruencia y derivación que hay entre la personalidad integral y la personalidad política.13 Esta hipótesis teórica que resultaría fundamental para la cultura cívica es de gran interés porque de ella se desprende la idea de que la conducta política no sólo se puede estudiar basándose en las actitudes específicamente políticas, sino que hay un sinfín de esferas y campos sociales cuyo estudio contribuye a la comprensión de los procesos políticos de una sociedad. Así, si en The appeals of communism Almond trató de explicar y demostrar la conexión que había entre las actitudes no políticas y las específicamente políticas de los individuos, en The civic culture se ocupó de mostrar cómo existía esta misma conexión en el terreno más amplio de la sociedad: mientras en el primero se establecía una conexión entre la personalidad integral y la personalidad política, en el segundo se conectaba la cultura de la sociedad con la cultura política. Toda la Parte III de The civic culture está dedicada a establecer las conexiones entre las actitudes, conductas y relaciones no políticas con las políticas; su nombre mismo Social relations and political culture, expresa la intención de mostrar cómo la forma en que los individuos usan su tiempo libre, se consideran generosos hacia los demás, confían en los otros, educan a sus hijos o cooperan con los demás, tiene relación con las actitudes políticas. 13 El primer párrafo de la Introducción de The authoritarian personality lo plantea así: “La investigación que se reporta en este volumen estuvo guiada por la siguiente hipótesis fundamental: que las convicciones políticas, económicas y sociales de un individuo a menudo forman un modelo amplio y coherente, como si estuvieran unidas por una ‘mentalidad’ o un ‘espíritu’, y que este modelo es una expresión de profundas tendencias en su personalidad.” Op. Cit., p. 1. 34 La segunda hipótesis teórica se encuentra también en The authoritarian personality y en varias de las obras de Almond de esta época, incluida The appeals of communism. En estas obras se partía de la hipótesis de que la personalidad política de los individuos estaba altamente condicionada por la experiencia que tuvieran con la autoridad paterna en la etapa infantil. Rindiendo tributo a la influencia que sobre él ejercía Freud, ya sea directamente, a través de Lasswell, o de los intelectuales alemanes exiliados, Almond consideraba que el modelo de la relación de autoridad padre-hijo determinaba la personalidad integral del individuo, incluida obviamente la parte política. Así, tanto para Adorno como para Almond el factor personal determinante en la elección de las opciones políticas autoritarias era la experiencia de haber tenido un padre tiránico, opresivo e intolerante. Para ambos, el uso abusivo de la autoridad por parte del padre, condicionaba a los individuos para convertirse en personas agresivas, hostiles y autoritarias. A la inversa, haber crecido en una familia en donde hubiera consideración hacia los deseos y motivaciones de los hijos generaba condiciones para que éstos desarrollaran una personalidad democrática, liberal, tolerante. La diferencia entre ambos, ya referida, era que mientras Adorno advertía que un padre autoritario generaba las orientaciones fascistas de los hijos, Almond lo asociaba con el comunismo.14 No obstante, a diferencia de la primera hipótesis teórica, Almond no le da a ésta continuidad en The civic culture, sino que la abandona o, más bien, la transforma. Si en sus primeros trabajos Almond había considerado a la familia y la etapa infantil del individuo, particularmente la relación de autoridad con el padre, como el factor determinante de la personalidad política, o bien, en términos colectivos, de la cultura política, en The civic culture plantea que no son la infancia y la familia los factores 14 Almond desarrolla esta idea en el Capítulo 10 de The appeals of communism, Op cit.; en “The participant-observer: a study of administrative rules in action” Op. cit., p. 267; y en “The political attitudes of wealth”. The Journal of Politics, Vol. 7. No. 3, Aug. 1945, p. 232, 253; 35 determinantes de la socialización política. Ahí explica que existen tres agentes y etapas de socialización política fundamentales para el individuo: la familia y la relación de autoridad con el padre; la escuela y los modelos de autoridad educativa; y las organizaciones sociales de la vida adulta, particularmente los modelos de autoridad y participación en el trabajo.15 Sin embargo, enfatiza que la más importante no es la primera de ellas, sino la última. Más aún, la infancia y la familia no quedan en la segunda posición, sino en la tercera.16 Una de las conclusiones más importantes de The civic culture es que cuando un individuo ha tenido la oportunidad de participar en las decisiones que se toman en la familia, la escuela y el trabajo tiene mayores posibilidades de sentirse a sí mismo capaz y competente en las decisiones políticas, es decir, de tener mayor influencia, y por lo tanto, mayor participación política. Los efectos de cada una de estas tres estructuras son acumulativos, es decir, que tiene mayor oportunidad de participar y de sentirse competente políticamente quien ha tenido estas posibilidades en las tres instancias que quien sólo las ha tenido en dos; y a su vez, quien las ha tenido en dos de ellas, tiene ventaja sobre aquel que sólo las había tenido en una. Además, el orden de importancia no es intercambiable, es decir, de las tres estructuras resulta más importante la 15 Aunque en The civic culture Almond menciona a tres agentes de socialización política fundamentales, en Política comparada aumenta la lista a cinco: 1) La familia, 2) La escuela; 3) Los grupos de amigos y compañeros; 4) El trabajo; y 5) Los medios de comunicación. Mas tarde, en Comparative politics today, este listado se expandió considerablemente, llegando a enumerar a 9 agentes: 1) La familia; 2) Las escuelas; 3) Las instituciones religiosas; 4) Los grupos de amigos y compañeros; 5) El género y la clase social; 6) Los medios de comunicación; 7) Los grupos de interés; 8) Los partidos políticos; y 9) Las estructuras gubernamentales. Véase Almond, Gabriel A. y G. B. Powell. Política comparada. Una concepción evolutiva. Paidós, Buenos Aires, 1978 (11966), pp. 63-66; y Almond, Gabriel A, G. Bingham Powell, Kaare Strom y Russell J. Dalton. Comparative politics today. A world view. Longman, New York, 2000, pp. 56-62. 16 Aunque no queda del todo claro en The authoritarian personality, Max Horkheimer señaló posteriormente que una de las principales enseñanzas de esta investigación fue que la socialización política no se concentra en la niñez, como creían, sino que continúa en la adolescencia y más allá. Véase Horkheimer, Max “La familia y el autoritarismo” en Erich Fromm, et. al. La familia. Península, Barcelona, 1970. 36 participación en el trabajo, luego la correspondiente a la escuela y después la de la familia.17 Aunque este cambio en la consideración de la importancia de la familia y la relación con el padre pudo deberse a múltiples factores, no cabe duda que uno de los más influyentes, como el mismo Almond lo reconoce, fue la obra de Harry Eckstein, particularmente su teoría de la congruencia de la autoridad política.18 En A theory of stable democracy, Eckstein planteaba que una democracia que se deseara conservar y permanecer necesitaba que se diera una congruencia entre su estructura social y su estructura política, es decir, que se estableciera una correspondencia entre las formas de autoridad de sus instituciones políticas y las de sus instituciones sociales básicas. Algunas de estas instituciones básicas, como la familia, reconocía Eckstein, eran muy poco aptas para seguir un patrón democrático en la conformación de su autoridad; dado el involucramiento de adultos e infantes, las relaciones jerárquicas eran en cierta medida necesarias. No obstante, planteaba Eckstein, aún así podía alcanzarse la congruencia. Ésta se podía lograr si entre los extremos que representa el régimen democrático del Estado y el régimen jerárquico de la familia se establecía un espacio institucional intermedio cuya estructura poseyera una serie de gradaciones decrecientes, es decir, si organizaciones como los partidos políticos, que se encuentran muy cerca de la autoridad estatal, mantienen un principio de organización aceptablemente democrático, a los cuales pueden seguir otras organizaciones menos democráticas, hasta llegar a instituciones básicas como la familia, en donde la democracia es difícilmente practicable.19 17 Véase el Capítulo 12. “Political socialization and civic competence” de The civic culture. Op. cit. 18 Véase la nota número 5 del mismo Capítulo 12. Ibid. 19 Harry Eckstein expone esta teoría en Division and cohesion in democracy. A study of Norway. Princeton University Press, Princeton, 1966. Véase particularmente el Apéndice B: “A theory of stable democracy” 37 Almond, tomando como base la teoría de Eckstein, la adaptó para proponer en The civic culture que la instancia más importante de la socialización política del individuo era el trabajo, ya que había encontrado en su estudio que en comparación con la familia o la escuela, éste era el que había mostrado la mayor correlación positiva con el sentido de influencia y participación política de los individuos. Curiosamente, Eckstein mencionaba en las conclusiones de A theory of stable democracy que, por desgracia, no contaba en ese momento con ningún estudio empírico que le permitiera comprobar su teoría, por lo que, en cierto sentido, el libro de Almond y Verba puede considerarse parte de la prueba empírica que Eckstein buscaba. Almond explicó que la correlación positiva que encontró entre la participación en las decisiones que se toman en el empleo y la competencia cívica subjetiva se debía muy probablemente a que las estructuras de autoridad política y laboral tienen muchas cosas en común, a que se asemejan, y a pesar de que relegó a la familia y las experiencias infantiles con la autoridad a la tercera posición, no le negó importancia. La instancia familiar y la etapa infantil son experiencias importantes del individuo porque muchos de los rasgos de su personalidad se perfilan en ese momento y en ese espacio, sin embargo ¿qué tan definitorios son? O, haciendo una pregunta mucho más puntillosa ¿qué tan factible es inferir la conducta política de un individuo mediante la tipificación de sus rasgos de personalidad? Almond, así como Adorno, Fromm, Eckstein y muchos otros que han escrito sobre el tema, estaban conscientes de que uno de los problemas más importantes de la teoría de la personalidad política es precisamente encontrar correlaciones claras y precisas entre tipos de personalidad y conductas políticas específicas. A pesar de ello, varios de estos autores, como Almond en algún momento, trataron de establecer ciertas conexiones, encontrándose con una serie de dificultades para establecer inferencias en estos cuatro sentidos: 1) De la infancia a la vida 38 adulta; 2) De la personalidad básica a la conducta real; 3) De la vida privada a la vida social; y 4) De la convicción personal a la decisión institucional. La primera de estas cuatro correspondencias, el nexo causal entre las experiencias infantiles y el carácter adulto, es un postulado básico de la teoría psicoanalítica, que Almond asumió plenamente en sus primeros escritos, como se ha mostrado, pero que posteriormente abandonó, como también se evidenció en The civic culture. La prueba palmaria de ello fue la colocación de la familia y las experiencias infantiles con la autoridad en el tercer lugar de prelación en la importancia de las estructuras de la socialización política. No obstante, en realidad, lo que Almond abandonó, fue la idea de que hubiera alguna vinculación causal directa entre las experiencias infantiles y el carácter de la vida adulta, o al menos la posibilidad de probarla empíricamente. Esto no significa que haya abandonado del todo la idea de que existe alguna conexión, sobre todo la conexión del modelo de autoridad padre-hijo y el sentido de competencia política. Sin embargo, sigue siendo un problema complejo el establecimiento de la conexión entre estas dos etapas del individuo. No sólo hay que tener en cuenta que entre ambos momentos media una cantidad de tiempo significativa, difícil de comprimir, sino que además los recuerdos de la niñez se encuentran sometidos a un proceso de adaptación y ajuste desde la situación emocional y afectiva del adulto. Esta limitación es muy difícil de superar con el método seguido por Almond: interrogar a los adultos sobre sus recuerdos infantiles, encontrando una correlación positiva entre el sentido de la competencia cívica adulta y la participación infantil en las decisiones familiares. En estos casos, cabe preguntarse ¿cuál de estas dos experiencias está induciendo la percepción positiva de la otra? Por lo que se refiere a la segunda correspondencia, Almond también está consciente de que una cosa es la personalidad básica y 39 otra distinta la conducta social real. El concepto de personalidad implica una propensión a la conducta y no su traducción directa en hechos concretos, pues la forma en que éstos se dan depende siempre de una constelación de circunstancias objetivas que no es fácil tomar en cuenta. Uno de los primeros problemas que se enfrentan para tratar de establecer una relación entre la personalidad y la conducta es qué modelo de personalidad se tomará como base ¿la personalidad típica de la comunidad local, la de la clase social, la del grupo étnico, o la del conjunto nacional? Una vía de solución es tratar de establecer la personalidad modal, es decir, la personalidad que se presenta con mayor frecuencia en la sociedad, pero al hacerlo así se asume el riesgo de que la proporción de la moda pueda ser baja en proporción con el conjunto social, haciendo más imprecisa aún la vinculación.20 Así, es tan difícil establecer una conexión causal diáfana y precisa entre los dos factores, que la utilidad práctica de este tipo de teorías en la explicación de los fenómenos políticos resulta bastante limitada, por lo que su utilización debe hacerse con suma cautela. El problema central con la tercera correspondencia es que a pesar de que Almond basa una buena parte de sus argumentos en la vinculación entre las actitudes no políticas y las políticas, es necesario tener en cuenta que las percepciones, ideas y valores de la vida privada no siempre se traducen directamente a la vida social, ya que este medio impone al individuo una serie de condicionamientos que no es fácil desentrañar ni superar. Más aún, las elecciones y preferencias de los individuos no tienen origen necesariamente en sus procesos mentales 20 Sobre el concepto de personalidad modal véase el estudio clásico de Inkeles, Alex y Daniel J. Levison “National character: the study of modal personality and sociocultural systems” en Lindzey, Gardner y Elliot Aronson (eds). The handbook of social psychology Vol. IV, Addison Wesley, Reading, 1969 (11954). 40 internos, sino que en buena medida provienen del exterior, a veces como costumbres, tradiciones o restricciones culturales.21 La vida social del individuo lo coloca así en una serie de contextos y ambientes a los cuales debe ajustar su conducta, en donde sólo puede expresar los rasgos profundos de su personalidad de manera parcial. Además, debe advertirse que no puede deducirse la disposición o carácter de un grupo social con la sencilla suma de las personalidades que lo conforman, sin embargo, esta tendencia, común en la mayor parte de las teorías que se apoyan en el individualismo metodológico, no está del todo ausente en las explicaciones de Almond. Por otro lado, un problema adicional irresuelto en esta teoría es la equiparación de los valores de la vida privada y la pública, es decir, entre la ética privada y la ética pública. Aunque Almond no afronta el problema en estos términos, la relación que trata de establecer entre las actitudes no políticas y las políticas hacen que inevitablemente se plantee el problema clásico de la ética pública y la ética privada. Almond toma el partido de equiparar la significación de ambos campos valorativos. Así, se produce un escenario en el que las actitudes políticas positivas del ciudadano pueden rastrearse en la familia, el vecindario, la empresa, la ciudad o el país, es decir, podría así sugerirse la deducción de que un buen ciudadano es un buen padre de familia, o un buen marido, o un buen compañero de trabajo, o un buen miembro del sindicato, y a la inversa. La proposición de Almond deja, ciertamente, un margen suficiente para no tratar de extraer una relación causal entre las conductas del ámbito privado y del público, pero asume una correlación positiva entre los valores de uno y otro terreno. Esta relación puede conducir a lo que Robert Lane llamó la despolitización del ciudadano, es decir, el enjuiciamiento de éste a partir 21 Véase Wildavsky, Aaron. “Choosing preferences by constructing institutions: A cultural theory of preference formation” American Political Science Review Vol. 81, No. 1, Mar. 1987. 41 de los valores no políticos, de principios morales que corresponden a la ética privada.22 Finalmente, para la cuarta correspondencia, es conveniente tener presente que siempre hay una serie de restricciones que impiden convertir la convicción personal en decisión institucional. Esto es mucho más claramente perceptible en el caso de las élites políticas encargadas de tomar las decisiones más importantes de un Estado, quienes no siempre pueden imponer su voluntad pasando por encima de costumbres, leyes o la oposición de otras instituciones o autoridades. En este sentido, tal vez uno de los rasgos más notables de la modernización política sea precisamente el sometimiento de las élites políticas al estado de derecho, además de su colocación bajo la supervisión y vigilancia de una considerable cantidad de entidades públicas y privadas. A pesar de que Almond está consciente de algunas de estas restricciones, al grado de que ha llegado a rechazar el mismo concepto de personalidad política, sobre todo cuando trata de atribuírsele el rango de explicación causal en el cual él mismo creyó alguna vez, las bases de su teoría están construidas en una buena parte sobre muchos de estos supuestos, lo cual la hace susceptible de una cuidadosa revisión. La cultura política Como se ha mostrado, la teoría de la personalidad política es fundamental en el conjunto de las ideas de Almond, pero su prestigio y reconocimiento se debe sobre todo a la teoría de la cultura cívica, la cultura política de la democracia. No obstante que el concepto de personalidad remite a la disciplina de la psicología y el de cultura al de la antropología, la ciencia política los ha conjuntado para darle contenido al concepto de cultura política, el cual ha llegado a considerarse como una 22 Véase Lane, Robert E. Political man. Free Press, New York, 1972. Para este tema particular, puede consultarse especialmente la Parte V. “The good citizen”. 42 suma del conjunto de actitudes, características y prácticas específicamente políticas de una comunidad. Más aún, en la primera mitad del siglo XX proliferaron los estudios que aplicaban a la ciencia política lo que se denominó el enfoque psicocultural, caracterizado por tratar de derivar las actitudes políticas de las no políticas, para lo cual se concentraban los esfuerzos en el estudio y análisis de los factores que se consideraba podían incidir en la conducta política, tales como la socialización infantil, las motivaciones inconscientes y los mecanismos psicológicos.23 Derivándose de este enfoque, una de las bases teóricas más importantes del trabajo de Almond ha sido la presunción de que las instituciones y la conducta política de una sociedad podían explicarse en buena medida a partir de una serie de actitudes no políticas. Al decir del propio Almond, la atención que dirigió a estos temas a partir de la segunda guerra mundial respondió de alguna manera a las interrogantes planteadas por la caída de la República de Weimar, el ascenso del fascismo italiano y la inestabilidad de la cuarta república francesa, acontecimientos que planteaban una interrogante sobre la solidez de las instituciones democráticas y la relación de éstas con las costumbres, ideas y valores políticos de la sociedad. Asimismo, la atención que Almond dirige al tema de la cultura política en esta época se debe también en buena medida a la contraposición entre el totalitarismo y la democracia, los dos tipos básicos de regímenes políticos que luego de la segunda guerra mundial eran identificados como la disyuntiva a la que se enfrentaba el mundo, cuya oposición no parecía reducirse a la forma en que se estructuraban sus instituciones políticas, sino también al tipo de personalidad y cultura 23 El mismo Almond llegó a considerarse miembro de este enfoque. Véase Almond, Gabriel A. Political development. Essays in heuristic theory. Little, Brawn and Company, Boston, 1970, p. 154. Véase también Price-Williams, Douglass R. Por los senderos de la psicología intercultural. FCE, México, 1975; y Hyman, Herbert H. Political socialization. A study in the psychology of political behavior. Free Press, New York, 1959 43 política que existía en uno y otro. Así, en tanto The appeals of communism había tratado de aproximarse y definir la personalidad política del totalitarismo comunista, The civic culture se proponía identificar y explicitar los rasgos más sobresalientes de la cultura política democrática. Almond publicó junto con Sydney Verba The civic culture en 1963. No obstante que frecuentemente se analiza e interpreta esta obra de manera aislada, es pertinente tomar en cuenta que se ubica dentro de toda una corriente de la ciencia política estadounidense, y de otras latitudes, que al cabo de la segunda guerra mundial se volcó tanto hacia los estudios de política comparada como a los estudios de caso de los más diversos países; desarrollados y subdesarrollados, occidentales y orientales, modernos y tradicionales, etc.24 De hecho, en la misma vorágine de la guerra, el gobierno de Estados Unidos promovió la investigación y análisis de los países con los que estaba en guerra, siguiendo la idea de que una mejor comprensión de sus instituciones y su cultura le ayudaría a combatirlos. Ese es el origen nada menos que de uno de los estudios antropológicos más conocidos de la época, El crisantemo y la espada (1946), que Ruth Benedict emprendiera por encargo específico de la Oficina de Información de Guerra y que tenía el propósito de desentrañar los códigos y rasgos más importantes de la cultura japonesa, incluidos obviamente los políticos.25 El mismo Almond ocupó un cargo destacado en los servicios de información gubernamentales, llegando a tener bajo su mando al mismo Herbert Marcuse, quien colaboró especialmente en lo relativo a la exploración y definición de las instituciones y la cultura alemanas. A partir de esta misión, Almond elaboró y publicó varios estudios sobre la oposición alemana al nazismo, la resistencia europea a 24 Véanse los escritos reunidos en el libro de Ward, Robert E. (et. al.) Studying politics abroad. Field research in the developing areas. Little, Brown and Co., Boston, 1964. 25 Benedeict, Ruth. El crisantemo y la espada. Alianza, Madrid, 2002 (11946). 44 la ocupación alemana y los partidos políticos democratacristianos europeos.26 Una buena parte de la inquietud e interrogantes que planteaba a Estados Unidos el enfrentamiento con enemigos cuyas instituciones y cultura eran desconocidas, o poco conocidas, se debía sin duda al tradicional aislamiento diplomático de este país. Pero este interés se alimentó también de otras fuentes, como la “explosión nacional” que propició la descolonización posterior a la guerra y la recomposición del orden mundial. Inclusive, estas mismas preguntas e inquisiciones se revirtieron a la propia sociedad estadounidense, que aunque desde hacía tiempo se venía interrogando sobre el “carácter americano”, recibieron un nuevo impulso por la contraposición con otras sociedades y su nueva posición en el escenario internacional. A diferencia del siglo XIX y principios del veinte, cuando las indagaciones sobre el “carácter nacional” de los estadounidenses y otros pueblos se hacían sobre todo por parte de escritores, historiadores y antropólogos, el período de la posguerra señaló el inicio de la exploración de este campo por parte de sociólogos y politólogos, quienes inspirados por el entonces novel enfoque conductista, examinaron la cuestión con instrumentos distintos a los de sus antecesores; en lugar de apoyarse en la erudición, la observación y la interpretación, recurrieron a instrumentos metodológicos más sofisticados y complejos, sobre todo a la técnica del muestreo de la opinión pública, cuyo ejemplo paradigmático, al menos en el campo de la ciencia política, fue precisamente The civic culture. Sin embargo, antes de este libro ya se habían realizado importantes trabajos de investigación basándose precisamente en la técnica de la encuesta. Los tres que podrían considerarse los más 26 Véase Almond, Gabriel A. “The resistance and the political parties of Western Europe” Political Science Quarterly, Vol. 62, No. 1, Mar. 1947; Almond, Gabriel. “The christian parties of Western Europe” World Politics, Vol. 1, No. 1, Oct. 1948; Almond, Gabriel A. “The political ideas of christian democracy”, The Journal of Politics, Vol. 10, No. 4, Nov. 1948; Almond, Gabriel A. y Wolfang Krauss. “The size and composition of 45 prominentes vinculados a este tema fueron The lonely crowd (1950) de David Riesman, un incisivo y penetrante análisis sobre las conductas sociales de los estadounidenses; The passing of traditional society (1958) de Daniel Lerner, un interesante análisis comparativo de los efectos de la modernización en algunas sociedades del medio oriente; y The american voter (1960) de Angus Campbell, Philip E. Converse, Warren E. Miller y Donal E. Stokes, un estudio sobre el comportamiento electoral de los estadounidenses que, aun ahora, sigue siendo el parteaguas de los estudios relacionados con la conducta electoral. Cada uno de estos libros se convirtió en un clásico en su área respectiva, pero tenían algo en común muy importante; su metodología, sobre todo la técnica de la encuesta.27 The civic culture tenía entonces estos importantes antecedentes teóricos y metodológicos. En su caso, el propósito más importante era mostrar que la estabilidad de la democracia en un país no dependía sólo de sus instituciones democráticas, sino también, y sobre todo, de las actitudes políticas y no políticas de la población. Más aún, trataba de demostrar que este tipo de actitudes de los británicos y estadounidenses eran determinantes en la estabilidad democrática de sus respectivos países, en tanto que la carencia correspondiente en otras sociedades hacía inestable e inseguro su régimen democrático. Para demostrar esto, Almond y Verba decidieron aplicar un extenso cuestionario a una muestra representativa de la población de cada uno de los cinco países que consideraban analizar. El estudio incluía además la realización de una serie de entrevistas a fondo con algunos individuos seleccionados de la muestra, con las cuales the anti-nazi opposition in Germany” PS: Political Science and Politics, Vol. 32, No. 3, Sep. 1999. 27 Lerner, Daniel. The passing of traditional society. Modernizing the Middle East. Free Press, Glencoe, 1964 (11958); Riesman, David, Nathan Glazer y Reuel Denney. The lonely crowd. A study of the changing american character. Doubleday Anchor Book, New York, 1953 (11950); Campbell, Angus, Philip E. Converse, Warren E. Miller y Donald E. Stokes. The american voter. John Wiley & Sons, New York, 1965 (11960). 46 pretendían construir lo que llamaban las “historias de vida” de éstos, y utilizarlas para ilustrar y argumentar algunas de sus afirmaciones. Originalmente habían seleccionado a Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia y Suecia para realizar el estudio, sin embargo, en el trayecto del diseño, decidieron sustituir a los dos últimos por Italia y México, pues consideraban que las inestabilidades de la cuarta república francesa distorsionarían el análisis y la inexistencia en Suecia de un instituto experimentado de opinión pública lo dificultarían insuperablemente.28 Sobre la incorporación de México, Almond y Verba dijeron que consideraron interesante incluir a un país poco desarrollado políticamente, pero no dieron mayor explicación sobre la inclusión de Italia. No obstante, lo que revelaba esta nueva selección de casos era que se ajustaba muchísimo mejor a los supuestos de su teoría, pues les permitiría comparar la cultura política las dos democracias que consideraban más exitosas, Estados Unidos y Gran Bretaña, con las dos que habían experimentado el derrumbe más estrepitoso de sus instituciones políticas en el período de entreguerras, y que incluso, ante los ojos de muchos, habían sido las principales responsables del estallido de la segunda guerra mundial: Alemania e Italia. La hipótesis del estudio quedaría así convenientemente corroborada: las democracias de Estados Unidos y Gran Bretaña eran las más estables y sólidas gracias la fortaleza de sus culturas políticas, en tanto que las democracias de Alemania e Italia eran inestables y frágiles debido a la debilidad de éstas. Sin embargo, la selección de países que hicieron Almond y Verba no fue la más afortunada. En primer lugar, a pesar de que en la parte introductoria del estudio decían que una condición que habían puesto a la selección de países era que se tratara de regímenes democráticos, no 28 Almond proporciona una serie de interesantes datos y anécdotas sobre el proyecto y su teoría en “The intellectual history of the civic culture concept.” Almond, Gabriel, A. y Sidney Verba (eds.)The civic culture revisited. Little, Brown and Company, Boston, 47 hicieron mayor distinción entre modelos de democracia, niveles de desarrollo político u otro tipo de indicadores sociopolíticos.29 Por esta razón, llama inmediatamente la atención que desde el principio del estudio se refieran a Estados Unidos y Gran Bretaña como a las democracias más exitosas, sin explicar nunca esta distinción. Al parecer, este juicio lo expresaban atendiendo más a la continuidad de estos gobiernos que a la calidad o antigüedad de la democracia.30 De haber atendido a otros criterios, se habrían encontrado con que todavía en esa época en Estados Unidos un sector significativo de la población, los negros del sur, estaban prácticamente imposibilitados de ejercer sus derechos políticos; o que hasta hacía muy poco tiempo se había conservado en Gran Bretaña el aristocrático voto plural. No obstante, tal vez el mayor desatino en la selección de países, y el que ha sido más criticado, sea la inclusión de México. Este desatino puede llegar casi a la incongruencia si se atiende al hecho de que por esta época la abrumadora mayoría de los especialistas en política comparada y en política nacional mexicana coincidían en que México estaba lejos de poder ser incluido entre los sistemas de gobierno democrático, o bien, que sólo podía ser considerado un régimen democrático de estatuto muy especial . Así, siendo que Almond y Verba habían puesto como condición de su selección que se tratara de países democráticos, no deja de extrañar que hayan pasado por alto semejante restricción. 1980; y en “The Civic Culture: Retrospetct and Prospect” y “Civic Culture as Theory” Almond, Gabriel. Ventures in political science. Op cit. 29 A pesar de que en otras obras Almond llegó a establecer una extensa tipología de sistemas políticos democráticos, y que incluso se refirió a Alemania e Italia como a democracias inmovilistas y a México como una democracia tutelar, en The civic culture no hay mayor alusión a este tipo de clasificaciones y distinciones. Véase Political development. Op. cit., pp. 156, 177; Almond, Gabriel A. y James S. Coleman (eds.) The politics in the developing areas. Princeton University Press, Princeton, 1960. p. 53; y Política comparada. Op. Cit. pp. 219-220. 30 Una amplia crítica en este sentido puede encontrarse en Lijphart, Arend. “The structure of inference” en Almond, Gabriel y Sydney Verba. The civic culture revisited. Op cit. 48 Además, es muy probable que de los cinco países incluidos México sea el país que los autores menos conocían, pues es lo que parece indicar sus interpretaciones erróneas y desafortunadas de la realidad política mexicana. Uno de los ejemplos más notables de esto es la interpretación que dan a la respuesta de los entrevistados sobre el sentido de su voto en las elecciones de 1958. Aquí, los autores encontraron no sólo que los mexicanos estaban empatados con los británicos y estadounidenses en su disposición a revelar la decisión tomada en las elecciones locales, ya que en los tres casos tan sólo el 1% se había negado a proporcionar esta información, sino además encontraron que los mexicanos habían superado ligeramente a los británicos y estadounidenses en este mismo indicador correspondiente a las elecciones nacionales. En tanto que los italianos fueron los que calificaron más bajo en este indicador, pues el 32% se negó a revelar su voto, Almond y Verba interpretaron sencillamente que los mexicanos, a diferencia de los italianos, ¡no tenían nada que ocultar, en tanto que la mayoría de ellos votaba por el entonces partido dominante, el PRI! Así, de haber conocido un poco más el caso mexicano, se habrían percatado de que por aquel entonces el PRI no era sólo un partido dominante, sino prácticamente hegemónico, cercano a la exclusividad. En esa época, los analistas de la política mexicana sabían muy bien que las estadísticas electorales eran todo menos un instrumento confiable para analizar el comportamiento político de los mexicanos, además de que las elecciones se celebraban generalmente bajo un clima de coacción y persecución. Cierto, una de las restricciones más importantes de la política comparada es la imposibilidad humana de conocer a fondo cada país, pero en este caso, el desconocimiento de un hecho tan notable provoca una interpretación más que imprecisa.31 31 Hay dos ilustraciones más de lo poco familiarizado que está Almond con el caso mexicano. Una se puede encontrar en las conclusiones que escribió junto con Robert Mundt para el libro Crisis, choice and change. Historical studies of political development. Little, Brown and Company, Boston, 1973, p. 637, el cual editaron junto 49 Otro de los elementos que ilustran lo desatinado de la inclusión de México o, al menos, de su tratamiento, es la restricción metodológica que se advierte desde la Primera parte del libro, en donde se explica que debido a las precarias condiciones de la infraestructura de comunicaciones en el país el estudio se aplicó sólo en las poblaciones que tenían más de 10 000 habitantes. Así, no se consideró, o no se tomó seriamente en cuenta, que en un país abrumadoramente rural como era México en esa época, con más del 60% de la población ubicada en el medio rural, una discriminación de este tipo produciría importantes distorsiones en los resultados. Muy probablemente el sesgo que ello produjo explica el hecho de que varios de los indicadores y cuadros elaborados con los resultados ubiquen a México por encima de Alemania e Italia, o incluso, como se ha mostrado, encima de Estados Unidos y Gran Bretaña, lo cual habría llamado inmediatamente la atención a los investigadores familiarizados con la sociedad mexicana, quienes habrían percibido el claro desajuste de la imagen que proyecta el estudio.32 Independientemente de lo desafortunado de la selección de países, The civic culture se convirtió en una de las grandes aportaciones a la ciencia política en el siglo XX. Uno de sus mayores méritos es explicar, sistematizar y aplicar una teoría de la cultura política que contribuya al esclarecimiento de los procesos políticos, labor que a pesar de venirse realizando con anterioridad, no había recibido todavía un tratamiento similar al que le dieron Almond y Verba. con Scott C. Flanagan, y donde llegan a confundir a los Cedillistas con los Callistas, lo que no carece de significación para cualquiera que conozca la historia política de la época cardenista en México. La otra se encuentra en Política comparada Op. Cit., p. 226, en donde llama al sector popular del PRI el “sector público” lo cual, carente de relevancia en la interpretación general de ese texto, constituye otra confusión significativa en la historia política mexicana. 32 La crítica de este aspecto particular del estudio puede encontrarse en Hansen, Roger D. La política del desarrollo mexicano. Siglo XXI, México, 1990, especialmente en el Capítulo 7; y en Craig, Ann L. y Wayne A. Cornelius. “Political culture in México: Continuities and revisionist interpretations” en Almond, Gabriel y Sydney Verba. The civic culture revisited. Op. cit. 50 Como lo resumiría claramente después Almond, la teoría de la cultura política que sustenta al estudio consta de cuatro elementos básicos: 1. La cultura política es el campo de orientaciones subjetivas hacia la política de una determinada población nacional, o bien, de un segmento de ella. 2. La cultura política tiene componentes cognitivos, afectivos y evaluativos (que incluyen conocimientos y creencias sobre la realidad política, sentimientos con respecto a la política y compromisos con ciertos valores políticos). 3. El contenido de la cultura política es el resultado de la socialización infantil, la educación, la exposición a los medios de comunicación y las experiencias adultas con el desempeño gubernamental, social y económico. 4. La cultura política afecta la estructura y el desempeño político y gubernamental; la constriñe, ciertamente, pero no la determina. Las vinculaciones causales entre cultura y estructura y desempeño van en los dos sentidos.33 El primer elemento de esta definición especifica dos condiciones de la cultura política: uno, que se trata de orientaciones subjetivas, y el otro, que éstas pueden corresponder al conjunto de la población general, o bien, sólo a un segmento de ella, es decir, constituir una subcultura. El énfasis de que se trata de orientaciones subjetivas resulta fundamental para la teoría de la cultura política ya que en este caso el adjetivo “subjetivo” se refiere tanto al individuo como a su percepción personal de las cosas, no objetiva.34 Almond considera que una de las contribuciones más importantes de esta teoría es que señala la diferencia 33 Esta enumeración puede encontrarse en Almond, Gabriel A. “ The study of political culture” en Berg-Schlosser, Dirk y Ralf Rytlewski (eds.). Political culture in Germany. Macmillan, St. Martin’s, 1993. 34 “La cultura política es el patrón de actitudes individuales de orientación con respecto a la política para los miembros de un sistema político. Es al aspecto subjetivo 51 entre la realidad y la percepción individual de la política, es decir, que aunque exista una realidad política institucional, efectiva y operante, ésta no necesariamente corresponde con la percepción que tienen de ella los individuos de una sociedad. Se desprende de ello que los fundamentos de la estabilidad de un régimen no se encuentran exclusivamente en las instituciones y prácticas políticas efectivas, sino también, y en buena medida, en lo que los individuos perciban de ellas. En el caso de los gobiernos democráticos, esto significa que no basta con que sus instituciones se comporten como tales, sino que es necesario que los individuos así lo crean. No obstante la importancia de considerar los aspectos subjetivos de la cultura, Almond pasa por alto que la cultura se compone no sólo de lo que la gente piensa, sino también de lo que hace. Una parte fundamental del análisis cultural es sin duda alguna la diferenciación e identificación de ambos aspectos, pero la interpretación de una cultura que se base sólo en uno de ellos corre el riesgo de mostrar una imagen parcial. Almond y Verba corrieron ese riesgo al describir la cultura política de los cinco países que incluyeron en el estudio basándose tan sólo en impresiones subjetivas, en las respuestas que daban los individuos a sus preguntas. A pesar de que pudieron haber confrontado muchos de sus resultados con diferentes registros y estudios sobre la conducta real y verificable de los individuos de esos países, lo cual habría dado una imagen más amplia de su cultura, no lo hicieron así, ofreciendo tan sólo un panorama exclusivamente subjetivo.35 que subyace en la acción política y le otorga significado.” Política comparada. Op. cit. p. 50. 35 No es fácil acogerse a una definición de cultura; el número que se han dado de ella rebasa la imaginación, sin embargo, Ralph Linton, una de las principales influencias antropológicas de Almond, da una que incluye tanto los aspectos subjetivos como los objetivos: “Una cultura es la configuración de la conducta aprendida y de los resultados de la conducta, cuyos elementos comparten y transmiten los miembros de una sociedad.” Linton, Ralph. Cultura y personalidad. FCE, México, 1983 (11945), p. 45. 52 La segunda condición que específica este primer elemento de la definición es que la cultura política puede referirse a toda la población nacional, o bien, sólo a un segmento de ella, a una subcultura. Esta especificación establece una clara diferencia con respecto a los estudios y las tipologías que hasta ese momento se venían haciendo sobre el “carácter nacional”. Esa tradición se caracterizaba generalmente por atribuir al carácter nacional una distribución homogénea entre la población, estableciendo así un estereotipo de lo que debía considerarse lo francés, lo inglés, lo alemán o lo japonés. Almond, que considera precisamente a Ralph Linton el creador del concepto de subcultura, incorpora a su propia teoría la idea de que las características culturales de una población no son homogéneas, sino por el contrario, frecuentemente resultan bastante heterogéneas. En el caso de la cultura política, no sólo se percató de esta divergencia, sino que pudo observar cómo en algunas ocasiones la subcultura política de ciertos segmentos de la sociedad se encontraba mucho más próxima a la de los segmentos similares de otras sociedades que al resto de la población de su propio país. El segundo elemento de la definición da cuenta de la compleja mezcla de creencias, ideas y sentimientos que confluyen en la cultura política. Desde esta perspectiva, la cultura política de un individuo implica una amplia gama de impresiones subjetivas; desde las cognoscitivas, que dan cuenta de lo que un individuo sabe y conoce de las cuestiones políticas de su país, lo que da un margen muy pequeño a la valoración subjetiva, hasta las cuestiones afectivas, que pueden considerarse las actitudes más subjetivas, pues se refieren simplemente a la manera en que un individuo percibe los objetos políticos de su sociedad, sin que haya ningún parámetro para juzgar su certeza, justificación o legitimidad. El tercer elemento de la definición constituye una de la principales conclusiones de The civic culture. Como ya se ha dicho antes, Almond reconoce que su teoría de la cultura cívica debe mucho a los 53 intelectuales alemanes que emigraron a Estados Unidos huyendo del nazismo, quienes le permitieron profundizar el contacto con las ideas en torno a la personalidad política, particularmente a la personalidad autoritaria. La teoría de la personalidad política que proponían muchos de estos intelectuales alemanes, como Horkheimer, Fromm, Adorno y Marcuse debía mucho, a su vez, a la teoría psicoanalítica de Freud, para quien la etapa infantil del individuo contenía la experiencia y el momento definitorio del carácter correspondiente a la vida adulta. Infancia es destino, como suele comprimirse este principio del psicoanálisis.36 Almond también recibió la influencia de Harold Lasswell en este mismo sentido, y como se ha dicho ya en el inciso anterior, su propia teoría de la personalidad y la cultura política se basó originalmente en la idea de que la socialización infantil resultaba determinante para el carácter de la vida adulta, como lo muestran sus planteamientos en How to observe and record politics, The appeals of communism, American people and foreign policy y The political attitudes of wealth. Sin embargo, como se ha dicho, en The civic culture se aleja de este planteamiento inicial y otorga a la socialización infantil una importancia secundaria, terciaria en realidad, en la conformación de la cultura política. El cuarto elemento de la definición toca uno de los temas más complejos y espinosos de la teoría: la relación entre cultura y estructura política. En este enunciado se expresa claramente que no hay una relación unidireccional determinante entre cultura y estructura, sino que ambas se influyen recíprocamente. No obstante, una lectura atenta de The civic culture evidencia que una de sus hipótesis más importantes era 36 Almond planteó explícitamente que uno de los objetivos de The civic culture era poner a prueba ésta y algunas otras hipótesis del enfoque psicocultural. Véase Political development. Op. cit. p.156. 54 que la cultura política ejerce una influencia determinante sobre la estructura.37 Esta hipótesis no sólo se menciona explícitamente en el libro, sino que además, si se atiende al planteamiento general del estudio, puede también deducirse. Como puede desprenderse claramente del recuento histórico que sobre cada país hacen en el capítulo 14, Almond y Verba atribuían a la cultura política una continuidad y perdurabilidad notables. Con esta presunción teórica como base, los resultados empíricos que previsiblemente arrojaría el estudio, reflejando una cultura política democrática más sólida en Estados Unidos y Gran Bretaña de la que había en la Alemania e Italia de esta época, finales de los cincuentas, explicarían convincentemente porqué los gobiernos de los primeros se habían conservado mientras que las instituciones políticas de los segundos habían cedido a los embates del fascismo, con lo cual se confirmaría su hipótesis sobre la preeminencia de la cultura sobre la estructura. Sin embargo, Almond cambió de opinión sobre este aspecto a lo largo de los años. Debido tal vez a la crítica, o a las enseñanzas que obtuvo de la propia experiencia, las últimas versiones que ha dado de la teoría de la cultura política rechazan esa crítica y afirman que el planteamiento original siempre ha sido la influencia recíproca entre 37 Posteriormente, Almond negó dicha afirmación en estos términos: “La crítica de The civic culture que afirma que la cultura política causa la estructura política es incorrecta…Resulta bastante claro que la cultura política es tratada tanto como una variable dependiente como independiente, causando la estructura y siendo causada por ella.” Almond, Gabriel. “The intellectual history of the civic culture concept.” Op cit., p. 29. Sin embargo, los términos originales de su planteamiento no concuerdan del todo con esta reformulación, más aún, parecen inequívocos en el sentido contrario: “Los estadistas que tratan de crear una democracia política a menudo se concentran en la creación de una serie de instituciones democráticas gubernamentales y en la redacción de una constitución. O se concentran en la formación de un partido político que estimule la participación de masas. Pero el desarrollo de un gobierno democrático efectivo y estable depende, más que de la estructura política y gubernamental, de las orientaciones que la gente tiene hacia el proceso político –de la cultura política. A menos que la cultura política sea capaz de sustentar al sistema democrático, las oportunidades para el éxito del sistema son escasas.” Almond, Gabriel A. y Sidney Verba. The civic culture. Op. cit. p. 498. 55 cultura y estructura.38 Del mismo modo, Almond también parece haber cambiado de opinión en lo que respecta a la continuidad y perdurabilidad de la cultura política, pues en tanto que éste parecía ser uno de los rasgos más característicos de la teoría, sus posteriores reformulaciones aceptan que ésta es muy variable y flexible, cambio de opinión que se debió en buena medida, como él mismo lo expresa, a las convulsiones políticas que experimentó el mundo, y su propio país, en las décadas de los sesentas y setentas.39 No obstante, es difícil explicarse porqué si acepta este cambio de opinión, no reconoce del mismo modo al primero, lo cual sería igualmente legítimo.40 Aunque Almond y Verba dedican un amplio espacio a explicar la congruencia que debe existir entre la cultura y la estructura política de una sociedad, esta relación nunca fue del todo esclarecida. Su planteamiento básico a este respecto consistía en que estructura y cultura debían ser congruentes, pues de lo contrario se generaría una inestabilidad en el régimen político, que forzaría a que tarde o temprano se ajustara uno de los dos polos para recuperar el equilibrio del régimen. Un claro ejemplo de la inconsistencia de la explicación teórica sobre la congruencia entre cultura y estructura son los casos de Alemania e Italia. Siguiendo este principio, parecía pertinente la explicación de que la incongruencia entre ambos aspectos en la Alemania e Italia de entreguerras había forzado un ajuste necesario: teniendo ambos países fuertes ingredientes autoritarios arraigados en 38 Una de las críticas más conocidas sobre este aspecto se debe a Barry, Brian. Los sociólogos, los economistas y la democracia. Amorrortu, Buenos Aires, 1974, Capítulo 3. 39 Almond lo reconoce de este modo: “Lo que aprendimos de The civic culture revisited fue que la cultura política es plástica, multivariable, y que responde rápidamente al cambio estructural.” Almond, Gabriel A. “The civic culture: retrospect and prospect” Op. cit., p. 201. 40 Algunos autores consideran que Almond nunca han avalado este modelo determinista de la cultura sobre la estructura. Véase por ejemplo Diamond, Larry. “Introduction: Political culture and democracy.” en Larry Diamond (ed.) Political culture and democracy in developing countries. Lynne Rienner, Boulder, 1993; y Lijphart, Arend. “The structure of inference” en Almond, Gabriel y Sydney Verba. The civic culture revisited. Op cit. 56 sus culturas políticas, había sido imposible sostener las instituciones democráticas que se habían creado, tensión que había conducido al ajuste por la vía del elemento más moldeable, las instituciones políticas, dando paso así a los regímenes fascistas. Pero si esta explicación se deducía lógicamente de los principios teóricos contenidos en The civic culture, la posterior reformulación de la teoría, que admitía la influencia recíproca entre cultura y estructura, no explicaba del todo la etiología de la cultura política un tanto autoritaria que Almond y Verba encontraron a finales de los cincuentas. ¿Acaso era ésta producto de los regímenes fascistas que estos países recién habían sufrido? Si este hubiera sido el caso, se estaba frente a una situación en la cual la estructura había determinado a la cultura, tal como lo admite la versión revisada de la teoría, pero entonces había que echar por tierra la versión original de ésta junto con la mencionada explicación histórica de la formación cultural alemana e italiana que Almond y Verba habían ofrecido en el Capítulo 14 de The civic culture, en donde sugieren que ya estaban ahí las semillas del autoritarismo, por lo que no había que atribuírselas al fascismo. Como puede observarse, la aceptación de la versión reformada de esta parte de la teoría cuestionaría las bases estructurales de todo el estudio, en tanto que la conservación de la versión original es, según el propio Almond, insostenible, por lo que no es sencillo elegir entre una y otra.41 Entonces, como no es fácil conciliar las dos presentaciones de la teoría de la cultura política, si hay que hacerle caso a la formulación más reciente que de ella ha hecho Almond, habrá que quedarse con la idea 41 La aplicación de esta teoría de la congruencia no está libre de interrogantes. Por ejemplo, en el caso de que las instituciones políticas autoritarias de una sociedad sean congruentes con su cultura ¿qué interpretación debe dársele a ello? ¿Acaso que los individuos de esa sociedad desean un gobierno autoritario? Martin C. Needler lo hace parecer absurdo: “De hecho, parece una especie de calumnia, que agrega el insulto a la injuria, suponer que la gente vive bajo regímenes dictatoriales debido a que de verdad prefiere este tipo de regímenes. Sin embargo, este es el punto de vista de una escuela de pensamiento que parece haber ganado amplia aceptación.” Véase The concepts of comparative politics. Praeger, New York, 1991, p. 73. 57 de que la estructura y la cultura se determinan recíprocamente y no hay en ninguna de ellas un factor condicionante de la otra. Desde esta perspectiva, entonces tampoco parece tan acertada y justificada la crítica que se hace en la Primera parte del libro a la tradición formalista e institucionalista de la ciencia política, la cual había concentrado su atención exclusivamente en los aspectos estructurales de la política, descuidando los aspectos culturales, sociales y psicológicos que el conductismo vino a rescatar. Ciertamente, la crítica del conductismo iba en el sentido de la concentración exclusiva en las instituciones, no en su estudio, el cual siempre consideró importante. Más aún, en la mayor parte de los trabajos que ha dedicado al tema de la historia de la ciencia política, Almond ha sido muy cuidadoso para no desestimar la importancia del estudio de las instituciones políticas, sin embargo, más allá de esta declaración de principios, una breve revisión de las obras típicas de los conductistas, incluidas por supuesto las del propio Almond, mostraría claramente que ellos también han incurrido en un exceso, precisamente el opuesto, dado que con su insistencia en el estudio del comportamiento político real de los individuos han prestado poca atención al efecto real de las instituciones en ellos. Hasta ahora se ha hecho alusión en este escrito a la cultura política democrática, pero esto no es del todo preciso, no al menos en los términos de Almond y Verba que escribieron The civic culture precisamente con la intención de crear ese nuevo concepto, la cultura cívica. El propósito explícito del estudio fue mostrar que la cultura política congruente con el gobierno democrático no era la cultura democrática planteada por la teoría clásica, ya que ésta supone una cultura de participación política intensa y activa, lo cual no sólo es ajeno a la realidad cultural de las sociedades democráticas, sino que en caso de que se diera, constituiría más un factor de amenaza y acoso para el gobierno democrático que de apoyo. 58 Declarándose en repetidas ocasiones admirador y seguidor de Aristóteles, Almond ha dicho que así como éste llegó a la conclusión de que el mejor gobierno era el mixto, del mismo modo él había concluido que la mejor cultura política era la mixta, la que combinaba lo tradicional con lo moderno, o en los términos que junto con Verba acuñó, aquella que mezclaba las orientaciones parroquianas, subordinadas y participativas. Del mismo modo, el ciudadano democrático ideal para Almond no es aquel plenamente participativo, sino igualmente el que combinara esas tres orientaciones. ¿En qué medida o proporción deben mezclarse estas tres orientaciones para que una determinada cultura pueda considerarse cívica? Bueno, esa es una cuestión que Almond nunca abordó satisfactoriamente en The civic culture. En un pasaje de este texto, plantea que una cultura política puede considerarse cívica cuando en una gran proporción de los individuos de esa sociedad predominan las orientaciones participativas, sin embargo, no dejó del todo claro en qué proporción debían estar presentes este tipo de individuos.42 Es verdad que la elaboración de un índice que indicara las proporciones exactas que debían agregarse para integrar una cultura cívica no era algo sencillo, sin embargo, un tiempo después, en Comparative politics today, Almond abordó nuevamente esta cuestión para dar índices precisos de las mezclas de orientaciones políticas correspondientes a una serie de modelos de culturas políticas. En este texto, se establecen cuatro tipos distintos de culturas políticas a las que corresponde una mezcla específica de orientaciones. Para el primer modelo, la Democracia industrializada, se determina que aproximadamente el 60% de los individuos tienen una orientación participativa, el 30% una de súbdito y el 10% una parroquiana; al 42 “La cultura cívica, hemos afirmado, es una cultura política en la cual un gran número de individuos son competentes como ciudadanos: lo que nosotros llamamos competencia política subjetiva” ( en el original dice ‘compence political competence’, lo que seguramente es una errata). Véase The civic culture. Op. cit. 59 segundo modelo, la Autoritaria industrializada, corresponde un 10% con orientación participativa, un 80% de súbditos, y un 10% de parroquianos; para el tercer modelo, la Autoritaria en transición, se considera un 10% de orientación participativa, un 60% de súbditos y un 30% de parroquianos; y para el cuarto modelo, la Democrática preindustrializada, se plantea un 10% con orientación participativa, un 30% de súbditos y un 60% de parroquianos.43 No obstante esta clasificación de modelos de culturas políticas, bastante más explícita que los comentarios que en torno a ello se habían hecho en The civic culture, Almond ha dejado irresueltos algunos problemas relevantes. En primer lugar, como ya se ha dicho, Almond y Verba plantean, sin explicar sus razones, que Gran Bretaña y Estados Unidos son las democracias más exitosas, y también las que más se acercan a la cultura cívica. No obstante, si acuñaron el concepto de cultura cívica para diferenciarlo del modelo ideal de cultura política democrática, y encontraron que en estos dos países se daba la mezcla de orientaciones que le atribuían, no deja de resultar paradójico que no determinen llanamente que estos dos países son ejemplos prácticos de cultura cívica y no los que más se le acercan. Así como Dahl creó el concepto de poliarquía para referirse a los sistemas democráticos realmente existentes y diferenciarlos del ideal, con lo cual podía decir claramente que algunos países eran poliarquías y otros no, del mismo modo debía servirles el concepto de cultura cívica a Almond y Verba. 43 Véase Almond, Gabriel A, G. Bingham Powell, Kaare Strom y Russell J. Dalton. Comparative politics today. Op. cit. p. 52. Adicionalmente, es de gran interés el artículo de Bernard Berelson. “Democratic theory and public opinion”, en donde no sólo puede apreciarse una teoría democrática muy similar a la que después desarrolló Almond, sino que además se plantea que de acuerdo a los estudios de opinión realizados en esa época, podía establecerse que “Hay un 20% de gente que son activos y discuten regularmente de política; otro grupo de 25% que ocasionalmente discute sobre política; otro 25% que discute sobre política sólo debido a eventos políticos dramáticos, y un grupo residual de 25 o 30% que nunca discute sobre política” . Este artículo, publicado originalmente en la Public Opinion Quarterly, Vol. 16, Fall, 1952, se 60 En segundo lugar, Almond y Verba evadieron un problema complejo al no tratar de establecer un indicador o un mecanismo preciso para determinar si una cultura política era cívica o no. Para hacer esto, probablemente hubieran tenido que hacer algo así como lo que hizo Almond en Comparative politics today, sin embargo, aún la elaboración de un modelo semejante habría planteado el problema de elegir un indicador específico o una variable para determinar la orientación política predominante en cada individuo, ya que son varios los que se usan en The civic culture, algo que tampoco resultaba nada sencillo. Además, a pesar de la clasificación ofrecida en Comparative politics today, queda pendiente otro problema. En tanto que la cultura política de las sociedades modernas se compone de una mezcla de orientaciones políticas, cuyas proporciones indican cuáles son cívicas y cuáles no, está claro que aún las sociedades que tienen algún tipo de régimen autoritario poseen alguna medida de orientaciones participativas, sobre todo aquellas que ya han tenido la experiencia histórica de un gobierno democrático, como España y Portugal en los años sesenta, o bien, como la Alemania e Italia de entreguerras, cuyo régimen autoritario había desplazado a gobiernos democráticos. Así, es muy probable que de haberse incluido en The civic culture regímenes autoritarios de este tipo, como el español o portugués, Almond y Verba se hubieran encontrado con un mezcla compleja de orientaciones, tal vez similar a la alemana o italiana, lo cual les hubiera planteado el dilema de qué tipo de cultura se trataba, de una próxima al civismo o de una cercana al autoritarismo, o bien, siguiendo la clasificación de Comparative politics today, de una perteneciente al modelo de la Autoritaria en transición o de la Democracia industrializada. Ante tal dilema, y a juzgar por la metodología que siguieron Almond y Verba, muy probablemente habrían tenido que considerarlas culturas autoritarias, reimprimió en Eulau, Heinz, Samuel J. Eldersveld y Morris Janowitz (eds.) Political behavior. A reader in theory and research. Free Press, Glencoe, 1956, p.111. 61 pues así como se guiaron esencialmente por el tipo de instituciones políticas para considerar si era o no democrático el régimen político de los países que incluyeron, como hicieron con México, del mismo modo tendrían que haber hecho lo mismo con los países de instituciones políticas autoritarias, es decir, poner en el primer plano de observación a las instituciones, lo cual, desde la perspectiva conductista del estudio, no deja de tener un cierto aire de ironía. En tercer lugar, una cuestión todavía más seria es la que se refiere al tipo de participación política que Almond y Verba tomaron en cuenta. Como puede deducirse a partir de una observación general, la participación política en las sociedades modernas puede adoptar muchas formas y canales de expresión, que incluyen manifestaciones en espacios públicos, bloqueos de vías de comunicación, cartas o mensajes a agencias gubernamentales o medios de comunicación, participación en organizaciones sociales, emisión del voto, etc. Sin embargo, aun cuando Almond y Verba no son muy explícitos en esto, todo parece indicar que el tipo de participación política que tomaron más en cuenta, y que consideraron determinante para evaluar la orientación participativa de la cultura cívica, fue la participación en organizaciones sociales. Obviamente esto no es casual, pues este tipo de participación política es el que se considera más importante en los países anglosajones, modelo a partir del cual evaluaron a las otras instituciones y culturas políticas. No obstante, si Almond y Verba hubieran tenido en cuenta otros canales de participación política, como las elecciones, por ejemplo, que sin duda alguna puede considerarse el más obvio, común y legítimo, no sólo podrían haber tenido más elementos de juicio para evaluar a estas culturas políticas, sino tal vez habrían tenido que modificar sus conclusiones. Así, de haber considerado los resultados electorales de la época se habrían encontrado, por ejemplo, que en la elecciones generales italianas de 1958 se tuvo una concurrencia del 94%; en las elecciones al 62 Bundestag de Alemania de 1961 la participación llegó al 88%; en las elecciones británicas para la Cámara de los Comunes de 1959 se alcanzó una votación de 79%; en las elecciones intermedias de México de 1961 se llegó al 68%; y en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1963 se alcanzó solo el 63%. Como puede verse, si se hubieran atendido a esta modalidad de participación política, Almod y Verba habrían comprobado y habrían tenido que explicar porqué Gran Bretaña ocupaba el tercer lugar y Estados Unidos el último; y porqué Italia y Alemania, los países que consideraban más atrasados y más fragmentados en su cultura política, obtenían las primeras posiciones.44 En cuarto lugar, otra distorsión notable que se produce debido a la adopción del modelo democrático anglosajón tiene que ver con la mezcla de orientaciones políticas en el propio individuo. En la parte final del libro Almond y Verba plantean que los individuos de una democracia pueden tratar de influir en las decisiones políticas por dos vías: dirigiéndose directamente a las autoridades políticas, especialmente a los representantes populares, o bien, dirigiéndose a las autoridades administrativas, particularmente a los funcionarios públicos de las agencias gubernamentales. Desde su perspectiva, la primera vía constituye la etapa más avanzada de la maduración histórica y política del individuo; la que los convierte en plenos ciudadanos, mientras que la segunda debe considerarse una etapa previa; una actitud más característica del súbdito que del ciudadano. No obstante, no reparan en que esta diferencia de inclinaciones puede deberse en buena medida a las dinámicas de los distintos sistemas electorales que operan en las democracias, es decir, que no son necesariamente una secuencia de evolución histórica de la cultura política. 44 Esta información sobre la participación electoral en estos países ha sido obtenida de Hine, David. Governing Italy. The politics of bargained pluralism. Clarendon, Oxford, 1993; Finer, S.E. (comp.) Política de adversarios y reforma electoral. FCE, México, 1980; Colomer, Josep M. (Dir.) La política en Europa. Introducción a las instituciones de quince países. Ariel, Barcelona, 1995; Gómez Tagle, Silvia. Las estadísticas 63 Sabido es que el sistema electoral anglosajón se caracteriza por la representación mayoritaria: la elección de un representante popular por cada uno de los distritos electorales en que se divide el territorio del país. En este tipo de sistema, desde la misma campaña electoral, se da una relación directa entre el representante popular y los electores del distrito, quienes no sólo pueden plantearle directamente sus demandas políticas, sino tratar de que éste se comporte como un fideicomisario. Más aún, el sistema puede degenerar hasta convertirse en una relación clientelar. En cambio, en los sistemas de representación proporcional los electores no eligen directamente a una persona, sino que votan listas electorales elaboradas por los partidos políticos para distritos plurinominales, o incluso, para el conjunto de la nación, por lo que el elector no tiene nunca una relación directa con el representante. Así, en el sistema mayoritario es perfectamente factible y útil que los ciudadanos se dirijan a sus representantes populares, las autoridades políticas, para plantear sus demandas, pero en un sistema proporcional esto no sólo es poco factible, sino tal vez sea mucho menos efectivo que dirigirse directamente al gobierno, a las autoridades administrativas. Como puede verse, la adopción del modelo político anglosajón provoca una distorsión más, sugiriendo en este caso que las diferencias entre dos sistemas electorales se interpreten como fases secuenciales de la evolución en la madurez política de los ciudadanos. Finalmente, no sería conveniente concluir estas reflexiones sobre el concepto de cultura cívica sin hacer dos comentarios adicionales sobre los problemas metodológicos del estudio, particularmente sobre la técnica de la encuesta, base no sólo de The civic culture, sino muy probablemente el recurso metodológico por excelencia del conductismo. El primero de ellos tiene que ver con la conexión entre las percepciones subjetivas de los individuos y el estado de las instituciones electorales de la reforma política. El Colegio de México, México, 1990; y Conway, Margaret M. La participación política en los Estados Unidos. Gernika, México, 1986 64 políticas. Almond y Verba están plenamente conscientes de que las percepciones de los individuos no necesariamente corresponden con la realidad social, pues hay entre ambos una brecha en la cual los procesos subjetivos pueden distorsionar las percepciones. No obstante, esta precaución no parece aplicarse adecuadamente a la interpretación de muchos de los resultados. Esta incongruencia puede observarse claramente en la interpretación de las respuestas que dan los individuos sobre la injerencia de las agencias gubernamentales en sus vidas cotidianas; por ejemplo, el trato que reciben por parte de la policía. Las respuestas distintas de las personas entrevistadas de los cinco países en cuestión se interpretaron siempre como un problema de percepción individual, de la situación de la cultura política, cuando muy probablemente se trataba de diferencias objetivas del desarrollo de las instituciones gubernamentales, de los aparatos de seguridad pública, en este caso, y del trato que éstas dispensan a los ciudadanos. Del mismo modo, Almond y Verba no parecen reparar en que los ciudadanos británicos probablemente perciban más claramente y en mayor medida la acción del gobierno porque éste realmente incide más en sus vidas que en otros casos. Como lo explica Huntington, un signo de la modernización política es precisamente que los gobiernos, ya sean locales o nacionales, interfieren en mayor medida en la vida cotidiana de las sociedades modernas que de las tradicionales. En resumen, no parece advertirse que las percepciones subjetivas pueden ser producto de la diferencia entre las propias instituciones y no del estado de la cultura política. El segundo comentario tiene que ver con la pertinencia de sumar las opiniones individuales para inferir los rasgos culturales de una sociedad. Este es un procedimiento común y aceptado de la técnica de la encuesta; preguntar a los individuos su opinión con respecto a un asunto particular y luego sumar las respuestas positivas, negativas o neutras para deducir de ahí la opinión pública al respecto. Este es uno de los 65 recursos más importantes para la elaboración de encuestas electorales, las cuales si bien en algunas ocasiones fallan en sus pronósticos, su técnica ha mejorado al grado de que frecuentemente aciertan en su previsión. No obstante, hay muchos otros aspectos de la vida pública y privada que pretenden explorarse por medio de esta técnica que no parecen tan susceptibles a ella; hay una serie de comportamientos en la familia, la escuela o el trabajo que no se desarrollan en la realidad de acuerdo a la opinión que el mismo individuo tiene de ellos.45 En estos casos, no sería conveniente despreciar del todo la función de observación e interpretación del propio investigador de la conducta social. Almond, en un famoso ensayo sobre las distintas corrientes y escuelas de la ciencia política, divide la metodología de los estudios sociales en blanda y dura, atribuyendo la primera al tipo de estudios clínicos “densamente descriptivos” como los de Clifford Geertz, y la segunda a los estudios de carácter cuantitativo y estadístico del tipo de la encuesta o la teoría formal de la política. Sin embargo, cabe preguntarse qué tan blanda es la metodología que usan investigadores como Clifford Geertz, cuando el mismo Tocqueville escribió un libro sobre la cultura política de los estadounidenses usando esta metodología, el cual sigue siendo admirado por lo atinado de sus juicios; o bien, qué tan dura puede considerarse una metodología que se basa en la encuesta considerando las fallas antes señaladas en los estudios hechos por Almond? Es verdad que no hay muchos observadores de la talla y agudeza de Tocqueville, así como también es cierto que los errores metodológicos de las encuestas pueden evitarse y reducirse a un mínimo; en todo caso, lo 45 Sobre estas limitaciones del método de la encuesta véase Boyd, Richard W. y Herbert H. Hyman. “Survey research”. Greenstein, Fred I. y Nelson W. Polsby (eds.) Handbook of political science Vol. 7, Addison-wesley, Reading, 1975. Además, una crítica todavía más penetrante sobre los métodos de medición de la opinión pública puede encontrarse en Gunn, J. A. W. “La ‘opinión pública’ en la ciencia política 66 mejor sería no separar tan drásticamente los recursos metodológicos en blandos y duros, sobre todo estando conscientes de que la combinación y uso alternativo de todos ellos puede servir mejor a los propósitos de la ciencia social. El desarrollo político Si fuera necesario atribuir a Gabriel Almond un subcampo de especialización dentro de la extensa disciplina de la ciencia política, sin duda alguna éste sería el de la política comparada, materia a la cual no sólo están asociadas sus principales aportaciones teóricas, sino a la que también ha dado un enorme impulso gracias a su labor institucional. Tal vez la parte más sobresaliente de ésta sea su función como presidente fundador del Comittee on Comparative Politics del Social Science Research Council, desde donde promovió la realización de la serie Studies in Political Development, de la cual los siete volúmenes que llegaron a editarse se convirtieron muy pronto en textos clásicos de la materia.46 En términos teóricos, una de las aportaciones más importantes de Almond a la política comparada es el desarrollo de lo que llamó el enfoque funcional de la política47, que si bien describió en términos generales en The politics of the developing areas y en el artículo A moderna.” en Farr, James, John S. Dryzek y Stephen T. Leonard (eds.) La ciencia política en la historia. Istmo, Madrid, 1999. 46 Los títulos y editores de los libros de esta serie son los siguientes: 1. Communications and political development. Edited by Licien W. Pye; 2. Bureaucracy and political development. Edited by Joseph LaPalombara; 3. Political modernization in Japan and Turkey. Edited by Robert E. Ward and Dankward A. Rustow; 4. Education and political development. Edited by James S. Coleman; 5. Political culture and political development. Edited by Lucian W. Pye and Sidney Verba; 6. Political parties and political development. Edited by Joseph LaPalombara and Myron Weiner; y 7. Crisis and sequenses in political development. By Leonard Binder et. al. 47 Al que también se le ha llamado “funcionalismo sistémico” o “funcionalismo estructural”. 67 developmental approach to political system, no fue sino hasta el libro Comparative politics donde desarrolló ampliamente esta teoría.48 En estos escritos, y en los demás en que trata del tema, Almond plantea que el propósito fundamental del enfoque funcional es ofrecer un esquema de análisis general y sistemático para los estudios de la política comparada. De acuerdo a su diagnóstico, hasta ese momento la política comparada se había visto limitada principalmente por tres factores; el etnocentrismo, el formalismo y el ánimo descriptivo. Es decir, hasta entonces los análisis de política comparada se dirigían en su gran mayoría al estudio de los países occidentales desarrollados; tomaban en cuenta fundamentalmente el aspecto formal e institucional de su actividad política; y su propósito y objetivo general era la descripción de la forma y funcionamiento del sistema político integral. Es probable que estas limitaciones se debieran en buena medida a la configuración del orden mundial previo a la segunda gran guerra, en el cual parecía que no sólo había una fuerte diferencia entre las instituciones políticas de los países coloniales y los colonizados; de los occidentales y orientales; de los capitalistas y comunistas; de los modernos y los tradicionales, sino que además, dentro de cada una de estas categorías, había también notables diferencias, que parecían hacer insalvables los obstáculos para la comparación. La interacción y compenetración de las diferentes culturas nacionales que a nivel mundial provocó la guerra propició también que la política fuera vista de una nueva manera, que en lugar de resaltar las diferencias institucionales se trataran de resaltar las similitudes y regularidades. Así, para superar estas limitaciones, Almond propuso examinar a las instituciones políticas desde esta nueva perspectiva: verlas como una actividad que se desarrolla en toda sociedad y, por lo 48 Véase Almond, Gabriel A. y James S. Coleman (eds.) The politics in the developing areas. Op. cit.; Almond, Gabriel A. A developmental approach to political system. World Politics, Vol. 17, No.2, Jan. 1965; y Almond, Gabriel A. y G. B. Powell. Política 68 tanto, que necesariamente tienen correspondencias y semejanzas en cada una de ellas. Para contemplar a la política desde esta perspectiva, era conveniente interpretar el conjunto de actividades e interacciones políticas como una serie de funciones que se desarrollaban dentro de un sistema político. Desde el punto de vista de Almond, entender la vida política de una sociedad como un sistema político en el cual se cumplen determinadas funciones tenía dos ventajas fundamentales. La primera de ellas era que con un enfoque de este tipo podía elevarse al máximo la abstracción del análisis político comparado, alcanzar una dimensión universal, ya que por este medio se podría emprender el estudio de cualquier tipo de sociedad. Con este enfoque, afirmaba él, se superarían los problemas que enfrentaba la política comparada, cuyo alcance se veía limitado por la diferencia de instituciones políticas existentes en cada sociedad, impidiendo así la comparación de sus estructuras. En este sentido, si se observaban y destacaban las funciones y no las instituciones, se reduciría el problema de la variedad y diversidad de éstas, y el analista podría sumar ilimitadamente los casos de estudio que deseara para hacer su comparación, con la certeza de que siempre encontraría similitudes funcionales. La otra ventaja era mucho más importante para los propósitos de Almond. Consideraba que tratando la vida política de la sociedad como si fuera un sistema, tendría la oportunidad de encontrar los patrones de repetición, comunicación e interacción que tienen los otros sistemas del universo, a partir de lo cual podría también formular las previsiones y predicciones que permite la teoría general de sistemas, encaminándose así a un enfoque más científico de la política. comparada. Una concepción evolutiva (Comparative politics: a developmental approach) Op. Cit.. 69 Indudablemente, esta ambiciosa pretensión del enfoque funcional estaba animada por la revolución conductista, por su ánimo cientificista que impulsaba a la búsqueda de métodos y técnicas de análisis social y político más precisos. Almond admitía que difícilmente alcanzaría los grados de precisión de otras ciencias, pero consideraba que al menos por esta vía podría construir lo que él llamaba una teoría probabilística de la política.49 Como el mismo Almond lo reconoció, el enfoque funcional estaba profundamente influido por la teoría de sistemas, particularmente por quien introdujo esta teoría general en el estudio de la política, David Easton, que con su libro clásico The political system marcó todo un cambio de rumbo en la teoría y el método de la ciencia política.50 En The political system Easton hacía una evaluación del estado de la ciencia política en esa época, concluyendo que su método y su aparato conceptual no eran los más apropiados. El cambio que proponía Easton alcanzaba al propio vocabulario de la ciencia política, introduciendo el concepto de sistema político, que resultaría fundamental no sólo para su propio esquema teórico, sino también para el conjunto de la disciplina. Almond, retomando a Easton, proponía también que se renovara completamente el vocabulario de la ciencia política, colocando al sistema político como uno de los conceptos básicos de análisis.51 Para ambos, el 49 Acerca de las limitaciones de este enfoque funcional puede verse Smith, M. G. “Un enfoque estructural de la política comparada” en Easton, David (comp.) Enfoques sobre la teoría política. Amorrortu, Buenos Aires, 1992. 50 Véase Easton, David. The political system. An inquiry into the state of political science. Alfred A. Knopf, New York, 1971 (11953).Véase también el reconocimiento de la influencia de Easton en la ciencia política y en él mismo en Almond, Gabriel A. “The political system and comparative politics” en Monroe, Kristen Renwick (ed.) Contemporary empirical political theory. University of California Press, Berkeley, 1997. 51 “Así, en lugar del concepto de ‘Estado’, limitado como está al significado legal e institucional, preferimos el de ‘sistema político’; en lugar de ‘poderes’, el cual nuevamente es un concepto de connotación legal, hemos comenzado a preferir ‘funciones’; en lugar de ‘cargos’ (también legal), preferimos ‘roles’; en lugar de ‘instituciones’, que nuevamente nos dirige hacia normas formales, ‘estructuras’, en lugar de ‘opinión pública’ e ‘instrucción ciudadana’, formales y racionales en 70 concepto de Estado debía ser superado no sólo porque estaba asociado a la antigua escuela formalista e institucionalista de la ciencia política, sino porque era muy poco útil para fines descriptivos y analíticos. Almond creía que una de las mayores ventajas del enfoque funcional era que se concentraba en la identificación de las diferentes funciones que debía cumplir el sistema político en cada sociedad. De acuerdo a su planteamiento, una observación atenta de los diferentes sistemas políticos permitía deducir que todos ellos realizan determinadas funciones de conversión política, que Almond clasificaba en seis tipos: 1) Articulación de intereses o demandas; 2) Agregación o combinación de intereses en propuestas políticas; 3) Conversión de propuestas políticas en normas autoritarias; 4) Aplicación de las normas generales a casos particulares; 5) Adjudicación de las normas en casos particulares; y 6) Transmisión de esta información hacia dentro y hacia fuera del sistema. Al hacer esta clasificación, Almond hizo todo lo posible para presentar un esquema funcional y no institucional del proceso político. Aunque reconocía que cada una de estas funciones era desarrollada en las sociedades modernas por instituciones específicas, como es el caso de la articulación de intereses, que realizan esencialmente los grupos de interés, o la agregación de intereses, que realizan los partidos políticos, insistía en que su utilidad radicaba precisamente en que este esquema podía aplicarse a cualquier tipo de sociedad, ya que en todas ellas se llevaban a cabo estas funciones. No obstante, a pesar de las intenciones de Almond, la observación de estas seis funciones remite inevitablemente a la estructura política institucional de la sociedad moderna. Las funciones 1 y 2 corresponden a los grupos de interés y a los partidos políticos, como puede notarse, en significado, preferimos ‘cultura política’ y ‘socialización política’.” Almond, Gabriel A. y James S. Coleman (eds.) Op. Cit. p. 4. 71 tanto que las funciones 3, 4 y 5 corresponden fielmente a los objetivos que normalmente se atribuyen a los poderes públicos de la clásica doctrina tripartita, es decir, el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. Observándolo de este modo, la innovación del enfoque funcional no parece tan original, no al menos en este aspecto. De este modo, a pesar de la tentativa del enfoque funcional para desembarazarse de la estructura institucional del Estado, la clasificación resultante sugiere evidentes puentes entre ambas concepciones. Además, la intención del enfoque funcional para desechar el concepto del Estado tiene también sus raíces en las concepciones pluralistas de Almond, que otorgan a los grupos de interés y las asociaciones voluntarias una función muy importante dentro de los sistemas políticos modernos. Así, la sustitución del concepto de Estado por el de sistema político no sólo responde a propósitos analíticos, sino que también se ajusta a una concepción y a un modelo de poder político: Almond rechaza el concepto de Estado porque, a su juicio, remite directamente a la teoría de la soberanía del poder político, que considera poco útil para el análisis político moderno, en cambio, acepta el concepto de sistema político porque considera que éste da una consideración mayor a otros factores de poder social. A pesar de su aparente ajuste a las condiciones de la modernidad política, las versiones clásicas del pluralismo, así como esta versión del enfoque funcional, relativizan en exceso la función del Estado, y parecen considerarlo un elemento más del sistema político, equiparándolo a otros elementos de éste, lo cual resta al Estado una buena parte de la preeminencia, el poder y la responsabilidad que tiene aún en las sociedades más pluralistas.52 52 Véase el articulo de Almond “El retorno al Estado” recopilado en Una disciplina segmentada. Op cit. 72 Además de esta disolución del Estado en el sistema político, Almond asumió una buena parte de la crítica que se dirigió a la teoría de sistemas. En principio, la teoría de sistemas que lo guiaba en su interpretación del sistema político le hacía suponer que los sistemas viven normalmente en equilibrio; que los desajustes son pasajeros, y que al final se vuelve a un nuevo equilibrio. Sin embargo, tanto la teoría general de sistemas como su enfoque funcional no permiten incorporar fácilmente la idea de que muchos desequilibrios sistémicos son prolongados; que varios de ellos no conducen al equilibrio, sino a un nuevo desequilibrio; que existen algunos que parecen mantenerse en desequilibrio permanente; y que no todos los subsistemas o elementos del sistema son equiparables.53 El sustrato teórico del enfoque funcional de Almond denota la importancia que concede al pluralismo, el cual considera uno de los elementos estructurales más importantes de las sociedades modernas, más aún, puede decirse que constituye uno de los dos factores determinantes de lo que considera el desarrollo político. Almond plantea que el desarrollo político se define esencialmente por medio de dos indicadores: por el grado de secularización cultural y por el grado de diferenciación estructural. En términos generales, esto significa que un sistema político moderno se diferencia de uno tradicional sencillamente por su mayor secularización y diferenciación estructural.54 No obstante, a pesar de su relativa transparencia, tanto el concepto de desarrollo político como sus dos indicadores no están del todo libres de cuestionamiento. La crítica más recurrente con respecto al concepto de desarrollo político es que la distinción de países desarrollados obliga a estigmatizar 53 Véase Young, Oran R. Sistemas de ciencia política. FCE, México, 1972. Una caracterización de un sistema político tradicional muy similar a la que haría el propio Almond se encuentra en el texto de quien puede considerarse uno de sus principales colaboradores: Pye, Lucian W. Politics, personality and nation building. Burma’s search for identity. Yale University Press, New Haven, 1962. Véase sobre todo la Parte I y II. 54 73 como subdesarrollados a otros, diferenciación que difícilmente elude el terreno de los juicios de valor, las apreciaciones etnocentristas o la incomprensión cultural.55 El concepto de desarrollo político parece forzar incluso la elección de un eje o una variable sobre la cual hacer las mediciones correspondientes, haciéndose difícil así evitar el tratamiento de las diferencias culturales como si fueran diferencias en los niveles de desarrollo, y también puede orillar a suponer que la situación de algunos países es necesariamente el escenario futuro de otros. En lo que respecta al primero de los indicadores específicos que utiliza Almond para medir el desarrollo político, la secularización cultural, hay que decir que no entiende por secularización ese proceso histórico de disociación entre lo civil y lo religioso, sino que lo interpreta sobre todo como un proceso de racionalización; específicamente como el incremento de la capacidad racional, analítica y empírica de la acción política humana. En tanto que Almond considera que una de las consecuencias más sobresalientes de la modernización es la creencia en que las condiciones de vida pueden ser alteradas a través de la acción humana, uno de los rasgos del desarrollo político que le parecen más relevantes es precisamente la adquisición de esa mayor racionalidad política que describe como secularización cultural. Almond llega a plantearlo también en términos parsonianos, expresando que una cultura política debe secularizarse para generar actitudes y reglas universalistas, diferentes de las normas particularistas que caracterizan a las sociedades tradicionales. Atendiendo al conjunto de la teoría de Almond, la secularización cultural tiene un límite, o al menos la racionalización que propone debe entenderse en un sentido muy particular. Esto es así porque en su teoría de la cultura política insiste recurrentemente en que el ciudadano 55 Véase Riggs, Fred W. “The rise and fall of political development” en Long, Samuel L. The handbook of political behavior. Vol. 4, Plenum, New York, 1981; y Badie, Bertrand y Guy Hermet. Política comparada. FCE, México, 1993. 74 moderno no es un ser racional, y tampoco tiene porqué serlo. Evidentemente, tampoco es un ser dominado por un espíritu mágico o animista, por lo que surge la cuestión ¿qué grado de racionalidad se atribuye al individuo de la sociedades modernas? Al parecer, lo que Almond pretende decir es que se trata de un ser racional sólo hasta determinado punto. ¿Hasta cuál? Eso no queda del todo claro, pero es la única manera en que pueden conciliarse las dos proposiciones de Almond sobre la irracionalidad del ciudadano moderno y la racionalidad del proceso de secularización cultural. La secularización cultural debe conducir también a una situación en la cual la cultura política sea homogénea. En este caso, Almond se refiere a una homogeneidad general, al acuerdo y entendimiento generalizado de los ciudadanos sobre una serie de nociones y valores políticos básicos, sin los cuales se enfrenta una fragmentación cultural que compromete seriamente la estabilidad de las instituciones democráticas. En este sentido es en el que Almond considera que las sociedades tradicionales, o los sistemas democráticos inestables, se caracterizan por una cultura política fragmentada, heterogénea.56 La diferenciación estructural es el otro indicador del desarrollo político. A pesar de que Almond considera que todos los sistemas políticos cumplen las misma funciones, no todos ellos cuentan con las misma estructuras para hacerlo. Así, es precisamente la diversidad, complejidad y autonomía de éstas lo que indica el nivel de desarrollo. Los sistemas políticos tradicionales más simples tienen, entonces, estructuras políticas elementales, apenas diferenciadas, que funcionan de manera irregular, por lo que frecuentemente Almond los denomina sistemas políticos intermitentes. Por el contrario, los sistemas políticos más desarrollados tienen estructuras muy diversificadas y complejas, 56 Almond se refiere también a esta dicotomía como cultura política consensual y cultura política conflictiva. Véase Almond, Gabriel A. Russell J. Dalton y G. Bingham Powell. (eds.) European politics today. Longman, New York, 1999. 75 cuyo mayor nivel de desarrollo se observa cuando éste ha alcanzado también lo que Almond llama la infraestructura política. La distinción que establece Almond entre el desarrollo de las estructuras políticas y la infraestructura política es fundamental en su concepción de la modernización política. Considera que las dos fases más importantes en la maduración de los sistemas políticos son la diferenciación de cada uno de estos dos tipos de estructuras. Cuando se refiere a la diferenciación de estructuras políticas esta aludiendo directamente a las instituciones políticas de una sociedad, a sus órganos y agencias de gobierno, que para desempeñar adecuadamente sus funciones en el mundo moderno deben adquirir un elevado grado de diversidad y especialización. Sin embargo, considera que tal vez la etapa más importante de este proceso de maduración sea la diferenciación de la infraestructura política, con lo que se refiere esencialmente a los partidos políticos, los grupos de interés y los medios de comunicación, cuya función en el proceso político, sobre todo en los sistemas democráticos, es fundamental. La importancia del desarrollo y diferenciación de la infraestructura política es tan importante que incluso Almond llega a clasificar a los sistemas democráticos a partir de la autonomía e independencia de éstas instituciones con respecto a las de la estructura política. Así, el nivel más alto de desarrollo político y fortaleza democrática se alcanza cuando existe un grado elevado de autonomía de los subsistemas políticos, particularmente cuando los partidos políticos, los grupos de interés y los medios de comunicación cuentan con una autonomía e independencia sólidas frente a las instituciones gubernamentales, como lo ejemplifica Almond con el caso inglés y estadounidense. El grado subsecuente de democratización se define por una limitada autonomía de los subsistemas, que ejemplifica con la Tercera y Cuarta República francesa, la Italia de posguerra y la Alemania de Weimar. Finalmente, para el tercer 76 nivel, que se caracteriza por una escasa autonomía, pone como ejemplo a México.57 La modernización política se alcanza así por un avance paralelo entre la secularización cultural y la diferenciación estructural, es decir, tanto por la modificación de las instituciones políticas como de las actitudes y valores de los ciudadanos. Para que se construya un sistema político moderno y, sobre todo, para alcanzar la estabilidad de un sistema democrático se requiere que haya congruencia entre la estructura y la cultura. De hecho, Almod plantea que el desarrollo político se genera por la interacción y desajuste entre ambas esferas, las cuales al llegar a una etapa de incongruencia fuerzan el ajuste en uno u otro polo, lo cual les permite volver nuevamente a una relación congruente, pero ahora en un nuevo nivel, siguiendo una tendencia de progresiva modernización, lo que no necesariamente significa que no se den ocasionalmente retrocesos o estancamientos. Dentro de esta dinámica del desarrollo político, Almond atribuye una función importante a las instituciones políticas, las cuales desempeñan una función destacada en el cambio político. A su juicio, los teóricos de lo que se ha llamado la movilización social, como Lipset, Deutsch y Lerner, se equivocan al tratar a la política como una variable dependiente, como un factor receptor del cambio social y no como su causante. Critica sobre todo que algunos de estos teóricos asocian el desarrollo político y la consecuente instauración de un sistema democrático a determinados niveles de desarrollo económico, industrial, urbano o de cualquier otra índole, como si la política reaccionara simplemente ante los impulsos que le llegan desde esos otros subsistemas. 57 Véase Almond, Gabriel A. y G. B. Powell. Op. cit. Capítulo 10; también puede verse la clasificación que hace de los sistemas políticos, esta vez en cuatro categorías, en Almond, Gabriel A. “A comparative study of interest groups and political process” American Political Science Review, Vol. 52, No. 1, Mar. 1958; y además puede verse la importancia que otorga a las organizaciones en el desarrollo social y humano en la 77 Así, la política no sólo genera su propio cambio, sino que también promueve la transformación de otros subsistemas. Más aún, Almond considera que los cuatro retos históricos más importantes de la modernización política son: 1) La construcción de la nación, 2) La construcción del Estado; 3) La instauración de la participación política, y 4) La institucionalización del bienestar y la distribución social. Todas las sociedades modernas tienen que enfrentar estos retos, los cuales son tan serios que muchas veces su resolución significa una revolución, tanto en su sentido metafórico como en su sentido real. Algunas sociedades han enfrentado estos desafíos de manera secuencial, lo cual les ha facilitado en términos relativos la tarea modernizadora, pero otras los enfrentan de manera simultánea, lo cual eleva potencialmente los riesgos de la transformación política, obligándolas a resolver primero la cuestión nacional y estatal, dejando para el futuro los problemas de la participación política y la distribución social. Como puede verse, lo que Almond sugiere es que para algunas sociedades la modernización política no puede adoptar otra vía que la de los gobiernos autoritarios.58 En este sentido, a pesar de que la mayor parte de la obra de Almond gira en torno a los problemas de la democracia, es por demás curioso que en ninguna de ellas dé una definición amplia y extensa de ella. No obstante, a partir de una serie de señalamientos, alusiones y comentarios puede deducirse su concepción de la teoría democrática, que en sus rasgos generales coincide con la del resto de los autores analizados en este trabajo. Almond establece una clara diferenciación y distanciamiento con respecto a lo que él llama la teoría clásica de la democracia. Considera que desde Aristóteles hasta Bryce las reflexiones en torno a la “Introducción” de Almond, Gabriel A., Marvin Chodorow y Roy Harvey Pearce. Progress and its discontents. University of California Press, Berkeley, 1979. 58 Sobre los cuatro retos más importantes de la modernización política puede verse Almond, Gabriel. Political development. Op. cit, p. 229; y Almond, Gabriel A. “Approaches to developmental causation” en Almond, Gabriel. A., Scott C. Flanagan y Robert J. Mundt (eds.). Op. cit, p. 3. 78 democracia se han dedicado a dilucidar lo que debía ser y no lo que era en realidad, es decir, se había atendido sobre todo a los aspectos normativos, descuidando la tarea descriptiva de las instituciones democráticas reales. Desde esta perspectiva, la teoría clásica no sólo se había desentendido de la descripción objetiva de las bases y el funcionamiento del gobierno democrático, sino que también se había ocupado del tema de la ciudadanía en los mismos términos normativos, construyendo un modelo de ciudadano igualmente ideal, irreal e inexistente, completamente alejado de los ciudadanos de las distintas democracias que han existido en la historia.59 De acuerdo a su interpretación, el ciudadano de la teoría democrática clásica era una persona informada, interesada, atenta y participativa en los asuntos públicos de la comunidad, que tenía además una noción equilibrada y justa de las cuestiones colectivas y tomaba sus decisiones racionalmente. A este tipo de ciudadano, inexistente en la realidad, Almond le llama el modelo racional-activista. Sin embargo, desde la perspectiva de Almond, el ciudadano democrático no es así; no lo es ni en la democracia moderna ni en ninguna otra que haya existido en la historia. El ciudadano típico de las democracias modernas no está bien informado, no le interesa la política, no está atento y no participa activamente en ella. Normalmente, tampoco tiene una noción del equilibrio y la justicia que deben privar en los asuntos colectivos y, sobre todo, no sigue un proceso de pensamiento lógico y racional para tomar decisiones políticas. En conclusión, nada más alejado de la realidad social que el modelo de ciudadano racionalactivista. Para llegar a una descripción realista de los gobiernos democráticos había que seguir un camino distinto al tomado por la teoría clásica, y en lugar de preguntarse por las características que este tipo de 59 Véase el Capítulo 1. “An approach to political culture” en Almond, Gabriel A. y Sidney Verba. The civic culture. Op cit. 79 régimen debía tener, era necesario describir las características que en realidad tenían. Para Almond, resultaba mucho más útil apegarse a una teoría empírica de la democracia que a una teoría normativa, como habían hecho los clásicos. No obstante, al adoptar esta teoría empírica de la democracia se enfrenta con uno de los problemas más serios del pragmatismo, que es la reducción del modelo teórico a las características específicas del hecho, objeto o fenómeno que se pretende analizar. En The civic culture Almond expone claramente este método, diciendo que su concepción de la democracia la había deducido de las características de este tipo de regímenes tal y como existen en la realidad, más aún, de los que existen en los cinco países que analizaron.60 No obstante esta declaración, esto no fue precisamente así. Como puede deducirse del texto y se ha señalado en páginas anteriores, lo que Almond y Verba hicieron fue extraer las características de los sistemas democráticos de Gran Bretaña y Estados Unidos; luego construir un modelo de democracia, y a partir de ahí evaluar si los otros países se ajustaban a éste o no. La teoría de la democracia de Almond descansa sobre la concepción general de que lo característico de este régimen es que los gobernantes sean controlados por los ciudadanos, o expresado en los términos que él prefiere, que las no elites controlen a las élites. Siguiendo muy de cerca a Shumpeter, equipara a la política con un mercado en el que se compran y se venden cosas: las élites políticas venden proyectos, decisiones y acciones de gobierno, que las no élites compran mediante sus votos, eligiendo la opción que más les agrade, ejerciendo así un control de mercado, similar al que tiene el consumidor sobre el productor. La teoría democrática de Almond es fundamentalmente procedimental, aproximándose mucho a los términos que utiliza Dahl, a 60 “Más que inferir las propiedades de la cultura democrática de las instituciones políticas o las condiciones sociales, hemos tratado de especificar su contenido examinando las actitudes en un cierto número de sistemas democráticos en funciones” Ibid. p. 12 80 quien considera el teórico más importante de la democracia. Aunque Almond nunca ofrece una definición amplia, detallada y directa de la democracia, la manera más explícita en que la define es cuando alude al proceso democrático, que a su juicio debe tener tres elementos: 1) Que exista la oportunidad formal para que se dé la participación de la mayoría de los ciudadanos; 2) Que exista una verdadera autonomía y competencia de las élites; y 3) Que exista un estrato de la población informado, interesado y atento a los asuntos públicos.61 Estos elementos que debe tener el proceso democrático no sólo denotan el criterio procedimental sobre la democracia de Almond, sino que además evidencian la concepción pluralista y elitista sobre la que descansa. En la mayor parte de las obras de Almond se aprecia la atención que pone a la función de las élites, la cual considera fundamental para la sociedad y para la democracia, aunque como la mayor parte de los elitistas, admite que también es importante la función de las masas, de las no élites, como él les llama.62 La función más importante de las élites políticas en una democracia es evidentemente el gobierno, ya que ellas son las mejor calificadas para dirigirlo. Sin embargo, el efecto benéfico sobre éste se debe, más que a una característica intrínseca de las élites, a la pluralidad y competencia que se establece entre ellas, a la oportunidad que dan a las no élites para elegir a distintas élites en competencia. No obstante, Almond plantea que para la democracia es tan importante el pluralismo político como el social. Más aún, podría decirse 61 Véase Almond, Gabriel A. American people and foreign policy. Frederick A. Praeger, New York, 1960 (11950), p. 139. Otra definición explícita de la democracia, aunque breve, es “Una democracia, definida escuetamente, es un sistema político en el cual los ciudadanos disfrutan de una serie de derechos civiles y políticos, y en los cuales sus líderes políticos más importantes son electos en elecciones limpias y libres, y responden a un estado de derecho” Amond, Gabriel A. (et. al.) Comparative politics today. Op. Cit. p. 29. 62 Ibid., especialmente el Capítulo VII “The elites and foreign policy”; puede verse también Almond, Gabriel A. “Public opinion and national security policy”. Public Opinion Quarterly Vol. 20, No. 2, Summer, 1956. 81 que una de las conclusiones más importantes de The civic culture es que la pluralidad de organizaciones sociales es fundamental en una democracia, ya que no sólo permiten la articulación de intereses, sino también porque constituyen un recurso imprescindible en la formación de la cultura cívica. Como casi todos los pluralistas, Almond destaca la importancia de los grupos de interés, las asociaciones voluntarias y los grupos cívicos en el proceso democrático. Además de operar como eslabones entre las estructuras políticas del Estado y las estructuras básicas de la sociedad, como la familia, hacen posible que los individuos perciban una mayor influencia política, lo que Almond llama competencia cívica. Para él, estas organizaciones constituyen propiamente a la sociedad civil, y junto con los medios de comunicación y los partidos políticos constituyen lo que llama la estructura capilar de la democracia.63 Almond señala frecuentemente que se sirve mejor a la estabilidad de una democracia cuando los ciudadanos no sólo tienen influencia política, sino que también así lo perciben. La conformidad y lealtad a un régimen político depende mucho de ello, pues resulta lógico que aquellos que participan en la toma de una decisión, o sienten que han sido tomados en cuenta, se muestran mucho más susceptibles a expresar su conformidad con ella. La importancia de la competencia cívica subjetiva repercute no sólo en la legitimidad del régimen, sino también le da un giro importante al tipo de pluralismo que Almond concibe. Así como para Lipset la dimensión más importante del pluralismo es la social, para Dahl la política, y para Huntington la modernizadora, para Almond la dimensión más importante es la psicológica. Como lo expresa más claramente Robert E. Lane; una democracia requiere no sólo una sociedad pluralista, sino también un individuo pluralista. 63 Véase esencialmente “Pluralismo, corporativismo y memoria profesional” y “El retorno al Estado” en Almond, Gabriel A. Una disciplina segmentada. Op cit. 82 Así, entre la pluralidad de organizaciones y la mentalidad abierta de los individuos para asociarse con otros se establece un circuito de retroalimentación que permite, por un lado, que las organizaciones sean menos absorbentes y exclusivas, menos voraces, diría Coser, y por el otro, que los individuos sean más aptos, flexibles y tolerantes para establecer con otros relaciones y acuerdos, para cooperar en proyectos comunes, así sean los de presionar en algún sentido a cualquier otra entidad pública o privada, sobre todo a la más grande e importante de ellas, el Estado.64 Para que las organizaciones se conviertan en un recurso social de este tipo, hace falta, entonces, que los individuos tengan tanto la competencia cívica real como la subjetiva para unirse a ellas. Se requiere así que a nivel personal y en el conjunto de las áreas no políticas de la vida individual haya una plena confianza social. La razón de que esta confianza social sea tan importante se debe a lo que Almond considera uno de los principales hallazgos de The civic culture, y es que en sus tentativas para influir en el gobierno los individuos recurren en primera instancia la las organizaciones y asociaciones informales, primarias, las que se encuentran más cerca del individuo, ya que sólo recurre de manera secundaria a las organizaciones formales a las que pertenece. Así, en tanto que la confianza social se traduce directamente en confianza política, una de las tareas más importantes de las instituciones democráticas es asegurarla y promoverla.65 64 Lewis A. Coser realiza una interesante reflexión sobre las exigencias de lealtad ilimitada y exclusiva que imponen algunas instituciones a los individuos, dentro de las cuales analiza, por ejemplo, al partido bolchevique. Las instituciones voraces. FCE, México, 1978. 65 Acerca de la correlación positiva entre el nivel de confianza social y la estabilidad democrática en las sociedades europeas, Almond dice: “Las once naciones con historias de continuidad democrática durante este siglo (el siglo XX) muestran relativamente altos niveles de confianza interpersonal; las cuatro naciones que experimentaron rupturas autoritarias a mediados del siglo tienen poblaciones relativamente menos confiables; las dos democracias de Europa Occidental más recientes (Portugal y España) muestran todavía menos confianza.” Véase Almond, Gabriel A. (et. al.) European politics today. Op. cit. p. 31. 83 Para Almond, los procesos de gobierno y administración de los sistemas políticos modernos no pueden funcionar sino con una división del trabajo político bien definida. Estableciendo un paralelismo más con la teoría económica, Almond considera que esta división de funciones es necesaria si ha de esperarse que el sistema funcione satisfactoriamente. En una división de este tipo, cada uno de los estratos de la población tiene una función necesaria y diferenciada; en términos generales, las élites deben gobernar y las no élites deben controlarlas. Sin embargo, más allá de esta diferenciación general, Almond establece una clasificación específica en varias de sus obras, como en The american people and foreign policy, en donde plantea que en las sociedades democráticas modernas la división del trabajo político se reparte entre cuatro estratos básicos.66 El primero de ellos está compuesto por el público general, que no tiene ni la capacidad ni el interés para ocuparse de las actividades políticas. No tiene la capacidad para decidir y actuar sobre este tipo de cuestiones porque para ello hace falta cierto nivel cultural y educativo, sin el cual es muy difícil el entendimiento y comprensión de éstos; y tampoco tiene el interés porque prefiere invertir su tiempo y recursos en otras actividades privadas, de las cuales considera que obtendrá mayores retribuciones. El segundo estrato se compone de lo que él llama el público atento, que tiene la capacidad pero no el interés para ocuparse de las actividades políticas. Esta capacidad se debe a que dicho estrato tiene un nivel educativo aceptable, está relativamente bien informado y tiene una buena disposición hacia los asuntos públicos, no obstante, carece de un interés elevado y directo para ocuparse de la política ya que tiene actividades profesionales y personales que le orientan en otra dirección. El tercer segmento se compone de las élites políticas y de opinión, que desarrollan actividades que directa o indirectamente se 66 Como puede verse, hay una gran similitud con la clasificación que hace Berelson. Véase la nota 43. 84 relacionan con la política, por lo cual, están plenamente involucradas en ella. Por último, el cuarto estrato es el compuesto por los líderes políticos oficiales o legales, el grupo de la sociedad con actividades políticas más visibles y el que tiene la capacidad, el interés y la vocación para ocuparse de las actividades políticas.67 Como puede observarse, cada uno de estos estratos políticos tiene un grado diferente de involucramiento en los asuntos políticos, y por lo tanto también un grado diferente de influencia política. No obstante, Almond reprocha a otros teóricos o expositores del elitismo democrático que, a su juicio, no han dejado bien claro que la separación de funciones entre la élite y la no élite significa que tengan ciertamente una diferencia en el nivel de influencia política, pero ello no implica que la contribución de cada parte no sea importante para el proceso democrático, ni que la porción de influencia política de las no élites carezca de relevancia. Desde esta perspectiva, la influencia política de las no élites no puede equipararse a la que la teoría clásica atribuía al demos, la capacidad de gobernarse, sino que se ajusta a la teoría democrática elitista, que atribuye a la no élite una influencia política suficiente para controlar al gobierno. Como puede verse, el concepto de influencia política es fundamental en esta teoría. De acuerdo a Almond, la influencia política es la capacidad de tomar decisiones o de presionar para que quienes las toman lo hagan atendiendo a las propias pretensiones. En pocas palabras, influencia política significa obtener cosas del gobierno. Siguiendo muy de cerca el planteamiento de su maestro, Harold Laswell, quien estableció todo un paradigma de la política tan sólo con el título de su libro Politics: who gets what, when and how?, Almond considera que 67 Véase Almond, Gabriel A. The american people and foreign policy. Op cit., p. 138. Además, para ilustrar la diferencia de información y opinión entre las élites y el público general sobre un asunto concreto puede verse Almond, Gabriel A. “Public opinion and the development of space technology.” Public Opinion Quarterly Vol. 24, No. 4, Winter 1960. 85 la política se reduce exactamente a eso, a una especie de trueque o intercambio, a una operación comercial de cosas que se ofrecen y se desean. Una concepción de la política muy limitada, por cierto, ya que ignora su función determinante en la organización de la sociedad y en la definición del modo de vida de los seres humanos.68 Uno de los aspectos más llamativos de la teoría de Almond es que esta escasa capacidad e interés del público general para ocuparse de la política no es un mal necesario de la democracia, sino un ingrediente útil e imprescindible. La ignorancia, distanciamiento y extrañeza con respecto al mundo político de esta parte de la población son cosas necesarias dada la función que cada uno de los estratos sociales tiene en el proceso democrático. Como se ha dicho ya antes, Almond divide a la población en cuatro estratos básicos dependiendo de su actitud hacia la política. Una de las funciones más importantes de los dos estratos más pequeños, el de las élites gubernamentales y el de las élites políticas y de opinión, es la de elaborar paquetes o conjuntos de políticas que compitan entre sí para convertirse luego en acciones de gobierno, por lo que es natural esperar que cada segmento de estos estratos se aferre y defienda su posición hasta el final en la contienda política. El siguiente estrato más numeroso, el del público atento, que está informado y sigue cotidianamente los acontecimientos políticos, previsiblemente tendrá una opinión formada y definida sobre los asuntos políticos en cuestión, por lo que también es hasta cierto punto natural que no cambie de opinión fácilmente. El último estrato de la población, y el más numeroso, el público general, que no está informado y que no está atento a la política, no tiene ninguna opinión formada sobre los asuntos que se disputan en esa arena, por lo que una buena parte de los discursos, mensajes y llamados de las élites van dirigidos hacia este estrato, tratando de atraer su atención y 68 Véase Lasswell, Harold D. La política como reparto de influencia. Aguilar, Madrid, 1974 (Politics: who gets what, when and how?, 11936). 86 convencerlo de apoyar una determinada acción, ley o candidatura. Así, toca precisamente a este sector, al público masivo, inclinar la balanza hacia una u otra posición, hacia uno u otro bando del espectro político. Entonces, como puede verse, si las sociedades democráticas no tuvieran ese amplio segmento de la población que no se interesa y participa cotidianamente en los asuntos públicos, la política se reduciría a un enfrentamiento estéril e inútil entre adversarios definitivos e intransigentes, y no sería posible entonces el continuo ajuste, reacomodo y desplazamiento de élites políticas, vital para la democracia.69 Siendo esta la función esencial del público masivo, su participación en la política no puede darse sino restringida por la moderación y limitación. Esta modalidad es necesaria porque Almond advierte que ningún sistema democrático podría funcionar con una elevada participación popular; las instituciones representativas democráticas no están diseñadas para que el público masivo intervenga continuamente en el proceso político, así sea planteando demandas, emitiendo opiniones o exigiendo atención. Tampoco podría funcionar el sistema democrático si la intervención de este público masivo no se da bajo el signo de la moderación. A juicio de Almond, la democracia requiere también una militancia política abierta y flexible, sin apasionamientos ni radicalidades. De lo contrario, cuando se exaltan las pasiones y la política carga con todas las tensiones y expectativas de la vida humana, entonces se crea un ambiente propicio para el surgimiento de movimientos milenaristas o totalitarios, completamente nocivos para la democracia. Esta perspectiva del sistema democrático ofrecida por Almond se comprende mejor pasando de esta imagen estática del sistema a una dinámica, a la descripción de una parte del proceso democrático, que bien puede interpretarse como la operación de un ciclo político. 69 Véase sobre todo el Capítulo 15.” The civic culture and democratic stability” de The civic culture. Op cit. 87 Para Almond, este ciclo puede plantearse más o menos así: en ciertas circunstancias un asunto de gobierno atrae de una manera desusada el interés de la población. Este interés puede evolucionar al grado de propiciar que se desate una etapa de intensas discusiones y confrontaciones políticas, las cuales por lo general tienden a involucrar al gobierno, los partidos políticos, y a diversas asociaciones civiles. En estas circunstancias, el conflicto puede desembocar incluso en manifestaciones públicas tumultuarias de apoyo o rechazo, así como en la creación de un clima político de alta tensión. Sin embargo, este campo de enfrentamiento y confrontación pacífica que sólo permite la pluralidad política es lo que precisamente puede actuar como su propio antídoto, esto es, una vez que se ha presentado el conflicto y la tensión, el gobierno, los partidos y las organizaciones civiles pueden modificar sus posturas y decisiones con el fin de atender el descontento y la inquietud manifestada. Esta interacción es la que permite que una vez atendida la demanda pueda retornarse al ambiente de tranquilidad y apacibilidad del que partieron los grupos sociales que expresaron su desacuerdo.70 Esta descripción del ciclo político de la democracia se deriva en buena medida de la teoría de sistemas, particularmente de la alternancia entre sus estados de tensión y distensión. Independientemente de la crítica que podría hacerse de este enfoque sistémico, y que ya se ha mencionado antes, cabría preguntarse qué tan acertada es la suposición de Almond sobre la alternancia de estos estados en el sistema democrático, es decir, si acaso es cierto que la condición más durable y 70 Ibidem. Otra manera de describir la dinámica del proceso democrático es mediante las metáforas de ampliación y contracción del sistema político. Según Almond, un sistema político puede ampliarse mucho más allá de sus límites normales dependiendo del volumen de individuos que puedan involucrarse en una decisión política, cuyo límite máximo es el de las elecciones, momento en el cual todos los ciudadanos se convierten en políticos por un día. Véase Almond, Gabriel y G. B. Powell. Op. cit. p. 26. 88 persistente es la estabilidad y equilibrio, sólo interrumpidos por acontecimientos aislados y dramáticos.71 Pero las democracias, tanto las maduras y estables como las recientes e inestables no se ajustan del todo a esta imagen, ya que más bien parecen estar siempre, así sea por diferentes motivos y por cuestiones que involucran a diferentes sectores de la población, en tensión y desequilibrio. Del mismo modo, las condiciones de moderación y limitación que Almond impone a la participación política masiva no parecen ser tampoco elementos necesarios e imprescindibles de la democracia, más bien, parecen ajustarse al modelo democrático anglosajón de los años cincuentas, más aún, al modelo estadounidense, en donde el sistema bipartidista y el modelo de partidos catch-all, que tiene como principio nunca alejarse del centro político e ideológico y excluir automáticamente cualquier otra alternativa de gobierno distinta, conduce ciertamente a la moderación.72 Asimismo, la insistencia de Almond en la moderación de los ciudadanos y los militantes políticos parece derivarse también de este modelo. Al insistir en la moderación y desapasionamiento, no se toma en cuenta que en una sociedad como la estadounidense, en donde por tradición el Estado ha jugado un papel más bien discreto en el desarrollo económico y en la promoción del bienestar social, la percepción y sensibilidad de los ciudadanos en torno a la acción que el gobierno ejerce sobre sus propias vidas tiene que ser menos apasionada y 71 Harry Eckstein advierte que esta es una propensión común de las teorías culturalistas. Véase “A culturalist theory of political change.” American Political Science Review Vol. 82, No. 3, Sep. 1988. 72 Véase una crítica en este sentido en Pateman, Carole. “The civic culture: A philosophic critique” en Almond, Gabriel A. y Sidney Verba. The civic culture revisited. Op cit. Además, Almond considera que otra de las ventajas importantes del bipartidismo es que: “También es verdad que algunos sistemas de partido realizan la combinación de intereses con mayor eficacia que otros...Los sistemas bipartidistas, que son responsables ante un amplio electorado, se ven forzados, por lo general, a imponer una política basada en la combinación. Véase Almond, Gabriel A. y G. B. Powell. Op. Cit. p. 94. 89 distante que en otros casos, en donde el Estado tiene una injerencia mayor y, por lo tanto, son muchos más los aspectos de la vida privada e individual los que dependen de las decisiones que éste tome, por lo que no es igualmente factible esperar moderación y mesura. 2. SEYMOUR M. LIPSET Y LAS BASES ECONÓMICAS Y SOCIALES DE LA DEMOCRACIA La reflexión en torno a la mejor forma de gobierno que puede elegir un pueblo es tan añeja como la ciencia política misma. La clasificación de las formas de gobierno que discutieran en la antigüedad Platón, Aristóletes y Jenofonte, para no hablar de la crónica que ofrece Heródoto, era una de las cuestiones más relevantes y trascendentes de la organización social griega, al grado de que las mudanzas que se experimentaron al transitar de una forma de gobierno a otra influyeron de manera determinante en el rumbo de la civilización helénica. A lo largo de la historia del pensamiento político, una de las discusiones más importantes vinculadas con la elección de la forma de gobierno ha sido la de si un pueblo tiene la capacidad real de decidir sobre ello, es decir, si puede optar libre y efectivamente por un tipo de organización política o por otro. Sobre esta discusión, la mayor parte de lo grandes pensadores políticos han coincidido en señalar que, en efecto, los pueblos tienen esa capacidad, la de inclinarse por una forma u otra, sin embargo, no pueden hacerlo de manera arbitraria, la libertad que tienen para ello es limitada. Las restricciones a las que debe sujetarse un pueblo para elegir su forma de gobierno son múltiples, pues como ya lo han referido tantos y tantos que sobre ello han escrito, deben atenderse desde cuestiones como la historia, la religión, el territorio y la moral social, hasta aspectos relacionados con el clima y la geografía. En el mundo moderno ha continuado esta misma discusión, aunque ahora la polémica se dirige sobre todo a esclarecer las condiciones que se requieren para instaurar la democracia. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que la mejor forma de gobierno que puede adoptar un pueblo es ésta, y por lo tanto la cuestión más 91 importante por resolver se reduce entonces a determinar si se reúnen o no las condiciones para establecerla y conservarla. En esta reflexión y polémica es en donde puede establecerse con mayor pertinencia la obra de S.M. Lipset, quien desde hace muchos años se ha venido ocupando de la cuestión relativa a los requisitos económicos, sociales y culturales que necesita una sociedad para implantar un gobierno democrático. Los fundamentos de una democracia estable La historia de la democracia moderna es bastante reciente. En la mayor parte de los casos las democracias ahora consolidadas apenas remontan su origen al siglo XIX, y si se adoptan criterios más estrictos para definirla, como el sufragio universal de los individuos adultos, esta historia se reduce hasta comprender tan sólo el lapso que va de la primera mitad del siglo XX a la actualidad. Sin embargo, a pesar de este breve transcurso histórico, muchos de los países que han adoptado esta forma de gobierno han sufrido incontables revoluciones, guerras civiles y golpes de Estado. Estas convulsiones generalmente han producido la ruptura del orden institucional y, por lo tanto, la interrupción de la vida democrática, lo cual ha conducido en varios casos al derrumbe del sistema político. Esta interrupción de la vida democrática se ha presentado con particular significación histórica y política en Europa, donde a lo largo del siglo XX este tipo de trastornos sociales produjeron la caída de varios gobiernos democráticos. Tal vez sea por esta razón que ha sido ahí donde se ha originado y desarrollado con más intensidad la reflexión política y sociológica sobre los requerimientos sociales e institucionales de la estabilidad democrática. Sin embargo, las repercusiones de este tipo de descalabros políticos en el orden internacional, en la integración regional y en el mismo gobierno interior de una gran cantidad de países 92 democráticos y no democráticos en todo el mundo, ha propiciado que la preocupación e indagación sobre estos requisitos se extiendan a muchos otros sitios. Este es uno de los intereses más importantes de S.M. Lipset, quien ha dedicado abundantes páginas de su obra a este tema, e incluso podría decirse que ha sido éste el motivo fundamental de su trabajo de investigación. Aunque Lipset no lo plantea explícitamente, un análisis inclusivo de su obra muestra que identifica cuatro requisitos económicos, políticos y sociales fundamentales para la construcción de una democracia estable: 1) La consolidación del Estado; 2) Un nivel adecuado de desarrollo económico; 3) Una estructura social equilibrada; y 4) Un sistema político apropiado y funcional. Tanto Lipset como Huntington comparten con la larga tradición del pensamiento político clásico la idea de que la estabilidad de un régimen, y particularmente la de un régimen democrático, depende en buena medida de una sólida y probada unidad política de la sociedad, esto es, de una aceptable consolidación del Estado. La historia de los Estados modernos, como la de la propia democracia, tampoco es muy larga. Muchos de los países que han sido determinantes en el desarrollo de los asuntos internacionales modernos tienen apenas poco más de cien años de existir como estados unificados. Los casos de Alemania e Italia son particularmente significativos, sin embargo, un ejemplo mucho menos referido pero igualmente representativo es el de Estados Unidos. En este caso, la guerra civil de 1861-1865 puede interpretarse como la culminación de un proceso gradual de integración política en el cual se conformó el territorio y la población de lo que posteriormente sería ese Estado norteamericano, lo cual significó también la atenuación del principio federativo, que en los 93 primeros años de vida del país fue tan sólido y persistente, al grado de que en varias ocasiones amenazara la propia unidad estatal.1 De este modo, el primer problema serio que debe afrontar una democracia es el de contar con una unidad estatal sólida. En este sentido, cuando la democracia nace al mismo tiempo o inmediatamente después de la constitución del Estado, no solamente debe enfrentar las tensiones y enfrentamientos propios de la vida democrática, sino que además debe resistir los acosos de los factores internos y externos que actúan tanto en contra del gobierno como en contra del mismo Estado. En estas condiciones, la sobrevivencia del Estado y del régimen depende en muchos casos de la conducción atinada y firme de un líder político reconocido y aceptado. Para usar los conceptos de Weber, Lipset señala que durante la consolidación de los Estados nuevos la legitimidad carismática surge de manera casi natural y espontánea, por lo que su calidad resulta prácticamente definitoria en la conformación de las nuevas instituciones políticas. Sin embargo, su intervención también produce ciertos riesgos, principalmente el de una prolongada duración, lo cual puede provocar una excesiva dependencia política de una sola persona y sentar las bases de un gobierno autoritario y tiránico. Huntington, como se verá posteriormente, comparte este mismo punto de vista, llegando a decir que los intereses de un líder y los de las instituciones políticas son contradictorios. Ya Maquiavelo había señalado la función esencial e imprescindible que jugaba un príncipe en la constitución, organización y afirmación de un Estado. Lipset, siguiendo esa idea, considera que aun en la actualidad es imprescindible la contribución del líder político en esa tarea, pero también admite que implica serias amenazas, principalmente para los regímenes democráticos. Debido a estos peligros, considera que cuando 1 Para un análisis de la formación de los estados nacionales en el siglo XIX y sus repercusiones a nivel internacional pueden consultarse los libros de Paul Kennedy. Auge y caída de las grandes potencias. Plaza y Janés, Barcelona, 1994; Henry 94 un Estado se encuentra en la transición de un gobierno autoritario a uno democrático, la mejor opción es elegir instituciones parlamentarias y no presidenciales, ya que las primeras pueden acortar y constreñir las funciones del liderazgo carismático, favoreciendo la alternancia política que requiere la democracia. Sin embargo, en esta apreciación, Lipset no toma en cuenta que en muchos de estos estados no existe una tradición parlamentaria arraigada, ni existen tampoco sólidos y definidos partidos políticos que puedan animar la dinámica de un sistema de este tipo, por lo que un régimen parlamentario puede significar iguales o mayores riesgos que el presidencialismo.2 Sin embargo, como lo muestra la historia, antigua y moderna, es un hecho que la conservación de los Estados nuevos depende en gran medida del liderazgo político. En ellos no se cuenta con la legitimidad que da la tradición a un Estado y a un gobierno, por lo que en un principio la aceptación de las nuevas instituciones por parte de la población es bastante difícil y depende en buena medida de la adhesión y reconocimiento a una figura carismática. Esta es la razón de que el tránsito a la democracia haya sido mucho menos virulento y accidentado ahí donde no se abolieron abruptamente las instituciones monárquicas ni se desintegró el Estado, ya que en estos casos no hubo un cuestionamiento absoluto a todo el esquema de legitimación del régimen, sino que se transitó gradualmente de una legitimidad esencialmente monárquica a una esencialmente democrática. Esta es en buena medida una de las razones que explican el hecho de que las democracias europeas más estables sean aquellas que Kissinger. La diplomacia. FCE, México, 1996; y Geoffrey Bruun. La Europa del siglo XIX (1815-1914). FCE, México, 1995. 2 En los últimos años se ha reavivado el debate sobre las ventajas y desventajas que los sistemas de gobierno parlamentario y presidencial ofrecen a la democracia. Para abundar en él pueden consultarse los libros de Giuseppe Di Palma. To craft democracies. University of California Press, Berkley and Los Angeles, 1990; Arend Lijphart. Democracies. Patterns of majoritarian and consensus government in twentyone countries. Yale University Press, New Haven and London, 1984; Giovanni Sartori. Ingeniería constitucional comparada. FCE, México, 1994; y Juan J. Linz y Arturo Valenzuela, La crisis del presidencialismo. Alianza Editorial, Madrid, 1997. 95 aún conservan la figura monárquica como emblema de unidad estatal. En ellas el rey ya no gobierna, es cierto, pero en el pasado desempeñó en muchos casos una función política relevante al tolerar y colaborar en la transición del régimen. Para demostrar esto, Lipset pone como ejemplo de democracias inestables a Francia, Alemania e Italia, países en donde precisamente se llevó a cabo la instauración de un gobierno republicano que desplazó al antiguo régimen, por lo que enfrentaron en algún momento de su historia reciente la ruptura de su continuidad democrática. Sin embargo, la consolidación estatal no significa en manera alguna la hegemonía absoluta del poder del Estado sobre el resto de las fuerzas políticas que se manifiestan en una sociedad. Para Lipset, consolidación del Estado significa sobre todo unidad política firme, esto es, que el Estado se asiente sobre un territorio definido, habitado por una población relativamente homogénea, en la que si bien pueden incorporarse y subsistir diversas comunidades étnicas, es preferible que no estén presentes o bien que su incidencia sea mínima. Esto es lo que Lipset entiende por fortaleza estatal, lo cual, como puede verse, no significa omnipotencia estatal, por el contrario, de la misma forma que lo establece la tradición clásica del liberalismo o la moderna escuela del pluralismo político, encabezada principalmente por Dahl, advierte que el poder del Estado debe ser estrictamente limitado y contenido. Podría decirse incluso que en este aspecto Lipset se va al extremo opuesto. Es decir, llega a proponer que el proceso de afirmación histórica de los derechos humanos se explica como una correlación negativa con el poder del Estado, es decir, éste debe disminuir para que aumenten los derechos humanos.3 No obstante, a pesar de que en algunas ocasiones 3 Lipset lo expone de la siguiente manera “La disminución del poder del Estado conduce al incremento del respeto a los derechos humanos y al gobierno de la ley ambos esenciales para el gobierno democrático. En resumen, el creciente poder económico de la ciudadanía pone freno al poder político del gobierno, propiciando el orden democrático.” The encyclopedia of democracy. Seymour M. Lipset (ed.), Routledge, London, 1995, p. lix. 96 pareciera que se sacrifican los derechos del hombre argumentando la razón de Estado, no es conveniente pasar por alto que, por definición, los derechos del hombre, considerado como individuo, como minoría y, en determinados casos, aún como mayoría, son garantizados precisamente por el Estado. En este aspecto, Lipset pasa por alto que los derechos humanos son una construcción histórico-política en la cual las instituciones estatales han sido los factores más importantes de su creación y conservación. Es verdad que en determinadas circunstancias el Estado se ha convertido en una instancia amenazante y opresora de éstos, y que para reafirmar su integridad ha sido necesario que los individuos y la sociedad civil propugnen por ellos, sin embargo, es necesario señalar que el sostenimiento de la estructura social que permite su ejercicio así como su preservación a largo plazo dependen precisamente de que se encuentren garantizados por el Estado. Más aún, en el mundo contemporáneo la defensa de los derechos humanos ha adquirido mayor resonancia en el plano internacional debido a que han intervenido en su reafirmación tanto gobiernos como asociaciones civiles, es decir, gracias a que existen Estados en los cuales se respetan irrestrictamente y esto permite que tanto sus instituciones públicas como las civiles los defiendan abiertamente en el interior y exterior.4 Sin embargo, esto no significa que la preservación, interpretación y defensa de los derechos de los individuos dentro de una sociedad se efectúe sin desavenencias, pugnas y conflictos. De hecho, es pertinente reconocer, como lo hace Lipset, que la dinámica real y posible de la democracia en el Estado moderno está constituida por la existencia de una oposición institucionalizada. La democracia no puede ser el control 4 Así como los sistemas económicos, los sistemas políticos contemporáneos son inconcebibles de manera aislada y autárquica, múltiples factores externos alteran su funcionamiento y operación. Una interesante descripción de este fenómeno puede encontrarse en David Held. La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita. Paidós, Barcelona, 1997. Véase también el tratamiento que 97 directo de la población sobre el gobierno, sino la participación de ésta en la elección de los líderes y partidos políticos que habrán de conducirla, para lo cual es necesario que exista un sistema político con actores aptos para desempeñar con la misma eficiencia la función gobernante y la función opositora. Para Lipset, así como para Almond, Dahl y Huntington, la democracia debe definirse esencialmente en términos de procedimientos y no de fines; de procedimientos que garanticen la libre competencia de las diversas fuerzas políticas en la obtención del poder. Lipset identifica tres componentes indispensables del proceso democrático: 1) Competencia por las posiciones gubernamentales a través de elecciones limpias, periódicas, pacíficas e inclusivas; 2) Participación de los ciudadanos en la elección de sus líderes y en la definición de las políticas; y 3) Amplias y seguras libertades civiles y políticas que permitan la competencia y la participación política.5 En este sentido es en el que Lipset alude a la democracia como a un mecanismo para institucionalizar el conflicto, el cual está llamado a formar parte activa de la convivencia política de una sociedad y a ser el motor integrador de la unidad estatal. Señala además que una de las mayores limitaciones de la teoría política del marxismo es no admitir la convivencia simultánea de los principios del conflicto y el consenso en una sociedad. Marx consideraba que eran excluyentes: una sociedad sólo podía vivir en el conflicto abierto, o bien, en la armonía total. No había manera de establecer un punto de equilibrio.6 hace de este tema John Rawls en El derecho de gentes. Paidós, Barcelona, 2001 (11999). 5 La definición de la democracia a partir de estos tres componentes puede encontrarse en The encyclopedia of democracy. Op. cit., p. iv, y además, una definición casi idéntica aparece en Diamond, Larry; Juan Linz y Seymour Lipset (eds.) Politics in developing countries. Lynne Rienner Publishers, Boulder and London, 1990, p. 6. Ahora bien, si se compara esta enumeración con la que hace Dahl y la definición que ofrece Huntington se podrán observar las notables similitudes. 6 Donde más ampliamente se expone este tema es en Lipset, S.M. (et. al.) Sociología política y otras instituciones. Paidós, Buenos Aires, 1977, pp. 12-18. 98 Lipset atribuye a Tocqeville la virtud de reconocer que la democracia moderna está sostenida por un principio de equilibrio entre el conflicto y el consenso, ambos necesarios para alimentar la dinámica de la vida democrática. Para efectos prácticos, este equilibrio puede explicarse como un ciclo de tensión, tal como lo han expuesto Almond y Verba, de donde lo ha tomado también Huntington. Lipset contribuye de esta manera a combatir la concepción sobre la democracia que la plantea como una forma de gobierno en la cual es sano y necesario que se dé una participación política masiva de la población. Ninguna de las democracias modernas, ni de las antiguas, ha supuesto nunca una dinámica participativa de este tipo. Más aún, un ambiente prolongado de participación política activa e intensa por parte de un amplio sector de la población no sólo es anormal y peligroso, además de que pocos regímenes democráticos podrían soportarlo, sino que incluso una situación de este tipo parece más propia de un régimen totalitario que de una democracia. De esta manera, una de las advertencias más conocidas de Lipset es que un aumento abrupto y tumultuario de la participación denotaba antes bien una alteración de la vida política que un requisito o virtud del gobierno democrático.7 En este aspecto se presenta una notable coincidencia entre Almond, Lipset, Dahl y Huntington. Los cuatro consideran que para el funcionamiento adecuado de una democracia no se requiere una participación política permanente, intensa y universal de la ciudadanía, basta con que un determinado sector de la población se ocupe cotidianamente de la política y el resto sólo se involucre circunstancialmente.8 Por lo que se refiere al segundo requisito, el del desarrollo económico, Lipset considera que es uno de los aspectos a los que más atención debe prestar el Estado, sobre todo si es nuevo. 7 Lipset expuso esto en el que puede considerarse su libro más importante El hombre político. REI, México, 1993 (11959), pp. 31-41. 99 Los Estados nuevos enfrentan con particular dificultad el problema del crecimiento y desarrollo económico. Normalmente, la creación de un Estado implica una profunda depresión económica, seguida de un prolongado estancamiento, sólo superado mediante una costosa y dolorosa recuperación que evidentemente genera malestar entre la población. En los Estados viejos la impopularidad que produce el estancamiento económico puede enfrentarse generalmente en mejores condiciones; sus instituciones políticas cuentan con la legitimidad que les otorga la tradición y la costumbre. Por esta razón, en un Estado nuevo que no cuenta con estas fuentes de legitimidad, el buen desempeño económico resulta determinante para la legitimación del régimen, por lo que la dificultad para alcanzar esta eficiencia económica es uno de los mayores retos que enfrenta el Estado.9 La atención que Lipset ha prestado a la legitimidad política ha producido que una de sus tesis más conocidas sea precisamente ésta, es decir, la de considerar que existe una correlación positiva entre un elevado nivel de desarrollo económico y la existencia de un gobierno democrático. Esta idea adquirió gran popularidad sobre todo a partir de su artículo “Algunos requisitos sociales de la democracia”, aparecido en 1956, y alcanzó una difusión mucho mayor cuando apareció El hombre político, en 1959.10 Sin embargo, sobre este tema se ha producido un notable paradoja. Esta paradoja consiste en que en muchas otras de sus obras 8 Una amplia y conocida crítica a esta manera de comprender la democracia es la de Pateman, Carole. Participatión and Democratic Theory. Cambridge University Press, Cambridge, 1970. 9 Acerca de los problemas de legitimación de los países en transformación véase Morlino, Leonardo. Cómo cambian los regímenes políticos. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985. 10 Decía así: “El crecimiento de la riqueza no sólo se relaciona causalmente con el desarrollo de la democracia al alterar las condiciones sociales de los trabajadores, sino que también afecta el papel político de la clase media, al modificar la estructura de estratificación social de manera que su perfil pasa de ser una pirámide alargada, con una gran base de clase baja, a ser un diamante con una clase media creciente.” Lipset, Seymour. “Algunos requisitos sociales de la democracia. Desarrollo económico 100 Lipset ha sostenido que el factor más importante, el que determina la existencia de un sistema democrático, no es el económico, sino, como lo pretende también Almond, el cultural.11 Lipset admite que la riqueza económica de un país produce una gran cantidad de efectos que favorecen la instauración y conservación de la democracia, sin embargo, no considera que sea una causa suficiente, ya que existen países, como la India, que sin tener un elevado nivel de desarrollo económico han contado por un largo tiempo con un gobierno democrático, lo que sólo puede explicarse por el efecto que en su cultura e instituciones políticas ha producido su herencia británica. Como puede verse, aún cuando originalmente Lipset había sostenido que no debía establecerse una correlación demasiado alta entre aspectos de la estructura social con la democracia, posteriormente cambió de opinión al otorgarle un peso determinante a la cultura política.12 No obstante, a pesar de la insistencia de Lipset para colocar en primera posición a los factores culturales por sobre los económicos y sociales, es evidente que estos últimos cumplen una función que si bien no es determinante, sí es esencial, primordial. Basta considerar la evidencia que Lipset aporta en contra de ello, ofreciendo los ejemplos de la India, Botswana, Papúa Nueva Guinea y Sri Lanka, que en efecto son países pobres con un sistema de gobierno democrático, pero que difícilmente pueden considerarse democracias estables, y de los cuales no podrían hacerse conjeturas muy favorables sobre su futuro, debido a que sus fuertes desequilibrios demográficos, económicos y sociales, difícilmente inducen expectativas positivas. En cambio, del lado contrario puede observarse que en la actualidad prácticamente todos los países económicamente y legitimidad política” en Batlle, Albert (comp.) Diez textos básicos de ciencia política. Ariel, Barcelona, 1992, p. 127. 11 Véase de Lipset, Seymour “The social requisites of democracy revisited.” American Sociological Review, february, Vol. 5, 1994, pág. 5; The encyclopedia of democracy. Op .cit., p. lx; y Politics in developing countries. Op. cit., p. 17. 12 Véase “Algunos requisitos sociales de la democracia.” Op. cit., p. 116. 101 desarrollados tienen sistemas democráticos. Es verdad que frecuentemente se pretende debilitar esta afirmación citando el caso de la Alemania nazi, la cual a pesar de contar con un elevado nivel de desarrollo económico engendró un régimen autoritario, ilustración típica del totalitarismo. Sin embargo, el ejemplo de Alemania difícilmente puede invalidar la hipótesis, ya que no sólo se trata de una excepción, sino que el encumbramiento del nazismo se dio en medio de circunstancias históricas peculiares que ya no están presentes en el mundo contemporáneo. Es decir, en la actualidad, al menos desde el fin de la segunda guerra mundial, puede decirse que si bien el desarrollo económico no es una causa suficiente de los gobiernos democráticos, sí constituye un factor esencial, como lo había formulado originalmente el mismo Lipset.13 En todo caso, tal vez sea posible establecer una conexión lógica entre ambas variables, es decir, explicar cómo el desarrollo económico produce una gran cantidad de efectos positivos en la cultura política de una sociedad, lo cual no implica hacer totalmente dependiente a ésta de aquel, ya que algunos aspectos de la cultura política son independientes de los factores económicos y sociales, y por lo tanto hay cierto margen de independencia entre ambas variables. El impacto más importante que el desarrollo económico produce en la forma de gobierno se da de manera indirecta, es decir, por el efecto positivo que se produce en el desarrollo social. La simple acumulación de riqueza no provee las bases necesarias para un sistema democrático, por el contrario, tal vez siente las bases de un gobierno oligárquico. Sin embargo, cuando el desarrollo económico impacta positivamente sobre el desarrollo social y el nivel general de bienestar de la población, entonces se establecen bases más firmes para la democracia. En este sentido, de 13 “Aunque hemos presentado las pruebas por separado, los diferentes aspectos del desarrollo económico -industrialización, urbanización, riqueza y educación- están tan íntimamente relacionados entre sí como para constituir un factor fundamental que posee la correlación política de la democracia.” El hombre político. Op. cit., p. 51. 102 todos los efectos que se producen en el desarrollo social, tal vez los más importantes sean los de la instrucción y la educación general. Una clase media educada e ilustrada y una clase obrera capacitada e instruida constituyen los mejores fundamentos de una democracia estable. Huntington ha tratado de brindar una explicación causal entre ambos factores; a diferencia de Lipset, fue más allá de identificar sólo una correlación positiva entre el desarrollo económico y la democracia.14 También de manera indirecta, otro de los impactos positivos que produce el desarrollo económico en la sustentación de la democracia es la multiplicación de las fuentes de riqueza. Lipset comparte con muchos otros escritores liberales la idea de que cuando el Estado constituye la única fuente de riqueza y prestigio se crea automáticamente un monopolio sobre los empleos, recursos y financiamientos que no sólo provoca una corrupción desbordada e incontenible, sino que además se generan las condiciones propicias para el establecimiento de una tiranía. Cuando el Estado constituye la única fuente de riqueza y prestigio, el grupo de hombres que se apodera de él tiene la capacidad de imponer incondicionalmente su voluntad al resto de la sociedad debido a que en ella no existe ningún otro poder que les resista, la sociedad se encuentra a merced del autoritarismo.15 No obstante, esta concepción sólo podría ser aceptada al plantearla en forma extrema, cuando el Estado ocupara todo el espacio social y no dejara ningún resquicio por el cual se manifestara la actividad libre e independiente de los ciudadanos. En este caso se trataría del totalitarismo más agobiante, absoluto. Expuesta de esta manera extrema, dicha concepción parece razonable, sin embargo, no puede ignorarse que planteamientos de este tipo conducen muy frecuentemente a la sustentación de teorías económicas neoliberales como la del Estado mínimo, lo cual ya no es tan 14 15 Véase el tercer apartado del Capítulo 4. Véase “The social requisites of democracy revisited”. Op. cit., pág. 3 103 aceptable. La primera cuestión que resulta polémica en este tipo de teorías es que el Estado debe ser contenido y reprimido en su actividad económica para que su espacio sea ocupado por el sector privado, el cual impulsará más eficientemente el desarrollo desde la plataforma de una economía de libre mercado. Sin embargo, la realidad no responde apropiadamente a esta hipótesis, ya que en la mayor parte de los países que tienen un alto nivel de desarrollo económico y cuentan con una democracia estable, el Estado absorbe una gran proporción del PIB y, por ende, esto le permite y le obliga a desempeñar una importante función económica y social. Por el contrario, precisamente ahí donde se presentan los niveles más bajos de desarrollo económico y de acumulación de riqueza es donde el Estado tiene las menores captaciones fiscales medidas en proporción al PIB, y es donde como consecuencia se tiene una menor capacidad de intervención económica directa. Lipset considera así que cuando el Estado es la única o la principal fuente de empleos y distribución de recursos es donde la corrupción política y social es mayor, ya que se establecen condiciones para que la asignación de empleos, contratos e inversiones no se den con estrictos criterios de eficiencia económica. No obstante, resulta precisamente lo contrario. Ahí donde el Estado tiene una baja captación fiscal y una participación económica pequeña es donde precisamente la corrupción es mayor, haciendo más escasos aún los ya de por sí escasos recursos públicos, y generando efectos perniciosos que paralizan tanto las actividades públicas como las privadas. Al parecer, Lipset, como Huntington, se dejan llevar en este caso por la tendencia neoliberal que atribuye al Estado el origen de todos los males sociales, por lo que no puede distinguir que el camino para reducir la corrupción no es el de la reducción de la participación estatal en la economía, sino el fortalecimiento de las instituciones democráticas. A partir de esta consideración podría explicarse que, en efecto, la 104 corrupción es mayor en los países menos desarrollados, pero eso no se debe a que el Estado sea demasiado grande, lo cual además no resulta tan preciso si se le compara con los países desarrollados, sino porque ahí los precarios niveles de bienestar, educación e instrucción de la mayor parte de la población hacen muy difícil que se desarrollen vigorosamente las instituciones democráticas y la conciencia ciudadana, necesaria para emprender la defensa de los derechos civiles y políticos que son los que realmente acotan y ponen límite a los actos de corrupción. Sin embargo, el ejercicio efectivo de estos derechos sólo puede alcanzarse mediante elevados índices de desarrollo social, que generalmente dependen de un alto nivel de desarrollo económico.16 Adicionalmente, Lipset también supone infundadamente que la corrupción sólo puede ser política, que se circunscribe a la esfera pública. No advierte que la corrupción se presenta tanto en el espacio público como en el privado, así como en el contacto que se establece entre ellos. La corrupción es una práctica que altera las normas de convivencia social y su incidencia vulnera el funcionamiento adecuado de las instituciones sociales en ambas esferas, en la pública y en la privada. De esto se desprende que la corrupción no se reduce mediante la simple contracción de la actividad estatal, sino a través del sometimiento estricto a las regulaciones y la normatividad social que, de nuevo, sólo puede ser exigido por una ciudadanía desarrollada y preparada. Paradójicamente también, la corrupción que frecuentemente se genera en las esferas privadas sólo puede limitarse y controlarse por parte de un Estado fuerte, que tenga la suficiente consistencia y los recursos necesarios para intervenir enérgicamente cuando la corrupción 16 El concepto contemporáneo de ciudadanía no puede reducirse a la igualdad de derechos civiles y políticos, es necesario incluir una serie de derechos sociales que le permitan al individuo ejercer plenamente esos derechos, con dignidad y responsabilidad. Véase Marshall, T.H. Ciudadanía y clase social. Alianza Editorial, Madrid, 1998 y Bendix, Reinhard. Estado nacional y ciudadanía. Amorrortu, Buenos Aires, 1974; y, por supuesto, la teoría de la democracia de Rawls expuesta en el Capítulo 5. 105 comienza a minar las bases de la convivencia social y de la responsabilidad cívica.17 Por lo que respecta a la estructura social equilibrada, el tercero de los requisitos económicos y sociales de una democracia estable, es necesario comenzar por distinguir dos dimensiones de la sociedad que son determinantes en este terreno, esto es, la proporción de las clases sociales y la densidad de la actividad asociativa dentro de la sociedad. Lipset, siguiendo la larga tradición del pensamiento político clásico que se remonta hasta Aristóteles, plantea que la democracia requiere de una estructura social en la cual predominen las clases medias. Esto se debe a que el ejercicio de los derechos ciudadanos que dan vida a la democracia así como el potencial de participación política que normalmente se requiere hacen indispensable un amplio contingente de la clase media, capaz de exigir el cumplimiento de esos derechos. Además, las clases medias funcionan también como intermediarias, como amortiguadores y eslabones de comunicación entre las élites políticas y económicas y el grueso de la sociedad, lo que permite que entre todos estos sectores existan vínculos y relaciones que posibiliten la cohesión social.18 En realidad, como se dijo antes, esta tesis no tiene ninguna novedad, prácticamente todos los pensadores políticos que desde la antigüedad se han ocupado de ello han establecido este requisito. Inclusive la tesis sobre la importancia de las asociaciones voluntarias de ciudadanos en la vida política y social de la democracia tampoco es tan 17 Lipset admite esta ambivalencia o, más bien, la necesidad de un equilibrio aceptable: “El Estado no debe resultar demasiado poderoso y autónomo, pero si es demasiado débil y fácilmente penetrado puede ser incapaz de distribuir los bienes económicos y sociales que esperan los grupos o incapaz para mantener el orden frente a las demandas conflictivas de los grupos.” Politics in developing countries. Op. cit., p. 23. 18 “La democracia política ha tenido una existencia estable sólo en los países ricos, los cuales tienen amplias clases medias y comparativamente bien pagadas y clases trabajadoras bien educadas.” Lipset, S.M., Martin A. Trow y James S. Coleman. Union democracy. The internal politics of the International Typographical Union. The Free Press, New York, 1956, p. 14. 106 novedosa, aunque es mucho menos antigua que la primera, ya que como lo señala Lipset, el antecedente más claro y directo de esta idea debe atribuirse a Tocqueville, quien al analizar el funcionamiento de la democracia en América apreciaba que las asociaciones voluntarias desempeñaban una función determinante.19 Cuando Tocqueville describía lo que llamaba el estado social de los norteamericanos y lo comparaba con el de los ingleses, observaba que las asociaciones civiles y políticas desempeñaban una función mucho más importante en América. En una sociedad aristocrática como la británica, los hombres se mantienen unidos a través de vínculos definidos de lealtad y servicio, lo que implica que para realizar una empresa o tarea que requiera de un cúmulo considerable de fuerza social, basta con que un hombre de elevada posición y prestigio convoque a sus servidores, allegados y simpatizantes para que reúna los recursos que requiere. En cambio, en un estado social donde los hombres son libres y se encuentran aislados, su debilidad individual les impide realizar cualquier empresa de gran envergadura, y para llevarla a cabo necesitan asociarse a otros hombres que se encuentran en la misma situación de debilidad que ellos, pero que una vez coligados, son capaces de reunir la suficiente fuerza para realizar la tarea por sí mismos, o bien, para influir en las instituciones públicas de manera que éstas realicen o cooperen en la concreción de la iniciativa. Tocqueville refería que desde su nacimiento los norteamericanos aprendían a no confiar sino en sí mismos y en su capacidad, es decir, no esperaban que la autoridad política hiciera algo por ellos, sino que debían bastarse a sí mismos, por lo que sólo recurrirían a los poderes públicos cuando habían agotado los recursos a su propio alcance. Así, Tocqeville distinguía que en Estados Unidos tanto las asociaciones civiles como las asociaciones políticas eran factores sin los cuales era 19 Véase Tocqueville, Alexis de. La democracia en América. FCE, México, 1973. 107 inexplicable e imposible la democracia, por lo cual bien podía considerarse que eran el corazón institucional de ese sistema político. Lipset y algunos otros escritores contemporáneos han rescatado esta idea para ponerla en el centro de su teoría de la democracia. Para él, así como para Almond, Dahl y Huntington, el mecanismo político de la democracia sólo puede funcionar efectivamente si está respaldado por un pluralismo social nutrido precisamente por estas asociaciones políticas y civiles. La lucha entre los diversos grupos y líderes políticos para alcanzar el poder no puede desarrollarse sin contar con asociaciones políticas que encarnen esa disputa. Del mismo modo, la expresión de los intereses y preferencias de los ciudadanos es imposible sin un conjunto de organizaciones que magnifiquen sus voces individuales, única garantía de que puedan hacerse oír por las autoridades políticas.20 En este sentido, Lipset distingue cuatro funciones esenciales de las organizaciones voluntarias: 1) Fuente de opiniones independientes del Estado; 2) Medio de comunicación de estas opiniones a la ciudadanía; 3) Adiestramiento de individuos en las habilidades políticas; y 4) Lanzamiento de sus líderes a las actividades políticas y gubernamentales.21 Como puede inferirse, es importante que la participación en estas organizaciones sea realmente voluntaria, consciente, es decir, que no sea accidental y mucho menos coaccionada. Sólo la asociación voluntaria le da a estas organizaciones la fuerza y cohesión necesarias para fungir como correas de transmisión de los intereses e inquietudes ciudadanos y al mismo tiempo como defensoras del ciudadano frente al poder del Estado. 20 Gabriel Almond ofrece un interesante recuento de la evolución de la concepción pluralista en los Estados Unidos en Una disciplina segmentada. Escuelas y corrientes en las ciencias políticas. Op. cit., Capítulos VII y VIII. 21 Una enumeración muy similar a la de Lipset es ofrecida también por Dahl, como se verá en el siguiente capítulo. 108 Estas son las tareas básicas que corresponde desarrollar a las funciones 1 y 2. Por lo que se refiere a las funciones 3 y 4, puede observarse que cumplen la importante tarea de posibilitar el desarrollo de habilidades políticas y organizativas de individuos que se encuentran fuera de las instituciones políticas tradicionales, y por esta razón constituyen un recurso fundamental para la renovación del liderazgo político, las cuales son necesarias para garantizar que el acceso a las posiciones de poder no sea un patrimonio exclusivo ni un monopolio de ningún grupo.22 Al introducirse en este terreno, Lipset se enfrenta a uno de los problemas más complejos y polémicos de la teoría de la democracia, esto es, a si la democracia debe limitarse a la esfera política, o bien, si debe extenderse a la sociedad, es decir, si la democracia política debe ser también una democracia social. Las reflexiones sobre la profundización y generalización de los procedimientos democráticos ha planteado esta posibilidad, es decir, la adopción por parte de las instituciones y organizaciones sociales de la democracia como procedimiento de control y dirección de sus propios asuntos. Sin embargo, recurrentemente surge la pregunta de si esta democratización general es, en primer lugar, posible y, en segundo lugar, necesaria.23 En este aspecto Lipset adopta una posición contrastante. Por lo que respecta al primer problema, sigue muy de cerca y, de hecho, llega a las mismas conclusiones que Robert Michels. Como se sabe, al estudiar la estructura y funcionamiento de los partidos políticos, y particularmente la del Partido Socialdemócrata Alemán, Michels observó que la práctica de la democracia dentro de estas organizaciones no era real, más aún, 22 Almond y Verba destacaron de manera especial las repercusiones positivas que tenía para la cultura cívica el involucramiento de los miembros de las asociaciones sociales en las tareas de dirección. Véase The civic culture. Op. Cit. 23 Una defensa de la extensión de los procedimientos democráticos al espacio de las organizaciones sociales puede verse en el libro de Bobbio, Norberto. El futuro de la democracia. FCE, México, 1992. 109 observó que en la mayor parte de las organizaciones modernas existía una tendencia natural e irresistible hacia la oligarquía, tendencia que resultaba tan espontánea que a partir de ella formuló su famosa ley de hierro de la oligarquía: quien dice organización, dice oligarquía.24 Como Weber, de quien Michels podía considerarse amigo y discípulo, consideraba que en el mundo moderno existía una tendencia a la burocratización de todas las actividades y organizaciones sociales, la cual incluía evidentemente al Estado. La complejidad y refinamiento de una gran cantidad de funciones que había que realizar dentro de las organizaciones modernas forzaba a que sólo pudieran ser desarrolladas por determinado tipo de personas, esto es, por profesionales de una actividad específica, lo que les permitía constituirse en una burocracia cuyos asuntos resultaban de tal especialización y delicadeza que su desempeño difícilmente podía someterse a supervisión y control externo, el cual resultaba mucho menos factible si se pretendía que fuera ejercido por el pueblo inculto y desinformado. De esta manera, lo que Weber planteaba era que existía una contraposición inherente entre la democracia y la burocratización, planteamiento que Michels retomó y expresó como la ley de hierro de la oligarquía.25 Lipset, apegándose a la línea establecida por Michels, estudió también la estructura y funcionamiento de las organizaciones modernas, aunque en su caso se ocupó principalmente de los sindicatos. Lo que encontró fue que para el funcionamiento de estas organizaciones se requiere de un liderazgo institucionalizado y de una burocracia directiva, lo cual implica necesariamente la aparición de un grupo de personas que prácticamente se separan del resto de los integrantes de la organización, ya que ocupan una posición que no sólo los distingue de los demás en cuanto a las recompensas económicas que adquieren, sino que también les confiere una posición de prestigio y privilegio que no tienen los otros. 24 25 Véase Michels, Robert. Los partidos políticos. Amorrortu, Buenos Aires, 1983. Véase Weber, Max. ¿Qué es la burocracia? La pléyade, Buenos Aires, 1977. 110 Los privilegios que otorgan estos cargos dirigentes son los que hacen tan difícil que quienes los ocupan en un momento determinado se resignen a perderlos después de un período establecido. Por esta razón, inevitablemente se establece una permanente lucha para ocupar estas posiciones entre quienes disfrutan de ellas y quienes pretenden hacerlo, para lo cual necesitan desplazar a los primeros. De este modo, los líderes y dirigentes de una organización querrán hacer valer siempre el control que ejercen sobre la información y los recursos de la organización, incluyendo las propias habilidades políticas, para preservar sus cargos, en tanto que los demás miembros querrán que esa información y recursos se compartan, y que personas que carecen de las habilidades políticas necesarias para dirigir a la organización las adquieran.26 No obstante, a diferencia de Michels que consideraba esta tendencia oligárquica irreconciliable y destructora de la democracia, Lipset plantea que no sólo es tolerable, sino incluso compatible. Es decir, si bien es cierto que concibe que la representación de los intereses de una determinada comunidad se ejerce mejor ahí donde ésta nombra y controla efectivamente a quienes la representan, ello no obsta para que esta representación pueda darse también de una manera indirecta, es decir, no mediante el control y supervisión directo de los representantes por parte de los representados, sino por la capacidad de estos últimos para sustituir a los primeros por otro grupo de representantes si no se sienten satisfechos con su desempeño. Como podrá observarse después, esta concepción sobre los efectos del pluralismo político y social es muy similar a la que desarrolla extensamente Dahl. Además, Lipset amplía su argumento planteando que aun cuando ciertas organizaciones políticas y sociales funcionan oligárquicamente en su interior, la defensa de sus intereses frente a otras organizaciones y autoridades puede producir un efecto democrático, es decir, puede 26 Véase Union democracy. Op. cit. 111 contribuir a la conservación de la democracia política.27 Esto se debe a que la pluralidad de organizaciones políticas y sociales que existe en una sociedad hace posible que el grupo dirigente de ésta, quienes ocupan el gobierno, se vean obligados a representar lo más fielmente posible los intereses de la comunidad debido a las múltiples presiones que en ese sentido ejerce esta gran cantidad y variedad de organizaciones. Es decir, el efecto democrático al que se refiere Lipset es la presión social ejercida por las élites económicas, sociales y políticas sobre una parte de ésta, sobre aquella que controla el gobierno.28 Por lo que respecta a la segunda cuestión, esto es, a si la democratización social es necesaria, Lipset considera que en toda organización en la cual sus miembros tengan cifrado un cierto interés, éste se verá mejor servido si los encargados de dirigir esta organización son elegidos democráticamente por sus miembros, es decir, si son sus representantes directos. Así, considera que la democratización social es deseable, aunque no necesaria.29 Sin embargo, sobre este asunto probablemente la observación de Weber sea más acertada, esto es, que muchas organizaciones modernas requieren para su buen funcionamiento de una conducción burocrática, lo cual implica automáticamente un control jerárquico sobre sus actividades, que poco se adecua al procedimiento democrático. Huntington, por su parte, reproduce esta misma idea en su análisis de la sociedad estadounidense, como se muestra en el Capítulo 4. Muchas de las organizaciones que en la actualidad dan vida a la actividad social poseen tal complejidad que para operar adecuadamente 27 Juan J. Linz aborda también este tema en Michels y su contribución a la sociología política. FCE, México, 1998. 28 Lipset lo dice de este moco: “Como muchos observadores políticos han puesto en claro, muchas organizaciones internamente dictatoriales operan para proteger los intereses de sus miembros mediante el control de la invasión de otros grupos. La democracia a gran escala descansa sobre el hecho de que ningún grupo sea capaz de asegurarse una la base de poder tal y atraerse la total lealtad de la mayoría de la población de tal manera que pueda efectivamente suprimir o negar los reclamos de los grupos que se le oponen.” Union democracy. Op. cit., p. 412. 29 Ibid. Pág. 409. 112 requieren de controles jerárquicos, sin los cuales muy probablemente perderían su funcionalidad, y más aún si se introdujera en ellas el principio democrático. Instituciones como las fuerzas armadas, los centros de investigación, las escuelas o los hospitales seguramente verían entorpecidas sus tareas si sus autoridades se eligieran por un estricto procedimiento democrático.30 No obstante, también es necesario señalar que muchas otras organizaciones sociales no sólo admiten de buen grado la introducción de los procedimientos democráticos, sino que su adición representa una gran utilidad social y, tal vez, sea incluso una necesidad. La práctica de los procedimientos democráticos en muchas organizaciones de este tipo permite que dentro de ellas se inicie la formación y preparación de líderes políticos, una parte de los cuales posteriormente se incorporarán al personal político que sustituya a los gobernantes salientes, dinámica de recambio de élites políticas que es esencial para la democracia contemporánea. Además, la cultura política democrática se refuerza y difunde mejor cuando los ciudadanos observan y practican los procedimientos democráticos no sólo a nivel gubernamental, sino también en otros espacios, como este tipo de organizaciones. Muy probablemente sea Harry Eckstein quien más detalladamente haya expuesto esta cuestión en su teoría de la democracia estable, cuya influencia en Gabriel Almond, y en muchos otros, ha sido ya referida en el Capítulo anterior. Como se dijo ahí, la democracia política se ve fortalecida si ciertas instituciones políticas y sociales la practicaban también a su interior, aunque, de otro modo, Eckstein acierta al señalar que muchas instituciones sociales modernas no son apropiadas para la introducción del gobierno democrático, así como tampoco es necesario que lo incorporen para cumplir adecuadamente con sus funciones dentro de una 30 Una crítica de la hipótesis sobre la necesidad de que los procedimientos democráticos se extiendan a todas las organizaciones sociales puede encontrarse en Gianfranco Pasquino. La democracia exigente. FCE, México, 1999. 113 sociedad democrática, sin embargo, es necesario señalar que aún en instituciones sociales tan jerárquicas como la familia, el modelo de autoridad se ve sensiblemente influido dependiendo del contorno político y social en que se ubique, esto es, ahí donde el gobierno es altamente despótico y autoritario, las relaciones de autoridad dentro de la familia tenderán a reproducir este modelo, en tanto que ahí donde se practica la democracia y se respetan las libertades del individuo, la autoridad familiar tenderá a ser menos despótica, lo que implica una mayor consideración y respeto por la integridad y las libertades de cada miembro familiar.31 Desde este punto de vista, las asociaciones voluntarias no sólo son un freno y contrapeso que actúa para constreñir y limitar el poder del Estado ahuyentando las tentativas autoritarias que siempre existen en torno al poder político, además de ello, algunas cumplen la importante función de difundir y reproducir la cultura política democrática. Adicionalmente, una vez rotas y dislocadas las comunidades y unidades que formaban el tejido social de las sociedades tradicionales, las asociaciones voluntarias tienen la función de operar como nucleadoras de los grupos sociales y dotarlos de una identidad microsocial, la cual es tan necesaria como aquella más extensa y general aportada por la etnicidad o la nacionalidad. En este sentido, los individuos que participan en ellas se insertan mucho mejor en la sociedad, ya que se percatan de que sus fines particulares se alcanzan más fácilmente valiéndose de este tipo de recursos. La existencia y operación de las organizaciones sociales permite al individuo observar que la consecución de sus fines es posible; que a través de la organización están al alcance de su mano. Así, la anomia y la impotencia social que aprovechan los movimientos fascistas y extremistas para 31 Véase The civic culture. Op. cit., Capítulo 12. 114 atraerse simpatías pueden contrarrestarse eficientemente a través de una intensa red asociativa ciudadana.32 Para desempeñar estas funciones es necesario que las organizaciones sociales sean realmente asociaciones voluntarias, es decir, que se dirijan a ellas los individuos orientados por su propia convicción personal, lo que implica que no estén coaccionados por una instancia religiosa, laboral o vecinal. Además, el efecto de estas membresías asociativas en la conciencia ciudadana es mucho más efectivo si se realizan de manera múltiple, es decir, si cada individuo pertenece al mismo tiempo a varias asociaciones de diferente tipo.33 Esto permite que dentro de los individuos se cree un espíritu práctico de mayor tolerancia hacia la actividad, competencia y confrontación con otras organizaciones, lo que constituye la esencia del pluralismo social y la base de la democracia contemporánea. 34 Finalmente, el cuarto requisito económico y social para sustentar una democracia estable es el de un sistema político apropiado y funcional. En muchas ocasiones el diseño constitucional de un sistema democrático es relegado a un segundo plano, y la razón de ello es que se considera que sea cual sea éste, si se cumplen las condiciones sociales y económicas de la democracia, la estructura institucional se adaptará de alguna u otra manera a las condiciones particulares de dicha sociedad. Sin embargo, se han dado casos en los que un diseño constitucional inapropiado ha contribuido al derrumbe o debilitamiento de diversos sistemas democráticos, lo que muestra que el diseño 32 Véase Kornhauser, William. Aspectos políticos de la sociedad de masas. Amorrortu, Buenos Aires, 1969, especialmente la Parte I. 33 Lipset se refiere a esto en varias de sus obras, por ejemplo en La política de la sinrazón. Op. cit., p., 22; The encyclopedia of democracy. Op. cit., pp. 77-81; y en Politics in developing countries. Op. cit. p. 21. 34 Véase Jean Blondel. Introducción al estudio comparativo de los gobiernos. Revista de Occidente, Madrid, 1972, págs. 81-99. 115 constitucional y la estructura institucional sí importan, por lo que requieren atención y cuidado.35 Lipset considera determinantes para el que los grado factores de del estabilidad sistema político democrática son fundamentalmente dos: la forma de gobierno y el sistema de partidos.36 A partir de las discusiones que se han dado en el terreno de la política comparada desde hace algunos años, se ha establecido y difundido la idea de que las democracias que se han organizado en base a un gobierno parlamentario son mucho más estables que aquellas que tienen como fundamento un gobierno presidencial. Quienes asocian inherentemente la inestabilidad al presidencialismo argumentan principalmente que en este sistema la mayor parte del poder del Estado se concentra en una sola persona, quien impulsa directamente la acción del gobierno y determina el efecto que éste produce en el resto de la sociedad. Se presume así que el orden y la estabilidad política de una nación dependen directamente de los cambios y transformaciones que puede sufrir una sola institución, más aún, una sola persona, ya que en ella se encuentran concentradas las facultades y atribuciones determinantes del gobierno, lo que implica que no haya fuera de dicha institución ninguna otra que pueda actuar como contrapeso o asuma las funciones de gobierno con la suficiente fuerza en caso de presentarse una crisis política. Como consecuencia, quienes así critican al presidencialismo, ponderan favorablemente las ventajas del parlamentarismo, al cual atribuyen la virtud de ser un sistema en el que la parte medular del gobierno se encuentra en una institución formada por muchas personas, agrupadas a su vez en diversos partidos y asociaciones políticas, lo cual 35 Josep M. Colomer hace una amplía exposición sobre la importancia de la constitución y funcionamiento de las instituciones políticas democráticas en Instituciones políticas. Ariel, Barcelona, 2001. Además, de los cinco autores analizados en este trabajo, quien más amplia y enfáticamente se refiere al tema del diseño constitucional es Rawls. 116 permite que el poder del Estado se encuentre mucho más disperso y por ello mismo sea menos vulnerable a una crisis política. No obstante, a pesar de que esta idea se ha generalizado considerablemente, Lipset señala que la concentración del poder que se le atribuye al presidencialismo no siempre constituye una realidad, es decir, la estructuración de los sistemas presidenciales admite dos posibilidades. Una de ellas es que el presidente concentre un gran poder cuando cuente con un poder legislativo dócil o controlado por su propio partido, y la otra posibilidad es que se produzca un gobierno dividido, que el poder legislativo sea controlado por un partido distinto al del presidente. En este caso, si este partido se propone ejercer un verdadero contrapeso y balance sobre el poder presidencial, la pretendida concentración del poder en la figura del presidente no será realidad, pues encontrará frente a sí otro poder dispuesto a tratar de imprimir su propia dirección a la política gubernamental, lo que en ciertos casos puede incluso obstruir la acción del gobierno. Del mismo modo, el parlamentarismo tampoco es necesariamente un sistema que garantice la división de poderes y la dispersión automática del poder político. Lipset señala que en ciertas condiciones el primer ministro de un gobierno parlamentario puede acumular más poder que un presidente, lo que sucede cuando el partido político del que procede el primer ministro constituye una clara mayoría en el parlamento, en cuyo caso la división y separación de poderes es meramente prescriptiva, formal, ya que en el plano funcional se presenta prácticamente una fusión entre ambos poderes, que impide su actuación autónoma e independiente. Sin embargo, el mismo Lipset, como lo hará también Huntington, reconoce que en el caso de los Estados nuevos, cuando apenas se está construyendo el armazón institucional estatal, puede no ser conveniente 36 Véanse las monografías que Lipset escribió para el texto que él mismo coordinó: The encyclopedia of democracy. Op. cit. 117 que se adopte un sistema presidencial, debido principalmente a que éste puede producir desequilibrios estructurales y favorecer la consolidación y prolongación del liderazgo carismático que de manera casi espontánea surge cuando se forma un nuevo Estado. La historia política moderna muestra cómo la mayor parte de las revoluciones, descolonizaciones, reorganizaciones y, en general, los movimientos políticos que constituyen un Estado nuevo, tienen como característica común ser guiados y encabezados por un caudillo político-militar del cual depende en gran medida el éxito o fracaso del movimiento. Sin embargo, cuando estos caudillos conservan por un período prolongado el poder político, su labor creativa tiende a corromperse, por lo que uno de los dilemas más complejos a resolver en estos casos es reconocer ese borroso límite que existe entre el caudillo y el dictador; hay que reconocerlo y romper la continuidad del proceso, lo cual no siempre resulta tan sencillo.37 En conclusión, Lipset considera que en términos generales tanto el presidencialismo como el parlamentarismo pueden favorecer la estabilidad de una democracia, y sólo el presidencialismo no es recomendable en ciertos casos, en aquellos en los cuales se requiere modular e institucionalizar el liderazgo carismático producido por una profunda transformación política. Por lo que respecta al sistema de partidos, Lipset no duda en afirmar que la democracia se ve mucho más favorecida por un sistema bipartidista que por uno multipartidista. Adoptando como modelo fundamental a las democracias anglosajonas, expone que los sistemas políticos compuestos únicamente por dos partidos posibilitan que las simpatías políticas de la población estén mucho menos atadas a un solo partido, es decir, cuando sólo existen dos grandes partidos en el sistema uno de ellos ocupará necesariamente el gobierno y el otro se situará en 37 Lipset realiza una serie de interesantes observaciones sobre el papel que desempeñó George Washington en la construcción de las instituciones políticas de los Estados Unidos, cuya figura siempre ha sido glorificada en la mitología política de ese 118 la oposición. Esto permite que ante una mala actuación del gobierno, y por ende del partido que lo controla, la población tenga la opción y la certeza de que al dirigir sus simpatías políticas y su voto hacia el partido de la oposición logrará provocar un cambio de gobierno que tal vez atenúe o reduzca la inconformidad experimentada. Es decir, aunque es común que en estos sistemas cada partido cuente con la simpatía y predilección constante de un determinado sector de la población, existe además una proporción mayor de ésta que se mantiene flotante, es decir, que dirige su voto a uno u otro partido dependiendo de su desempeño en el gobierno.38 Esta alternancia excluyente en el gobierno permite que el malestar y la inconformidad de la población con respecto a la actuación gubernamental se reduzca y alivie a través de la sustitución de líderes y funcionarios públicos, lo cual operará como válvula de presión que se abre en el momento en que el electorado vota por uno u otro y libera así la presión política producida por ese descontento. De otra manera, cuando el electorado vota y no tiene la certeza de que un cambio en su preferencia puede producir una sustitución efectiva del equipo y la orientación del gobierno, entonces su descontento se dirige ya no en contra de la actuación del gobierno, sino en contra del sistema y del régimen político, lo cual constituye una evidente amenaza para la democracia.39 Como contraparte, los sistemas multipartidistas tienen dificultad para ofrecer esta alternancia clara y absoluta en el gobierno, lo que impide que la inconformidad del electorado se alivie y purifique mediante el desplazamiento de un partido político y, por lo tanto, propicia que ésta se acumule y en muchos casos se dirija en contra de todo el sistema. país, por lo que trata de darle una valoración más equilibrada. Véase La primera nación nueva. Op. cit., Parte I. 38 Véase el texto clásico de Giovanni Sartori. Partidos y sistemas de partidos. Alianza Editorial, Madrid, 1987. 119 Además, por su propia naturaleza, en estos sistemas los partidos cuentan con una base más amplia de electores que les otorgan su simpatía de una manera más o menos constante, lo que somete al proceso electoral a una cierta rigidez que impide que la actuación del gobierno sea claramente reconocida o sancionada por el conjunto de la población. En este sentido, Lipset se inclina además a favor de los sistemas bipartidistas por considerar que permiten que se produzca de una manera más adecuada la comunicación entre las inclinaciones sociales y las estructuras políticas, es decir, para él, uno de los indicadores más importantes de la adaptación y acoplamiento del sistema democrático a una sociedad es que ésta responda de una manera más o menos generalizada ante determinados impulsos políticos, es decir, que existan algunos eventos que generen en la sociedad una reacción que en términos generales sea uniforme, lo cual no significa de ninguna manera que se borren las diferencias sociales, políticas o ideológicas, sino que se perciba que realmente existe una opinión común en la que coinciden amplios sectores sociales y, por lo tanto, que ésta puede convocar exitosamente en ciertas condiciones a una parte importante de la sociedad.40 A pesar de las aparentes ventajas de los sistemas bipartidistas, es necesario señalar que también adolecen de algunos inconvenientes importantes, que ya han sido ampliamente destacados y que consisten principalmente en la estrechez de la oferta política que permiten. Sin embargo, el propio Lipset ha reconocido que la historia política de la mayor parte de las sociedades occidentales ha propiciado que subsistan en la actualidad una multiplicidad de partidos, los cuales a pesar de que responden principalmente a un esquema de confrontación política ya 39 La ausencia de alternancia en una democracia puede producir una aversión hacia el régimen y hacia los mismos partidos políticos, como lo expone Gianfranco Pasquino en La oposición. Alianza Editorial, Madrid, 1998. 40 Véase El hombre político. Op. cit. Parte II. 120 desaparecido, aún siguen representando los intereses de un grupo social, una ideología o una religión, por lo que su presencia en el sistema de partidos sigue siendo justificable. Es decir, Lipset describe cómo a lo largo de la historia política de las sociedades occidentales los partidos políticos han respondido al tipo de confrontación política que se ha presentado en cada etapa. Así, señala que estas confrontaciones pueden clasificarse en cuatro tipos: 1) La que ha enfrentado al centro con la periferia, de donde han surgido partidos regionales, nacionales o unificadores; 2) La que ha enfrentado al Estado con la Iglesia, de donde han surgido partidos confesionales; 3) La que ha enfrentado al campo con la industria, de donde han surgido partidos campesinos o conservadores; y 4) La que ha enfrentado a obreros y capitalistas, de donde han surgido partidos clasistas. Además, Lipset da cuenta de una quinta confrontación, la cual se ha estado definiendo en las dos últimas décadas. Esta quinta contraposición es la que está enfrentando a los valores materialistas con los postmaterialistas de la sociedad capitalista, esto es, a los partidos que plantean una permanente expansión de la actividad económica, necesaria para el aumento de los satisfactores materiales de la sociedad, en contra de los partidos que plantean la necesidad de contener el crecimiento económico, sometiéndolo a los criterios de un desarrollo sustentable, lo cual implica colocar en primera posición a los valores postmaterialistas, esto es, la preservación ecológica, el equilibrio urbano, las oportunidades para las mujeres y la difusión de la cultura, es decir, cambiar el acento que actualmente se da a la cantidad de bienes materiales para dirigirlo a la calidad de vida de los individuos.41 Dada esta complejidad política, no puede esperarse que las sociedades que han heredado esta multiplicidad de organizaciones 41 Veáse Lipset, S.M. y Stein Rokkan. “Cleavage structures, party systems and voter alignements” en S.M. Lipset. Consensus and conflict. Essays in political sociology. Transaction Books, New Brunswick and Oxford, 1985; Lipset, S.M. “Political cleavages 121 políticas puedan adaptar sencillamente sus sistemas electorales y legislativos a un sistema bipartidista. Así, a pesar de las ventajas que Lipset encuentra en el bipartidismo para propiciar la estabilidad democrática, es muy probable que no sea siempre factible y, tal vez, tampoco necesario contar con un sistema de ese tipo, pues la segunda mitad del siglo XX ha demostrado que mediante ciertos ajustes los sistemas multipartidistas pueden aportar el ingrediente de estabilidad que requiere la democracia. Los valores de la democracia Como se menciona en el apartado anterior, Lipset ha sido conocido principalmente por su enunciación de la correlación positiva entre el desarrollo económico y el gobierno democrático. Sin embargo, paradójicamente, en repetidas ocasiones ha mencionado explícitamente que, para él, la base más significativa y determinante no es el nivel de desarrollo económico, sino la conformación de la cultura política. A pesar de ello, Lipset no ha dedicado suficiente atención a este asunto ni ha brindado argumentación abundante, así como tampoco ha ofrecido la demostración empírica que sí aportó cuando ilustró la correlación positiva entre el desarrollo económico y la democracia. Es cierto que algunos otros autores han realizado diversas investigaciones conducentes a esclarecer las bases, requisitos o causas necesarias para el establecimiento de los sistemas democráticos, incluidas las bases que para ello aporta la cultura política, cuyo investigador más reconocido es, como se ha mostrado Gabriel Almond, aunque hasta el momento Lipset tiene una asignatura pendiente en este terreno específico. Sin embargo, aunque no ha elaborado la batería de indicadores empíricos que le permitieran demostrar la relación determinante que in ‘developed’ and emerging countries.” en Revolution and counterrevolition. Op. cit.; y Giddens, Anthony. La tercera vía. Taurus, Madrid, 1993. 122 existe entre la cultura política y la democracia, lo que sí ha hecho es señalar una gran cantidad de indicios y sugerencias acerca de la conexión teórica que existe entre ambas variables. En una gran parte de sus obras ha mencionado reiteradamente la existencia de esta relación, y una observación global de ellas permite determinar que distingue cuatro factores determinantes de la cultura política que influyen en el sostenimiento de un régimen democrático: la religión, la educación, la personalidad política y la conciencia de clase. Lipset considera que la religión mayoritaria de una sociedad es un factor determinante del tipo de instituciones políticas que tiene. Para demostrarlo, argumenta que existe plena evidencia histórica de que los países que tienen los gobiernos democráticos más antiguos y estables son precisamente aquellos en los que la mayoría de la población es protestante. Presumiblemente, la razón de ello es que en el protestantismo se carece de las jerarquías eclesiásticas piramidales que sí tienen otras iglesias, es decir, la práctica de ese culto se realiza contando con un amplio margen de libertades espirituales y disciplinarias, lo que permite que los fieles a esa iglesia practiquen y disfruten su libertad religiosa como muy pocos otros lo hacen. De esta manera, deduce que la valoración que éstos confieren a la libertad religiosa se ha extendido a otras libertades ciudadanas, procurando preservarlas y ampliarlas, lo cual ha implicado que se adhieran al régimen político de la democracia liberal, el cual es el que les garantiza el disfrute de esas libertades.42 Lipset ha descrito con gran amplitud cómo esta tradición religiosa ha sido particularmente significativa en los Estados Unidos, en donde desde un principio la sociedad se fundó teniendo como base la libertad religiosa, la cual permitió que este aprecio se extendiera también a otras actividades sociales. Además, el protestantismo fue particularmente 42 Véase Lipset, S.M.. La división continental. Los valores y las instituciones de los Estados Unidos y Canadá. FCE, México, 1993 (11990). Especialmente el Capítulo V. 123 importante en la sociedad norteamericana porque desde un principio los grupos religiosos fueron considerados asociaciones puramente voluntarias, a las cuales los individuos se acercaban y adherían con plena libertad, conscientes de que tales organizaciones eran los medios apropiados para llevar a cabo la persecución de sus fines particulares. Por esta razón, el asociacionismo típico de la democracia norteamericana, como lo apreciara Tocqueville, estuvo reforzado y apuntalado por las propias prácticas religiosas de los protestantes.43 En este sentido, tanto en Europa como en América la tolerancia religiosa fue una necesidad impuesta por los requerimientos de la conservación social y estatal, la cual se habría visto seriamente amenazada de haber continuado los conflictos y las guerras religiosas que caracterizaron el inicio de la época moderna. De este modo, el desarrollo de la tolerancia en muchos otros aspectos de la vida social está directamente conectada con esta convivencia pacífica entre las distintas religiones practicadas por la población europea. Así, en la actualidad, la democracia se ha convertido en un gobierno y un régimen político que no sólo tolera la diversidad de los valores, conductas y religiones en la sociedad, sino que postula la conveniencia de la diversidad de valores y alienta la pluralidad de grupos, concepciones y opiniones dentro de la sociedad. En términos de Rawls, la sociedad moderna no puede tener otra base que el pluralismo razonable. Sin embargo, Lipset reconoce que en los últimos años la democracia se ha extendido a países que tienen una religión distinta a la 43 Podría decirse que en más de un sentido la sociedad norteamericana ha sido inspirada por el mismo espíritu lockeano, para lo cual es pertinente recordar lo que Locke decía sobre la iglesia: “Entiendo que es una asociación libre de hombres que de común acuerdo se reúnen públicamente para venerar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata a la divinidad y provechosa para la salvación de su alma.” Véase Locke, John. Carta sobre la tolerancia y otros ensayos. Grijalbo, Barcelona, 1969, p. 23. Asimismo, para el caso concreto de Estados Unidos, Lipset afirma “Los Estados Unidos llegaron a ser la primera nación en la cual los grupos religiosos eran considerados como asociaciones puramente voluntarias.” La primera nación nueva. Op. cit., p. 177. 124 protestante, principalmente a los países de religión católica, lo cual ha sido ampliamente expuesto y desarrollado también por Huntington. Estos países han experimentado una serie de transformaciones que han establecido bases más propicias para la instalación de un gobierno democrático. Incluso la propia iglesia católica ha cambiado notablemente su actitud, deslindándose de los gobiernos represivos y autoritarios, lo que ha contribuido también a divulgar e impulsar a la democracia en los países católicos. Por lo tanto, en la actualidad puede decirse que tanto el protestantismo como el catolicismo son bases religiosas apropiadas para la estabilidad democrática. Sin embargo, el problema siguen siendo los países con religión ortodoxa o musulmana, particularmente los de esta última, en donde los imperativos y restricciones religiosas son muy poco compatibles con las libertades e instituciones democráticas, lo cual representa además una seria limitación a la expansión de la democracia a nivel mundial.44 En segundo lugar, por lo que respecta a la educación, debe advertirse que Lipset no es el primero ni el único que ha señalado la función preponderante que tiene la educación en el fomento y soporte de la democracia, ya que la dinámica del gobierno democrático requiere que la población cuente con un nivel educativo suficiente para ejercer sus derechos civiles y políticos. Sin embargo, tal vez lo más relevante del enfoque de Lipset sea que no sólo señala la importancia del nivel educativo para el sostenimiento de la democracia, esto es, del número promedio de años que la población ha acudido a la escuela, sino que denota también la significación del tipo de educación que se imparte, particularmente en los países que están en el proceso o en vísperas de la transición democrática. Utilizando las categorías del análisis sociológico parsoniano, Lipset considera que el tipo de educación que se imparte en la gran mayoría de 44 Véase la tercera parte del Capítulo 4 en la que se alude a la exposición de Huntington sobre este tema. 125 las sociedades subdesarrolladas se orienta por el particularismo, opuesto al universalismo que requiere una sociedad más abierta. Esto significa que la educación resalta las particularidades que distinguen a un sector social de otro, estableciendo diferencias jerárquicas que muy poco contribuyen a la aceptación de criterios universalistas, esto es, de criterios que definan al individuo y a los diferentes sectores sociales como miembros con iguales derechos y atribuciones dentro de un determinado universo social. Este tipo de actitudes daña y vulnera el espíritu de respeto y reconocimiento que requiere un sistema democrático.45 De manera similar, apunta que en los países subdesarrollados se desalientan las inclinaciones y habilidades con respecto a la acumulación de capital, así como se critica y rechaza la orientación hacia el éxito, es decir, el afán competitivo que impulsa a los hombres a sobresalir con respecto a los demás en todas y cada una de las actividades sociales. Lipset compara esta actitud con la que existe en los países desarrollados de inspiración liberal, y observa que en éstos es distinto, pues el espíritu empresarial y la orientación hacia el éxito son sancionados positivamente a nivel social. En este sentido, cita como ejemplo de esto la actitud de los empresarios frente a los negocios en los países subdesarrollados, en los cuales su preocupación principal no es la acumulación de capital, sino el mantenimiento de su posición en la sociedad, privilegiando sobre todo la conservación del prestigio, el renombre y la distinción de su familia. En efecto, la orientación hacia el éxito que se observa en los países más liberales no está presente en los subdesarrollados, en su lugar, se observa un inmovilismo y una resistencia al cambio que obstruye un comportamiento económico más racional y emprendedor, el cual es necesario para integrar una clase social próspera, cuya suerte esté ligada al desarrollo y crecimiento económico del país. Un empresariado de este tipo mantendría su interés en la estabilidad de los negocios y la 45 Véase La primera nación nueva. Op. cit., p. 224. 126 economía, así como tendría mayor inclinación hacia el respeto de las libertades civiles, con lo cual se construiría un factor de apoyo adicional a la democracia.46 Del mismo modo, refiriéndose a los países de América Latina que tienen un pasado colonial ibérico, Lipset señala que en su educación superior siempre han ocupado un lugar privilegiado las profesiones relacionadas con las ciencias sociales y el derecho, despreciando o poniendo en segundo lugar a aquellas vinculadas con el trabajo manual y productivo. Esto se debe principalmente a la actitud que asumió la aristocracia ibérica que se instaló en estas colonias, la cual siempre desdeñó el trabajo productivo, no considerándose digna de ocuparse de él y despreciando a quienes sí lo hacían. Así, para la aristocracia, el tipo de educación digna de reconocimiento, y que le resultaba más útil, era sólo aquella que se requería en la corte y en la administración colonial, esto es, las ciencias sociales, las humanidades y principalmente el derecho.47 Como puede observarse, para Lipset la debilidad de la cultura política democrática en muchos de estos países no se debe solamente a los bajos niveles generales de educación, lo cual ciertamente es uno de los principales obstáculos, sino también obedece al tipo de educación que se imparte y a los valores sociales que se difunden. Estas carencias son las que hacen tan difícil la conformación de una cultura política que sirva de soporte a las instituciones democráticas y, a su vez, que permita construir una ciudadanía acorde con la vida democrática. Sin embargo, es conveniente reiterar que el concepto de ciudadanía de Lipset es completamente distinto al que hiciera famoso Rousseau; parte de un concepto de ciudadano poco interesado en la política. Para él, el ciudadano que requiere la democracia no es aquél 46 Véase Estado nacional y ciudadanía. Op. cit. Capítulo 3. Véase Lipset, Seymour M. “Values, education and entrepreneurship” en Lipset, S.M. y Aldo Solari (eds.) Elites in Latin America. Oxford University Press, New York, 1967, pp. 8-35. 47 127 perfectamente informado de los asuntos públicos, con un alto grado de involucramiento en ellos y una participación política constante y activa, no, este modelo corresponde a un ideal que tal vez nunca ha existido. Este tipo de ciudadano ilustrado, racional y militante no sólo es una rara avis en la democracia contemporánea, sino que además tal vez no sea necesario. De hecho, la concepción de Almond, Dahl y Huntington sobre este punto es muy similar a la de Lipset, como se expone en este trabajo.48 Para Lipset, la democracia requiere de un cierto número de individuos que se dediquen a la actividad política, de los cuales ciertamente debe esperarse que sean lo suficientemente ilustrados, comprometidos y militantes en su actividad. Pero en comparación con la población total, basta que este conjunto sea una minoría, de hecho, comúnmente se reduce a un pequeño grupo. Esto no significa por supuesto que el resto de los ciudadanos deban permanecer completamente al margen de la política. Lo que la democracia requiere de ellos es que tengan una buena educación; que estén bien informados sobre las cuestiones generales que atañen al Estado, y que tengan además la capacidad de desarrollar cierto involucramiento en los asuntos públicos.49 El tercer rasgo de la cultura política que resalta Lipset es el de la personalidad política, ampliamente tratado también por Almond. Como punto de partida señala que una personalidad autoritaria es incompatible con la democracia. La tendencia a preferir las soluciones de fuerza al diálogo, así como la intolerancia que caracterizan a este tipo de personalidad son incongruentes con las instituciones democráticas. Sin embargo, Lipset tampoco propone la personalidad democrática, como parecería lógico suponer, al menos no propone el tipo de personalidad democrática que se desprende de las concepciones de autores como 48 49 Véase El hombre político. Op. cit., pág. 29. Véase el secundo apartado del Capítulo anterior. 128 Tocqueville y Riesman. Para ellos, el tipo de individuo característico de la democracia, particularmente de la norteamericana, es aquel que norma sus opiniones y preferencias de acuerdo a las de los demás, es decir, sigue la opinión y preferencia de la mayoría; en palabras de Riesman, es un tipo de personalidad orientada hacia los demás.50 Este tipo de personalidad no es útil en un sistema democrático porque no tiene la capacidad de discernir por sí mismo, de manera independiente. Al depender de otra opinión para formar la suya, traslada a otro su responsabilidad y atribución ciudadana para decidir acerca de los asuntos públicos. Del mismo modo que no puede discernir por sí mismo, tampoco puede tolerar ni aceptar con facilidad que otros individuos no compartan la opinión mayoritaria. Incluso tampoco comprende claramente ni acepta que otros ciudadanos se distingan y descuellen, ya que para este tipo de personalidad el igualitarismo es llevado al extremo, al grado de sentir el impulso y la necesidad de cortar los tallos altos, para usar la frase que Lipset atribuye a la concepción igualitaria de los australianos, quienes adoptan este igualitarismo extremo para enfatizar la igual procedencia de todos los individuos que componen su sociedad.51 En lugar de esta personalidad democrática, apunta Lipset, se requiere una personalidad liberal. Es necesaria una personalidad que tenga la capacidad de discernir por sí misma y defender razonablemente sus puntos de vista frente a sus conciudadanos. Sólo una personalidad de este tipo puede dar vida a las instituciones democráticas, sólo ella puede brindar una orientación colectiva pertinente al rumbo de la comunidad. A partir de esta personalidad es como puede establecerse la 50 Véase el primer apartado del Capítulo anterior. Véase Adorno, T.W., Else Frenkel-Brunswik, Daniel J. Levinson y R. Nevitt Sanford. The authoritarian personality. Op. cit. 51 129 fértil confrontación de propuestas e ideas que produce naturalmente el encuentro de hombres libres.52 Ahora bien, para que este tipo de personalidad florezca, se requiere de un extenso y nutrido pluralismo social, político y cultural. La multiplicidad de organizaciones, asociaciones, tradiciones y vocaciones que supone el pluralismo es justamente lo que permite contar con individuos diferenciados, autónomos y divergentes, los cuales sólo así pueden obtener las experiencias, ideas y opiniones realmente distintas que se atribuyen al pluralismo y alimentan la democracia. Así, tanto para Lipset como para Almond y Dahl, el pluralismo social y político no sólo desempeña una importante función en la dinámica estructural del gobierno democrático, sino que contribuye substancialmente en la formación del ciudadano democrático. Finalmente, el cuarto factor de la cultura política que destaca Lipset es el de la conciencia de clase. Asegura que uno de los factores más dañinos para la cohesión social es una conciencia de clase sólida y arraigada. Una conciencia de clase de este tipo afecta a la democracia y a la convivencia social debido a que imbuye en los individuos la percepción de que tienen intereses contrapuestos e irreconciliables, y que por lo tanto cualquier decisión o acción pública favorecerá a una u otra clase social, pero nunca al conjunto de ellas. Se trata de un juego de suma cero, en el cual unos ganan lo que otros pierden.53 Sin embargo, en contraposición a la tradición marxista, Lipset argumenta que las sociedades en donde se produce la conciencia de clase más sólida e intransigente son aquellas en donde se observan las reminiscencias feudales más indelebles, es decir, la conciencia de clase no aparece o se acentúa por el advenimiento de la industrialización y el capitalismo, sino por la reacción ante estos de una sociedad con 52 Véase La primera nación nueva. Op. cit., págs. 284-285; y La política de la sinrazón. Op. cit. pp. 46-47. Véase también el apartado sobre la democracia deliberativa en el Capítulo 5. 53 Véase Consensus and conflict. Essays in political sociology. Op. cit., pág. 220. 130 profundas improntas y resabios feudales. En estas sociedades de origen aristocrático la descomposición y reorganización social producida por la industrialización provoca incertidumbre y confusión sobre la propia identidad social, es decir, se genera una anomia social que se expresa mediante la necesidad de señalar y acentuar las diferencias de clase como principio de identidad social. Por lo tanto, la conciencia de clase no es un producto del capitalismo y la industrialización, sino del choque cultural que su arribo produce en una sociedad en la cual existen o existieron fuertes divisiones estamentales.54 Los efectos desintegradores más claros de una conciencia de clase arraigada se observan en los polos de la sociedad. En los sectores acaudalados se produce un desprecio absoluto por los otros grupos sociales, lo que provoca que actúen siempre con gran prepotencia. Para estos sectores es muy difícil concebir que el resto de los ciudadanos puedan ser iguales a ellos en algun aspecto, incluso en el ejercicio de los derechos políticos más elementales. Del mismo modo, cuando esta conciencia se presenta en el extremo contrario, el de los menos favorecidos, se produce igualmente un efecto de marginación social. Los sectores menos acaudalados que desarrollan una conciencia de clase profunda no conciben que pueda establecerse ninguna cooperación productiva con el resto de la sociedad, mucho menos con las élites económicas. Para ellos, el desarrollo económico y el enriquecimiento del país sólo favorece a quienes ocupan la cúspide de la pirámide del ingreso, ninguna ventaja perciben en él, por lo que consideran inútil su cooperación en dicha empresa.55 Una de las observaciones más interesantes de Lipset sobre este asunto ya mencionada es que uno de los rasgos más notables de la madurez democrática de una sociedad es que reaccione de manera uniforme frente a determinados sucesos 54 Ibidem; La primera nación nueva. Op. cit., p. 131; y Lipset, S.M. Agrarian socialism. The Cooperative Commonwealth Federation in Saskatchewan. University of California Press, Berkley and Los Angeles, 1959. 55 Véase La primera nación nueva. Op. cit., p. 326-332. 131 políticos o sociales, es decir, que sea capaz de identificar algo así como el bien común, algo que de manera genérica y global afecta o perjudica a toda la comunidad. Es decir, más allá de la estrecha concepción del pluralismo que plantea la dinámica social y política como una competencia entre grupos y asociaciones en la que unos ganan lo que otros pierden, Lipset propone que en la sociedad democrática debe existir tanto la competencia como el consenso.56 La pobreza genera un sentimiento de frustración y separación social que es difícil de extirpar, y la pobreza extrema prácticamente excluye y proscribe a los individuos del espacio social, cuya reincorporación es también una tarea ardua y compleja. Es por ello que la única manera de reducir esta conciencia de clase es incorporar a la mayor parte de los sectores sociales al desarrollo económico y hacerlos partícipes de sus beneficios, sólo así podrán adherirse voluntariamente a una actividad económica en la que su contribución sea reconocida, y podrán percibir también que aunque tienen intereses de clase que los diferencian del resto de la sociedad, existen también ciertos objetivos en los que pueden existir coincidencias. La percepción o la creencia de que los beneficios del desarrollo se reparten de manera más o menos proporcional entre la sociedad genera asimismo un sentimiento de adhesión al cuerpo social, una conciencia de verdadera comunidad de destino que reduce las tensiones sociales. Además, si esta distribución generalizada de beneficios está acompañada de una movilidad social dinámica, entonces la atracción que ejerce el orden social sobre los estratos bajos es mayor, pues éstos no sólo tienen el aliciente de mejorar sus condiciones sociales de manera 56 “A esta altura estoy en condiciones de sugerir un posible indicador empírico del consenso político de una sociedad. Quizá cuanto más cohesivo y estable sea un sistema democrático, mayor será la posibilidad de la reacción de todos los sectores de la población ante los principales estímulos con igual orientación.” Sociología política y otras instituciones. Op. cit., pág. 31. 132 absoluta, sino también de manera relativa, esto es, pueden albergar la expectativa de ocupar en algún momento una posición social distinta.57 Sin embargo, a pesar de que estos factores pueden generar y propiciar una mayor cohesión social, esto no significa que se borren completamente las diferencias en la conciencia social y política de los diferentes sectores de la población. Lipset señala que, por ejemplo, mientras en los sectores educados y superiores de la sociedad existe una inclinación al liberalismo no económico, es decir, al liberalismo político, en los estratos más bajos y menos educados no se percibe esta simpatía, en su lugar, se observa una inclinación hacia el liberalismo económico, esto es, en términos del vocabulario político estadounidense, una simpatía hacia la intervención estatal y la expansión del gasto social, lo que significa en realidad una preferencia por un Estado de bienestar fuerte.58 Pero el distanciamiento por parte de las clases obreras con respecto a los valores del liberalismo político tal vez no sea lo más preocupante de esta diferenciación, sino que este desapego se convierte en muchos casos en una abierta simpatía por el autoritarismo y las soluciones de fuerza. En efecto, uno de los señalamientos más insistentes de Lipset y Almond en este terreno y, aunque en menor medida, también de Huntington, ha sido precisamente señalar que lo que caracteriza a las clases obreras no es su compromiso con las libertades civiles y políticas, sino su inclinación a las soluciones de fuerza, al autoritarismo.59 La marginación social, los bajos niveles de educación, la carencia de oportunidades económicas y el sentimiento de nula influencia en las decisiones políticas provocan que las clases obreras no valoren un 57 Véase Lipset, Seymour M. y Reinhard Bendix. Movilidad social en la sociedad industrial. EUDEBA, Buenos Aires, 1969, (11959), p., 19. Véase también la exposición de Rawls sobre esta cuestión en el primer apartado del Capítulo 5. 58 Sobre el significado que tiene la palabra “liberal” en Estados Unidos véase Luis Hartz. La tradición liberal en los Estados Unidos. FCE, México, 1994. 133 esquema de libertades políticas y civiles que en realidad no pueden disfrutar; sus condiciones materiales las excluyen de facto de esa posibilidad. El pleno ejercicio de estas libertades requiere que ciertas necesidades sociales y económicas mínimas estén cubiertas, así como que la sociedad brinde expectativas reales de incorporación de estos sectores en posiciones de prestigio y responsabilidad. Sin embargo, debido a que estos sectores ven cerrado o muy estrecho el acceso a las posiciones de prestigio y responsabilidad social que les permitan ejercer efectivamente las libertades civiles y políticas, se encuentran entonces más propensos a verse seducidos por alternativas autoritarias que prometen cambios contundentes y radicales; que ofrecen de manera inmediata y garantizada lo que otras alternativas políticas otorgan mediante un proceso gradual, evolutivo e incierto. En contraste, los sectores más educados y mejor colocados en una sociedad democrática son los que más comprometidos están con la preservación de las libertades civiles y políticas. Sus mejores condiciones de vida les permiten valorar de una manera distinta las posibilidades de un régimen liberal, por lo que en conjunto constituyen uno de los apoyos más importantes de la democracia, cuyo mantenimiento y preservación es parte de la responsabilidad social que tienen como élites. La responsabilidad social de las élites No es común escuchar alusiones a la responsabilidad social de las élites. No lo es principalmente porque una larga tradición de algunas teorías sociales han denunciado precisamente lo contrario, es decir, su irresponsabilidad social, producida principalmente por la persecución egoísta de sus intereses. Durante mucho tiempo y desde diferentes perspectivas teóricas se ha planteado que las élites protegen sus 59 Véase El hombre político. Op. cit. Especialmente el Capítulo 4. “Autoritarismo de la clase de la clase obrera” 134 intereses sin reparar en los daños y perjuicios que ello pueda traer a los otros sectores sociales, de lo cual se desprende que difícilmente podría atribuírseles cualquier responsabilidad hacia la sociedad. No obstante, la función política y social de las élites ha sido revalorada en la mayor parte de las teorías sobre la democracia contemporánea. Esta revalorización es claramente perceptible en la actualidad, aunque no es nueva, ya que se ha realizado con gran notoriedad desde hace un siglo aproximadamente, cuando surgió toda una corriente de pensamiento que destacó la importancia de la función que desempeñan las élites en la cohesión, impulso y dirección de la sociedad. Autores como Mosca, Pareto, Shumpeter y aun el propio Michels destacaron la contribución substancial de la élites en la producción de la vida social. Sin embargo, lo más llamativo del enfoque de estos autores fue que señalaron la importancia de la función de las élites en los gobiernos democráticos. Esto es, destacar la participación de las élites en un gobierno aristocrático u oligárquico es obvio y hasta redundante, sin embargo, proponer que desempeñan una función relevante y positiva dentro de un gobierno democrático podría parecer extraño, incluso tomarse como un contrasentido. No obstante, los autores antes referidos se destacaron precisamente por señalar esto; la contribución de las élites al funcionamiento de un régimen democrático. Así, a partir de una proposición de este tipo, se desprende que es perfectamente factible referirse a élites democráticas. La revalorización de la función que desempeñan las élites políticas en un sistema democrático es uno de los rasgos más característicos de la teoría de la democracia que sustentan los cinco autores analizados en este trabajo. En lo que concierne a Lipset, el punto del que parte para demostrar la contribución de las élites al sostenimiento y preservación del gobierno democrático es la necesidad misma de la estratificación social. Plantea 135 que toda sociedad se compone de distintos sectores sociales y alberga posiciones diferenciadas en lo que respecta al prestigio y las recompensas económicas. Es decir, existen posiciones de liderazgo social que confieren un gran privilegio y cuantiosos ingresos económicos, pero que al mismo tiempo exigen una elevada responsabilidad. Como contraparte, existen otras posiciones cuyo reconocimiento y remuneración es mucho menor, pero a las cuales corresponde también una responsabilidad comparativamente inferior. Propuesto así, de esta manera esquemática, parecería previsible esperar que una composición social de este tipo conduciría inevitablemente a una insatisfacción y tensión social insoportables, debido a que una distribución tan desigual de honores y comodidades muy probablemente produciría una pugna irreconciliable. Sin embargo, para legitimar su propia estructuración, cada sociedad cuenta con un cuerpo general de justificaciones ideológicas, el cual le permite que esa diferenciación de posiciones y privilegios sea aceptada y respetada. Sólo de esta manera puede lograrse que aquellos que ocupan las posiciones más bajas en la escala del prestigio social no sólo admitan el mérito y merecimientos de los que ocupan las posiciones elevadas, sino que también acepten su propia posición y desigualdad como legítimas.60 Para que esta justificación ideológica funcione en este sentido, es necesario que la estratificación social y el sistema de recompensas sean vistos como mecanismos sociales destinados a establecer los medios de atracción de los individuos más capacitados y talentosos para que ocupen las posiciones más demandantes y de mayor responsabilidad. La estratificación debe ser un instrumento de motivación para que los individuos más habilidosos y preparados se dirijan a las posiciones que 60 Lipset alude a este tema en varios escritos, pero en el que lo aborda más ampliamente es en el libro que escribió con Reinhard Bendix: Movilidad social en la sociedad industrial. Op. cit., pp. 17-19. Véase también la función de los incentivos económicos y sociales en la teoría de Rawls, expuesta en el segundo apartado del Capítulo 5. 136 ofrecen mayores recompensas, pero que exigen al mismo tiempo mayores responsabilidades. Sin embargo, como se verá después con Rawls, no resulta sencillo establecer un sistema de estratificación que cumpla con esta función eficientemente, esto es, que otorgue las mayores recompensas y privilegios a los que cuentan con mayor talento para la conducción social, así como tampoco es simple idear un cuerpo general de justificaciones ideológicas por medio del cual los que ocupan las posiciones menos relevantes acepten la legitimidad de tal distribución. Es muy probable que quienes ocupan estas posiciones consideren que el esquema es injusto, que no merecen la ubicación que tienen y probablemente que tampoco la merecen quienes poseen los puestos de liderazgo. En estas circunstancias, quienes se encuentran en el sótano social podrían interpretar que la estratificación social no funciona como un mecanismo de atracción de talentos y distribución de recompensas, sino como un instrumento para la preservación y cristalización de un sistema injusto de distribución, que favorece a los que desde el inicio disfrutan de la mejor colocación y niega las oportunidades al resto de los individuos para hacer valer sus talentos en la obtención de mejores posiciones sociales. A pesar del optimismo de Lipset, esto es algo de lo que en efecto adolecen una buena cantidad de esquemas de estratificación social. En la mayor parte de ellos la circulación de las élites dirigentes está sometida a una gran cantidad de restricciones, y los que nacen en hogares de escasos recursos escalan con mucha dificultad algunos peldaños sociales, y esto en los mejores casos. Más aún, en la sociedad contemporánea que mide el éxito social por la acumulación de riqueza y la obtención de elevados ingresos, aquellos que fracasan en estos objetivos son considerados perezosos o negligentes, con lo cual se les hace individualmente responsables de su situación.61 61 Véase Mannheim, Karl. Libertad, poder y planificación democrática. FCE, México, 1982. 137 En este sentido, para que un sistema de estratificación social funcione y la justificación ideológica sea reforzada es necesario que exista una movilidad social apropiada. Esto implica que los distintos sectores sociales estén separados por una tela que tenga la suficiente porosidad para permitir al ascenso y descenso de los individuos. Sin embargo, no todos los sistemas de estratificación permiten que se dé esta movilidad, aunque muchos consiguen presentarse como eficientes y dinámicos gracias a que logran mantener abiertas algunas de estas vías de tránsito.62 La mayor parte de los sistemas de estratificación social falla en el diseño y preservación de los canales de movilidad, obstaculizando que los que ocupan las posiciones sociales más bajas tengan oportunidades reales para adquirir las habilidades, destrezas y conocimientos que les permitan cambiar de nivel. Incluso en muchos de ellos existen serias dificultades para que la movilidad social sea vista por el grueso de la sociedad como algo natural y provechoso. Además, también en la mayor parte de ellos se observan grandes complicaciones para que quienes ocupan las posiciones de élite acepten en cierto momento y bajo determinadas circunstancias su descenso social, en general, siempre tratarán de preservar su posición utilizando todos los recursos que estén a su alcance, e incluso intentarán transferir de alguna manera sus privilegios a sus descendientes. Lipset ha documentado ampliamente cómo muchos de los movimientos sociales más extremistas han sido alimentados precisamente por la sensación que tienen algunos sectores sociales de estar perdiendo su posición, de estar siendo desplazados por otro sector social. Es decir, una gran parte de los movimientos extremistas, 62 Véase la comparación que Lipset establece sobre este aspecto entre los Estados Unidos y Europa en Movilidad social en la sociedad industrial. Op. cit. 138 particularmente los de derecha, se desarrollan como reacción ante el temor de perder privilegios sociales.63 A lo largo de la historia, el ascenso general de los niveles de vida y de la riqueza social han actuado como amortiguadores de este conflicto, ya que han puesto a disposición de la sociedad un volumen de satisfactores materiales y sociales creciente, que se ha incrementado en términos absolutos de generación en generación. Sin embargo, esto sólo atenúa el conflicto, pero no lo resuelve. De hecho, no es posible resolverlo de manera definitiva, pues siempre que se presente una recomposición social de grandes proporciones se generará este desajuste. Por lo tanto, una manera de hacerle frente y resolverlo es el reforzamiento continuo y permanente del esquema general de justificaciones ideológicas, por medio del cual pueden aligerarse las tensiones sociales así causadas. Las élites políticas, que forman parte del conjunto de las élites que existen en una sociedad compleja, no escapan al cuestionamiento que a menudo se hace en contra del conjunto. Más aún, en las situaciones de crisis son las primeras en ser impugnadas, pues su posición como responsables de la conducción del país magnifica su imagen y al mismo tiempo agudiza la crítica que recae sobre ellas. De este modo, a contracorriente de algunas teorías de la democracia que ve en las élites un obstáculo e incluso un enemigo, Lipset considera que no sólo constituyen un aliado para la democracia, sino que constituyen un factor determinante en su construcción, consolidación y estabilidad. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. En la construcción de las primeras democracias, la competencia entre las distintas élites políticas no parecía favorecer un sistema de gobierno de este tipo, sino por el contrario, parecía obstruirlo. A la postre, la creciente 63 “Por tradición, los movimientos extremistas son movimientos de desafección. Ocurriendo en períodos de cambio incipiente, se dirigen a los grupos que sienten que han sido o están a punto de ser privados de algo importante o a grupos cuyas 139 complejidad social contribuyó a multiplicar y fortalecer a las distintas élites en pugna, dándole a cada una de ellas la fuerza necesaria para no ser fácilmente derrotada, pero al mismo tiempo evitando que llegara a acumular la fuerza suficiente para someter a todas las demás. A partir de este impasse resultó un equilibrio dinámico que las forzó a aceptar su mutua existencia y a someterse a un sistema que preservara la existencia de cada una de ellas. De este modo, debido a que ninguna élite podía controlar el gobierno por sí sola y utilizarlo para dominar a las demás, pronto se devino en un sistema de alternancia gubernamental y convivencia política de diversas élites, que es uno de los rasgos de la democracia moderna.64 En este sentido, una de las tesis más conocidas de Dahl es que las democracias más sólidas se construyen ahí donde la competencia de las élites precedió a la generalización de los derechos políticos y la participación masiva. En la mayor parte de las sociedades que actualmente tienen un sistema democrático, las distintas élites políticas han construido un ambiente de convivencia y tolerancia que se ha convertido en un importante factor de apoyo al sistema. Así, para Lipset, las bases en las que más firmemente se sustenta la democracia política no son las masas, sino las élites, quienes en las amenazas que se ciernen sobre los sistemas democráticos ven también la amenaza en contra de las libertades y privilegios de que disfrutan y, en algunos casos, la amenaza en contra de su propia existencia.65 Además, uno de los aspectos de la función de las élites al que Lipset y Huntington prestan mayor atención es a su participación en las transiciones democráticas contemporáneas. Lipset señala que para transitar de un gobierno autoritario a uno democrático no basta simplemente que se cuente con las bases económicas, sociales y crecientes aspiraciones les hacen sentir que siempre han sido privados de algo importante.” La política de la sinrazón. Op. cit., p. 470. 64 Véase La política de la sinrazón. Op. cit. pág. 40. 65 Véase El hombre político. Op. cit., especialmente los capítulos 4 y 5. 140 culturales que favorecen a la democracia, hace falta que un líder o un conjunto de ellos se comprometa en la tarea, convoque voluntades y establezca pactos políticos. Las transiciones democráticas dependen así de la conducción acertada de una élite política, capaz de convocar al resto de las élites en esta empresa y de neutralizar, en caso dado, la posible obstrucción que algún sector de ellas pudiera presentar.66 Las élites de una sociedad pueden desempeñar esta función gracias a que tienen la capacidad de provocar efectos inmediatos y trascendentes en el sistema político. Esto se debe a que por sus propias características pueden reaccionar y movilizarse rápidamente ante cualquier cambio social y político. La posición que ocupan les otorga un acceso privilegiado a la información y al intercambio de opiniones e ideas, lo que les permite dar una respuesta inmediata y, en ciertos casos, incluso coordinada ante determinados sucesos sociales. Esta agilidad de respuesta contrasta con la lentitud, desorden y desorientación que caracteriza a la reacción de la masa de la población. Este conjunto no cuenta con la información, los contactos y los recursos de que dispone la élite, por lo que generalmente reacciona a los sucesos externos de manera tardía y tumultuaria, muchas veces de manera explosiva e incontrolable, lo que hace verdaderamente difícil su orientación y encausamiento. Más aún, cuando la masa alcanza la capacidad de manifestarse organizada y conscientemente, es porque cuenta con un liderazgo político reconocido. Sin embargo, el compromiso de las élites con la democracia no es incondicional. Su compromiso se sostiene siempre y cuando encuentren en este sistema la mejor oportunidad para preservarse y reproducirse. 66 Lipset lo dice así: “Karl y Schmitter observaron el análisis del comportamiento de las élites como mutuamente excluyente del estudio de los prerrequisitos de la democracia. No estoy de acuerdo. El análisis de los requisitos sociales tiene que ver con los fundamentos de la consolidación exitosa . Ya que los pactos son medios para institucionalizar a las democracias, si estas se desarrollan y sostienen está ligado con la presencia de estos requisitos…Así, no es necesario elegir uno u otro entre el estudio de las condiciones democráticas y la formulación de pactos -son complementarios.” “The social requisites of democracy.” Op. cit., pág. 16. 141 Esto es, si llegan a percibir que no hay límites externos a sus propósitos y ambiciones, muy pronto olvidan su lealtad hacia la democracia y llegan a simpatizar con opciones que les ofrecen mayores oportunidades. Es por esta razón que la ciudadanía también tiene una función relevante dentro del sistema democrático, ya que en éste no basta que las élites se controlen y anulen entre sí, sino que es necesario también que el conjunto de éstas se vea sometido a un control externo, al de los ciudadanos. Para Lipset, la participación de la población es también muy importante en esta actividad, por lo que en varias ocasiones ha definido a la democracia como el control que ejerce la masa sobre la élite. No obstante, aunque Lipset se ha referido en distintas ocasiones a la función que desempeñan las élites, los grupos de interés, las organizaciones civiles así como todos y cada uno de los sectores sociales, muy probablemente sea Robert Dahl quien ha construido todo un modelo teórico para explicar estas interacciones, que son la base de su teoría de la democracia y su concepto de la poliarquía. 3. ROBERT A. DAHL: POLIARQUÍA Y DEMOCRACIA De la misma forma que Lipset, uno de los intereses y objetivos más notables de la investigación y los escritos de Robert Dahl es el de la forma de gobierno, particularmente de lo que se refiere a los problemas y desafíos de la democracia moderna. Más aún, en el caso de Dahl, podría decirse que éste ha sido su único objeto de estudio, ya que Lipset se ha ocupado adicionalmente de algunos otros temas de la teoría política, lo que no ocurre con Dahl, quien ha dedicado casi toda su labor intelectual a este tema. Esta dedicación prácticamente exclusiva que Dahl ha conferido a la discusión y reflexión sobre los problemas de la democracia ha fructificado notoriamente. En la actualidad, puede decirse que sus textos forman parte de la bibliografía básica sobre este tema, y que muchas de sus ideas y de los conceptos que ha acuñado se han convertido en parte integrante del vocabulario conceptual de la ciencia política. Sin embargo, de todo este esfuerzo teórico destaca particularmente su concepto de poliarquía, en el cual podría decirse que se condensan la mayor parte de sus supuestos y proposiciones acerca de la democracia moderna. La relevancia de este término se expresa en el hecho de que Dahl titulara La poliarquía a uno de sus textos fundamentales. No obstante, para comprender cabal e integralmente este concepto es necesario remitirse a varios otros de sus escritos, tanto previos como posteriores a ese libro. De este modo, para analizar la obra de Dahl resulta pertinente adoptar como eje fundamental de reflexión las implicaciones y repercusiones del concepto de poliarquía, lo cual es el método de exposición que se ha adoptado en este caso. Así, debido a que el sustento teórico y las implicaciones de este concepto son de una gran 143 densidad, para ordenar su análisis considero que se pueden distinguir tres dimensiones o formas de comprenderla: la poliarquía como aproximación a la democracia; la poliarquía como control del liderazgo político; y la poliarquía como pluralismo corporativo. Estas tres dimensiones se relacionan de múltiples formas y de hecho son complementarias, no obstante, su distinción y examen por separado pueden ser de una gran utilidad para un análisis y comprensión más integrales. La poliarquía como aproximación a la democracia La manera más simple, directa y breve en que Robert Dahl define la poliarquía es la de que este es el término que mejor describe a las sociedades democráticas realmente existentes. Esto significa que es necesario reconocer que la democracia es un orden utópico e ideal al que no puede aspirar la sociedad, pues su realización no está al alcance de la humanidad. La democracia plena sólo podría alcanzarse si se cumplieran estas ocho condiciones: 1) Que cada miembro exprese su preferencia, o sea, que vote; 2) Que influya por igual cada preferencia, cada voto; 3) Que triunfe la opción con mayor número de votos; 4) Que los individuos puedan insertar y elegir la opción preferida; 5) Que todos los individuos posean la misma información sobre todas y cada una de las alternativas propuestas; 6) Que las alternativas con mayor votación desplacen a las otras; 7) Que se ejecuten las órdenes de los representantes designados o se lleven a cabo las acciones elegidas; y 8) Que todas las elecciones que se realicen cumplan con estas siete condiciones o que se subordinen a ellas.1 1 Véase Robert Dahl. Un prefacio a la teoría democrática. Ediciones Gernika, México, 1987, (11956), pp. 92-96. Una enumeración muy parecida de estas ocho condiciones 144 Planteado de esta manera, se deduce que la democracia es una cuestión de grado, de aproximación, es decir, una sociedad se aproxima o aleja de la democracia, pero nunca llega a la plenitud.2 Sin embargo, Dahl señala que es necesario aceptar que hay algunas sociedades que se encuentran más cerca de la democracia que otras, es decir, que existen algunas sociedades donde las desigualdades políticas son enormes, inmensas a veces, y otras en las que son menores. Así, las primeras están muy lejos de un orden político democrático, son sociedades monolíticas y donde seguramente impera la autocracia o alguna otra forma de gobierno autoritario, en tanto que las sociedades del segundo tipo están más cerca de la democracia y por lo tanto, para no caer en el exceso e imprecisión de llamarlas democráticas, puede usarse el término de sociedades poliárquicas. De acuerdo a su análisis han habido tres etapas históricas del desarrollo de la poliarquía. En la primera, que se desarrolló durante el siglo XIX, algunas sociedades occidentales pasaron de ser hegemonías y oligarquías competitivas a regímenes cuasipoliárquicos; en la segunda, que va desde finales del siglo XIX a la Primera Guerra Mundial, las cuasipoliarquías se convirtieron en poliarquías plenas; y en la tercera, que comenzó en la década de los treintas y se mantenía vigente en la década de los sesentas, cuando Dahl concluyó su investigación, las poliarquías iniciaron un proceso de mayor democratización. Como podrá observarse después, este planteamiento de las tres etapas es muy similar al de Huntington sobre las tres olas democráticas, sin embargo, en tanto Huntington sólo pretende denotar que un cierto número de puede encontrarse también en Robert Dahl. Los dilemas del pluralismo democrático. Alianza Editorial-CONACULTA, México, 1991 (11982), p. 17. 2 "Debido a que las organizaciones humanas rara vez y quizá nunca alcanzan el límite establecido por estas ocho condiciones, es necesario interpretar cada una de ellas como un extremo de un continuo o de una escala a lo largo de la cual se puede medir cualquier organización. Desafortunadamente, en la actualidad no existe ninguna forma conocida de asignar valores, si pudieran medirse las ocho escalas, sería posible, y tal vez útil, establecer clases arbitrarias pero no carentes de sentido, de las cuales el plano superior podría llamarse poliarquías". Un prefacio a la teoría democrática. Op. cit., p. 98. 145 países transitaron a la democracia en cada período, Dahl se refiere simultáneamente a dos fenómenos: a un conjunto de cambios de régimen y a las transformaciones internas que experimentaron los países democráticos o poliárquicos en cada etapa, particularmente en lo que se refiere a la ampliación del sufragio.3 Dahl reconoce que muchas sociedades modernas han llegado a la poliarquía mediante una revolución, en tanto que otras lo han hecho a través de medios pacíficos. Sin embargo, confía en que una vez que la sociedad ha llegado a la poliarquía, las revoluciones y cambios bruscos dejan de ser posibles; la poliarquía es en este sentido el fin de la historia política de la sociedad, después de ella no hay ninguna forma de gobierno que pueda sustituirla ni el deseo de la sociedad para hacerlo.4 El marco institucional de una poliarquía permite que todos los cambios necesarios en la sociedad se realicen gradualmente, a través de lo que Dahl llama el incrementalismo, el cual ocupa un lugar destacado en el aparato conceptual de los estudiosos de las políticas públicas y es heredero directo del principio de optimización paretiano. Esto significa que una sociedad que cuente con una estructura política poliárquica podrá transformarse a través de reformas continuas e incrementales, es decir, sin necesidad de recurrir a revoluciones o trastornos violentos. No obstante, la manera en que lo presenta Dahl es bastante elemental, al grado de asemejarlo con una política gubernamental basada en la técnica de prueba y error. 5 Debido a esta concepción de la historia y a las tesis fundamentales de su teoría política, bien podría inscribirse a Dahl, así como a Lipset y 3 Véase La poliarquía. REI, Buenos Aires, 1989 (11971), p. 20. Además, puede verse también La democracia y sus críticos. Paidós, Barcelona, 1992 (11989) pp. 279-291, en donde se presenta una periodización un tanto distinta, aunque también se ofrece un análisis más amplio del proceso de transformación de las poliarquías. 4 Sin embargo, la historia da muchos ejemplos de rupturas del orden democrático dentro del mismo mundo occidental. Una notable exposición y examen de los peligros que amenazan a la democracia es el libro de Juan Linz. La quiebra de las democracias. Alianza Editorial-CONACULTA, México, 1990. 5 Véase Dahl, Robert y Charles Lindblom. Politics, economics and welfare. Harper and Row, Nueva York, 1963, Capítulo 5. 146 Huntington, en la corriente teórica que en los años cincuentas se difundió con gran intensidad en el mundo occidental, particularmente en Estados Unidos, y que se conoció con el nombre de el fin de las ideologías. Esta teoría postulaba que en el mundo contemporáneo había dejado de tener sentido plantearse la alternativa de elegir excluyentemente entre dos tipos de organización social, es decir, que ya no era pertinente la disyuntiva de elegir entre economía de mercado y planificación centralizada, entre socialismo y capitalismo. Evidentemente, estas consideraciones se nutrían de la observación de las nuevas políticas sociales y económicas de los gobiernos occidentales, las cuales, tras los desastres provocados por la guerra, dieron un aspecto notablemente distinto a las sociedades capitalistas, haciéndolas aparecer mucho más sensibles a las carencias de los sectores de la población con menores recursos y apartándolas de la imagen del capitalismo salvaje e inhumano que hasta entonces había sido el rostro de este sistema económico.6 Desde esta perspectiva, no sólo había dejado de tener sentido plantearse la alternativa entre socialismo y capitalismo en términos teóricos, sino que además el mundo real era una prueba fehaciente de la superación de tal disyuntiva. El efecto de las políticas de seguridad social, el aumento general del ingreso, los impuestos progresivos, los impuestos sobre las herencias, etc., provocaban que en el mundo occidental la igualdad y la justicia por la que luchaba el socialismo pudiera darse dentro de una economía capitalista, la cual era llamada así sólo por convención, pues en ella se habían registrado modificaciones relevantes que transformaban no sólo su aspecto sino también su esencia.7 6 Una elemental documentación al respecto debe incluir el texto de Daniel Bell. El fin de las ideologías. MTSS, Madrid, 1992; el de Seymur Martin Lipset. El hombre político. Op. cit.; y el de Francis Fukuyama. El fin de la historia y el último hombre. Planeta, México, 1992. 7 El primer párrafo de Politics, economics and welfare es bastante claro y directo “En la organización y reforma de la economía los ‘grandes dilemas’ no son ya los grandes 147 En este sentido, dado que no había ya una diferencia dicotómica entre capitalismo y socialismo, puesto que el primero había tomado del segundo algunas prácticas e instituciones que lo mejoraban, no había ya tampoco necesidad de elegir entre uno y otro; era conveniente quedarse con el capitalismo. Así, afianzada una economía capitalista, lo que se requería para instaurar la justicia y la equidad era simplemente elegir entre técnicas sociales. Sólo era necesario recurrir a la mejor fórmula de agrupar las fuerzas sociales y la forma óptima de utilizar sus recursos. De acuerdo a su análisis, Dahl identificaba cuatro técnicas sociales fundamentales: 1) El sistema de precios, que creaba espacios donde competían oferentes y demandantes de determinados productos; 2) La jerarquía, que estructuraba una línea de mando vertical en determinadas instituciones cuyo grado de especialización o tipo de operación así lo requería; 3) La poliarquía, que era el sistema mediante el cual en ciertas organizaciones los no-líderes controlaban a los líderes; y 4) La concertación, que era un mecanismo para llegar a acuerdos entre distintos grupos de líderes.8 De esta manera, al optar por alguna de estas cuatro técnicas sociales se podía elegir la forma más racional de dirigir la acción colectiva y solucionar los problemas sociales más acuciantes. Sin embargo, la política no se reduce a la lógica de la acción racional, en muchas ocasiones responde a imperativos totalmente ajenos a la racionalidad económica y social. La mayor parte de las demandas y presiones dirigidas al sistema político responden a las aspiraciones, objetivos y expectativas de un gran número de organizaciones e instituciones políticas, cada una de las cuales pretende obtener del sistema la respuesta más favorable, sin que importe mucho la racionalidad de ella para el conjunto social. Incluso en la elaboración de dilemas, si alguna vez lo fueron. Resulta cada vez más difícil para los pensadores identificar alternativas significativas entre las elecciones tradicionales entre socialismo y capitalismo, planificación y libre mercado, regulación y laissez faire, para ellos, encontrar las alternativas reales no es ni tan simple ni tan excluyente.” p. 3 148 las políticas gubernamentales, en donde debido a los procedimientos y estructuras burocráticos podría esperarse un comportamiento más racional, se producen presiones, discordancias y desviaciones que no serían explicables lógicamente recurriendo tan sólo a las consideraciones de tipo racional. La teoría de la elección racional aporta una gran cantidad de criterios útiles para el análisis político, pero éste difícilmente se agota en ella, como a veces parece interpretarlo Dahl. Es pertinente advertir que Dahl admite la posibilidad de que la democracia y la poliarquía puedan instaurarse en regímenes socialistas descentralizados, esto es, en donde el Estado no concentre todas las decisiones de planeación económica. El pluralismo democrático y la sociedad poliárquica requieren indispensablemente de una economía de mercado, de una economía competitiva, pero ello no necesariamente implica una economía capitalista, es decir, para él no se ha hecho una diferenciación convincente entre las implicaciones de la propiedad, por un lado, y el control, por el otro, de las entidades económicas, de las empresas. Más aún, se muestra abiertamente partidario de la introducción del principio democrático en el control de las empresas privadas.9 Sin embargo, a pesar de que teóricamente acepta la posibilidad de una economía de mercado no capitalista, esto es, de una economía socialista descentralizada, y de la introducción del proceso democrático dentro de las empresas, no puede pasarse por alto que una opción de este tipo tiene muy pocas posibilidades en el plano real, al menos en el contexto actual, pues basta considerar que Yugoslavia, su único ejemplo de sociedad socialista con economía descentralizada, se derrumbó estrepitosamente la década anterior, sufriendo una crisis económica, social y nacional catastrófica. Así, muy probablemente éstos 8 Ibid. Parte IV. Véase especialmente el texto que íntegramente dedicó a este tema Dahl, Robert. Prefacio a la democracia económica. Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990 (11985). Además puede verse La poliarquía. Op. cit., pp. 59-65, y Robert Dahl. Después de la revolución. Gedisa, Barcelona, 1994 (11970), Capítulo 3. 9 149 y otros acontecimientos de la década anterior lo hayan llevado a reconocer y admitir recientemente la escasa factibilidad de esta opción.10 Las transformaciones económicas y políticas del fin del siglo XX parecen confirmar las tesis que se difundieron en los años cincuentas, pues ahora ya ni siquiera existe el bloque socialista. Sin embargo, las sociedades occidentales están todavía lejos de solucionar de manera definitiva sus problemas económicos, políticos y sociales. Los problemas de la democracia siguen tan candentes como hace medio siglo, y si prácticamente ha desaparecido su contrincante, el socialismo, ello no significa que paralelamente se hayan resuelto los conflictos que naturalmente se suscitan en toda sociedad.11 Así pues, ahora más que nunca es pertinente preguntarse qué debe entenderse por democracia en el mundo contemporáneo, pues si puede aceptarse sin mayores objeciones que los regímenes despóticos, tiránicos o autocráticos no son deseables para el conjunto de la sociedad, no resulta del todo claro qué características debe llenar un orden político deseable y factible para la sociedad en su conjunto. Es necesario especificar el significado contemporáneo de la democracia porque, y no está por demás volver a esta vieja y persistente polémica, en la teoría política de la antigüedad clásica tenía una connotación esencialmente negativa. De acuerdo a Aristóteles, por ejemplo, era una forma de gobierno corrupta, donde una parte de la sociedad, los muchos, ejercía el gobierno de una forma despótica sobre 10 La primera conclusión de las cinco con las que finalizó un texto reciente es “La democracia poliárquica sólo ha sobrevivido en países con predominio de una economía de mercado capitalista; y nunca ha sobrevivido en un país con predominio de una economía que no fuera de mercado.” Aunque esta afirmación es evidente por sí misma, es conveniente considerar las otras cuatro para no simplificar en exceso su planteamiento. Dahl, Robert. La democracia. Una guía para ciudadanos. Taurus, Buenos Aires, 1999 (11998), p. 187. 11 Acerca del triunfo de la democracia y la economía capitalista del fin del siglo XX puede consultarse el lúcido ensayo de Giovanni Sartori. La democracia después del comunismo. Alianza Editorial, Madrid, 1994. 150 el resto.12 Aun en plena época moderna, Kant se refería a la democracia como la versión corrompida de la república, pues en tanto dentro de ésta no había ninguna parte de la sociedad que deseara imponer al resto su soberanía, en la democracia se presentaba esa aspiración por parte de un sector social, y aunque se tratara del más numeroso, ello no implicaba que no existiese la pretensión de imponer la voluntad de una parte sobre otra. 13 Dahl señala que a pesar de que en el mundo antiguo griego la democracia implicaba una noción de igualdad política (isogornia e isonomia),14 un modelo de gobierno popular y el supuesto de la formulación colectiva de la ley, su realización y práctica eran bastante imperfectas, pues la exclusión de los esclavos de los derechos políticos en la ciudades-Estado griegas hacía bastante cuestionable el valor de la democracia para la sociedad en su conjunto. Además, la imposibilidad de que una asamblea de ciudadanos otorgara las mínimas oportunidades reales para que todos los ciudadanos presentes se expresaran sobre los asuntos públicos hacía todavía más defectuoso el sistema democrático.15 Así, a pesar de las pretensiones políticas igualitarias de la democracia griega, su práctica y funcionamiento eran bastante imperfectos, característica que compartiría con los sistemas democráticos de los Estados modernos. Sin embargo, para Dahl, las diferencias entre las ciudades-Estado griegas y los modernos Estados12 Sin embargo, Dahl no está de acuerdo en que en la antigua Grecia la democracia tuviera una connotación negativa. Argumenta que si esta impresión ha llegado hasta nosotros es porque sólo se han conservado los testimonios de los críticos y enemigos de la democracia, como Aristóteles y Platón. Dahl no toma en cuenta que Aristóteles, por ejemplo, no era enemigo del gobierno popular, pues en su teoría de las formas de gobierno concebía que podía haber dos tipos: el gobierno constitucional; en el cual la mayor parte de los ciudadanos gobierna en beneficio de la sociedad en general; y la democracia; en la cual ese mismo sector social gobierna en provecho de sí mismo, dañando al resto de la sociedad. Véase La democracia y sus críticos. Op. cit., Capítulo 1; Aristóteles. Política. Alianza Editorial, Madrid, 1990; y Bobbio, Norberto. La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. FCE, México, 1992. 13 Véase Kant, Immanuel. La paz perpetua. Porrúa, México, 1990 14 Isogornia: igualdad de todos los ciudadanos en cuanto a su derecho de hablar en la asamblea de gobierno. Isonomia: igualdad de los ciudadanos ante la ley. 151 nación hacen inadecuado aplicar el concepto de democracia a ambas realidades, más aún, considera que este concepto no debía haberse aplicado a los Estados modernos.16 De acuerdo a su argumentación, en las ciudades-Estado griegas existía una relativa armonía de intereses, un alto grado de homogeneidad, y una reducida cantidad de ciudadanos, asimismo, se daba la práctica de la resolución colectiva y directa de los problemas de la polis, todo lo cual no se presenta en los Estados modernos, por lo que resulta inconveniente transportar la noción de la democracia de aquéllas a éstos. No obstante estas diferencias, a partir de las cuales Dahl prefirió no usar el concepto de democracia y se abocó a forjar el concepto alternativo de poliarquía, el pensamiento político moderno rescató, revaloró y ponderó positivamente el concepto de democracia. Durante el siglo XIX, y más propiamente dentro del presente, la democracia adquirió su sentido positivo y deseable. Cada vez con mayor extensión se le comenzó a identificar como la forma de gobierno en la cual los ciudadanos gozaban de una mayor igualdad política y luego, con la transformación del Estado liberal del siglo XIX al Estado social del siglo XX, se comenzó a adjuntar a la igualdad política una serie de derechos sociales que poco a poco se fueron convirtiendo en parte del régimen democrático. Así, la democracia que durante el siglo XIX significó sobre todo la lucha por la extensión del sufragio a la universalidad de los ciudadanos de un Estado, durante el presente siglo se convirtió en un régimen donde, además de asegurar la igualdad política, se persigue 15 Véase La democracia y sus críticos. Op. cit., pp. 271-274 y Los dilemas del pluralismo democrático. Op. cit., pp. 18-20. 16 “La claridad podía haber sido mejor servida si el término ‘democracia’ nunca hubiera sido transportado a los ideales e instituciones asociadas con el gobierno popular directo de las ciudades-Estado hacia los ideales e instituciones asociadas con el gobierno representativo en el Estado-nación. Los dos sistemas políticos son bastante distintos como para conjuntarlos o permanecer en una sola categoría.” Robert A. Dahl and Edward R. Tufte. Size and democracy. Stanford University Press, Stanford, 1973, p. 25. 152 eliminar las desigualdades económicas extremas y se asumen mayores y más extensos preceptos de justicia social.17 Sin embargo, si bien la mayor parte de las corrientes políticas aceptan sin gran reticencia que un orden político deseable, un orden democrático, debe partir del principio indiscutible de la igualdad de los derechos políticos, en el momento de fijar el tipo y sentido de los derechos sociales y económicos que deben disfrutar los ciudadanos, es decir, de los aspectos de la vida social a los cuales debe extenderse la igualdad, entonces deja de haber consenso, y mientras unos se inclinan por una igualdad social y económica mayor, otros aseguran que la igualdad política es suficiente, y que el resto de las atribuciones y usufructos del ciudadano deben ser producto de su esfuerzo individual.18 Planteado en estos términos, puede parecer maniquea y simplista la cuestión de la igualdad democrática, lo que no es así en absoluto, pues si se ha reducido a tan sólo dos corrientes teóricas polarizadas lo que en realidad es una cuestión mucho más compleja, esto se debe al propósito de mostrar la dificultad de establecer certeramente lo que significa el concepto de democracia en el mundo contemporáneo. En este caso en particular, la mención de estas dos tendencias fundamentales permite ilustrar mejor las implicaciones de la pregunta que anteriormente se formuló ¿Qué debe entenderse por democracia en el mundo contemporáneo? De acuerdo a las condiciones que señala Robert Dahl, la democracia es un mecanismo para que un determinado número de 17 Véase Ciudadanía y clase social. Op. cit. ; y el Capítulo 5 sobre Rawls. Dahl y Lindblom analizan ampliamente este tema en Politics, economics and welfare. Allí plantean que en términos sociales los incentivos monetarios son tanto una recompensa como un recurso: el aumento de los ingresos de los sectores bajos puede producir tal aproximación que los incentivos pierdan su efectividad, pues la igualdad generalizada produce apatía. Además, los incentivos monetarios juegan un papel importante en la distribución del tiempo de trabajo y el ocio; una igualdad generalizada puede inclinar hacia el ocio de una manera inconveniente, sobre todo si se llegara a concebir el ingreso elevado como producto de un derecho y no de un esfuerzo. Pero además, advierten también que una desproporción exagerada de los extremos del ingreso puede producir apatía y desánimo. Véase especialmente el Capítulo 5. 18 153 individuos tomen decisiones colectivas obligatorias, es decir, la democracia es sobre todo una cuestión de igualdad de derechos participativos. Así, en buena medida, Dahl retoma a Shumpeter, para quien la democracia es principalmente un método para tomar decisiones.19 Al entender la democracia sólo como procedimiento para adoptar determinadas decisiones, Shumpeter no acepta que a este régimen se asocien nociones de igualdad y justicia social, pues lo determinante es el método, no el resultado. Dahl, con sus ocho condiciones, asume una posición similar. Sin embargo, mientras Shumpeter alude a la democracia como forma de gobierno de un Estado, Dahl se refiere a ella de una manera ambivalente: como forma de gobierno para un Estado y como procedimiento decisorio disponible para organizaciones sociales específicas, ya se trate de un sindicato, una empresa o una asociación profesional. Debido a esta ambivalencia, su teoría se presta a una serie de equívocos notables. No obstante, esta ambivalencia no es exclusiva de Dahl; Lipset, Huntington y muchos otros autores incurren en ella, incluso podría decirse que es una cuestión irresuelta en la teoría de la democracia, pues no siempre se diferencia cuando se le trata como un método para tomar decisiones de cuando se habla de ella como de una forma de gobierno de muchas de las sociedades contemporáneas.20 Si se acepta la concepción democrática que propone Dahl, entonces debe concluirse que la democracia no es necesariamente un orden utópico e inalcanzable, pues habrá ciertas organizaciones sociales pequeñas y con un alto grado de homogeneidad donde se satisfagan las ocho condiciones requeridas. Sin embargo, si se trata de una organización social mayor, como un Estado, por ejemplo, entonces 19 “La democracia es un método político, es decir, un cierto tipo de concierto institucional para llegar a decisiones políticas y por ello no puede constituir un fin en sí misma, independiente de las decisiones a que dé lugar en condiciones históricas dadas.” Shumpeter, Joseph. Capitalismo, socialismo y democracia. Orbis, Barcelona, 1983, p. 312. 154 deberá aceptarse que esas ocho condiciones son ciertamente de muy difícil realización. Ahora bien, ya que Dahl aplica el mismo criterio en ambos casos, cabe preguntarse si los asuntos que conciernen a uno y otro tipo de organización son de la misma naturaleza. Es decir, en un sentido más estricto, debía preguntarse si las propias organizaciones sociales consideradas (un sindicato, una asociación profesional y un Estado) son comparables en lo que se refiere a sus medios y fines.21 La respuesta es evidente: ni la naturaleza ni los asuntos concernientes a cada uno de estos tipos de organización son equiparables. En los sindicatos, las asociaciones profesionales, las juntas vecinales, etc., los miembros entran normalmente de una manera voluntaria, transitoria y, además, estas organizaciones se vinculan con un espacio parcial de las actividades vitales de los individuos.22 En este tipo de organizaciones se toman y asumen decisiones relacionadas con aspectos de una gran especificidad, razón por la cual es más probable que se alcance la satisfacción de las ocho condiciones que Dahl identifica para aceptar la existencia de un orden democrático. En cambio, si se trata de un Estado, las condiciones cambian radicalmente. En primer lugar, no se pertenece a un Estado de manera transitoria o voluntaria; no se elige convertirse en ciudadano de este o aquel Estado, ya que normalmente se nace en uno de ellos y en él transcurre la mayor parte de la vida. Además, los ciudadanos de un Estado normalmente no toman decisiones sobre asuntos particulares, sino que eligen a quienes lo hagan en su representación. 20 Esto lo tiene perfectamente claro, por ejemplo, Rawls, quien plantea que la sociedad política no es ni una asociación ni una comunidad. Véase el Capítulo 5. 21 Dahl considera que sí: “Algunos podrían insistir en que las diferencias entre los tipos particulares de poliarquías, o sea, entre los estados-nación y los sindicatos, por ejemplo, son tan grandes que no es probable que sea útil incluirlas dentro de la misma clase. Yo no creo que tengamos suficiente evidencia para llegar a dicha conclusión.” Un prefacio a la teoría democrática. Op. cit., p. 99. 22 La posición de Dahl es claramente la opuesta. Véase también Prefacio a la democracia económica. Op. cit. Capítulo 4. 155 Las diferencias entre estas organizaciones sociales no permite aplicar a ambas el mismo concepto de democracia. Esta es una de las confusiones más persistentes en la teoría de Dahl: no diferencia a la democracia en tanto procedimiento decisorio de una determinada organización de la democracia como forma de gobierno de un Estado. Si se trata de la democracia como un proceso de toma de decisiones, entonces, en ciertas organizaciones sociales, es factible: pero si se trata de un Estado, entonces es algo de difícil realización. En términos sociales, como forma de gobierno para un Estado, la democracia es mucho más que un mecanismo para la adopción de decisiones colectivas obligatorias. Es necesario reconocer que en el mundo contemporáneo la igualdad de los derechos políticos y el respeto irrestricto de los procesos democráticos para adoptar decisiones determinadas, o para elegir a los gobernantes de una sociedad, es un componente esencial e imprescindible de la democracia. Sin embargo, no es posible imaginar un orden social democrático en el que estén ausentes las mínimas consideraciones sobre equidad económica y justicia social. Para ilustrar mejor la confusión que reproduce Dahl, es conveniente destacar que él mismo acepta que el funcionamiento de la democracia requiere de ciertas condiciones sociales y económicas. No basta que los ciudadanos disfruten de la igualdad política y jurídica, es necesario que tengan ciertos niveles mínimos de ingreso, bienestar y educación. Desde una perspectiva histórica, se han identificado estos niveles mínimos como requisitos para la instauración de regímenes democráticos. Almond, Lipset, Dahl y Huntington han documentado ampliamente la correlación positiva entre estos factores y la democracia, sin embargo, es evidente que cuando se instala un régimen democrático y no se tiene un desarrollo suficiente de estas variables o se carece de alguna de estas condiciones, entonces la satisfacción de esta carencia se convierte en una tarea del régimen democrático, en un fin perseguido 156 conscientemente, en una tarea a cumplir. De este modo, no es congruente pretender que cuando se aplica el concepto de democracia a un Estado se pretenda que sólo se trata de un simple método para llegar a decisiones colectivas, carente de fines y objetivos, no, la democracia en el mundo moderno es tanto un procedimiento como un fin, o bien, en plural; un grupo de instituciones y procedimientos políticos así como un conjunto de metas y objetivos sociales.23 La incongruencia de Dahl al definir la democracia solamente como una cuestión de método, ajena a fines sociales específicos, se observa también en su manera de concebir a la democracia de los Estados Unidos. Hacia el final de su extensa obra sobre la democracia en los Estados Unidos, Dahl considera que en ese país la democracia tiene las siguientes tareas pendientes: 1) La eliminación de las desigualdades institucionalizadas por las tradición, como el racismo contra negros, hispanos y orientales, 2) La reducción de las desigualdades de riqueza e ingreso, y 3) La minimización de las desigualdades para el acceso a la educación y los diferenciales culturales que esto provoca. Si fuera congruente con su planteamiento, no podría decir que la democracia en tanto forma de gobierno tiene estas tareas pendientes que cumplir en los Estados Unidos, tareas que no sólo son reclamos sociales, sino que 23 El mismo Dahl se encarga se hacer claramente este señalamiento “Si bien el sufragio universal e igualitario es necesario para el proceso democrático, se sabe, sin embargo, desde hace mucho que es insuficiente, porque el voto sólo es un tipo de recurso político. Debido a que los recursos sociales están distribuidos desigualmente, y debido a que muchos tipos de recursos sociales pueden convertirse en recursos políticos, los recursos políticos distintos al voto están distribuidos desigualmente. “Un remedio más reciente es imponer mínimos y máximos a los recursos políticos. Al poner suelos a los recursos sociales disponibles para todos los ciudadanos -por ejemplo, la educación universal, libre y obligatoria y un ingreso básico proporcionado por la seguridad social y los pagos de bienestar social- se garantiza una dotación mínima de recursos políticos a todos los ciudadanos. Además se fijan los techos hasta el punto en el cual ciertos recursos sociales, sobre todo el dinero, pueden legalmente ser convertidos en recursos políticos, por ejemplo, mediante límites a las contribuciones de campaña.” Los dilemas del pluralismo democrático. Op cit. p. 165 157 también serían medios para contribuir a la propia reproducción de la democracia.24 Es decir, si la democracia es simplemente un mecanismo de toma de decisiones ¿porqué se hace necesario que para aproximarse a ella se requiera reducir las desigualdades económicas, sociales y educativas? Esto significa que Dahl se ve obligado a reconocer que como régimen político la democracia es algo más que las ocho condiciones que consideraba. De manera directa puede definirse como un método para tomar decisiones colectivas, en efecto, pero lo que el mismo Dahl apunta es que sin determinados requisitos sociales, esto es, sin determinados fines preestablecidos, el método no sólo resulta defectuoso, sino además inaplicable. En este sentido, debe quedar claro que actualmente no puede pretenderse que la democracia implique una igualdad económica, social y política absoluta, situación que seguramente no es deseable para nadie, pues sus horrores han sido convincentemente esbozados en las antiutopías del siglo XX. Pero sí es necesario destacar que sin determinados niveles mínimos de vida la estructura procedimental de la democracia se hace inoperante. Para alcanzar esos niveles mínimos de vida, la extensión de la igualdad de derechos políticos al grueso de la sociedad ha sido muy importante. A través del ejercicio de los derechos políticos los estratos de menores recursos han logrado que la riqueza social se distribuya mejor y se modifique substancialmente el esquema de redistribución fiscal. Sin embargo, no es posible aceptar, como lo pretende Dahl, que para que se dé una distribución del ingreso igualitaria y una transformación de la redistribución fiscal basta que los electores así lo decidan. La cuestión no es tan simple, pues de aceptar sin más esta premisa, se debe suponer que en un sistema poliárquico se da una 24 Véase Democracy in the United States: promise and performance. Rand McNally, Chicago, 1972, pp. 431- 440. 158 redistribución fiscal acorde a las preferencias del electorado y, para cambiarla, basta que el electorado manifieste su voluntad. La conclusión sería evidente: en la actualidad, las sociedades poliárquicas tienen la estructura de redistribución fiscal que desean los ciudadanos. 25 Ahora bien, si es cierto que en una poliarquía se respetan las preferencias de la mayoría del electorado, porqué no parece tan convincente que basta la voluntad de los ciudadanos para emprender la redistribución de la riqueza y una distribución distinta de los recursos públicos? En primer lugar, debe recordarse que en los sistemas políticos contemporáneos los ciudadanos no toman decisiones sobre asuntos en particular. Sería pertinente preguntarse qué sucedería si los gobiernos de las poliarquías contemporáneas que Dahl reconoce como tales convocaran a un plebiscito sobre la distribución del ingreso y presentaran una serie amplia de propuestas alternativas. Tal vez pensar en un resultado cualquiera sea pura especulación, pero es muy posible que el resultado fuera una alternativa distinta a la que realmente existe en esos países.26 Así pues, es necesario reconocer que aún en una poliarquía las acciones de gobierno no siempre coinciden con la voluntad del electorado. Probablemente la democracia sea la manera más adecuada para reducir la brecha que existe entre esas dos entidades, pero no puede ignorarse que su confluencia absoluta es algo irrealizable y que, todavía más notoriamente, las democracias actuales difícilmente pueden atribuirse esa capacidad. 25 “En lugar de ello, después de décadas de reformas, el límite crucial a la redistribución se ha establecido finalmente por la interacción de la poliarquía con el capitalismo –esto es, por cuánta redistribución dará su apoyo o tolerancia una mayoría de votantes, por un lado y, por el otro, los efectos de la redistribución sobre los incentivos en una economía basada en la propiedad privada y orientada hacia el mercado.” Los dilemas del pluralismo democrático. Op. cit., p. 80. 26 En La poliarquía, Dahl enumera los países que a su juicio podían ser considerados poliarquías o cuasipoliarquías, en los que se incluyen a casi todos los países de Europa occidental, algunos más del continente americano y unos cuantos de Asia. Véanse pp. 48-49. 159 En segundo lugar, no puede pasarse por alto que en las sociedades modernas el Estado sólo controla una proporción del ingreso nacional, la cual puede ser muy alta en algunos casos, como en el ejemplo paradigmático de los países nórdicos, pero que no deja de ser una proporción limitada, lo que implica que el resto de los ingresos y, sobre todo, la generación de éstos, se encuentra en entidades económicas cuyas decisiones están fuera del alcance del electorado. En una economía de mercado capitalista el flujo del ingreso nacional depende en buena medida de las decisiones de las empresas y de aquellos que controlan el mayor volumen de los recursos financieros, quienes implícitamente manifiestan su acuerdo o desacuerdo con la política económica y el esquema de redistribución fiscal a través del mantenimiento de sus niveles de inversión y reinversión. Por tal motivo, la alteración de las tasas impositivas y los esquemas de redistribución del ingreso requieren no sólo de la preferencia del electorado, sino también de la anuencia del resto de las entidades económicas. No puede ignorarse esta realidad: ni las preferencias del electorado ni las decisiones políticas del gobierno pueden dejar sin efecto a las decisiones económicas de estos otros agentes sociales. Finalmente, es conveniente insistir en que una de las principales fuentes de confusión es la no diferenciación entre la democracia como proceso de toma de decisiones y la democracia como régimen político. En este sentido, si nos referimos a la democracia como régimen político, es cierto que la poliarquía está mucho más cerca de los ideales democráticos, pero esto se debe no sólo a que el electorado designa directamente a los gobernantes mediante su voto, a través de lo cual incide en la reglamentación y organización de la estructura económica y social, sino también a que la poliarquía se asienta sobre una serie de instituciones y derechos políticos y sociales que son producto de un sinuoso y complejo proceso histórico, que ha dado como resultado una sociedad con menores desigualdades. 160 La poliarquía como control del liderazgo político Dahl lo menciona explícitamente: la poliarquía consiste esencialmente en que los no-líderes ejerzan un alto grado de control sobre los líderes.27 Para ampliar esta perspectiva, es conveniente observar cómo en varias de las obras de Dahl se señalan siete requisitos básicos que debe cumplir un sistema político para que pueda considerarse una poliarquía, los cuales despliegan además la propia definición de la poliarquía como control del liderazgo: 1.- El control sobre las decisiones gubernamentales en relación con la política debe estar otorgado constitucionalmente a los funcionarios elegidos. 2.- Estos funcionarios son elegidos y desplazados pacíficamente en períodos preestablecidos, en lugares en que se celebran elecciones libres y en las que la coerción no existe o está francamente limitada. 3.- Prácticamente todos los adultos tienen derecho al voto. 4.- La mayoría de los adultos tiene derecho a postularse para los puestos públicos. 5.- Los ciudadanos tienen la oportunidad de expresarse libremente en relación a la política, de criticar al gobierno y la ideología predominante. 6.- Los ciudadanos tienen acceso a fuentes alternas de información. 7.- Los ciudadanos tienen derecho a unirse y asociarse en organizaciones autónomas, de todo tipo, incluido el político.28 27 Dahl lo dice de varias formas, otra de ellas es ésta "...la teoría democrática se relaciona con los procesos por medio de los cuales los ciudadanos comunes ejercen un grado relativo de control sobre los dirigentes." Un prefacio a la teoría democrática. Op. cit. p. 11 28 Estos siete requisitos pueden encontrarse con variaciones mínimas en las siguientes obras: Politics, economics and welfare, Op. cit. pp. 277-278; La poliarquía. Op. cit., p. 15; Modern political analysis. Op. cit., pp. 73-74; y Los dilemas del pluralismo democrático. Op. cit. p. 21 161 Como podrá observarse, a partir de estos siete requisitos se deduce que la poliarquía es sobre todo una cuestión de control, cambio y renovación de gobernantes. Es en este aspecto donde mejor se puede apreciar la aproximación de Dahl a la tradición liberal de la que se nutre. Para él, la cuestión más relevante de la política es el antiguo y recurrente problema de cómo los ciudadanos pueden evitar que sus gobernantes se conviertan en tiranos.29 De acuerdo a esta concepción, el hombre es por naturaleza un tirano, un tirano en potencia, es decir, en ausencia de límites y controles externos sus apetitos lo llevan inconteniblemente a someter y dominar despóticamente a sus semejantes. Maquiavelo decía que si todos los hombres fueran buenos el príncipe podría comportarse de la misma manera sin temor de perder su Estado, pero como no todos los hombres son así, entonces el príncipe debía saber comportarse de las dos maneras, con bondad y con crueldad, conductas a las cuales podía recurrir alternativamente dependiendo de las condiciones exteriores en las que se encontrara. Pero Dahl no concibe una versatilidad semejante, para él todos los hombres están marcados por el estigma de la tiranía. De esta manera, considerando por un lado que el gobierno es necesario para mantener el orden social y por el otro que sus ocupantes amenazan constantemente a los ciudadanos mediante la extralimitación de sus funciones, la tarea más importante de la política es establecer dispositivos sociales y constitucionales que controlen y limiten la actividad de los gobernantes.30 29 Véase Politics, economics and welfare. Op. cit. p. 273. Un poco más adelante, citando libremente a Jouvenel, dice que toda la historia de la humanidad se concentra en el creciente control sobre el gobierno. pp. 273-274 30 Macpherson y Held han estudiado las distintas acepciones que se le han otorgado a la democracia en los dos últimos siglos, y a este tipo de democracia concebida fundamentalmente por Bentham y John Mill, es decir, a la que considera que lo más importante es proteger a la ciudadanía de los excesos del gobierno, le han dado el nombre de democracia de protección. Véase Macpherson, C.B.. La democracia liberal y su época. Alianza Editorial, Madrid, 1991 y Held, David. Modelos de democracia. Alianza Editorial, México 1992. 162 Dahl entiende a la sociedad de una manera muy similar a la de Lipset y Rawls, esto es, como una agrupación humana fundada tanto en el conflicto como en el consenso. No obstante, Dahl tiene una visión más hobbesiana: tiende frecuentemente a privilegiar el conflicto sobre el consenso, el enfrentamiento interminable entre los distintos sectores sociales. Así, la virtud republicana, consistente sobre todo en anteponer el interés público al particular, es sólo un mito histórico y político, pues en realidad nunca ha existido algo semejante. Por tal razón, ausente todo rastro de virtud republicana en las motivaciones políticas primarias, no hay más remedio que contener los intereses particulares y las aspiraciones de dominio innatas en todo ser humano. Sin embargo, debe advertirse que las inclinaciones políticas de los hombres dependen en un alto grado del tipo de gobierno y de las instituciones políticas que lo rigen, es decir, si bien es cierto que siempre será necesario vigilar y contener las acciones de los gobernantes para que no se conviertan en tiranos, también es pertinente considerar que estos apetitos pueden moderarse en una sociedad política bien ordenada, por lo cual la política no puede reducirse a la restricción de las tentaciones tiránicas de los gobernantes, lo cual le restaría toda la capacidad creativa y generadora que tiene esta actividad y que la historia misma de la humanidad ha mostrado.31 No obstante, en congruencia con la más recalcitrante tradición liberal, Dahl considera que las bondades principales de un sistema político radican en su disposición para proteger a los ciudadanos contra los excesos del gobierno. De esta manera, no puede esperarse ninguna capacidad creadora o benefactora que provenga de él: el mejor gobierno es el que gobierna menos. 31 Mosca decía “Por el contrario, nosotros creemos que la organización social, si tiene por consecuencia el freno recíproco de los individuos humanos, los mejora; no ya destruyendo sus instintos malvados, sino habituando al individuo a dominarlos.” La clase política. FCE, México, 1992, p. 182. Véase también más adelante lo que dice sobre esto Rawls en el tercer apartado del Capítulo 5. 163 Adicionalmente, una innovación llamativa de la teoría de Dahl es que no sólo los líderes políticos, es decir los gobernantes, requieren ser sometidos al control de los no-líderes, sino que también los "líderes económicos" deben ser sometidos a este control. En un sistema político poliárquico, donde existan las siete condiciones mencionadas anteriormente, los no-líderes pueden controlar a los líderes mediante el voto. Del mismo modo, en el espacio del mercado, los no-líderes pueden controlar a los líderes mediante el consumo y el sistema de precios. Esto significa que los dos espacios de acción y convivencia más importantes de la sociedad, la política y la economía, pueden ser definidos y normados mediante el control de los líderes por los no-líderes, los cuales serán efectivos siempre y cuando exista en el primer caso un sistema electoral acorde a las siete características mencionadas de la poliarquía y, en el segundo, un sistema de precios eficiente, capaz de "limpiar" el mercado y operar sin distorsiones.32 En este aspecto, de nueva cuenta siguiendo a Shumpeter, Dahl plantea que así como en el campo de la economía la acción social racional está mejor servida si se cuenta con un sistema de mercado, al cual atribuye la capacidad de emplear y distribuir de una manera más eficiente los recursos de la sociedad, del mismo modo, en el campo de la política, la acción social racional tendrá su mejor vehículo en un sistema electoral abierto, el cual podrá controlar más adecuadamente a los gobernantes y proteger convenientemente a la sociedad en contra de sus excesos.33 Dahl no toma en cuenta que así como el mercado tiene una serie de imperfecciones que no siempre ni en todas las circunstancias lo 32 Véase Politics, economics and welfare. Op. cit. Parte IV. Shumpeter insistía en que no hay un instrumento más democrático que el mercado, ni tampoco hay ninguno que le dé las oportunidades más amplias al talento, pues los consumidores se caracterizan por maximizar sus recursos a través de la elección de las mejores ofertas, lo que automáticamente desecha a los oferentes que no sean eficientes y no cumplan con sus exigencias. De este modo, Shumpeter definía a la democracia esencialmente como un mercado político en el que se ofertan y demandan líderes. Véase Capitalismo, socialismo y democracia. Op. cit., pp. 243-248. 33 164 convierten en el mejor asignador de recursos, del mismo modo, aún el sistema electoral que cumpla con las especificaciones mencionadas no estará libre de operar con distorsiones ni garantizará por sí solo la expresión íntegra de las preferencias políticas de los ciudadanos. De acuerdo a la argumentación de Dahl, un sistema poliárquico podrá expresar las preferencias e intereses de los ciudadanos en tanto tenga la capacidad de incorporar de manera fluida y automática estas preferencias. Es decir, desde el momento en que no hay restricciones a la formación de organizaciones políticas, al cuestionamiento de las decisiones gubernamentales, a la posibilidad de ocupar cargos de elección popular y a la facultad de votar, entonces los contendientes deberán responder ineludiblemente a las preferencias ciudadanas, pues de no hacerlo corren el riesgo de perder el favor del electorado y consecuentemente ser vencidos en las elecciones ante sus contrincantes, los cuales, seguramente sí habrán sido capaces de representar las demandas de la mayoría ciudadana.34 Así, aún si los ciudadanos se encuentran en una posición en la cual ningún partido político contendiente o ningún candidato a un puesto de elección popular se comprometa a defender su causa, espontáneamente surgirá de entre la propia ciudadanía un líder que sí asuma ese mandato y atraiga su preferencia.35 En esta perspectiva, los sistemas poliárquicos disfrutan de tal porosidad y ductibilidad que pueden absorber fácilmente las demandas 34 Véase una interesante exposición de este proceso para el caso de Estados Unidos en el libro de Robert Dahl. Congress and Foreingn Policy. Harcourt, Brace and Company, New York, 1956. Especialmente las Partes Uno y Dos. 35 Giovanni Sartori es uno de los teóricos políticos contemporáneos más reconocidos que ha retomado y usado el concepto de poliarquía. Su interpretación es muy interesante y su concepto de la poliarquía de mérito enriquece y realza la versión original: “La definición normativa previa -la democracia debe ser una poliarquía selectiva- puede ahora convertirse en efectiva mediante la siguiente definición: la democracia debe ser una poliarquía de mérito. El argumento que sostiene que igualar talentos de desiguales no es sino una igualdad injusta puede no afectarnos. Aun así, el argumento difícil de atacar es que mientras la igualdad en el mérito (en proporción a la capacidad) beneficia a la sociedad, la igualdad en el demérito (igual categoría para los 165 ciudadanas e impedir que el malestar social se exprese por un medio distinto al de las preferencias electorales. Sin embargo, esta comunicación política fluida y automática que Dahl atribuye a los sistemas políticos de la poliarquía no siempre resulta tan eficiente. Estos sistemas políticos tienen una estructura institucional, un marco reglamentario y un entramado de prácticas y costumbres que en ocasiones parecieran establecer una línea divisoria entre el sistema político y la sociedad, es decir, si Dahl considera que un sistema poliárquico es capaz de responder ágilmente a las preferencias ciudadanas, habría simplemente que señalar la persistencia y durabilidad de los sistemas de partidos, las legislaciones electorales y la red de medios de expresión de la opinión pública, por ejemplo, para así mostrar que incluso un sistema poliárquico no es ni lo poroso, dúctil o maleable que describe. Esto no significa que las instituciones democráticas no sean capaces de establecer esta comunicación, ni que no sean preferibles a las que caracterizan a otros tipos de gobiernos, sino que aun en las mejores condiciones de operación no tienen la virtud de traducir instantáneamente la voluntad del electorado en una realidad económica y social.36 La dinámica social está compuesta por algo más que decisiones, como parece pretender Dahl. Las sociedades son construcciones históricas, formadas por instituciones, estructuras y accidentes que contribuyen a establecer un tejido social en el cual se inserta el individuo. Además, dentro de la sociedad existen distintos agentes económicos, políticos y culturales sobre los cuales el electorado, como instancia de decisión política, tiene distintos niveles de alcance: en algunos casos las desiguales) es una igualdad perjudicial, una igualdad que resulta nociva para la colectividad.” Teoría de la democracia. Alianza Editorial, México, 1991, pp. 220-221. 36 Gianfranco Pasquino explica cómo muchos sistemas políticos occidentales fallan al no ser capaces de dar representación política a todo el conjunto social; lo más frecuente es que sólo dos tercios de la sociedad disfruten de los recursos políticos que se convierten en representación política. Véase La oposición. Op. cit., p. 83. 166 decisiones son de efecto inmediato, pero en otros su efecto es más retardado e indirecto. Las presunciones de Dahl se fundan en gran medida en la idea que tiene de la sociedad y su dinámica. Para él la sociedad está compuesta de líderes y no-líderes en todos y cada uno de los espacios de acción humana: política, economía y cultura.37 Asimismo, la sociedad se mueve en el sentido que le imprimen estos líderes, el control que ejercen sobre ellos los no-lideres y la interacción de los distintos grupos de líderes entre sí. Al separar así a la sociedad, Dahl evoca el anhelo liberal de imaginar que la sociedad dejada a su libre interacción da a los hombres que se apliquen y esfuercen la oportunidad de destacar dentro de cada una de sus actividades, es decir, el camino del éxito está abierto y la sociedad es capaz de reconocerlo y premiarlo.38 Sin embargo, las sociedades contemporáneas no parecen responder a esta descripción, pues tanto las estructuras económicas como las políticas tienen fuertes resistencias e inercias que difícilmente podrían funcionar simplemente a partir de la separación de los que se convierten en líderes de los que no alcanzan esa posición.39 Esta forma de concebir a la sociedad tiene origen en buena medida en la interpretación de la historia política de las sociedades occidentales que ofrece Dahl. A partir del análisis de la historia política de Estados Unidos y de la extensión de sus conclusiones al resto de las sociedades occidentales, plantea que la sociedad ha evolucionado de una situación en la que los recursos políticos estaban concentrados en pocas manos a 37 Son muchos los autores que han considerado que la vitalidad de una sociedad radica en su capacidad para llevar a las posiciones dirigentes de cada actividad social a sus mejores hombres, a sus élites. Uno de los que lo ha planteado más explícitamente en los últimos tiempos ha sido Pareto, aunque lo ha hecho basado en una concepción tan darwinista de la sociedad que su enfoque resulta criticable en varios aspectos. Dahl nunca llega a proponer tal darwinismo, sin embargo, su teoría es mucho más reveladora y comprensible si se recurre a los autores de la teoría de las élites políticas: Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Roberto Michels. 38 Véase Modern Political Analysis. Op. cit. Capítulos 2, 3 y 4. 167 una situación en la que su posesión se ha dispersado en un espacio más amplio de la sociedad. Esta descripción se basa en la necesidad de reconocer que los medios para influir en la política no se reducen únicamente al voto, sino que el poder económico, la posición social, los medios de opinión pública, etc., son recursos políticos desde el momento en que su posesión y uso condiciona la posibilidad de imprimir una determinada dirección a los asuntos políticos.40 De este modo, resulta del mayor interés examinar el planteamiento que se realiza en torno a la evolución de la sociedad moderna: Dahl propone interpretar esta historia como la evolución desde una sociedad donde todos los recursos políticos -riqueza, prestigio, conocimientoestaban concentrados en un sólo grupo social, hasta llegar a una sociedad en donde cada uno de estos recursos se distribuyen entre distintos grupos y el número de poseedores de recursos políticos se diversifica y multiplica. Refiriéndose específicamente a New Haven, una ciudad del noreste de Estados Unidos, aunque como se dijo antes, sus conclusiones las extiende al resto de las sociedades occidentales, explica que durante los últimos dos siglos New Haven ha transitado gradualmente de la oligarquía al pluralismo. Paralelamente, y quizá causando este cambio, destaca la gran alteración que se produjo en el siglo XIX y XX en el patrón mediante el que los recursos políticos se didtribuyen entre los ciudadanos de esta ciudad. Esta relevante transformación socioeconómica no constituyó en sustituir equidad por inequidad, sino que consistió fundamentalmente en el cambio de desigualdades acumuladas que se traducían en la posesión de enormes 39 Una crítica del pluralismo muy similar a la que se hace aquí puede encontrarse en el texto de Martín Smith “El pluralismo” en Marsh, David y Gerry Stoker (eds.) Teoría y métodos de la ciencia política. Alianza Universidad Textos, Madrid, 1997. 40 La pregunta fundamental que guía la investigación expuesta en Who governs? es ésta: “En un sistema político donde casi todo adulto puede votar pero el conocimiento, la riqueza, la posición social, el acceso a los funcionarios y otros recursos están distribuidos inequitativamente, quién gobierna realmente?” p. 1 168 recursos políticos a desigualdades no acumulativas o inequidades dispersas.41 En este sentido, continua su argumento, aunque las sociedades modernas se guíen por el dogma de la igualdad intrínseca de los hombres, en cuestión de recursos políticos no puede plantearse seriamente la posibilidad de la igualdad, ni siquiera en términos de aspiración. Es necesario aceptar que para los requerimientos del sistema democrático basta que los recursos políticos estén en manos de distintos grupos, de distintas élites si se quiere, pero que no se encuentren reunidos y monopolizados en un solo grupo oligárquico. En estos términos, no es necesario llegar a la igualdad de la distribución de los recursos, sino a una desigualdad que les dé a unos cierto tipo de recursos y a otros les dé diferentes. Esto significa, en la raíz del planteamiento, que la disposición de los recursos políticos y económicos esté separada y que dentro de ambas esferas haya no una, sino varias élites. Esta concepción de la sociedad lo lleva a establecer que por lo que respecta a la estructura política existen fundamentalmente dos tipos de hombres: el homo civicus y el homo politicus. Esta separación destaca la idea de que el hombre necesita vivir en sociedad, pero no necesariamente involucrarse en la política. El homo civicus se caracteriza porque los recursos que tiene a su disposición los emplea en actividades distintas a la política, es decir, así como invierte sus recursos fuera de la política, del mismo modo sus metas y recompensas estarán también fuera de esta actividad. Sucede lo contrario con el homo politicus, pues éste emplea sus recursos en las actividades políticas, es decir, ya sea para influir sobre las decisiones políticas o para invertirlos directamente en una carrera política, lo que significa que el cumplimiento de sus metas 41 Ibid. p. 11 169 y la satisfacción de sus aspiraciones se encuentran precisamente dentro de la política.42 De esta manera, Dahl simplifica en exceso el problema del dominio político dentro de las sociedades humanas y propone que el hombre decide voluntariamente en qué esfera invierte sus recursos. Es verdad que admite que la distribución de los recursos políticos no es igualitaria en ninguna sociedad, ni siquiera en una de las llamadas democráticas, sin embargo, considera que en este tipo de sociedades no existen grandes desigualdades, y que casi todos los ciudadanos disponen de un volumen de influencia política similar, lo cual evidentemente no siempre resulta totalmente acertado43. Todas las sociedades humanas se dividen en gobernantes y gobernados, decía Mosca, pero a diferencia de él que consideraba a esta estructura como autorreproductiva y por lo tanto dotada de cierta rigidez e involuntariedad, Dahl considera que se elige libremente si se desea pertenecer a los dominadores o a los dominados, a los gobernantes o a los gobernados. No toma en cuenta que esta división política es el producto de algo más que las decisiones de los ciudadanos, pues si hemos de aceptar que en las sociedades modernas el acceso a la clase 42 Dahl realiza está descripción fundamentalmente en ¿Who governs?, sin embargo, la retoma en Modern political analisys, aunque en esta obra abre la clasificación a cuatro tipos de ciudadanos: 1) El estrato apolítico, constituido por la mayor parte de la sociedad y que no interviene en política debido a múltiples razones: porque espera mayores beneficios ocupándose de actividades distintas a la política; porque no percibe diferencias notables entre las opciones políticas que se le presentan; porque considera que su participación difícilmente cambiaría el resultado de los procesos políticos; porque piensa que el resultado que sea le será favorable; o porque piensa que el conocimiento que tiene es insuficiente; 2) El estrato político, que participa ocasionalmente en la política porque considera los mismos factores que el estrato apolítico, pero haciendo una valoración totalmente contraria; 3) Los perseguidores de influencia, que es un subconjunto dentro del estrato político; cuentan con un nivel educativo, económico y social relativamente alto, y tienen como objetivo influir en las decisiones de gobierno; y 4) Los poderosos, que son un reducido grupo dentro de los perseguidores de influencia, quienes han tenido éxito en sus pretensiones y pueden considerarse poseedores de influencia y poder político. Capítulo 9. 43 “Cuando los objetivos básicos que animan al homo civicus se ligan a la acción política de manera durable, un nuevo miembro del género homo politicus ha nacido. El hombre político, a diferencia del hombre cívico, asigna deliberadamente una cantidad 170 política está relativamente abierto, también habrá que señalar que su composición está determinada por algo más que una decisión personal. Dahl, con su insistencia en el liderazgo político, económico y social, pretende resaltar un orden social eminentemente dinámico donde el liderazgo es simplemente una función de una persona determinada dentro de un área y momento determinados. Es decir, se puede ser líder o no, lo cual depende de múltiples factores, pero todos los ciudadanos tienen más o menos la misma posibilidad de llegar a ocupar esa posición dentro de alguna actividad social. Con ello, Dahl le quita a la sociedad toda rigidez institucional, elimina las líneas que separan a las clases sociales y las que diferencian a los gobernantes de los gobernados. Asimismo, de acuerdo a esto, los caminos de acceso a la élite política, económica y social están libres para los miembros de todos los sectores sociales, los obstáculos que impiden esta incorporación son mínimos, intrascendentes, todo depende de la elección personal sobre las áreas donde se desean invertir los recursos que la naturaleza le ha dado al hombre, reproduciendo así aquélla imagen lockeana del estado de naturaleza. Como en los mejores tiempos míticos de los Estados Unidos, las estructuras sociales son todo lo porosas que desee la voluntad individual.44 Al examinar esta cuestión, Dahl reproduce un error muy similar al que comete cuando trata indistintamente a la democracia como método decisorio y como régimen político. En el caso del control del liderazgo se repite esta confusión, pues concibe que se puede aplicar un control de poliarquía, es decir, de no-líderes sobre líderes, en cualquier muy considerable de sus recursos al procesos de ganar y mantener el control sobre las políticas gubernamentales.” Who governs? Op cit., p. 225. 44 “A causa de la facilidad para introducirse en el estrato político, cualquier insatisfacción surgida en algún segmento del electorado puede ser detectada por los políticos partidistas quienes calculan si puede convertirse en una cuestión política explotable electoralmente.” “La independencia, penetrabilidad y heterogeneidad de los variados segmentos del estrato político pueden garantizar que cualquier grupo insatisfecho puede encontrar un portavoz en el estrato político, pero tener un portavoz no implica que los problemas del grupo sean resueltos mediante la acción política.” Ibid. p. 93. 171 organización social, ya sea esta un sindicato, un partido político o un Estado. Al despojar al gobierno de toda posibilidad de acción positiva, Dahl se ve constreñido a aceptar no sólo que la función de la política es vigilar a los gobernantes, sino que la virtud de la democracia radica en que es la mejor forma para controlarlos. No obstante, hay que señalar que en el mundo moderno esto no ha sido así, pues en las sociedades occidentales los gobiernos han sido en muchos casos activos promotores del desarrollo económico y social. De este modo, si en Estados Unidos, por ejemplo, el gobierno ha tenido una actuación en este aspecto que podríamos calificar de modesta, ello no debía ser factor para que Dahl considerara que así es en el resto de los sistemas democráticos.45 Para finalizar esta cuestión, debe mencionarse que dados los sistemas representativos bajo los que debe funcionar la democracia moderna, sería necio ignorar que se requiere una fluida comunicación entre representados y representantes, así como un alto grado de control y vigilancia de los primeros sobre los segundos. Sin embargo, hacer recaer exclusivamente la democracia en este aspecto es también un exceso que no solo desvirtúa el ideal democrático, sino que distorsiona la realidad histórica. La poliarquía como pluralismo corporativo Resulta por demás curioso observar que aunque desde 1953 Dahl comenzó a utilizar el concepto de poliarquía en Politics, economis and welfare, y que desde entonces ha escrito y publicado una gran cantidad de artículos y libros referentes a la teoría de la democracia, no ha sido 45 Guy Hermet expone las distintas funciones que ha asumido el Estado en el desarrollo de la burguesía de los países occidentales; en algunos ha desempeñado un papel marginal y en otros su actividad ha sido determinante. De hecho, se presenta una correlación negativa entre la intervención del Estado y el liberalismo; ahí donde ha sido menos relevante la participación estatal las ideologías liberales han arraigado con 172 sino hasta muy recientemente que la ha definido explícitamente.46 En la mayor parte de los otros pasajes en la que se había referido al contenido teórico del concepto lo había hecho de una manera bastante vaga e indirecta, incluso en el libro de La poliarquía, en donde podría suponerse que se realiza un examen profundo y extenso del término, se le define muy ligeramente, diciendo apenas que se trata de un régimen con un alto nivel de liberalización y popularización.47 El vocablo griego poli sugiere la idea de muchos, en tanto que arkós significa el gobierno o gobernante, es decir, atendiendo a sus raíces etimológicas, poliarquía podría significar tanto “el gobierno de los muchos”, como lo propone Dahl, o también la existencia de muchos gobiernos o gobernantes en la sociedad. En el primer caso, si Dahl sólo quería diferenciar el gobierno de muchos con relación al de uno sólo o unos pocos, entonces no había ninguna razón para no usar el concepto de democracia, gobierno constitucional o república que para ese mismo efecto ya habían usado Platón, Aristóteles y algunos pensadores posteriores. En el segundo supuesto, el contenido de una definición semejante no sería congruente con el pensamiento de Dahl, pues como él lo ha expresado en reiteradas ocasiones, sólo puede haber un gobierno en la sociedad, el cual se diferencia de cualquier otra institución u organización social debido a que mantiene efectivamente el reclamo de la regulación exclusiva de la fuerza física para la observación de sus leyes en un territorio determinado. Aunque esta concepción del gobierno mayor fuerza, y a la inversa. Véase Hermet, Guy. Las fronteras de la democracia. FCE, México, 1989. 46 Esta definición la dio apenas en 1998: “Poliarquía se deriva de las palabras griegas que significan ‘muchos’ y ‘gobierno’, se distingue así el ‘gobierno de los muchos’ del gobierno de uno o monarquía, o del gobierno de los pocos, aristocracia u oligarquía. A pesar de que dicho término apenas había sido usado, un colega y yo lo introdujimos en 1953 como una adecuada forma para referirnos a una democracia representativa moderna con sufragio universal.” La democracia. Una guía para ciudadanos. Op. cit. p. 105. 47 “Así, pues, cabría considerar las poliarquías como regímenes relativamente (pero no completamente) democráticos; o, dicho de otra forma, las poliarquías son sistemas substancialmente liberalizados y popularizados, es decir, muy representativos a la vez que francamente abiertos al debate público.” La polairquía. Op. cit. p. 18. 173 es difícil de aceptar sin más reflexión, permite mostrar cómo Dahl considera que existe uno y sólo un gobierno dentro de cada sociedad, por lo que esta segunda alternativa tampoco sería pertinente.48 En todo caso, hubiera sido mejor usar el concepto de policracia, en tanto que el vocablo griego kratós significa poder o fuerza, lo cual está mucho más cerca del contenido que Dahl le da a su concepto: la existencia de muchos polos de fuerza dentro de la sociedad.49 Sin embargo, este es precisamente uno de los rasgos más importantes y una de las formas de entender la poliarquía: la existencia de muchas organizaciones dentro de la sociedad, las cuales deben tener un margen suficiente de autonomía relativa, es decir, contar con un campo de actividades en las cuales pueden tomar decisiones sin que sufran la injerencia o inhabilitación por parte de otra organización, aun cuando esa otra organización sea el Estado. Este principio es una de las libertades constitucionales más importantes de la democracia moderna: la libertad de asociación. Este postulado es de una significación y relevancia mucho más importante en el Estado moderno que la que pudiera tener en otro tipo de unidades políticas, lo cual se debe principalmente a que la diferencia entre el número de ciudadanos que componían una ciudad-Estado griega o una 48 Véase Modern political analisys. Op cit. p. 10. El uso de estos conceptos no está libre de confusión: Carl Friedrich, por ejemplo, aplica el concepto de policracia al de una democracia de gabinete, es decir, a un organismo colegiado que toma decisiones mediante un proceso democrático. Véase La democracia como forma de vida y como forma política. En su Diccionario de política R. Garzaro da las siguientes definiciones: "Poliarquía: Sistema político en que operan distintos centros de poder que llegan incluso a enfrentarse entre sí. Esta era la situación política que existía en la Edad Media en Europa, a la que puso fin el absolutismo cuando concentró el monarca todo el poder en sus manos." y "Policracia: Regimen político en que el poder está distribuido. Desde que Locke y luego Montesquieu elaboraron la teoría de la división de poderes del Estado, la policracia prevalece en las estructuras políticas modernas, al menos teóricamente." En el mismo sentido, Herman Heller utiliza en su Teoría del Estado el concepto de poliarquía para describir la descentralización del poder político que existía en los Estados feudales. Como puede verse, dada la polisemia de estos conceptos, Dahl podía haber contribuido sensiblemente a especificar la significación precisa que él le atribuye a su concepto de poliarquía, pero en cambio, la definición que ofreció ayudó muy poco a esclarecer la confusión. 49 174 república italiana de principios de la era moderna contrasta radicalmente con el número de ciudadanos con que cuentan los Estados modernos. Esta diferencia implica también una modificación en el funcionamiento y la vida política del Estado, pues no es lo mismo un Estado que cuente con 10,000 ciudadanos, a otro que tenga 10 millones. Asimismo, tampoco es lo mismo ser un ciudadano de un Estado que cuenta con una asamblea pública encargada de tomar decisiones, que ser un ciudadano de un Estado asentado en un extenso territorio, donde existen varias ciudades y en el cual es inconcebible imaginar reunidos a todos los ciudadanos.50 Estas diferencias hacen que el valor marginal de los ciudadanos de un Estado moderno sea menor al de formaciones políticas más pequeñas, como las que existieron en la Grecia clásica, por ejemplo. Asimismo, a pesar de contar con un sistema democrático a través del cual los ciudadanos se sienten partícipes de las decisiones políticas que hay que tomar, el ciudadano de un Estado moderno generalmente lo concibe como una entidad ajena y apartada de su actividad cotidiana, e imagina su poder como impersonal e inconmensurable, lo imagina pues como un Leviathan enorme y poderoso.51 Así, considerando el tamaño de los Estados modernos y el menor peso marginal que tienen los ciudadanos dentro de ellos, las organizaciones sociales desempeñan una indispensable función de agrupación e intermediación entre el ciudadano y el Estado. Mediante las 50 Dahl desarrolla extensamente este tema en Size and democracy. Op. cit., y también se refiere a él en Los dilemas del pluralismo democrático. Op. cit., Capítulo II, y en La democracia y sus críticos. Op. cit. Partes Tres y Cuatro. 51 “Entre las posibles fuentes de alienación en las democracias occidentales que pueden generar nuevas formas de oposición estructural está el mismo Leviathan democrático. Por Leviathan democrático quiero dar a entender el tipo de sistema político que se ha descrito en los capítulos de este libro, el producto de una larga evolución y una dura lucha, orientado al bienestar, centralizado, burocrático y controlado por la competencia entre poderosas élites organizadas y, en la perspectiva del ciudadano ordinario, un tanto remoto, distante, e impersonal aun en países como Noruega y Suecia.” Dahl, Robert. Political opposition in western societies. University Yale Press, New Haven, 1966. p. 399 175 organizaciones sociales se llena el enorme espacio que existe entre el ciudadano aislado y solitario frente al distante y poderoso Estado.52 En este sentido, es importante preservar y consagrar la libertad de asociación dentro de las sociedades modernas pues a través de ella el ciudadano puede recuperar su conciencia de contribución y relevancia política. Además, las organizaciones sociales son frenos y contrapesos reales del poder del Estado, pues ante una determinada acción gubernamental es mucho más notorio y efectivo oponer la resistencia de una organización que la resistencia de un grupo de ciudadanos separados, los cuales, por su mismo aislamiento, muy probablemente ni siquiera sean capaces de oponer resistencia alguna.53 De este modo, las organizaciones tienen la virtud de operar como centros de integración social, generadores de ideas y propuestas, creadores y difusores de información y, sobre todo, como instancias de contrapeso sobre otras organizaciones y sobre el propio Estado. Como puede observarse, el pluralismo que resulta de esta libertad de asociación constituye un tejido social que permite a los ciudadanos defenderse de la acción de otras organizaciones, pero sobre todo de la acción del Estado. En este aspecto se presenta un interesante contraste entre las concepciones de Dahl, Almond y Lipset. Los tres coinciden en las tareas y funciones básicas de las organizaciones y asociaciones voluntarias de ciudadanos, pero en tanto Dahl acentúa su papel como contrapesos sociales del poder público y magnificadoras de las demandas ciudadanas, Lipset y Almond ponen especial atención en su actividad de reclutamiento, formación y adiestramiento de nuevos líderes 52 En Después de la revolución? Gedisa, España, 1994 (11970), Dahl examina de una forma muy interesante los distintos tipos de autoridad que pueden darse en las organizaciones e instituciones de la sociedad moderna. Además, enuncia lo que él llama el “principio de los intereses afectados” o "principio de las cajas chinas", consistente en descentralizar las decisiones sociales relevantes hasta el nivel donde los ciudadanos afectados por el resultado de ellas sean precisamente los facultados para tomarlas. 53 Véase Los dilemas del pluralismo democrático. Op. cit. Capítulo III. 176 políticos.54 Por otra parte, esta percepción de Dahl es de algún modo una consecuencia de la visión que tiene de la sociedad, una sociedad basada sobre todo en el conflicto de intereses más que en la comunidad de aspiraciones. De ahí también que en su esquema resulte tan importante la existencia de múltiples organizaciones sociales, las cuales puedan traslaparse de todas las maneras posibles, puesto que así es más difícil enfrentar una situación de polarización en la lucha de clases sociales. Los conflictos que se generen entonces serán sobre todo controversias entre distintas organizaciones, las cuales disputarán sobre asuntos particulares y para cada uno de ellos contarán con un determinado grupo de organizaciones aliadas y enemigas, cuya conformación cambiará al tratarse otro asunto particular, evitando de esa forma que la sociedad se divida por una sola línea de conflicto que haga peligrar el orden social. En este caso, tanto Lipset como Dahl coinciden en atribuir a este pluralismo asociativo la virtud de permitir el conflicto social sin generar polarización. Así, el pluralismo es sobre todo una forma de dispersar los recursos y los poderes dentro de la sociedad, el cual tiende a separar no sólo a las organizaciones privadas de las públicas, sino también a dispersarlas dentro de cada una de estas esferas. Es decir, Dahl concibe que existen tres tipos fundamentales de organizaciones: 1) Gubernamentales (poder ejecutivo, burocracia, poder legislativo, y poder judicial), 2) Políticas (partidos, grupos de interés), y 3) Económicas (empresas y sindicatos).55 De este modo, el pluralismo es tan importante que se puede imaginar una estructura pluralista aun en una sociedad no democrática, pero es imposible imaginar una democracia sin pluralismo. Como se deduce de ello, la importancia que Dahl atribuye al pluralismo dentro de 54 Véase el primer apartado del capítulo anterior. Esta clasificación está tomada de Los dilemas del pluralismo democrático. Op cit. pp. 35-38, aunque en Politics, economics and welfare. Op. cit., pp. 227-271, señala 55 177 una sociedad democrática es determinante. Algo similar sucede con Almond, Lipset y Huntington, aunque éste último ha dedicado menor atención al tema, pero de una forma u otra, reconoce la importancia de esta característica para el tejido social sobre el que se asientan las democracias.56 En nombre de este pluralismo, Dahl llega a justificar la existencia de prácticas oligárquicas en los partidos políticos. Para él, lo más importante del sistema de partidos es que sea capaz de ofrecer distintas ofertas políticas y electorales a los ciudadanos. En este sentido, de la misma forma que lo hiciera Michels, y después también Lipset, reconoce que los partidos políticos están controlados por una élite que reproduce una estructura oligárquica. Es decir, aunque los partidos políticos no alberguen en su estructura un sistema democrático, aun así producen un efecto democrático en el Estado.57 Como Lipset, la concepción que expresa Dahl con respecto a la democracia dentro de las organizaciones sociales es contrastante, y en su caso llega a ser incluso contradictoria. De hecho, los cinco autores que están analizándose en esta obra parten del planteamiento general de que la complejidad de la sociedad moderna exige que algunas de sus instituciones funcionen a través de una jerarquía técnica y especializada al margen de los procedimientos democráticos. Dahl lo plantea que en la sociedad moderna las organizaciones más importantes de la sociedad moderna son cuatro: el gobierno, los partidos, las empresas y los sindicatos. 56 Sin embargo, el pluralismo competitivo que proponen Almond, Lipset, Dahl y Huntington ha sido duramente criticado, al grado de enfrentarle como una alternativa válida un corporativismo social. Véase. Schmitter, Philippe y Gerhard Lehmbrush. Neocorporativismo. Más allá del Estado y el mercado. Alianza Editorial, México, 1992. 57 “Si los partidos políticos son altamente competitivos, puede no importar que no sean internamente democráticos o incluso que sean oligárquicos. Si los partidos compiten activamente por los votos en las elecciones, entonces un partido que no responde a los intereses de la mayoría perderá probablemente las elecciones, mientras que otro que responde a los intereses de la mayoría probablemente las ganará. Si la razón principal de la necesidad de los partidos políticos es que faciliten la democracia en el gobierno del país, entonces ¿no servirán igualmente o tal vez mejor a este propósito los partidos internamente oligárquicos que los partidos que son internamente más democráticos.” Después de la revolución. Op. cit. p. 17. Este mismo planteamiento puede encontrarse también en Who governs? Op. cit., pp. 100-101. 178 explícitamente en varios de sus trabajos.58 Sin embargo, cuando habla del futuro de las poliarquías considera que una de sus tareas pendientes es una mayor democratización, esto es, introducir el principio democrático más allá del gobierno central; insertarlo dentro de cada institución y organización social, incluida la propia empresa capitalista. De este modo, no resulta del todo comprensible que por un lado se plantee la conveniencia de democratizar a la sociedad, y por el otro se advierta que algunas instituciones funcionan mejor sin incorporar procesos democráticos, incluidos los propios partidos políticos.59 Es necesario señalar que la idea de pluralismo de Dahl es bastante estrecha, pues se refiere esencialmente a un pluralismo corporativo.60 Esta concepción es bastante limitada debido a que en la sociedad moderna el pluralismo que se requiere debe ser al menos de tres tipos: pluralismo político, pluralismo social y pluralismo cultural.61 La verdadera riqueza del pluralismo se encuentra más allá del efecto defensivo que produce frente al Leviathan; su valor esencial reposa principalmente en ser la expresión de la tolerancia religiosa, ideológica y moral que debe ser el sustento de la sociedad moderna. El principio de libre asociación es un factor imprescindible en la democracia, pero carece de 58 Por ejemplo “Cómo gobernar mejor las asociaciones menores del Estado y la sociedad -sindicatos, empresas, grupos de interés especializados, organizaciones educativas, y otras tantas- no admite una solución única. El gobierno democrático puede no estar justificado en todas las asociaciones; importantes diferencias en su competencia pueden imponer límites legítimos a la extensión en la que hayan de ser satisfechos los criterios democráticos.” La democracia. Una guía para ciudadanos. Op. cit. p. 136. 59 Compárense las opiniones contrastantes que sobre este aspecto tienen Dahl y Eckstein. Véase el primer apartado del Capítulo 1. 60 “…en las expresiones pluralismo democrático o democracia pluralista, los términos pluralismo y pluralista se refieren al pluralismo organizativo, esto es, a la existencia de una pluralidad de organizaciones (subsistemas) relativamente autónomas (independientes) en el ámbito de un Estado.” Los dilemas del pluralismo democrático. Op cit. p. 16 61 Véase la exposición que hace Giovanni Sartori sobre el origen del pluralismo y los distintos tipos de éste en “El pluralismo y sus intérpretes” Revista de Occidente, No. 188, enero 1997. Por otro lado, véase también el significado tan diferente que tiene para Rawls el pluralismo, sobre todo su acepción como pluralismo razonable. Capítulo 5. 179 significación si no tiene como sustento al resto de las libertades individuales. Dahl contrapone al pluralismo un modelo de sociedad monolítico y totalitario, con lo cual, por contraste, el pluralismo adquiere un valor mayor. Sin embargo, el pluralismo que concibe Dahl puede degenerar hasta el grado de ofrecer la idea de que el rumbo social es el producto de una interacción de organizaciones, en la cual no haya ninguna que ejerza una influencia determinante y, por lo tanto, tampoco ninguna de ellas sea responsable directa del derrotero seguido por la sociedad. En una concepción de este tipo, se asigna al Estado el mismo estatus que a las otras organizaciones, se le coloca prácticamente en un terreno de igualdad, con lo cual se le resta toda preeminencia a la esfera pública sobre la privada y se desdibuja la noción del Estado como escenario y marco regulatorio del resto de las organizaciones.62 Esta formulación sugiere implícitamente una valoración negativa sobre la acción estatal, característica del liberalismo clásico más elemental: se asume que la conducción social guiada por el Estado es necesariamente negativa, y por lo tanto es mejor que no recaiga en él. Sin embargo, hay que advertir que en el mundo moderno existen organizaciones tan poderosas que incluso llegan a tener más recursos económicos y humanos que un gobierno. Así, muchas de estas organizaciones llegan a influir y determinar el rumbo de la acción gubernamental, lo cual es inadmisible para los ideales democráticos.63 62 Véase la crítica que sobre ello hace Wright Mills llamándole la teoría del equilibrio en La élite del poder, FCE, México, 1993, p. 232. 63 Los riesgos de este rasgo del pluralismo son considerables, el mismo Dahl enumera algunos de ellos: 1) Ayudar a mantener injusticias: los individuos que pertenecen a organizaciones determinadas pueden disfrutar de una mayor influencia política o económica de la que tienen los que están fuera de ellas; 2) Deformar la conciencia cívica: la defensa de los intereses de una organización puede conducir a situar éstos por encima de los intereses de la sociedad en su conjunto; y 3) Distorsionar la agenda pública: la presión de determinadas organizaciones puede modificar el programa de la agenda pública hacia fines específicos. Véase Los dilemas del pluralismo democrático. Op. cit. Capítulo III. Roger Benjamin, por el contrario, no considera que sean sólo riesgos, sino una característica de este sistema: "Lejos de asegurar la democracia, el pluralismo congela los privilegios de los intereses existentes que apoyan una sociedad 180 Esta argumentación parecería favorecer la idea de Dahl en el sentido de que es conveniente que exista una pluralidad de organizaciones que interactúen entre sí, controlándose y limitándose mutuamente. Sin embargo, hay que señalar que no parece legítimo que el rumbo y sentido de la acción gubernamental sea determinado por una o por varias corporaciones; su influencia puede causar distorsiones inaceptables en la política gubernamental. Las organizaciones, asociaciones e instituciones civiles deben fomentarse y conservarse, ciertamente, pero la democracia no puede renunciar al objetivo de que sean los ciudadanos quienes a través de mecanismos y procedimientos electorales determinen el rumbo aproximado de la actividad estatal. Como lo plantean Lipset y Dahl, el pluralismo debe ser un principio de organización y convivencia social irrenunciable, sin embargo, también debe estar sujeto a una estricta regulación y orientación. El pluralismo corporativo que postula Dahl no debe conducir a la política de los grupos de interés y el lobbismo que caracterizan las antesalas de la actividad parlamentaria y gubernamental de Washington. La democracia norteamericana tiene muchas instituciones que pueden ser un modelo para el resto de las democracias occidentales, pero también tiene vicios y perversiones que no sólo deberían ser atendidos por los norteamericanos, sino que también es necesario que sean evitados y combatidos por los otros países democráticos dentro de sus propias fronteras. Así pues, la degeneración del pluralismo en la práctica tan reprobable del lobbismo debería ser uno de estos vicios que habría que combatir.64 De este modo, también los países que experimentan procesos de modernización política y transición democrática deben tener muy en cuenta este ejemplo de cómo no deben funcionar las instituciones altamente estratificada; una sociedad en la cual los pobres, los desorganizados salen perdiendo." Los límites de la política. Alianza Editorial, México, 1992, p. 98. 181 públicas. Estos países deben solucionar una cantidad enorme de problemas económicos, sociales y políticos, como lo ha expuesto Huntignton, dentro de los cuales el de la operación adecuada de las instituciones políticas no es el de menor importancia. 64 En los últimos años, Dahl parece haber adoptado una posición más crítica con respecto a las instituciones políticas de su país. Véase Dahl, Robert A. ¿Es democrática la constitución de los Estados Unidos? FCE, Buenos Aires, 2003, (12001). 4. SAMUEL P. HUNTINGTON Y LA MODERNIZACIÓN DEMOCRÁTICA Es probable que uno de los proyectos más ambiciosos de la humanidad sea la fundación de una sociedad mundial inclusiva, regida por un sólo gobierno y apegada a las mismas leyes, costumbres y valores. Ya Dante hablaba de este proyecto en De la monarquía, en donde reconocía que probablemente fuera necesario que cada pueblo tuviera sus propias leyes, costumbres e incluso que conservara a sus príncipes, pero en lo que no transigía era en que la condición para que hubiera paz mundial y los hombres se dedicaran a sus propios asuntos era que fueran gobernados por un monarca universal. En épocas más recientes, que incluyen a la propia actualidad, ha habido muchos otros que han acariciado esta idea, sin embargo, del lado opuesto, las dudas e incertidumbres sobre su posibilidad no sólo han estado siempre presentes sino que se acrecientan en etapas de conflicto y confrontación, en las cuales solamente se piensa en ello como si se tratase de una simple utopía. Huntington está lejos de considerar como una posibilidad cercana un proyecto tan ambicioso como el de un gobierno mundial, podría decirse incluso que ni siquiera alberga esperanzas sobre una paz mundial permanente o, al menos, duradera. Sin embargo, reconoce que una de las labores a las que debe aplicarse la humanidad es la búsqueda de mejores relaciones internacionales, de cooperación y concordia si es posible, y si no, al menos, a la preservación de la seguridad mundial, basada en la conservación y coexistencia de los Estados nacionales y multinacionales. Desde su perspectiva, la mejor manera de alcanzar este objetivo sería que todas las sociedades se modernizaran en el mismo sentido en el que lo han hecho los países del mundo occidental, lo cual las colocaría en la posibilidad de compartir la misma civilización y, en buena medida, 183 los mismos intereses. Desde el punto de vista internacional e histórico, este sería uno de los mayores beneficios de la modernización. No obstante, desde la perspectiva nacional y local, los objetivos de la modernización pueden ser distintos, es decir, actualmente existe una gran cantidad de sociedades que trabajan afanosamente en la transformación de sus estructuras económicas, políticas y sociales, teniendo como meta específica el logro de niveles de riqueza y bienestar similares a los que se disfrutan en las sociedades occidentales. Sin embargo, no siempre tienen claro el objetivo de la modernidad, en algunas ocasiones incluso lo repudian, aunque en la mayor parte de ellas se desean intensamente los productos materiales que ofrece ésta. El afán modernizador alcanza incluso la esfera de la política. Las instituciones democráticas y liberales que caracterizan a la modernidad se han convertido en una de sus ventajas más atractivas; no existe prácticamente nadie que no se diga democrático o partidario de la democracia. La conquista o conservación del poder en casi cualquier sociedad, ya sea moderna o esté en vías de serlo, requiere que se abrace la ideología democrática, al menos a nivel declarativo. Huntington ha dedicado la mayor parte de su obra intelectual al tema de la modernización política. La ha estudiado a partir de diferentes perspectivas, desde el plano nacional e internacional; ubicándose en la óptica civil y militar; con los ojos del líder político y del ciudadano. Su trabajo es extenso y reconocido, al grado de que goza de una amplia popularidad, la cual no disfrutan ni Almond, Lipset o Dahl, con los que a pesar de ello comparte una gran cantidad de ideas y concepciones teóricas. A diferencia de ellos, Huntington cultiva un pragmatismo político poco común en un teórico; crudo y descarnado en algunas ocasiones. El terreno de la realpolitik normalmente es ocupado sólo por las personas que se dedican a la política activa, pero en el caso de Huntington, esta 184 peculiaridad no debe considerarse un defecto, más aún, probablemente sea uno de los muchos atractivos que tiene su obra. Sociedades modernas y tradicionales Dos de los conceptos más relevantes de los que parte Huntington son los de sociedad moderna y sociedad tradicional. La diferenciación de estos dos tipos de sociedad es importante dentro de su teoría debido a que el tránsito de la sociedad tradicional a la sociedad moderna implica una serie de transformaciones que cambian radicalmente la constitución social. Esta distinción se utiliza a menudo para acercarse a los procesos más generales de evolución social, ya que para un enfoque de tal amplitud puede ser útil plantear como primera aproximación esta diferencia. A través de esta dicotomía se establece un contraste claro y tajante entre lo actual y lo antiguo, entre lo vigente y lo anacrónico; contraponiendo dos tipos de sociedades evidentemente disímiles las diferencias entre una y otra aparecen más notorias y definidas.1 Huntington considera que la característica más importante de la sociedad tradicional es que en ella el cambio social es algo poco común, infrecuente, incluso indeseable. En estas sociedades el hombre actúa guiado principalmente por ideas y valores fijos, inmutables; la innovación carece de espacio y de aprecio, lo que importa no es introducir el cambio, sino apegarse a lo preestablecido, a la tradición. Más allá de esta caracterización general, lo que le interesa realmente es destacar la configuración política de las sociedades tradicionales, cuyo rasgo esencial es que son comunidades políticas simples, hecho determinado principalmente por estar asentadas sobre una base social homogénea, esto es, una población que comparte la misma extracción racial, religiosa o lingüística. Esta característica resulta relevante debido a que en estas 1 Huntington expone esta diferenciación principalmente en su libro El orden político de las sociedades en cambio, Paidós, Buenos Aires, 1992 (11968). Véanse especialmente los capítulos 1 y 3. 185 sociedades la cohesión social y el orden político se obtienen en buena medida gracias a la extracción común de la población, es decir, los miembros de la población se identifican recíprocamente y se reconocen como miembros de una aglomeración social relativamente amplia debido a que comparten una o varias características étnicas definitorias, como la raza, la religión o la lengua. Gracias a esta identidad común, el entendimiento, la unión, y la colaboración se dan de manera menos problemática, casi natural. Debido a la menor conflictividad que produce esta comunión, la tarea que enfrentan las instancias políticas para promover y fomentar la cohesión social es menos compleja, la cooperación social y la identificación con la comunidad se dan, por así decirlo, de manera espontánea.2 Huntington parte de un concepto de modernidad simple y directo. La modernidad significa ante todo la capacidad del hombre para controlar y modificar la naturaleza, en cierto sentido, es el triunfo del hombre sobre su entorno físico, el sometimiento de los elementos naturales a su servicio. El dominio que el hombre impone sobre su entorno no es exclusivamente material, alcanza también a la sociedad y al hombre mismo; este no sólo adquiere la facultad de cambiar todo lo que le rodea o, al menos, de concebir la intención de hacerlo, sino que se imagina a sí mismo como un producto del cambio. En este sentido, la modernidad no sólo es producto del cambio, sino que hace de él un modo de vida. Sin embargo, no es esta concepción general de la modernidad lo que más le interesa resaltar a Huntington, sino sus implicaciones políticas. Señala que en las sociedades modernas el volumen de la población normalmente es considerablemente mayor; los niveles de urbanización son más elevados; la densidad demográfica es superior y, sobre todo, existe un gran número y variedad de grupos, organizaciones 2 “Una comunidad política simple puede tener una base puramente étnica, religiosa u ocupacional, y tiene muy escasa necesidad de instituciones políticas altamente desarrolladas…Pero cuanto más compleja y heterogénea es la sociedad, el logro y 186 y fuerzas sociales; se trata, pues de sociedades plurales. Las pretensiones de estas fuerzas sociales a menudo chocan entre sí y en ocasiones llegan a enfrentarse tan ásperamente que amenazan el orden y la armonía en las sociedades modernas. Así, a pesar de que una sociedad moderna, y particularmente un régimen democrático, requieren la existencia de este tipo de organizaciones, también debe señalarse que simultáneamente representan este tipo de riesgos. Como Dahl, Huntington reconoce que las organizaciones sociales poseen esta valoración dicotómica. Debido a ello, la concordia social no es algo que se genere de manera espontánea, como en las sociedades tradicionales, sino que debe ser continuamente promovida y fomentada por las instancias políticas, es decir, en ellas recae la responsabilidad de proteger a la sociedad de las tensiones desintegradoras que surgen dentro de ella misma. En tanto mayor sea el conflicto social, mayor la necesidad de la acción política.3 Como se dijo al principio, la diferenciación entre sociedades tradicionales y sociedades modernas es útil por varios motivos pero, al mismo tiempo, corre el riesgo de la generalización excesiva, al grado de propiciar dos grandes imprecisiones. En primer lugar, uno de los mayores inconvenientes es el de que esta diferenciación es demasiado general, pues coloca en dos grandes campos a un enorme número de sociedades que tal vez tengan menos en común de lo que se supone. Una separación tan excluyente implica que muchas sociedades queden ubicadas necesariamente en uno de los dos campos, es decir, en ocasiones adquieren una de las definiciones simple y sencillamente porque no caben en la otra. En el caso de las que se denominan sociedades modernas, las disimilitudes tal vez sean menores, ya que uno de los efectos de la modernización social es la homogeneización de las sociedades, las cuales mantenimiento de la comunidad política dependen en funcionamiento de las instituciones específicas.” Ibid. p. 20. 3 Ibid. Capítulo 2. se mayor influyen medida del 187 recíprocamente al entrar en contacto y elevar sus índices de intercambio y comunicación, al grado de producir estructuras y procesos similares en las áreas que experimentan más interacción. Sin embargo, en el caso de las sociedades tradicionales se presentan más divergencias. En esta categoría se incluye una enorme cantidad de sociedades cuyas diferencias son en muchos casos notables. Así, en un campo tan general, quedan englobadas sociedades cuyas dimensiones pueden ser la de un gran imperio burocrático, una pequeña comunidad agrícola o una tribu nómada. Al plantearlo así, se observa que las similitudes entre estas agrupaciones son pocas, pero estas divergencias son las que quedan ocultas o disminuidas con la dicotomía en cuestión. El segundo gran inconveniente es histórico. Las sociedades modernas tienen como una de sus características compartir la etapa histórica en la cual se registra su existencia, es decir, son aproximadamente contemporáneas. Pero no sucede esto con las sociedades tradicionales, y que están repartidas prácticamente a lo largo de toda la historia de la humanidad. En este concepto quedan agrupadas sociedades que existieron en el pasado más remoto y, también, sociedades que existen en la actualidad, que son contemporáneas de las sociedades modernas. Esto equivale a decir, en términos más drásticos, que las sociedades tradicionales no tienen ubicación histórica. Las repercusiones de esta indefinición son múltiples, pero de entre ellas destaca el hecho de que mientras que las sociedades tradicionales cuya existencia precedió a la época moderna estuvieron relativamente aisladas, o más exactamente, en tanto que sólo tenían contacto con sociedades similares a ellas mismas, las sociedades tradicionales que subsisten en la actualidad tienen contacto, y a veces muy intenso, con sociedades modernas, lo que establece una diferencia considerable. Esto es, mientras que las sociedades tradicionales antiguas mantenían sus costumbres e instituciones sin reparar en ello, sin la conciencia de ser tradicionales, las sociedades tradicionales actuales son plenamente 188 conscientes de ello, es decir, a partir de su contacto con las sociedades modernas, se saben y se piensan distintas, lo cual implica muchas veces que reproduzcan sus tradiciones con absoluta conciencia, con el objetivo de diferenciarse así de las sociedades modernas. Las sociedades modernas llegaron a serlo a través de un proceso inconsciente e incierto, no tenían claro el rumbo, el objetivo, ni el punto de llegada al cual se dirigían, de hecho, se trató de un proceso que fue respondiendo aleatoriamente, de manera espontánea y accidentada, a la emergencia de nuevas situaciones, al surgimiento de nuevos grupos y a la creación de escenarios inéditos.4 Sin embargo, ese proceso inconsciente e incierto produjo una sociedad que después fue positivamente valorada y muy apreciada, más aún, se convirtió en un modelo a seguir. Muchas sociedades tradicionales buscan ahora modernizarse, la mayor parte de ellas lo hace debido a que aspiran tener un nivel de vida similar al de las sociedades modernas, pero también existen algunas que pretenden modernizarse para defenderse mejor de las otras sociedades modernas, esto es, pretenden adquirir solamente algunos de los recursos que ofrece la modernidad, sobre todo los económicos y tecnológicos, con los cuales pueden hacer frente a las injerencias perturbadoras y preservar por este medio la identidad cultural que consideran amenazada. De este modo, muchas sociedades emprenden lo que se ha llamado una modernización defensiva.5 El propósito principal de Huntington al distinguir las sociedades tradicionales de las modernas no es establecer una tipología absoluta y exhaustiva, más bien, su intención es señalar que en ambas se puede disfrutar de estabilidad política y social, que ambas poseen instituciones políticas adecuadas y capaces de producir el orden social dentro de su 4 Véase Habermas, Jürgen. “Modernidad versus postmodernidad.” en Picó, Josep (comp.) Modernidad y postmodernidad. Alianza Editorial, México, 1990. 189 propio contexto. No obstante, el proceso de modernización social involucra siempre inestabilidad política y social; para transitar de una sociedad tradicional a una moderna es necesario pasar por un período de acoplamiento y reestructuración. Este período está lleno de reajustes y adaptaciones de las instituciones políticas, las cuales no sólo están llamadas a desempeñar un papel más relevante para el mantenimiento del orden y la promoción de la concordia social, sino que desde el inicio del mismo proceso de modernización deben ocupar una posición preponderante, debido principalmente a que en la mayor parte de los casos las instituciones políticas son los agentes modernizadores más dinámicos y efectivos.6 Con la modernidad sucede algo muy parecido a lo que sucedió con la democracia. Ninguna de ellas fue un objetivo conscientemente perseguido por quienes las impulsaron, tanto los primeros modernizadores como los primeros democratizadores lo fueron sin saberlo, sin pretenderlo y, probablemente, sin quererlo. Quienes impulsaron los primeros cambios que produjeron la modernidad no pretendían cambiar la totalidad de la sociedad, sólo trataban de modificar alguno o algunos de los aspectos de la sociedad para moverse mejor dentro de ella. Del mismo modo, los primeros democratizadores no eran demócratas en espíritu, no perseguían hacer de la política un espacio de libre juego y abierta competencia a todos aquellos que pretendían participar en ella, lo que intentaban realmente era abrirla para participar ellos mismos y así promover mejor sus intereses.7 5 Para ampliar el concepto de modernización defensiva véase de Dankward Rustow. A world of nations. The Brookins Institution, Washington, 1967 y de David Apter. Política de la modernización. Paidós, Buenos Aires, 1972 6 Una opinión muy similar a la de Huntington sobre los conflictos y desequilibrios producidos por la modernización puede encontrarse en Myron Weiner “Political participation and political development” en Weiner, Myron (ed.) Modernization: the dynamics of growth. Basic Book Inc., New York/London, 1966. 7 Una exposición más amplia de este proceso la ofrece Robert Dahl en La democracia y sus críticos. Op. cit. 190 Sin embargo, a pesar de no desearlo explícitamente, aquellos que comenzaron a impulsar los primeros cambios que condujeron a la modernidad se convirtieron ellos mismos en modernizadores, fueron de hecho los protagonistas de la modernización. La modernización fue una transformación que se inició hace aproximadamente quinientos años en la porción occidental de Europa. Fue un proceso que se vio acelerado e impulsado por la aparición y desarrollo del capitalismo y la expansión de Europa, particularmente del occidente europeo. Es por ello que en muchos casos se asume que la modernización es sinónimo de occidentalización, esto es, del proceso de asimilación de grandes porciones del mundo al modelo de vida y de sociedad que comenzó a gestarse por esta época en esa área.8 Sin embargo, para Huntington la modernización es distinta a la occidentalización.9 La importancia que atribuye a esta diferenciación radica principalmente en contrarrestar la idea de que en la actualidad se presenta un fenómeno mundial de occidentalización, un fenómeno de uniformidad cultural encabezado por Occidente. Combate esta idea diciendo que no es así, que si bien puede apreciarse un proceso de modernización en muchas partes del mundo, ello no significa que sean procesos de occidentalización, en algunos casos se presentan ambos, pero en algunos otros la modernización está disociada de la occidentalización, al grado de que en algunos de ellos se trata de procesos de modernización defensiva. Esta distinción adquiere mayor sentido al remitirla al contexto en el que Huntington plantea su concepto del choque de civilizaciones. Según este planteamiento, a partir del último cuarto del siglo XX y durante todo el siglo XXI las guerras y los conflictos internacionales han tenido o 8 Véase Romano, Ruggiero y Alberto Tenenti. Los fundamentos del mundo moderno. Siglo veintiuno editores, México, 1989; Wolf, Eric R. Europa y la gente sin historia. FCE, México, 1987; Parry, John H.. Europa y la expansión del mundo 1415-1715. FCE, México, 1992. 191 tendrán como fuente primordial el enfrentamiento y choque de civilizaciones. Considera así que en la época moderna las fuentes del conflicto internacional han ido variando. En este sentido, por ejemplo, a partir de la paz de Westfalia, los conflictos se dieron principalmente entre príncipes y monarcas que trataban de ampliar sus dominios territoriales; a partir de la Revolución Francesa los conflictos fueron entre naciones, cada una de ellas buscando convertirse en o afianzarse como Estado; a partir de la Revolución Rusa las pugnas se dieron esencialmente entre ideologías, cada cual tratando de convertirse en dogma universal; y a partir de la guerra fría los conflictos han sido y serán entre civilizaciones.10 Huntington plantea que el giro que han tomado las relaciones internacionales en las últimas décadas tiende a enfrentar a las civilizaciones. Él aprecia una tendencia en la cual se están acentuando las identidades culturales, esto es, un proceso que está integrando a los individuos que comparten una misma herencia cultural, aun cuando habiten o pertenezcan a Estados nacionales distintos. De este modo, en tanto los seres humanos se están acercando y asociando guiados por su identidad cultural, por su sentido de pertenencia a una determinada civilización, en esa misma medida las civilizaciones se están fortaleciendo como unidades culturales de grandes proporciones, las cuales se convierten así en los nuevos protagonistas de los conflictos internacionales. Huntington advierte que esta mayor integración cultural de las civilizaciones no implica de ninguna manera que se vayan a desintegrar o 9 Huntington combate frontalmente la idea de que modernización y occidentalización son sinónimos, la cual es sostenida por algunos otros autores, como Pye, Lucien. Aspects of political development. Little, Brown and Company, Boston, 1966, p. 8. 10 “Espoleada por la modernización, la política global se está reconfigurando de acuerdo con criterios culturales. Los pueblos y los países con culturas semejantes se están uniendo. Los pueblos y países con culturas diferentes se están separando. Los alineamientos definidos por la ideología y las relaciones con las superpotencias están dando paso a alineamientos definidos por la cultura y la civilización.” Huntington, Samuel. El choque de civilizaciones. Paidós, México, 1998 (11996), p. 147. 192 a fundir los Estados nacionales, explícitamente dice que el Estado-nación seguirá siendo durante mucho tiempo la principal unidad política, lo que no obsta para que en su actuación internacional cada vez se guíe más por sus afinidades culturales y su pertenencia a una civilización determinada. Esta aproximación de los partícipes de una determinada civilización muchas veces se nuclea en torno a un solo Estado, es decir, lo más frecuente es que dentro de cada civilización exista un Estado fuerte e influyente en torno al cual se congregan el resto de los Estados que comparten esa misma herencia civilizatoria. En el caso de Occidente, Huntington atribuye esa función a los Estados Unidos; para la civilización ortodoxa señala a Rusia; en el lejano oriente a China; y así, de modo similar lo establece en el resto de las ocho civilizaciones que identifica, las cuales son los entes culturales y políticos que protagonizarán lo que llama el choque de las civilizaciones. Sin embargo, la tesis de Huntington adolece de varias incongruencias y debilidades. En primer lugar, es necesario destacar que no aporta una definición clara de civilización. En la definición más comprensiva que ofrece, la civilización es el nivel más alto y general de identificación cultural que tienen los hombres, compuesta de una serie de rasgos culturales como la lengua, religión, historia, costumbres, instituciones y la autoidentificación subjetiva de sus miembros. No obstante, poco después sostiene que, en esencia, podría asumirse que los elementos centrales de la civilización podrían ser solamente dos; la lengua y la religión. Pero además, posteriormente, dice que en el fondo el rasgo definitoro de las civilizaciones es la religión.11 Así, Huntington parte de una definición confusa de la civilización, la cual termina reduciendo a la religión. Esta confusión emerge cuando hace su clasificación de las civilizaciones, la cual resulta irregular y 11 Estos tres criterios distintos sobre los rasgos centrales de la civilización pueden encontrarse en El choque de civilizaciones. Op. cit., pp. 48, 69 y 304, respectivamente. 193 asimétrica. Por ejemplo, no resulta del todo claro cómo puede sustentarse la existencia de la civilización ortodoxa, la latinoamericana o la africana. Si el criterio definitorio para distinguir a las civilizaciones es la religión, no se justifica entonces la separación de los países ortodoxos del resto de los países que profesan el cristianismo, ya que básicamente tienen las mismas raíces que el catolicismo y el protestantismo, a los cuales no los separa en civilizaciones distintas. Además, si fuera congruente con este criterio, entonces separaría a la Europa católica de la protestante y, más aún, tendría que separar dentro de los propios Estados Unidos a la población que sigue a una y otra iglesia. Yendo al fondo, no habría razón suficiente para negarle el estatuto de civilización al judaísmo, algo que muy pocos historiadores se atreverían a sostener. Siguiendo este mismo argumento, también podría cuestionarse la identificación de Latinoamérica como una civilización separada de Occidente: este subcontinente no sólo es predominantemente católico, como España, Italia o Portugal, sino que además habla lenguas europeas. Es decir, atendiendo a los criterios que da el propio Huntington, América Latina forma parte de Occidente. Es necesario reconocer que él mismo admite que Latinoamérica es una civilización que podría fundirse con Occidente, pero aún así, esta advertencia no alcanza a subsanar la fragilidad de su clasificación. Del mismo modo, tampoco resulta del todo claro que se identifique a África como una civilización. En esta región, sobre todo en el norte, existe una considerable población de religión musulmana, por lo cual, atendiendo al criterio definitorio de Huntington, una parte considerable de África debía pertenecer al Islam y no agruparse con el resto del continente. Todo esto indica que, al parecer, para África y Latinoamérica no aplica los criterios de lengua y religión que utiliza en otros casos, cabe 194 suponer que recurre aquí a un criterio que mezcla la geografía con el nivel de desarrollo económico.12 En segundo lugar, Huntington plantea que en el siglo XXI el choque de civilizaciones será la modalidad que adoptarán primordialmente los conflictos internacionales. Sin embargo, el problema es que Huntington habla de ello como si se tratara de un evento inédito y desconocido en la historia de la humanidad. Cuando hace el recuento de las fuentes esenciales del conflicto en la época moderna y determina que en ésta se ha luchado por territorio, por soberanía, o por primacía ideológica, no advierte que si se fuera más atrás percibiría que ya en la historia humana previa se han registrado muchos otros choques de civilizaciones, y para ejemplificarlo basta pensar en el que enfrentó a Roma contra los bárbaros, a los cristianos contra el Islam o a Europa contra la América indígena. En tercer lugar, Huntington otorga a Estados Unidos el papel de Estado central dentro de la civilización occidental, al grado de afirmar que la vigencia y la conservación de Occidente depende de que este país siga siendo una potencia a nivel regional y mundial. Afirma que sin ella Occidente decaería irremediablemente. No obstante, Huntington tampoco advierte que dentro de las civilizaciones se dan constantes mudanzas en su centro integrador e impulsor, en su Estado central, como él le llama. Para no ir más lejos, la propia civilización occidental es un claro ejemplo de ello: un breve repaso por su historia moderna mostraría cómo durante el siglo XVII fue España la que desempeñó la función de Estado central, así como después lo hizo Francia en el siglo XVIII o Inglaterra en el siglo XIX.13 Es decir, no imagina que Occidente pueda sobrevivir a la pérdida de hegemonía de los Estados Unidos, para él, el destino de Occidente 12 Aunque historiadores y antropólogos coinciden en que la historia de la humanidad está protagonizada por un puñado de grandes civilizaciones, no existe un criterio común para su clasificación, y prácticamente cada autor realiza una propia. Ejemplos clásicos de ello son aportados por Fernand Braudel. Las civilizaciones actuales. REI, México, 1991 y Arnold J. Toynbee. Estudio de la historia. Alianza Editorial, Madrid, 1981. 195 está en función de este país; no alcanza a concebir que dentro de Europa, o tal vez dentro de América Latina en un futuro más remoto, pueda surgir un Estado que reúna la suficiente fuerza y vitalidad para convertirse en el nuevo centro de la civilización occidental. En este sentido, la perspectiva histórica de Huntington es bastante limitada, por decir lo menos.14 Finalmente, en cuarto lugar, el posible choque de civilizaciones que advierte Huntington tiene en la realidad una factibilidad muy limitada.15 De su argumentación se desprende que la civilización occidental puede verse amenazada por un choque contra otra civilización, pero ¿cuál puede ser ésta? Latinoamérica y África son regiones con un notable atraso económico y social, lo cual les impide ser verdaderas amenazas para Occidente; China ha experimentado durante los últimos veinte años un crecimiento económico importante y un despegue industrial impresionante, pero aún está sujeta a una serie de lastres económicos, demográficos y políticos que difícilmente la convierten en una amenaza seria, al menos por ahora. El caso de Japón es un tanto distinto. No se puede ignorar el indiscutible liderazgo económico de este país a nivel mundial, sin embargo, sus vínculos comerciales y financieros con Occidente hacen muy difícil pensar que sea un contrincante real del conjunto de la civilización, más bien, tal vez deba considerársele un sólido competidor en el plano financiero y comercial, pero no en un espacio distinto al terreno económico que ahora comparten ambas civilizaciones. Por otro lado, es verdad que durante toda la guerra fría la URSS y lo que Huntington identifica como la civilización ortodoxa fueron 13 Véase Morín, Edgar. Pensar Europa. Gedisa, Barcelona, 1988. La historia está llena de ejemplos del encumbramiento y decadencia de grandes Estados e imperios, y para ilustrarlo puede verse el libro de Paul Kennedy. Auge y caída de las grandes potencias. Op. cit. Una interpretación similar, aunque comprendiendo un período histórico previo, la ofrece Francois Guizot en Historia de la civilización de Europa. Op. cit. 15 Para Immanuel Wallerstein en lugar de un choque de civilizaciones, el siglo XXI presenciará la confrontación entre ricos y pobres, Norte y Sur. Véase Después del liberalismo. Siglo XXI, México, 1996. 14 196 consideradas una amenaza en contra de Occidente, sin embargo, a partir de la desintegración de la URSS, la descomposición del bloque socialista y la caída del Muro de Berlín, esa región ha sufrido un deterioro económico y social que no sólo la ha detenido en su carrera por la supremacía mundial, sino que la ha colocado en una posición de lamentable penuria económica. Muchos de los Estados del antiguo bloque socialista conservan parte de su poderío bélico, ciertamente, pero carecen de la base industrial y económica necesaria para hacerlo efectivo en el caso de una confrontación a gran escala.16 Así, finalmente, la civilización que resta es el Islam. Un choque entre el Islam y Occidente no es de ningún modo remoto. En el pasado, hace poco más de mil años, estas dos civilizaciones iniciaron un enfrentamiento que duró poco más de siete siglos, durante el cual los musulmanes dominaron una parte considerable del territorio ocupado por la cristianidad. Más recientemente aún, durante la Guerra del Golfo de 1991 y la intervención de Estados Unidos en Afganistán e Irak a raíz del 11-S, se registró un conato de enfrentamiento, el cual no llegó a unificar al Islam en contra de Occidente, pero puso en el terreno de combate a Estados pertenecientes a civilizaciones distintas, cuyos intereses comerciales y estratégicos desencadenaron en efecto una guerra en un escenario internacional explosivo y tambaleante. No obstante ello, como lo mostró esta misma guerra, las brechas de desarrollo económico entre uno y otro polo se han ensanchado, favoreciendo a Occidente, al grado de que si se registrara un choque entre ambos bloques difícilmente se produciría un resultado similar al de hace poco más de un milenio.17 A pesar de todas estas incongruencias y contradicciones, la observación de Huntington no carece de alguna validez. En cierto modo, tiene razón cuando llama la atención sobre la mayor relevancia que están 16 Una descripción de las distintas potencialidades de cada Estado o región económica puede encontrarse en Thurow, Lesther. La guerra del siglo XXI. Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1992. 197 adquiriendo los factores de identidad cultural y nacional en los conflictos internacionales. Los procesos de globalización y de integración económica regional que desde hace algunos años se han profundizado en la mayor parte del planeta han producido en muchos casos un fenómeno inverso al que parecía lógico: en lugar de fomentar una predisposición cultural cosmopolita, han provocado una gran efervescencia nacionalista. Las dislocaciones sociales generadas por estos procesos alentaron el resurgimiento de nacionalidades que parecían desaparecidas; han desencadenado un renacimiento religioso que se antojaba anacrónico y despertaron odios raciales que se creían superados.18 La conclusión que extrae de ello es bastante más seria de lo que podría parecer a primera vista. No se trata simplemente de identificar una fuente más de conflicto universal, sino de combatir una creencia bastante difundida en el mundo occidental, la cual supone que la modernización de las sociedades tradicionales implicaría la creación de una cultura única, universal e inclusiva; pacífica y armónica. Por esta razón tiene tanto sentido para él insistir en que no debe confundirse modernización con occidentalización, ya que son dos cosas distintas que conducen a situaciones diferentes. Durante la segunda mitad del siglo XX muchas sociedades de Asia, África y América iniciaron procesos de modernización con el fin esencial de alcanzar niveles de vida y bienestar más altos, similares a los que ya tenían los países modernos. La modernización que se emprendió abarcaba prácticamente todos los aspectos de la sociedad: ideológico, económico, social y político.19 En el plano ideológico, la transformación más importante es que se produce un cambio notable en las opiniones, 17 Una comparación general de los recursos a disposición de uno y otro bloque puede encontrarse en Paul Kennedy. Hacia el siglo XXI. Plaza y Janés, Barcelona, 1993. 18 Véase El choque de civilizaciones. Op cit. Especialmente la cuarta parte. 19 Una apreciación similar sobre los distintos aspectos de la vida social en los que repercute la modernización puede encontrarse en Black, Cyril E. “La dinámica de la 198 ideas y valores. Este cambio consiste básicamente en desechar el modelo que ofrece la tradición, inalterable y uniforme, para sustituirlo por un modelo inspirado en el cambio continuo y en la diversidad y multiplicidad de opciones que éste genera. En el plano económico se produce una transformación profunda que afecta las relaciones laborales, las relaciones campo-ciudad y la propia perspectiva y disposición hacia la actividad económica. Uno de los cambios más notables de la modernización económica es la industrialización, la cual incrementa considerablemente el nivel de riqueza y los recursos sociales, aunque, por otro lado, trastoca completamente la estructura económica de la sociedad. En este sentido, un efecto inmediato de la modernización es que agudiza sensiblemente las desigualdades económicas y sociales. La mayor parte de los estudios de historia económica indican que en el largo plazo el desarrollo produce una distribución del ingreso más equilibrada, pero en el corto plazo genera graves inequidades. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos que se han hecho para contrarrestar estos efectos, lo más común es que aquellas sociedades que se modernizan tienen que pagar este alto precio en aras de dicho objetivo.20 La modernización social implica sobre todo la multiplicación de organizaciones, la diferenciación de estructuras sociales, la superación de la familia como principal célula social y la supresión de la aldea como concentración urbana esencial; en lugar de ello, se da paso al individualismo y a nuevas formas de asociación, y la metrópoli surge como espacio vital de la población. Sin embargo, este aspecto de la modernización también conlleva sus efectos negativos, pues produce frecuentemente una anomia social aguda, la cual conduce modernización: un repaso general” en Nisbet, R., T. Kuhn, L. White, et. al. Cambio social. Alianza Editorial, Madrid, 1979. 20 Véase Douglas C. North. Estructura y cambio en la historia económica. Alianza Editorial, Madrid, 1994. Especialmente la Parte II. 199 frecuentemente al individuo a la adopción de una conducta agresiva, violenta, incluso propulsora de la desintegración social.21 La modernización política es uno de los aspectos a los que más atención presta Huntington. Para él, la modernización política se integra fundamentalmente por tres aspectos: 1) La racionalización de la autoridad política; 2) La diferenciación de estructuras políticas y; 3) La participación de las masas en la política. El primer aspecto se refiere sobre todo al sometimiento de la autoridad política a criterios de actuación racionalizados mediante un marco y procedimiento jurídico definido. El segundo, el de la diferenciación de las estructuras políticas, alude principalmente a la construcción de un conjunto de instituciones que desempeñen las actividades correspondientes a la función pública. Huntington dice, por ejemplo, que no hay sistema político más simple y elemental que el unipersonal, en donde todos los poderes, atribuciones y recursos se depositan en una sola persona, la cual no sólo puede desempeñar el cargo a su antojo y capricho, sino que además la función pública resulta extremadamente dependiente de lo que le suceda a una sola persona. El tercer aspecto que considera Huntington, el de la participación política de las masas, presenta ciertas incongruencias y contradicciones. Señala que las sociedades modernas se caracterizan por tener un índice de participación política muy alto, que alcanza e incorpora a las masas de la sociedad. En este sentido, describe el tránsito de una sociedad tradicional a una moderna como una ampliación gradual de la población que toma parte en la política: en la fase más temprana del tránsito sólo intervienen en la política las élites sociales; después, se incorporan las clases medias y, por último, se da la incursión de las masas. Sin embargo, esta idea acerca de la participación masiva de la sociedad no corresponde con la realidad de las sociedades modernas, aún de 21 Véase AAVV. La sociedad industrial contemporánea. Siglo XXI, México, 1990. Especialmente el ensayo de Herbert Marcuse “Libertad y agresión en la sociedad tecnológica.” 200 aquellas que se distinguen por su tradición y estabilidad democrática. En estas sociedades, la participación política del grueso de la sociedad generalmente se limita a la emisión del voto en períodos electorales y a la participación en organizaciones y asociaciones que en muchos casos no tienen objetivos políticos inmediatos o directos.22 Pero tal vez la objeción más importante a esta idea de Huntington provenga de él mismo. Es decir, aún cuando en una parte de El orden político establece esta hipótesis,23 en varios otros pasajes de sus escritos expone una hipótesis contraria. En esta misma obra, por ejemplo, dice que la participación política se da en ciclos, es decir, que hay fases de tensión en las que crece la participación y fases de tranquilidad en las que disminuye.24 En otros pasajes es aún más explícito. En La crisis de la democracia explica que durante la década de los setentas la participación electoral de la sociedad estadounidense fue excesivamente limitada, de lo cual no concluye que por ese hecho se cuestionara su estatuto de modernidad. Pero lo más importante es que dice también que para que una democracia moderna funcione adecuadamente es necesario imponer límites a su participación política, es decir, que deben ser contenidos los excesos democráticos.25 22 Véase Huntington, Samuel P. y Joan M. Nelson. No Easy Choise. Political Participation in Developing Countries. Harvard University Press, Cambridge and London, 1976. 23 “Más que por cualquier otra cosa, el Estado moderno se distingue del tradicional por la amplitud con que el pueblo participa en política y es afectado por ésta en unidades políticas de gran envergadura.” El orden político de las sociedades en cambio. Op cit., p. 43 24 Ibid. p. 192 25 “En la práctica, esta moderación (democrática) tiene dos áreas principales de aplicación. Primero, la democracia sólo es una manera de constituir la autoridad y no es ni necesaria ni universalmente la única aplicable. En muchas ocasiones el reclamo de la experiencia, la superioridad y la especialización pueden sobreponerse al reclamo de la democracia como manera de constituir la autoridad.” “Segundo, la operación efectiva de un sistema político democrático requiere usualmente de alguna medida de apatía y no involucramiento por parte de los individuos y grupos.” 201 Como puede observarse, al igual que Almond, Lipset y Dahl, Huntington sostiene una opinión contrastante, contradictoria incluso, en lo que se refiere a la participación política masiva de la sociedad. A la luz de sus propias afirmaciones, y sobre todo de frente a la realidad política de las sociedades contemporáneas, es evidente que la participación política masiva no es un rasgo de la modernidad política. La modernización propicia ciertamente la extensión universal de los derechos políticos, la apertura de los canales de participación popular y la elevación de los niveles de educación y cultura general, todo lo cual crea un escenario que, en ciertas condiciones, permite una participación política masiva. Sin embargo, que existan estas condiciones es algo distinto a que se dé como característica definitoria ese índice elevado de participación política. El tránsito de la sociedad tradicional a la moderna permite la ampliación de los derechos y las capacidades políticas al conjunto universal de la sociedad, es decir, de ser primero un patrimonio y la competencia exclusiva de una élite, se convierte entonces en un espacio abierto de libre acceso. Podría plantearse del siguiente modo: la modernización política crea una estructura institucional y una flexibilidad social que permiten, bajo ciertas circunstancias, que se dé una participación política masiva. Los tres rasgos de la modernización política que considera Huntington son importantes para comprender las estructuras de las instituciones políticas modernas, aun cuando sea pertinente corregirlas en cierto modo, particularmente el tercero de ellos. No obstante, quizá uno de los rasgos más relevantes de la modernización política no reciba la atención que merece de su parte, es decir, apenas repara en que uno de los rasgos más importantes de los Estados modernos es la mayor dependencia que experimenta el individuo con respecto a las autoridades “También hay límites potencialmente deseables a la extensión indefinida de la democracia política. La democracia tendrá una vida más larga si tiene una existencia más balanceada.” La crisis de la democracia. Op cit. pp., 113, 114 y 115. 202 públicas. En tanto que en las sociedades tradicionales los individuos pueden vivir y relacionarse con sus semejantes sin entrar en contacto con las instituciones políticas, en las sociedades modernas esto resulta prácticamente imposible, pues no es factible sustraerse a la acción gubernamental, incluso en aquellos modos de vida más aislados o tratándose de los habitantes de las regiones más alejadas.26 La institucionalización del poder político Si bien la modernidad política se caracteriza principalmente por la mayor dependencia del individuo con respecto a las instancias políticas de su sociedad, también es cierto que un requisito indispensable de cualquier autoridad política, independientemente del tipo de sociedad en el que se ubique, es el de ejercer su autoridad de manera efectiva, de cumplir sus funciones eficientemente. El desempeño efectivo de las atribuciones de la autoridad política incide de manera determinante en la conservación de la sociedad y en el orden y estabilidad que en ella imperen.27 Para Huntington, este es el primer requisito que deben cumplir las autoridades políticas, esto es, que lo sean, que ejerzan de manera efectiva su autoridad sobre la sociedad. De este modo, Huntington asume una tesis reproducida por una gran cantidad de pensadores políticos clásicos, esto es, la de que en caso extremo es preferible cualquier forma de gobierno a la anarquía.28 En ciertas condiciones podría parecer desproporcionada la afirmación anterior, sin embargo, desde Platón y Aristóteles la mayor parte de los pensadores políticos clásicos han coincidido en ella. La explicación de ello puede ser que a pesar de que a lo largo de la historia 26 Véase Apter, David E.. Política de la modernización. Op cit. y Pye, Lucian W.. Aspects of polítical development. Op. cit. 27 Véase Bobbio, Norberto y Michelangelo Bovero. Origen y fundamentos del poder político. Grijalbo, México, 1990. 28 Véase El orden político en las sociedades en cambio. Op cit. Principalmente el Capítulo 1. 203 algunos gobiernos tiránicos han incurrido en enormes atrocidades, es probable que aún los crímenes más execrables de los tiranos sean menos aberrantes que la barbarie y la crueldad que puede surgir en un grupo humano carente de gobierno y orden social. Más aún, como decía Aristóteles, es posible que no pueda concebirse la existencia del hombre si no es bajo la forma de animal político, esto es, como creación y al mismo tiempo artífice del orden político. Huntington pone un especial énfasis en este punto. Para resaltar la importancia de la función y el desempeño del gobierno dice que la distinción entre orden y anarquía es más importante que la diferenciación entre democracia y dictadura. Esto significa que en las sociedades modernas la diferencia entre un sistema político y otro no se produce esencialmente a partir de su forma de gobierno, sino de su grado de gobierno, de la medida y alcance en que ejerzan sus funciones. En este sentido, la conclusión que extrae a partir de esta premisa es que las políticas públicas que implementa un gobierno dependen más directamente del nivel de desarrollo y fortaleza del gobierno que de la forma que adopte, esto es, las políticas públicas que siguen los gobiernos se asemejarán más entre sí en la medida en que compartan más o menos el mismo nivel de desarrollo, y se diferenciarán más en la misma proporción en que se separen éstos.29 La cuestión de fondo, entonces, radica en que el gobierno desempeñe adecuadamente sus funciones. De éstas, destaca una, esencial para la conservación social: el mantenimiento del orden público. Este requerimiento precede a cualquier otra consideración debido a que el orden público es la precondición de la vida social, sin él ninguna forma de gobierno es posible, de ahí que la primera responsabilidad de cualquier gobierno sea la de garantizarlo. Para expresarlo en términos 29 Véase la exposición y las críticas que sobre este tema realiza Huntington llamándole la teoría de la convergencia en Brzezinsky, Zbigniew y Samuel Huntington. Poder político USA-URSS. Ediciones Guadarrama, Madrid, 1970 (11967). 204 más contundentes, Huntington lo dice de una manera proverbial; afirma que puede haber orden sin libertad, pero jamás libertad sin orden.30 Al plantearlo de este modo, la conclusión que extrae Huntington cuando observa la situación de los países subdesarrollados es que su problema más grave no es que tengan gobiernos autoritarios, sino que tengan gobiernos débiles, carentes de efectividad, incapaces de cumplir sus funciones, de garantizar la paz social. El problema de una gran cantidad de países subdesarrollados no es el tipo de gobierno que tienen, sino su debilidad; lo que padecen es un déficit de gobierno. Rustow se plantea este mismo problema del atraso político diciendo que en estos países el Estado no puede cumplir con las mínimas funciones, con las funciones elementales del mantenimiento del orden público y el cumplimiento de la ley, es decir, ni siquiera puede desempeñar la actividad mínima atribuida al Estado durante el siglo XIX, la de Estado gendarme o policía.31 Esta carencia es evidente en muchos de los países que se encuentran inmersos en procesos de modernización. En ellos, el gobierno no tiene la capacidad para imponer un control efectivo sobre su territorio, sus fronteras, sus leyes, sus aparatos de seguridad y sus agencias públicas. Incapacitado para desempeñar estas funciones, lo está también para atraerse la legitimidad y el reconocimiento de los ciudadanos, quienes no solamente lo repudian por el mero hecho de desconfiar de su capacidad para resolver los problemas de la sociedad, sino también porque su falla los orilla a desconfíar de sus conciudadanos, ya que al no existir la certidumbre jurídica y social en que se asienta la cooperación ciudadana, las relaciones sociales se vician 30 “El problema principal no es la libertad, sino la creación de un orden público legítimo. Puede haber orden sin libertad, por supuesto, pero no libertad sin orden. La vigencia de la autoridad es previa a su limitación, y precisamente la autoridad es lo que escasea en estos países (en vías de modernización); sus gobiernos se encuentran a merced de intelectuales alienados, coroneles estrepitosos y estudiantes revoltosos.” Samuel Huntington, El orden político en las sociedades en cambio. Op cit.. p. 19. Véase también la importancia que concede al orden Rawls en el Capítulo %. 31 Véase A world of nations. Op. cit. 205 con el recelo y la sospecha. La falta de cooperación cívica que se produce en las sociedades con estructuras políticas poco desarrolladas es paralizante, lo cual se plasma en sus culturas políticas, que reflejan esta desconfianza de los ciudadanos hacia el gobierno y hacia sus conciudadanos.32 La incapacidad del gobierno para cumplir sus funciones más elementales no sólo produce esta desconfianza, sino que también alienta la búsqueda de medios no pacíficos para relacionarse con los otros ciudadanos y para reaccionar frente a las iniciativas del propio gobierno, es decir, el desgobierno conduce a la violencia. Probablemente no exista ninguna sociedad libre de violencia y muy probablemente también no exista ningún gobierno capaz de evitar de manera absoluta la violencia social, sin embargo, la monopolización de la violencia legítima por parte del Estado tiene precisamente el cometido de reducir en términos absolutos y relativos la violencia que se produce en la sociedad civil.33 Tal vez resulte paradójico intentar reducir la violencia a través de la violencia misma, sin embargo, el monopolio de la violencia por parte del Estado no consiste en un despliegue abierto y sistemático del la violencia, ya que ningún gobierno podría colocarse indefinidamente por encima de la sociedad practicando un reino del terror, en algún momento los gobiernos incapaces de convertir la violencia en derecho sucumben a la presión social. El uso más efectivo del monopolio de la violencia por parte del Estado radica sobre todo en su poder disuasivo, en su capacidad de evitar la violencia sin recurrir a ella.34 32 Véase Diamond, Larry. “Introduction. Political Culture and Democracy.” en Political Culture and Democracy in Developing Countries. Larry Diamond (ed.), Lynne Rienner Publishers, London; y The civic culture. Op. cit. Partes II y III. 33 En uno de sus trabajos más tempranos, Huntington analizó ampliamente la función del ejército como administrador técnico de la violencia estatal. Véase Huntington, Samuel. El soldado y el Estado. Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995, (11957). 34 Para abundar en el papel de la violencia en la política pueden consultarse los textos de Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia. Premiá, México, 1978; Luigi Bonante. Dimensioni del terrorismo político, Franco Angeli, Milán, 1977; Michaud, 206 En los países que atraviesan procesos de modernización es donde la violencia política se manifiesta de forma más abierta y desafiante, ya que el desarrollo incipiente de las estructuras e instituciones estatales las hace incapaces de evitar sus brotes. En estos países también la violencia civil se multiplica y reproduce vertiginosamente, tal vez en grados no muy lejanos a los que se presentan en algunas sociedades modernas, pero en este caso tiende a convertirse en una manifestación de la insuficiente preparación de las instituciones políticas para canalizar de un modo distinto la inconformidad social.35 Esta insuficiencia es lo que permite que las fuerzas sociales se enfrenten de manera frontal y desnuda en el terreno político; no existen instituciones que medien en el conflicto, se impone el grupo con mayor fuerza y mayor capacidad de convertir la violencia en poder. En estos casos las armas de la política se reducen a la política de las armas, no hay una división clara entre los asuntos militares y los asuntos políticos. A esta situación es a la que Huntington llama sistema pretoriano, para diferenciarlo así de los sistemas cívicos, en los cuales las instituciones políticas están plenamente desarrolladas y tienen la capacidad de convertir los intereses, pretensiones y expectativas de los diferentes grupos sociales en votos, mecanismo básico del sistema democrático y procedimiento institucional para convertir las preferencias ciudadanas en políticas gubernamentales.36 En este sentido, tanto para Huntington como para Dahl, uno de los indicadores más relevantes del desarrollo institucional político de un país es que el ejército y los militares en Yves. Violencia y política. Ruedo Ibérico, Barcelona, 1980; y Girard, Rene. La violencia y lo sagrado. Anagrama, Barcelona, 1983. 35 Véase Varas, Augusto (ed.). Jaque a la democracia. Orden internacional y violencia política en América Latina. Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1990. 36 Para una exposición más amplia sobre el Estado pretoriano puede consultarse de. Laswell, Harold D. “The garrison state hypothesis today” y de Rapoport, David. “ A comparative of military and politics types.” Ambos en Huntington, Samuel (comp.). Changing patterns of military politics. The Free Press of Glencoe, New York, 1962. 207 general sean sometidos a estrictos controles civiles, a la supervisión minuciosa tanto de su organización como de su actividad.37 No obstante, la posición de Huntington con respecto a la violencia política es en ocasiones ambigua, incluso podría decirse contradictoria. En este aspecto de su teoría es en el que con mayor claridad puede apreciarse su pragmatismo político, el cual a veces choca con sus propios postulados teóricos. Su planteamiento general es que en los sistemas políticos carentes de una tradición de cambio constitucional y pacífico se hace prácticamente inevitable cierta dosis de violencia política. Más explícitamente, acepta que en determinadas circunstancias los golpes de Estado pueden ser útiles para el cambio social, ya que una gran parte de ellos son de inspiración reformista. Esto es cierto sobre todo cuando el gobierno y la élites sociales encabezan la ofensiva modernizadora, lo cual es prácticamente la regla, sin embargo, a pesar de su influencia, estos intentos deben vencer las resistencias que se presentan en la sociedad y en las propias estructuras gubernamentales, para lo cual Huntington justifica incluso el uso de la violencia.38 Esta proposición es indiscutible cuando los objetivos políticos imperan de manera absoluta sobre los procedimientos. Sin embargo, sin reparar en la validez de esta concepción, es conveniente destacar que resulta difícil conciliarla con otros principios enunciados por el propio Huntington, principalmente con el que se refiere a la tarea de los 37 Véase de Huntington, Samuel. The Common Defense. Strategic Programs in National Politics. Columbia University Press, New York, 1966 y Dahl, Robert. El control de las armas nucleares. Op. cit. 38 “La probabilidad de que las naciones del sur de Asia, África, Medio Oriente y Latinoamérica puedan modernizar su vida económica y social sin dislocaciones políticas violentas parece relativamente remota. El cambio económico y social requiere del cambio político. Sin una tradición constitucional de cambio pacífico alguna forma de violencia parece virtualmente inevitable.” “Los golpes frecuentes son un signo de cambio y progreso. No todos los golpes, seguramente, producen reformas, pero virtualmente todas las reformas son producidas por golpes. A menudo, los golpes de Estado reformistas pueden ser vistos no patológicamente, sino más bien como un sano mecanismo de cambio gradual, el equivalente no constitucional de cambios periódicos en el control partidista a través del proceso electoral.” Samuel Huntington. “Patterns of violence in world politics.” en Changing patterns of military politics. Op cit., pp. 39-40. 208 demócratas en la construcción de la democracia. Como él lo plantea, la democracia se crea por medios democráticos, esto es, mediante el respeto de la ley, el gobierno, y los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos.39 Así, si la democracia forma parte esencial de la modernidad política de una sociedad ¿cómo es posible entonces justificar la conducta de aquellos que persiguen la modernidad política a través de la violencia, esto es, a través de medios no democráticos? Como puede observarse, no es simple conciliar ambas proposiciones. En este mismo sentido, Huntington sostiene también que llegado el caso de que sea inevitable la instauración de una dictadura en una sociedad determinada, es preferible que sea una dictadura de derecha a una de izquierda. A pesar de que él ofrece sus propios argumentos para sostener esta afirmación, al comparar los historiales de uno y otro tipo de dictadura, resulta realmente difícil preferir una a la otra, sin embargo, tal vez lo más difícil sea elegir a las dictaduras de derecha, siendo que muchas de ellas representan los intereses de sectores oligárquicos y privilegiados de la sociedad, es decir, a los defensores de un modelo de sociedad que se contrapone a los postulados de la modernidad económica y social.40 En este caso, también resulta difícil conciliar esta proposición con el programa de acción de un demócrata. Los países que experimentan procesos de modernización política normalmente también emprenden transformaciones que tienden a la modernización económica y social. En estos casos, la dificultad de afrontar exitosamente el proceso en todos estos frentes se incrementa debido a que cuando la sociedad o la economía requieren más imperiosamente del impulso y apoyo de las instancias estatales para lograr su transformación, es cuando éstas se encuentran en las fases 39 “¿Cómo se hicieron las democracias? Se hicieron por medio de los métodos democráticos; no había otro camino. Se hicieron a través de negociaciones, compromisos y acuerdos. Se hicieron a través de manifestaciones, campañas y elecciones, y a través de la resolución pacífica de las diferencias.” Samuel Huntington. La tercera ola. Paidós, Buenos Aires, 1994 (11991) p. 153. 209 más tempranas de su fortalecimiento. Como lo planteaba Lipset también, la obtención de la legitimidad política en estas circunstancias es doblemente difícil. Las condiciones más adversas de este proceso se presentan en los Estados de reciente formación y en las sociedades tradicionales donde predomina la vida rural, el parroquialismo y la carencia de vínculos sólidos entre los pobladores de todo el territorio nacional. En esos casos el traslado de la lealtad y el reconocimiento de las autoridades locales a las nacionales resulta un proceso lento y arduo, lo cual se complica por la misma dificultad que experimentan los ciudadanos para imaginarse como partes de un conjunto social más extenso, en el que se deben incorporar en ocasiones a culturas, tradiciones e individuos hasta ese momento ajenos a su propia realidad.41 Para realizar el tránsito de la comunidad política local a la comunidad política nacional es necesario que los ciudadanos estén dispuestos a admitir un conjunto político más grande, más complejo y cuyo centro de autoridad se encuentra mucho más alejado. Así, este tránsito también implica que la autoridad política sólo pueda ocuparse de los asuntos más generales, los que aparecen más ajenos ante los ojos de los habitantes de las pequeñas comunidades. Por esta razón, el proceso de modernización requiere no sólo de un consistente desarrollo institucional, de la especialización y diferenciación de las funciones públicas, sino también requiere que la contraparte, la ciudadanía, asuma una actitud y disposición distintas, aptas para fundir sus valores e intereses en una comunidad mayor. 40 Véase Huntington, Samuel. American politics. The promise of disharmony. Harvard University Press, Cambridge, 1981, p. 248. 41 Sobre la dificultad para imaginarse como parte de un cuerpo social más extenso y complejo véase Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. FCE, México, 1993; Chabod, Federico. La idea de nación. FCE, México, 1987; Gellner, Ernest. Naciones y nacionalismo. CONACULTA-Alianza Editorial, México, 1991; Blas Guerrero, Andrés de. Nacionalismo e ideologías políticas contemporáneas. Espasa-calpe, Madrid, 1984; y el Capítulo 1 dedicado a Almond. 210 No obstante, esta actitud sólo se logra después de un largo proceso, el cual da como resultado final la aceptación y consenso de la ciudadanía, pero debe iniciarse con la imposición y la fuerza. Es decir, Huntington señala que el proceso de modernización política debe pasar por la concentración del poder político, necesaria para llevar adelante los cambios económicos y sociales que requiere la modernización, y sólo una vez que se ha conseguido esto, puede iniciarse un proceso de reflujo y desconcentración del poder, a fin de permitir el ingreso y participación de amplios sectores de la ciudadanía.42 Esta explicación tal vez se ajuste a la descripción histórica del proceso de concentración, ampliación y dispersión del poder político que experimentaron algunos países occidentales, sin embargo, es difícil utilizarla como prescripción de proyecto político, pues en las actuales condiciones en las que muchos países disfrutan de un amplio esquema de libertades ciudadanas y de gobiernos cuya autoridad se encuentra dispersa, es muy difícil esperar que en las sociedades en modernización se acepte sin mayor resistencia la concentración del poder en aras de una futura e incierta descentralización.43 Sin embargo, Huntington considera que esta transformación es imperiosa para que la unidad política nacional sea consistente, para que los problemas económicos y políticos que cotidianamente enfrenta un 42 “Por lo general el primer desafío de la modernización contra un sistema tradicional feudal, disperso, débilmente articulado y organizado, consiste en concentrar el poder necesario para producir cambios en la sociedad y la economía tradicionales. El segundo problema es el de ampliar el poder para asimilar a los nuevos grupos movilizados de participantes en la política, para crear un sistema moderno. Tal desafío es el que predomina en el actual mundo en modernización. En una etapa posterior el sistema se encuentra ante las exigencias de los grupos participantes, de una mayor dispersión del poder, y del estable crecimiento de frenos y controles recíprocos entre grupos e instituciones.” El orden político de las sociedades en cambio. Op. cit., pág, 136. 43 Rustow propone más o menos el mismo proceso. Considera que la mejor secuencia para consolidar un Estado-nación moderno es la unidad-autoridad-igualdad, aunque reconoce también como segunda mejor secuencia la de autoridad-unidad-igualdad, sin embargo, a diferencia de Huntington, advierte que no es tan sencillo imponer la secuencia de estas fases de modernización, ya que las élites que pretendieran concentrar el poder seguramente se encontrarían con la exigencia simultánea para fragmentarlo y compartirlo. Véase A world of nations. Op. cit., p. 126-128. 211 Estado no se manifiesten automáticamente en el cuestionamiento de la unidad nacional. Como también lo han expresado Almond, Lipset y Dahl, la base más segura y duradera de un gobierno democrático se encuentra en una población de una extracción nacional homogénea. Pero Huntington va más allá, y a partir de este planteamiento general critica abiertamente los postulados del multiculturalismo, el cual propone que en caso de que una sociedad esté compuesta por diferentes etnias, nacionalidades, grupos religiosos o comunidades lingüísticas, el reconocimiento de cada uno de ellos debe elevarse a estatuto legal, consagrando así derechos exclusivos que protejan y promuevan su existencia como entidad distinta dentro del conjunto social.44 Para Huntington el multiculturalismo mina las bases de la comunidad política nacional, ya que al reconocer derechos diferenciados a distintos grupos sociales, atenta contra la igualdad jurídica que sustenta al Estado moderno, más aún, dada su trayectoria histórica y su naturaleza política, el multiculturalismo es mucho menos admisible para el caso de los Estados Unidos.45 El credo americano en el que se apoya la constitución social y política de los Estados Unidos tiene como sus ejes fundamentales al indivudualismo y al igualitarismo, principios que difícilmente admiten el reconocimiento de los derechos diferenciados que pretende el multiculturalismo.46 La polémica contemporánea entre el multiculturalismo y el liberalismo se ha alimentado principalmente de los resurgimientos de diversas nacionalidades en todo el mundo, incluso de algunas que 44 Las propuestas del multiculturalismo han despertado encendidas polémicas en los últimos años, particularmente en Estados Unidos y Canadá, en donde la conformación de sus sociedades ha propiciado que el tema de los derechos diferenciados sea peculiarmente espinoso. Para ilustrar las posiciones de esta corriente véanse los textos de Taylor, Charles. El multiculturalismo y la política del reconocimiento. FCE, México, 1993; y Kymlicka, Will. Ciudadanía multicultural. Paidós, Barcelona, 1996. 45 Una crítica del multiculturalismo muy similar a la que emprende Huntington la ofrece Giovanni Sartori en La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros. Taurus, Madrid, 2001. 212 parecían extinguidas, lo que ha cuestionando el equilibrio de Estados nacionales supuestamente consolidados.47 De este modo, a las continuas amenazas que los Estados nacionales reciben del exterior, las cuales han adquirido ahora la forma del choque de civilizaciones de acuerdo a Huntungton, hay que sumar también las que se producen en el interior de sus fronteras, aquellas protagonizadas por estos movimientos nacionalistas que pretenden adquirir mayores facultades autonómicas o, de ser posible, su plena independencia. De este modo, aunque Huntington considera que el Estado nacional seguirá siendo el principal protagonista de los asuntos internacionales en el futuro previsible, el proceso de globalización que experimenta la sociedad internacional está favoreciendo también los factores que cuestionan su integridad, o al menos que obligan a replantear la concepción de soberanía que tradicionalmente se había aplicado a esta formación estatal.48 Sin embargo, no sólo los países en modernización tienen problemas para que sus gobiernos ejerzan sus funciones de manera efectiva. Durante el último tercio del siglo XX los países modernizados también enfrentaron fuertes problemas de este tipo, incluso se acuñó el concepto de ingobernabilidad para referirse al conjunto de problemas que rebasan los recursos y capacidades del gobierno. La ingobernabilidad es aquella situación en la cual un gobierno legítimamente constituido no tiene la capacidad de poner en práctica sus políticas públicas, sus acciones de gobierno, lo cual frecuentemente le acarrea presiones sociales que producen su cuestionamiento y desprestigio.49 46 Huntington expone y desarrolla ampliamente el concepto del credo americano en American politics. The promise of disharmony. Op. cit., y en Poder Político USA-URSS. Op. cit. 47 Véase el Capítulo 5 sobre Rawls. 48 Véase El choque de civilizaciones. Op. cit. Cuarta parte. 49 El texto clásico sobre la gobernabilidad de la democracia es el que escribió Huntington junto con Michel Crozier y Joji Watanuki. The crisis of democracy. Op. cit. Además de este texto clásico, puede consultarse Alcántara, Manuel. Gobernabilidad, cambio y crisis. Siglo XXI, México, 1997; Arbós, Xavier y Salvador Giner. La gobernabilidad. Siglo XXI, España, 1997; y Dror, Yehezkel. La capacidad de gobernar. FCE, México, 1996. 213 No obstante, a pesar de que los Estados modernos y los que se encuentran en proceso de serlo enfrentan problemas similares en este campo, los recursos con que cuentan uno y otro para solucionarlos son considerablemente dispares. No sólo los Estados modernos tienen mayores recursos económicos y tecnológicos para encarar estos desafíos, sino que también cuentan con instituciones y procedimientos políticos legitimados por la permanencia y la tradición, que por este simple hecho tienen la virtud de resistir mejor los problemas comunes de gobierno.50 Así, para que los Estados en modernización disfruten de la legitimidad que otorga la tradición es necesario que emprendan un proceso de institucionalización de sus organizaciones y procedimientos políticos. Tanto Huntington como Rawls y Dahl conciben a las instituciones como pautas de conducta que se siguen en una sociedad, las cuales a través de su reiteración se convierten en prácticas reconocidas y apreciadas por el conjunto social, ya que son las que le dan coherencia y estabilidad como comunidad. De este modo, la institucionalización de la vida política de un país es un proceso mediante el cual las prácticas se convierten en instituciones y éstas, a la postre y debido a la costumbre, adquieren valor intrínseco.51 Huntington explica que el proceso de institucionalización de la vida política de una sociedad recorre un trayecto largo y accidentado. Las organizaciones y las prácticas políticas deben someterse a difíciles pruebas antes de convertirse en instituciones. Las instituciones políticas de una sociedad alcanzan un mayor nivel de institucionalización en tanto más flexibles y adaptables son, lo cual puede percibirse a través de tres indicadores básicos: 1) Antigüedad, 2) Recambio generacional, y 3) Especialización y diferenciación de actividades y estructuras. La 50 2. Véase el planteamiento de Lipset sobre este tema en el primer apartado del Capítulo 214 antigüedad de una institución es prueba de que goza de la suficiente funcionalidad para adaptarse a situaciones cambiantes, lo cual, a su vez, la hace más resistente aún a las transformaciones de su entorno. El recambio generacional tiene que ver mucho con el transcurso del tiempo, pero no se limita a ello. Cuando una institución ha sido practicada y respetada sólo por la generación de hombres que la fundaron no ha alcanzado aún su plena institucionalización, sin embargo, cuando una institución sigue practicándose por la generación posterior a la que la fundó, puede decirse entonces que ha comenzado su verdadera existencia como institución política, la cual se fortalece en cuanto más tiempo pase y un mayor número de generaciones continúe preservándola. La especialización y diferenciación de actividades y estructuras es un proceso que experimentan muchas instituciones al ir adaptándose a los cambios de su entorno. En tanto más compleja sea la operación de una institución, mayor será el nivel de especialización que requiera su manejo, y más numerosas serán sus unidades, componentes y ramas administrativas, por lo cual será más difícil prescindir de ella o sustituirla abruptamente por otra.52 Aunque es muy difícil hacer una clasificación y recuento exhaustivo de las instituciones políticas de una sociedad, tal vez sea útil señalar las más importantes, que de acuerdo a Roth y Wilson bien pueden ser el gobierno, los partidos políticos y las elecciones. Dentro del gobierno, cabe destacar principalmente a 1) El jefe del gobierno, 2) La burocracia, y 3) Las instituciones representativas.53 51 Véase El orden político en las sociedades en cambio. Op cit. Capítulos 1 y 3; y Robert Dahl. La democracia. Una guía para ciudadanos. Op. cit., p. 98, y Rawls, John. Teoría de la justicia. FCE, México, 1985, (11971). 52 Además de El orden político en las sociedades en cambio, puede consultarse sobre este tema a Rustow, Dankwart. “Democracy: a global revolution.” Foreing Affaires, Fall, 1990; y Merkl, Peter H.. Teorías políticas comparadas. Roble, México, 1973. 53 Roth, David E. y Frank L. Wilson. Estudio comparativo de la política. FCE, México, 1983. 215 La función del jefe del gobierno como institución es una de las más importantes del sistema político.54 Uno de los problemas más delicados que debe resolver un país en modernización es el de la institucionalización del liderazgo político. La mayor parte de los Estados nuevos o que experimentan un proceso de modernización política requieren generalmente de un líder político reconocido y popular que emprenda las tareas más arduas de esta transformación. Muchos de esos líderes constituyen la parte medular de la mitología política sobre la cual casi todos los Estados construyen su historiografia. Estos personajes históricos, míticos y heroicos, contribuyen no sólo al fortalecimiento institucional del Estado, sino que además, a la postre, constituyen la parte medular de la mitología política en la que se basan todos los Estados, de los que reciben además una buena dosis de su legitimidad. Sin embargo, como también advierte Lipset, la función determinante que desempeña el líder político en la creación de las instituciones tiene el defecto de amenazar al mismo tiempo la posibilidad de construirlas. Huntington coincide en que existe un conflicto irresoluble entre los intereses de los individuos y los de las instituciones, y lo plantea de manera paradójica: el líder carismático requiere de un poder considerable para forjar instituciones, pero para crearlas requiere simultáneamente ceder su propio poder.55 La mayor parte de los países en modernización tienen el complejo problema de contar con una burocracia muy ineficiente. De hecho, uno de los problemas más serios que enfrenta quien pretende poner en práctica un programa de modernización es el de la burocracia misma, ya 54 Compárese lo que se dice en los siguientes párrafos con lo que dice Lipset en el primer apartado del Capítulo “. 55 “Pero hay un conflicto entre los intereses del individuo y los de la institucionalización. Este último significa la limitación del poder que el dirigente carismático podría de otro modo manejar en forma personal y arbitraria. El constructor de instituciones en potencia necesita poder personal para crearlas, pero no puede hacerlo sin ceder su poder personal. La autoridad institucional es lo contrario de la carismática, y los dirigentes carismáticos se anulan a sí mismos si tratan de crear instituciones de orden público.” El orden político en las sociedades en cambio. Op. cit., p. 215. 216 que ésta se convierte en uno de los mayores obstáculos a la modernización, por lo cual es necesario comenzar por modernizarla a ella misma. Para contar con una burocracia eficiente es necesario profesionalizarla, capacitarla y dotarla de un nivel de especialización que le permita desempeñar mejor sus funciones. Sólo de este modo puede contarse con una burocracia que contribuya a la modernización y no sea un obstáculo, de lo contrario, se convierte en uno de los focos de mayor ineficiencia y corrupción, venal y fácilmente vulnerable ante las distorsiones producidas por la riqueza en la agenda gubernamental. La dificultad para institucionalizar los órganos de representación política reporta similares complicaciones. Muchas sociedades tradicionales carecen de instituciones de representación, o bien, las que tienen son determinadas por relaciones de clientelismo político, cacicazgo o patrimonialismo. De este modo, para erradicar estas prácticas de vinculación política es necesario transformar radicalmente las propias bases de la representación política, construir un mecanismo integral de representación de intereses, opiniones y expectativas que pueda presentarse como expresión del interés colectivo.56 Los partidos son las piezas más importantes de un sistema político, su función principal consiste en conectar a la sociedad con el Estado; transformar las necesidades y expectativas sociales en políticas de gobierno. Además de su función de representación de intereses, se encargan también de ejercer vigilancia, control y presión sobre la actuación de cada una de las instancias gubernamentales, particularmente sobre las actividades de la jefatura del gobierno. La importante contribución que brindan los partidos al funcionamiento del sistema político hace recomendable que se preste siempre la mayor atención al diseño y operación del sistema de partidos, particularmente 56 Sobre la insuficiencia de los partidos políticos y las instituciones de representación formales para canalizar los intereses e inquietudes de los grupos sociales puede consultarse a Schmitter, Philippe. “La consolidación de la democracia y la representación de grupos sociales.” Revista Mexicana de Sociología, No. 3/93, 1993. 217 en el período de la modernización, ya que es en éste lapso cuando se sientan las bases de las que serán las instituciones políticas del país. Como las otras instituciones políticas, un sistema de partidos estará más institucionalizado en tanto más antiguos y coherentes sean sus partidos políticos; de esta permanencia dependerá en buena medida que sean identificados por la población como los principales vehículos para canalizar la participación política y encauzarla por vías constitucionales.57 Huntington no se ha ocupado extensamente de los procesos electorales, de hecho, ninguno de los autores que se examinan aquí le ha dedicado mucha atención, si acaso, tal vez Dahl sea quien se ha acercado más al análisis de los medios y procedimientos técnicos para expresar las preferencias populares. No obstante ello, tanto Huntington como Lipset y Dahl han expresado en repetidas ocasiones la necesidad de prestar más atención a los aspectos técnicos y organizativos de las instituciones electorales, ya que si bien su adecuado diseño no es garantía de la continuidad del proceso democrático, sus imperfecciones e incongruencias sí pueden significar enormes riesgos para la estabilidad política. La transición a la democracia Samuel Huntington comparte con Almond, Dahl y Lipset la concepción procedimental de la democracia. En tanto que la mayor parte de su trabajo está dedicada a cuestiones vinculadas con la modernización política, su teoría democrática se asocia estrechamente con este tema. Para Huntintington, la democracia consiste básicamente en que la mayoría de quienes toman las decisiones colectivas sean seleccionados 57 Véase Huntington, Samuel. “Social and Institutional Dynamics of One-Party Systems.” en Authoritarian Polítics in Modern Society. The Dinamics of Established One-Party Systems. Basic Books, New York and London, 1970; Rokkan, Stein. “Electoral Mobilization, Party Competition, and National Integration” ; y Weiner, Myron y Joseph Lapalombara. “The Impact of Parties on Political Development” en Political 218 a través de elecciones limpias, honestas y periódicas, en las cuales se compita abiertamente y casi toda la población adulta tenga derecho al voto. Como podrá observarse, si se compara esta definición con las que sobre este mismo concepto ofrecen Almond, Dahl y Lipset se verá que existen claras coincidencias. Sin embargo, es una verdadera lástima que Huntington no abunde en su definición de democracia, ya que plantea explícitamente que lo que ofrece es una “definición mínima”, es decir, que para él esta concepción destaca sólo los rasgos elementales, de lo que se desprende que una definición extensa ampliaría este significado; aunque tal vez no haya los suficientes elementos para suponer que aun cuando ampliara esta “definición mínima” la nueva versión pudiera rebasar los contornos más o menos establecidos de la democracia procedimental. Para él, esta “definición mínima” de la democracia es de gran utilidad debido a que reúne las condiciones que a su juicio debían tener todos los conceptos de la ciencia política, es decir, la posibilidad de definirse esencialmente a partir de parámetros susceptibles de registro y medición, gracias a lo cual podrían aportar los elementos suficientes para confirmar o refutar empíricamente las hipótesis que se lancen sobre ellos.58 En este mismo sentido, como los otros cuatro autores aquí analizados, Huntington considera que la democracia es una forma de gobierno deseable, al menos la más deseable entre todas las posibles. Plantea que las razones fundamentales para valorar de este modo a la democracia son tres: 1) En ella es donde el individuo puede ejercer el mayor margen de libertad; 2) El gobierno democrático es menos Parties and Political Develpment. Weiner, Myron y Joseph Lapalombara (eds.), Princeton University Press, New Jersey. 58 “Siguiendo la tradición shumpeteriana, este estudio define un sistema político del siglo XX como democrático siempre que la mayoría de los que toman las decisiones colectivas del poder sean seleccionados a través de limpias, honestas y periódicas elecciones, en las que virtualmente toda la población adulta tiene derecho a votar.” “Es necesario añadir varios puntos para definir la democracia. En primer lugar, la definición de democracia en términos de elecciones es una definición mínima.” La tercera ola. Op cit. pp. 20, 22. 219 propenso a utilizar la violencia en contra de sus ciudadanos, y 3) Un Estado democrático normalmente no entra en guerra con otro Estado democrático.59 Con respecto al primer argumento, puede coincidirse con Huntington en tanto que, en efecto, de entre los distintos tipos de gobierno contemporáneos que existen la democracia es el que resulta más apropiado para el ejercicio de las libertades individuales. En relación al segundo, puede aceptarse también en términos generales, ya que ciertamente algunos gobiernos autoritarios se distinguen por sostenerse en el poder mediante la represión y persecución de los ciudadanos disidentes. Sin embargo, es conveniente no perder de vista que existen muchos otros gobiernos autoritarios que no basan su poder en despliegues de violencia permanentes y extensos, e incluso en ciertas condiciones algunos de ellos gozan de un amplio apoyo popular. Además, aunque los regímenes democráticos no recurren de forma indiscriminada a la violencia, se reservan el monopolio legítimo de la violencia, como lo hacen todos los Estados modernos y, además, en algunos casos recurren a la pena de muerte en contra de sus ciudadanos, la cual constituye el máximo acto de violencia en contra de un individuo. Con respecto al tercer argumento, es pertinente llamar la atención sobre el cambio de opinión que en esta materia ha expresado Huntington. Al formular este tercer argumento a favor de la democracia, retomó la antigua tesis kantiana en el sentido de que la paz mundial dependía de que los Estados adoptaran una constitución republicana, lo cual no sólo garantizaba la libertad a sus propios ciudadanos, sino que además constituía la mejor garantía también para las amenazas provenientes del exterior, ya que en una república libre se conocería el valor de la libertad, y por ello mismo no atentaría en contra de la de los ciudadanos de otros estados.60 Hay que reconocer que Kant se refería a 59 Ibid. Capítulo 1. “Sin embargo, las democracias, con algunas excepciones sin importancia o formales, no luchan contra otras democracias. En la medida en que este fenómeno 60 220 la república y no a la democracia, más aún, dentro del pensamiento kantiano la democracia era considerada una forma de gobierno corrupta. Sin embargo, debido al proceso de transformación que experimentó el concepto de democracia a lo largo del siglo XIX, su significación esencialmente negativa cambió a una positiva, en la cual estaban contenidos en buena medida los ideales republicanos típicos de los siglos precedentes.61 Huntington había sostenido en un principio esta tesis, sin embargo, posteriormente abandonó esta posición, aceptando la posibilidad de que algunos países democráticos, sobre todo aquellos de reciente democratización, no sostuvieran relaciones de cooperación y respeto tan firmes con los países occidentales democráticos, es decir, planteó que a pesar de la coincidencia en los principios democráticos, las diferencias civilizacionales podían generar no sólo relaciones poco cooperativas, sino incluso conflictos bélicos.62 Es necesario reconocer que Huntington sólo considera esta posibilidad en los casos en que a pesar de que el gobierno llegue al poder por medios democráticos sus valores políticos y culturales estén determinados por el fundamentalismo o por alguna otra ideología que limite las libertades individuales típicas de las democracias occidentales, esto es, de las democracias liberales. En este caso, podría replantearse la tesis de Huntington en el sentido de que, en efecto, como la historia lo ha mostrado, generalmente las democracias liberales no luchan entre sí. Sin embargo, esta es una simple conjetura, pues en su argumentación se aprecia el temor de que las diferencias culturales sean el único factor que determine la simpatía o animadversión entre los Estados. continúe, la expansión de la democracia significa la expansión de una zona de paz en el mundo.” La tercera ola. Op cit, p. 39. 61 Véase el primer apartado del capítulo anterior. 62 “El fácil supuesto occidental según el cual los gobiernos elegidos democráticamente tendrán una actitud de cooperación y serán prooccidentales no es necesariamente cierto cuando se trata de sociedades no occidentales en las que la contienda electoral puede llevar al poder a nacionalistas y fundamentalistas antioccidentales.” Samuel Huntington. El choque de civilizaciones. Op cit. pág, 235. 221 Independientemente de las contradicciones en que incurre Huntington en este aspecto, los argumentos a favor de la democracia son muchos y algunos de ellos poseen más solidez. Por ejemplo, es posible que uno de los más importantes sea que es el procedimiento más cercano a convertir la voluntad general en política de gobierno, sin que ello implique ignorar que en el mundo moderno siempre mediará entre uno y otro factor una enorme distancia. Además, no resulta tan desdeñable la cualidad que tanto Lipset como Dahl perciben en ella, esto es, que ofrece un mecanismo pacífico para sustituir a un gobierno por otro sin trastornar la vida social, respetando los valores y libertades de las sociedades modernas. Debido a éstas y otras muchas ventajas, la democracia liberal se ha convertido para casi todo el mundo en la forma de gobierno ideal, en el ejemplo a seguir. Incluso ahí donde no existen o existen muy pobres condiciones para su implantación, la democracia es deseada intensamente por amplios sectores de la población y por numerosos actores políticos. Este impulso hacia la democracia se hizo mucho más intenso en las últimas tres décadas, durante las cuales una buena cantidad de países en las más distintas regiones del globo han transitado de un gobierno autoritario a uno democrático. Huntington realizó el análisis de estos procesos en su libro La tercera ola, en el cual pretendió explicar los orígenes del conjunto de transiciones democráticas que se registraron en el último cuarto del siglo XX, y en el cual incluyó también los dos conjuntos de transiciones anteriores que sugiere el mismo título del libro.63 El planteamiento de ese libro es que en la historia moderna de la humanidad se han producido tres olas democráticas, es decir, tres series de transformaciones de gobiernos autoritarios en gobiernos democráticos, las cuales se registran en un período de tiempo definido y 63 Véanse los cuatro tomos que sobre este tema coordinaron Schmitter, Philippe y Gillermo O’Donnell. Transiciones desde un gobierno autoritario. Paidós, Barcelona, 1994. 222 comparten características similares. De acuerdo a este concepto de ola democrática que Huntington ofrece, interpreta también que la primera de ellas dio inicio en 1828 y concluyó en 1926; la segunda comenzó en 1943 y finalizó en 1962, y la tercera principió en 1974 y seguía vigente en 1990, año en que finalizó su investigación, admitiendo que no tenía suficientes evidencias para decir si ya había concluido la tercera ola o si todavía habría más transiciones.64 En la primera ola democrática transitaron hacia este régimen países que constituyen el ejemplo típico de la democracia occidental, como Estados Unidos, Inglaterra y Suiza, y las raíces de ésta se encuentran principalmente en la Revolución Francesa y la Revolución Americana. En la segunda ola democrática los países fueron de naturaleza más contrastante, ya que participaron naciones como Francia, Alemania e Italia, así como Malasia, Jamaica, Venzuela y Gambia. Las causas y detonantes de esta ola son diversas; tanto como los países participantes. De ellas destacan principalmente dos: 1) La derrota del nazismo y el fascismo, que explica las transiciones registradas en Europa, y 2) la descolonización emprendida por las potencias europeas, que explica básicamente los procesos correspondientes a Asia y Africa. Finalmente, la tercera ola incluyó a países todavía más diversos, como Bulgaria, Guatemala, Mongolia o Namibia, los cuales fueron afectados igualmente por una multiplicidad de factores, de entre los que sobresalen el crecimiento económico mundial, la actividad de la iglesia católica y la presión democrática de los países occidentales. La interpretación que ofrece Huntington sobre estas tres olas democráticas es muy sugerente y atractiva, además de que por diversos motivos la idea de una tercera ola se ha hecho muy popular. Sin embargo, a pesar de los méritos que tiene esta idea, adolece también de fallas o carencias que es necesario señalar. 64 Véase el planteamiento que hace también Dahl en el capítulo anterior sobre las tres etapas de la democracia. 223 En primer término, conviene destacar que como investigador de la política comparada y de las relaciones internacionales, Huntington dedica especial atención a la incidencia de los factores externos sobre las transformaciones internas de un país. Desde esta perspectiva, no sólo puede hablarse de olas democráticas, sino también de olas de violencia, olas de protestas u olas neoliberales. Durante la década de los ochenta se hizo muy común hablar de la ola neoliberal que impregnaba las políticas económicas de una gran cantidad de gobiernos, tanto de países desarrollados como subdesarrollados. Posteriormente, en la década de los noventas, ya no se habló de la interconexión de los asuntos mundiales, sino de globalización, concepto que denota un grado más elevado de interpenetración de los asuntos mundiales. Esta creciente interconexión de los asuntos humanos a lo largo y ancho del globo es una de las causas más relevantes de la tercera ola democrática, incluso puede considerarse también una de las causas de la segunda ola, en la cual muchos países compartieron el mismo destino debido principalmente a la segunda guerra mundial. Sin embargo, para explicar la primera ola, este criterio parece menos aplicable, lo cual se debe básicamente a que en la época en que inició no podría decirse que se había llegado a un grado de compenetración internacional como el que se alcanzó en el siglo XX. En el caso de la primera ola, la interacción de la política mundial no pareció ser un factor tan relevante. Aunque no podría negarse la contribución de la Revolución Francesa y Americana, como lo propone Huntington, lo que resultó determinante en este caso fue la raíz anglosajona de los países que participaron en ella. Si se observa este conjunto, se verá que de los diez países que protagonizaron este movimiento seis de ellos, esto es, más del 50%, eran herederos de las instituciones políticas británicas, a las cuales muchos les atribuyen el primer impulso democrático de la era moderna. En este caso, la ola democrática se debió menos a la dinámica interactiva de la 224 política mundial que a los factores meramente intrínsecos de estos países. En segundo lugar, si se consideran los períodos de duración de las tres olas democráticas se verá que el criterio para identificar a cada una de ellas ha sido un tanto irregular. Esto puede percibirse claramente si se comparan la primera y la segunda ola: en tanto la primera ola dura casi cien años, de 1828 a 1926, la segunda dura apenas veinte, de 1943 a 1962, es decir, existe una desproporción evidente. Esta disparidad implica que la primera ola sea demasiado extensa, tanto, que en ella se realizan una gran cantidad de transformaciones políticas y sociales en los países que se toman como referencia, lo cual hace difícil englobar en un sólo período histórico el siglo que corre entre estas dos fechas y que está lleno de conflictos, reformas y revoluciones. Además, la disparidad de la duración de ambas olas no es el único problema. La segunda ola, que va de 1942 a 1963, es en buena medida efecto y resultado de la segunda guerra mundial, pues una gran parte de las transiciones que se registraron en el período estuvieron influidas en mayor o menor medida por ese suceso. No obstante, con la segmentación de Huntington, se pierde de vista que las consecuencias de la segunda guerra mundial deben ser vistas como parte de un proceso íntegro que dio inicio mucho antes, un proceso que inicia precisamente con la primera guerra mundial y concluye con el inicio de la guerra fría. En este sentido, la primera contraola, que Huntington ubica entre 1922 y 1942, podría ser vista no sólo como una reacción frente a la primera ola, sino tal vez se le comprendería mejor si se le observara como un periodo de reacomodo entre las dos guerras mundiales. No obstante, hay que admitir que la periodización histórica siempre es relativa, al grado de que aun la más común y difundida produce polémica y desacuerdo, por tal motivo, en este caso, debe reconocerse al menos que la periodización propuesta por Huntington suscita serias objeciones. 225 En tercer lugar, si se aplicara estrictamente la definición que Huntington da sobre la democracia, particularmente el requisito de que deben tener derecho al voto la mayoría de los adultos, se observaría que ningún país de los considerados en la primera ola tenían esa característica en el siglo XIX. Huntington no pasó por alto esta dificultad, y para salvarla, optó por usar dos definiciones alternativas de democracia, con lo que esperaba hacer congruente y aceptable su enfoque de las tres olas. Así, propuso que para el siglo XX se usara la definición íntegra que originalmente dio,65 y para el siglo XIX propuso que se aceptaran como democracias aquellos países en donde al menos el 50% de los individuos adultos tuvieran derecho al voto.66 Si se aceptan estas dos definiciones alternativas de democracia puede ponerse a salvo el enfoque de las tres olas, pero si se asume un criterio más estricto, entonces difícilmente podría admitirse. En este caso, tendría que reconocerse que varios de esos países eran oligarquías o aristocracias en el siglo XIX o, cuando mucho, podrían describirse como democracias censitarias, pero en todo caso serían regímenes distintos a las democracias del siglo XX. En cuarto lugar, es pertinente hacer notar que una de las sugerencias implícitas en el enfoque de las tres olas democráticas es que los países que han experimentado este proceso, ya sea en la primera o en la tercera ola, adquieren por ese sólo hecho el mismo nivel de desarrollo político, la misma condición o, siguiendo la metáfora de Huntington, que arriban a la misma playa. Es probable que a través de esta transformación política todos estos países lleguen a compartir alguna homogeneidad, consistente sobre todo en la posesión común de ciertas instituciones democráticas básicas, como el voto universal, las elecciones periódicas o la competencia política abierta, sin embargo, es necesario advertir que entre ellos persisten considerables diferencias en 65 66 Véase supra. Véase La tercera ola. Op. cit., p. 27. 226 cuanto a sus características e instituciones políticas, como la calidad y cantidad de la información política disponible; el nivel de educación y preparación de los ciudadanos; o la red de organizaciones y asociaciones sociales, esenciales para el pluralismo político. De este modo, no puede haber punto de comparación entre la democracia de Suecia y Francia con la de El Salvador o Senegal, por ejemplo. Además, probablemente no sea necesario abundar en los enormes diferenciales de desarrollo económico y social que persisten entre estos países para detonar este segundo contraste.67 Finalmente, en quinto lugar, Huntington define la democratización como el proceso de transición que lleva de un gobierno autoritario a uno democrático, no obstante, así como el enfoque de las tres olas homogeneiza implícitamente el tipo de democracia al que se arriba, del mismo modo, en este caso también se homogeneiza el punto de partida. Huntington dice que, para ajustarse a la conceptualización que sugiere, debe fundirse en una sola categoría a los diversos tipos de gobiernos autoritarios que existen, a pesar de que las diferencias entre muchos de ellos sean considerables. Sin embargo, es necesario señalar que sí importa el tipo de gobierno autoritario que antecede a la democracia, ya que de ello depende no sólo la facilidad del tránsito, sino también el tipo de instituciones políticas que se construyan en ese Estado. Como decía Barrington Moore, existen algunas formas de gobierno autoritario cuya constitución favorece la implantación de la democracia, en tanto que otras la obstruyen.68 El mismo Huntington pudo advertir esto cuando 67 En América Latina, por ejemplo, la transición a la democracia no ha bastado para construir instituciones políticas sólidas y efectivas, muchas de ellas siguen arrastrando pesados lastres. Véanse Muck, Ronaldo. “After the transition. Democratic disenchantment in Latin America.” European Review of Latin American and Caribbiean Studies, No. 55, december 1993; O’Donnell, Guillermo. “Transitions, continuities and paradoxes” en Mainwaring, Scott, Guillermo O’Donnell y J. Samuel Valenzuela (eds.). Issues in democratc consolidation. University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1992; y Karl, Terry Lynn. “Dilemas de la democratización en América Latina” Foro Internacional, No. XXXI-3, 1991. 68 Véase Moore, Barrington. Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia. Península, Buenos Aires, 1973. 227 señaló que los gobiernos burocráticos centralizados dificultan más la transición a la democracia que los sistemas feudales descentralizados, distinción que no toma suficientemente en cuenta cuando engloba en una sola categoría a todos los gobiernos autoritarios. Por este motivo, debe advertirse que no todos los procesos de democratización siguen la misma ruta; así como es diferente el punto de partida en cada caso, del mismo modo, es diferente el punto de llegada. Probablemente en el futuro estas diferencias pierdan significado para la conformación de cada régimen político, pero en la actualidad son relevantes y determinan en muchos casos aspectos básicos de los sistemas políticos en transformación. Además, como se evidencia aquí, Huntington comparte con Almond, Dahl y Lipset una concepción lineal del desarrollo político: los cuatro colocan en una línea recta y continua los distintos tipos de gobiernos autoritarios y democráticos, es decir, en lugar de elaborar una tipología de las formas de gobierno, elaboran una escala en la que los gobiernos se diferencian únicamente en términos cuantitativos, esto es, se diferencian en tanto son más o menos democráticos, o bien, más o menos autoritarios.69 Las generalizaciones de este tipo ciertamente facilitan la presentación de las panorámicas de conjunto, pero al costo de sugerir que todas las sociedades tienen una línea política evolutiva idéntica, en donde el presente de las sociedades modernas es el futuro de las sociedades que se encuentran en proceso de modernización y aún de aquellas que están dando sus primeros pasos en esta ruta. Sin embargo, los procesos de transformación y desarrollo político del conjunto de las sociedades humanas no siempre reproducen el mismo patrón de cambio y evolución, en ocasiones recrean y reproducen esquemas de desarrollo que ya han experimentado antes otras sociedades, pero a menudo se desenvuelven por vías paralelas o diagonales. La manera más clara en que el mismo Huntington reconoce 69 Este es el mismo enfoque que proponen Harold D. Lasswell y Abrahm Kaplan en su influyente libro Power and society. Yale University Press, New Haven, 1950, p. XVI. 228 esto es cuando admite que la modernización de algunos países no significa necesariamente su occidentalización, es decir, los países en vías de modernización seguramente reproducirán algunas estructuras políticas, económicas y sociales de las sociedades occidentales modernas, pero no todas.70 En su análisis de las olas democráticas Huntington identifica las que considera las causas principales de cada una de ellas. En el caso de la tercera ola, destaca cinco causas fundamentales: 1) Los cambios religiosos de las últimas décadas, especialmente la transformación de la iglesia católica; 2) El desarrollo económico y la crisis que experimentaron tanto los países modernos como aquellos en vías de modernización durante la posguerra y los años setenta; 3) El declive de la legitimidad y el dilema del desempeño al que se enfrentaron los gobiernos autoritarios en los años setenta y ochenta; 4) Las nuevas políticas de los agentes externos, principalmente de los que tienen la capacidad de influir determinante en los asuntos internos de los países en modernización, como la Unión Europea, los Estados Unidos, o la antigua Unión Soviética; y 5) El efecto demostración, esto es, la influencia ejemplar que ejercieron los primeros países que se democratizaron sobre los que lo hicieron después.71 Cada una de estas causas contribuyó en diferente medida a la tercera ola, por lo que Huntington explica detenidamente el modo en que lo hicieron, pero aunque cada una tiene características y méritos que sería conveniente comentar, las que llaman más la atención son las dos primeras. Tradicionalmente se había considerado que la democracia encontraba su mejor sustento religioso en las sociedades protestantes, fundamentalmente porque éstas proporcionaban al individuo una ética más apropiada para el ejercicio de la independencia y las libertades 70 71 Véase El choque de civilizaciones. Op cit. Capítulo 3. Véase La tercera ola. Op cit. Capítulo 2. 229 individuales, que son base y objetivo de las democracias contemporáneas. Por el motivo contrario, se consideraba que el catolicismo era una base menos apropiada, es decir, debido principalmente a que imbuía en el individuo nociones de sometimiento incondicional a la autoridad, así como una conducta pía y temerosa en la vida. No obstante ello, la tercera ola estuvo protagonizada por muchos países católicos, de hecho, la mayor parte profesaban esa religión. Este cambio se generó por una compleja combinación de transformaciones económicas, políticas y sociales, pero dentro de todas ellas cabe distinguir la transformación de la propia iglesia católica, la cual comenzó a abogar activamente en todo el mundo por la defensa de los derechos humanos, declarando su simpatía a los gobiernos democráticos y retirándoselas a los autoritarios. Sin embargo, en 1990 Huntington reconocía que este factor propulsor de la democracia tenía un límite rígido, el mismo que marca la separación entre el mundo cristiano y el resto de las civilizaciones. Fuera del cristianismo, ni el budismo, el confucianismo y menos aún el islamismo parecían ser substratos religiosos que favorecieran la democracia, razón por la cual Huntington concluía hace ya casi diez años que uno de los impulsos fundamentales de la tercera ola democrática se había agotado, por lo que muy probablemente no se presentarían muchas otras transiciones en el futuro previsible. No obstante esta apreciación, poco después, en su libro El choque de civilizaciones, admitía que aún en los países fundamentalistas podía implantarse la democracia, es decir, que la tercera ola democrática bien podía extenderse a países cuya religión no tuviera como raíz el cristianismo. Como se ha mostrado anteriormente, en ésta y en otras cuestiones relevantes, la opinión de Huntington cambió radicalmente en unos cuantos años. El crecimiento económico mundial que se registró en el período posterior a la segunda guerra mundial fue otra de las causas relevantes 230 que desencadenaron la tercera ola. Como Lipset, Huntington señala que existe una correlación positiva entre la riqueza y la democracia, entre el desarrollo económico y el desarrollo político. No obstante, a diferencia de Lipset, Huntington no sólo señala esta correlación, sino que además elabora una explicación causal que conecta ambos factores. Así, señala que el desarrollo económico favorece a la democracia principalmente por las siguientes razones: 1) Promueve los sentimientos de confianza entre los ciudadanos; 2) Aumenta los niveles generales de educación; 3) Se distribuyen entre diferentes grupos los recursos económicos; 4) Se multiplican las fuentes no gubernamentales de riqueza; y 5) Se produce una expansión de la clase media.72 Huntington ofrece de este modo una descripción y explicación de las causas de la democracia, principalmente de la conexión causal entre los factores económicos y los políticos, ilustrando así lo que Rostow llama la teoría genética de la democracia.73 Huntington explica así cómo el desarrollo económico basado en la industrialización impulsa a la democracia debido a que hace proliferar los centros no gubernamentales de riqueza y con ellos aparecen los grupos económicos beneficiarios del crecimiento que operan como contrapesos del gobierno. Estos grupos requieren y exigen un marco legal y social estable, es decir, condicionan su inversión y participación económica a la estabilidad política que normalmente ofrece la democracia. El gobierno se ve así constreñido a preservar el orden público, respetar los derechos de los ciudadanos y vigilar que entre ellos exista el mismo compromiso de apego a la ley. En la medida en que se produce el incremento de los ingresos y la riqueza de los diferentes grupos sociales, se genera también un aumento de la carga fiscal, lo que se traduce en un incremento del monto absoluto de 72 Sobre la interacción entre la política y la economía en el proceso de modernización también puede verse el estudio pionero de Apter, David. Una teoría política del desarrollo. FCE, México, 1974. 73 Véase Rustow, Dankwart. “Transiciones a la democracia: hacia un modelo dinámico.” en Merino, Mauricio (Coord.) Cambio político y gobernabilidad. Colegio Nacional de Licenciados en Ciencia Política y Administración Pública, México, 1993. 231 los impuestos recabados por el Estado. Esta mayor extracción fiscal influye para que los contribuyentes dediquen más atención y presión a la actividad del Estado, ya que éste consume una proporción considerable de sus recursos. En muchas sociedades modernas la elevada carga impositiva es un aliciente para que los ciudadanos presionen a las autoridades estatales, no hay que olvidar que la divisa de la independencia de los Estados Unidos fue No taxation without representation. En este mismo sentido, el desarrollo económico que se produce por la industrialización implica en la mayor parte de los casos un incremento en el nivel general de educación, ya que la urbanización, el trabajo fabril y la necesidad de contar con técnicos especializados hacen necesaria una mayor preparación de la clase trabajadora. Debido a este mismo proceso, la clase media crece y se diversifica, ampliando así el sector social de mayor educación y preparación. El impacto que el desarrollo económico produce en estos sectores sociales contribuye a formar ciudadanos más exigentes de la gestión pública y mejor capacitados para ejercer sus derechos civiles y políticos, esto es, para presionar a favor de un orden democrático. Esta observación, por supuesto, no es nueva. Desde tiempos remotos se ha considerado a la clase media como un soporte fundamental de los gobiernos republicanos y democráticos, lo cual es retomado y asumido por Huntington, Almond, Dahl y Lipset. En este sentido, Huntington señala cómo la clase media se convierte en el largo plazo en un factor de estabilidad política para la democracia, aunque en el corto plazo, precisamente durante el período de su formación, sea uno de los factores más comunes de la presión social y la inestabilidad política.74 74 Eduard Shils ofrece una interesante explicación sobre el efecto político y social de la aparición de los sectores técnicos y profesionales en las sociedades en modernización. Véase “Demagoges and cadres in the political development of the new states.” en Pye, Lucian W. (ed.) Comunications and political development. Princeton University Press, New Yersey, 1963. 232 Es posible que el anterior resumen de la explicación que ofrece Huntington sobre las conexiones causales que conducen a la democracia sea demasiado esquemático y escueto, incluso tal vez le reste méritos a la versión original, sin embargo, su mención podría justificarse para señalar los hilos centrales de su argumentación, ya que uno de sus señalamientos más importantes en este aspecto es que la riqueza social por sí misma no impulsa a la transición democrática, pues para que lo haga se requiere que sea el producto de la industrialización y el desarrollo económico. Esta distinción es relevante debido a que mediante ella Huntington puede explicar porqué algunos países poseedores de una gran riqueza no tienen una base apropiada para el impulso democrático. En casos en los cuales la riqueza está excesivamente concentrada en un sector social, o es producto de la exportación masiva de un determinado producto, como el petróleo, no se produce el efecto multiplicador de los recursos económicos que hace a una sociedad más plural y diversificada. Además, en conexión estrecha con este asunto, advierte muy insistentemente que no basta con que se creen las condiciones favorables para la democracia, además de ello hace falta que se desee y se construya, que se guíe a la sociedad hacia ella, hacen falta, pues, líderes políticos. Huntington, como Lipset, presta una gran atención al papel de los líderes en la construcción de las instituciones políticas. Almond, Dahl y Rawls no se ocupa en extenso del tema, pero en lo que sí coinciden los cinco es en el interés que tienen en la contribución de las élites sociales y políticas al funcionamiento de la democracia. Huntington, coincidiendo con Lipset, explica que las élites sociales son las que generalmente se muestran partidarias de los valores democráticos y liberales, en tanto que las masas simpatizan más a menudo con el conservadurismo, la derecha y las soluciones de fuerza. Pero en lo que Huntington pone especial atención es en la importancia de las élites en los procesos de transición 233 política, de hecho, considera que uno de los motores de la historia más potentes y visibles son los líderes políticos, ya que en ellos recaen en muchas ocasiones las más importantes decisiones, las que imprimen el último sesgo a los acontecimientos políticos y sociales. De ello se desprende que no es suficiente que existan las condiciones económicas y sociales que requiere la democracia, Huntington especifica que es necesario que haya líderes que encabecen y conduzcan la transición, en lo cual le asiste toda la razón. 5. JOHN RAWLS: JUSTICIA Y DEMOCRACIA Como se mencionó ya en la Introducción, John Rawls es un caso notablemente distinto al de los cuatro autores precedentes. Para empezar, su teoría de la democracia es esencialmente normativa, no empírica. Esto se debe en buena medida a que a diferencia de los otros cuatro su teoría se elabora fundamentalmente a partir de la filosofía política y moral, no de la ciencia política como sucede con los demás autores aquí analizados. No obstante, y aunque tal vez sea un buen punto de inicio resaltar la orientación esencialmente normativa de Rawls, conviene no dejar de mencionar que desde la publicación de su obra clásica Teoría de la justicia en 1971 su pensamiento ha experimentado un notable cambio, que si bien no implica un abandono absoluto de la orientación normativa de su teoría, sí muestra una polémica ambivalencia entre lo que es factible dentro del ámbito político y lo que es deseable. Es decir, como él mismo lo expresa en El derecho de gentes, su teoría cada vez se aboca más a la construcción de una utopía realista, con todo lo discutible que pueda resultar este término. De este mismo modo, en sus últimas obras, de hecho, desde la publicación de su Liberalismo político en 1993, mencionó reiteradamente que lo que había tratado en éstas era darle una orientación más política a su teoría, es decir, plantear su teoría de la justicia no como una concepción moral, comprehensiva, sino como una concepción fundamentalmente política. En este sentido, si ya su Teoría de la justicia resultaba por sí misma muy atractiva para el desarrollo de la teoría democrática, las posteriores obras de Rawls elevan todavía más el interés en su pensamiento. No obstante, en el presente trabajo, no se analiza en su integridad el pensamiento rawlsiano, sino que se pone especial acento en lo que podría considerarse su teoría de la democracia, la cual, hasta 235 ahora, no ha recibido la misma atención que muchos otros de los aspectos específicos de su teoría. Así, aunque será inevitable referirse a muchos de los aspectos teóricos que pertenecen más directamente al ámbito moral que al político, lo que se trata aquí es de especificar su teoría de la democracia mediante las tres formas en que él mismo la caracteriza: democracia constitucional, democracia de propietarios y democracia deliberativa. La democracia constitucional Uno de los rasgos distintivos más importantes de la teoría democrática de Rawls es su acento en la importancia de la constitución política, más aún, una de sus afirmaciones más contundentes y reiterativas en este campo es que si una sociedad bien ordenada ha de tener un régimen político, éste no puede ser otro que el de la democracia constitucional. Sin embargo, en el caso de este concepto, como muchos otros de los conceptos políticos que maneja Rawls, hay que tener especial cuidado, ya que la significación que les da no siempre concuerda con la que se maneja comúnmente en el vocabulario político más generalizado, más aún, en muchos casos ni siquiera concuerda con la que les dan los otros cuatro autores aquí analizados. En efecto, cuando Rawls habla de democracia constitucional, liberalismo político, democracia procedimental, cultura política, pluralismo o sociología política se refiere a cosas bien distintas de las que se acostumbra aludir con este tipo de expresiones. En el caso de la democracia constitucional, Rawls no se refiere simplemente a que el ejercicio del poder político se ciña estrictamente a un estatuto legal supremo, sino que, además de ello, el ejercicio de este poder se someta a determinadas restricciones. Aunque Rawls se refiere de diferentes maneras a los principios básicos del constitucionalismo en cada una de sus obras, bien podría 236 destacarse que el contenido más importante que atribuye a la democracia constitucional se resume en el principio de protección de una serie de libertades básicas individuales. Es decir, desde su punto de vista, la parte más importante de la constitución es la declaración de derechos, esto es, los principios políticos que aseguran las libertades del individuo frente a la interferencia o intrusión del gobierno. Rawls atribuye esencialmente al constitucionalismo este significado debido a que considera que las libertades individuales de los ciudadanos se hallan en peligro siempre, aun en los gobiernos democráticos, por lo que un individuo que esté consciente de la importancia de preservar sus libertades y tenga la posibilidad de elegir el régimen político bajo el cual desea vivir seguramente elegirá una democracia constitucional. En este sentido, Rawls acepta que existe cierta tensión entre los dos términos componentes del concepto de democracia constitucional. Por un lado, la democracia, que significa esencialmente el gobierno de la mayoría, y por el otro la constitución, que normalmente incorpora una parte dedicada a la protección de las libertades individuales básicas frente al gobierno. Esto no significa de ningún modo que Rawls cuestione la importancia del gobierno de la mayoría, más aún, en muchos pasajes de su obra reconoce que la política cotidiana de una sociedad bien ordenada no puede conducirse de otro modo más que por medio de la regla de mayorías. Sin embargo, lo que siempre señala con insistencia es que las libertades básicas de los ciudadanos deben ponerse a salvo del gobierno, aún cuando éste sea el de la mayoría. Como puede verse, el concepto de constitucionalismo que tiene Rawls es más liberal que democrático. Con ello, Rawls muestra cómo su interpretación política se vincula íntimamente con la tradición constitucional estadounidense, en la cual, a diferencia de Europa, en donde muchas de las constituciones se establecieron para limitar el poder superior de un monarca, la preocupación esencial era limitar el alcance del poder de las mayorías. Esta orientación queda 237 transparentemente mostrada en una de las varias caracterizaciones que hace Rawls del constitucionalismo, al cual atribuye tres principios básicos: 1. Un sistema bicameral; 2. La separación de poderes; y 3) Un estatuto de libertades públicas sometido a revisión judicial. Se aprecia aquí cómo la tradición constitucional europea difícilmente podría identificarse con esta descripción, ya que en muchos de los países del continente sólo existe una cámara legislativa, o bien, aunque existe una declaración de derechos, no se prevé la revisión judicial. Así, cuando Rawls habla de constitucionalismo, es conveniente remitirse a la tradición estadounidense, y cuando habla de democracia constitucional, no hay que pensar en un gobierno mayoritario fortalecido por la constitución, sino limitado por ella.1 En este mismo sentido, cuando Rawls habla de la democracia procedimental, no se refiere a la teoría de la democracia que postula, por ejemplo, Robert Dahl, para quien se trata de un régimen en el que resultan definitorios los procedimientos que se siguen para la toma de decisiones políticas, es decir, una teoría indiferente ante los fines u objetivos a los que éstas se dirijan. Para Rawls, la democracia procedimental implica sobre todo atribuir un amplio poder al gobierno, incluido el de modificar el estatuto de libertades básicas. La democracia procedimental es, entonces, la versión populista de la democracia, en donde la mayoría tiene la atribución de pasar por encima de los derechos y libertades de las minorías, lo cual, evidentemente, resulta inaceptable para Rawls.2 1 Véase Rawls, John. Teoría de la justicia. Op cit, p.259. Además, Rawls realiza algunas otras caracterizaciones de lo que llama un régimen constitucional que no son plenamente congruentes entre ellas mismas: Ibid. pp. 256-8; Liberalismo político, FCE, México, 1996 (11993) pp. 220-1; y La justicia como equidad. Una reformulación. Paidós, Barcelona, 2002 (12001), p.161. 2 “Por el contrario, una democracia procedimental es aquella en la que no hay límites constitucionales a la legislación y en la que todo lo que promulgue una mayoría (u otra pluralidad) es ley, siempre que se sigan los procedimientos adecuados, esto es, el conjunto de reglas que identifica la ley.” La justicia como equidad. Op. cit., p.196. 238 En este sentido, para comprender plenamente el sentido del concepto de la democracia constitucional de Rawls, es conveniente tener en cuenta que en él se encuentran implícitas una serie de relaciones entre el conjunto social, las mayorías democráticas y las minorías políticas. De acuerdo a la formulación esencial de su teoría, un orden social sólo puede ser legítimo mientras que su estructura básica sea aceptada unánimemente por todo el conjunto social. Así, aunque muchas de las decisiones políticas que se requieren tomar en un sociedad moderna pueden ser adoptadas mediante la regla de mayoría, las minorías deben tener siempre la garantía de que el gobierno, por más democrático que sea, no pasará nunca por encima de sus derechos y libertades básicas. A primera vista, parece convincente este planteamiento, sin embargo, los problemas comienzan cuando se trata de alcanzar el consenso unánime se la sociedad, así sea para normar su estructura básica. La teoría de la justicia de Rawls, y la idea de democracia que lleva implícita, se reconoce esencialmente por intentar resolver este problema, por tratar de alcanzar un acuerdo social unánime, que en este caso, recurre a la figura hipotética del contrato social. La mayor parte de las teorías contractualistas, como la de Rawls, pueden ser criticadas desde las más diversas perspectivas teóricas y, en términos generales, algunos de sus postulados fundamentales adolecen ciertamente de consistencia y firmeza. Sin embargo, hay algo en lo que coinciden la mayor parte de sus muchos críticos, esto es, en reconocer el valor de su teoría de la legitimidad política, lo cual es además uno de los méritos principales de esta corriente. El contractualismo plantea que para que la ley, el orden público y, en sí, el propio Estado sean reconocidos como legítimos, no basta que la mayor parte de los ciudadanos otorguen su consentimiento; es necesario que cada uno de los miembros de esa sociedad, es decir, cada individuo, los acepte y respalde. Incluso algunas teorías contractualistas van más 239 lejos, pues no consideran suficiente que los individuos acepten indiferentemente el orden social en el cual viven; el requerimiento no se satisface con el hecho de que las manifestaciones exteriores de su conducta hagan pensar que están de acuerdo con él. Esto no basta, la legitimidad debe interiorizarse, partir de la propia conciencia individual: en su fuero interno el individuo debe avalar cada una de las instituciones públicas como si él mismo decidiese crearlas.3 La teoría neocontractualista de John Rawls comparte esta virtud con las teorías clásicas del contrato social. En su concepción, las principales instituciones políticas y sociales deben ser consideradas legítimas por cada uno de los ciudadanos. No basta que una minoría potentada o una mayoría aplastante se declaren conformes con un determinado orden social para que éste sea aceptado; se requiere sólo que la más ínfima minoría se oponga, es suficiente incluso que un solo individuo se declare en desacuerdo, para que dicho ordenamiento pierda la legitimidad que busca el contractualismo. Sin embargo, la teoría de Rawls comete algunos de los errores más comunes de varias teorías de esta corriente, particularmente de las que profesan el liberalismo, las cuales centran su atención exclusivamente en el individuo y en su defensa. En el caso de Rawls, la prioridad que le otorga a éste le lleva a concebir a la constitución como un mecanismo cuyo objetivo más importante es la protección de los derechos individuales. A pesar de que para Rawls ése es su punto de partida, el individuo y sus derechos, razón por la cual se le considera un miembro distinguido de la larga tradición del liberalismo político, uno de los rasgos más característicos de su Teoría de la justicia es tratar de diseñar un riguroso esquema de justicia social, el cual busca corregir las más graves desigualdades que sufren los sectores menos favorecidos de la 3 Este es precisamente el contenido y el objetivo más importante del concepto de Rawls de la posición original. Véase en especial el Capítulo III de Teoría de la justicia. Op cit. 240 sociedad. Ciertamente, la evolución posterior de su pensamiento parece haber atenuado el rigor de su formulación original de justicia igualitaria, pero es evidente que, al menos en esa obra clásica, había una intención en este sentido.4 No obstante, la legitimidad que pretende alcanzar el contractualismo significa en realidad fundar el orden social sobre la unanimidad de los miembros de la sociedad, busca alcanzar el consenso unánime y activo de todos los ciudadanos, lo cual no solamente parece bastante complejo, sino que además es uno de los rasgos de esta teoría que ha suscitado más objeciones y críticas. En efecto, en el terreno de la política nada hay más inasible y engañoso que la unanimidad, la cual se presenta más bien de manera esporádica y excepcional. Además, hay quienes consideran que en cuestión de opiniones políticas la pluralidad no es una limitación o una contingencia indeseable, sino un valor en sí mismo, el cual no hay que evadir sino tratar de promover. Desde ese punto de vista, la búsqueda de la unanimidad despierta sospechas y suspicacias, pues se considera que una intención de este tipo pertenece más bien a los objetivos de un régimen cuyo autoritarismo raye en el totalitarismo, o bien, que sea tan idealista hasta llegar a bordear el utopismo.5 En realidad, en la historia y en la actividad política cotidiana lo más común es la discordia de intereses y la diversidad de opiniones, por lo que la unanimidad sólo se presenta de manera incidental y azarosa. 4 Esta característica de la teoría de Rawls ha metido en serios problemas a muchos de sus críticos, quienes frecuentemente se enfrentan a un verdadero dilema al intentar dilucidar si se encuentra del lado del liberalismo económico o del colectivismo. Varios de ellos han intentado arreglárselas para ubicarlo en el terreno ideológico contrario al que ellos mismos pertenecen, lo cual ha sido en muchas ocasiones una sencilla solución para resolver ese complejo problema. Véase Fernando Vallespín. Nuevas teorías del contrato social. John Rawls, Robert Nozick y James Buchanan. Alianza Universidad, Madrid, 1985; y Gargarella, Roberto. Las teorías de la justicia después de Rawls. Paidós, Barcelona, 1999. 5 Werner Becker es un ejemplo de quienes consideran que en cuestiones políticas y morales no puede haber unanimidad, sino que la pluralidad es deseable y necesaria. Evidentemente, Becker y Rawls ven de un modo distinto el pluralismo; aunque cada 241 Siendo así, cabe preguntarse ¿cómo pueden hablar de unanimidad los contractualistas? o, más específicamente ¿a qué se refieren realmente con ello? Aquí, tanto Rawls como varios de los neocontractualistas y los clásicos del contractualismo, como Hobbes, Locke o Rousseau, coinciden en establecer dos planos o dos niveles en la escala del consenso: uno en el que se requiere la unanimidad y el otro en el cual opera la pluralidad. Para el contractualismo clásico, el acuerdo unánime debía estar presente únicamente en el acto de fundación, en la aceptación del orden social resultante del tránsito que conduce del estado de naturaleza a la sociedad civil. De manera similar, en los términos de Rawls, el requisito de la unanimidad debe aplicarse a las principales instituciones sociales y políticas, en especial a las instituciones que considera más importantes, como la constitución política y las instituciones económicas y sociales más relevantes; a lo que él llama la estructura básica de la sociedad. Esto significa que solamente las instituciones vitales del contrato social son las que deben aprobarse por unanimidad, esto es, por todos y cada uno de los miembros. Sin embargo, una de las cuestiones más polémicas, y criticadas, de Teoría de la justicia, es la identificación que hace Rawls de las instituciones sociales básicas, pues cuando las define se evidencia que no necesariamente son una aspiración u objetivo de toda sociedad. En efecto, las culturas y sociedades que componen la humanidad están diferenciadas a tal grado que con toda seguridad las instituciones básicas de algunas de ellas divergen e incluso se oponen a las de otras. Y este es un problema serio, ya que cuando Rawls ejemplifica lo que considera instituciones básicas, alude a algunas que son típicas de la cultura occidental, tales como la protección jurídica de la libertad de uno, a su manera, lo considera necesario. Véase Becker, Werner. La libertad que queremos. FCE, México, 1990. 242 pensamiento y conciencia, la competencia mercantil, la propiedad privada de los medios de producción o la familia monogámica. Es decir, cuando Rawls plantea en Teoría de la justicia cómo sería la estructura básica de la sociedad que se construiría a través del contrato social que propone, no puede desprenderse de su propia perspectiva, e imagina una sociedad occidental, moderna y liberal. Esta limitación, que no pasó inadvertida a una buena parte de los críticos de Rawls, provocó que en sus planteamientos posteriores Rawls abandonara su pretensión original universalista y comprehensiva, para aceptar que su teoría no podía aplicarse a cualquier sociedad, sino sólo a un determinado tipo.6 El segundo nivel de consenso al que se aludía antes está referido al resto de la normatividad necesaria para que la sociedad funcione, particularmente a la actividad cotidiana del gobierno, para lo cual no es necesario que se llegue a la unanimidad. En estos casos basta que se aplique la regla de las mayorías, y que las decisiones adoptadas por el mayor número de ciudadanos sean obligatorias para todos. Esto es, sólo el primer tipo de instituciones, las que Rawls llama la estructura básica de la sociedad, deben ponerse fuera del alcance de las mayorías y colocarse al resguardo de la aprobación unánime. Esta pretensión de fundamentar la legitimidad del Estado en el consenso unánime le ha valido a Rawls y a otros contractualistas una tormenta de críticas. En particular, la teoría de Rawls ha sido criticada por reproducir la ética trascendentalista kantiana, lo cual se debe fundamentalmente al papel que en ella desempeña la racionalidad del ser humano y su aplicación para encontrar el orden social correcto, justo. Sin embargo, el nivel de abstracción que pretende alcanzar Rawls en la búsqueda de las instituciones sociales básicas sobre las que todo individuo debía concordar se ve seriamente limitado por la imposibilidad 6 La mayor parte de las obras de Rawls posteriores a Teoría de la justicia pueden considerarse un complemento, corrección o respuesta a las críticas dirigidas hacia esta obra. Véase con respecto a este asunto en particular la Introducción a Liberalismo político. Op. cit. 243 de aislarse completamente de su propia perspectiva histórica y social, es decir, de su contexto liberal, moderno, occidental e, incluso, estadounidense. No obstante, quizá la parte más atrayente y seductora de la teoría de Rawls no sea esta búsqueda de la unanimidad y la consecuente protección y defensa del individuo frente a los posibles atropellos de la mayoría. Tal vez sea mucho más digna de atención la versión positiva de esta defensa, es decir, plantear la legitimidad política como la búsqueda de un orden social que el hombre no considere una contingencia indeseada, una fatalidad del destino, esto es, buscar que este orden reúna tales características que el individuo se adhiera a él de manera voluntaria. Esto equivaldría a conseguir que cada uno de los ciudadanos que conforman la sociedad se comportaran como si él mismo hubiese podido elegir entre varios tipos de sociedades y, al final, consciente de su decisión, hubiera preferido la que tiene.7 En realidad, no es posible disociar una aspecto del otro. La ética kantiana de la que se nutre Rawls tiene esa característica, referirse a la autonomía moral del individuo para acentuar su especificidad, pero simultáneamente llevarlo a tal grado de abstracción a través del imperativo categórico que sus principios de acción se vuelvan principios universales, por lo tanto, unánimes.8 No obstante, esta es una ficción utilizada por el contractualismo que ha sido igualmente objeto de críticas y descalificaciones. Un hecho histórico y social irrefutable, que el mismo Rawls enfatizó repetidamente 7 Joseph Raz ha combatido los ataques a la ética kantiana fundados en el señalamiento de una contradicción entre la autonomía moral y las leyes sociales, lo cual implicaría que no sólo son incompatibles, sino que llevado a sus extremos habría que concluir que la obediencia política es irracional. No obstante, Raz ha explicado cómo no sólo esta contradicción es ficticia, sino que la autonomía moral es la base de del sometimiento a la autoridad política. Véase La autoridad del derecho. UNAM, México, 1982. Además, una abierta defensa de la ética kantiana que se encuentra en la base de la teoría de Rawls es ofrecida por Salvatore Veca. Etica e política. Garzanti, Italy, 1989. 8 Véase Kant, Immanuel. Fundamentación metafísica de las costumbres. Porrúa, México, 1990. 244 en sus últimas obras, es que los individuos no eligen ni pueden elegir la sociedad y el orden político en el que viven. Los Estados no son asociaciones voluntarias de individuos, sino organizaciones políticas dentro de las que se nace y, generalmente, se muere, por lo que de manera inconsciente e involuntaria se ven constreñidos para someterse a la normatividad existente. Más aún, mientras que dentro del Estado existen asociaciones a las que sí se accede voluntaria y libremente, con la conciencia y el propósito de sujetarse a su reglamentación interna, el Estado es, por el contrario, un orden político que cuenta entre sus recursos con el uso de la coerción física para obligar a aquellos que se muestren renuentes a respetar sus leyes.9 Enfrentando las críticas que provenían tanto del libertarismo de Nozick como del comunitarismo de Sendel, Rawls enfatizó que la sociedad no es ni una asociación ni una comunidad.10 Rawls acepta, por supuesto, que el contrato social y la libre adherencia a una sociedad es una ficción, o más bien, como él prefiere llamarla, un mecanismo de representación, e insiste en que su utilidad radica en posibilitar el cuestionamiento y examen de la calidad y méritos de las instituciones de la sociedad en que se vive. Sólo de esta manera es posible determinar si la estructura básica de la sociedad es digna de reconocimiento y aceptación. Desde Locke, se ha llegado a sostener que la permanencia en una sociedad y la aceptación de las instituciones que en ella rigen bastan para asumir que se les acepta como legítimas. Y en efecto, en el mundo moderno, y durante la mayor parte de la historia de la humanidad, los hombres han tenido la opción de cambiar de sociedad, de emigrar; con 9 Véase un planteamiento similar al de Rawls en el libro de Laski, Harold. Introducción a la política. Siglo Veinte, México, 1970. 10 Véase el Capítulo 1 de Liberalismo político. Op. cit. Las críticas más importantes que se han dirigido a Rawls desde el libertarismo y el comunitarismo se encuentran en Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía. FCE, México, 1988; y Sendel, Michael. El liberalismo y l os límites de la justicia. Gedisa, Barcelona, 2000. 245 algunas limitaciones, por supuesto, pero en ciertas condiciones han podido dejar una sociedad para elegir otra.11 No obstante, Rawls ha sido muy enfático en expresar que el derecho a la emigración no puede constituir nunca un argumento de legitimidad para la autoridad política. Por un lado, los costos materiales y espirituales de la emigración son considerables, y por el otro, no siempre se compensan con las ventajas que ofrece la nueva sociedad. Además, la abrumadora mayoría de las migraciones se realizan por necesidad y no por libre deliberación: normalmente no se tiene la posibilidad de sopesar racionalmente en una balanza las bondades y los inconvenientes de una y otra sociedad. En este aspecto particular han fallado otras teorías contractualistas. Cuando intentan explicar de qué manera se incorporan nuevos miembros a una sociedad en cuyo contrato no han participado se enfrentan con serias dificultades. Locke, por ejemplo, recurrió a la diferenciación entre el consentimiento expreso y el consentimiento tácito. Consideraba que el primero estaba a disposición de los participantes originales en el contrato y el segundo era aplicable a los nuevos miembros que se fueran incorporando, es decir, a los hijos de los contratantes originales, quienes para disfrutar de los bienes y la riqueza legada por sus padres debían otorgar su consentimiento tácito al orden político que les permitía tal heredad. Sin embargo, Locke dejó sin explicar cómo otorgarían su consentimiento tácito aquellos hombres privados de todo legado, o cómo lo otorgarían aquellos que por alguna razón jurídica o política vieran bloqueado su acceso a tales bienes.12 Esta misma falla puede observarse entre algunos de los contractualistas contemporáneos, como Karl Ballestrem, quien simplemente ha dicho que aquellos que no emigran de un Estado es porque de esta manera 11 Véase Liberalismo político. Op. cit., pp. 139 y 212. Véase Locke, John. Ensayo sobre el gobierno civil. Orbis, Barcelona, 1983, Cap. VIII. 12 246 manifiestan su aceptación; con su permanencia asumen el contrato social implícito del orden político bajo el que viven.13 No obstante todo lo anterior, Rawls consideró siempre, hasta sus últimas obras, que el mecanismo de representación contractualista tenía gran utilidad. Está claro que los individuos no pueden desprenderse de todas las contingencias de que se compone la realidad social en la que viven, sin embargo, una manera muy útil de examinar imparcialmente las instituciones sociales que los rigen es tratar de abstraerse de ésas circunstancias particulares y evaluar si desde el exterior, situados fuera de esa sociedad específica, consideran que la sociedad reúne los requisitos mínimos para desear vivir en ella: ese sería un medio ideal para propiciar una deliberación democrática sobre sus ventajas y desventajas; si la evaluación resulta positiva, entonces no debe haber objeción para que cada uno de ellos consienta en aceptar este régimen.14 Sin embargo, para explicar más claramente lo que la cooperación social voluntaria representa, conviene partir desde la manera en que Rawls concibe a la sociedad. Fiel a las teorías contractualistas clásicas, él también supone dos situaciones posibles de los individuos: la primera, que Rawls denomina la posición original y que en alguna medida puede equipararse al estado de naturaleza del contractualismo clásico, se caracteriza por concebir a un individuo que aisladamente evalúa las bondades de un determinado orden social. La posición original no es obviamente un estado asocial, por lo que no puede equipararse al estado de naturaleza del contractualismo clásico, en donde se presenta al individuo de manera que parece carecer de relaciones y contacto con otros hombres.15 13 Véase Conde Ballestrem, Karl. “La idea del contrato social implícito” en Kern, Lucian y Hans Peter Müller (Comps.) La justicia: ¿discurso o mercado? Gedisa, Barcelona, 1992. 14 Véase la Tercera parte de La justicia como equidad. Op. cit. 15 De los contractualistas clásicos, tal vez Kant sea quien mejor explicita que el estado de naturaleza no es un estado asocial. Véase sus Principios metafísicos de la doctrina del derecho. UNAM, México, 1978. Véase también la descripción que hace Brian Barry 247 Rawls, enfrentando una de las críticas más importantes de Nozick, señaló que concebía a la sociedad sobre todo como un esfuerzo cooperativo entre individuos, por lo cual buscaba un esquema de justicia que distribuyera los bienes producidos por esa sociedad, es decir, un esquema de justicia distributiva, no una mera justicia asignativa que simplemente tratara de otorgar bienes y valores en cuya producción no habían participado los individuos contendientes en el reparto. Así, en los términos de Rawls, la sociedad es una empresa cooperativa para obtener ventajas mutuas, una asociación humana a la que se integran los individuos con el objeto de sumar su trabajo para producir los bienes que requieren. Sin embargo, este esfuerzo cooperativo presenta un problema. A diferencia del estado de naturaleza del contractualismo clásico, Rawls no parece admitir que en la posición original el hombre produzca un determinado volumen de bienes que se incrementan por medio de la cooperación, más bien, considera que la única manera de producir estos bienes es mediante la cooperación social. No obstante, al coperar socialmente y producir los bienes que se requieren, surge el problema de cómo habrán de distribuirse los bienes producidos ¿Deben repartirse por igual entre todos los miembros de la sociedad; deben distribuirse de acuerdo a la aportación y esfuerzo de cada uno, o bien, debe realizarse una redistribución que asigne una mayor parte a los más pobres con el objeto de aliviar su situación? Hay un sinnúmero de alternativas posibles, y cada una cuenta con numerosos defensores y detractores. El propio Rawls está plenamente consciente de la dificultad de resolver el problema, sobre todo considerando que en su teoría la sociedad no sólo es una empresa cooperativa para la obtención de ventajas mutuas, sino que también es una asociación definida tanto por la identidad como por el conflicto de intereses. La identidad de intereses de estas teorías contractualistas, que pueden describirse como “teorías de dos pasos” Barry, Brian. Teorías de la justicia. Gedisa, Barcelona, 1995. 248 se establece dado que los hombres coinciden en desear tener a su disposición un volumen mayor de bienes, y si el trabajo colectivo se los puede ofrecer, entonces se identifican en esa colaboración. Sin embargo, también se genera el conflicto, pues si los hombres desean tener más que menos, entonces esos deseos los llevan a enfrentarse entre sí, ya que cada uno deseará tener una mayor porción del excedente colectivo que generó la cooperación social. Pero, aún así, Rawls considera que es posible llegar a un acuerdo racional y razonable. Cuando describe a la sociedad por la identidad y el conflicto no se refiere únicamente a los intereses de los individuos que sólo coinciden en un momento para chocar frontalmente en el siguiente. Para Rawls, la identidad y el conflicto se establecen también a otro nivel. Los individuos pueden identificarse en el contexto social también porque todos y cada uno pueden concebirse como sujetos morales, lo que significa esencialmente dos cosas: por un lado, que pueden tener una concepción del bien, un sentido racional de sus intereses, y por el otro, que pueden también compartir una concepción común de la justicia, o sea, un sentido de lo razonable, que admite las pretensiones válidas de los intereses de los otros miembros de la sociedad. Es decir, los hombres son susceptibles de normar sus juicios morales a partir de la coincidencia en determinados criterios básicos de justicia. Adicionalmente, el conflicto social no sólo los enfrenta entre sí, sino que es también un medio para que se complementen.16 Si los hombres estuvieran movidos por la más absoluta benevolencia, para usar la expresión de Hume, o fueran altruistas perfectos, en términos de Rawls, no sería posible establecer ningún criterio de distribución. Si los hombres rechazaran para sí cualquier bien 16 Uno de los propósitos más importantes de la reformulación teórica que Rawls hizo en Liberalismo político fue precisamente esclarecer y profundizar en el significado que tenía dentro de su teoría la diferenciación entre lo racional y lo razonable. Más aún, viéndolo desde este punto de vista, la evolución de su pensamiento puede describirse como el intento de justificar su teoría de la justicia pasando de una argumentación 249 o beneficio, ofreciéndoles a sus congéneres la precedencia de la apropiación, la reciprocidad de esta deferencia de reproduciría al infinito y, en consecuencia, no sería posible establecer ninguna dirección en la generación de los bienes que la sociedad requiere o desea. De manera que así como no es posible suponer el egoísmo absoluto, tampoco es posible suponer el altruismo perfecto, por lo que el problema de la distribución de los bienes producidos por la cooperación social debe tener una solución racional y razonable, que es la que pretende ofrecer Rawls. Este problema es uno de los de más compleja resolución en casi todas las teorías contractualistas, y es uno de los temas que precisamente atraen el mayor interés del neocontratualismo. Rawls aporta su propia solución a través de lo que llama los principios de la justicia, que se discutirán posteriormente. Por ahora, el interés fundamental consiste en mostrar que, de acuerdo a su planteamiento, esta distribución debe realizarse de una manera que atraiga a todos los miembros de la sociedad; debe ser un reparto tan atractivo, que todos y cada uno de los individuos deseen tomar parte y no quedar fuera de este esfuerzo colectivo. En este sentido, uno de los aspectos que despertó el mayor interés en la formulación original de la teoría de Rawls, fue que se proponía construir un principio de distribución que atrajera con la misma intensidad tanto a los individuos mejor colocados en la sociedad como a aquellos que se encuentran en las peores condiciones. Este propósito debe destacarse sobre todo porque muchas de las teorías contractualistas y no contractualistas anteriores o posteriores a la de Rawls, han servido como base para modelos sociales de distribución que en algunos casos favorecen y mejoran la situación de los que ya gozan desde su origen familiar o de clase de las mejores condiciones sociales, o a la inversa, que otorgan las mayores proporciones a los puramente racional a una esencialmente razonable. Véase principalmente la Primera parte de Liberalismo político. Op. cit. 250 menos aventajados con el propósito de establecer una igualdad absoluta entre todos los miembros. Con muchísimas variantes y contrastes, históricamente se ha acusado al liberalismo clásico de justificar el primer tipo de distribución, el que ofrece óptimas condiciones de desarrollo social a quienes ya cuentan con las mejores posiciones, y a la inversa, históricamente también, se ha acusado al socialismo de buscar favorecer en la distribución a quienes cuentan con los menores recursos, al grado de borrar cualquier tipo desigualdad social. Así, lo llamativo de la teoría de Rawls era que desde su perspectiva abiertamente liberal tratara de establecer un mecanismo que materializara e hiciera realidad el postulado de anteponer el bien público al bien privado. No obstante, la manera en que lo hace es un tanto compleja, sinuosa y discutible. En primer lugar, una de las principales intenciones que se evidencian en la argumentación ofrecida en Teoría de la justicia es que, siguiendo igualmente la tradición liberal y contractualista, se intenta encontrar un esquema mediante el cual los individuos al buscar sus propios beneficios y perseguir sus intereses particulares produzcan en la sociedad un efecto positivo, es decir, que mejore la situación del conjunto social y promueva el interés público. Para el liberalismo clásico la manera de conciliar el interés privado con el público consistía en que los individuos persiguiesen única y exclusivamente su propio interés, al hacerlo así, de una manera incidental y azarosa, se encontrarían con que sin proponérselo ni desearlo, promoverían el interés público. Rawls sostuvo una posición similar a ésta en Teoría de la justicia, pues implícitamente admitía que no era posible hacer que los individuos antepusieran el interés público al suyo particular, por lo que era necesario establecer un mecanismo por medio del cual los individuos promovieran simultáneamente uno y otro, sin que fuera posible que se beneficiaran personalmente a menos que ello contribuyera al interés público. La teoría de la justicia que se ofrecía en este texto, entonces, era 251 una derivación de la teoría de la elección racional, como lo admitía el propio Rawls.17 Ciertamente, en obras posteriores, específicamente en La justicia como equidad, admitía que esta afirmación no era correcta, y que su reelaboración de la teoría de la justicia descansaba en buena medida en acentuar el sentido de lo razonable sobre lo racional. Sin embargo, a pesar de lo que dijo después, no parece tan convincente el distanciamiento que estableció con respecto a la teoría de la elección racional. Es necesario advertir que Rawls no se refiere nunca a las clases sociales, sino que utiliza siempre los términos de los más aventajados y los menos aventajados. Sin embargo, no debe pasarse por alto que la acción social no se realiza únicamente por individuos aislados, como en muchos casos parece suponerlo el liberalismo y la teoría de la elección racional. La acción social se realiza por individuos, grupos, corporaciones y clases sociales. En una parte de su exposición Rawls reconoce este hecho y habla de los hombres representativos de los distintos grupos sociales, e incluso expone que la sociedad es una unión de uniones sociales, sin embargo, en general, prefiere tratar a la sociedad en términos de individuos, refiriéndose muy discretamente a su compleja red de grupos y asociaciones.18 En este aspecto, la teoría de Rawls tiene una deuda directa, como él mismo lo reconoce, con los planteamientos que hacía Hobhouse hace ya algún tiempo. Hobhouse exponía que no era posible comprender correctamente las implicaciones de la acumulación y la distribución de la riqueza si no se advertía ante todo que ésta tenía un origen y fundamento profundamente social. El carácter eminentemente social de la riqueza debía interpretarse en dos sentidos: en primer lugar, la riqueza 17 Rawls decía que “La teoría de la justicia es una parte, quizá la más significativa, de la teoría de la elección racional.” Teoría de la justicia. Op. Cit., p. 34. 18 Philippe Van Parijs critica ampliamente este aspecto de la teoría de Rawls, ya que plantea que en ella nunca se explica quienes son los menos aventajados ni qué rasgo social es el que los define. Véase ¿Qué es una sociedad justa? Nueva Visión, Buenos Aires, 1992. 252 de que dispone una sociedad en un momento determinado no es un producto que esa sociedad genera espontáneamente, sino que todo el cúmulo de bienes ya creados y de la infraestructura necesaria para producirlos son el resultado del esfuerzo y del ingenio de los hombres que han vivido previamente en ésta y, por lo tanto, son ellos quienes han legado a las generaciones posteriores dicha riqueza. Asimismo, el hecho de que sólo un reducido número de individuos disfrute de la riqueza social acumulada no se debe al esfuerzo que ellos mismos han realizado en su vida, sino a la fortuna de haber nacido en la cuna apropiada.19 En segundo lugar, y tal vez este sea el sentido más importante del carácter social de la riqueza, es necesario denotar que el disfrute de las comodidades, los bienes materiales, y los servicios en general sólo es posible en el medio social, es decir, aislado de la sociedad, el hombre más acaudalado simplemente no podría disfrutar de su dinero, sus comodidades o sencillamente de su posición en ella. Esto es así simplemente porque la sociedad es la que garantiza los derechos de propiedad de quien ostenta la riqueza, en otras palabras, los propietarios de la riqueza no podrían ejercer sus derechos sobre ella si las instituciones sociales no los respaldasen, si la sociedad no tuviera un orden que defendiera determinadas relaciones y títulos de propiedad. Gracias a este orden coercitivo que sostiene la sociedad para proteger los derechos patrimoniales, los individuos que carecen de determinados bienes se ven obligados a respetarlos, o bien, son castigados si no lo hacen así. Pero además, los poseedores de la riqueza no podrían disfrutar realmente de ella sin la cooperación de los demás, de todos aquellos que les sirven directa o indirectamente a través del funcionamiento de los servicios sociales y de la producción de los bienes 19 El liberalismo de Rawls parece nutrirse tanto del liberalismo clásico e individualista del siglo XVII como del liberalismo más social e igualitario del siglo XIX. Véase Kukathas, Chandran y Philipe Pettit. Rawls. A theory of justice and its critics. Polity, Cambridge, 1990. 253 que aquellos pueden consumir haciendo uso precisamente de sus recursos económicos.20 Visto desde este punto de vista, argumenta Hobhouse, los individuos mejor colocados debían convencerse de que su propio bienestar y privilegio depende directamente de la cooperación de los demás miembros y de que, en alguna medida, éstos también adquieran cierto nivel de bienestar. Los propietarios de la riqueza deben entonces reconocer que sus intereses y su bien particular está en función del bien público, lo cual, como se ha mostrado, no es, o no debería ser, ajeno a su atención y cuidado. Consecuentemente, este sector social debe comprender y aceptar que el aportar una parte de su riqueza a través de la vía fiscal para la subvención de los menos favorecidos no constituye una pérdida o una sangría a su patrimonio, sino una condición para que puedan seguirlo disfrutando y un mecanismo que, de funcionar satisfactoriamente, puede incluso generar la cooperación voluntaria con este orden social de aquellos a quienes probablemente desde la cuna e injustamente se les ha privado de estas ventajas. Como puede observarse, Hobhouse argumenta a favor de un orden social que contenga mecanismos de redistribución capaces de suscitar la cooperación voluntaria de todos los individuos, pero se dirige en especial a los individuos que ostentan la riqueza, pues su teoría constituye fundamentalmente una serie de argumentos para que éstos se convenzan de que la colaboración de los más desposeídos es conveniente y necesaria. La teoría de Rawls es muy similar; sin embargo, en lugar de acentuar la necesidad de la cooperación de los menos aventajados para que los que se encuentran en mejor posición disfruten de los bienes y la riqueza ya producidos, acentúa la conveniencia de la cooperación para aumentar la producción y, consecuentemente, el saldo futuro de bienes a disposición de todos los sectores sociales. Es decir, su 20 Véase Hobhouse, Leonard. Liberalism. Thornton Butterworth, London, 1934. 254 esquema de justicia distributiva es, en este sentido, hasta cierto punto conservador.21 Una de las premisas más importantes de Rawls es su posición dicotómica ante la igualdad social. Plantea que la sociedad moderna requiere que todos los individuos sean absolutamente iguales en algunos aspectos, principalmente en lo que se refiere a los derechos civiles, pero advierte que del mismo modo se requieren ciertos niveles de desigualdad, principalmente en el campo de la riqueza: las instituciones sociales deben permitir y propiciar la diferenciación de las recompensas económicas que recibe cada individuo, con el objeto de premiar la mayor o menor contribución que individualmente hagan al bienestar social. Por supuesto que esta distinción respecto a los campos en que los individuos deben ser iguales o desiguales dentro de la sociedad no es nueva, tiene un largo historial en el pensamiento político occidental, sin embargo, lo que distingue a Rawls es el mecanismo que idea para sacar ventaja de ello y las consecuencias sociales que pretende producir.22 La parte central del argumento de Rawls es reconocer la desigualdad natural y social de las capacidades de los diferentes individuos, es decir, debido a diversos factores naturales y sociales los hombres no poseen la misma inteligencia, fuerza o destreza para acometer las actividades productivas humanas. Esta desproporción en las dotes naturales y sociales provoca que los individuos mejor provistos tengan mayores posibilidades de éxito en los objetivos que se plantean, 21 A pesar de que el principio de la diferencia, examinado más ampliamente en el siguiente apartado, parecía haberse formulado originalmente para producir un efecto igualitario derivado del crecimiento económico de las sociedades modernas, en La justicia como equidad Rawls parece intencionalmente enfático al negar que su esquema de justicia distributiva requiera necesariamente del crecimiento económico, así como tampoco requeriría ni admitiría una redistribución de la riqueza acumulada en un cierto momento por la sociedad, ya que dicho movimiento haría que los más aventajados se vieran afectados. Como puede verse, en ciertas condiciones históricas la aplicación de la teoría de la justicia de Rawls no tendría el más mínimo efecto en la estructura social. 22 Una de las fuentes intelectuales más importantes de Rawls en lo que se refiere a la equidad, y la igualdad moral es el libro de H. L. A. Hart que ya se ha vuelto un clásico 255 lo que en términos sociales significa que su productividad será mayor con respecto a los demás. Sin embargo, dado que los hombres son por naturaleza autointeresados y siempre prefieren tener más que menos de los bienes y satisfactores necesarios para la vida, una distribución igualitaria de los bienes producidos por la sociedad entre todos los individuos, sin hacer distinción entre su mayor o menor esfuerzo y contribución social, terminaría por desalentar y anular las capacidades de los individuos mejor dotados, lo que provocaría en términos globales que la producción social disminuyese y, por lo tanto, que disminuyera también el ingreso promedio de todos los miembros. Por esta razón, es necesario que la distribución de los beneficios obtenidos por la cooperación social se haga con criterios de desigualdad, premiando a aquellos cuya contribución sea mayor, pues sólo así estos individuos recurrirán a sus mejores facultades y realizarán un esfuerzo más intenso: tendrán la certeza de que serán debidamente recompensados. Esta diferenciación entre las recompensas sociales no sólo hará que el producto social se incremente, sino que también propiciará que sea mayor la participación que en él tengan los individuos que más contribuyan, lo que permitirá que los mejor dotados participen y ofrezcan de buena gana su colaboración en la cooperación social. Sin embargo, un esquema de este tipo excluiría a los que por razones naturales o sociales contribuyen menos, lo que difícilmente atraería su cooperación voluntaria. Por esta razón, Rawls asigna un lugar muy importante en su teoría al mecanismo mediante el cual la mayor contribución que realicen los mejor dotados a la elevación del producto social no sólo mejore su posición, sino que también permita que se mejore la posición de los menos favorecidos. Sólo de esta manera la sociedad podría disfrutar de una estructura y funcionamiento en la que los individuos no se sintieran en la filosofía del derecho El concepto del derecho. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990. 256 ajenos, excluidos y marginados, sino miembros activos, conscientes y, sobre todo, voluntarios en una labor social que beneficie a todos, es decir, en una tarea que conduzca al bien público.23 No obstante, la manera de construir este mecanismo social no es algo sencillo, de hecho, es una de las partes medulares de la teoría de Rawls, que pertenece más claramente al tipo de consideraciones que se hacen en el siguiente apartado. La democracia de propietarios Ya en Teoría de la justicia Rawls había expresado que el régimen político que imaginaba para una sociedad bien ordenada era una democracia de propiedad privada. Sin embargo, no trató entonces a profundidad este tema, ocupándose de él ampliamente hasta la publicación de La justicia como equidad.24 El tema de la propiedad tiene una enorme relevancia en la teoría política y social estadounidense. Desde su origen, esa sociedad se constituyó en buena medida mediante la presunción de que uno de sus principales propósitos era la defensa y preservación de la propiedad individual. Toda la teoría de Rawls refleja claramente la tradición de este pensamiento.25 Desde su punto de vista, la institución de la propiedad en la sociedad tiene la importante función de conservarla, de evitar que se deteriore, ya que sin nadie es responsable de un patrimonio determinado, éste terminará arruinándose sin remedio. Una de las tareas más 23 A diferencia del esquema de incentivos y movilidad social de Lipset que parece admitir con mayor naturalidad la exigencia de que en ciertas condiciones haya intercambio de posiciones entre las distintas clases sociales, el esquema de Rawls parece ser muy renuente a aceptar la idea de que la aplicación de los principios de la justicia implique un intercambio semejante entre los menos aventajados y los más aventajados. Véase el tercer apartado del Capítulo 2. 24 Véase Teoría de la justicia. Op. cit. p. 312. 25 Véase Reeve, Andrew. “The theory of property. Beyond private versus common property.” en David Held. Political theory today. Polity, Cambridge, 1991. 257 importantes del gobierno, entonces, es preservar y fortalecer los derechos de propiedad, pues sólo de esa manera se puede garantizar el patrimonio social del país. Un ejemplo revelador sobre la importancia que Rawls atribuye a la propiedad puede encontrarse en su Derecho de gentes. Aludiendo a los problemas contemporáneos de la migración, Rawls plantea claramente que una de las razones más importantes que pueden esgrimir los gobiernos para regularla y, en su caso, restringirla, es que cuando se realiza de manera incontrolada no sólo puede amenazar la estabilidad social del país receptor, sino también modificar y reducir los derechos de propiedad de la sociedad sobre el territorio nacional.26 Es muy probable que la gran importancia concedida a los derechos de propiedad en el liberalismo clásico y en el de Rawls se deba a que, como ningún otro, permite simbolizar los derechos individuales y su inviolabilidad por parte del Estado. En este sentido, si una sociedad liberal se caracteriza por la afirmación absoluta de los derechos individuales frente a la posible interferencia de un tercero, sobre todo del Estado, entonces gracias a que la propiedad parece traducirse clara y nítidamente en la mentalidad de la población como una serie de “cosas”, entonces no hay mejor ejemplo de la materialización de los derechos individuales que, precisamente, la propiedad.27 La propiedad, además, tiene el carácter de expresar en buena medida la relación que hay entre las libertades personales y el entorno material humano. Remontándose hasta Locke, el liberalismo ha sostenido siempre que uno de los principales atributos del ser humano es la libertad, ya que con ella puede emplear sus esfuerzos y habilidades para transformar su entorno material y apropiarse entonces de las cosas que produce. Así, la libertad de los individuos no sólo genera 26 Véase Rawls, John. El derecho de gentes. y Una revisión de la idea de razón pública. Paidós, Barcelona, 2001 (11999). 258 directamente los derechos de propiedad, sino también puede justificar las desigualdades de riqueza, ya que siendo ésta el producto de las aptitudes y el trabajo de los hombres libremente empleados, no hay motivo para que algunos no disfruten legítimamente de un mayor volumen de ésta.28 Probablemente debido al peso de esta tradición, Rawls concede una importancia tan grande al tema de la propiedad. Como se dijo antes, ya en Teoría de la justicia de había referido a la democracia de propiedad privada, pero no fue sino hasta la aparición de La justicia como equidad cuando le dio un tratamiento más sistemático. En ese texto Rawls planteó que las sociedades modernas podían elegir básicamente entre cinco tipos de regímenes políticos posibles:29 1. El capitalismo de laissez faire 2. El capitalismo del Estado de bienestar 3. El socialismo de Estado con economía planificada 4. La democracia de propietarios 5. El socialismo liberal No está claro cual es el criterio que siguió Rawls para determinar que estos eran los principales regímenes a elegir para una sociedad moderna, sobre todo considerando que publicó esto ya en el año de 2001, es decir, cuando estaba ya bastante claro que el socialismo con economía planificada era más bien una opción inviable en el mundo contemporáneo, o que ningún país capitalista podía aplicar en serio y de manera dogmática el laissez faire, y que ni siquiera el socialismo liberal 27 Véase Nedelsky, Jennifer. “El constitucionalismo estadounidense y la paradoja de la propiedad privada.” en Elster, Jon y Rune Slagstad (eds.) Constitucionalismo y democracia. FCE, México, 1999. 28 Alan Ryan plantea que la concepción instrumental de la propiedad es lo que caracteriza al liberalismo, a diferencia de la autorrealización más propia de otras concepciones. Véase Ryan, Alan. Property and political theory. Basil Blackwell, New York, 1994. 29 Rawls, John. La justicia como equidad. Op. Cit., p. 187. 259 era visto ya por ninguna fuerza política significativa como una opción política factible. Sea cual sea el criterio que Rawls empleó para elaborar este elenco, lo que le interesaba destacar era que de éstos cinco regímenes sólo los dos últimos, la democracia de propietarios y el socialismo liberal, eran compatibles con su concepto de sociedad bien ordenada. En esta obra, como en varias otras, aunque Rawls se refiere al socialismo como una opción de organización social viable, nunca llega a tratarlo detalladamente. Tal parece que nunca consideró seriamente aplicar su teoría de la justicia en un contorno socialista. Para Rawls, una democracia de propietarios es aquel régimen que se caracteriza por una gran dispersión de la propiedad y la riqueza, es decir, que en lugar de que ésta se concentre en una pequeña fracción de la sociedad, se reparte de tal modo en toda ella que no pueden producirse excesivas desigualdades. La diferencia más importante que Rawls quiere establecer con este concepto es con respecto al capitalismo de laissez faire y al capitalismo del Estado de bienestar. Desde su punto de vista, el capitalismo de laissez faire no es una opción viable para una sociedad justa debido a que permite excesivas desigualdades de ingreso y riqueza, y tampoco es admisible el capitalismo de Estado de bienestar debido a que trata de corregir las desigualdades económicas al incidir en sus efectos, pero no en sus causas, es decir, actuando al final del proceso económico y no al principio.30 30 Aunque tal vez parezca un tanto larga esta cita, bien vale la pena reproducir lo que expone Rawls: “Una diferencia mayor es esta: las instituciones de trasfondo de la democracia de propietarios contribuyen a dispersar la propiedad de la riqueza y el capital, con lo que impiden que una pequeña parte de la sociedad controle la economía y asimismo, indirectamente, la vida política. Por el contrario, el capitalismo de Estado de bienestar permite que una pequeña clase tenga un cuasi monopolio de los medios de producción. “La democracia de propietarios evita semejante cosa no mediante la redistribución de los ingresos al final de cada período, por así decir, sino asegurando más bien la propiedad generalizada de los bienes productivos y el capital humano 260 Como puede verse, en la teoría de Rawls, la democracia de propietarios es hasta cierto punto el producto de la aplicación de su teoría de la justicia, particularmente de sus principios de justicia, que frecuentemente son considerados el nódulo de su teoría, ya que tienen el propósito de garantizar la igualdad de los ciudadanos en cuanto a las libertades y oportunidades de que disfrutan, así como evitar que se produzcan excesivas desigualdades en el ingreso y la riqueza. Los principios de la justicia buscan garantizar que las instituciones sociales funcionen de tal manera que propicien la cooperación social voluntaria de todos los miembros de la sociedad, desde los más acaudalados hasta los más empobrecidos, en las condiciones que se expusieron en el apartado anterior. Para que ello ocurra, los individuos deben estar convencidos y tener la plena seguridad de que las instituciones sociales y políticas más importantes, esto es, la estructura básica de la sociedad, funcionen de manera absolutamente imparcial, lo que significa que no favorezcan injustificadamente a ningún miembro, es decir, que nadie goce de ventajas debidas a circunstancias sociales o naturales contingentes, que no fueron producto del trabajo, esfuerzo o entereza del individuo. Sólo estas condiciones pueden propiciar la labor cooperativa de que se habló antes, y es precisamente la razón por la que Rawls alude frecuentemente a su teoría con el nombre de la justicia como imparcialidad. Sin embargo, antes de exponer los rasgos fundamentales de la justicia como imparcialidad y de examinar particularmente lo que constituye su nódulo, los principios de la justicia, es conveniente advertir que Rawls construye su teoría a partir de un intenso y permanente diálogo con otras teorías, más aún, podría decirse que elabora su teoría por considerar que las existentes carecen de la consistencia y congruencia necesarias para soportar un enjuiciamiento racional. Por (esto es, la educación y las habilidades adiestradas) al principio de cada periodo, todo ello, con una equitativa igualdad de oportunidades como telón de fondo.” Ibid. p. 190. 261 esta razón, es pertinente mencionar en este apartado los lineamientos generales de las principales teorías con las que Rawls polemiza: el perfeccionismo, el intuicionismo y el utilitarismo. Para Rawls, las teorías morales que ofrecen una concepción de la justicia pueden dividirse en dos tipos: teleológicas o deontológicas. Las teleológicas se caracterizan por identificar un bien, un valor o un objetivo supremo al cual deben dirigirse todas las acciones humanas, sin excepción, ya que éstas adquieren su valoración moral en la medida en que contribuyan al logro de ese bien u objetivo. Así, por las razones que se expondrán en seguida, el perfeccionismo y el utilitarismo pertenecen a este tipo. Las teorías deontológicas proceden de manera contraria; en ellas la valoración moral recae en la acción y no en el fin, en realizar lo correcto, en cumplir con el deber; dentro de ellas el resultado ocupa un lugar subordinado. A este tipo pertenece la teoría de la justicia como imparcialidad. El intuicionismo está a medio camino entre uno y otro tipo, más bien, dado que existen diversas versiones de éste, algunas se ubican en uno de estos campos y las demás en el otro. Antes de examinar estas teorías es necesario advertir que Rawls no otorga la misma relevancia a cada una de ellas. Más específicamente, podría decirse incluso que la atención que presta al perfeccionismo es mínima, ya que en el fondo no la considera una teoría rival de peso. En cambio, considera que sus verdaderos interlocutores son el intuicionismo y, sobre todo, el utilitarismo, al que dedica el mayor espacio y contra el cual construye su argumentación más elaborada. Esta mayor consideración se debe sin duda a que el utilitarismo, a diferencia del intuicionismo, puede conducir a conclusiones políticas y sociales que potencialmente justifican indebidas desigualdades sociales, lo cual resulta inadmisible en la teoría de Rawls. Así, para seguir un orden de importancia creciente, habrá que comenzar la exposición por el perfeccionismo. Aunque esta es la teoría de menor peso, de todas formas Rawls considera necesario combatirla y descartarla. 262 Para decirlo de la manera más escueta, el perfeccionismo plantea que los recursos, las instituciones y las acciones de la sociedad deben dirigirse a la creación de grandes personajes, de individuos que destaquen en el arte, la ciencia o la política. Desde esta perspectiva, una sociedad debía proponerse como fin último la excelencia humana, así fuera de unas cuantas personas. Rawls pone como ejemplo de esta teoría dos casos típicos, uno extremo, como el de Nietzsche, para quien el sentido de la sociedad reside en crear las condiciones de desarrollo de estos superhombres, sin los cuales la humanidad se sumiría en la banalidad. El otro ejemplo es el de Aristóteles, quien sustenta una posición más moderada, pero que también postula el valor social y ético de la excelencia humana.31 Rawls descarta el perfeccionismo porque considera inviable que una sociedad compuesta por individuos racionales pueda admitir que la mayor proporción de los recursos sociales se concentre en la generación de este puñado de grandes hombres; que sería todavía mucho menos aceptable si tal concentración de recursos implicara la privación de satisfactores básicos para algún sector social. Pero además, el perfeccionismo debería rechazarse más enérgicamente si significara o exigiera la supresión de las libertades básicas para el conjunto de la sociedad o para algún sector de ella, lo cual no podría ser tolerable por ningún individuo racional, ya que muy probablemente estaría en riesgo no sólo su propio bienestar, sino además el disfrute de su carácter de hombre libre. Rawls no se ocupa de rebatir extensamente al perfeccionismo, tal vez porque considere que en la actualidad quedan pocos que sustenten o defiendan tal teoría, o quizá porque los que quedan no ejercen una influencia significativa en el terreno teórico o político, sin embargo, no hay que olvidar que en épocas no tan remotas este tipo de planteamientos ha tenido destacados defensores. Para muestra de ello, 31 Véase Teoría de la justicia. Op. cit. Cap. 1. 263 basta recordar la difusión y popularidad que en el siglo XIX disfrutaron Carlyle y Emerson, e incluso el caso extremo y más reciente de Nietzsche.32 Por otro lado, Rawls critica al intuicionismo esencialmente porque es una teoría que plantea la existencia de un numeroso conjunto de principios morales que guían la conducta del individuo, cada uno de los cuales puede ser válido en un momento y una circunstancia determinada, e inválido al cambiar éstas o al tratarse de un individuo diferente. Para el intuicionismo, existen muchos principios morales que cuando concurren en una decisión moral determinada pueden llegar a ser contradictorios entre sí, sin embargo, considera que en términos teóricos no hay ningún medio para definir cuál de esos principios merece prioridad, o bien, de qué manera pueden jerarquizarse. En otras palabras, para los intuicionistas no hay una solución única o correcta a los problemas morales, sino que dependiendo de cada situación y momento una persona puede recurrir a uno u otro principio, o bien, conjuntar varios de ellos, sin que exista manera alguna de propiciar que tal elección se dé con una regularidad controlada y justificada.33 En resumen, los dos aspectos más criticables del intuicionismo son, en primer lugar, que reconoce una pluralidad de principios morales sin estructura ni jerarquización alguna, que incluso llegan a ser contradictorios y, en segundo lugar, que tampoco posee una regla o un método a través del cual pueda establecerse la preponderancia de un principio sobre los demás, o el orden de importancia que existe entre ellos. 32 Véase Carlyle, Thomas. Los héroes. Orbis, Barcelona, 1985; Ralph Waldo Emerson. Hombres representativos. Cumbre, México, 1982; y Federico Nietzsche. Más allá del bien y del mal. Porrúa, México, 1987. 33 Véase Rawls, John. Lecciones sobre la historia de la filosofía moral. Paidós, Barcelona, 2001 (12000), Caps. IV y VII. Además, una descripción y crítica del intuicionismo puede verse en Ross, David. Fundamentos de ética. EUDEBA, Buenos Aires, 1972, D.D. Raphael. Filosofía moral. FCE, México, 1986; y Melden, A.I. Los derechos y las personas. FCE, México, 1992. 264 En este sentido, los intuicionistas replican que en cuestiones morales no hay posibilidad de alcanzar una solución única, por definición correcta, y mucho menos que exista una fórmula o un itinerario reflexivo que conduzca hasta tal conclusión.34 Como se dijo anteriormente, de las tres teorías que combate Rawls, al utilitarismo es al que le dedica más espacio y vigor. Si bien se opone al intuicionismo principalmente por cuestiones de carácter metodológico y teórico, no considera que éste desemboque necesariamente en conclusiones o respuestas inaceptables en el terreno de la justicia social; para él, lo inadmisible es su contingencia, es decir, que en unos casos conduzca a ella y en otros simplemente no lo haga. El caso del utilitarismo es distinto. Rawls no sólo critica sus aspectos metodológicos, sino que lo considera su principal oponente porque el desarrollo de sus premisas conduce, casi de modo inequívoco y directo, a instituciones o prácticas totalmente contrarias a lo que Rawls considera las bases de la justicia social.35 Aunque el utilitarismo, así como las otras teorías morales, posee una gran cantidad de variaciones y representantes, Rawls especifica que su polémica central se establece con el utilitarismo clásico, aquel formulado por Bentham y refinado por Sidgwick. En estos términos, el utilitarismo clásico podría definirse esquemáticamente a través de cuatro postulados: 1) Todos los seres humanos buscan el placer y huyen del dolor; 2) No hay diferencias cualitativas entre los placeres, puede decirse incluso que el placer es uno sólo, y que sus diferencias son cuantitativas, es decir, que se puede medir; 3) Las acciones humanas son útiles siempre y cuando produzcan un mayor volumen de felicidad, ya sea en el individuo o en la sociedad; y 34 Rawls identifica como los intuicionistas más relevantes a Ralph Cudworth, Samuel Clarke, Grocio, Pufendorf e, incluso, a Locke. Véase Lecciones sobre la historia de la filosofía moral. Op. cit. 35 Una defensa reciente del utilitarismo y una crítica a Rawls desde esta perspectiva pueden encontrarse en el libro de Esperanza Guisán. Razón y pasión en ética. Anthropos, Barcelona, 1986. 265 4) El interés de la comunidad, el interés público, es indefinible, sólo se puede conocer mediante la suma de los intereses individuales.36 De estos cuatro postulados, los dos primeros son los menos consistentes y los que con más dificultad pueden resistir el análisis crítico. En cuanto al primero de ellos, lo menos que se puede decir es que reducir la felicidad humana al disfrute del placer y la supresión del dolor es simplemente insostenible. El placer continuo y multiplicado no sólo conduce al hartazgo, sino que incluso puede producir irritación y dolor. Además, el ser humano sólo puede distinguir entre el dolor y el placer por su alternancia en la sensibilidad, de tal suerte que suprimir uno de ellos implica la imposibilidad de percibir el otro. Por lo que se refiere al segundo principio, es todavía más difícil imaginar un mecanismo o un sistema capaz de medir el placer y el dolor; son inconmensurables por su relatividad, la cual depende no sólo de la persona o sociedad de que se trate, sino también de las condiciones particulares en que se produzca uno y otro, pues, por ejemplo, un placer puede ser mucho más intenso después de un dolor o, sencillamente, lo que para un hombre es placer para otro es dolor. Sin embargo, estos dos primeros enunciados han sido criticados y combatidos de una manera tan demoledora durante los dos últimos siglos que Rawls ni siquiera se ocupa de ellos, de hecho, no los menciona siquiera en su critica del utilitarismo. Pero sucede todo lo contrario con los postulados tercero y cuarto, a los cuales les dedica no sólo el mayor interés, sino que además son cuestiones que en la época contemporánea siguen alimentando las más nutridas polémicas en el campo de la filosofía política y moral. Para Rawls, el postulado número tres es inaceptable dentro de una teoría de la justicia como la que él sustenta debido a su carácter 36 Para una descripción y crítica del utilitarismo pueden verse: Nohl, Herman. Introducción a la ética. FCE, México, 1993; Warnock, Mary. Etica contemporánea. Labor, Barcelona, 1968; y Sen, Amartya. Sobre ética y economía. CONACULTAAlianza Editorial, México, 1991. 266 teleológico, por definir lo bueno independientemente de lo correcto, por plantear la deseabilidad de un fin independientemente de los medios necesarios para alcanzarlo. En este aspecto es en uno de los cuales se pude apreciar con más claridad la profunda influencia que en la teoría de Rawls ejerce la ética kantiana, influencia que se percibe sobre todo en su Teoría de la justicia, y aunque después quiso distanciarse de ella, particularmente en el Liberalismo político, se aprecia claramente cómo todo el conjunto de su obra se asienta en estas bases.37 Desde el punto de vista de Rawls, este postulado condensa además una de las principales fallas metodológicas del utilitarismo, que consiste en no tomar en cuenta la pluralidad y diversidad de los seres humanos en lo referido a la evaluación de lo que constituye el bien para cada uno de ellos. El utilitarismo asume que la utilidad de las acciones humanas, aquellas destinadas a producir un mayor volumen de bienestar y felicidad en la sociedad, pueden ser valoradas desde una posición determinada que discrimine y determine cuáles acciones son útiles y, por lo tanto, necesarias para conseguir el fin perseguido. De este modo, de acuerdo a Rawls, la definición de la utilidad social es definida desde un sólo punto de vista, a partir de las coordenadas que definan la posición de observación para identificar lo que constituye el bien, suponiendo así que todos los miembros sociales compartirán las mismas premisas y, consecuentemente, la misma concepción del bien. Es decir, lo que Rawls critica en la metodología utilitarista es que la elección social se sustituye por la elección individual, excluyendo la pluralidad y diversidad de opiniones que existen entre los hombres sobre lo que constituye su propio bien.38 Sin embargo, a pesar de que Rawls se muestra profundamente interesado en demostrar esta falla metodológica del utilitarismo y le 37 Véase la crítica sobre este aspecto particular en Sendel, Michael. Op. cit. Bernard Williams señala esta deficiencia del utilitarismo, pero al mismo tiempo indica el error que cometen los kantianos: “ …si bien en el pensamiento moral el kantianismo 38 267 dedica amplio espacio y acuiciosa reflexión, lo que parece preocuparle mayormente es demostrar que lo que propone el utilitarismo a través del postulado número cuatro, presente también de alguna manera en el número tres, puede fungir como justificación y vehículo para conducir a las mayores injusticias sociales. Lo que en el fondo se plantea en estos dos enunciados es que no existe nada parecido al interés público, ya que éste se compone de los intereses individuales, cuyo saldo determinará la utilidad de las acciones sociales. Esto implica que en un momento dado una acción social pueda elevar enormemente el bienestar y riqueza de un sector de la sociedad y que esa misma acción, simultáneamente, genere pérdidas en otro de los sectores, incluso más numeroso que el primero, sin embargo, de acuerdo al utilitarismo, esa acción es perfectamente válida, útil y necesaria si con ella se eleva el saldo neto de felicidad, bienestar o riqueza en la sociedad. En la teoría de la justicia que sustenta Rawls, es inadmisible que el volumen de la riqueza social aumente en cualquier proporción, así sea muy alta, si para ello deben sacrificarse los derechos civiles y las libertades básicas de un determinado sector, o que tal aumento implique la imposición de pérdidas a una parte de la comunidad.39 El espacio y la rigurosidad con que Rawls emprende la crítica al utilitarismo pueden parecer a primera vista desproporcionados, sobre todo si se consideran los dos primeros postulados descritos, los cuales ya han sido rebatidos con profusión por numerosos teóricos desde hace dos siglos. Sin embargo, considerado desde una perspectiva más amplia, es perfectamente válido y necesario el examen y análisis de los otros se abstrae de la identidad de las personas, el utilitarismo lo hace sorprendentemente con su separabilidad.” La fortuna moral. UNAM, México, 1993, p. 17. 39 Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo, lo expresó de esta manera: “El interés de la comunidad es una de las expresiones más generales que pueden existir en la fraseología de la moral: no debe sorprender que a menudo su significado se pierda. Cuando tiene algún significado es éste: la comunidad es una entidad ficticia, compuesta por personas individuales quienes son consideradas como si constituyeran sus miembros. Entonces, ¿el interés de la comunidad qué es? La suma de intereses de los muchos miembros de que está compuesta.” The principles of moral and legislation. Prometheus Books, New York, 1988, p. 3. 268 aspectos del utilitarismo, los que de una u otra forma, incluso a veces de una manera subrepticia, han influido notablemente en las concepciones morales, políticas y económicas que con mucha frecuencia son aceptadas como legítimas y justas en las sociedades contemporáneas. Basta considerar que, al menos desde fines del siglo XIX, una prioridad de orden nacional en la mayor parte de las sociedades occidentales ha sido el sostenimiento o logro de una tasa de crecimiento económico elevada, lo cual se ha convertido en muchos casos en una meta a la que se subordinan de manera incondicional el resto de los objetivos sociales. Es decir, en términos utilitaristas, el aumento del saldo neto de riqueza y bienestar en la sociedad ha permitido justificar el desplazamiento del resto de las consideraciones morales y sociales, provocando en no pocos casos lamentables atropellos y abusos en contra de diversos grupos humanos o de ciertos individuos. Ahora mismo, en la actualidad, el avance o retroceso de la mayor parte de las sociedades se mide normalmente por un sólo indicador, por la producción de la riqueza nacional anual. El comportamiento de esta variable despierta siempre gran interés en amplios sectores de la sociedad, pues de manera casi generalizada se cree que a través de él se puede determinar y definir la marcha hacia el bienestar de un país.40 De manera que si en algunos aspectos parece superado, en algunos otros el utilitarismo sigue representando una concepción moral, política y económica de enorme influencia, mayor tal vez de la que en muchas ocasiones se tiene conciencia. En efecto, como alternativa a las tres teorías morales referidas Rawls propone su propia teoría: la justicia como imparcialidad. El punto de partida de esta teoría es preguntarse qué tipo de instituciones sociales estarían dispuestos a aceptar voluntariamente individuos racionales colocados en una posición previa a la de la constitución de la sociedad 40 Stuart Hampshire critica en este mismo sentido al utilitarismo en “La moral y el pesimismo” en Hampshire, Stuart (et. al.) Moral pública y privada. FCE, México, 1983. 269 pero sin conocer el lugar que ocuparían en ella, es decir; ubicar a los hombres en una situación en la que podrían elegir varios tipos de sociedades, ya fueran éstas esclavistas, feudales o burguesas, pero con la salvedad de prevenirlos de que una vez elegida la sociedad deseada, ellos mismos tendrían el riesgo de ocupar cualquier posición, o sea, la de esclavo o amo, la de siervo o señor, la de proletario o burgués. Entonces, en estas condiciones, los individuos deben responder qué tipo de sociedad elegirían.41 Para elaborar su respuesta a ello, Rawls ofrece tres conceptos básicos que permiten describir esa situación hipotética en la que los hombres reflexionarían sobre el tipo de instituciones sociales que prefieren. Así, a partir de las condiciones establecidas por estos conceptos, los individuos emprenderían una reflexión racional que los conduciría necesaria y directamente a elegir y aceptar lo que constituye el núcleo de la teoría: los principios de la justicia. Estos tres conceptos básicos son los bienes sociales primarios, la posición original y el velo de la ignorancia, cuyo significado tal vez convenga resumir a continuación para hacer transparente la crítica que se hace de ellos. El supuesto fundamental en el que descansa el concepto de bienes sociales primarios es que, en términos generales, es posible identificar determinadas cosas de las cuales todos los hombres desean tener más que menos, es decir, sea cual sea la situación particular de cada individuo, existe un cierto número de bienes considerados como necesarios y deseables por todos los miembros, que por necesidad deben ser bastante generales para que cubran todos los casos. Así, para satisfacer este requerimiento de generalidad, Rawls reduce solamente a 41 La teoría de Rawls se ha nutrido también de numerosas aportaciones provenientes de la teoría de juegos, como lo ilustra Robert Paul Wolff, para quien este modelo podría calificarse técnicamente como un juego cooperativo de suma no-cero de npersonas. Véase Para comprender a Rawls. FCE, México, 1981. 270 cinco los bienes sociales primarios: derechos, libertades, oportunidades, ingresos y riquezas.42 Teniendo como base este supuesto, Rawls introduce el concepto de posición original, que es esa situación hipotética en la que se encontrarían los individuos previamente a la constitución de la sociedad, en la cual tendrían la posibilidad de elegir las instituciones sociales básicas que los regirían, esto es, el tipo de sociedad en el que desearían vivir. Asimismo, las características más relevantes de esta posición original que deben tomarse en cuenta para la definición de las instituciones sociales son: los individuos consideran primordial proteger sus libertades y derechos básicos, particularmente la libertad de pensamiento y religión; los guía el autointerés, es decir, quieren promover sus propios intereses; al mismo tiempo, están desinteresados en los asuntos de los otros, lo que significa que no les importa elevar sus éxitos y logros con respecto a los demás; tampoco son envidiosos, en el sentido de que no estarían dispuestos a aceptar una pérdida con tal de que los otros la sufran también; y además no tienen una posición definida frente al riesgo. Concibiendo a los individuos en esta posición original y a sabiendas de que cada uno deseará obtener para sí la mayor cantidad de bienes sociales primarios, sale a relucir el tercer concepto clave, el velo de la ignorancia, el cual hará posible precisamente que los individuos elijan sus instituciones sociales con imparcialidad. El velo de la ignorancia es el medio por el que Rawls priva a los individuos de la conciencia de su propio ser social, del conocimiento sobre la posición que ocupan en la sociedad, de sus dotes naturales e intelectuales, y de su propia concepción del bien. Es decir, el velo de la ignorancia lleva a los más altos niveles de abstracción a los individuos, 42 Véase Teoría de la justicia. Op. cit., Caps. II y VII; y La justicia como equidad. Op. cit. Cuarta parte. 271 convirtiéndolos en agentes puramente racionales más que en agentes sociales, pues sólo están conscientes de que son uno de los miembros de la sociedad, pero no saben cuál de entre todos ellos. Así, el velo de la ignorancia es la única garantía de que los individuos en la posición original, interesados en obtener la mayor cantidad de bienes primarios, no elegirán instituciones sociales que los beneficiarían a ellos particularmente, se verán constreñidos a elegir imparcialmente. Además, dado que enfrentan el riesgo de ocupar cualquier posición, escogerán instituciones que beneficien a todos, es decir, elegirán racionalmente. Sin embargo, el velo de la ignorancia sí les permite conocer algunos rasgos generales de la sociedad, sin los cuales les sería imposible prever el efecto de las instituciones sociales elegibles, esto es, conocerían las bases de la organización social y política, los elementos fundamentales de la teoría económica y los rasgos esenciales de la psicología humana. Dadas todas estas condiciones, Rawls asegura que la reflexión racional de los individuos los conduciría a elegir con toda certeza los principios que él enuncia, cuya aplicación y ejercicio garantizarían la imparcialidad de la justicia que persigue. Estos dos principios de la justicia, que son la parte central de su teoría, son los siguientes;43 Primer principio: Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertades para todos. Segundo principio: Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para: a) mayor beneficio de los 43 Es sabido que la voluminosa obra de Rawls, Teoría de la justicia, se desarrolla en una especie de espiral, es decir, a partir de un primer planteamiento general va incorporando gradualmente diversos elementos y categorías, hasta construir un modelo teórico complejo y extenso. Así, en este texto formula en cuatro diferentes ocasiones sus principios de la justicia, de las cuales la versión más elaborada se encuentra en la p. 340. No obstante, posteriores formulaciones de estos principios pueden encontrarse también en Liberalismo político. Op. cit. p. 31 y en La justicia como equidad Op. cit. p. 73. 272 menos aventajados de acuerdo con un principio de ahorro justo y, b) unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades. De acuerdo a Rawls, el razonamiento que guía a los individuos desde la posición original hasta estos dos principios de la justicia que ordenarían las instituciones básicas de la sociedad es el siguiente. El primer principio se adoptaría porque en la posición original los individuos estarían conscientes de que tienen intereses que quieren proteger y aspiraciones que desean alcanzar, por lo que la condición necesaria para hacerlo es que disfruten de un conjunto de libertades básicas irrestrictas, pues sólo contando con ellas tienen la garantía de estar en posibilidades de perseguir esos intereses. Además, en la posición original los individuos se reconocen entre sí como entes morales, es decir, capaces de contraer compromisos mutuos en lo que respecta a su conducta, la cual aceptan también que se guía por una concepción específica del bien que distingue a cada uno de ellos. En términos generales y sintéticos, podría decirse que este principio se expresa y manifiesta también como la exigencia de igual ciudadanía para todos los individuos. El razonamiento que conduce al segundo principio es un tanto más sinuoso y complejo. Para elegirlo, los individuos deberían rechazar primero la opción más simple y obvia: la distribución igualitaria de los bienes sociales primarios. No elegirían esta opción porque de acuerdo a los conocimientos generales que tienen en la posición original sobre las bases de la organización social y la psicología humana, saben que la desigualdad en ciertos aspectos sociales puede beneficiar a la sociedad en su conjunto y a todos los individuos en lo particular. Esto ocurre ya que por naturaleza y por ciertas condiciones sociales los individuos gozan de diferentes capacidades y destrezas, las cuales explotan al máximo para satisfacer las necesidades y aspiraciones que los mueven, por lo tanto, una distribución igualitaria de los bienes desalentaría e inhibiría a los mejor dotados, quienes al observar que los bienes se 273 asignan de este modo, no se verían motivados para hacer más de lo que hacen los otros, y tal vez concluirían que aún haciendo menos recibirían exactamente lo mismo. Por lo tanto, si es posible diseñar instituciones sociales que admitan determinados márgenes de desigualdad a condición de que aquellos quienes más se beneficien con ellas provoquen simultáneamente que los demás también se beneficien, entonces es conveniente y racional admitir este tipo de disparidades para atraer y recompensar a los individuos que disfrutan de los mayores talentos. Rawls llama a esto el principio de la compensación. En términos morales ninguno de los miembros sociales es justo acreedor de la mayor fuerza, inteligencia o habilidad con que la naturaleza lo premió. La distribución de estas virtudes obedece en buena medida a una lotería natural; ninguno de los individuos ha hecho nada por sí mismo para merecer la distinción de semejantes dones. Por tal motivo, las diversas capacidades de los individuos deben ser consideradas un patrimonio de la comunidad; dado que a cualquiera pudieron haberle tocado, es justo que la comunidad en su conjunto se beneficie con ellas. Así, desde esta perspectiva, es justo que aquellos que tuvieron tal fortuna disfruten de las ventajas que ello les reporta, pero sólo si simultáneamente compensan de alguna manera a quienes no corrieron con la misma suerte. De acuerdo a Rawls, así razonarían los individuos en la posición original; al no estar seguros de obtener los mejores dones y, al mismo tiempo, estar conscientes de que el desarrollo de los individuos que sí las obtuvieron puede mejorar no sólo la situación de aquellos, sino la de ellos mismos, entonces elegirían con toda seguridad el inciso (a) del segundo principio.44 44 Robert Nozick y David Gauthier se han distinguido por criticar enfáticamente este aspecto de la teoría de Rawls. En particular, rechazan este punto diciendo que no hay ningún motivo por el que los talentos individuales deban considerarse patrimonio de la comunidad y, por lo tanto, ésta no debe impedir que estos individuos se beneficien con las dotes de que disponen. Véanse Nozick, Robert. Op. cit.; y Gauthier, David. La moral por acuerdo. Gedisa, Barcelona, 1994. 274 Tal como está formulado el inciso (b) del segundo principio podría pensarse que debía haberse incluido en el primero, ya que éste se ocupa fundamentalmente de lo que respecta a la igualdad y el segundo a la desigualdad. Sin embargo, Rawls aclara que la igualdad de oportunidades para ocupar cargos y puestos de distinción social debe darse a menos que pueda establecerse una desigualdad de oportunidades que beneficie a los menos aventajados. El razonamiento que conduce a este enunciado consiste en que nadie debe estar excluido por principio de igual oportunidad a ocupar los altos cargos y funciones sociales, sin embargo, dado que los mejor dotados gozarían siempre de las mayores posibilidades de desempeñar esos puestos, no debería haber objeción para que la sociedad destinara un volumen de recursos suficiente para que la posición competitiva de los menor dotados mejorara, con el objetivo de darles la oportunidad real de que compitan en mejores y más justas condiciones con los que ya de origen se encuentran más aventajados, es decir, la igualdad formal de oportunidades sólo puede violarse en aras de la búsqueda de una igualdad más real de oportunidades. Ahora bien, un complemento y, de hecho, parte integrante de estos principios son las reglas de prioridad que entre ellos deben existir, sin las cuales la teoría de Rawls se asimilaría al intuicionismo, del cual no sólo quiere distinguirse, sino al que incluso combate abiertamente. Estas reglas de prioridad se establecen a través de dos conceptos fundamentales: el orden lexicográfico y el principio de la diferencia. Para distinguirse del intuicionismo, Rawls establece que sus principios no pueden intercambiarse o mezclarse de manera aleatoria, sino que su regla de prioridad es estricta, esto es, que entre el primero y el segundo principio media un orden lexicográfico. Esto significa que dentro de la teoría de la justicia como imparcialidad no se permite que el primer principio sea desplazado o relegado para darle prioridad al segundo principio o a cualquier otra consideración. En términos 275 prácticos, implica que las libertades básicas de los individuos no son negociables ni intercambiables por otros bienes sociales primarios, como la riqueza o el ingreso. El primer principio que debe adoptar una sociedad justa es el de no transigir en estas libertades, sólo una vez satisfechas, puede pasarse a la ejecución del segundo principio. En general, lo que significa el orden lexicográfico es un orden serial estricto, en el que los factores ordenados secuencialmente no pueden entrar en juego a menos que los que les preceden hayan sido plenamente satisfechos. Rawls admite una sola restricción de las libertades básicas, que es la de conceder una pérdida en el sistema de libertades si ello es necesario para evitar una pérdida mayor, es decir, de acuerdo de nuevo con Rousseau, acepta que las libertades son un sistema de restricciones y permisiones en un determinado ámbito social, y por lo tanto, puede suceder que en circunstancias peculiares sea necesario restringir algunas de ellas para no sacrificar otras o poner en riesgo el sistema integral.45 El principio de la diferencia desempeña un papel no menos importante que el orden lexicográfico, pero se refiere específicamente al segundo principio de la justicia. El principio de la diferencia consiste en que no se puede permitir en la estructura básica de la sociedad que los más aventajados mejoren sus expectativas si ello no implica que simultáneamente mejoren las expectativas de los peor colocados. Como puede observarse, este principio de la diferencia es un desarrollo del principio de optimización paretiano, que Rawls llama principio de eficiencia. De acuerdo a Pareto, una configuración social se optimiza en comparación con otra si tiene la virtud de mejorar la situación de un componente, por pequeño que sea, sin que con ello se afecte la situación 45 Jacques Bidet ha destacado acertadamente que en este aspecto de la estructura de las libertades Rawls no ha dejado del todo claro si entre ellas existe una verdadera relación sistémica, o bien, como parece más claro, un orden lexicográfico que otorga 276 de cualquier otro elemento, así sea una sola persona.46 Sin embargo, como puede observarse, el principio de la diferencia, al menos en la formulación original que se encuentra en Teoría de la justicia, es mucho más estricto en un sentido; el de no tolerar que los más aventajados mejoren su situación aún si ello no afecta a los menos aventajados, de hecho, el principio de la diferencia plantea que primero deben mejorarse las condiciones de los peor colocados y sólo después las de los más aventajados. Para Rawls, la puesta en marcha del principio de la diferencia no sólo operará en favor de los peor colocados, sino también de los que se encuentran en las posiciones intermedias. Esto será posible debido a que él supone la existencia de una conexión en cadena, es decir, de una reacción en la sociedad por medio de la cual el mejoramiento del estrato menos favorecido repercutirá automáticamente y en el mismo sentido en el resto de los sectores, esto es, se dará un desencadenamiento de los beneficios en forma de cascada ascendente, de abajo hacia arriba, incluyendo a los que se encuentran en la cúspide social. Sin embargo, para darle mayor rigurosidad a este encadenamiento, Rawls hizo mucho más drástico su principio de la diferencia, al menos, hay que insistir en ello, en la formulación hecha en Teoría de la justicia, introduciendo en él el orden lexicográfico, lo cual produce el siguiente resultado: la condición que debe cumplirse para que mejoren las expectativas de los más aventajados es que primero mejoren las de los que se encuentran en la peor situación, y una vez satisfecho este requisito, el segundo paso es que se mejoren las expectativas del estrato social que sigue en orden ascendente, y así, consecutivamente, hasta llegar al estrato superior. Esto significa que el principio lexicográfico de la diferencia exigirá que para mejorar las expectativas de los más aventajados es necesario que primero se beneficien todos los que se prioridad a las libertades civiles con respecto a las políticas. Véase Bidet, Jaques. John Rawls y la teoría de la justicia. Bellaterra, Barcelona, 2000. 46 Véase Pareto, Vilfredo. Forma y equilibrio social. Alianza Editorial, Madrid, 1959. 277 encuentran por debajo de ese nivel. Esta formulación del principio de la diferencia cumple mucho mejor con el objetivo del segundo principio de la justicia que aparentemente perseguía Rawls originalmente: reducir las desigualdades, acortar la brecha que existe entre los dos polos sociales, y avanzar así hacia una igualdad más democrática.47 Estos son los rasgos básicos de los principios de la justicia que de acuerdo a los supuestos de Rawls los hombres racionales elegirían en una posición original como la descrita, teniendo como fin último el de fundamentar la estructura básica de una sociedad justa o, como él prefiere llamarla, una sociedad bien ordenada. Así, siguiendo las premisas que Rawls ha planteado, su teoría de la justicia como imparcialidad tiene la función de conducir la reflexión de los hombres por este proceso racional, cuyo punto de arribo es precisamente ese: el esbozo de las bases de una sociedad más justa. Sin embargo, independientemente de lo encomiable que pudiera parecer el objetivo y el resultado de la teoría, un examen de los principios de la justicia y de sus supuestos básicos denotan insuficiencias, incongruencias y contradicciones que es difícil pasar desapercibidas, las cuales no parecen haberse reducido con las posteriores modificaciones que hizo Rawls a su teoría, sino que tal vez, en algunos casos, la hayan debilitado. Para seguir el mismo orden de la exposición de esta parte de la teoría de Rawls, será pertinente comenzar por el concepto de bienes sociales primarios. De acuerdo a su definición, estos bienes son aquellas cosas de las que los individuos siempre desearían tener más que menos. Sin embargo, cuando Rawls enumera las categorías de estos bienes primarios, se puede observar que distingue cinco grupos: derechos, libertades, oportunidades, riqueza e ingreso, los cuales a su vez se pueden dividir en tres grupos, cada uno de los cuales presentan diferentes problemas para insertarse en la definición ofrecida. Por 47 Véase Teoría de la justicia. Op. cit., Cap. II. 278 ejemplo, al primer grupo formado por las libertades y los derechos es muy difícil homologarlo con el tercero, formado por la riqueza y el ingreso, la diferencia entre uno y otro es relevante. Al compararlos es inevitable percatarse de que su naturaleza es muy distinta y de que sus diferencias son notables.48 En efecto, las libertades y derechos no pueden definirse propiamente como un bien, sino tal vez sería más pertinente definirlos como prerrogativas de los individuos, que constituyen una condición necesaria para que éstos hagan uso efectivo de los otros bienes de que dispone la sociedad. Por otro lado, es necesario señalar que a pesar de que en Teoría de la justicia Rawls intenta construir una abstracción del individuo que lo separe tajantemente de su sociedad, en innumerables pasajes de la obra se alcanza a percibir que en realidad está pensando en una sociedad moderna, desarrollada y liberal. Siendo así, no es sencillo imaginar cómo, siguiendo la definición de los bienes sociales primarios, un individuo pueda desear más libertades, es decir, asumiendo el supuesto de que se trata de un régimen democrático pleno, es difícil pensar cómo un individuo podría pretender más libertad de conciencia, más libertad de expresión o más libertades políticas. En efecto, en ciertas ocasiones, aún en un régimen democrático, estas libertades llegan a verse amenazadas, pero en esos casos no se busca tener más de esa libertad asediada, sino de defender una institución social y un atributo ciudadano, es decir, este tipo de libertades ya existen en las sociedades a las que se refiere Rawls y simplemente constituyen una prerrogativa del individuo, por lo que resulta cuestionable que las personas deseen cuantitativamente más libertades de este tipo. Lo mismo podría decirse de los derechos. En un Estado de derecho efectivo simplemente se tiene el derecho de libre 48 Una de las críticas más conocidas a este aspecto de la teoría de Rawls es la de Michel Walzer, para quien cada bien social debe distribuirse de acuerdo a distintos criterios, es decir, evitar someter a todos y cada uno de ellos a un mismo esquema o patrón de asignación. Véase Las esferas de la justicia. FCE, México, 1993. 279 circulación o reunión, pero tampoco es factible pensar en términos de que se desee tener más de esos derechos. En cuanto al segundo grupo, las oportunidades, podría decirse que en primera instancia bien podría aplicárseles la definición: los hombres siempre desean tener más oportunidades que menos. Sin embargo, las oportunidades a que puede aspirar un hombre en su vida dependen de una compleja mezcla de derechos, posición social y recursos materiales, por lo que es muy difícil prescribir la manera en que pueden tenerse efectivamente más oportunidades. Finalmente, por lo que respecta a la riqueza y el ingreso, no se ve claramente la necesidad de separarlos: en la economía moderna, la riqueza es simplemente el producto de la acumulación del ingreso. Sin embargo, por otro lado, este grupo tal vez sea el que mejor acepte la definición: los hombres siempre desean tener más ingresos y riquezas que menos.49 Esta dificultad para englobar dentro del concepto de bienes primarios a estas cinco categorías mencionadas no pasó inadvertida para Rawls; él mismo reconoció la dificultad de homogeneizar a estos cinco elementos, y aceptó que sólo las riquezas y los ingresos eran aquellas cosas que más claramente podían ser definidas así, como cosas de las que se desea tener más que menos. Sin embargo, por esta misma razón, es difícil explicarse porqué persistió en sostener en los mismos términos y alcances su concepto de bienes sociales primarios. Con respecto a la descripción que hace Rawls de la posición original, lo que podría llamar en primera instancia la atención de los lectores de Teoría de la justicia es que se insista tanto en que uno de los mayores intereses de los individuos es proteger su libertad religiosa. 49 Desde la época del liberalismo clásico uno de los derechos que más ha evolucionado ha sido el de la propiedad, al grado de que puede hablarse de una concepción contemporánea de ésta muy diferente con respecto a la tradicional. Los derechos de propiedad parecen ser cada vez menos algo tangible, convirtiéndose más bien en una prerrogativa determinada socialmente. Véase North, Douglass C. Estructura y cambio en la historia económica. Alianza, Madrid, 1994. 280 Podría llamar la atención este hecho porque el énfasis que se pone en ello es sumamente reiterativo, lo cual resulta hasta cierto punto desproporcionado, debido a que él mismo señala que en estas condiciones los individuos están igualmente interesados en proteger su libertad de conciencia y de pensamiento, dentro de la que se supone está explícitamente incluida la libre elección de credo. No obstante, en algunas otras obras, como Liberalismo político o Lecciones de historia de la filosofía moral, Rawls explica cómo el liberalismo moderno tiene sus raíces históricas en la tolerancia religiosa que se logró en los tiempos de la Reforma, por lo que nunca está por demás enfatizar su importancia. No obstante, el mayor problema que se puede apreciar en la definición de la posición original es cuando Rawls dice que en ella los individuos se caracterizan por su autointerés, es decir, son individuos que desean proteger, promover y maximizar sus propios intereses. En otras palabras, en la posición original los individuos son egoístas, aunque en la mayor parte de los casos se usa el término de autointerés y sólo ocasionalmente el de egoísmo. Sin embargo, también se especifica que los mueve el desinterés, esto es, que no están interesados en los asuntos de los demás; que no se sienten afectados por los mayores éxitos o los fracasos de sus congéneres. Más aún, no están animados por la envidia, lo que significa que no están dispuestos a aceptar una pérdida con tal de que los otros la tengan también. No obstante, esta descripción de la posición original se encuentra en abierta contradicción con los principios de la justicia, particularmente con el segundo. En él se plantea que es inadmisible que los más aventajados mejoren su posición aún si ello no afecta la situación de los peor colocados, es decir, no se acepta el principio de eficacia, el óptimo paretiano. Esto significa que en la posición original los individuos no están desinteresados en los asuntos de los demás, como decía Rawls, sino que sí lo están, tal vez no sean envidiosos, en el sentido de perder 281 con tal de que los demás pierdan también, pero tampoco son indiferentes ante el éxito ajeno, no aceptan que los demás ganen si al mismo tiempo no ganan ellos también. De esta manera, no debía decirse que en la posición original los hombres son desinteresados con respecto a los asuntos de los demás, sino que sí les interesa que los que se encuentran por encima de ellos no se alejen más, esto es, que a pesar de estar dispuestos a aceptar por principio la desigualdad social, no aceptan de ninguna manera que ésta se acreciente, sino que buscan establecer un mecanismo para reducirla al máximo. Por último, con respecto a la posición original, Rawls dice que en ella los individuos no tienen una posición frente al riesgo, sin embargo, cuando expone la regla maximin, que consiste en optar por la alternativa cuyo peor resultado sea superior al peor resultado de las otras alternativas, lo que hace es establecer automáticamente una posición frente al riesgo, una posición conservadora. Este conservadurismo se traduce en que en la posición original no aceptarían una sociedad que albergara enormes desigualdades, ni siquiera si el sector que sufriera esta desigualdad fuese infinitamente pequeño. Los individuos no aceptarían esta configuración por el riesgo implícito, aún si fuese muy pequeño, de pertenecer a ese reducido sector marginado. Como puede observarse, en la posición original los individuos sí tienen una posición frente al riesgo: son conservadores. El concepto del velo de la ignorancia adolece de similares inconsistencias. Como se recordará, la función de este concepto dentro de la teoría de Rawls es fundamental: para definir la estructura básica de la sociedad de acuerdo a la justicia como imparcialidad es necesario asegurarse de que los hombres acuerden desde la posición original instituciones sociales imparciales, para lo cual es indispensable que ellos mismos sean imparciales con respecto a sus propios intereses en la sociedad. Rawls no excluye la posibilidad de que en la realidad y bajo determinadas condiciones sociales los hombres puedan comportarse 282 imparcialmente, sobre todo si se encuentran en una sociedad justa, sin embargo, lo que pretende no es una alta probabilidad de conducta imparcial, sino la garantía de que en el momento de construir las principales instituciones sociales los hombres se comporten ineludiblemente con imparcialidad.50 Con este propósito, Rawls introduce en la posición original el velo de la ignorancia, por medio del cual se priva a los hombres del conocimiento sobre su posición en la sociedad, su fuerza, inteligencia, color, en fin, se les impide saber quiénes serán en la sociedad que están construyendo; la única certidumbre que tienen es que pueden ocupar cualquier posición de las que existen en la sociedad, es decir, en realidad, se encuentran en la incertidumbre total. Los hombres no conocen nada de su personalidad, pero sí tienen acceso al conocimiento de los rasgos generales de la organización social y política, los elementos fundamentales de la teoría económica y las bases esenciales de la psicología humana. Una vez que los individuos están privados del conocimiento de su personalidad y sólo conocen la información general sobre la sociedad, que es la misma para todos, se satisface entonces una de las premisas metodológicas más importantes de la teoría, consistente en que individuos racionales que comparten exactamente la misma información deben llegar necesariamente a la misma respuesta, dar la misma solución a un problema planteado. En el caso de esta teoría, esa respuesta correcta son los principios de la justicia. Sin embargo, el primer problema que surge al analizar este concepto es que si el velo de la ignorancia restringe toda la información personal a los individuos y sólo les concede cierta información general, que es la misma para todos, entonces lo que resulta es un conjunto de 50 Uno de los estudios recientes más interesantes sobre la necesidad de la imparcialidad en el orden social y político, así como la parcialidad legítima y natural en el ámbito privado es el libro de Thomas Nagel. Igualdad y parcialidad. Paidós, Barcelona, 1996. 283 individuos en serie, intercambiables. En estas condiciones, no es posible imaginar cómo se puede convenir un contrato social, un pacto asociativo, entre seres que no tienen nada que negociar, puesto que son idénticos. Siendo consecuente con esto, la propuesta de Rawls no es propiamente una teoría del contrato social, que por definición intenta conciliar los intereses de diversos sectores sociales, sino que es más bien una teoría de la elección racional de un individuo sometido a determinadas restricciones.51 No obstante, eso no es todo. La información general que el velo de la ignorancia concede a los individuos también es incongruente. En efecto, Rawls dice que los hombres no conocen las circunstancias particulares de su sociedad, ni el grado de cultura y civilización que han alcanzado, pero sí conocen las bases de la organización social y política, las bases de la teoría económica y las bases de la psicología humana. Ahora bien, la pregunta que surge de inmediato es ¿qué tipo de teoría económica conocen los individuos? Si se trata de la Francia del siglo XVIII acaso conocerán la fisiocracia, tal vez, o bien, tratándose de individuos de la Alemania del siglo XIX, podrían conocer el marxismo, probablemente, pero ¿son acaso esos fundamentos de teoría económica los que permitirían deducir los principios de la justicia? No, seguramente no. Lo mismo sucede con el resto de la información general que ofrece el velo de la ignorancia; no es lo mismo la teoría de la democracia directa griega que la teoría de la democracia representativa moderna. Lo que se evidencia con esto es que cuando Rawls concibe la información general a la que tendrían acceso los individuos a través del velo de la ignorancia no está suponiendo cualquier nivel de cultura y civilización, sino que está pensando en el mundo moderno, más aún, en la época contemporánea, y supone también que los principios teóricos 51 La crítica más dura y conocida de este aspecto de la teoría de Rawls proviene de Michael Sandel. Op. cit. Además, puede verse una crítica similar en el libro de Brian Barry. La justicia como imparcialidad. Paidós, Barcelona, 1997. 284 que conocen los individuos son aquellos de la teoría económica neoclásica, de la teoría de la democracia representativa, y de la teoría del psicoanálisis, es decir, tendrían a su disposición información que ha generado la civilización occidental y la cultura contemporánea. Debido a esto, resulta incongruente afirmar, por un lado, que en la posición original los hombres no conocen su sociedad, cultura y civilización y, por el otro, suponer que el velo de la ignorancia les proporciona información que sólo ha generado una sociedad, una civilización y una cultura específica. Es cierto que en el Liberalismo político y en La justicia como equidad Rawls corrigió en parte esta falla, planteando que no debía esperarse que su teoría tuviera una aplicación universal, sino que debía aplicarse a las sociedades modernas liberales. Sin embargo, por otro lado, en muchos pasajes de éstas también expresó que sostenía el contenido central de su teoría, lo cual resulta hasta cierto punto incongruente, dada la posición central que tiene en ésta el velo de la ignorancia. Como puede observarse, los presupuestos teóricos de la posición original a partir de los cuales Rawls construye sus principios de justicia difícilmente pueden admitirse sin objeciones y, de hecho, padecen serias contradicciones. Pero además, los propios principios de la justicia conducen a otra serie de incongruencias igualmente inaceptables. De acuerdo a Rawls, el principio de la diferencia requiere ubicarse en una economía competitiva para funcionar apropiadamente; sólo en un entorno de este tipo puede cumplir efectivamente el objetivo para el cual está diseñado, esto es, para reducir las mayores desigualdades sociales. Sin embargo, el mismo Rawls menciona en reiteradas ocasiones que una economía competitiva desigualdades se económicas, caracteriza sino sólo por no propiciar pequeñas y grandes aceptables disparidades. Entonces ¿cómo conciliar ambas afirmaciones? Lo que resulta de ello no es una complementación, sino una paradoja irresoluble: es evidente que el principio de la diferencia se concibió para contrarrestar las más graves inequidades que se producen en una sociedad y reducir 285 la brecha que existe entre los polos de la distribución del ingreso, y por esa razón, su implantación en una sociedad más o menos igualitaria lo haría prácticamente irrelevante. Pero a despecho de ello, Rawls dice que sólo en una economía competitiva que no produce grandes desigualdades sociales es factible que opere este principio. Entonces, la conclusión que se desprende de esto es que ahí donde se requiere el principio de la diferencia es inaplicable, y sólo ahí donde no es necesario resulta factible. La paradoja es obvia.52 Sin embargo, suponiendo que se aplicara el principio de la diferencia a una sociedad donde existe una gran desigualdad, su propia dinámica establecería en la sociedad una correlación convergente entre los dos polos del ingreso social, lo cual implicaría que en un momento dado las desigualdades sociales se reducirían a niveles imperceptibles. Esto puede explicarse de la siguiente manera. La formulación original del principio de la diferencia en la Teoría de la justicia admite varias posibilidades, una de ellas es que los peor situados mejoren su situación a raíz de una acción particular y que ese mismo evento mejore también la posición de los más aventajados, con lo cual los márgenes de desigualdad social se mantendrían más o menos iguales; pero otra posibilidad, que al parecer es la que buscaba Rawls originalmente, es que se registren eventos en los que sólo se mejore la situación de los peor colocados y de los otros sectores que ocupan los niveles sociales más bajos, en este caso, la repetición periódica de este tipo de eventos provocará que en algún momento se llegara a una situación en la que la brecha del ingreso se habría cerrado tanto que la sociedad habría cambiado de carácter; ya no se trataría de una sociedad con grandes desigualdades, sino de una con muy pequeñas diferencias. Ahora bien, lo más importante en este punto es señalar que el principio de la diferencia parece haberse diseñado de tal forma que la frecuencia de los 52 Una crítica del principio de la diferencia similar a la que aquí se hace puede verse en Martin, Rex. “Contractarianism and Rawls’s difference principle.” En Boucher, David y Paul Kelly (eds.) The social contract from Hobbes to Rawls. Routledge, London, 1994. 286 eventos de este segundo tipo fuera mayor que la del primero. Aunque Rawls no lo expresa de esta manera, no es muy difícil descubrir que ese es el espíritu que inspira al principio de la diferencia. Pero cuando el principio de la diferencia hubiera cumplido su misión, esto es, eliminar las mayores disparidades sociales y propiciar una sociedad más igualitaria, habría dejado de ser útil. En efecto, cuando la sociedad hubiera alcanzado este nivel de desarrollo, no se podría justificar razonablemente la necesidad de evitar que los mejor colocados avanzaran un poco aún si ello no afectara a los peor colocados, los cuales, en esta nueva situación, no estarían muy alejados de éstos, no mediaría una gran brecha social, sino que ahora se encontrarían muy cerca de los que ocupan los primeros niveles. Es decir, en estas condiciones no debería haber objeción para que el principio de la diferencia fuera relevado por el principio de la eficacia. Pero la formulación original de Rawls no parecía admitir esta posibilidad, su principio de la diferencia parecía estar diseñado para una sociedad estática donde existiera una gran desigualdad social. Así, cuando la sociedad se pusiera en marcha y la dinámica de este principio surtiera su efecto, aparecía una situación para la que Rawls no tenía respuesta o, más bien, en la que su teoría evidenciaba tal rigidez que dejaba de ser razonable. Asimismo, el principio de la diferencia parecía no tomar en cuenta apropiadamente los intereses de los sectores medios de la sociedad; no admitía que éstos se beneficiaran a menos que antes y como condición mejoraran los que se encuentran en los estratos más bajos. Es cierto que Rawls pretendió minimizar esta objeción anteponiendo su concepto de la conexión en cadena, la que presupone que de manera automática y natural aquello que opera en beneficio de los menos aventajados produce el mismo efecto en los demás sectores, incluidos los intermedios. Sin embargo, para no dejarlo tan ambiguo, Rawls recurrió a su principio lexicográfico de la diferencia, el cual exigía que el 287 mejoramiento de las condiciones sociales se diera ascendentemente de manera condicionada, esto es, para que los sectores medios se vieran beneficiados debía haberse satisfecho el mejoramiento de los peor colocados. Sin embargo, en la realidad social, y sobre todo en una sociedad donde no existen grandes desigualdades, el sector intermedio de la sociedad es tan extenso y diverso que resulta poco razonable rechazar que una parte de él se mejore aisladamente, sin otra repercusión social. Finalmente, una vez que Rawls había expuesto sus principios de la justicia, que había explicado sus innumerables detalles y refinamientos, y que se había adelantado a combatir las posibles objeciones que advertía, lanzaba una afirmación hasta cierto punto sorpresiva. Después de exponer su teoría terminaba diciendo que tal vez no sería necesario aplicarla, más específicamente, decía que probablemente no sería necesario aplicar su principio de la diferencia. Es decir, Rawls considera que en una economía de mercado que funcionara correctamente y en una sociedad abiertamente competitiva estaba prácticamente garantizado que se produjera una difusión generalizada de los beneficios, es decir, bajo esas condiciones se generaría una elevación de los niveles de bienestar del conjunto social que haría irrelevante el principio lexicográfico de la diferencia. En resumen, en una economía de mercado realmente competitiva no habría necesidad de aplicar el principio de la diferencia. Sin embargo, a pesar de la complejidad de la formulación original de la teoría de Rawls, este aspecto, el del principio de la diferencia parece haber sido una de las partes que más se transformó en las siguientes tres décadas que siguieron a la aparición de Teoría de la justicia. La reformulación de este principio puede observarse específicamente en La justicia como equidad, en donde Rawls hace tres importantes correcciones.53 53 Véase La justicia como equidad. Op. cit. Segunda parte. 288 La primera de ellas se refiere a relajar el principio de la diferencia, estableciendo que para ajustar los ingresos y beneficios de los diferentes sectores sociales hay que esperar un lapso de tiempo prudente, es decir, que en un determinado momento los ingresos de algún sector social pueden variar sin que se obligue a variar a los otros. La segunda es acentuar que el principio de la diferencia es un principio de reciprocidad. A diferencia de Teoría de la justicia en donde parecía que este principio estaba diseñado para favorecer en primera instancia a los menos aventajados en la cooperación social, en la nueva formulación parece difuminarse este espíritu para hacer correr la misma suerte a todos los sectores sociales.54 La tercera, finalmente, se refiere a la renuencia de Rawls para usar los impuestos progresivos con el fin de redistribuir la riqueza social, es decir, a no recurrir al Estado para compensar las inequidades de ingreso, confiando en que la dispersión de la riqueza y los mecanismos internos del mercado eviten la generación de disparidades excesivas. Con estas correcciones, la teoría de la justicia de Rawls, que parecía ser vigorosamente redistributiva, pierde una buena parte de su fuerza. Es cierto que mediante ellas pretendió negarse a aceptar su pertenencia a las teorías del Estado de bienestar, en donde muchos de sus críticos la ubicaban, sin embargo, el concepto de democracia de propietarios resulta mucho menos definido y consistente que el de Estado de bienestar, más aún cuando muchas de las medidas concretas que Rawls recomienda son, precisamente, características del Estado de bienestar. Por último, Rawls no le da la suficiente consideración al hecho de que en las sociedades modernas, para las que él mismo dice que está construida su teoría, las menores desigualdades de ingreso y riqueza, es decir, lo más próximo a lo que él llama la 54 Al parecer, los criterios de política fiscal de Rawls son mucho menos redistributivos de lo que su teoría parece requerir. Véase Krouse, Richard y Michael Macpherson. “Capitalism, ‘property-owning democracy’ and welfare state” en Gutman, Amy (ed.) Democracy and welfare state. Princeton University Press, Princeton, 1988. 289 democracia de propietarios, han sido en buena medida producto de políticas específicas y típicas del Estado de bienestar. La democracia deliberativa En el debate contemporáneo sobre la democracia, uno de los conceptos que ha despertado un gran interés es el de la deliberación política, es decir, el ejercicio de los ciudadanos consistente en la reflexión y discusión pública de los asuntos colectivos con el propósito expreso de llegar a acuerdos que no sólo concilien sus intereses, sino que también, y esto tal vez sea lo más importante, que mediante esta deliberación puedan llegar a transformarse; que puedan hacerse compatibles con los de los demás ciudadanos y conformar así un verdadero interés público. Para realizar una deliberación política de este tipo, se requiere de una serie de derechos y libertades para todos los ciudadanos, tendientes a garantizar que ninguno de ellos quede excluido de este debate. Partiendo de estas premisas, lo que se deduce es que el régimen que surgiría de tales exigencias sería lo que se ha llamado una democracia deliberativa.55 John Rawls y Jürgen Habermas son los dos autores contemporáneos considerados como los fundadores y, por tanto, las referencias más importantes en torno a este concepto. En tanto que el propósito de este trabajo es analizar la teoría democrática del primero, sólo se harán algunas alusiones tangenciales al segundo de ellos. Como se ha mostrado en el apartado anterior, los principios de la justicia que Rawls construyó para guiar la organización general de una sociedad bien ordenada, esto es, de una sociedad justa, contienen 55 Uno de los autores más reconocidos que ha profundizado en la reflexión de la democracia deliberativa, adoptando una perspectiva rawlsiana, es Joshua Cohen, de quien puede consultarse: “Deliberation and democratic legitimacy” en Hamlin, Alan y Philippe Pettit (eds.) The good polity. Normative analysis of the state. Basil Blackwell, Oxford, 1989; y “Democracy and liberty” en Elster, Jon (ed.) Deliverative Democracy. Cambridge University Press, Cambridge, 1998. 290 algunas incongruencias significativas. Así, a pesar de lo encomiable del objetivo perseguido, consistente en fundamentar teóricamente las instituciones básicas de una sociedad justa en donde, entre otras cosas, fuera factible la deliberación política plena, los medios operativos que se ofrecen para ello no tienen la consistencia que podría desearse. A pesar de ello, muchas de las conclusiones a las que llega Rawls despiertan un gran interés y merecen analizarse detenidamente, particularmente lo que se refiere al aspecto y los rasgos distintivos de la sociedad bien ordenada a la que conducirían los principios de la justicia. Para situar el alcance y contorno de la deliberación política, será conveniente partir de una de las premisas más importantes de Rawls, aquella que consiste en afirmar que la justicia sólo es necesaria y posible ahí donde existen pretensiones contrapuestas entre diferentes seres humanos, es decir, la justicia sólo se requiere cuando dos o más hombres se disputan alguna cosa. Al asumir esta premisa, Rawls sigue fielmente la argumentación que ofreció Hume para sustentar su propia teoría de la justicia. No obstante, si bien es posible aceptar esa parte de la teoría de Hume sin muchas objeciones, lo que ya no resulta tan claro ni aceptable es que Rawls asuma también el resto de las premisas de Hume, especialmente las condiciones de la justicia, las cuales son muy discutibles desde innumerables puntos de vista.56 Para expresarlo de la manera más directa, lo que dice Hume es que la justicia sólo es posible y necesaria cuando la sociedad se encuentra en una posición intermedia con respecto a dos rasgos básicos: el de la riqueza social y el de la predisposición humana al bien. Es decir, ahí donde la sociedad experimenta la escasez más extrema y desesperante, en donde la propia sobrevivencia está en riesgo, no es 56 Una breve pero útil reseña sobre el pensamiento político de Hume y particularmente sobre su concepción de la sociedad, el gobierno y la justicia la ofrece el estudio de Robert. S. Hill. “David Hume”. en Strauss, Leo y Joseph Cropsey (Comps) Historia de la filosofía política. FCE, México, 1996. 291 posible la justicia, no resulta racional detenerse a reflexionar sobre los criterios de lo justo y lo injusto, sino que la actuación humana debe apegarse a una conducta puramente instintiva, de autoconservación. El otro extremo, en el cual la justicia no sería necesaria, es el de la más absoluta y completa abundancia, esto es, una situación en la cual todo lo que los hombres desearan existiera sobradamente y sólo les bastara con extender la mano para obtenerlo. En una situación de tal frugalidad serian inútiles los enfrentamientos, no habría nada que disputar puesto que todos obtendrían lo que desearan sin necesidad de luchar por ello contra nadie. Así pues, no sería necesario que interviniera la justicia. En resumen, en ninguno de estos dos extremos de la riqueza social se requiere de la justicia; en el primero no es útil ninguna deliberación sobre ella y en el segundo no es necesaria.57 Algo similar sucede con la predisposición humana al bien. En una situación en la cual un hombre estuviera rodeado de seres perversos y malvados, que no respetan ninguna ley, moral o restricción, sería inútil que este hombre apelara a cualquier criterio de justicia, y mucho menos útil sería que tratara de comportarse justamente. En estas condiciones, este individuo simplemente debería actuar de tal manera que saliera sano y salvo de tal situación, sin importar lo que tuviera que hacer para ello. El otro extremo sería una sociedad en la cual los hombres estuvieran inspirados por la más intensa generosidad y un perfecto altruismo; en estas circunstancias, antes de tomar algo para su propio disfrute preferirían cederlo a sus congéneres. Así, en este escenario, no puede haber disputa posible, todo hombre estaría dispuesto a ceder cualquier cosa antes de luchar por ella. Entonces, de la misma manera que lo sucedido con la riqueza social, en el caso de la predisposición 57 Aunque estas circunstancias de la justicia ya estaban delineadas en su Tratado de la naturaleza humana, David Hume las desarrolla plenamente en su Investigación sobre los principios de la moral. Alianza Editorial, Madrid, 1993. Véase también los tres primeros capítulos de la parte dedicada a Hume en Lecciones sobre la historia de la filosofía moral. Op. cit. 292 humana al bien la deliberación sobre la justicia sería inútil en el primer extremo e innecesaria en el segundo. De acuerdo al planteamiento de Hume, en ninguno de estos cuatro extremos es posible o necesaria la justicia, por lo cual, para que ésta sea viable y efectiva, es necesario situarse en una posición intermedia. Sin embargo, en términos prácticos ¿cómo debe ser esa situación intermedia? Desde que Hume formulara su teoría de la justicia se ha venido planteando esta interrogante, sin que pueda ofrecerse una respuesta satisfactoria. Esto se debe a que en realidad, contemplando detenidamente los postulados de Hume, es difícil aceptar la validez de sus circunstancias de la justicia, así como también es difícil comprender que Rawls las haya asumido e incorporado a su propia teoría de la justicia, ya que no parecen completamente convincentes. Para seguir el mismo orden de exposición, será conveniente comenzar por lo que se refiere al primer extremo de la riqueza social, el de la más absoluta precariedad. Es posible coincidir con Hume acerca de que en una situación de extrema necesidad y emergencia social no sea posible atender a los reclamos de la justicia social ni ejercitar deliberación alguna, máxime si la propia vida se encuentra amenazada. Sin embargo, las sociedades no viven en emergencia permanente, de hecho, esta expresión es un contrasentido, por lo tanto, lo que debe considerarse es la normalidad de las distintas situaciones sociales, no los casos de crisis y desajuste, en los cuales los seres humanos adoptan una conducta que desborda los límites cotidianos, los márgenes de su ethos. Por otro lado, debe advertirse que desde una perspectiva histórica la medición y valoración de la riqueza social es totalmente relativa, esto es, si bien es cierto que partiendo de los parámetros de la modernidad ciertas sociedades antiguas carecían de los recursos necesarios para satisfacer algunas necesidades y deseos que en la actualidad se consideran imprescindibles, para los integrantes de aquella sociedad la 293 medida de sus necesidades y deseos era distinta, las coordenadas del mínimo social y de los satisfactores necesarios estaban colocadas en una posición diferente. Es decir, lo que para los modernos era precariedad, para los antiguos era normalidad y, dentro de ella, era perfectamente factible deliberar y establecer criterios de lo justo y lo injusto; juicios sobre las apropiaciones legítimas y las pretensiones injustificadas. Esto significa que aún en sociedades atrasadas y poco desarrolladas deben existir criterios de equidad y justicia. Ahora bien, el otro extremo de la riqueza social, el de la abundancia, es igualmente susceptible de crítica. En primer lugar, resulta realmente inquietante imaginar un mundo paradisiaco en el cual todo lo que deseara el hombre lo obtuviese tan sólo con extender la mano; en ocasiones los deseos humanos alcanzan tal desmesura, que el simple hecho de suponer que pudieran disponer de todo lo que desearan propicia la imagen de un mundo materialmente congestionado hasta la pesadilla.58 Sin embargo, tal vez no haya sido esa la situación paradisiaca que supuso Hume, sino una en la que la estructura económica de la sociedad fuera capaz de satisfacer las necesidades básicas con holgura y cierta bastedad. Hay que recordar que Hume escribía su teoría a mediados del siglo XVIII, mucho antes de iniciarse la revolución industrial y, quizá, muy poco consciente del volumen de producción que alcanzarían las economías occidentales uno o dos siglos después. No obstante, prescindiendo de esta limitación a la que se encontraba sujeto Hume, en términos puramente teóricos es igualmente discutible su premisa. ¿Acaso es posible pensar que los deseos y pretensiones humanas tienen un límite? La evolución del mundo moderno ha mostrado que no, que en 58 Hume ponía como ejemplo de abundancia el agua, el aire y, en determinadas condiciones, la tierra. Sin embargo, aunque él considerara que tales recursos eran ofrecidos en abundancia por la naturaleza y, por lo tanto, no había necesidad de disputarlos, la evolución de la sociedad moderna ha evidenciado lo relativo de esa abundancia, puesto que en la actualidad estos recursos son ya objeto de acérrimas y encarnizadas disputas. Véase Stroud, Barry. Hume. UNAM, México, 1995 294 la misma medida, o quizá en una proporción mayor, en que se expande la capacidad productiva de la economía, crecen también las necesidades, deseos y expectativas de los hombres, formando una espiral de magnitudes indescriptibles. No, los deseos humanos no tienen límite; en la situación más boyante de la economía no habría posibilidad de satisfacer los deseos humanos, mucho menos si son desmesurados, por lo tanto, en estas condiciones, sí habría disputas, tal vez no sobre recursos escasos, sino sobre la mayor acumulación de recursos. Es decir, la justicia sí sería necesaria. Además, los deseos humanos no sólo no tienen límites en términos absolutos, sino que tampoco lo tienen en términos relativos. Los hombres no se conforman con bienes materiales, entre las muchas otras cosas que desean está el prestigio y reconocimiento social, lo que Rawls llama los bienes posicionales, algo que solamente se obtiene a través de la desigualdad. En este aspecto específico es imposible la igualdad: solamente unos pocos disfrutarán de este atributo, los demás no sólo carecerán de él, sino que además será necesario que no lo posean, ya que sólo de este modo los primeros podrán disfrutarlo. Así, a pesar de que las necesidades y deseos básicos de la sociedad estuvieran cubiertos satisfactoriamente, es posible que la mayor acumulación de riqueza en unas cuantas manos permitiera contribuir a la alimentación del reconocimiento y prestigio social. En efecto, Hume simplificó los supuestos de su teoría refiriéndose únicamente a los bienes materiales, objeto de las disputas.59 Sin embargo, los deseos humanos no se satisfacen únicamente con cosas materiales, sino además con otras cosas que en ocasiones constituyen derechos, libertades o los deseos mismos de otros seres humanos. En este caso, aún la mayor abundancia material imaginada no basta para 59 Aunque en muchos aspectos Hume critica severamente a Locke, al grado de declararse abiertamente anticontractualista, coincide con él en un aspecto fundamental, que es el de concebir que el fin primordial de la sociedad es ofrecer y 295 satisfacer las expectativas de los hombres, éstos podrán desear cosas que otros hombres no quieran ceder, lo que originará muy probablemente disputas entre ellos. Así, como puede verse, la abundancia no desplaza a la justicia ni hace innecesaria la deliberación, y ya se trate de una sociedad sumida en la precariedad o de una favorecida por la bastedad, siempre será necesario contar con criterios de lo justo y lo injusto. Pero esta crítica a las circunstancias de la justicia planteadas por Hume no sería tan pertinente si no fuera perfectamente aplicable también a Rawls, puesto que asume íntegramente esa parte de la teoría de aquél. Sin embargo, al asumirlas e incorporarlas a su propia teoría, no sólo comete los mismos errores ya señalados en el caso de Hume, sino que además incurre en otras contradicciones. Una de las mayores contradicciones de la teoría de Rawls se encuentra precisamente en lo que considera el nivel necesario de riqueza social para que se den las circunstancias de la justicia. Hacia el final de la Teoría de la justicia afirma que para que puedan sentarse las bases de una sociedad bien ordenada, esto es, de una sociedad justa, deben haberse colmado primero ciertas necesidades y deseos materiales. Además, poco antes de esto, dice que las libertades básicas de los individuos pueden ser sacrificadas, suprimidas, cuando se hace necesario un cambio cualitativo de la civilización. Así, estas afirmaciones hacen perfectamente congruente esta parte de su teoría con la correspondiente de Hume. Sin embargo, Rawls nunca especifica cuáles son esas necesidades y deseos materiales que debieron haberse cubierto primero, y tampoco explica a qué se refiere con un cambio cualitativo de civilización, expresión que resulta mucho más oscura aún. ¿Acaso se refiere Rawls a un salto importante en las fuerzas productivas, a la incursión en la modernidad, a un cambio en la religión y las tradiciones? No es posible saberlo. Rawls no se ocupa de definir lo que garantizar la seguridad de las propiedades de los individuos. Véase Hume, David. Escritos políticos. Herrero hermanos. México, 1965. 296 entiende por civilización y tampoco qué quiere decir con un cambio cualitativo dentro de ella. Aunque Rawls no lo dice explícitamente, es posible deducir que el cambio cualitativo al que se refería sea el del salto de la sociedad agraria tradicional a la sociedad industrial moderna. Es factible pensar esto ya que un poco antes de estas afirmaciones había dicho que en las sociedades campesinas pobres la envidia era muy profunda, debido a que en ella se asumía que el volumen de la riqueza social era fijo, lo que implica que aquello que una persona gana es lo mismo que otra pierde. Es decir, en las sociedades campesinas no se pueden dar las circunstancias de la justicia, esta envidia generalizada las anula. Además, en estas sociedades no se tiene el dinamismo económico y los índices de productividad con que sí cuentan las sociedades industriales, condición necesaria para aplicar los principios de la justicia, y requerida sobre todo para que el principio de la diferencia pueda ponerse en operación y sea efectivo. De acuerdo a esto, y para ponerlo en términos más explícitos, la teoría de la justicia de Rawls sólo sería aplicable a las sociedades industriales avanzadas, en las demás, sobre todo en las sociedades campesinas, no existían tales condiciones, y por lo tanto debían resignarse a carecer de los derechos y libertades básicas de una sociedad justa. La conclusión a que esto conduce es drástica y se asemeja en buena medida a las concepciones de Huntington en El orden político de las sociedades en cambio: las sociedades atrasadas debían tolerar un régimen autoritario para dar un salto económico social hacia un nuevo estadio de desarrollo.60 Esta exclusión de las sociedades no industrializadas de la posibilidad de implantar la justicia no sólo descartaba a las sociedades campesinas en términos históricos, sino que además las excluía en el presente, dado que para ser congruentes con Rawls, tendría que decirse 60 Brian Barry crítica este mismo aspecto, aunque desde un punto de vista distinto. Véase La teoría liberal de la justicia. FCE, México, 1993. 297 que en la actualidad su teoría de la justicia sólo sería aplicable a algunas sociedades, pero no a otras, no a las que aún estaban lejos de alcanzar un nivel satisfactorio de industrialización. Puesto en estos términos, es evidente que aunque los elementos necesarios y suficientes para obtener esta conclusión estaban dados, no resulta sencillo hacerlo tan explícito, darle tal nivel de claridad, pues ello significaría tener que decirle a los miembros de una sociedad de este tipo que deben resignarse a las mencionadas privaciones en aras de que las generaciones futuras no sufran tales restricciones. Esto no sólo suena poco razonable y admisible, sino que además echa por tierra toda la construcción que hacía Rawls de la justicia entre las generaciones. Es cierto que el mismo Rawls aceptó esta crítica y reconoció después en Liberalismo político que su teoría sólo era aplicable a las sociedades modernas desarrolladas, sin embargo en El derecho de gentes volvió a la antigua idea de que su teoría de la justicia era perfectamente aplicable a cualquier sociedad, por lo que la contradicción parece inevitable.61 En efecto, lo más intrigante no es esta polémica restricción impuesta por Rawls, sino las contradicciones que la invalidan o, al menos, que la cuestionan. Cuando expone lo relacionado a la justicia entre generaciones dice que es un error creer que una sociedad buena y justa debe esperar un elevado nivel material de vida, y dice además que una sociedad cumple con su obligación de justicia a través del sólo hecho de mantener instituciones justas y preservando su base material, es decir, sin acumular más capital. Entonces, cabe preguntarse ¿cuál de las dos condiciones es la válida? ¿la primera, en donde se dice que es necesario colmar ciertas necesidades y deseos básicos? ¿o esta segunda, en donde se dice que una sociedad justa no requiere un alto 61 “Me aventuro a suponer que no existe sociedad alguna en el mundo, salvo casos marginales, por escasos que sean sus recursos, que no se pueda organizar y gobernar razonable y racionalmente, y convertirse en una sociedad bien ordenada.” El derecho de gentes. Op. cit., p. 127. 298 nivel material de vida? Es difícil ocultar que ambas se oponen contradictoriamente, y si no es así, si acaso pudieran conciliarse de alguna manera, Rawls no lo hace, tal vez no por descuido, sino porque muy probablemente ello lo hubiera colocado en la necesidad de especificar y detallar aspectos históricos y sociales que hubieran operado en contra del nivel de abstracción en que pretendió situar originalmente su teoría de la justicia.62 Por lo que se refiere a la predisposición humana al bien, en la que se encuentran los dos extremos en los cuales es imposible o innecesaria la deliberación sobre la justicia, es decir, el extremo constituido por la más absoluta maldad y su opuesto, el de la más completa benevolencia, la posición intermedia que requieren las circunstancias de la justicia contiene igualmente algunos inconvenientes.63 Esta posición intermedia entre ambos extremos la expresa Rawls mediante su concepto de la posición original. Como se recordará, la posición original se caracteriza principalmente porque los hombres están movidos por el autointerés pero no llegan a la envidia, es decir, los hombres son egoístas pero no son malvados. Sin embargo ¿cómo llegó Rawls a construir esta abstracción de la naturaleza humana? De acuerdo a sus mismas premisas metodológicas la predisposición humana hacia la justicia se encuentra determinada por las instituciones políticas y sociales en las que vive, es decir, el individuo que se encuentra bajo un régimen 62 George Klosko, por ejemplo, es uno de los críticos de Rawls que se ha distinguido por aceptar el reto de reducir el nivel de abstracción al que pretendió llegar la formulación original de la Teoría de la justicia. Emprendiendo la tarea de cotejar algunas de las premisas y requerimientos de una sociedad bien ordenada, este autor encontró cómo los datos de la realidad invalidaban dichos supuestos. Véase Klosko, George. “Political constructivism in Rawls’s Political liberalism” American Political Science Review Vol. 91, No.3, September 1997; Klosko, George. “Rawls’s ‘political’ philosophy and American democracy” American Political Science Review, Vol. 87, No. 2, June 1993. 63 Para Hume el egoísmo del hombre no es ilimitado, de hecho debería decirse que su naturaleza es la de una generosidad limitada. Véase Alberto Saoner. “Hume y la ilustración británica.” en Camps, Victoria. (ed.) Historia de la ética. Crítica, Barcelona, 1992. 299 despótico y autoritario tendrá una propensión notable al egoísmo y la perversidad, en tanto que el individuo que vive en un régimen liberal, democrático y justo tendrá una propensión notable a la benevolencia, la generosidad y el altruismo. Entonces, si el mismo Rawls reconoce estas condicionantes ¿cómo puede plantear paralelamente su concepto de la posición original en los términos descritos? ¿acaso ésta se determina por la elaboración de un promedio entre las distintas sociedades, incluidos los dos extremos? ¿o se trata más bien de la descripción de la naturaleza humana correspondiente a un determinado tipo de orden social? Esto muestra que el concepto de la posición original padece también de algunos problemas metodológicos, sin embargo, lo que ahora interesa es el análisis de los dos extremos de la predisposición humana al bien, particularmente es necesario demostrar que al igual que con los extremos de la riqueza social, en éstos también es posible y necesaria la justicia. Ahí donde el régimen político y social está sumido en la corrupción y degradación, la conducta justa de un individuo bien puede colocarlo en una posición de víctima congénita y permanente, pero precisamente la salida de este tipo de situación se encuentra en que los individuos con mayor necesidad, predisposición y vocación hacia una conducta recta apelen a la justicia y a la deliberación política. Para ello, no es necesario que se ofrezcan como víctimas propiciatorias, sino que la propia invocación de justicia puede y debe convertirse en un medio de protección y defensa, el cual muy probablemente no surta efectos inmediatos, pero su apelación recurrente seguramente contribuirá a fomentar el ánimo deliberativo y cambiar gradualmente las instituciones de esa sociedad, pues no hay otro camino cierto para lograr tal propósito. Hay que reconocer que esta conducta se encuentra fuera de los márgenes señalados por la mayor parte de las teorías contractualistas, pues casi todas ellas señalan que un individuo no está obligado a hacer nada que al mismo tiempo no hagan los demás, es decir, la esencia del contrato radica en que la condición necesaria para que el individuo 300 respete las restricciones exteriores es que tenga la plena seguridad de que los demás están haciendo lo mismo, de lo contrario nada lo obliga a contenerse. Así, la función esencial del Estado radica en verificar que todos respeten estos límites, y castigar o apartar de la sociedad a quienes no lo hacen. Sin embargo, esta actitud puede ser válida desde una perspectiva estática, pero en cuanto entra en juego la dinámica social, ya no basta. El movimiento de la sociedad de una estructura a otra no se realiza de manera uniforme e integral, sino que se da en fases, gradualmente, por lo que el contractualismo debe incorporar de alguna manera la posibilidad de que algunos hombres adopten determinadas conductas que muy probablemente no estén correspondidas por las de los demás, pero que en algún momento puedan incidir en ellas. El mismo Rawls reconoce esta posibilidad cuando señala que la posición original es una perspectiva de enjuiciamiento moral, político y social que puede adoptarse en cualquier momento, un mecanismo de representación, como él lo llama, y alcanzar la imparcialidad necesaria para asumir una conducta ética correcta en el terreno social. Eso significa que el individuo tendrá un medio para identificar cual debe ser su conducta; tal vez no esté obligado a hacerlo si no tiene la seguridad de que los otros lo están haciendo también, pero no cabe duda de que este es un medio para normar sus opiniones y el sentido de su deliberación sobre el bien común.64 El otro extremo, el de la predisposición humana a la benevolencia, la generosidad y el altruismo, requiere igualmente de criterios de justicia. Una de las conclusiones más importantes de Rawls es precisamente que los hombres que se desenvuelven en una sociedad bien ordenada adquieren la predisposición para actuar justamente. Esto no significa de ninguna manera que se dé una relación determinista, sino que dentro de una sociedad de este tipo se reduce sensiblemente la predisposición 64 Una crítica del concepto de la posición original desde una perspectiva deliberativa influida por Habermas puede verse en Dryzek, John S. Discursive democracy. Politics, policy and political science. Cambridge University Press, 1990. 301 humana a la injusticia, y colateralmente se fomentan los sentimientos de lealtad, amistad y confianza ciudadana: una sociedad justa tiende a formar hombres justos. Sin embargo, dado que el ambiente social no determina la conducta ética de los individuos sino que sólo la facilita, es posible que aún en una sociedad justa existan individuos que prefieran comportarse de una manera incorrecta, injusta, intentando apropiarse de lo que no es suyo o violando las libertades y derechos de los otros. Esta posibilidad muestra cómo aún en este extremo de la predisposición humana al bien es necesario apelar a la justicia, pues aunque la propensión general de la sociedad sea hacia el bien, seguramente habrá excepciones que requerirán de medidas correctivas, las cuales deberán formularse y emplearse de acuerdo a la concepción de la justicia prevaleciente en esa sociedad.65 Como se ha mostrado, no sólo las condiciones de la justicia que Hume formuló y que Rawls asumió contienen deficiencias y fallas metodológicas importantes, sino que en la teoría de este último encuentran difícil acomodo, ya que, como se ha visto, llegan a ser incongruentes o a contradecirse francamente. Sin embargo, aunque la ruta teórica que siguió Rawls para diseñar su sociedad bien ordenada tiene una serie de problemas e inconsistencias que ya han sido señaladas, su objetivo y punto de llegada merece ser tomado en cuenta, esto es, la conformación de una sociedad justa.66 En este sentido, lo que Rawls ha buscado es la configuración de una sociedad justa que ofrezca la felicidad a todos los individuos, pero 65 Para Gilles Deleuze la naturaleza humana concebida por Hume está caracterizada más por la parcialidad en el cuidado de sus intereses que por el egoísmo. En este sentido, la función más importante de la sociedad política es reunir e integrar artificialmente esas parcialidades que por naturaleza se excluyen. Véase Empirismo y subjetividad. La filosofía de David Hume. Gedisa, Barcelona, 1986. 66 Algunos autores han descalificado la teoría de Rawls por considerarla simplemente utópica, como es el caso de Jesús I. Martínez, quien apenas hace una descripción superficial de ésta, sin penetrar realmente en ella a través de un análisis profundo. Véase La teoría de la justicia en John Rawls. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985. 302 sin intentar definir o circunscribir lo que es o debería ser la felicidad para cada hombre o para todo el género humano, sino lo que ha hecho es construir un conjunto de instituciones básicas que delineen un orden social con la suficiente solidez y, al mismo tiempo, flexibilidad, para colocar a los individuos en una posición tal que desde ella puedan buscar libremente su felicidad o, en términos de Rawls, perseguir su propia concepción del bien. Un orden social de este tipo debe fundamentarse en cosas tan elementales como la recuperación de la dignidad humana, el autorrespeto y la propia estima de cada individuo, razón por la que deben constituir la condición necesaria de una sociedad justa y, por lo tanto, ser uno de los objetivos de una teoría de la justicia. Así, esa estructura básica de una sociedad justa no pretenderá garantizar que todos los hombres alcancen su felicidad, sino proporcionar las condiciones mínimas para que cada individuo pueda perseguirla con probabilidades efectivas de alcanzarla.67 No obstante, para garantizar estas condiciones mínimas a todos los individuos por igual es necesario contar con instituciones que ejerzan una justicia sustantiva. Esto no significa que la justicia formal sea secundaria, o despreciable, sino que una sociedad justa debe combinar de una manera adecuada a ambas. La justicia formal significa fundamentalmente igualdad, dar el mismo trato a todos los casos. Sin embargo, en muchos aspectos de la vida social tratar de la misma manera a todos los individuos, sobre todo cuando entre ellos se presentan notables desigualdades, es el camino más seguro para producir resultados manifiestamente injustos. Por esta razón, es necesario que una sociedad justa cuente con criterios de justicia sustantiva, es decir, con mecanismos que permitan tratar desigualmente 67 Hans Kelsen ha explicado claramente esta idea diferenciando la felicidad en un sentido subjetivo individual, la cual ningún orden social está en posibilidades de garantizar, de la felicidad en un sentido objetivo colectivo, que se puede ofrecer a 303 a los casos desiguales, con el objetivo expreso de generar un resultado justo.68 La manera en que Rawls integra ambos tipos de justicia se encuentra plasmada en sus principios de la justicia: el primer principio se asienta sobre un criterio de justicia formal, que exige la absoluta igualdad para todos; el segundo principio descansa sobre un criterio de justicia sustantiva, que da un trato desigual a los casos desiguales.69 Rawls considera que a pesar de que muchas sociedades occidentales han alcanzado ya un nivel de riqueza suficiente para aplicar sus principios de justicia, y de que también desde hace tiempo se han regido por un orden democrático, prácticamente todas ellas han fracasado en la satisfacción de estos requerimientos básicos de la justicia, y a pesar de que la mayor parte de ellas cuentan con mecanismos de redistribución del ingreso, están todavía lejos de alcanzar un esquema que sustente efectivamente un criterio de justicia sustantiva. Como se dijo en el apartado anterior, cuando Rawls describe el régimen democrático de una sociedad justa está pensando en realidad en una democracia, a pesar de su aceptación hipotética del socialismo liberal. Sin embargo, a diferencia de las democracias actualmente existentes, la que él imagina no debe contener sólo mecanismos para alcanzar una justicia sustantiva, sino proveer y promover los medios y las instituciones para que mediante la deliberación política los ciudadanos adopten estos criterios sustantivos de justicia. través de la satisfacción de las necesidades mínimas reconocidas en un determinado ambiente social. Véase Kelsen, Hans. ¿Qué es justicia? Ariel, México, 1992. 68 Uno de los aspectos más importantes e interesantes del debate entre Rawls y Habermas es la discusión sobre el estatuto de las teorías de ambos en cuanto a su relación con los procedimientos y fines, tratando de esclarecer si son teorías puramente procedimentales o sustantivas. Véase Rawls, John y Jürgen Habermas. Debate sobre el liberalismo político. Paidós, Barcelona, 1998. 69 Las instituciones sociales necesarias para lograr una justicia sustantiva siempre han generado las más complejas polémicas. En muchas ocasiones no es sencillo justificar dar un trato diferente a hombres aparentemente iguales. En muchos casos las instituciones sociales que intentan favorecer a los que se encuentran en desventaja llegan a ser acusadas de ejercer una “discriminación inversa”. Ronald Dworkin ha 304 No obstante, como se ha mostrado, la concepción de la democracia deliberativa de Rawls tiene una serie de limitaciones importantes, que tal vez restrinjan la fuerza de este concepto. Resumiendo, las cuestiones más debatibles son éstas: En primer lugar, Rawls otorga un lugar muy importante dentro de su teoría a lo que denomina razón pública, es decir, a la posibilidad de reflexionar y discutir abiertamente los argumentos que expone cada ciudadano para defender una determinada concepción del bien, o más específicamente, las razones para tomar determinada decisión política.70 Sin embargo, Rawls limita el carácter del ejercicio de la razón pública a tres agentes políticos: los jueces, particularmente los de la suprema corte; los funcionarios públicos; y los candidatos a los cargos públicos. En este sentido, no cabe duda de que las acciones y expresiones de estas personas tienen eminentemente un carácter público, sin embargo, una noción más fuerte de la democracia deliberativa debía admitir de una manera más amplia la incorporación y la relevancia de los ciudadanos en la deliberación política Además, la importancia que otorga Rawls a la Suprema Corte en el ejercicio de la razón pública es desmesurada. La Suprema Corte de un país no puede ser el máximo órgano de concreción de la razón pública, como lo pretende Rawls. En este aspecto se evidencia tal vez más que en ningún otro la influencia del contexto estadounidense en la teoría de Rawls, pues en este país es en el que más claramente puede apreciarse la intervención de un tribunal supremo en la conducción política de un país.71 analizado estos problemas de manera amplia y convincente en Los derechos en serio. Planeta Agostini, Barcelona, 1993. 70 Véase “Una revisión de la idea de razón pública”. en El derecho de gentes. Op. cit. 71 A pesar de la valoración positiva de Rawls sobre la función de la Suprema Corte, es necesario destacar que no existe pleno consenso acerca de la conveniencia de este activismo judicial. Véase Ely, John Hart. On constitutional ground. Princeton University Press, Princeton, 1996; Griffin, Stephen M. American constitucionalism. From theory to 305 En segundo lugar, el hecho de que Rawls otorgue una mayor importancia a las libertades civiles con respecto a las libertades políticas afecta directamente a la consideración y el nivel de importancia de la deliberación política. En concordancia con Benjamín Constant, Rawls considera que las llamadas libertades de los modernos son mucho más importantes para lograr una realización plena en la vida que las llamadas libertades de los antiguos.72 En Teoría de la justicia, llega incluso a defender y aceptar el voto plural, que en las condiciones de las democracias contemporáneas es poco factible. En efecto, recuperando la propuesta de Stuart Mill, considera que dada la desigualdad cultural y los diversos niveles de interés en los asuntos públicos de cada estrato de la población, sería perfectamente legítimo conceder mayor peso electoral a quienes tienen más información y capacidad para la toma de decisiones políticas.73 En tercer lugar, considera que una característica y un rasgo prioritario de los partidos políticos, los funcionarios públicos y los ciudadanos que expresan su razón política es que tengan una concepción del bien público. De esta manera Rawls rechaza completamente el sentido del pluralismo que manejan los otro cuatro autores examinados aquí. Sin embargo, es necesario advertir que en las condiciones normales de las democracias representativas no sólo es poco factible, sino que tal vez sea una condición inaceptable que los partidos o los ciudadanos defiendan necesariamente una concepción del bien público. Sin duda esto es deseable, pero es evidente que en muchas ocasiones los partidos o los ciudadanos expresan las politics. Princeton University Press, Princeton, 1996; y Dahl, Robert. ¿Es democrática la constitución de Estados Unidos? Op. Cit. 72 Véase Constant, Benjamin. Escritos políticos. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989. 73 Véase Mill, John Stuart. Consideraciones sobre el gobierno representativo. Gernika, México, 1981. 306 necesidades de un solo sector de la sociedad, cuyas exigencias deben ser así consideradas en la agenda política.74 Por último, una crítica válida para la mayor parte de las versiones de la democracia deliberativa es la confianza en que mediante el diálogo y la reflexión los individuos puedan llegar a un consenso sobre sus intereses contrapuestos. Es evidente que existe esta posibilidad, pero no hay seguridad alguna de que por estos medios los individuos abandonen sus expectativas. Rawls reconoce que en estos casos es necesario recurrir a la regla de la mayoría para dirimir el conflicto, pero ello parece suponer que este sólo es el último recurso de que se dispone, ya que lo más común sería esperar el consenso, lo cual parece ocurrir a la inversa en las democracias contemporáneas, en donde lo más común parece ser el disenso y la necesidad de resolverlo mediante procedimientos políticos que incluyen la deliberación, sin duda, pero que generalmente conducen a un balance donde hay ganadores y perdedores, y donde, además, termina imponiéndose la razón del más fuerte. 74 Chantal Mouffé critica que tanto las teorías de Rawls como de Habermas reducen el significado de la contienda política a un mero ejercicio de racionalidad deliberativa, quitándole así al concepto de lo político una buena parte de su esencia combativa. Véase Mouffe, Chantal. “For an agonistic model of democracy” en O’Sullivan, Noel (ed.) Political theory in transition. Routledge, London; y Wolf, Johan. “John Rawls: liberal democracy restated” en Carter, April y Geoffrey Stokes. Liberal democracy. Perspectives in contemporary political thought. Plity, Cambridge, 1998. 307 CONCLUSIONES Hace algunos años, en 1992, Francis Fukuyama publicó un libro que desató una encendida polémica en torno a la situación y el futuro de la democracia. En El fin de la historia y el último hombre Fukuyama planteaba que así como Hegel y Marx habían proclamado el fin de la historia con el arribo del Estado liberal y la sociedad comunista, respectivamente, del mismo modo, él pretendía demostrar que la democracia liberal era el verdadero fin de la historia. Por la misma época aparecieron un gran número de libros y ensayos con un argumento similar, muchos de los cuales se inspiraron en la caída del Muro de Berlín, la desintegración del bloque socialista y el fin de la era bipolar. Tal vez el texto de Fukuyama haya recibido más atención de la que merecía, sin embargo, la polémica que desató estuvo llena de interés. A raíz de ella, surgió la interrogante sobre la pertinencia y las posibilidades de la democracia en todas las áreas del mundo, es decir, una vez desaparecida la alternativa socialista, la democracia liberal parecía instaurarse como la vencedora absoluta, como el modelo único y posible de organización política. Debido en buena medida a este triunfo arrollador, se llegó a pensar que todo estaba dicho en torno a la democracia, que la actividad más importante de la teoría política se reducía a buscar los medios e instrumentos más apropiados para llevar a la práctica el modelo de democracia que había resultado vencedor. Sin embargo, por fortuna ha continuado el trabajo intelectual para explorar las bases e implicaciones de la teoría democrática y mostrar que todavía hay mucho por discutir, reflexionar e investigar. En el presente trabajo se han destacado las coincidencias y divergencias teóricas sobre la concepción de la democracia que tienen Gabriel Almond, Seymour Lipset, Robert Dahl, Samuel Huntington y John Rawls. Como se expuso en la parte introductoria, hay seis características 308 relevantes en las que los primero cuatro coinciden, y si bien hay notables diferencias en el enfoque que cada uno de ellos les da, la descripción y enumeración por separado de cada una de ellas ha permitido establecer la congruencia y homogeneidad de lo que se ha dado en llamar la teoría empírica de la democracia. Como se ha visto también, hay algunas coincidencias notables entre estos cuatro autores y Rawls, la más importante de las cuales es sin duda su defensa de la democracia liberal; los primeros desde el bando empírico, el último desde la posición normativa. Por lo que se refiere a la primera de las características de la teoría empírica, la concepción procedimental de la democracia, se ha indicado específicamente que los primeros cuatro autores comparten ese enfoque; que entienden a la democracia sobre todo como un procedimiento para llegar a acuerdos y decisiones colectivas, el cual descansa sobre todo en el supuesto del sufragio universal, las elecciones periódicas y una amplia gama de libertades civiles y políticas. No obstante, uno de los productos de esta investigación es que un planteamiento de la democracia de tal sencillez tiene a la vez más y menos valor del que normalmente se le atribuye. Es decir, tiene más valor porque frecuentemente se habla de la democracia procedimental en términos más bien despectivos, llegando a tratársele como a una simple técnica carente de significación y sustancia. Pero la democracia procedimental tiene el enorme valor de presuponer todo un conjunto de derechos, obligaciones y atributos de los ciudadanos y de los gobiernos modernos, los cuales constituyen los principales instrumentos para normar y conducir la vida cívica en estas sociedades. A la vez, tiene menos valor debido a que la democracia moderna no sería concebible si no se le entendiera como un producto histórico, como una forma de gobierno que debe en buena medida su valoración positiva al conjunto de instituciones políticas, económicas y sociales que se asocian a ella y que han sido construidas a lo largo de un sinuoso y accidentado proceso histórico. En este sentido, la concepción sustantiva de la justicia 309 y de la democracia que tiene Rawls resulta mucho más atinada, ya que, como llega a expresar su crítica a las teorías empíricas: lo real no puede ser nunca el límite de lo posible. La segunda característica señalada, el liberalismo de los cinco autores, ha sido una de las razones más importantes para integrarlos como conjunto en este trabajo. Aunque todos ellos tienen una opinión particular sobre el liberalismo, en este aspecto particular es completamente legitimo destacar la vigorosa y revitalizante polémica que suscitó John Rawls, quien dio suficiente motivos para volver a discutir temas clásicos de la filosofía política desde una perspectiva plenamente contemporánea. Ojalá lo que se dice de él en este trabajo pueda dar cabal cuenta de la importancia que merece. La tercera característica señalada, el pluralismo, también requiere ciertas aclaraciones. En principio, se ha mostrado que los cuatro primeros destacan la importancia del pluralismo como principio irrenunciable de asociación en el mundo moderno. Particularmente Almond, Lipset y Dahl han argumentado extensamente sobre la función que ejercen las organizaciones sociales, las corporaciones privadas y las asociaciones voluntarias como contrapesos y equilibrios del poder del Estado. Adicionalmente a esta función, se ha señalado también que estas entidades desempeñan un papel importante en el reclutamiento, preparación e introducción de nuevos cuadros y líderes en las tareas políticas, tanto de los partidos como del propio gobierno. No obstante, una carencia notable en ellos es que conciben al pluralismo esencialmente como un asunto organizacional, poniendo muy poca atención en las importantes implicaciones de éste a nivel político, ideológico y ético. Rawls también es pluralista, pero en otro sentido muy distinto. Para empezar, no sólo critica abiertamente a la corriente que se ha llamado pluralista, de la que los primeros cuatro son figuras prominentes, sino 310 que además considera que si las sociedades modernas han de ser plurales, deben serlo a través de un pluralismo razonable. El cuarto factor considerado es el de las élites políticas. A este tema se le ha dado un amplio espacio y una consideración detenida debido a que constituye uno de los rasgos más definidos de estos autores. Como se ha visto, manifiestan que la democracia requiere de un conjunto de personas que ejerzan un liderazgo político abierto e institucional. Sin la actuación de las élites políticas, la orientación y conducción del conjunto de la sociedad es prácticamente inimaginable. Como en la teoría política de la antigüedad clásica, reconocen que una sociedad está formada por distintas clases y sectores, cada uno de los cuales está llamado a desempeñar una función distinta dentro del Estado. En quinto sitio, todos coinciden en la necesidad de contar con una economía de mercado para darle un soporte adecuado a la democracia. La economía de mercado debe ser entendida fundamentalmente como una economía competitiva, descentralizada, esto es, no admiten la posibilidad de que la democracia pueda reproducirse en una economía de planificación centralizada. Aunque en términos teóricos una economía de mercado puede ser tanto capitalista como socialista, en realidad los cinco dan por descontado que se requiere una del primer tipo. No obstante, las reflexiones que hace Dahl con respecto a la diferenciación entre la propiedad y el control sobre las empresas privadas son dignas de tomarse en cuenta. De este modo, independientemente de la posición que se adopte sobre la conveniencia de concederles una mayor participación a los empleados en la dirección de las empresas en que laboran, es conveniente observar que existe más de un camino para involucrar a los trabajadores en los procesos de administración, dirección, control y propiedad de las empresas, hasta llegar a una propuesta tan radical como la de Rawls: una democracia de propietarios. 311 La sexta característica es tal vez la que haya causado más extrañeza. Es posible que no se espere que en una teoría de la democracia como la que han adoptado estos autores se incluyan observaciones sobre la necesidad de restringir la participación política, la difusión de las prácticas democráticas al conjunto de la sociedad o el número de individuos que conviene se involucren en las actividades políticas. Sin embargo, como se ha mostrado, en este aspecto los cinco aceptan de algún modo las viejas tesis de Madison en torno a la conveniencia de poner ciertos límites a la expresión política de las mayorías, al gobierno de la democracia. Estas características que constituyeron el planteamiento original de este trabajo fueron las guías y orientaciones de la mayor parte del análisis, sin embargo, una de las conclusiones no previstas al inicio de la investigación y que se fue descubriendo a lo largo de ella es que existen muchos más rasgos comunes en los planteamientos teóricos de estos autores, algunos vinculados directamente con su teoría democrática y otros con distintos aspectos de sus concepciones políticas. De entre ellos vale la pena mencionar tres, tal vez los más llamativos, debido a que involucran cuestiones polémicas y siempre candentes en la teoría política. El primero de ellos es un problema añejo: la configuración del Estado-nación. Durante mucho tiempo, casi toda la segunda mitad del siglo XX, se consideró que la cuestión de los estados nacionales era un problema ya resuelto y que, salvo algunas excepciones, la mayor parte de ellos estaban compuestos por naciones ya consolidadas o en un grado muy avanzado para serlo. No obstante, los acontecimientos de las postrimerías del siglo XX y de principios del presente han evidenciado que las dificultades de la unidad nacional son mayores ahí donde parecían pequeñas y resurgen vigorosamente ahí donde parecían superadas. En este sentido, aunque los primeros cuatro autores coinciden con Rousseau y tantos otros que han considerado de suma 312 importancia contar con un pueblo homogéneo para afianzar la estabilidad del gobierno democrático, la realidad política del mundo contemporáneo evidencia que no será fácil disponer de ese punto de apoyo, pues los procesos de migración, la formación de comunidades de Estados y la modificación de las antiguas fronteras políticas harán que el problema de la unidad nacional siga siendo una cuestión candente. Muy probablemente estos desafíos al Estado nacional contemporáneo sean los que mejor justifiquen el desarrollo de lo que se ha llamado el multiculturalismo, la teoría política que más abiertamente cuestiona a la democracia liberal en el terreno específico de sus supuestos sobre la homogeneidad social y cultural, y cuya respuesta más estructurada y directa se debe a Rawls. En segundo lugar, un problema común en los primeros cuatro, del que poco se ocupa Rawls, es el del método de análisis de las formas de gobierno. La teoría política clásica había concedido una atención prioritaria a la construcción de una tipología de las formas de gobierno con el objetivo de contar con un instrumento de análisis apropiado para identificar los distintos tipos de gobierno que había en la época. No obstante, en la actualidad la tendencia dominante, claramente ejemplificada por estos cuatro autores, es la de considerar que la transformación política de la sociedad puede describirse como una línea continua que va del autoritarismo a la democracia, es decir, sólo hay dos tipos de gobierno, el autoritario y el democrático, unidos por una línea continua en la que se inscriben todos los tipos de gobierno, unos aproximándose al autoritarismo y otros a la democracia. Así, en la teoría moderna de las formas de gobierno las diferencias son de grado, no de género. Esto no implica que varios de los autores que comparten este planteamiento, entre ellos de manera destacada Dahl, reconozcan la necesidad y conveniencia de contar con una tipología más amplia para diferenciar a los gobiernos contemporáneos, sin embargo, no habiendo grandes avances en esta tarea y a falta de un esquema clasificatorio más 313 extenso, se ha optado por destacar las bondades del enfoque gradualista. Finalmente, la tercera está íntimamente vinculada con la descripción funcional de las élites políticas: se trata de la coincidencia en atribuir a los sectores populares de las sociedades modernas una actitud política básicamente autoritaria. De este modo, retomando las tesis políticas clásicas sobre las funciones políticas diferenciadas de cada parte de la sociedad, en esta versión moderna se destaca, por una parte, el liberalismo de las élites y los sectores medios y, por la otra, el autoritarismo de los sectores populares. Un planteamiento de este tipo pude resultar polémico, debido principalmente a que existe toda una tradición política que atribuye a los estratos más amplios de la población una vocación democrática y liberal congénita. Sin embargo, la percepción contraria no sólo es evidente en los primeros cuatro autores, sino que existe una gran variedad de estudios e interpretaciones de la cultura política moderna que coincide en términos generales con este esquema. Rawls no trata específicamente este tema o, más bien, no lo enfoca desde esta perspectiva. En lugar de tipificar las actitudes hacia la autoridad de cada sector social, lo que hace es recalcar e insistir que las actitudes y comportamiento político de la población en su conjunto dependen en muy alto grado del tipo de instituciones políticas existentes. Más que ninguno de los cuatro primeros, destaca la conexión entre las disposiciones éticas de la sociedad y estas instituciones, lo cual diferencia en buena medida su enfoque institucional con respecto al conductista de los demás. Este recuento de coincidencias y similitudes no es exhaustivo, existen muchas otras, sin embargo, junto con las ya mencionadas desde el principio, son las que pueden considerarse más importantes y características, y reunidas pueden formar un cuerpo descriptivo más completo para la identificación de la orientación teórica de los autores examinados. 314 Como ya se planteó antes, la contribución de este trabajo no es la novedad y el descubrimiento. Otros autores ya se han referido ampliamente a la teoría empírica y a la democracia liberal de manera clara y directa. Sin embargo, la contribución que este trabajo puede ofrecer a la teoría política es una enumeración puntual de su características, el señalamiento de las incongruencias o insuficiencias en la construcción conceptual de cada autor, y una conexión comparativa y puntual de cinco de los autores más importantes de la teoría política contemporánea. Por último, tal vez sería prudente finalizar estas conclusiones reconociendo que la labor de interpretación de estos autores ha sido una tarea más amplia, ardua y polémica de lo originalmente previsto. No sería oportuno mencionar todas estas complicaciones, pero tal vez valga la pena anotar que una de las más difíciles ha sido la de presentar una interpretación equilibrada y consecuente. Para tratar de hacerlo, fue necesario reparar en la evolución del pensamiento de cada autor, pues no es lo mismo contrastar opiniones vertidas en una misma obra que las que están contenidas en obras distintas, separadas a veces por muchos años, incluso por varias décadas. En el segundo caso, la identificación de divergencias o contradicciones podría ser menos significativa que en el primero, ya que entre una y otra obra pueden mediar años de experiencias y nuevas investigaciones, o simplemente un tiempo más largo de reflexión y madurez, lo cual produce muchas veces un legítimo cambio de opinión. Debido a estas eventualidades, llegó a considerarse la posibilidad de presentar una biografía intelectual en lugar de un análisis temático como el realizado, no obstante, se optó por seguir con el planteamiento original debido a que puede resultar de mayor interés y, además, se procuró siempre dar mayor importancia a las obras más recientes y maduras de cada uno de ellos, ya que así tal vez adquiera más utilidad la siempre delicada tarea de interpretar el pensamiento de un autor. 315 BIBLIOGRAFÍA Adorno, T.W., Else Frenkel-Brunswik, Daniel J. Levinson y R. Nevitt Sanford. The authoritarian personality. Harper & Row, New York, 1950. Aguilera de Prat, C. R. y Martínez, Rafael. Sistemas de gobierno, partidos y territorio. Tecnos, Madrid, 2000. Alcántara, Manuel. Gobernabilidad, cambio y crisis. Siglo XXI, México, 1997. Almond, Gabriel A, G. Bingham Powell, Kaare Strom y Russell J. Dalton. Comparative politics today. A world view. Longman, New York, 2000. 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