Sabino el Abarca 34º Ilusiones de madurez... Acudían cada fin de semana a los almacenes donde encontraban los productos necesarios con los que proveerse. Y los dos, Primi y Sabino, empujando un carrito, recorrían los pasillos entre los estantes contemplando los alimentos enlatados y los envasados al vacío, las bebidas, los aceites y los congelados. Se apuntaban los precios comparando con los que, en las tiendas del barrio, solían comprar. Así iban tomando nota para saber qué necesitaban y dónde las encontrarían a mejor precio. Caminaban despacio señalando cada cosa, unas veces por necesaria, otras por exótica, incluso a veces extasiados en el envase, en el colorido y el material, el atrevimiento del diseño... —De esto no tienen en la bodega... —Ni en el mercadillo... —Pero tiene que estar rico... — ¿Responderá lo de dentro la recomendación de la estampa y del letrero? Y empujaban el carrito sin más preocupación que mirar, dejarse llamar la atención y, a ratos, comprobar el prospecto de las rebajas que metieron en su buzón y que llevaban en la mano con algunas equis señalando los productos de su elección. —Mira, de esto tendríamos que coger alguna cosa, está más barato que en la verdulería. —Pues, échalo en el carro... —Espera, no ves que está un poco manoseado, y acuérdate que si se mueve mucho se estropea antes... —Mira eso está en cartón bien envuelto, y no es como los melones que de tanto comprobar su madurez, se acaban ablandando... —Pues no sé, pero no aprecio lo que se esconde en el interior... —Las cosas manoseadas me dan un poco de repelús... —Entonces éste, de aquí debajo, estará en mejores condiciones. Y sacaban el producto que no estaba en primera fila ni a primera mano, aunque tuvieran que mover los que estaban encima y lo ocultaban, desbaratando el montón; pero después lo ordenaron a toda prisa para que quedara en equilibrio aunque en un montón desfigurado y extraño... Allí se proveyeron de leche, aceite, vino y hasta llenaron un paquete de tomates seleccionados por ellos mismos, rojos y duros. Total que, con unas botellas de vino, un garrafón de aceite, dos kilos de tomate y varias latas de sardinas en aceite y en escabeche, continuaron dando vuelta por la cristalería, por la sección de menaje y utensilios de cocina, y luego por la perfumería, y por la sección de ropa y calzado... — ¡Qué olor! —y acercaba un frasco de colonia hasta la nariz de Sabino—, huele qué perfume... —Necesito brocha y jabón —el aroma le recordó otras necesidades... —Pon unas cuchillas... —Qué raras son estas zapatillas... —Son de baloncesto... —Y las venden para ponérselas a cualquier hora. Yo he visto a un médico de la televisión que llevaba el traje y la corbata con unas zapatillas como ésas. Vestidos así parecen más modernos y juveniles —no escatimaban comentarios. —Hoy se ponen cualquier cosa y de cualquier manera. La juventud no necesita envoltorios elegantes, cualquier cosa les sienta bien... —Mira, unas mochilas de llevar los pañuelos y las llaves de casa y el tabaco y el mechero. —Pero tú no fumas... —Entonces no la compramos... —Pero si te seduce... puedes vestirte con unas zapatillas de colores y suelas de esas enormes, y con la mochila terciada al hombro aparentarás un hombre moderno. Quedarías arrogante, un poco más alto. Déjame que te mire... —Pero si no llevo esas zapatillas ni esa mochila... —No importa, lo que importa es la impresión que me puedas causar... — ¿Y es buena? —Sí. —Y a mí que me parecía un pastor con abarcas y morral. Fíjate qué imaginación la mía, pero en guapo, claro... Desde allí pasaron a la ropa interior, después al sector de regalos. — ¿No te gustaría este cuadro de los perros detrás de la caza? —No. Me gustan más detrás del ganado. Pero eso no los encontrarás. Porque somos sólo los locos del pueblo ganadero los amantes de semejantes retratos. —No he visto que tuvieras ninguna foto de ésas. Podríamos enmarcarla y colgarla en el salón. —Entonces no venía ningún fotógrafo por el pueblo, y aunque hubiera venido, a quién se le podía ocurrir semejante desfachatez. Mira tú, fotografiar a un pastor... Vaya proeza. —Pero, a que ahora te gustaría verte en el salón en un cuadro grande. —La añoranza encumbra cualquier cosa, dándole rango de principal. A un pastor mismamente, ¿y por qué no? Sabino se veía como el Abarca, junto al Mimbre y rodeado de unas ovejas, silbando, o sonando melódicamente en un caramillo una canción... aunque no recuerda qué música ni en qué tiempos la oyó, ni si en una ronda o en una ceremonia, ni si en un baile o en aquella radio de transistores que colgaba de su morral. —Qué cosas tienes, y qué bien conoces mis apetencias. Y a quién no le gustaría verse retratado en aquellos trabajos que tanto apreció... Cuando llegaron a la caja, se sorprendieron porque apenas si habían comprado los alimentos previstos y en cambio se encontraban con un montón de artuperios como a veces llamaba Primi a toda una serie de atavíos, perifollos y otros adminículos inútiles, que se les pegaron inconscientemente a los dedos y cayeron en el carrillo de la compra; y que, ahora, les parecía mal devolverlos. Cuando los metieron en las bolsas y recogieron los cambios, se miraban con cara sorprendida de lo mucho que se habían dejado en la caja. —Sin este despilfarro, podría haberme comprado aquel traje de chaqueta beige con su blusa rosa que me quedarían tan bonitos. —Eso cuando lleguen las rebajas. Entonces puedes aprovechar. —Pero siempre llega alguien antes que yo y desaparece. —En esta ocasión te acompañaré, madrugamos un poco y nos plantamos allí los primeros, abriendo puertas. Llegados a casa, descargaron y sacaron las compras con una ilusión renovada. —Esto a la despensa... esto a la nevera... esto donde los objetos de limpieza... esto en el armario del baño... esto en el armario de la ropa... estos cuadros para colgar en el pasillo... estas cintas de música junto a la radio... —Primi, hemos olvidado las escarpias para colgar estos cuadros. —No pasa nada, se va a la ferretería... —Primi, se han acabado las perchas del armario... —Se cuelgan con otras prendas, según convenga. Déjalo, que ya las repartiré en los armarios, en el tuyo o en el mío. —Para el mío no hay nada. —Cómo que no, unos calcetines, o ya no te acuerdas... —No es que no me acuerde, es que no los encuentro. —Pues mete las cuchillas de afeitar y la brocha en tu neceser... Al rato, ambos estaban sentados ante el televisor. Conformes y contentos de las compras. —Al final, todo resulta útil... —Y lo que no, se tira y ya está —determinó Sabino. Cuando comenzaron los anuncios, perdieron el hilo y se encandilaron con la música y las imágenes, porque aventajaban en sonoridad y colorido a las producidas por la película que estaban emitiendo. —Mira Sabino — dijo ella aprovechando un anuncio de una señorita que movía cadenciosamente las prendas que portaba—, ese es el vestido de chaqueta que me gusta tanto. Y ¡estate atento! que ya te diré cual es la blusa que quiero comprarme, para cuando lleguen las bodas de tus sobrinos. —Pero si aún no tienen novio ni novia. —Pero bien que habrá que estar preparados. —Además si siguen la costumbre actual, ni se casarán. —Ya lo creo que sí se casarán. Y si no, celebraremos igualmente la ceremonia. —No seas estrambótica. —Estrambótica, porqué... —Por hacer tu propio empeño saltándote los respetos hacia ellos... —Si son nuestros sobrinos, no nos deben privar de los buenos acontecimientos... Cuando volvieron los anuncios, callaron de nuevo, porque esta conversación les duró tanto como el espacio de emisión de la película. Mientras hablaban estaban con las dos atenciones, podían controlar la estancia de los actores y sus diálogos, o sea la trama de la tele sin perder el hilo; y a la vez seguir intermitentemente su lenta, pausada y a veces largamente rota conversación; pero en llegando los anuncios con sus voces aterciopeladas, sus músicas electrizantes y sus imágenes deslumbrantes, se acababan los comentarios, sólo se permitían apuntar con el dedo, y señalar sus intereses. —Esa, esa es la blusa... —Quedarás muy vistosa... —Preciosa, verdad... —Dará gusto verte... —Un color dulce... —Lucirás más que la novia... —Con una suavidad, es que no hay más que ver su hechura y su tejido... —Serás tú la enamoradora... —Y con el traje de chaqueta... —La modelo del mundo... —De qué modelo hablas, ¿Sabino? —De ti, de quién si no... Y se encontraron con los ojos de mirarse. Cada uno llevaba sus consideraciones por el camino que le conducían sus atenciones, para al final confluir en sus personas. No fue un mirar cualquiera el que ellos se dirigieron, como lo confirmó la sonrisa esbozada como soporte, y el suspiro que salió de sus bocas. Los otros sentidos restallaron con similares y apropiadas percepciones y sensaciones que cada uno guardó en sí mismo porque adivinó que en el otro también se daban. Al final Sabino se levantó, la invitó con la mano para que se pusiera de pie, y una vez estuvo delante de él, giró a su alrededor contemplándola y diciendo... —No habrá mujer que luzca como tú, ni reina en importancia, ni modelo en hechura. Ya te estoy viendo con la ropa de la elegancia y de la distinción. ¡Olé por la emperatriz de mi mujer! —Qué cosas tienes Sabino —y volvía a tomar asiento cuando la tele volvía de nuevo a los anuncios—. Y qué cosas se te ocurren. Emperatriz... qué fantasía... Hala que con tanto parloteo no nos estamos enterando de la trama de la novela que dan en la tele. —Nunca podrán novelar y llevar al cine una trama como la nuestra. Ni con películas que entonces llamábamos films, te acuerdas, la de Sissi emperatriz... De ahí me viene la caza, más guapa que la emperatriz... —Se embargaba en sus consideraciones—. Porque en el desarrollo del “film” se les acabará el tema. En cambio a nosotros ¡toda la vida nos durará! De principio a fin. Como una eternidad. Comienza con nosotros y termina con nosotros. —Eso no es eternidad. Eso es duración temporal y espacio muy reducido. —Para los demás sí, pero para mí será siempre, y siempre y eternidad es lo mismo dentro de mi doctrina, que ya lo decían los abuelos de allí. A éste desde siempre lo conozco, desde siempre hace las cosas así, y me apuntaban con el dedo, éste siempre igual.... Y ese “siempre” era una eternidad... —Ves como no puede ser una eternidad... Esas cosas ya se han acabado, ahora ya no las haces. —Pero para ellos sí las hice y se murieron pensando que las hacía por siempre jamás, o sea eternamente.... —A veces, hay que callarse delante de ti para que se acabe el tema de la conversación y aclarar las ideas, porque tú, las enrollas a tu gusto y placer... —Pero a que tengo razón... —No. Pero hay que dártela... Se arrellanaba de nuevo en el sillón delante de la tele, y se rascaba la cabeza. Echaba de menos la gorra con que se cubría, más porque pensaba en las maneras de rascarse los antiguos, que metían la mano por debajo como si buscasen un abrigo, que por la necesidad de ataviarse. —Tendré que comprarme una gorra. —No hace frío, y además tienes una buena pelambrera. No la necesitas. —Pero es una manera de vestir. —Ya —aceptaba ella, casi sin escuchar, porque la tele la atraía tan intensamente que le robaba toda la posibilidad de atender—. Pero es una prenda inútil —decía con lentitud, casi silabeando para poder centrarse en el tema que ya había perdido a causa del anuncio con las prendas de vestir que tanto anhelaba. —Inútil es la corbata y la usa todo el mundo, y más inútil aún, si cabe, el alfiler de sujetarla, y el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta que llevan algunos. Y todas la pulseras y los pendientes... —Cállate, que no me dejas enterarme de lo que pasa con la criada y la señora... —Hala. Ya me callo. Pero me compraré una gorra. Me gustará verme con la gorra otra vez. Y se calló. Al rato respiró profundamente, —Sabino, que te duermes —y le golpeó en la rodilla— Vete a dar una vuelta por ahí. Allí estaban esperándole sus amigos, en tertulia amigable como siempre, con comentarios sobre los conocidos, porque, ¿de quién vas a hablar si no? Con los desconocidos no vas a perder el tiempo, si te los presentas los saludas y sanseacabó. Por eso ellos a lo de siempre. —Hace mucho que no vas al pueblo, Sabino, la casa hay que abrirla que si no, se llena de humedades, a falta de personas... —Ya lo sé. Pero con eso de que no conduzco... no se me ha ocurrido nunca lo del coche... —A otros tampoco y sin embargo, bien se apañan. —Pero es que, no me vaya a pasar como al Gervasio que además de pagar la cama tuvo que dormir al raso. — ¿Qué fue eso? —Prestó atención Elicín. —Ya saldrá con alguna de las suyas el Abarca. —Ya las olvidaba todas aquellas historias. Pues que, al tal Gervasio, le engañaron con un parto y tuvo que pagar a la partera, a la madre, al crío, y mantenerlos como un San José. Sin catarlas ni saborearlas... —Ilusiones tuyas. Que todos sabemos cómo actúa nuestro cuerpo, por donde penetra y, por supuesto, sus consecuencias —el Murdielos rechazaba la exposición, el aserto y el corolario. Dalmacio estaba sentado en una mesa a unos pasos de ellos, suficiente distancia como para acompañarlos y andar como despistado y ajeno. No perdía sus costumbres. Él solo necesitaba la compañía, y pasaba de los temas si no los tenía como homologados a su criterio. En esta ocasión en cambio, rápidamente alzó las antenas, inclinó su cuerpo hacia ellos y abrió la boca, no para hablar por cierto... —Aún no conozco el final de la historia. Yo sólo cuento la noticia, porque se dice el pecado pero no el pecador —y reía abiertamente, contagiosamente—. Recordáis que decíamos eso, cuando niños en la escuela —y levantaba el dedo apuntando a los techos y remedaba con voz aparentemente infantil—... El pecado y no al pecador... —No entiendo lo que quieres decir con todo eso —apuntó Dalmacio levantándose de la silla y haciendo corro con ellos—. Si no te explicas con más detalle... —Muy sencillo, que la ilusión de Gervasio era la de compartir la cama que le quedó vedada y, por eso, se dice lo de Gervasio que pagó la cama y durmió al raso. Todo quedó en aquello de la broma y del dicho. Todos celebraban la anécdota de Sabino y alzaban el vaso para beber, y pedían una nueva ronda y daban parabienes por lo bien descrita que lo traía, y volvían a celebrar las nuevas aportaciones, y los comentarios. — ¡Oye! Que parece que nos estamos pasando con esto de las celebraciones — detuvo la francachela el Murdielos que al parecer era el más frugal de los cuatro—. Que con los cuentos del Abarca nos estamos poniendo como unos pellejos empapados. —El Abarca que está contento y nos incita —disculpaba Elicín—. Pero si llega la hora de despedirnos, pues hasta otra será. Al fin se encontraron solos Dalmacio y Sabino. —No has parado de hablar y de pedir rondas, parece que te pasaba algo, y además, si no lo he entendido mal, venías buscándome. —Me faltaban los últimos datos, y quería que me los proporcionaras. —Pero has sido un poco insensato, casi me has acusado... —Te he dado pie para que te quitaras problemas. Todos somos amigos y entendemos las tristezas y las enfermedades de los que apreciamos y más todavía, si nos atraen. —Y qué les voy a contar yo. —Pues lo mismo que a mí. — ¿Y si lo saben y aparentan no saberlo? —Así ya lo tienen claro, ellos dejan de sospechar y tú te liberas de las habladurías... De todo lo tuyo yo no sabía nada, aunque sospechara alguna cosa, ahora, tú estás más conforme y más tranquilo cuando me hablas, o sea, como un buen amigo. —Sí. Pero me sonsacas, me metes los dedos en la boca. —Claro. Para que lo cuentes. —Y si no quiero. —Pues te aguantas. Recuerda que una vez me dijiste aquello de que... razón la tienes, y toda, pero ahora no te vale... Pues eso te digo yo... Dalmacio mostró cara de sorprendido. —Aún no me has dicho cómo conociste a Primi. —En casa de tu hermana. Cómo va a ser. — ¿Y la cortejaste? —No se dejó. —O sea que pretendiste... —Era de buen ver y trabajadora. Ya lo sabes tú. Ninguno de los dos se detenía, ambos caminaban con paso seguro, sin alterar la velocidad y sin comprobar la marcha de los vehículos ni el color de los semáforos. Sin arrimarse y sin separarse, siempre a la misma distancia, como uncidos y tirando del mismo arado. —La invité dos veces a salir conmigo, cuando tu hermana se recuperó del parto y la llamó a trabajar a su casa. Entonces la conocí. Me pareció buen partido y la galanteé, todo fue por una noche tormentosa que me cogió por un encargo en casa de tu hermana y la llevé en el camión hasta su casa para que no se mojara. Luego, al tiempo, la esperé y le propuse dar una vuelta. Cuando volví del pueblo con otro recado de tu madre, fui allí a las horas que más o menos terminaba y conseguí entretenerme sólo el tiempo necesario para salir y bajar en el ascensor con ella y proponerle el transporte a su casa, esta vez no quiso acceder. Hablaba con la cabeza baja, sin perder el compás. Sabino junto a él, no le quitaba ojo. Ajenos a todo, recreaban su mundo entero en las pocas palabras que una a una, sin fuerza, sin solemnidad, casi con tristeza y pesadumbre, salían de la boca del Tolo, como evitando la enemistad, tendiendo entre los dos el puente que faltaba para acercarse sin trabas ni sospechas. —Otras veces me acerqué a esperarla. El día que te bajé del pueblo, la esperé para darle la enhorabuena por tu presencia en la casa y augurarle un buen futuro contigo. Ya ves que no pierdo ocasión de facilitaros las cosas. Sabino no hablaba, sólo absorbía lo que salía de Dalmacio. Escuchaba lo que deseaba oír, porque no esperaba que hubiera ocurrido ninguna otra cosa entre ellos. Sólo lo que le refería su amigo. —No he bebido, aunque estaba un poco nervioso —se aclaró y expuso el porqué de su comportamiento—. En nuestras conversaciones anteriores siempre te detenías cuando debías contar lo que más me interesaba; y era por eso, que te estaba metiendo los dedos en la boca. —Pues ya lo sabes, si con esto te conformas. Porque yo lo tengo todo dicho.