Un asunto privado - Solo Novela Negra

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UN ASUNTO PRIVADO
por
MIGUEL IZU
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***
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Un asunto privado
Hoy venía en el periódico una fotografía del juez
Vázquez. Rodeado de otros magistrados, severos como él
dentro de sus togas negras, y de otra gente con aspecto de
mandar. Tomaba posesión de un cargo, presidente de
algo, no sé si en el Tribunal Supremo, en la Audiencia
Nacional, o en otro lugar así. No me detuve en la letra.
Me quedé mirando su rostro. Casi treinta años más viejo,
claro, como el mío, pero no tiene mal aspecto. Una
carrera profesional exitosa le habrá ayudado a mantener
la buena pinta que tenía cuando yo le conocí como joven
juez de instrucción. A lo mejor hasta le habrá ayudado
tener la conciencia tranquila. La mayor parte de la gente
tiene la conciencia tranquila, eso se suele decir, quizás
gracias a la mala memoria que todos tenemos para
olvidar lo que no interesa. O porque tiene tan poca
conciencia que no pesa lo suficiente como para molestar.
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Quienes no han envejecido nada son los tres
miembros de la familia que aparecen en otra fotografía,
también de periódico, que lleva tiempo poniéndose
amarilla. Después de ver la de Vázquez la he recordado y
la he buscado, estaba donde tenía que estar, en la carpeta
donde guardo los papeles de aquel caso. Una familia
normal, como cualquier otra de buena posición en aquel
pueblo de Extremadura. El padre, que estaba en la
cincuentena, empresario, emprendedor le dirían ahora,
elegante, de corbata, la madre, algo más joven, también
muy elegante, debían de estar en una boda o en alguna
otra celebración, y la hija, con sus poco más de veinte
años, guapa, todos sonrientes, aparentemente felices. No
me acuerdo ya de cómo se llamaban. Martínez,
González… algo así. Yo nunca los conocí, sólo a través
de la prensa, a través de esa foto. En cambio, no tengo
ninguna fotografía de sus asesinos. No la necesito. Me
acuerdo perfectamente de ellos. El jefe, los dos tenían la
misma categoría en la policía pero estaba claro quién
mandaba, no era muy alto, recio, moreno, con unos ojos
pequeños y escrutadores, el resto de la cara totalmente
inexpresiva. El otro era más alto, más delgado, y parecía
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menos inteligente y menos malvado. Los dos debían de
tener poco más de treinta años y no llevaban muchos
años en el cuerpo.
Me dieron mala espina ya la primera y única vez
que hablé con ellos, aunque nunca hubiera supuesto lo
que eran capaces de hacer. Había citado en mi despacho
al jefe, Costa se llamaba, pero se presentaron los dos.
Parece que siempre iban juntos a todas partes. Costa
había alquilado un piso y llevaba más de un año sin pagar
la renta y sin responder a las reclamaciones del
propietario, mi cliente. Le expuse que no tendría más
remedio que interponer una demanda reclamando el pago
y el desahucio del piso si no pagaba de inmediato.
Insinué que seguramente no le interesaba que el juzgado
acabara embargando su sueldo de policía. Ni se inmutó.
Afirmó que él estaba al corriente del pago y que mi
cliente mentía. Que no tenía miedo a la demanda porque
poseía documentos que acreditaban que había pagado la
renta. Que si me empeñaba en seguir adelante ya tendría
oportunidad de hablar con su abogado.
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Tuve que interponer la demanda. También la
guardo, también se va poniendo amarillenta y borrosa, es
una copia en el papel de calco que usábamos en aquella
época. Con la contestación su abogado aportó una serie
de recibos del pago de la renta que mi cliente juró que
eran totalmente falsos. Quizás yo me hubiera podido
quedar con la duda sobre quién mentía si no hubiese sido
porque también aportó una declaración jurada del otro
policía, Pedraza era su apellido, asegurando que había
asistido a la entrevista de Costa conmigo y que yo había
reconocido ante ambos que la deuda estaba saldada.
Mentían. De acuerdo con mi cliente interpuse de
inmediato una denuncia por delito de falsedad. El
proceso civil quedó suspendido a la espera de la
instrucción de la causa penal. El juez al que le
correspondió era Vázquez. La cosa se alargó. Los dos
policías desaparecieron de la ciudad, habían sido
trasladados a otro destino. Los dos juntos. Había que
dirigirles
las
comunicaciones
a
un
juzgado
de
Extremadura, lo que complicaba las gestiones. La parte
buena era que Costa había dejado el piso de mi cliente.
En un estado lamentable, eso sí. Quedaba pendiente la
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renta de más de un año. Su abogado me llamó meses más
tarde, quería hablar conmigo, quedamos en los pasillos
del Palacio de Justicia entre juicio y juicio. Me ofrecía un
trato. Pagaba la deuda si yo retiraba la denuncia penal. Le
dije que lo consultaría con mi cliente, pero que me
parecía muy grave que fueran precisamente dos policías
los que estuvieran cometiendo un delito. Si hubiera
dependido de mi decisión, no hubiera accedido al trato,
pero estaba en juego el dinero de mi cliente. No tenía
intención de recomendarle que aceptara, pero tenía que
hablar con él. En esto apareció el juez Vázquez en el
mismo pasillo. Caminaba, como siempre, enérgico,
decidido. Mi colega le llamó. Parece que tenía mucha
familiaridad con él. Le planteó la cuestión. ¿Era
razonable mantener el proceso penal cuando, en realidad,
aquello, en el fondo, no era sino una cuestión meramente
civil que se podía resolver fácilmente con una
transacción? El juez estuvo de acuerdo con él. Me
recomendó con mucha amabilidad que aceptara la oferta.
Indicó que con unos denunciados a muchos kilómetros de
distancia, a los que había que citar a través de otro
juzgado, la causa se prolongaría indefinidamente. Su
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juzgado, como todos, estaba colapsado. No podía
garantizar que aquello llegara a buen puerto. Además,
eran policías, dijo, sin explicar en qué cambiaba aquello
la cuestión. Y, en todo caso, recalcó un par de veces,
aquello era sobre todo un asunto privado. Se alejó
apresuradamente, tenía que atender una vista. No tuve
más remedio que advertir a mi cliente sobre la actitud del
juez Vázquez, deseoso de lavarse las manos y de tener un
expediente menos que resolver. Lo tuvo claro. Quería
cobrar cuanto antes. Aceptamos el trato y lamenté que un
par de delincuentes salieran de rositas. No volví a
acordarme de ellos hasta un par de años más tarde,
cuando los vi en el telediario.
El caso ocupó la atención de la prensa varios
meses. Costa y Pedraza llamaron a la puerta de la casa de
aquella familia una noche. Era un chalet en las afueras de
la población. Dijeron que tenían que hablar con el
empresario de un problema de su empresa, pero
enseguida sacaron sus armas. Maniataron a los tres. Al
parecer, sabían que en la casa había una caja fuerte y que
dentro había una importante cantidad de dinero. Debieron
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de amenazarles para que revelaran dónde estaba la caja y
cuál era el número que la abría. Pero la cantidad de
dinero que encontraron no les debió de parecer suficiente.
Por la mañana el empresario llamó por teléfono al
contable de su empresa y le pidió que le llevara una
considerable cantidad de dinero en efectivo. Varios
millones de pesetas. Le dijo que era una urgencia y que
ya se lo explicaría. El contable acudió a la casa provisto
de un maletín con el dinero. Todo le pareció muy
extraño. Su jefe le recibió en la puerta, no le hizo pasar,
recogió el dinero y le despidió abruptamente diciéndole
que
ya
hablarían.
El
contable,
preocupado,
fue
directamente al cuartel de la Guardia Civil a contar lo
sucedido. Cuando los agentes de la Benemérita llegaron a
la casa la tragedia ya se había producido. Padre, madre,
hija, estaban muertos, maniatados y bañados en sangre
tras recibir varios disparos. Los asesinos habían huido,
aunque fueron detenidos ese mismo día. Una vecina con
buena memoria para los números de matrícula que los
había visto pasar por delante de su casa identificó su
vehículo. Todavía tenían en su poder el dinero robado y
habían cometido el error de utilizar sus armas
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reglamentarias, lo que proporcionó una prueba definitiva
para su condena a muchos años de cárcel por tres delitos
de detención ilegal, tres delitos de asesinato y uno de
robo. Supongo que aún siguen en prisión.
He colocado la carpeta de nuevo en el estante
donde seguirán amarilleando sus papeles. A veces pienso
que si no hubiera retirado aquella denuncia, quizás… No
sé. Seguro que Vázquez ni se acuerda de la denuncia, ni
se acordaría de los nombres de los denunciados ni los
reconocería en la televisión porque nunca los había visto
en persona. Habrá olvidado la conversación en el pasillo
sobre aquello que solo era un asunto privado que,
afortunadamente, quedó archivado sin robarle más
tiempo, un tema que no era suyo, un problema menos.
Suerte para él y para su buena conciencia de juez
ejemplar, competente, reconocido con un nuevo ascenso
en su brillante carrera.
FIN
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