El viernes Santo parece querer invitarnos a conjugar el mal con la esperanza. El horror de un mundo dominado por la violencia, nos quiebra la pasión por construir utopías y la confianza en la bondad del corazón humano. El sentimiento de impotencia que nos sobrecoge ante el fracaso, el dolor, la muerte nos invita a arañar la esperanza en los pequeños espacios cotidianos que nos producen un precario bienestar. No es fácil afrontar la vida con realismo sin tocar fondo en nuestra debilidad, sin estar continuamente tentadas de abandonar. Por eso la osadía está en afrontar el viento del mal con la frágil vela de la esperanza, mirando siempre al horizonte, en la certeza honda de que la niebla que empapaba húmeda y fría la historia no podrá con la huella profunda y firme de la fidelidad de Dios, de su amor y ternura. Pero a nosotras también nos acobarda la espera, la incertidumbre, el miedo como aquel primer viernes santo a Magdalena, a Pedro, a Salomé, a Juan y a tantos otros compañeros y compañeras, hoy para nosotros anónimos, que contemplaban atónitos/as la cruz hiriente y herida de su maestro. Aquella cruz sin sentido a la que nos ferramos cuando no entendemos nuestro propio dolor, cuando nos roe la injusticia por dentro y no podemos gritarla fuera, cuando nos vencen las puertas que se nos cierran, cuando no hay razones suficientes para la espera. Descubrir a los pies de la cruz a un Dios que sigue siendo fiel en su promesa de salvación, pero no de una manera triunfante, sino cargando con el mal de la historia, dejándose vencer como única manera de permanecer junto a los que el mal había destruido. El anuncio de este nuevo rostro de Dios, que no usa su poder para salvar, sino que ofrece la construcción de un nuevo futuro, desde la encarnación de su Palabra, pone ante nosotros/as el reto de hacernos portadoras eficaces de ese mensaje paradójico de que, Dios salva sin quebrar la caña cascada, ni la mecha que se extingue que lo hace desde abajo, desde lo que no cuenta, para constituirnos en testigos, como al siervo de YHWH de un nuevo modo de ser que desafiaba la lógica humana. Proclamar un Mesías crucificado rompía cualquier previsión posible, porque no podía ser de Dios un fracasado; pero, Jesús, como el siervo de YHWH, a imagen y semejanza de Dios, se dejó vencer, romper, negar, para hacer posible que la salvación siguiese asentada en la gratuidad y en la libertad.