el repertorio de harper del mes de mayo el presidente monroe el

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EL REPERTORIO DE HARPER DEL MES DE MAYO
EL PRESIDENTE MONROE
EL EMPERADOR GUILLERMO Y SCHLIEMANN
LA VIEJA TROYA
ORÍGENES Y ANTIGÜEDAD DE LA CIVILIZACIÓN GRIEGA
Pinta el Harper de mayo a una dama del mayo de otro tiempo,
en que se celebraba el advenimiento de las flores con procesiones de
la gente moza al campo, y con idilios y bucólicas representadas, que
solían ser, con el espectáculo de los pájaros enamorados y las flores
abiertas, ocasión de noviazgos y matrimonios. Pinta el Harper a
Kairuán, la ciudad sagrada de los tunecinos, llena de gente árabe y
berberisca, que tendida sobre la esterilla que cubre los pavimentos de
sus bordadas casas, o reclinada sobre las paredes en que resaltan
cual manchas de sangre sobre leche unos burdos pájaros rojos, deja
pasar la vida, como una reina vestida de harapos al sol que los dora,
lánguida y descuidadamente. El Harper pinta a aquel suave y sensato
presidente Monroe, que dio forma durable a la doctrina en que se
excluye a los países europeos de toda intervención en los americanos,
aunque el famoso senador Carlos Sumner
mantiene que el
pensamiento fue del inglés Canning, y Charles Francis Adams quiere
que haya nacido de su propio padre. Al Káiser Guillermo pinta, celoso
de su corona, amigo de hablar de cerca al pueblo, sin intermedio de
parlamentos,―y más que de hablarle, de dominarle a su sabor y
conveniencia; al Káiser Guillermo,―niño pequeño primero, que
jugaba en las rodillas de la Reina Luisa con las gencianas azules
silvestres de que la señora iba tejiendo una corona a su hija; y luego,
peleador contra franceses, consejero de Estado, gobernador de
Maguncia, organizador del ejército prusiano, regente y rey de Prusia,
vencedor
de
Schleswig-Holstein,
de
Austria
y
de
Francia,
y
consagrado al fin, a los reflejos de las hogueras de París, emperador
de la Alemania unida, a la que a despecho del personal cariño y regia
simpatía que le llevan a los zares, ha puesto en alianza, por razones
de raza y nacionalidad, contra los rusos de un lado, y por razones de
conservación contra los franceses de otro, con Austria, a quien abatió
y cercenó no hace mucho, y con Italia, lo que hace pensar en el
matrimonio de Otelo y Desdémona. Y el Harper’s pinta a Schliemann:
por el cual dejaremos, debajo del príncipe Bismarck, y de su casco
imperial puntiagudo, al romo, sobrio y fanático emperador Guillermo.
El que desentierra una ciudad merece más aplausos que el que la
devasta!
A Troya y a Micenas ha desenterrado Schliemann; y aunque
los médicos quieren ahora que el rico, noble y estudioso arqueólogo
repare su salud, a Sibaris trata todavía de sacar de bajo su cubierta
de tierra. No es Schliemann copioso pedagogo; ni anda por la
naturaleza como un fantasma, a la manera de esos pedantes pálidos
y togados que explican ciencia de libros en los gimnasios alemanes;
ni es de esos pesados escribidores alemanes, que hacen creer que el
pensamiento es un ente paticorto y panzudo, que sobre el vientre
anda, como los insectos que han absorbido demasiada savia de
árbol,―y no sobre las nubes, con alas brilladoras! Se enamoró
Schliemann de Troya, como Don Alonso Quijano de Dulcinea: y por
cierto que no viene fuera de camino este acercamiento del Quijote y
Ilíada, porque si el hidalgo arremetió en las cercanías de Tordesillas
contra los carneros que le parecieron gente vil y enemiga, ya Ájax
furioso, en tiempos más remotos, había dado mala muerte a los
rebaños de su campamento, en la creencia de que estaba sacando la
vida del cuerpo de su rival Ulises y los capitanes del ejército.
Schliemann se parece a Clemenceau, aunque tiene los labios
más gruesos, el ojo menos duro y el rostro en junto más
benévolo.―A la Ilíada la conoce, como conocen los labios de una
madre el cuerpo de su hijo. Por ella y por sus héroes ha concebido
ese alemán una pasión latina; y le ha sido dado en premio el júbilo de
ver desde la cumbre del monte Ida, como resucitado a su
voz,―chocando escudos, cargando a sus espaldas a los padres viejos,
subiendo más con los pechos que con las manos las murallas de las
fortalezas, cubriéndose de presentes y caricias en medio del combate,
al pueblo más bello, sereno y armonioso de la tierra. ¡Oh, qué
sombra ha proyectado sobre el mundo, el ala de Homero! ¡Y qué
frescor, agrandamiento y derrame de luz han de sentirse cuando pase
rozando por la frente!―Cumplió sus ocho años el arqueólogo
meditando en cómo habrían venido al suelo los muros troyanos; y, si
le hubieran dado permiso, el pequeñuelo hubiera ido desde entonces
a averiguarlo por sí propio. Vendía arenques Schliemann, que fue
mancebo de pulpería en los años más frescos de su mocedad, y ya
regalaba con tres vasos de aguardiente a un molinero amigo de
beber, cada vez que le hacía la merced de recitarle un trozo de
Homero. Como en todas las lenguas se ha escrito de Troya,
Schliemann, estimulando con constantes ejercicios la memoria que
tenía flaca, aprendió, sin maestros por lo común, todas las lenguas; y
como el hablarlas más le importaba, porque de esto hacía él capital
como agente de comercio, solía pagar cuatro francos a la semana a
un pobre judío, que jamás supo ruso, para que le oyese recitar, con
lo que se hacía a componer en la lengua nueva, los párrafos de una
traducción eslava del Telémaco
que
con una Gramática y un
Diccionario le bastaron para pasar por ruso en San Petersburgo.
Apenas juntó diez mil libras al año, no se dio a gozarlas en paz y
vientre, como tantos otros, ni a empollar manuscritos, como los más
que gozan fama de sabios; sino a sacar de las entrañas de Hissarlik a
su ciudad querida. Cavó, y halló a los seis pies
vestigios de una
ciudad helénica, que debió existir, como todo lo hallado en ella acusa,
unos seis siglos antes de Jesús. Siguió cavando; y en capas
superpuestas, llena cada una de restos diversos, originales y rudos,
que enseñan civilizaciones y épocas distintas, halló como seis
cadáveres de ciudades, o siete, tendidas una encima de otra, como
en ciertos cementerios tienden, entre delgadas paredes de tierra, un
cuerpo sobre los que ya estaban en la fosa. La última ciudad de las
seis, o siete, de Hissarlik apareció a cincuenta y dos pies bajo la
superficie de la tierra;―y nada de lo que hay en esas capas de ruinas
superpuestas es helénico, ni semejante a nada que lo sea; y como, a
flor de tierra casi, está una ciudad que de existencia probada tiene
unos veinticinco siglos: ¿a qué asombrosa fecha no se remontarán
aquellas otras que yacen en lo hondo, a cincuenta pies del suelo?―Y
es lo raro (aunque no es raro, sino natural y muy en acuerdo con lo
que se ha asentado ya en La América) que más que a la cerámica de
la primera ciudad helénica, se parecen los ásperos vasos y rudos
útiles de las ruinas más profundas a los de otras ruinas del mediodía
de Europa y a las de México y a las peruanas: lo cual no arguye,
como pudiera ocurrir a los aficionados a anticuarismo que andan
siempre a caza de derivaciones, que unos de estos pueblos vengan de
otros, y Troya de Cajamarca, o Cajamarca de Troya, sino que el
hombre, dondequiera que nazca, es semejante a sí mismo; y puesto
en igual época, o en iguales condiciones, ante la naturaleza, produce
obras espontánea, necesaria y aisladamente semejantes. ¡Tareílla es
esa de andar halando de Tartaria a los Andes ascendencias, parecida
a la otra de sacar de un único individuo o tipo original la raza
humana! Apenas estuvo la tierra en condiciones de que apareciese el
hombre
sobre
ella,
apareció―dondequiera
que
pudo
la
tierra
soportarlo―el hombre. ¡Curioso es ver cómo la ciencia más acabada
de los tiempos modernos, viene a confirmar las ideas elementales y
directas que asaltan al meditar sobre la naturaleza a un niño
reflexivo!
Esa acaso es la más sana y fructuosa de las verdades que han
venido a descubrirse, o a confirmarse, con las ruinas y objetos
revelados por las excavaciones de Schliemann. Ni los griegos fueron
un pueblo nacido con casco, lanza y sandalia como su Minerva,
súbitamente de sí propio. Ni Ilión fue con sus once ciudades
prósperas pueblo de gente agrícola y novicia, sino de comercio y
artes, que le permitían vivir con cultura y en gran riqueza. Ni las de
Troya son leyendas huecas, compuestas en palabras musculosas y
llenas de sangre nueva, por un fantaseador de giganterías; sino
estatuas calientes tomadas sobre el mismo molde vivo o trabajadas
delante de las imágenes de que tenían llenos aún los ojos las familias
de Héctores y Diomedes.
Antes era pecado de arqueología creer que Agenor y Danao y
Cadmo trajeron del este y del sur las artes que florecieron luego en
Grecia; pero desde que Schliemann rompió la corteza de tierra que
ocultaba a Micenas, y de las ruinas de la ciudad sacó llenas las manos
de ornamentos de plata y oro que se exhiben desde entonces en
Atenas; y buscó el hogar de Ulyses en Ithaca, y el suelo donde
cayeron castigados los deseadores tenaces de Penélope; desde que
sacó a luz las piedras laboreadas de los edificios mycenios, y las
hermosísimas jarras de oro sepultadas con las ruinas, y exploró en
Orchomeno las tumbas de los reyes legendarios, no peca ya quien
mantiene que el arte griego venía de muy atrás acendrándose y
limpiándose, y tenía parientes, cuando no padres, en el arte del este
y del Asia Menor; sino que el que niega esto es el que peca. Porque
es verdad que la cerámica de Micenas tiene todos los delicados
caracteres de la helénica antigua; mas de esto mismo precisamente
se deduce lo que de artes más viejas vino a las de Grecia, así como lo
mucho que debió vivir el pueblo griego antes de poseer aquella
escultórica tranquilidad y hermosura luminosa con que de súbito nos
aparece. Las enormes piedras cuadradas, cuando no rematadas en
perfectas curvas del lado interior; las cavernosas puertas, de
heráldicas esculturas presididas, que, como los ojos de la ciudad, se
abrían en las espesas murallas, anchas como calzadas, de aquel
pueblo que era todo maravillosa fortaleza, dicen claro de una parte
que los que hicieron tal ciudad no eran nuevos en hacerlas, ni
Micenas era la primera que hacían; y cuenta que es cosa probadísima
que aquellos micenios vivieron diez siglos antes de la era de Jesús. Y
de otra parte, el vaso de alabastro de borde ondeado, que se parece
a los vasos del Renacimiento y vino tal vez a Micenas desde Egipto;
las jarras de dibujo perfecto y guarniciones graciosas y esmeradas;
los ornamentos de labor finísima, que hacen contraste duro con las
mascarillas de oro que cubrían el rostro de los cadáveres hallados en
las tumbas y las groseras estatuas que les vigilaban el sueño; las
joyas cinceladas de extraños emblemas, tales como los que se ven en
los adornos de Babilonia
o de Hittita,
van contando a las claras,
junto con un trozo de huevo de avestruz que revela comercio con
África, el tráfico que los pueblos helénicos tuvieron con los pueblos
padres de Egipto y el Oriente, y las raíces asiáticas y africanas de
aquellas artes que al sol de Ilión se hicieron deslumbradoras y
transparentes luego. Porque ver cosa griega es caer de rodillas.
¡Petrificaron el perfume, que en todos los demás pueblos se evapora!
Llenas de alma armoniosa están todas las piedras de la Grecia.
La América. Nueva York, mayo de 1884.
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