NO HAY QUE DEJARSE CONFUNDIR SOBRE LA GRAVE CRISIS

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NO HAY QUE DEJARSE CONFUNDIR
SOBRE LA GRAVE CRISIS DE DERECHOS HUMANOS EN COLOMBIA
(Palabras de agradecimiento por el otorgamiento del Premio Internacional de Derechos
Humanos Emilio Mignone a la Comisión Colombiana de Juristas)
Gustavo Gallón Giraldo
Comisión Colombiana de Juristas
Director
Embajador Jorge Taiana, Canciller de la República Argentina
Doctor Eduardo Luis Duhalde, Secretario de Derechos Humanos
Maestro Horacio Verbitsky, Presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels)
Señor Pablo García Mignone, distinguido representante de la familia de Emilio Mignone
Señor Gastón Chillier, director del Cels, y distinguidas compañeras y compañeros del Cels
Amigas y amigos, señoras y señores:
Colombia padece una grave crisis de derechos humanos que no es, sin embargo, fácilmente
percibida como tal, debido a que en el país existe un régimen constitucional y no una
dictadura. Por ello, no es extraño encontrar activistas y analistas que a veces opinan que
sería preferible que en el país existiera una dictadura militar declarada para que las cosas
fueran más claras y se empezaran a solucionar como corresponde, sin aguas tibias. Yo no
puedo compartir esa opinión, pero entiendo sus motivos.
No la puedo compartir porque he conocido, a través de muchos de ustedes, colegas
defensores de derechos humanos y amigas y amigos de Argentina, como Emilio Mignone,
con quien tuve el honor de compartir la iniciativa de creación del Centro para la Justicia y
el Derecho Internacional (Cejil) hacia 1991, junto con ese otro insigne argentino
universalizado que es Juan Méndez, los dolorosos padecimientos y las inmensas
dificultades para el ejercicio de la defensa de los derechos humanos durante el llamado
“proceso”, que ustedes pudieron dar por terminado un 10 de diciembre, hace 25 años. En
una situación como la colombiana, a las organizaciones de derechos humanos algunas cosas
nos resultan más fáciles de hacer que bajo una dictadura declarada: existe una Corte
Constitucional ante la cual podemos lograr, como lo hemos hecho, la anulación de leyes
violatorias de derechos fundamentales; hay jueces, que pueden decidir hábeas corpus, o
recursos de amparo (conocidos en nuestro país como acciones de tutela) para prevenir la
violación de derechos; funciona, mal que bien, un Congreso ante el cual podemos en
ocasiones sacar adelante propuestas legislativas; actuamos fluidamente ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, como lo hemos hecho cuando el hoy canciller Jorge
Taiana era su Secretario Ejecutivo, y como lo seguimos haciendo hoy, con su sucesor en la
Secretaría Ejecutiva, Santiago Cantón, actividad en la cual nos encontramos también con el
comisionado Víctor Abramovich y con frecuencia estamos acompañados por entrañables
amigas y colegas, también de Argentina, como Viviana Kristicevic y Liliana Tojo, de Cejil;
o llevamos casos y medidas provisionales ante la Corte Interamericana, donde hoy en día
tenemos el gusto de encontrarnos con el juez Leonardo Franco; y actuamos igualmente con
fluidez ante el Consejo de Derechos Humanos, y antes la Comisión de Derechos Humanos,
de Naciones Unidas, compartiendo propuestas con madres y abuelas como Martha Vásquez
y Estela de Carlotto, o con representantes del gobierno argentino, como el embajador
Sergio Cerda o el hoy Relator y antes Presidente de la Comisión, Leandro Despouy, o la
experta Mónica Pinto y el experto Rodolfo Mattarollo; mantenemos una interlocución
permanente con el gobierno colombiano, en medio de profundas diferencias y
contradicciones, amparados por el acompañamiento de distinguidos embajadores como el
hoy general en uso de buen retiro Martín Balza, quien sobresale por su solidaridad y su
sensibilidad frente a las violaciones de derechos humanos. Todas estas cosas son más
difíciles de hacer bajo una dictadura, aun cuando el Cels y muchas otras organizaciones y
activistas de derechos humanos las hicieron meritoriamente aquí en Argentina en esas
circunstancias, y lograron éxitos tan resonantes como la histórica visita de la Comisión
Interamericana en 1979 o contribuciones tan grandes a la protección de los derechos
humanos como la creación del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas, por la
misma época. Pero no se pueden menospreciar las penurias de una dictadura ni las
posibilidades de un régimen constitucional, por lo cual no puedo compartir la idea de que
sería preferible que en Colombia hubiera un régimen militar para que las cosas fueran más
claras.
Pero decía que entiendo el motivo de esa idea desesperada, porque ciertamente no es poca
la gente que, tanto en Colombia como en el exterior, se inmoviliza frente a nuestra
situación porque la considera muy compleja. Y en realidad es compleja, lo cual no significa
que sea confusa. Es compleja porque el Estado no es el único violador, sino que está
acompañado además por grupos paramilitares, y hay un conflicto armado en el que actúan
grupos guerrilleros que violan el derecho humanitario y atropellan derechos elementales de
la población. Es compleja porque se dan unos niveles de sofisticación institucional, como la
capacidad de la Corte Suprema de Justicia para investigar a más de sesenta parlamentarios
por sus relaciones criminales con grupos paramilitares, la mayoría de ellos aliados del
Gobierno, y más de treinta actualmente privados de libertad. Esta sofisticación no impide
que simultáneamente haya unos altísimos niveles de violencia, como la muerte o
desaparición forzada de más de 14.000 personas por razones sociopolíticas, por fuera de
combate, durante este gobierno, que se inició en agosto de 2002, hace seis años. Pero si
bien es compleja la situación colombiana no es confusa, porque las responsabilidades están
claras. El 25% de esas muertes o desapariciones es atribuido a grupos guerrilleros y el 75%
a agentes del Estado y grupos paramilitares. Más aún, los agentes estatales solos, sin la
ayuda de los paramilitares han casi duplicado durante este período el número de muertes y
desapariciones, si se compara con su récord en los seis años anteriores a agosto de 2002:
más de 1.400 personas han sido muertas o desaparecidas forzadamente por dichos agentes
estatales en estos seis años por fuera de combate. Una misión internacional que visitó el
país el año pasado y rindió su informe recientemente encontró que muchas de esas víctimas
son presentadas como guerrilleros muertos en combate, cuando en realidad son civiles
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muertos fuera de combate. El gobierno, a través del Presidente de la República y del
Ministro de Defensa, de manera sistemática ha negado esa realidad y se ha referido a ella
como una campaña de la guerrilla para desprestigiar las instituciones, supuestamente a
través de las organizaciones no gubernamentales. Recientemente, en el mes de octubre, una
entidad oficial, el Instituto de Medicina Legal, descubrió que varios jóvenes de escasos
recursos presentados como muertos en combate habían sido en realidad asesinados por
miembros del ejército dos días después de haber sido trasladados con engaños desde
Bogotá hasta una localidad distante 400 kilómetros al nororiente, para hacerlos pasar como
combatientes y cobrar así unas recompensas en dinero y otros beneficios que el gobierno
tiene establecidos desde el año 2005. Con su traslado y entierro en un sitio distante de
Bogotá se esperaba que sus familiares nunca supieran qué había pasado con ellos, pero el
registro de los cadáveres en el Instituto de Medicina Legal permitió su identificación al
cruzar los datos con un sistema recientemente establecido de registro de personas
desaparecidas.
Así, pues, que si bien es compleja la situación en Colombia, no es confusa, y los
mecanismos nacionales e internacionales de protección de derechos humanos deberían
actuar sin vacilación para deducir las responsabilidades consiguientes y frenar esta barbarie
y este desangre sin fin, que ocurre en medio de un régimen constitucional. La Corte Penal
Internacional, por ejemplo, instituida para perseguir los más graves crímenes de carácter
internacional cuando un Estado no pueda o no quiera hacerlo, según el artículo 17 del
Estatuto de Roma, está en mora de ejercer sus competencias en el país. El gobierno ha
extraditado este año a Estados Unidos, por cargos de narcotráfico, a 16 líderes paramilitares
que estaban siendo procesados en Colombia por crímenes de lesa humanidad. La
justificación aducida es que estas 16 personas continuaban delinquiendo en Colombia,
luego de haber celebrado con el gobierno una negociación que les permitía obtener
reducción de penas si confesaban sus delitos y se sometían a un procedimiento judicial
especial establecido para el efecto. Es cierto que estas personas habían continuado
delinquiendo, y así lo habíamos denunciado las organizaciones de derechos humanos desde
hace seis años, cuando el Gobierno inició la negociación con ellos bajo la condición,
anunciada por el Presidente de la República, de que no hubiera ni una muerte más. Dicha
condición no se cumplió: más de cuatro mil personas han sido registradas como asesinadas
o desaparecidas por grupos paramilitares desde el inicio de las negociaciones el 1º de
diciembre de 2002, y ante estas denuncias el Alto Comisionado gubernamental para la Paz
había dicho cínicamente que “el cese del fuego era una metáfora que había que manejar con
mucha flexibilidad”. De la noche a la mañana el gobierno cambió de actitud y decidió
reconocer que efectivamente estaban delinquiendo. Lo que ha debido hacer, según la ley
colombiana, era sacarlos del procedimiento especial de rebaja de penas y procesarlos por el
procedimiento ordinario aplicable a todo delincuente. En vez de ello, el Gobierno decidió
enviarlos a Estados Unidos, lejos del alcance de las víctimas, para que sean juzgados por un
delito ciertamente grave, como el de narcotráfico, pero muchísimo menos importante que
las masacres, desapariciones, torturas y desplazamientos forzados causados en Colombia
por estos victimarios. La extradición habría podido esperar. Desde todo punto de vista
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resulta censurable y precipitada esta decisión. Qué contraste con la actitud asumida ayer por
la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien, ante la decisión judicial de dejar en
libertad a dos tenebrosos perpetradores de la época de la dictadura, afirmó que sentiría
vergüenza si la solución a esa grave situación fuera dada por la extradición, dado que uno
de ellos ha sido ya condenado en Francia, y que invitaba respetuosamente al sistema
judicial a encontrar una solución interna y a hacer justicia dentro del país. El gobierno
colombiano, por el contrario, no se avergüenza de haber sustraído a estos perpetradores de
la acción de la justicia colombiana para entregarlos a una potencia extranjera. La Corte
Penal Internacional no debería esperar más para actuar, ante esta evidente demostración de
que no se puede o no se quiere juzgar a estos criminales de lesa humanidad en Colombia.
Quizás quienes deben tomar decisiones al respecto en la Corte siguen paralizados por la
idea de que la situación colombiana es compleja, y no han advertido que, además de ser
supremamente grave, no es confusa.
Y es probable que así sea, porque además de las dificultades que la situación tiene en sí
misma, el gobierno es bastante activo para crear confusión. Una manera aparentemente
inocente, pero muy eficaz para lograrlo, es la discusión semántica. A ese ejercicio han sido
muy dados los diversos gobiernos de mi país durante años, pero ninguno quizás se ha
destacado tanto en esa materia como el presente. Uno de sus principales empeños ha sido el
de negar, contra toda evidencia, que en Colombia exista conflicto armado. Así lo ha
afirmado explícitamente desde el principio, y lo reitera cada vez que puede. Aparte de dos o
tres áulicos, casi ningún funcionario cree de verdad semejante disparate, pero terminará por
convencerse, porque son muchas las acciones gramaticales orientadas congruentemente en
la dirección de convencer que Colombia no tiene un conflicto armado interno, sino que
padece una amenaza terrorista. Para ello, por ejemplo, el gobierno colombiano dedicó
exitosamente gran cantidad de esfuerzos para lograr desde 2003 en Naciones Unidas que en
la Declaración que se adoptaba sobre Colombia por la Comisión de Derechos Humanos se
eliminaran las palabras “grupos guerrilleros” y “grupos paramilitares” y se hablara
simplemente de “grupos armados ilegales”. Hoy en día se ha dado un paso más allá. Como
supuestamente se desmovilizaron más de 30.000 paramilitares en el país, ya los
paramilitares supuestamente no existen. Lo que existen son, según el gobierno, “bandas
emergentes” o “bandas criminales”. Difícil entender cómo se desmovilizaron más de
30.000 paramilitares, si eran sólo 12.000 cuando se inició este gobierno, según las cifras
oficiales. A menos que se acepte implícitamente que el gobierno permitió que se triplicaran,
reproduciéndose como conejos, antes de desmovilizarse, lo cual no debería ser ningún
motivo de orgullo para un Estado social de derecho. Y difícil entender también que sean
considerados como bandas emergentes cerca de 10.000 paramilitares que están en plena
actividad, según estudios realizados por organizaciones serias. O sea que de los 12.000
paramilitares existentes en 2002 se habrían desmovilizado 2.000. Pero la discusión
semántica es complementada con un manejo de cifras, pues el gobierno afirma que 2.000
son los que quedan en actividad, según sus cálculos, e insiste, contra toda evidencia que se
desmovilizaron más de 30.000. Y para hacer la cosa más confusa todavía, se inventó una
expresión incomprensible para designar a estas “bandas criminales” con la abreviación
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“Bacrim”. Así, pues, para el gobierno habría 2.000 bacrim en actividad, vocablo y concepto
cada vez más lejanos del de grupos paramilitares, a pesar de que estos sigan matando y
desapareciendo activistas sociales, defensores de derechos humanos o sindicalistas. Pero
una vez que se logre desaparecer incluso del lenguaje el término de paramilitares, y la
palabra guerrillero haya sido también eliminada y sustituida en la lengua corriente por la de
terrorista, la aspiración oficial es que desaparezca asimismo la expresión conflicto armado
interno y se vuelva común hablar de la amenaza terrorista. Así, en Colombia no habrá
violación de derechos humanos, sino un Estado y una sociedad víctimas de la amenaza
terrorista. Y tampoco habrá violación del principio de distinción entre civiles y
combatientes, porque no hay combatientes. Y el camino estará despejado para llevar hasta
sus últimas consecuencias la aspiración de que todos los civiles apoyen militarmente a las
fuerzas militares, pues según el Presidente lo ha confesado públicamente él “no cree en eso
del principio de distinción”, como si los principios del ius cogens fueran un asunto de
creencias o de gustos.
Pero la crisis de derechos humanos en Colombia no es un enredo semántico, sino una
realidad golpeante. El pasado martes 16 de diciembre fue asesinado por el ejército un
dirigente indígena, Edwin Legarda, esposo de Aida Quilcué, Consejera Mayor del Consejo
Regional Indígena del Cauca. Aida, quien es una destacada lideresa, que ha encabezado en
los últimos meses importantes marchas de protesta por el incumplimiento gubernamental a
compromisos relacionados con el respeto del derecho a la tierra, regresaba de Ginebra,
donde había participado la semana pasada en el examen periódico universal sobre
Colombia en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Su esposo se
movilizaba en el vehículo utilizado ordinariamente por Aida, lo cual, unido a su
protagonismo en las últimas semanas, permite a las organizaciones indígenas denunciar que
fue un atentado dirigido contra ella deliberadamente. El ejército asegura que el vehículo no
obedeció la orden de parar en un retén militar, lo cual pone fuera de discusión la autoría del
homicidio, pero es difícil entender cómo el vehículo apareció con 17 impactos de bala,
varios de ellos en el vidrio delantero. La muerte de Edwin Legarda es una confirmación
elocuente de la existencia de un cuadro persistente de graves violaciones sistemáticas, que
afecta particularmente a defensoras y defensores de derechos humanos y a poblaciones
vulnerables, como las comunidades indígenas, no obstante la existencia de un régimen
constitucional.
A estas víctimas, representadas en Aida Quilcué y en Edwin Legarda, dedica la Comisión
Colombiana de Juristas el Premio Internacional Emilio Mignone, que la cancillería
argentina, la Secretaría de Derechos Humanos, el Centro de Estudios Legales y Sociales
(Cels) y la familia Mignone han tenido la generosidad de concedernos: A las siete personas
que cada día en promedio son muertas o desaparecidas por fuera de combate por razones
sociopolíticas. A las dos personas que cada dos días, en promedio, son desaparecidas
forzadamente por las mismas razones. A las 1.500 personas que cada día en promedio son
desplazadas forzadamente de su territorio. A las personas secuestradas, algunas de las
cuales llevan más de diez años en poder de las Farc, muchas otras no han sido devueltas por
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los paramilitares supuestamente desmovilizados, y otras, en proporción de una cada día en
promedio, siguen siendo secuestradas incluso por agentes estatales, especialmente por
algunos de los que han sido encargados de combatir el secuestro. A todas ellas beneficia
este apoyo y el que se pueda dar por parte de las autoridades argentinas para que la
comunidad internacional y los mecanismos de protección de derechos humanos, como la
Corte Penal Internacional y el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, entre
otros, puedan actuar de manera eficaz en Colombia para ayudar a superar la compleja pero
no confusa crisis de derechos humanos allí existente.
Con este premio, canciller Taiana, doctor Duhalde, maestro Verbitsky, familia Mignone,
están reconociendo ustedes el trabajo que realizan en la Comisión Colombiana de Juristas
80 personas (49 mujeres y 31 hombres), 64 de ellas con vinculación laboral de tiempo
completo y 14 de tiempo parcial, pero las cuales trabajan en su mayoría tiempo y medio
para contribuir a la vigencia y al desarrollo de los derechos humanos en Colombia y en el
mundo. 34 de ellas son padres o madres de 58 hijas e hijos. En nombre de todas y todos
ellos, permítanme decirles con toda humildad: muchas gracias por su valioso respaldo a
nuestros modestos esfuerzos.
Buenos Aires, 19 de diciembre de 2008
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