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HISTORIA DEL CARNAVAL PORTEÑO
Por Enrique Horacio Puccia
Capítulo IV "El carnaval en la época de Rosas"
[Fragmento]
7 de febrero del 2008
Los negros, divididos en naciones, concentraban sus actividades en la
parroquia de Montserrat, conocida también por Barrio del Mondongo y
Barrio del Tambor, y en San Telmo. Se agrupaban en una especie de
sociedades mutualistas y tenían sus sitios o tambos, donde
celebraban sus ritos con reminiscencias africanas y practicaban sus
danzas no exentas de lascivia y sus candombes ensordecedores.
Francisco L. Romay alcanzó a enumerar las siguientes naciones
establecidas en el solo perímetro de Montserrat: en la calle Chile, la
sociedad Cabunda, instalada el 14 de diciembre de 1823, y Moros, el
11 de agosto de 1825; en México (número 1272), Minas, el 17 de
agosto de 1825, y Benguela, el 6 de diciembre de 1829; en
Independencia, Rubolo, el 1 de diciembre de 1826, y Congo y Angola,
ambas, el 20 de marzo de 1827. Otras naciones se denominaban
Mozambiques, Muchagua, Quipará, Mayorí, Mondongo, etc.
Don Juan Manuel de Rosas, seguido por una corte de funcionarios y
amigos, solia concurrir a los huecos donde los negros llevaban a cabo
sus fiestas. Puede citarse una visita realizada al candombe de la
nación Congo Augunga, allá por 1838, en la esquina que hoy forman
las calles San Juan y Santiago del Estero. Vistiendo su relumbrante
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uniforme de brigadier general y acompañado por esposa, doña
Encarnación Ezcurra, su hija Manuelita y demás séquito, Rosas
recibió con gesto solemne el juramento de lealtad de sus amigos
fieles, para contemplar luego el baile de los morenos, que en tal
ocasión no lo hicieron en rueda, sino por parejas, interpretando una
samba o semba, que era acompañando por el tam-tam de los grandes
tambores.
Por su parte, Manuelita, juntamente con sus amigas Juanita Sosa y
Dolores Marcet, muchos domingos por la tarde asistía a la cofradía
situada en la Quinta de Las Albahacas, de los Pereyra Lucena, en
México y Perú. El salón estaba alfombrado con bayeta colorada y al
fondo se veían tres grandes sillones, también colorados. El del centro
era reservado para Manuelita, y los otros dos, para el rey y la reina.
A propósito de los vínculos de simpatía existentes entre la hija del
Restaurador y la gente de color, en el completísimo Cancionero de
Manuelita, reunido por Rodolfo Trostiné, figura un himno que en 1848
las negras dedicaron a su protectora, cantándolo en sus fiestas.
Consta de 23 cuartetas, y la primera de ellas expresa:
¡Qué dicha a las Congas
les cabe, señora,
teneros por reina
y fiel protectora!
Luego, el coro iba respondiendo:
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Al son del candombe,
las Congas bailemos,
y a nuestra gran reina,
canción entonemos.
José Luís Lanuza, infatigable y capacitado hurgador de cuanto atañe a
la raza negra en América, recopiló versos y coplas que reflejan ese
acoplamiento espiritual –interesado, quizá, por una de las partes–
entre las naciones y su protector, don Juan Manuel. Entre ellos, se
encuentra una supuesta carta de "la negra Catalina" a Pancho
Lagares, que publicó en 1830 el semanario El Gauchito:
Ya vites en el candombe
cómo glitan los molenos:
¡Viva nuestlo padle Losas,
el gobelnadol más bueno!
No menos pintoresco resulta el diálogo que sostienen la morena
Juana y el negro Pedro José, publicado en El Torito del Once el 24 de
diciembre de 1830:
–Juana:
¿Diánde vení, condenao?
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¿Dónde pasó la semana?
Apotaría que utesí
ha hecho enojá a mi ama.
–Pedro José:
Milá, negla bosalona,
uté no me haga labiá,
no me ande utesí moliendo
polque la he castigá.
Uté ya sabe que yo
soy moleno fedelá,
y si no se aguanta pulgas,
no me venga uté a emblomá.
–Juana:
¿Y qué me quiele decí
uté con sel fedelá?
Yo también muelo por Losas
y soy molena cabal.
–Pedro José:
Mañana es sábalo, y yo,
a utesí, que é mi mujel,
la he de llevar al candombe
polque va il Juan Manuel.
Así fueron pasando los candombes del tiempo de Rosas, que en
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carnaval desbordaban las calles al rítmico balanceo de caderas de las
negras, con el acorde sordo de los tamboriles; la estridencia de pipas,
sopipas y masacayas; el incesante agitar de los chinescos y la
monótona voz del bastonero, a la que respondía el coro:
¡Calungan güé!
¡Oye ya yumba!
¡Yumba he!
El martes de carnaval se llevaba a cabo una llamativa ceremonia,
conocida como Día del entierro, cuya realización se prolongó hasta
después de la caída de Rosas, al reanudarse los festejos. En la fecha
señalada, los vecinos de cada barrio colgaban en un lugar
determinado un muñeco hecho de paja y género, al que denominaban
Judas, que luego era quemado, en medio del regocijo general. En la
era rosista se estilaba simbolizar en el muñeco la figura de algún
enemigo político del Restaurador, elegido generalmente entre los
unitarios emigrados.
El más importante de estos actos solía realizarse en la plaza
Montserrat, que contaba con el marco que le brindaban las tropas de
carretas llegadas del interior, cargadas con frutos del país, el
sinnúmero de ranchos de barro y paja que abundaban en esos lugares
y la famosa Calle del Pecado, llamada sucesivamente Fidelidad y
Aroma, que se extendía paralelamente entre las actuales Moreno y
Belgrano, donde se levanta el edificio del ex ministerio de Obras
Públicas.
El espectáculo era presenciado por una especialísima concurrencia
compuesta por soldados de la Federación, negrada del Barrio del
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Mondongo y algunos funcionarios, figurando en ella más de una vez el
mismo Restaurador, que solía presentarse envuelto en un amplio
poncho pampa. Lo hacía generalmente acompañado por un grupo de
correligionarios, todos montados en caballos que lucían arreos de
plata y recados a la usanza criolla, llevando a la vez una testera de
plumas rojas y una larga cinta del mismo color en la cola. Más tarde se
agregaron compadritos, cuchilleros, tahúres, vagabundos y mujeres de
baja estofa, provenientes de las fondas y casas de juego de la Calle
del Pecado. Con ellos alternaban curtidos conductores de carretas,
reseros de ruda estampa, guitarreros, payadores y muchas familias
afincadas en las cercanías desde los tiempos en que funcionaba allí la
plaza de toros, inaugurada en 1791.
Tanta era la fama de guapeza que había cobrado cierto elemento
arraigado en la parroquia que por largo tiempo subsistieron –y aún se
recuerdan– muchas coplas alusivas al valor de esa gente. Una de las
que más se popularizó fue ésta:
Soy del barrio 'e Monserrá',
donde relumbra el acero;
lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.
Tales alardes no pasaron a veces de simples bravuconadas,
desvirtuándose la intención de los versos ante la realidad de los
hechos.
Mucho de cierto y no poco de leyenda late en los relatos que dejó tras
de sí el carnaval de Rosas. A cuenta de la triste fama alcanzada por la
mazorca, algunos escritores, dando libre vuelo a la imaginación, o
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llevados tal vez por las pasiones políticas, legaron una visión casi
infernal de aquellas conmemoraciones, que parecían evocar la Noche
de San Bartolomé, pero repetida en serie. Sin embargo, debe
convenirse en que muy pacíficas no debieron de ser, puesto que el
Restaurador, confirmando cuanto expresaron Ramos Mejía, Paz y
López, con una plausible propósito que no debe desconocerse, a fin
de poner corto a los desmanes y evitar escenas no ya sólo poco
decorosas, sino repulsivas, resolvió prohibir los festejos...
FUENTE: Buenos Aires, Academia Porteña del Lunfardo, 2000
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