Descifrar la muerte: el grupo Colina y las masacres mensajeras Por: Valentina Pérez Llosa En el presente trabajo se intentará demostrar que las acciones del llamado ‘Grupo Colina’, especialmente las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, fueron portadoras de un mensaje. En este sentido, se podría hablar de la violencia ejercida por ese grupo o destacamento como un medio de comunicación, utilizando como portador final del mensaje a los cadáveres (en Barrios Altos) o la ausencia de ellos (en La Cantuta). Hasta aquí, la hipótesis coincide con las declaraciones que el capitán Santiago Enrique Martin Rivas le da a Umberto Jara, quien lo entrevistó varias veces para su libro Ojo por ojo, acerca del Grupo Colina. Pero solo hasta aquí, ya que Martin Rivas indica que los operativos portaban un mensaje dirigido, por encima de todo, a Sendero Luminoso, y secundariamente a otros sectores (la población civil, las organizaciones de derechos humanos, las mismas Fuerzas Armadas). Lo que nosotros proponemos, una vez realizada la investigación y confrontación de fuentes, es que los mensajes no estaban dirigidos al PCP-SL, sino sobre todo a la oposición a Fujimori y a la población civil en general. Desde este punto de vista, los destinatarios secundarios serían las organizaciones de derechos humanos y las mismas Fuerzas Armadas, quedando Sendero Luminoso prácticamente fuera del enfoque comunicativo de las mencionadas masacres. Martin Rivas y la guerra de baja intensidad Es verdad que la muerte, el repaso, la exposición de cadáveres no es algo ético, por supuesto, pero es un método de guerra que atemoriza al enemigo y a la población que quiera ayudar o sumarse. Al fanatismo solo se le puede controlar y combatir con los mismos métodos que utiliza, con la misma guerra clandestina. Lo contrario es darles ventaja. Y en el Perú, desde 1980, se les había dado esa ventaja. (Martin Rivas citado por Jara: 2003, p. 143) Tras casi diez años de conflicto armado, las Fuerzas del Orden peruanas estaban exhaustas y frustradas por la ineficacia de sus estrategias de combate. En la segunda mitad de la década de 1980, regresan a Lima varios capitanes del Ejército que se habían formado en la Escuela de las Américas, instalada en Panamá. Uno de esos capitanes era Santiago Enrique Martin Rivas, quien pasó a vivir en las instalaciones del Servicio de Inteligencia del Ejército. En la ‘Escuela de las Américas’, ahora llamada ‘Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad’, creada por los Estados Unidos para entrenar a los militares latinoamericanos en la guerra contrasubversiva y apoyar a los regímenes neoliberales (autoritarios o no), fueron entrenados unos sesenta mil latinoamericanos. El entrenamiento iba dirigido a los militares que hubieran tenido el mejor rendimiento en sus escuelas militares nacionales, que eran becados para aprender en la escuela estadounidense las artes de la guerra contrasubversiva: tortura, desaparición, ejecuciones sumarias, control psicosocial, etcétera. Ahí estudiaron, entre otros (la CVR calcula que fueron alrededor de 898 peruanos), Enrique Martin Rivas, Vladimiro Montesinos y Ollanta Humala, actual presidente del Perú. Cuando Martin Rivas estuvo en la Escuela de las Américas, la estrategia de guerra contrasubversiva se recuperaba aun de la derrota estadounidense en Vietnam. La administración de Ronald Reagan se concentró en desarrollar métodos de colaboración en los conflictos, para ellos, extranjeros que costasen un mínimo de personal político y militar a los Estados Unidos, asumiendo así menos responsabilidad en los actos violatorios de los derechos humanos que implicaban las enseñanzas de su escuela. La CVR indica que, en este sentido, los niveles de violencia serían bajos en términos cuantitativos, pero se usarían altos niveles de violencia en dosis concentradas durante operaciones selectivas especiales. Las recomendaciones incluían un énfasis en el respeto a los Derechos Humanos para reforzar la tesis de la selectividad. […] De ello resulta, paradójicamente, que los golpes selectivos y psicológicamente condicionantes son lo más parecido que existe al terror. La guerra de baja intensidad encara como una tarea central practicar el contraterror a fin de afectar lo más selectivamente posible a la organización enemiga y reducir lo más posible el número de personas afectadas por violaciones a los Derechos Humanos. (CVR: 2003, Tomo II, pp. 309-310) Mientras antes de Reagan la intervención militar de los Estados Unidos en conflictos nacionales venía acompañada de una serie de políticas de ‘nation building’, políticas para el desarrollo nacional, la intención de Reagan era eliminar toda política de desarrollo de sus intervenciones, en un marco puramente neoliberal, y así proceder a la aniquilación del enemigo insurgente sin intervenir en absoluto en los procesos económicos y sociales del país intervenido. Para esto, se utilizaban métodos psicosociales que aterrorizaban a la población (y a los insurgentes), pero la convencían de que el único bando al que era posible apoyar era al de las Fuerzas del Orden. Recién “en 1988, las Fuerzas Armadas peruanas adoptaron sistemáticamente la estrategia recomendada por los Estados Unidos y se prepararon para librar una guerra de operaciones especiales, orientada a respetar los Derechos Humanos de la mayoría de la población y a aislar socialmente a los subversivos a pesar de no hacer inversión pública ni reformas sociales” (CVR: 2003, Tomo II, p. 311). Con la elección, en 1990, de Alberto Fujimori, esta estrategia de guerra se combinó con el deliberado desmantelamiento de las instituciones de regulación democrática, permitiendo al régimen fujimorista y sus aliados en las Fuerzas Armadas una total libertad de movimiento, incluso una vez terminado el conflicto. Lo anterior nos ayuda a entender la lógica bajo la que se guió el proceso que tendría su cúspide en el ‘autogolpe’ de Fujimori el 5 de abril de 1992, pero para entender la lógica expuesta por Martin Rivas en la cita que da inicio a este capítulo debemos concentrarnos, más bien, en la teoría de la ‘guerra política’ de la Escuela de Guerra de Taiwán. El mismo Martin Rivas y su conducción del grupo Colina es la combinación de ambas escuelas, al menos en teoría, llevadas a la práctica en el contexto de la guerra contra Sendero Luminoso y el MRTA. Para la doctrina de la ‘guerra política’, “la política es el ejercicio del derecho del Estado a la existencia, no el ejercicio de derechos políticos por parte de los ciudadanos” (CVR: 2003, Tomo II, p. 323). Es decir, el ejercicio de la fuerza se justifica en cuanto el Estado es atacado por un enemigo, más que como medida para proteger a la población. Sobre esta base, sumada a los principios, antes expuestos, de la guerra de baja intensidad, se fundamentó el régimen fujimorista, y sobre ella se formó un grupo de operaciones especiales, conformado por treinta y seis agentes del Servicio de Inteligencia Nacional, y destinado a realizar los golpes de cotraterrorismo que requería el régimen para perpetuarse: el grupo Colina. “En la guerra política hay derecho a matar, así como hay derecho a desinformar, desacreditar, dividir y debilitar al enemigo. Pero, por razones estratégicas, no se recurre a la lucha abierta, la violencia se mantiene restringida” (CVR: 2003, Tomo II, p. 325). Esto explica que sea necesario tener grupos especiales para realizar acciones violentas secretas, fuera de los límites de todo marco legal o militar y sin la dependencia usual, para la toma de decisiones, de las instancias tradicionales en la jerarquía militar. Así, el capitán Martin Rivas se comunicaba directamente con Vladimiro Montesinos (asesor del Presidente y jefe de facto del SIN) y Nicolás Hermoza Ríos (jefe del Comando Conjunto), que le daban, en la práctica, carta blanca para actuar a partir de unos pocos retazos de inteligencia. En su libro sobre el grupo Colina, Umberto Jara recoge directamente las declaraciones que le hiciera Martin Rivas acerca de la formación y acciones del destacamento. Él demuestra su frustración ante la inacción de las Fuerzas Armadas antes del cambio de estrategia: Teniendo el Estado una organización de mayor envergadura [que Sendero], teníamos que replicar y meter el miedo que nos metían […]; solo así iban a empezar a sentir miedo, y cuando empezaron a desaparecer más miedo, y en otros casos les dejábamos los muertos a la vista para escarmiento y para asustar a los colaboradores. Exactamente eso había hecho Sendero en los años anteriores. […] Sendero siempre había tenido iniciativa estratégica, y recién entre fines del 90 al 92, el Estado empezó a imponer la autoridad perdida. […] Se empezaron a realizar acciones en el momento que el Estado disponía, y cada una de esas acciones tenía un mensaje. Era una guerra. Una guerra no convencional. (Martin Rivas citado por Jara: 2003, pp. 141-142) Así, Martin Rivas pensaba, o decía pensar, que las acciones armadas, las masacres del grupo Colina iban a contribuir a hacer retroceder a Sendero Luminoso a través del terrorismo de Estado. Sin embargo, veremos que ninguna de las acciones del destacamento liderado por Martin Rivas fue determinante para la desestructuración, en 1993, del aparato político-militar de Sendero Luminoso, sino que esta se realizó en una desatendida oficina de la Policía Nacional del Perú cuyos integrantes, desde la década de 1980, venían recolectando información de inteligencia y haciendo un trabajo de profundo análisis e investigación. El trabajo de la DIRCOTE [Los militares] jamás van a perdonar que hayamos sido policías (CVR: 2003, Tomo II, p. 229) La Dirección Contra el Terrorismo pasó, en los años ochenta, por múltiples etapas antes de conformarse como tal. Aquí lo que nos interesa es aclarar, sobre todo, que fue un grupo especial de la DIRCOTE, el Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), el que hizo el trabajo de inteligencia a largo plazo que llevó, finalmente, a la captura de Abimael Guzmán en una casa en Surquillo. Hay que aclarar que el GEIN pudo dedicarse exclusivamente a la investigación del aparato político y de propaganda de Sendero Luminoso porque el aparato militar estaba siendo combatido por las Fuerzas Armadas en las zonas críticas de Lima (Raucana, Huaycán, las universidades) y en la selva (el Río Ene en Junín, las zonas cocaleras de la selva nororiental). Mientras las Fuerzas Armadas aplicaban la guerra de baja intensidad en estos frentes, el GEIN podía concentrarse en la paciente investigación del aparato central dirigido por Abimael Guzmán. Hacia 1988, se forma el GEIN, liderado por Benedicto Jimenez, que, dada la incidencia de la corrupción dentro de la Policía, crea una fachada de trabajo legal, pero se dedica al análisis de documentos recolectados en los diversos arrestos realizados por la DIRCOTE. Este análisis los lleva a darse cuenta de la importancia de la facción de propaganda de Sendero Luminoso, y recogen la pista de Socorro Popular (una organización de fachada que hacía propaganda senderista). A través de Socorro Popular, el GEIN llega a incautar una casa en Monterrico, en septiembre de 1990, donde es capturada la mayor parte del aparato de propaganda de Sendero Luminoso. La evidencia encontrada en Monterrico llevó a encontrar, en enero de 1991, una casa en Chacarilla donde hasta poco antes se alojaba Abimael Guzmán. En esa casa se incautó gran cantidad de material escrito y el famoso video en el que sale Abimael Guzmán bailando, borracho. Después del éxito de esta operación, Vladimiro Montesinos le ofrece al entonces director de la DIRCOTE, Jhon Caro, una serie de recursos logísticos que, gracias a la falta de interés del régimen por el trabajo policial, hacían mucha falta en su sector. “A cambio del apoyo otorgado, Montesinos solicitó a la DIRCOTE que permitiese que un grupo de analistas del SIN entrasen a trabajar con la documentación incautada” (CVR: 2003, Tomo II, p. 215). Esta unión no funcionó muy bien, pero duró alrededor de un semestre, al cabo del cual los agentes del Servicio de Inteligencia Nacional se fueron, llevándose la información que necesitaban para seguir con su trabajo propio. Entre los agentes del SIN enviados por Montesinos al GEIN se encontraba, cómo no, Martin Rivas, quien hacia agosto de 1991 pasaría a dirigir el destacamento Colina, basándose, supuestamente, en la información de inteligencia de la Policía. Ajena a estos cambios, la DIRCOTE seguirá el trabajo trazado en Lima, con una mejora sustancial en sus recursos gracias al apoyo de agencias de seguridad de gobiernos extranjeros. A inicios de los noventa, la DIRCOTE (luego DINCOTE y nuevamente DIRCOTE) sorprenderá al país con las capturas sucesivas de los principales dirigentes de los grupos subversivos, especialmente con la de Abimael Guzmán. Los logros de la DINCOTE no fueron parte de una estrategia o plan diseñados por el nuevo gobierno o por las FFAA, sino más bien consecuencia de decisiones tomadas previamente en un largo proceso de trabajo, el financiamiento y equipamiento oportuno y de la experiencia policial e información acumulada en la materia. (CVR: 2003, Tomo II, pp. 240-241) El grupo Colina trazó su camino propio mientras el GEIN siguió adelante. En septiembre de 1993, sin notificar en absoluto a los mandos militares, tomarían preso a Abimael Guzmán, pero Fujimori y el SIN de Montesinos tratarían de llevarse todo el crédito por ‘la captura del siglo’. La CVR demuestra que, más que apoyar el trabajo de la DIRCOTE, las Fuerzas Armadas y el Ejecutivo obstaculizaron sus operaciones, dando incluso la impresión de que no estaba entre sus prioridades finalizar efectivamente la guerra. Los mensajes de la violencia ¿Cuál era, entonces, el sentido de las acciones del grupo Colina? Según Martin Rivas, se trataba de una estrategia enmarcada en la guerra de baja intensidad, pero la realidad no muestra ese marco. Lo que se muestra en la realidad es una serie de hechos vengativos y desproporcionados que llevaron al incremento de la violencia, no a su disminución. Los operativos del grupo Colina que se conocen son: Barrios Altos (1991, quince muertos en una pollada); Pedro Yauri (1992, un desaparecido); familia Ventocilla (1992, seis muertos); campesinos del Santa (1992, nueve desaparecidos encontrados después de veinte años); La Cantuta (1992, diez desaparecidos encontrados un año después). Alrededor, pues, de cuarenta personas ejecutadas extrajudicialmente, ninguna de las cuales estaba comprobadamente vinculada con Sendero Luminoso o el MRTA. ¿Cuál es el sentido? Aquí se examinarán los dos casos más paradigmáticos en los que está comprobada la autoría del grupo Colina, con la finalidad de comprender, en la medida de lo posible, por qué ocurrieron y cuál es el significado que podemos atribuir a hechos tan atroces y a la vez estériles en el contexto de la lucha contra el terrorismo. Barrios Altos: los Húsares de Junín y el inicio del autoritarismo El operativo Barrios Altos no tuvo como objetivo la captura de terroristas. El objetivo era darle un mensaje contundente a Sendero. [Después del atentado a los Húsares de Junín], a Alan García se le ocurrió ir al lugar a contar los muertos. Un líder nunca debe ir al escenario de la derrota. Ese día, Sendero se sintió más ganador que nunca. […] Ese mensaje fortaleció a sus seguidores. Y a la población civil le creó desconcierto, más miedo y la sensación de que su gobernante y sus fuerzas estaban siendo derrotadas. […] En la guerra lo que cuenta es el efecto ocasionado por la acción, [… y en la acción de Barrios Altos] el nuevo presidente le notificaba a Abimael Guzmán que lo pensara dos veces antes de atentar contra él o contra su entorno. (Martin Rivas citado por Jara: 2003, pp. 146-149) El asesinato, entonces, a sangre fría, de quince personas, entre ellas un niño de ocho años, durante una pollada en la zona céntrica de Barrios Altos, correspondería a la necesidad del nuevo presidente, Alberto Fujimori, de restituirle al Estado la autoridad político-militar perdida. Además, en cuanto respuesta tardía al ataque a los Húsares de Junín (escolta presidencial) realizada por Sendero Luminoso en junio de 1989, donde murieron siete personas, la masacre en la pollada significaba una venganza contra los perpetradores, que, según Martin Rivas, se escondieron en la misma quinta del jirón Huanta. Después, se ha comprobado que ninguno de los muertos de Barrios Altos era militante de Sendero Luminoso y, por lo tanto, a los senderistas más bien la masacre les sirvió como aviso para desalojar la zona (cfr. Uceda: 2004, pp. 300302) Por otro lado, el día del operativo de Barrios Altos, el 3 de noviembre de 1991, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA terminaba su visita al Perú, en el marco de las presiones internacionales por la violación de derechos humanos en la guerra interna (cfr. CVR: 2003, Tomo III, p. 76). En este sentido, el operativo comunicaba a las Fuerzas Armadas “que había apoyo de bien arriba y que estas comisiones podían venir con sus denuncias y sus investigaciones, pero los militares ya no estábamos atados de manos, que la guerra era total y hasta la victoria. […] Igualito que Sendero, el mensaje a todas nuestras fuerzas, a nuestros oficiales, agentes y soldados, llegó a través de los medios de comunicación” (Martin Rivas citado por Jara: 2003, p. 150). Este último mensaje también llegaba, por supuesto, a los integrantes de las organizaciones de derechos humanos, diciéndoles que su presencia no era relevante y que, en el contexto de la guerra contra el terrorismo, cualquiera que dijera una palabra por los derechos humanos sería considerado como simpatizante de los terroristas. El desprecio por las instituciones civiles se haría ver, también, en la oleada de decretos legislativos (alrededor de 120) que el Ejecutivo pedía, ese mismo noviembre de 1991, que el Parlamento apruebe antes del final del año, y cuyo aplazamiento le dio la oportunidad a Fujimori de calificar al poder Legislativo de inútil y como obstáculo para la defensa del país. Martin Rivas parece estar, pues, en lo cierto al decir que la masacre de Barrios Altos llevaba un mensaje, y que ese mensaje era el del inicio de algo. Pero no era el inicio de una estrategia acertada para la derrota de Sendero Luminoso, sino el inicio de un régimen autoritario que utilizaba, muy hábilmente por cierto, acciones como la de Barrios Altos para perpetuar su régimen: “El operativo [de Barrios Altos] cumplió el objetivo. ¿Es excesivo? Sí, señor, lo es. En eso consiste. En disuadir al enemigo para que el rival no repita sus acciones. Y así se cuida a la población civil” (Martin Rivas citado por Jara: 2003, p. 154). Martin Rivas afirma, pues, que el objetivo final es cuidar a la población civil, pero es la población civil la que se ve atacada, es la población civil la destinataria de un mensaje de muerte, es la población civil el rival que debe ser ‘disuadido’ de alzar la mano en defensa de sí mismo. La Cantuta: Tarata y la omnipresencia de Sendero El 18 de julio de 1992, dos días después del atentado senderista a la calle Tarata (que ocasionó la muerte de veinte personas y lesionó a alrededor de ciento treinta), en medio de la noche, un operativo militar liderado por el grupo Colina entró a la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle ‘La Cantuta’ y secuestró a nueve estudiantes y un profesor. En una universidad nacional altamente politizada, como La Cantuta, casi todos los integrantes de la comunidad universitaria tienen vínculos, militan o tienen relaciones con las agrupaciones políticas presentes en la institución. En 1992, sin embargo, La Cantuta llevaba un año intervenida militarmente, y reinaba un clima de sospecha y miedo. Los cuadros senderistas se habían retirado o, al menos, disminuido su incidencia, y, una vez más, el grupo Colina seleccionó, basándose en un leve trabajo de inteligencia, a un grupo de personas cuyo vínculo con Sendero Luminoso, si existía, no se puede comprobar hasta el día de hoy (cfr. CVR: 2003, Tomo V, pp. 605-628). Lo que sí se sabe es que fueron llevados a un campo de tiro en Huachipa y asesinados, y luego enterrados ahí. Tras mucha presión de las familias de las víctimas, Martin Rivas volvió con algunos miembros del grupo Colina a Huachipa, se desenterraron los cuerpos y la mayor parte fue llevada a Cieneguilla, quemada y enterrada de nuevo. Sin embargo, en julio de 1993, los cuerpos fueron encontrados. Es clara la diferencia con lo ocurrido en Barrios Altos, donde los cadáveres fueron dejados en la escena de los hechos para ser encontrados de inmediato y portar un mensaje que pretende revelar la capacidad de las Fuerzas del Orden para hacer lo mismo que hacía Sendero. En La Cantuta se actúa de otra forma. Rivas declara: Le quiero precisar algo: el operativo se hizo mal, pero su objetivo fue cumplido. Sendero salió de las universidades, corrieron como conejos de las residencias estudiantiles a buscar nuevos refugios. El aviso se lo dieron entre ellos mismos, no se enteraron por los diarios porque en esos días no hubo repercusión de este caso, se informaron entre ellos, el mensaje llegó a destino: sabemos dónde andan y vamos a aniquilarlos (Martin Rivas citado por Jara: 2003, p. 179). Sin embargo, como hemos dicho, era poco probable que los núcleos senderistas siguieran alojados en la universidad, y si lo estaban era poco probable que los autores del atentado de Tarata se hubiesen escondido ahí, ya que La Cantuta se encontraba bajo un estricto toque de queda y vigilancia militar permanente. Una vez más, vemos que el mensaje del operativo es más subliminal de lo que parece. Por un lado, da a entender que cualquier politización en las universidades puede ser causa de una muerte atroz. Esto salta a la vista, pero es difícil asumirlo, ya que la militarización de las universidades ya transmitía esa sensación. En otra dirección, tal vez Martin Rivas se veía compelido a hacer algo tras el atentado de Tarata y lo hizo por satisfacer las exigencias de sus superiores. En el marco de este trabajo, nos inclinamos más bien por otra opción, que a la vez parece tener aun menos contenido: antes se ha hablado de la necesidad de desinformar al enemigo en la guerra política. Si, como se ha concluido en el caso de Barrios Altos, el enemigo del régimen fujimorista era la población civil, es posible explicar la desaparición de los estudiantes y el profesor de La Cantuta a partir del sentimiento de sinsentido e inseguridad que la misma guerra política pretende infundir. En este sentido, parte del discurso fujimorista era la predicación de la omnipresencia de Sendero Luminoso, lo que generaba una incertidumbre de la población civil a través de lo que la CVR ha llamado la “imagen de Sendero ganador” (CVR: 2003, Tomo III, p. 87). Esta imagen permitió la aceptación mayoritaria del régimen fujimorista en cuanto este se presentaba como la única solución al problema de la violencia interna. Así, Fujimori y Montesinos convirtieron a la guerra misma en un psicosocial más para asegurar su perpetuidad en el poder. Gisela Ortiz, Directora de Operaciones del Equipo Peruano de Antropología Forense, indica que “no era un objetivo de acabar con el terrorismo. El objetivo era otro […], un objetivo político. [Y Martin Rivas] fue parte de ese proyecto político para hacer lo que fuese con el fin de cimentar lo que el fujimorismo estaba haciendo” (entrevista a Gisela Ortiz: 2013, p. 11) El 24 de julio de 1992, seis días después de la desaparición de los nueve estudiantes y el profesor de La Cantuta, Fujimori da un mensaje a la Nación: “Nadie tiene derecho a quitarnos lo nuestro. Por eso aquellos que desangran nuestro país, que matan a nuestros hijos, y que destruyen aquello que no han construido, para esclavizar al Perú, van a ser eliminados. Ellos y su veneno. Este es mi compromiso” (Diario oficial El Peruano, mensaje a la Nación de Alberto Fujimori, 25 de julio de 1992, cursivas del autor). Martin Rivas comenta: “Esa frase ‘eliminados, ellos y su veneno’ no la dijo porque se le ocurrió o le dio la gana. En una guerra clandestina, esa frase no está dirigida a la gente común, el ciudadano la escucha como una frase más. Era un mensaje de dos puntas: a los senderistas y a los guerreros que estábamos peleando” (Martin Rivas citado por Jara: 2003, p. 180). Sin embargo, una vez más, es la población civil la que es eliminada, y es ella la que es puesta sobre aviso: el más mínimo movimiento para defender al prójimo, o para defender al orden democrático de la voracidad del poder del régimen, puede llevar a un destino incierto, pero que se intuye horrendo. El mal trabajo hecho en el ocultamiento de los cadáveres de las víctimas de La Cantuta llevó a la desactivación, posterior encarcelamiento y final impunidad de los miembros del grupo Colina (hasta el final del régimen fujimorista, cuando fueron juzgados y condenados a entre cinco y veinticinco años de prisión cada uno). Sin embargo, Fujimori y Montesinos tenían por delante aun siete años en el poder, hasta el año 2000, en los que continuarían utilizando los principios de la guerra política, a pesar de la retirada de Sendero Luminoso y el MRTA, para perseguir sus propios intereses y enriquecerse a costa de un Perú cuyas instituciones se desmantelaban a medida que avanzaba la corrupción. Los verdaderos destinatarios: la población civil y la oposición A manera de conclusión, se indicarán algunos puntos que nos ayudan a entender, a partir de bibliografía secundaria, el sentido del particular terrorismo de Estado ejercido por el grupo Colina, teniendo en cuenta que los principales destinatarios de esta violencia fueron la población civil y la oposición al régimen. La guerra posmoderna y su fondo anárquico Giovanni De Luna, en su libro El cadáver del enemigo, habla del uso de los medios de comunicación periodísticos para transmitir el mensaje de la violencia. Esta situación, en Perú, es bien conocida, ya que Sendero Luminoso mismo realizaba sus acciones de propaganda utilizando a la prensa como ‘caja de resonancia’ a pesar de sí misma. El gobierno fujimorista empezó, como hemos visto, a hacer lo mismo aun antes de la corrupción de los medios de comunicación que se harían célebres a partir de la revelación de los ‘vladivideos’. En los primeros años del régimen, sin embargo, el uso que se hacía de la prensa era otro, y respondía a la necesidad de generar incertidumbre en la población. Ante la indecisión del Parlamento para aceptar los decretos propuestos por el Ejecutivo, el grupo Colina realiza la masacre de Barrios Altos, generando una doble sensación en la población: por un lado, aumenta el sentimiento de desamparo ante las autoridades y las Fuerzas del Orden; por otro, algo nos dice que esa es la única forma de lidiar con el terrorismo, y por lo tanto más vale no protestar y darle al Ejecutivo las libertades que solicita a través de sus decretos. Así, “la exhibición espectacular del cuerpo del adversario se conjuga con el carácter estatal de la política, con el uso represivo (en el interior) o bélico (en el exterior) de la violencia del Estado” (De Luna: 2007, p. 334). No es casual, entonces, el escenario dejado por el grupo Colina en la quinta del jirón Huanta en Barrios Altos, sino que responde a una necesidad del gobierno por afirmar su autoridad y su disposición hacia la represión extrema. En el caso de La Cantuta, “el enterramiento en fosas comunes obedece a un objetivo radical para desestabilizar a la comunidad enemiga” (De Luna: 2007, p. 315). Al suspender la muerte, se consigue una “prolongación del nivel de maldad y del mensaje” (entrevista a Gisela Ortiz: 2013, p. 6). Así, los familiares de las víctimas se hallan en un estado de desconexión social, de incertidumbre y dolor permanente. Por otro lado, la opinión pública se moldea a partir de los discursos oficiales, según los cuales cualquier ataque a la población se ve justificado por la sospecha de terrorismo: “si yo interiorizo que sus víctimas eran todos terroristas, gente mala, que le hacía daño al país, que lo destruyó, lo que sea, de alguna manera me permito justificar. Éticamente le estoy dando un valor positivo a un crimen tan horrendo” (entrevista a Gisela Ortiz: 2013, p. 6). El análisis de De Luna nos da aun más razones para pensar que al régimen fujimorista le convenía la perpetuación de la guerra: En los nuevos conflictos ya no están en juego ideologías ni cuestiones geopolíticas sino una ‘reivindicación del poder sobre la base de una presunta identidad perdida’. En cuanto a los métodos, al adversario ya no se le derrota en el campo de batalla sino a través del control de la población […]. Los recursos económicos de los beligerantes provienen del mercado negro, del saqueo, del comercio ilegal (armas y droga), o de los porcentajes sobre la ayuda humanitaria que exigen las diferentes facciones enfrentadas (De Luna: 2007, p. 337) Al mantener a la población a la expectativa de la guerra, justificando el autoritarismo y la extrema represión como parte de una inevitabilidad bélica, Fujimori, Montesinos y sus allegados imponían un régimen estrictamente neoliberal en el que no habían instituciones de control económico ni bélico, y las que existían habían sido ya corrompidas. Según De Luna, “la guerra posmoderna manifiesta así su indiferencia por la creación de un nuevo orden institucional, saca a la luz un inquitante fondo de intrínseca anarquía” (De Luna: 2007, p. 341), fondo que fue hábilmente utilizado por el fujimorismo para sacarle el jugo al desorden. La Razón de Estado y la ‘guerra sucia’ Rocío Silva Santisteban, en su libro El factor asco, da cuenta de una serie de discursos autoritarios que conllevan lo que ella llama ‘basurización simbólica’ de los distintos enemigos a los que se enfrentó el Estado peruano en el conflicto interno entre 1980 y 2000. La basurización simbólica sirve como instrumento para descalificar al enemigo hasta un extremo tal, que este se convierte en un desecho que hay que evacuar del sistema. En el marco de esta basurización, la muerte, la violación de los derechos humanos de la población no combatiente, se convierte en “una necesidad administrativa, [como si] no se estuviera hablando de la muerte de seres humanos” (Silva Santisteban: 2008, p. 97). Los sucesivos presidentes –Fernando Belaúnde, Alan García, Alberto Fujimori–, entre 1980 y 2000, afirmaron explícitamente que solo así se podía defender la democracia, y entonces “la defensa de la democracia se convierte en la razón de la tortura y el asesinato; estos no son delitos sino, por el contrario, pruebas de un sacrificio, tareas superiores que solo pueden ser llevadas a cabo por aquellos que deciden sacrificarse por la patria” (Silva Santisteban: 2008, p. 101). En esto consiste la Razón de Estado: en sacrificar a una parte de la población, colocarla en una posición de desesperanza y violencia radical en nombre de la preservación del aparato estatal. En el caso del fujimorismo, incluso esta lógica, que responde a un ‘bien superior’, se ve tergiversada, ya que el aparato estatal es desmantelado a la vez que la población civil es atacada y basurizada. El resultado es el vaciamiento de todas las estructuras democráticas y la plena libertad de movimiento para que unos pocos, que encabezan el (des)gobierno, logren sus fines personales sin oposición y con pleno control sobre la sociedad civil. Todo esto a partir del uso de unos principios de guerra no convencional, cuyos psicosociales, torturas y secuestros quizá sirvan, en algunos casos, para asegurar una estabilidad democrática, pero cuya versatilidad y corruptibilidad ha quedado tristemente demostrada en el caso peruano. Fuentes: De la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Informe Final. Lima: CVR, 2003 TOMO II Sección segunda: Los actores del conflicto Capítulo 1: Los actores armados 1.2 Las Fuerzas Policiales 1.3 Las Fuerzas Armadas TOMO III Capítulo 2: Los actores políticos e institucionales 2.3 La década del noventa y los dos gobiernos de Alberto Fujimori TOMO V Sección tercera: Los escenarios de la violencia Capítulo 2: Historias representativas de la violencia 2.19 La Universidad Nacional Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta TOMO VI Sección cuarta: Los crímenes y violaciones de los derechos humanos Capítulo 1: Patrones en la perpetración de los crímenes y de las violaciones de los derechos humanos 1.2 Las desapariciones forzadas 1.3 Las ejecuciones arbitrarias TOMO VII Capítulo 2: Los casos investigados por la CVR 2.22. Las ejecuciones extrajudiciales de universitarios de La Cantuta (1992) 2.45. Las ejecuciones extrajudiciales en Barrios Altos (1991) 2.53. La desaparición de campesinos del Santa (1992) Otras fuentes: DE LUNA, Giovanni. El cadáver del enemigo, Violencia y muerte en la guerra contemporánea. 451 Editores: Madrid, 2007. JARA, Umberto. Ojo por ojo, La verdadera historia del Grupo Colina. Norma: Lima, 2003. PÉREZ LLOSA, Valentina. Entrevista a Gisela Ortiz, Directora de Operaciones de EPAF, realizada el 22 de noviembre del 2013 en Lima. SILVA SANTISTEBAN, Rocío. El factor asco, Basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo. Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú: Lima, 2008. UCEDA, Ricardo. Muerte en el Pentagonito, Los cementerios secretos del Ejército Peruano. Planeta: Bogotá, 2004.