1 LA POLÍTICA CRIMINAL Y PENITENCIARIA DEL ESTADO COLOMBIANO Las características que identifican la política criminal con la que cuenta el Estado colombiano se ha determinado en diferentes y repetidas oportunidades, en distintos escenarios y por diversos actores. De ella se ha dicho que es incoherente, coyuntural, reactiva, episódica; adjetivos a los que se agrega el hecho de ser con frecuencia instrumentalizada por intereses populistas. Sin embargo, a riesgo de ser reiterativo, hay que decir que en Colombia se continúa con una política criminal errada que, en medio de su inestabilidad, mira la prevención de la criminalidad sólo desde la óptica de la intimidación o miedo que supuestamente produce la norma penal en todos los individuos de la sociedad, es decir, desde la amenaza de una sanción como consecuencia punitiva, preferiblemente la privación de la libertad. Esta visión se traduce en la criminalización o creación de más conductas punibles y en la utilización del incremento de la cuantía de la pena privativa de la libertad como instrumento intimidante y por ende disuasivo (recuérdese el reciente proyecto de ley para instaurar la cadena perpetua). La ciudadanía envía señales de temor y de percepción de impunidad frente a la criminalidad lo que obliga a reprimir con mayor contundencia el delito y disminuir esa sensación de zozobra; por su parte el Congreso legisla sobre la base de ese clamor de la seguridad ciudadana, especialmente en defensa del interés social, perdiendo de vista que en un Estado Social de Derecho se debe privilegiar al individuo y la defensa sus derechos humanos antes que la seguridad pública. El Código Penal vigente, Ley 599 de 2000, ha sido modificado en más de 30 oportunidades, las reformas penales han tenido como objeto el aumento de condenas lo que ha repercutido en el endurecimiento del sistema. Estas reformas se han llevado a cabo sin que medien estudios sobre el impacto y la viabilidad de las mismas y están fundamentadas esencialmente en demandas de seguridad ciudadana y la percepción de impunidad por parte de la sociedad. La función de la política criminal frente al derecho sustancial penal consiste en determinar qué bienes jurídicos precisan de protección penal, o qué otros medios menos gravosos distintos de la persecución penal y del encarcelamiento pueden ser suficientes y eficaces para la protección de los bienes jurídicos fundamentales y la seguridad pública. La política criminal no se agota en el sistema penal, concebirla sólo desde esta perspectiva conlleva el riesgo de distanciarla de otros aspectos relevantes relacionados con la criminalidad, como lo es la política social. Se debe tener presente que de cara a los derechos fundamentales del individuo, no prevalece el interés general y que el Estado no puede materializar su función de proteger a la ciudadanía a través del uso preferente de los instrumentos represivos propios del derecho penal. En otras palabras, si bien es cierto que el Estado tiene la función intrínseca de resguardar la seguridad de todos los ciudadanos, esta obligación no está relacionada directa y necesariamente con la promulgación de normas penales, ni con la inclusión de nuevas 2 figuras delictivas autónomas. Se piensa únicamente en la sanción legal, dejando de lado la prevención, las medidas pedagógicas, las penas alternativas y las sanciones administrativas, culturales o morales, que incluso podrían resultar más eficaces en la lucha contra la delincuencia. Por su parte, la política penitenciaria aunque aparece desmembrada de la criminal, está fuertemente ligada a ella, conservando una relación cíclica de causa y efecto. Uno de los principales elementos que caracteriza a la política penitenciaria en nuestro medio es la ausencia de ejecución efectiva de los proyectos, planes y programas para la resocialización o reinserción social positiva de las personas condenadas, carencia que a su vez es uno de los ingredientes generadores de la reincidencia delictual. Valga observar que estos son sólo dos de los elementos que contribuyen, de manera directa, a la sobrepoblación carcelaria y penitenciaria en el país. Esto sólo para insistir en el origen de algunos fenómenos que aquejan el sistema penitenciario y carcelario como el hacinamiento y sus inherentes consecuencias: graves deficiencias en los servicios de salud, de alimentación, de seguridad, violencia, corrupción, ingobernabilidad de los establecimientos de reclusión, escasez de actividades encaminadas a la resocialización o reinserción social positiva del condenado, entre otras derivaciones. Las anotadas secuelas se han incrementado a un ritmo acelerado en los últimos años, a pesar de los llamados y propuestas que constantemente se hacen desde los órganos de control del Estado, de las altas cortes, de la academia y de algún sector de la sociedad civil. Desafortunadamente, a corto o mediano plazo no se vislumbra una solución de fondo. Simultáneamente con el hacinamiento y sus mencionados frutos aumenta la violación y amenaza de los derechos fundamentales de las personas privadas de la libertad. La política criminal debe partir de la realidad y edificarse en la realidad misma. El desarrollo de una política criminal represiva, vindicativa, alejada del contexto social, económico y cultural del país repercute en la administración de justicia, en la sociedad y principalmente en la política penitenciaria ya que, en esas condiciones, la población reclusa tiende a aumentar desbordando la capacidad de la infraestructura carcelaria, de tal modo que los establecimientos de reclusión no pueden cumplir con el fin primordial de la pena, cual es la reinserción social o resocialización del condenado. Ni siquiera se atiende la obligación primaria de separar los sindicados de los condenados, no sólo para proteger su derecho fundamental a la presunción de inocencia sino para aislar a los primeros del caldo de cultivo que representa el hacinamiento, dentro del cual se desarrolla la violencia, los actos de corrupción, el deterioro de la salud física y mental y el consumo de sustancias psicoactivas. El análisis de la política criminal no se puede desligar de sus tres componentes que son el derecho sustancial penal, el derecho procesal penal y el derecho penitenciario, los cuales actúan de modo estrechamente interrelacionado. Así, el derecho procesal penal está fuertemente influido por el derecho sustancial penal, y ambos tienen consecuencias 3 vitales en el sistema penitenciario, por lo tanto es importante partir de un estudio autónomo de cada uno de ellos en el terreno deontológico y operativo. Las inveteradas condiciones de sobrepoblación en las cárceles, han sido propiciadas en gran medida por el uso recurrente del sistema de justicia penal por parte de las autoridades para la resolución de los problemas. Muchas de las reformas legislativas que contienen incremento de penas, nuevos tipos penales, aumento de las condiciones o requisitos para acceder a los subrogados penales y a los beneficios administrativos han tenido una directa y eficaz repercusión en el elevado índice de hacinamiento carcelario en Colombia. La prisión, por la elevada privación de derechos que conlleva debe tener una utilización residual, es decir para los casos que sea estrictamente necesaria. En el país no ha existido una política coherente que racionalice el uso de las penas privativas de libertad y reduzca la sobrepoblación en las cárceles. Por el contrario, ha primado la expansión de la intervención penal. El hacinamiento carcelario, además de afectar la dignidad humana y los derechos fundamentales, torna nugatoria la posibilidad de reinserción social y pone en constante riesgo la vida, integridad y seguridad de los reclusos. Las prisiones colombianas evidencian carencia de infraestructura y recursos, que repercuten en las condiciones de reclusión, en la falta de controles de la guardia penitenciaria así como en los malos tratos y en la corrupción tanto por parte de las personas que prestan sus servicios para el INPEC como de las “mafias” constituidas por los propios internos en el interior de penitenciarías y cárceles del país. Los establecimientos penitenciarios son instituciones que tienen como objeto la reeducación y reinserción a la sociedad de las personas condenadas. El sistema penitenciario demanda una restructuración que impida los efectos desocializadores y desestructuradores en el interno y en su familia. Mejorar las condiciones de reclusión y humanizar las condiciones de vida de los reclusos permitiría que la privación de la libertad cumpla con su fin resocializador. La política criminal debe velar por la búsqueda de alternativas diferentes a la prisión, la necesidad de reducir la pena privativa de la libertad a los eventos estrictamente necesarios y potenciar las medidas legislativas que faciliten el contacto del condenado con el mundo exterior y el apoyo de la sociedad. En el imaginario popular más difundido en nuestra sociedad circulan varias concepciones sobre el propósito de la pena, es decir, para qué se castiga. Sin embargo, se puede afirmar que son dos las ideas que en verdad predominan. La primera da cuenta de que la pena se impone como respuesta a otro mal cometido, a manera de escarmiento o retaliación (retribución). La segunda dice que la pena se impone para restituir el orden perturbado, para restablecer la confianza en la ley y en la autoridad, para estabilizar las expectativas de seguridad de la ciudadanía. Una y otra noción generalmente son manifestadas por actores distintos: la víctima o sus dolientes, como expresión natural y, por qué no, válida de un sentimiento; la otra es divulgada por algunos legisladores con pretensiones bien distintas y pocas veces entendida por la comunidad en su verdadero sentido, alcance e intencionalidad. 4 Sin embargo, muy pocas veces nos preguntarnos cuán efectivo ha resultado y en la actualidad resulta eficaz el paradigma según el cual tanto la prevención general (social) como la especial (individual) se obtienen a partir de un criterio penal de la política criminal, es decir, con base en una concepción siempre represiva. Es hora de preguntarnos si la introducción de una disposición constitucional o legal constituye por sí misma una protección suficiente, pues se cree que con la amenaza de un castigo tan severo como la privación de la libertad se conseguirá de manera infalible la seguridad de los ciudadanos. Si bien se reconoce un efecto intimidatorio a través de la imposición legal de una pena, tal mecanismo no ha de ser el único que utilice el Estado ya que estaría agregando a esta propiedades que no tiene y que nunca va a tener, tal como la de forjar en cada individuo valores morales que ayuden a evitar la criminalidad. Este día nacional de los derechos humanos puede ser una oportunidad propicia para la reflexión sobre uno de los temas que con frecuencia es abordado desde una perspectiva distinta, inclinada casi siempre a la creación de más conductas punibles, del incremento de la pena privativa de la libertad o de hacer más severos los requisitos para el otorgamiento de los subrogados penales y de los beneficios administrativos, bajo la premisa de que con tales medidas se garantiza la seguridad ciudadana. Se busca concientizar a la sociedad y al Estado de que el fin resocializador de la pena y el respeto de los derechos humanos de las personas privadas de libertad no está en conflicto con los fines de la seguridad ciudadana, e incluso puede ayudar a su realización, ya que la humanización de los centros de reclusión permite la resocialización del individuo, reduce los índices de reincidencia y en consecuencia se constituye en un instrumento que aumenta la seguridad de la sociedad en general. AMJT/AAR/ARBM/LACG.