El Estado autonómico en la encrucijada La crisis económica que azota Europa está dejando al aire todas las vergüenzas y dinamitando todos los consensos históricos: todo queda sujeto a crítica y a revisión, nada permanece incólume, preservado por derecho natural. En relación a España, esta afirmación puede aplicarse a la propia Monarquía e igualmente a la estructura de gobierno territorial: el llamado Estado autonómico. La presidenta de la Comunidad de Madrid ha propuesto al presidente de Gobierno, de su mismo partido (PP), una recentralización de competencias como las de Enseñanza y Sanidad, aquellas que en mayor medida desequilibran la balanza financiera de las comunidades. Si, como propone Esperanza Aguirre, esta devolución de competencias hacia arriba se acompaña de una descentralización de otras –como el transporte– hacia los municipios, se podría llegar a desmantelar buena parte de las comunidades autónomas y así eliminar el gasto político y burocrático de las mismas. Hoy por hoy este posicionamiento favorable a dinamitar el Estado autonómico es aún minoritario, aunque conecta con un influyente sector de opinión, que lleva años enviando mensajes en este sentido desde los medios de comunicación conservadores. En los últimos meses este discurso ha sido plenamente asumido por una fuerza política minoritaria (UPyD) que quiere erosionar al PP. El mismo Gobierno contribuye indirectamente a propagar la idea al situar las comunidades como principales responsables del déficit presupuestario. Existe, no obstante, una paradoja o contradicción en la idea recentralizadora: si por un lado Cataluña es el blanco principal de las críticas al “derrochador” Estado autonómico, al mismo tiempo la mencionada dirigente política, erigida en portavoz de esa línea de pensamiento, reconoce como inevitable y lógico que Cataluña y el País Vasco conserven su régimen de autonomía, aunque convertido en excepcional. Situado en estos términos, este discurso resulta muy próximo al de los nacionalismos periféricos: el problema del Estado autonómico radica en la generalización de un régimen de autonomía que, en origen, fue concebido para lograr el encaje de las dos realidades claramente diferenciadas: vasca y catalana. Fue la estrategia política denominada café para todos: acceso a la autonomía y competencias equivalentes en todas las comunidades autónomas. Por eso algunos hablan de unas autonomías naturales y otras artificiales. La versión uniforme del mapa autonómico fue consecuencia, en última instancia, de la rebelión de Andalucía frente a un desarrollo constitucional que tendía a la asimetría (a las dos velocidades, a distinguir dos o tres autonomías de primera respecto del resto del pelotón), obteniendo para sí una autonomía de primera categoría (de vía rápida) mediante un referéndum que, aunque no se ganó completamente (fracasó en una provincia) tampoco fue posible ignorar. A partir de ahí, el desnortado gobierno de Adolfo Suárez comenzó a repartir títulos de autonomía, comenzando precisamente por algunos de los más discutibles por tratarse de comunidades uniprovinciales sin especial personalidad histórica: Cantabria y La Rioja fueron, respectivamente, la 6ª y 7ª comunidades autónomas, tras País Vasco y Catalunya (1979), Galicia, Andalucía y Asturias (1981). El proceso de generalización autonómica culminó en febrero de 1983. Ninguna provincia quedó al margen del mapa autonómico y la cifra de comunidades se situó en 17 (15 peninsulares más los dos archipiélagos de Baleares y Canarias). Hoy día todas las comunidades son básicamente iguales en competencias independientemente de la vía por la accedieron a la autonomía. Por ejemplo, Andalucía sólo se diferencia de Extremadura en el hecho de tener una convocatoria propia de elecciones autonómicas. Y sin embargo, sólo unas pocas comunidades han sometido a referéndum, al menos en una ocasión, un texto estatutario. Por este motivo, la voluntad autonómica de Castilla y León o de Murcia es algo que está por demostrar o sólo puede afirmarse desde la demoscopia. Paradójicamente, una comunidad como Catalunya, que ha vuelto a someter a referéndum una reforma de su texto estatutario, ha visto con profundo desagrado cómo, posteriormente, era sensiblemente recortado por el Tribunal Constitucional a partir de un recurso presentado por el PP. Años de acumulación de tensiones y contradicciones pueden, en momentos convulsos como el presente, propiciar una reforma constitucional. De hecho, la crisis económica ya ha propiciado una reforma-exprés de la Constitución para incluir en el texto una limitación del déficit presupuestario. Desde luego la reforma constitucional sería necesaria para suprimir el impopular Senado, del que al cabo de 35 años puede afirmarse sin paliativos que ha fracasado completamente en su pretensión de convertirse en una cámara territorial. Con todo, algún tipo de alteraciones del mapa autonómico no precisarían de una modificación constitucional, ya que el texto es muy flexible en este terreno y admite múltiples formulaciones. Seguramente la principal anomalía o disfunción de la estructura de gobierno territorial se incluye en el diagnóstico de la presidenta de Madrid: el Estado autonómico no ha servido para aquello para lo que se creó, que era "integrar a los partidos nacionales de Cataluña y el País Vasco. Justamente, catalanes y vascos, cuando llegó el café para todos, se sintieron menos integrados". Convendrá diferenciar ambos casos, pues presentan bastantes menos similitudes de lo que a menudo se cree. El País Vasco no es en sentido estricto una comunidad histórica, ya que no existió como ente político hasta la reunión de sus tres provincias (brevemente en la II República y en la actualidad, desde 1979). En realidad el hecho foral (la legislación propia) es propio de las tres pequeñas provincias: Araba-Álava (denominación bilingüe vasca/castellana), Bizkaia y Gipuzkoa (grafía vasca, ahora la única oficial). Estas provincias tienen diputaciones de elección directa (caso único en España), con cierta capacidad legislativa y plena autonomía fiscal: las provincias recaudan los impuestos y luego trasladan sendas partidas al Gobierno Vasco y al Estado central (régimen de concierto económico o cupo). Esta autonomía fiscal tiene un origen medieval, y responde a privilegios económicos de carácter excepcional en la Corona de Castilla, pero que se han preservado por una rara concatenación de hechos históricos. Las provincias vascas y Navarra acertaron en favorecer el bando borbónico en la guerra de Sucesión (1702-14), en tanto que la Corona de Aragón pagó con sus fueros la derrota de los Austrias. En el s. XIX, la identificación de buena parte de la sociedad vasca con el bando carlista antiliberal, perdedor de tres guerras, sólo supuso una moderada laminación de la autonomía foral, dando lugar a un reconocimiento y regulación de la contribución económica vasca y navarra a la Hacienda común. Finalmente, en la Guerra Civil, Navarra y Álava abrazaron mayoritariamente el bando vencedor de Franco, preservando así íntegramente su foralidad, en tanto que las provincias “rebeldes” (esto es, leales a la República) de Bizkaia y Gipuzkoa fueron castigadas con la pérdida de sus derechos históricos, plenamente recobrados en la transición democrática, en 1977. Finalmente la Constitución “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales” Catalunya querría para sí el grado de autogobierno (y especialmente de soberanía fiscal) de que goza Euskadi. Más diferencias con el caso catalán: el vasco (lengua no indoeuropea, de difícil aprendizaje para un castellanohablante) es minoritario y hasta la democracia carecía de prestigio social, conservándose sólo en el medio rural de la vertiente cantábrica. Y por supuesto, la mayor y más obvia diferencia es la existencia de un independentismo terrorista, felizmente agónico y derrotado en el momento presente. La violencia jamás cuajó en Catalunya, una comunidad que ha sufrido en sus propias carmes la demencia etarra. La mayor parte de lo explicado para Euskadi es aplicable a Navarra, último reino incorporado a Castilla, en 1515. La Constitución deja abierta la puerta a la integración, mediante referéndum, de esta comunidad foral uniprovincial de 642.000 habitantes en el País Vasco (2,1 millones de hab.). El presidente Rajoy afirma querer suprimir esta pacificadora disposición constitucional. Como se ha comentado, los cuatro territorios de la antigua Corona de Aragón (reinos de Aragón, Valencia, Mallorca y principado de Catalunya) perdieron sus instituciones, fiscalidad y legislación a raíz de la guerra de Sucesión. La última ciudad del partido austriacista, Barcelona, cayó ante las tropas borbónicas en 1714; el 300 aniversario de estos hechos se perfila como un hito político que puede conllevar algún tipo de consulta soberanista auspiciada por la fuerza política mayoritaria, CiU. No está de más recordar que con anterioridad a la pérdida de las Constitucions, una aventura secesionista catalana –simultánea a la portuguesa, que sí resultó exitosa– acabó dando pie a la apropiación por Francia del condado de Rosselló y parte de Cerdanya, hoy departamento de Pyrénées Orientales (Tratado de los Pirineos, 1659). Desde mediado el siglo XIX la reivindicación catalanista fue ganando presencia política, difusión social y cultural (Renaixença). En general, el catalanismo decimonónico pretendía lograr un más cómodo encaje de Catalunya en España, mediante la transformación global del Estado; hoy día los dirigentes políticos nacionalistas dan por imposible cambiar la mentalidad y las estructuras profundas del Estado. El catalanismo tira la toalla; se impone la idea que España no tiene solución ni acogerá nunca de forma amistosa y civilizada el hecho diferencial catalán. Molesta en particular el asimilismo cultural y el menosprecio “castellano” por todo lo catalán. Posiblemente este es uno de los grandes fracasos del Estado autonómico: no se ha creado una cultura de la pluralidad, de respeto y familiaridad ante la diferencia. La antigua Corona de Aragón comprende tantas comunidades autónomas como antiguos reinos: Catalunya (7,4 millones de hab.), Comunitat Valenciana (5,1), Aragón (1,3) y Illes Balears (1,1). En todos ellos existen fuerzas políticas autóctonas, pero tienen un carácter minoritario. ¿Por qué razón Catalunya es el único territorio de la antigua Corona de Aragón que hoy se identifica como nación, pese a que la lengua catalana también está presente en las islas Baleares y en la mayor parte de la Comunitat Valenciana? La razón debe buscarse en razones geográficas (lejanía respecto de Madrid y proximidad al corazón de Europa), históricas (primera región del Estado que realizó una revolución industrial) y culturales: única región donde la lengua propia ha sido también vehículo de cultura, mantenida por la burguesía, de tal manera que ningún segmento social ha interrumpido la transmisión generacional; se ha conseguido incluso el efecto contrario: captar nuevos hablantes entre las familias inmigradas de lengua castellana; una asimilación pacífica que hoy día también se extiende, gracias a la llamada inmersión escolar, a los inmigrados internacionales. Pero por encima de todos estos factores, existe un factor urbano que refuerza el hecho diferencial catalán: la presencia de una ciudad de primer orden, una aglomeración urbana que fue la mayor de la península Ibérica aproximadamente hasta 1960. Las ciudades crean territorios y, en su caso, refuerzan la identidad propia. Barcelona, consciente de su singularidad y potencial económico, aspira a ser una especie de cocapital de España, un poco a la manera de Milán. Por su dimensión, las ciudades de Barcelona y Madrid están condenadas a competir, no sólo en lo deportivo, sino en infraestructuras estratégicas (aeropuerto), eventos de carácter internacional, grandes inversiones (ahora mismo por Eurovegas)... Pero se trata de un duelo desigual, ya que el Estado se ha construido por y para favorecer los intereses de la capital política. La red de comunicaciones es el paradigma de esta política centralista, diseñada para poner todo el país en la órbita de Madrid, como ha recordado el economista Germà Bel. Esta política plurisecular cuenta con una formulación del siglo XXI, previa a la crisis: la utopía tardoilustrada que pretendía unir cada capital de provincia con Madrid mediante tren de alta velocidad. En cambio, el Eje costero mediterráneo de comunicación ferroviaria de mercancías con Europa no es asumido como prioridad inversora del Estado porque obviamente no pasa por Madrid. A todo ello se añade un notorio déficit fiscal y de inversiones del Estado en Catalunya; las balanzas fiscales evidencian un drenaje de recursos desde el dinámico Mediterráneo hacia el resto del país, un movimiento de compensación territorial que hasta cierto punto resulta lógico y solidario, pero cuya dimensión resulta desmesurada e inaceptable en momentos de crisis. De este modo se reúnen los ingredientes necesarios para profundizar en el desapego catalán hacia España, sólo comparable con el recelo y el disgusto que suscita todo lo catalán en el resto del Estado. Cataluña se percibe como una incómoda anomalía, una patología, un problema que no tiene solución, como decía Ortega Gasset, y que sólo se puede conllevar. Acabemos el recorrido por la España de las Autonomías regresando a la antigua Corona de Castilla. Con la salvedad foral ya mencionada, ninguna de sus comunidades tuvo, en época moderna, leyes, fiscalidad propia ni verdaderas instituciones de autogobierno. Sin embargo, Galicia (2,8 mill. hab.) cuenta con una personalidad histórica fuera de dudas, en buena parte por tener una lengua propia que comparte origen con el portugués, pero que se halla en claro retroceso en las ciudades, entre las clases acomodadas y la juventud. A diferencia de Catalunya y Euskadi, el partido nacionalista gallego nunca ha sido la fuerza mayoritaria. Con todo, al final de la II República Galicia llegó a ver aprobado su Estatuto de Autonomía, y esto posibilitó su incorporación al trío de comunidades históricas cuyo acceso a la autonomía estaba asegurado en la Constitución. Las islas Canarias (2,1 mill. hab.), colonizadas por europeos a partir del s. XIII (en detrimento de los aborígenes guanches) y en la órbita de Castilla desde el s. XV, son una realidad diferenciada obvia. El archipiélago presenta algunas particularidades fiscales y organizativas: no existen diputaciones y sí cabildos insulares. Existe una fuerza política autóctona que gobierna desde 1993. Este es un hecho político excepcional, ya que en el resto de comunidades, a las que ahora nos referiremos rápidamente, no existen formaciones regionales destacables. Los árabes denominaron al-Andalus a la península Ibérica; el avance hacia el sur de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal confinó esta denominación al sur de la Sierra Morena, teniendo el valle del Guadalquivir como eje vertebrador. Aunque la Reconquista dio lugar a 4 reinos (Córdoba, Jaén, Sevilla y Granada, último dominio árabe, conquistado en 1492), el gentilicio andaluz perduró en todos ellos. Andalucía es la comunidad más poblada de España (8,4 M) y tiene un gran peso político. Asturias, Extremadura y Murcia son comunidades pequeñas en población (1 a 1,4 millones hab.) pero con cierta personalidad histórica y geográfica, como se comprueba en los mapas regionales de España elaborados en todas las épocas. El resto del territorio peninsular –la gran Castilla– cuenta con 5 comunidades autónomas: Castilla y León, Castilla-La Mancha y las uniprovinciales Cantabria, Madrid y La Rioja. Nada en el terreno histórico presagiaba semejante reparto. En la época moderna este espacio se dividía en provincias, tantas como ciudades tenían voto en Cortes (entre las cuales no se contaban las actuales capitales de Cantabria y La Rioja). La comunidad más extensa (supera a Portugal) es Castilla y León (2,5 M); como su nombre indica contiene la parte meseteña (aquí la geografía une) de dos reinos ya unidos en el s. XI. Cantabria y La Rioja, territorios geográficamente ajenos a la Meseta, son las comunidades más pequeñas de España (0,6 y 0,3 M, respectivamente). La comunidad de Madrid fue el fruto del recelo surcastellano frente a la gran capital; las emergentes élites políticas de Castilla-La Mancha (2,1 M) temieron perder un protagonismo que ciertamente nunca habrían alcanzado de haber comprendido también la provincia de Madrid (6,5 M), tal como figuraba en los mapas tradicionales (Castilla la Nueva). Esta somera descripción es suficientemente reveladora de las profundas diferencias existentes en el grado de asunción social de una identidad propia entre las diversas regiones y nacionalidades que integran la Nación española, según la definición del artículo 2 de la Constitución. Pero volvamos a la encrucijada actual. Aunque un enquistado conflicto histórico entra en vías de solución –la pacificación de Euskadi– esta nueva realidad tiene derivadas que pueden poner en jaque al Estado: la renuncia a la violencia ha tenido un efecto electoral positivo en el independentismo. Reincorporado al juego democrático el significativo segmento social que antes era cómplice de ETA, en las elecciones de 2013 se puede articular una mayoría política abertzale que plantee un reto histórico al Estado y cuyo alcance resulta en este momento imprevisible. La comunidad autónoma que goza de mayor autonomía en Europa no puede aspirar a mucho más que a la independencia… o a una refundación territorial que no se puede hacer sin la aquiescencia de la ciudadanía navarra. Pero el principal problema se presenta en Catalunya. La crisis ha acentuado la sensación de asfixia fiscal y financiera. Es imprescindible algún tipo de pacto fiscal que acerque la situación catalana a la vasca, que goza de una situación de privilegio que casi ninguna fuerza política estatal cuestiona. Asimetría y trato excepcional para aquello que es en sí mismo diverso y único. Dos condiciones resultan imprescindibles para que Catalunya no continúe su deriva secesionista: respeto a la diferencia cultural y un nuevo modelo de financiación que evite que las comunidades más productivas se conviertan en los territorios que cuentan con menos recursos por habitante. Sin duda el país necesita optimizar sus escasos recursos. Sin embargo, no creo factible ni positivo renunciar a una organización autonómica como forma de gobierno general. No vale la pena cambiar el modelo territorial básico, porque responde a la realidad geográfica, histórica y cultural de España, y porque la autonomía permite la proximidad de la ciudadanía a la política, fomentando su implicación en el autogobierno. Caben, no obstante, algunos sustanciosos recortes estructurales en la organización territorial del Estado. Por una parte deberían facilitarse acuerdos estables entre comunidades limítrofes con objeto de gestionar aquellas competencias que requieran un umbral de población superior. Por otro lado, algunos siempre hemos opinado que 17 comunidades autónomas eran demasiadas. De la frivolidad en la creación de autonomías al despilfarro sólo hay un paso. La estructura de gobierno autonómico no se alteraría sustancialmente si el mapa fuera algo diferente, más simplificado, modesto, realista y acorde con la realidad geográfica (urbana, socioeconómica…) y la historia. La presidenta de Madrid se ofrece, en beneficio de España, a renunciar a la propia autonomía: es una buena forma de iniciar una reforma racionalizadora del mapa autonómico. Búsquese la forma legal de fusionar Madrid y Castilla-La Mancha (una comunidad en situación económica de quiebra). Un doble acuerdo parlamentario podría ser aval suficiente. De este modo la gran capital ejercería directamente una función de solidaridad territorial comparable a la que actualmente ejercen en sus respectivas comunidades grandes ciudades como Barcelona, Sevilla, Valencia o Zaragoza. La encrucijada en que se encuentra el Estado de las Autonomías aconseja una simplificación de estructuras. Jesús Burgueño Geógrafo Universitat de Lleida (Catalunya, España)